lunes, 17 de junio de 2024

VAMPIROS DE DIOS (Libro completo)

 


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Gustavo Flores Quelopana

 

 

 

 

 

 

 

 

VAMPIROS DE DIOS

Kant, Hegel, Nietzsche y Heidegger: hitos de la metafísica moderna inmanente

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FONDO EDITORIAL

IIPCIAL

Instituto de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina

LIMA-PERU

2024

 

BIODATA

 

Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor, peruano de frondosa obra y ágil pluma. Fue Presidente de la Sociedad Peruana de Filosofía, Presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino (SITA-Perú). Disertante en universidades de Colombia, Panamá, México y Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo “Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la “Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; y el “Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, y la “paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título: VAMPIROS DE DIOS. Kant, Hegel, Nietzsche y Heidegger: hitos de la metafísica moderna inmanente.

 

Primera edición en castellano: Lima, Marzo, 2024

 

Autor: Gustavo Flores Quelopana

 

Editor: Gustavo Flores Quelopana

Los Girasoles 148- Salamanca-Ate

 

Se terminó de imprimir en marzo de 2024 en: © Fondo Editorial del Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina (IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca, Ate.

 

Tiraje: 30 ejemplares

 

HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ

N° 2024-

 

 

 

 

 

 

VAMPIROS DE DIOS

Kant, Hegel, Nietzsche, Heidegger: hitos de la metafísica moderna inmanente

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PROEMIO

 

 

Kant, Hegel, Nietzsche y Heidegger son cuatro pensadores cuyas filosofías han resultado como vampiros de la sustancia divina. Son hitos de la filosofía moderna en los que se consolida el rechazo de la metafísica trascendente y la aceptación de la metafísica inmanente. Efectivamente, sobre los hombros de estos cuatro filósofos tudescos la metafísica moderna impulsa la imagen del mundo terrenalista, inmanentista y secularizada del Universo. En este sentido son los vampiros de Dios.

Así, la metafísica trascendental kantiana pone una barrera infranqueable a la metafísica de lo trascendente, subordinando el Ser al Pensar y concibiendo a Dios como ideal de la razón pura de carácter regulativo. Con Hegel se exacerba la trascendencia del Absoluto mediante el panteísmo. El dilema se concentra en que en la filosofía hegeliana no hay un más allá, sólo existe un mundo dominado por un pensamiento inconsciente, un universal inmanente. En Nietzsche el hombre nihilista queda encerrado en su propio infinito y desconectado del infinito que hay por encima de él. Lo infinito que hay por encima del hombre es el eterno retorno de lo mismo. El eterno retorno de lo mismo no es sino más que una mueca siniestra que simula lo infinito, y que sólo se piensa como autoconservación de la voluntad de poder. En Nietzsche la sustancia del cosmos es el poder en devenir perpetuo y repetible. Así, su filosofía es una parodia insoportable de un Cristo secularizado, pero también el dedo acusador sobre el hedonista hombre moderno que sólo quiere la nada. La filosofía de Nietzsche es una culminación del moderno y subjetivista hombre sin Dios, alma sahumada y marchita en el horno de lo temporal y finito.

Heidegger tendrá siempre el mérito inmarcesible de haber acertado en el pronóstico y de haber errado en el diagnóstico. Señaló atinadamente la necesidad de oponer un nuevo modo de pensar ante el reinante objetivismo cientista de la era nihilista. Pero responsabilizó de ello a la metafísica del eidos y por eso se propuso recuperar la metafísica de la alétheia. Cuando por el contrario la raíz del descaminamiento de la filosofía occidental, por haber seguido la senda del logos y no la de la physis o el ser, es la metafísica de la subjetividad inmanente o del percipi propia de la modernidad. Y es precisamente por ello que su filosofía acaba encerrándose en la jaula del inmanentismo de un ser inescrutable e irracional en el propio seno del mundo. Heidegger tiene razón en sostener que su ontología fundamental no pretende pensar a Dios, sino al Ser. Pero no tiene razón en pensar a Dios como Supremo Ente y separarlo del Ser. En todo caso la entificación de Dios resulta siendo una limitación a su naturaleza infinita y por tanto negando su condición de ser supremo. Lo que Heidegger opera con la mistificación del Ser es una desnaturalización de la entidad divina. O mejor, sobre la base de la incomprensión de la naturaleza de Dios emprende la embestida con el Supraser más allá de lo divino. El Ser en Heidegger no es lo divino, sino es lo que posibilita lo divino. Y en ese sentido el Ser ni siquiera se columbra como una cuaternidad intradivina, por el contrario, es lo que hace posible la propia esencia de la divinidad. Esta lucha de Heidegger contra Dios la lleva hasta las últimas consecuencias. El Ser se torna en un abismo oscuro que no tiene que ver con el amor, la creación, la encarnación, la redención, ni la salvación y, sin embargo, sin él nada de ello podría darse. El Supraser no tiene que ver con lo increado o lo creado, ni con lo increado que crea, ni lo creado que crea, ni lo creado que no crea, ni lo creado que no crea. El Ser de Heidegger es como el Dios en Escoto Erígena, a saber, un ser sin manera de ser ni determinación de ningún género. Por eso, su vínculo con lo Uno neoplatónico es inocultable.

La metafísica moderna de la inmanencia que recorre a estos cuatro pensadores emblemáticos describe un movimiento de la razón que llega a su agotamiento civilizatorio en el siglo veintiuno, mostrando que el hombre sin Dios se convirtió en una verdadera amenaza para sí mismo y para el planeta. Muchos pensadores más son los vampiros de Dios en el pensar moderno, pero la tarea central actual es vislumbrar el giro hacia un nuevo pensar.

 

PRIMER ACTO

 

KANT

Y EL OCASO DE LA MODERNIDAD

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PRÓLOGO

 

 

 

 

 

¿Por qué este libro no lleva el título simplemente de Kant y su filosofía, sino Kant y el Ocaso de la modernidad? Lo revela justamente esta obra. Su propósito es exponer que existe una relación esencial entre la filosofía trascendental y el actual ocaso de la modernidad. La modernidad es descubrimiento humano de su libertad y autonomía. Es el triunfo de la era antropológica, lo cual bueno. Pero también es encenagamiento en lo inmanente y ruptura con lo trascendente, es la victoria del hombre sin Dios. Lo cual resultó nefasto al pervertir la misma libertad que otrora celebró. Ambas cosas están contenidas en la agnóstica revolución copernicana emprendida por Kant.  

No veamos, por consiguiente, en este libro al responsable del descalabro de la Edad Moderna, sino, a quien mejor expresó sus ideales del modo más sistemático, original y contundente. Por lo mismo, es preciso volver a iluminar su pensamiento para percibir con más nitidez los peligros que se ciernen sobre la presente hora antropológica. Es decir, el propósito de la obra es entender la tragedia en que se encuentra envuelto el Regnum hominis de nuestra modernidad desde el corazón mismo de las dicotomías de la filosofía trascendental kantiana.

Efectivamente, Kant clausura la primera fase de la filosofía moderna y al mismo tiempo abre su segunda etapa. Él representa el triunfo del hombre epistémico sobre el hombre ontológico de la Antigüedad y Medioevo, de lo cismundano sobre lo trasmundano, lo inmanente sobre lo trascendente, de lo práctico sobre la tradición, de la razón funcional sobre la razón sustancial. Pero a su vez, en ese triunfo se encuentra signado el destino de la modernidad con su nítida voluntad de poderío. La cual se ha vuelto arbitraria, extraviando la verdadera relación con las cosas y el mundo. No sólo se ha descarriado entre los entes, sino que ha perdido su conexión con la verdad del ente. Ortega, precisamente, había advertido en la filosofía de Kant un acentuado activismo y voluntarismo.

La filosofía kantiana elevó a lo teórico la convicción que la estructura del mundo es creada por el hombre. En lo trascendental puro a priori estaba contenido la interna energía absoluta de la razón. La misma que ha convertido al hombre moderno, por obra de la ciencia y de la técnica, en la criatura más poderosa y dominante sobre la Tierra. Eso ha sido en esencia la Modernidad. La nueva imagen del mundo está configurada sobre la voluntad de poder. Vivimos un Antropoceno que es el triunfo del hombre convertido en deus in Terris u homo deus. Pero este poder que ha crecido desproporcionadamente ya se muestra amenazante, es un peligro y su dominio aparece urgente. El hombre está sucumbiendo ante su propio poder. Los peligros se manifiestan como destrucción nuclear de la humanidad, despersonalización completa del hombre, imperio de la violencia, injusticia y de lo anético, y destrucción interna de la dignidad humana.

Para evitar la catástrofe global ha llegado la hora de operar una segunda revolución copernicana sobre el meollo mismo de la kantiana. El hombre pone el ser a las cosas, pero debe hacerlo obedeciendo a la esencia misma de las cosas. Ello implica un nuevo realismo, que vea la Naturaleza como algo apoderable, pero con justicia y caridad. Y respete la dignidad de la persona humana. O sea, el dominio del mundo no puede continuar hasta como ahora, sin respetar la verdad. Pero el respeto a la verdad implica humildad, lo cual no es debilidad sino fuerza interna para aceptar la revelación que contiene todo ente y sobre todo la Revelación bíblica. No se trata de volver a Kant, se trata de volver al Dios de la Revelación.

Sí, en esta segunda revolución copernicana se trata de una nueva utopía donde el enorme poder adquirido por el hombre se muestre primero mediante el dominio de sí mismo, una ascesis del instinto y de la voluntad, que tiene como punto de partida el reconocimiento de la trascendencia de Dios. Sin el reconocimiento del Creador, de la verdad incondicional, de los valores absolutos, no habrá forma de edificar una nueva cultura y civilización. Pues, la verdadera libertad no reside en imponer un determinado ser al ente, sino en hacer lo que exige la esencia del ente. Y esa es una tarea que implica compromiso del individuo, la familia, el Estado, la escuela, la ciencia y la Universidad. Pero hacer lo que la esencia del ente exige implica recuperar la perdida actitud contemplativa. Y lograr ello, a su vez representa acabar con las estructuras del mundo que han puesto en primer lugar lo útil, lo práctico y el bienestar material.

Ciertamente que Kant nunca abandonó el realismo para entregarse en brazos del idealismo especulativo tipo Fichte. Así, incluso en las notas del Opus Postumum acentúa la autoposición del sujeto, pero sin renunciar a la cosa en sí. Sustituye la metafísica dogmática por una metafísica trascendental que le pone una barrera infranqueable a la metafísica de lo trascendente. Pero también es cierto que terminó subordinando el Ser al Pensar. Y con ello consolidó la vía subjetivista e inmanentista del pensamiento moderno. Por lo cual el criticismo oscila entre el realismo y el idealismo de la subjetividad. Situación que se constituyó en el disparador del idealismo especulativo de Fichte, Schelling y Hegel. No menos importante fue la recepción kantiana de Schopenhauer en el marco de una metafísica voluntarista. Hasta que llegó el neokantismo para repudiar lo que consideraba distorsión del criticismo y centrarse en su teoría del conocimiento. Pero con Heidegger el criticismo tuvo una asunción metafísica dentro de la existencia finita humana. Lo que faltaba era una recepción realista del criticismo -aunque Marechal lo intenta dentro del espíritu realista del neotomismo-, y eso es lo que aquí apuntamos.

En buena cuenta, el criticismo depende de la existencia de lo trascendental o de la Razón Pura, es decir, de los juicios sintéticos a priori que explicarían la necesidad y universalidad tanto en el conocimiento objetivo del mundo, como del imperativo categórico del mundo moral. Pero bien puede ser que, en vez de construir se trate de captar la estructura objetiva inteligible del ser. Con ello se superaría la subordinación del Ser al Pensar, se abre el camino hacia un realismo consecuente y se superaría la descalificación de la metafísica de lo trascendente. Incluso, y bien visto, no hay incompatibilidad entre admitir la existencia trascendental de la Razón pura y la existencia trascendente de la cosa en sí o mundo externo, si en vez de asumir la función ordenadora interna del conocer como una construcción del ser, más bien lo que hay es una captación de la estructura objetiva inteligible del ser. O sea, la ordenación interna de la razón pura sirve para la captación de la inteligibilidad del ser. Así lo trascendental y lo trascendente no tienen que ser incompatibles, ni la Razón Pura tiene que llevar obligatoriamente hacia la subordinación del ser al pensar. Esta interpretación realista de la Razón Pura lleva de igual forma hacia la asunción de lo metaempírico y lo suprasensible no como meras ideas regulativas de la razón, sino como captación de la inteligibilidad del ser. En otras palabras, hay ideas de razón que no son de carácter constructivo ni regulativo, sino captativo de la estructura objetiva del ser.  Y en ese caso el hombre no sólo contaría con intuición sensible, sino también con intuición intelectual, no en el sentido de totum simul, pero sí como captación del objeto necesario y universal (alma, mundo como totalidad, Dios) en la estructura objetiva inteligible del ser.

En otras palabras, la estructura trascendental de la Razón pura puede muy bien tener función captadora del orden ontológico sobre la base de una función ordenadora de la experiencia cognoscitiva y moral. Obviamente que esto ya no es Kant, sino una superación del sesgo subjetivo e inmanentista del kantismo, de tan honda huella en el pensamiento moderno con el rechazo de la metafísica.

 

 

 

 

 

 

 

 

INTRODUCCION

EL OCASO DE LA MODERNIDAD

COMO REINO DE LA INMANENCIA

 

 

 

 

No es extraño, entonces, que lo más permanente y duradero del kantismo sea el imperio de un voluntarismo y activismo de la subjetividad finita humana, que se condice con el triunfo de la edad antropológica moderna y su mayoría de edad como ser libre. O sea, que la consecuencia más importante de la filosofía trascendental, según García Morente, es el humanismo de la cultura. Es decir, la cultura humana es fruto de una actividad libre, necesaria, universal y objetiva. No obstante, la consecuencia más terrible de este humanismo sin Dios que se configura en la filosofía Kantiana es que termina por convencerse que el Hombre tampoco vale la pena. Dios ha muerto y el hombre también. Sartre y Foucault lo testimonian. Ahora bien, no hay rehabilitación del hombre sin dominio de sí mismo. Pero el dominio de sí mismo equivale a cambio interno. Es decir, el que fracasa respecto a sí mismo no está en capacidad de tomar correctas decisiones políticas o de otra índole. Sin cambio interno no es posible un coherente cambio externo. Y no hay dominio de sí mismo sin ascesis. Ascesis es autoeducación y sacrificio. Ese será el meollo de la nueva cultura y civilización.

Sin ascesis no es posible doblegar los poderes diarios de la barbarie. Sin ascesis ninguna cultura edificó algo grande y admirable. Y ello es tan cierto porque el principal traidor del hombre se encuentra en sí mismo, crece desde dentro con cada capitulación espiritual, con la vida muelle y sibarita. El hedonismo, como estilo horizontal de vida, como moda señala la curva decadente de toda civilización. Y la capitulación más grave efectuada en la modernidad ha sido en desconocer que la esencia humana consiste en su relación con Dios. La existencia del hombre moderno luce gravemente enferma porque ha desconocido al fundamento de toda realidad, a saber, Dios. Pero reconocer a Dios implica amar su creación, ayudar al prójimo y proteger a sus criaturas. La conciencia no se engaña, y cuando nos dice que hay que aceptar una responsabilidad hay que hacerlo. Otro no es el camino. A escasos años de que se cumpla el Tricentenario del Natalicio de Immanuel Kant (1724-2024). Y considero que el mejor homenaje a su pensamiento es superarlo en la médula misma de su contribución teórica. Tarea que resulta urgente dado que asistimos a la acelerada destrucción de la Modernidad, a su ocaso, vivimos su periclitación. Pero tras sus escombros se atisba el surgimiento decidido de valiosos elementos que dan esperanza. Y, quizá, el más importante sea el de la necesidad de limitar el poderío humano. Por eso, aquí no se trata de historiar o hacer hermenéutica de la filosofía kantiana, sino de alumbrar el camino para hallar una solución al dramático presente moderno que nos agobia y, a la vez, nos desafía por una respuesta nueva. Sin superar el opresor inmanentismo de la modernidad y ligar la trascendencia con la inmanencia no habrá manera de recuperar el respeto a la dignidad humana, la verdad y lo Absoluto. La nueva época tendrá que resolver la amenaza del poder humano. El hombre irreligioso de nuestra era antropológica ha perdido a Dios. Recordemos que Cristo lanza un grito abismal en la Cruz: “¿Por qué me has abandonado?” Ahora el hombre del poderío técnico-científico también experimenta lo que significa perder a Dios. Pero Cristo desciende a los infiernos en la muerte, mientras que el hombre moderno vive el infierno en la vida. Son dos realidades distintas. Una es espiritual, la otra es material. Una acontece al atravesar el umbral de la muerte, la otra sucede en la propia vida. El descenso de Jesús a la realidad de la muerte pertenece a su rebajamiento y es anterior a la Redención. En cambio, el hombre moderno antropológico al rechazar la luz eterna de la trascendencia trae la soledad de la muerte a la vida, sumiendo el espíritu a una tenebrosa noche del alma. La frase de Nietzsche “Dios ha muerto” es exacta, aunque incompleta. Porque Cristo no solo murió en Cruz, sino que venció a la muerte y Redimió a la humanidad. Pero el hombre moderno se aloja solamente en la muerte de Dios, y con ello nada sabe de la esperanza sobrenatural. Ensoberbecido en la conciencia de su libertad y en su enorme poderío técnico-científico, el hombre antropológico de hoy ha renunciado a la conversión del mundo desde la noche a la luz.

El ocaso de la modernidad expresado en el reino de la inmanencia es como la puerta del infierno a la que llama Cristo, mientras dentro los demonios deliberan. Charles Péguy dijo que Dante había atravesado el infierno como un turista. Pero el hombre espiritualmente perdido de hoy edificó un mundo luciferino, plenamente terrenal, donde el amor y la solidaridad resultan inalcanzables por falta de amor. Sólo la espiritualización de su propio poder podrá salvarlo. Espiritualización que sólo puede ser siendo parte de la voluntad redentora de Dios. Hay que perderse en los abismos de Dios para responder a la perdición del hermano. En suma, por qué Kant se asocia al ocaso de la Modernidad. Su Revolución Copernicana, según la cual el conocimiento no gira en torno al objeto sino al sujeto, convierte el conocimiento humano en una praxis. Conocer es construir el ámbito de la objetividad. De aquí hay un pequeño paso a afirmar que conocer es crear el objeto del conocimiento, más aun, la realidad. Kant expresa así el espíritu maduro de la era antropológica en su fase ascendente, donde la acción, la praxis, la liberad y la voluntad cobran un protagonismo principal en la historia. Pero esa conciencia en la nueva autonomía cobrada por el hombre lo ha henchido de poder sobre la base del progreso científico-técnico. Finitud, falsabilidad y totalidad imperfecta son las nuevas categorías de la realidad. Con ello el hombre de hoy es más vigilante y encarnado. Pero las mismas categorías que lo pueden hacer más consciente de la infinitud y absolutez de Dios, lo han llevado por el camino contrario. Se ha ensimismado en la inmanencia y ha negado la trascendencia. El hedonismo, el relativismo, el materialismo, el inmoralismo y el nihilismo imperan por doquier. Lo malo no es el poder enorme que ha adquirido el hombre antropológico, sino su descontrol. Ello ha conducido a la destrucción de la Naturaleza y del hombre mismo. Esto caracteriza el ocaso de la modernidad. Pero a la modernidad no hay que suprimirla sino superarla. Y ello exige rectificar su más acabada expresión, a saber, la revolución copernicana del kantismo. Hace falta un nuevo realismo, que parta de Dios y de la esencia de las cosas. Pues cada cosa exige su verdad. Pero también es urgente lograr el dominio de sí mismo y realizar la actitud contemplativa. Ello sería necesario para romper con la ilegitima antropomorfización de las cosas. Y para ello es necesario superar la presente civilización materialista que gira en torno al beneficio económico, la prisa, el bullicio y los valores inferiores.  El hombre fáustico occidental es el que sucumbe. Y, si sobrevive la humanidad, quien lo pueda seguir no será un nuevo hombre apolíneo, sino un hombre libre pero espiritual, que sepa anudar lo inmanente con lo trascendente. Pues bien, si en la Crítica de la Razón Pura (CRP) el sujeto busca afirmar su intento de objetivarlo y dominarlo todo, en la Crítica de la Razón Práctica (CRPr) la libertad moral descubre en el respeto a la otra persona como algo no cosificable, pero el mundo sigue sometido a los fines dominables de la libertad, más en la Crítica del Juicio (CJ) aparece la naturaleza como la protagonista de sus propios fines, o sea, la configuración del mundo según la finalidad de lo libre. Son los seres vivos, decía Kant, los que proporcionan al concepto de fin una realidad objetiva en la naturaleza. Pero si el punto de vista trascendental culmina en la primacía de lo práctico sobre lo teórico, de la acción real de la libertad en la naturaleza, ello no significa la abolición de la preeminencia de la idealidad sobre la realidad sino, al contrario, el predominio de la conciencia pura sobre todas las esferas de la objetividad, la raíz de todo serán las leyes del espíritu. Lo cual marcará a fuego el centro de toda esta metafísica moderna, el cual ya no será la substancia sino el hombre como ente de razón. Todo esto no es malo, lo malo es circunscribirlo sólo al espíritu finito y dejar de lado el espíritu infinito, o sea, Dios.

Cuando en el hombre dejan de unirse lo inmanente y lo trascendente, se trastoca el propio orden humano, tornando su libertad en la principal amenaza a su propia existencia, tal como vemos en el hombre fáustico de hoy. En realidad, la revolución copernicana del criticismo culmina en el concepto de fin.  Pero el concepto de finalidad lleva a pensar en un mundo donde la subjetividad no crea ni en su materialidad ni en su forma. Lo cual viene a tensar al máximo las contradicciones contenidas en la filosofía trascendental y que estallan en el idealismo alemán. Lo que tenemos en el fondo es el asalto a la razón contra el fundamento trascendente del orden natural y humano, haciendo la filosofía trascendental que la finalidad de la praxis humana sea un concepto de la libertad y no de la naturaleza. El cuál es el meollo del descontrol en que se halla el enorme poder alcanzado por el hombre antropológico de la modernidad. Pero no se trata de negar el segundo eje de la crítica de la razón, la doctrina de la realidad del concepto de libertad, la libertad-acción como nuestro ser originario, sino de ubicarlo en su unión con el Ser infinito y, a partir de ahí, definir la necesidad de autocontrol de su propia libertad y poder. Lo que indudablemente vuelve insuficiente el contexto en que se ubica el segundo eje de la filosofía trascendental, la idealidad del espacio y del tiempo, el cual cierra el acceso del ser finito a las realidades suprasensibles. Pero asi como no hay retorno a la Edad Media ni a la Edad Antigua, tampoco hay regreso a la metafísica dogmática, sino que el desafío es avanzar hacia una metafísica que, sin desconocer el papel activo y libre del sujeto cognoscente, respete la propia esencia de las cosas y el mundo. Para Kant la coronación de todo el edificio del sistema de la razón pura era el concepto de libertad, aunque no podía prever su descomposición más nefanda en el libertinaje global actual. Lo cual vuelve imperativo disolver el Regnum hominis sin Dios, y reconocer el Regnum hominis con Dios. Si la modernidad creyó acabar con el pensar poético y mitológico que antropomorfiza el mundo con lo trascendente, con la rectificación planteada se liquida el antropologismo secularista del Yo pienso con su imperio de lo inmanente. El primer acto de la subjetividad no puede ser analítica, ni reflexiva, sino sintética y existencial, y, por tanto, testimonia la existencia de lo real como evidencia primaria que las cosas son, lo ontológico condiciona lo epistemológico, el Ser rebasa el Pensar.

En otras palabras, es imposible recuperar la metafísica destruyendo lo trascendente para limitarse a lo finito y temporal, como pretende Heidegger, sino que su franca recuperación transita por un nuevo realismo que funde el esencialismo en una metafísica trascendentalista. Confundir el concepto de objeto con la existencia real del objeto condujo al desorbitado subjetivismo que hace estragos en la Edad Moderna.

 

 

APUNTE BIOGRÁFICO/PONENTE CÉLEBRE

 

A partir de 1746 y durante ocho años Kant se ganó la vida como preceptor privado en casa adineradas de Königsberg. A los treinta y un años, 1755, obtuvo el doctorado y el cargo académico de privatdozent. Por quince años solicitó cátedra, pero se le denegó. Recibió ofertas de otras instituciones, pero su apego a su ciudad natal hizo que no aceptara. Se ganó la vida enseñando de todo y redondeó sus ingresos como ayudante de bibliotecario. Cuando por fin obtuvo la cátedra en 1770, lo que le daría tranquilidad para escribir su primera gran obra, su aula se abarrotaba de aforo. Los alumnos llegaban a las seis de la mañana para encontrar sitio. Era un ponente célebre por la riqueza de los conceptos, la claridad y exhaustividad expositiva, la solidez metodológica, pero además porque construía el conocimiento desde dentro y sabía incentivar un pensamiento independiente y creativo en los pupilos. En sus clases se veía no a un simple profesor, sino a un maestro y filósofo en acción.

 

 

 

 

1.

LO TRASCENDENTE

De Kant al idealismo romántico existe toda una generación intermedia (Eberhard, Jacobi, Reinhold, Maimon, Beck y Fichte) que se debate entre el criticismo ortodoxo y el escepticismo radical, y que encuentra la fuente de todas las dificultades en la doctrina de lo trascendente. En este punto tres ideas son clave: que es constitutivo de nuestra subjetividad su finitud; que en la libertad humana se manifiesta el mundo inteligible, el cual no es ámbito de los objetos trascendentes; y que la finalidad es la única idea de razón que se manifiesta como objeto, si no en su causa al menos en su producto. O sea, nunca salimos de la subjetividad. En suma, la razón recurre a las causas finales –entre ellas Dios-, que son ideales, por la singular estructura finita de nuestro conocer.

En realidad, la dualidad entre la sensibilidad y el entendimiento contenía la contradicción funesta para la unidad del sistema crítico. Antes que todos ellos hay que mencionar el tempranero ataque de Garve (1789) quien tachaba a Kant de idealista absoluto como Berkeley, encerrado en sus representaciones subjetivas. Kant respondió a las acusaciones de idealismo en los Prolegómenos (1783) y en la 2da edición de la Crítica de la razón pura (CRP) haciendo hincapié en las principales tesis del idealismo crítico: se dan las cosas reales, pero la cosa en sí permanece inaccesible a nuestra facultad, sólo nos es dado conocer el fenómeno (fenomenalismo), no encontramos previamente los objetos, los ponemos (subjetivismo), ese es nuestro límite y frontera. El problema de la metafísica y de la cosa en sí es analizado en profundidad en la Lógica trascendental de la Critica de la Razón Pura. Y el recurso teísta o búsqueda de un fundamento a esa necesidad nuestra de recurrir a la finalidad última, o sea a Dios, está en los tres parágrafos (76-78) finales de la Critica del Juicio. Para Kant la teoría de la experiencia es teoría de la objetividad y del conocimiento. El Fenómeno no es apariencia o ilusión sino objeto perceptible. Los objetos no perceptibles son cosa en sí y no pueden ser conocidos científicamente. La cosa en si le sirve para refutar el dogmatismo del racionalismo y del empirismo, como para señalar los límites de la experiencia. La cosa en sí equivale a negar la posibilidad de conocer lo absoluto. Pero Kant también lo piensa como la experiencia en su absoluta totalidad. Mientras los conceptos expresan realidades de la experiencia, las Ideas expresan objetos que están más allá de la experiencia. Los entes absolutos no tienen realidad son meras ideas. Las Ideas son regulativas, no son constitutivas. Expresan el afán de totalidad y de perfección moral. La metafísica pretende conocer los entes absolutos (alma, Dios, universo), pero su pretensión es ilusoria. A ella no le puede servir ni la intuición pura ni la empírica. El alma no es una sustancia sino la totalidad de la experiencia interna. La cosmología racional también naufraga en antinomias porque lo opuesto es lógicamente correcto. La causa primera y el límite del universo son simples ideas del conocimiento perfecto. No hay intuición pura ni empírica de Dios. Por tanto, no se puede decir que exista.

El concepto de Dios es una idea de un principio único y supremo. La metafísica no es conocimiento teórico verdadero. De manera que la cosa en si no es cosa, es idea necesaria de la razón. No se puede trasponer la condición de nuestro conocimiento a las cosas. Las ideas de la razón son anticipaciones hipotéticas de lo ignoto, que algún día podrá ser alcanzado. Las ideas no son un saber real sino un saber posible. La metafísica es una inclinación natural de la razón, la cual tiene sed de absoluto. El uso legítimo de las ideas es su uso regulativo. El conocimiento no es copia, sino actividad espiritual. Las ideas son realidad simbólica. Los límites del conocimiento conducen a la Moral y al Arte. Las Ideas no son nociones de algo, sino para algo. La cosa en sí, que es una Idea, se define por el principio de finalidad. El concepto es el único fundamento posible de toda finalidad, por eso la naturaleza no actúa intencionadamente, o sea un fin de la naturaleza es de suyo inexplicable (CJ § 74). Sólo el entendimiento intuitivo de Dios podría conocer la finalidad en la naturaleza (§75, 78, 79). La incapacidad de la naturaleza de producir finalidad según sus lees nos obliga a recurrir a una causa exterior, al are divino (§ 74). El substrato suprasensible de la naturaleza no es ni mecanismo ni finalidad, así la causa suprema de la finalidad en la naturaleza ha de ser una Inteligencia creadora de la misma, una substancia simple e inteligente, un entendimiento originario, arquetípico y causa del mundo (§ 73, 75, 77, 80, 85). La teleología continúa en la teología, y así concluye la CJ con un tratado sobre la existencia de Dios (§ 75). En consecuencia, la cabal comprensión de la cosa en sí en el sistema criticista exigía ser visto como una Idea de la razón. Y eso precisamente no se comprendió en los poskantianos.

Primero fue el wolfiano Eberhard (1739-1809) para quien “la filosofía leibniziana contiene ya una crítica de la razón” y contra quien, en 1791, un año después de publicar la Crítica del Juicio, decide romper con su silencio para redactar una respuesta minuciosa con el opúsculo Por qué no es inútil una nueva crítica de la razón pura. Su apreciación es contundente, pues consideraba que Leibniz es tergiversado, su filosofía de las mónadas, la armonía preestablecida y el principio de razón suficiente se refiere al substrato incognoscible del mundo, pero resulta que la filosofía crítica demuestra que toda metafísica es una impostura.

Luego viene la aguda observación de Jacobi (1743-1819), quien acuñó una frase afortunada que expresaba con nitidez la contradicción del sistema crítico: sin la cosa en sí no se entra en el criticismo, pero con ella no se puede permanecer en él. Acertó en lo primero, pero no comprendió que la cosa en si no es una cosa sino una idea necesaria de razón. Jacobi subraya la inconsistencia interna del pensamiento kantiano, no sólo a nivel de la razón teórica sino también a nivel de la razón práctica, pues el resultado es la imposibilidad del conocimiento metafísico dogmático por razón y otorga este conocimiento a la fe, como principio de toda razón teórica. La filosofía de la fe de Jacobi representa una oposición al Iluminismo y un primer florecimiento de las tendencias románticas. Su distinción entre una razón discursiva y una razón intuitiva estaba perfilada a evitar los problemas suscitados por Kant al basar el conocimiento en la artificial construcción del sujeto trascendental.

Tanto Eberhard como Jacobi buscaban una solución más completa al problema de lo trascendente, que para una solución kantiana consecuente quedaban sin demostración: el alma, el universo, y la idea de un ser perfecto. Al respecto, cabe mencionar que en Kant se produce una tergiversación del argumento ontológico. Kant recrimina al argumento ontológico por deducir del “concepto” de Dios la existencia de Dios. Pero el argumento clásico, desde san Anselmo a Leibniz, no hace esta deducción porque considera que Dios es fundamento, razón o idea en sentido platónico. O sea, la idea de la existencia del ser perfecto no es discursiva sino intuitiva, suprarracional, porque viene directamente de Dios. Pero Kant sobrepone la dimensión lógica a la dimensión ontológica porque solo es conocimiento lo que es objeto de la experiencia. En la filosofía crítica Dios solo es una Idea de Razón, regulativa pero no constitutiva. En Kant Dios sólo es concepto porque comparte la ruptura nominalista y empirista que convierte la idea platónica de esencia en concepto, separando el ser del pensar.

En Kant lo que lleva más allá de los fenómenos no es la cosa en sí, sino la moral y la libertad. El problema de la libertad rompe con la gnoseología y se planta en lo metafísico. Es por ello que la revolución copernicana no deja de lado la cuestión del ser ni la metafísica. Pero es el conocimiento lo que regula el objeto. Al ente le antecede la constitución del ser de una objetividad en general. La revolución copernicana revela las variadas estructuras y formas del ser. Así el objeto estético no está ligado al objeto empírico. O sea, cada forma nueva del espíritu se refiere a un mundo objetivo nuevo.

Para Kant no observamos a Dios, sólo lo pensamos subjetivamente como causa suprema. Dios es una causa suprema, válido universalmente para el sujeto, para todo uso especulativo y práctico. En la Crítica del Juicio dice que el fundamento subjetivo del Juicio reflexionante permite suponer un Dios inteligente en la base de los fines de la naturaleza. Pero la distinción entre cosas posibles y reales es tal que, vale sólo subjetivamente para el entendimiento humano, puesto que podemos tener algo en el pensamiento, aunque ello no exista, o representarnos algo como dado aun sin tener de ello todavía concepto alguno. Es decir, el principio subjetivo y regulativo de la razón vale para el juicio humano como si fuera un principio objetivo. Allí donde el entendimiento no puede seguirla, la razón se hace trascendente con ideas que son regulativas y no constitutivas, pero no en conceptos de valor objetivo. En suma, en el marco del uso teórico de la razón, Dios nos es dado como un ideal trascendental, es decir, como un concepto de la razón pura teórico-especulativa, como un polo o principio regulativo hacia el cual avanza el conocimiento humano.

En la Crítica de la razón práctica el concepto de Dios es posible cuando no contradice las leyes del entendimiento. Tal es el requisito mínimo posible de una religión. La posibilidad de este conocimiento de Dios está basada en la moralidad. El teísmo moral kantiano sigue siendo crítico, puesto que declara insuficientes las pruebas especulativas de la existencia de Dios. Demostrar la existencia de modo apodícticamente es imposible. No obstante, Kant está convencido de la existencia de Dios y tiene una fe férrea en el fundamento práctico que nunca podrá ser expulsado. En realidad, el pensamiento de Dios es el pensamiento mismo de esta identificación entre posibilidad y existencia, identidad que es realizada por la fe. El argumento práctico moral de Dios es la expresión racional de la fe. Aquí ya no se trata de deducir de la perfección de Dios su existencia, sino de postularlo como una necesidad de la razón práctica. Tampoco se trata del creer para entender, del hecho por el cual el acto de fe se convierte en acto de razón, sino de apartar la razón para dejar lugar a la fe. Pero Kant no sólo da cabida a Dios a través del argumento práctico moral sino también a través del argumento teleológico.

En la Crítica del Juicio queda bien definida la necesidad de pensar una inteligencia arquetípica como fundamento de la causa final del mundo. Si bien el parágrafo 68 es tajante en el sentido de que el concepto de finalidad rompe con toda teología y toda Providencia en la naturaleza, lo cual ha conducido pensar exageradamente a autores como Menzer, Mathieu, Martin, Marcucci y Dotto que Kant defiende una concepción de la naturaleza como estructura material autosostenida. Sin embargo, en los parágrafos 75 y 77 queda bien establecido que el fundamento objetivo del juicio reflexionante permite suponer en la base de los fines de la naturaleza a un Dios inteligente y providente, aun cuando el fundamento objetivo del juicio determinante permite explicar la teleología sin teología. Y en el parágrafo 77 remacha: “...nos es absolutamente imposible tomar de la naturaleza fundamentos de explicación derivados para los enlaces finales, y es necesario, según la constitución de la humana facultad de conocer, buscar el fundamento superior de los fines en un entendimiento originario, como causa del mundo” (Crítica del Juicio, parágrafo 77).

Por lo demás, en el Opus ha desaparecido completamente la distinción entre el criticismo y la filosofía trascendental sólo subsiste como problema la relación entre la filosofía trascendental y la metafísica, aunque este problema tiene también una tendencia a desaparecer y de hecho desaparece con la invasión de la construcción subjetiva. De modo que no es fácil coincidir con Heidegger (Kant y el problema de la metafísica, FCE 1973) cuando piensa que el propósito de Kant del período crítico fue llegar a una nueva ontología del cogito o de la subjetividad del sujeto humano, cuando al contrario vemos que fue el filósofo de la vejez el que convierte lo subjetivo en algo más constructivo que regulativo. El uso que hace Kant del cogito en el Opus revela que la razón es convertida en la fuente no sólo del conocer sino incluso del ser, lo a priori en el hombre no sólo impone su código conceptual a la realidad, sino que es una función espontánea que construye las ideas. En el Opus Kant hace que la idea del ser tome su realidad de una construcción de la razón, que percibe la necesidad absoluta del pensamiento. Entonces el ser ya no reposa en la noción de sustancia, sino en el imperativo categórico y en consecuencia debe plantearse en una completa inmanencia. Pero entre realidad y lógica hay predicación analógica más no predicación unívoca (panteísmo) ni predicación equívoca (agnosticismo). La realidad sobrepasa el pensar (principio del realismo). Por ello la predicación del pensar no es unívoca, porque el logos de lo real excede al logos del pensar (más allá del panlogismo panteísta). Pero también la predicación del pensar no es equívoca, porque subsiste la correspondencia entre ser y pensar (más allá del agnosticismo). Por tanto, siendo Dios lo máximamente real es lo máximamente predicable por analogía (principio del teísmo).

La invasión romántica de la construcción subjetiva en el Opus se produce porque las grietas del edificio crítico hacen agua, pero esto no llega a la identificación de las cosas reales con el objeto conocido, aunque sí deriva hacia un filo-idealismo subjetivo a lo Fichte. Con razón afirma Vleeschauwer que el pensamiento kantiano giró en torno a un solo problema, a saber, el conocimiento objetivo. Se trata de un pensamiento que pasa primero por el racionalismo Leibniz-wolfiano (1750-1760), el empirismo newtoniano (1760-1770), el escepticismo humeano (1770-1775), la solución crítica (1781-1790) para concluir en la idealización romántica del conocimiento objetivo (1790-1804).

En el Opus la razón perdió el carácter de una facultad dada, se convierte en una función espontánea que ya no representa las ideas, sino que ahora las construye. Así, la idea de Dios es inmanente, no es cosa en sí, es una construcción de la razón como necesidad absoluta del pensamiento. Dios es una idea de la razón que no tiene nada correspondiente con la experiencia, representa tan sólo la unidad suprema del en una completa inmanencia. Sus observaciones críticas provocarían un viento de apostasía con Reinhold, Beck y Fichte porque la concepción kantiana de Dios termina afincándose en un franco y herético pelagianismo donde la religión es moralidad.

El extravío ya había tenido comienzo con el nominalismo de Occam con su metafísica estrictamente lógico-demostrativa: no se puede demostrar que hay un solo Dios, sólo hay argumentos persuasivos y probables. El término Ser es univoco para las criaturas y el creador. Por su parte el protestantismo acentúa la oposición entre fe y razón. Dios solo es cognoscible por la gracia. Decir que lo es por la razón equivale a negar la revelación. Sigue Descartes, donde su visión mecanicista lleva a prescindir de Dios. Prosigue con el panteísmo de Spinoza, que ayuda mucho a la secularización de la idea divina. La lógica del corazón de Pascal fue un precario baluarte de la fe al prescindir de la razón.  Y finalmente en Leibniz con su dios plotiniano que depende de la esencia divina. Los enciclopedistas que destronan a Dios como Juez Providente y en su lugar colocaron a la humanidad en el agnóstico siglo dieciocho. Adviene el humanismo sin Dios. Hume intentó demostrar que la religión natural no es más que un sueño filosófico. Así el pelagianismo de Kant es en realidad ateísmo en lenguaje moral y culminación de todo este movimiento que niega a la razón el acceso a lo trascendente.

Y en realidad la descomposición de la unidad de la razón con la fe proseguirá después de Kant. Así encontramos a Schleiermacher sabelianamente rechazó la Trinidad. Hegel la convirtió en dialéctica del Espíritu absoluto y disolvió a Dios en lo inmanente. Nietzsche declara la muerte de Dios por antivital. Kierkegaard rechaza la prueba objetiva de la existencia de Dios y critica el concepto popular de Dios-amor y en el centro de su fe está la paradoja de la Encarnación. Así concluye el escéptico siglo XIX. Dios en el siglo XX desemboca en la franca ruptura con la razón en la teología protestante y en el ateísmo abierto de la filosofía analítica y la filosofía existencial atea. A partir de esto la razón comenzará a perder la unidad interna consigo misma para desembocar en el nihilismo y el irracionalismo, claramente manifiesto en la filosofía posmoderna. Lo cual delinea el colapso de la modernidad y el ocaso de la civilización occidental. 

 

El viento de apostasía

Reinhold (1758-1823) que en sus célebres Cartas sobre la filosofía kantiana (1787) había contribuido a la difusión del criticismo, pretendió en su Nueva teoría de la facultad de la representación humana (1789) partir del principio cartesiano que implica su propia evidencia, es decir, la existencia de representaciones en nosotros. Pero kantianos, wolfianos y escépticos lo atacaron sin misericordia, sin percatarse que cada golpe contra Reinhold llegaba también hasta Kant.

Salomón Maimon (1754-1800), el ortodoxo kantiano echaba a pique la doctrina de lo trascendente con el propósito de salvar la unidad del criticismo, reabsorbiendo la materia del conocimiento en la actividad cognoscitiva del sujeto. Daba un paso hacia el idealismo subjetivo. En 1795 Beck se propone resolver el problema de la incompatibilidad de la cosa en sí con los principios críticos y responsabiliza el recurrir a la cosa en sí al hecho de que Kant quiso ponerse al nivel de los lectores para conducirlos gradualmente a su propia posición. Para solucionar el problema, escribe Beck, hay que invertir el método: Kant parte de los datos hacia la unidad sintética, pues hay que ir de la unidad sintética hacia los datos. Al partir del acto originario de la síntesis convertía a ésta en acto constructivo de nuestras representaciones. El idealismo subjetivo salía fortalecido. Esto significaba un paso decisivo hacia el idealismo, pues para Kant hay lo dado (realismo dogmático), mientras que para Beck antes del acto originario no hay lo dado, porque éste es producto de la síntesis. Este acto no es indeterminado sino una función categorial, de modo que ya no hay dualidad entre sensibilidad y entendimiento. En el acto sintético, según Beck, está su aparente desemejanza, lo real es engendrado por el acto sintético, el acto es determinado cuando con el espacio construye el tiempo. Tal criticismo diverge de Kant de las primeras tres críticas, pero presenta notables analogías de procedimiento con la segunda edición de la CRP, cuya doctrina de la objetividad modela la síntesis que muestra una función objetivante en la creación del objeto. La facultad productora de la imaginación cobra un significado central en la doctrina kantiana. La imaginación seria la relación de todo pensar a la intuición. La imaginación es lo que llama síntesis especiosa. Y la síntesis es la fuerza fundamental del pensar puro. Pero su interés no es la síntesis sino la síntesis que se sirve de las especies. Para Kant la lógica formal sólo trata con juicios analíticos o conceptos vacíos, mientras que la lógica trascendental trata con juicios sintéticos a priori o conceptos que hacen posible el conocimiento. Pero el conocimiento sólo es posible cuando se realiza la síntesis pura. La síntesis pura es la reunión de tres elementos: tiempo, imaginación trascendental y apercepción o entendimiento puro. Allí reside la posibilidad de los juicios sintéticos a priori. Pero la síntesis pura tiene un aspecto interno y un aspecto externo. El aspecto externo lo conforma el esquema organizado por la imaginación trascendental. Y el aspecto interno está conformado por las categorías de la apercepción pura. Los esquemas son imágenes en el tiempo organizadas por las categorías. O sea, el esquema es categorías más tiempo. Las categorías sólo metidas en esquemas cumplen la función de ordenar.

Es decir, el tiempo es lo activo del sentido interno, es la autoafección del sentido interno. Y la imaginación trascendental es lo activo del sentido interno que organiza imágenes en el tiempo con las categorías o sin ellas. Las categorías sin la sensibilidad ofrecen ideas más no conocimiento. Esquema trascendental y juicio sintético a priori son la misma cosa. Y hace posible la objetivación o producción de los objetos. La producción del Objekt u objeto puro es lo que hace posible y funda la objetividad. La verdad trascendental es la relación general con ese objeto. Esa es la esencia del objeto puro pero la experiencia real descansa en la unidad sintética de los fenómenos en general. Sin esta síntesis del objeto de los fenómenos en general, la experiencia y los conocimientos no serían más que una rapsodia de percepciones sin enlace entre sí. De modo que para Kant hay identidad entre la esencia de la experiencia pura y la esencia de la experiencia real. El entendimiento con sus principios a priori y conceptos puros solo tiene un uso empírico, nunca puede rebasar los límites de la sensibilidad, donde nos son dados los objetos. Los juicios sintéticos –basados en la experiencia- a priori –necesarios y universales- son posibles por los principios trascendentales del entendimiento, que posibilita tanto la esencia como la realidad de la experiencia. Cuando erróneamente los principios regulativos de la razón pura se toman por principios constitutivos se genera un uso ilegítimo de la razón especulativa, que crea la ilusión de acceder al conocimiento del noúmeno y de conocimientos trascendentes.

En Kant la fuente real de la experiencia y del conocimiento de la realidad son las fuentes subjetivas del alma. Pero ello no significa subjetivismo ni relativismo, porque las condiciones a priori del conocimiento son las condiciones de la realidad misma. La esencia subjetiva del objeto es la misma que la esencia objetiva del objeto. Lo trascendental es el ámbito de esa coincidencia. Por eso la revolución copernicana la da un nuevo abordamiento a la ontología, la cual queda fundada en la gnoseología. O sea, el objeto real queda antecedido por la constitución de la objetividad en general. En Kant la subjetividad no funda el mundo real sino la objetividad del mundo real. Pero no puede evitar las confusiones que se genera al sobrevalorar la subjetividad misma. El espíritu queda tan hipertrofiado que es inevitable que lo trascendental anule lo trascendente.

Es cierto que el problema de la filosofía crítica no busca en el espíritu sino en la ciencia misma. El problema crítico hace referencia a las ciencias exactas de la naturaleza. Así elude el psicologismo. ¿Pero logra lo mismo con el idealismo subjetivo? Kant no dice, como Schopenhauer, que el mundo sea nuestra representación, ni mera ilusión subjetiva. Para él la ciencia habla de la realidad y no de la conciencia. Por eso su filosofía descubre: (1) los principios sintéticos de las ciencias como condición a priori del conocimiento, (2) las condiciones a priori del conocimiento son las condiciones del objeto mismo. Las bases lógicas a priori de la ciencia son las bases de la realidad. Esas bases lógicas no varían en el curso de la historia. Son eternas, como afirma el objetivismo.

Lo a priori en Kant no es psicológico sino lógico, no es ficción subjetiva sino lógica sintética. Lo a priori no es lo subjetivo sino la realización del conocimiento objetivo. Lo trascendental es condición lógica a la vez del objeto y del conocimiento. La unidad sintética de la actividad lógica espiritual es lo que le faltaba al empirismo para explicar la formación de los conceptos necesarios y universales. Si esto es cierto, entonces la filosofía crítica describe algo real del mundo lógico del conocimiento. Lo trascendental no atiende ni a lo inmanente ni a lo trascendente. Es fundamento lógico a priori del conocimiento científico. No sería innatismo ni subjetivismo. Por tanto, pisaría terreno del idealismo objetivo. O sea, el origen del ser objetivo y del conocer sería lo a priori puro trascendental. El criticismo sería una de sus variantes. Pero lo cual no lo separa mucho de hacer del Yo pienso el legislador de la naturaleza, del mundo moral y estético, independientemente de la metafísica. Su ética formalista es imperativo categórico en vez de valores objetivos –como diría Scheler-, lo estético es subjetividad objetiva. Esto es ateísmo y escepticismo, que termina nutriendo todas las formas de inmanentismo. Para Kant la razón crítica es la que no puede sobrepasar la experiencia sensible e inmanente, cuando en realidad la razón no puede dejar de sobrepasarse a sí misma hacia lo trascendente. Y ese sobrepasarse no se funda en un uso ilegítimo de la razón sino en una experiencia espiritual no sensible presente en todas las criaturas racionales.

Ahora bien, Beck al simplificar hace proceder todo (datos, intuición y concepto) del acto sintético constructivo. Esta apostasía de su más brillante alumno lo hace a Kant desde 1794 encerrarse en el mutismo, pero este disgusto por el funcionalismo de Beck iba a tener inesperadas consecuencias en el Opus Postumum. Fichte (1762-1814), que se inscribió en el curso de Kant, el cual lo recibió con frialdad, pero que él nunca se sintió dependiente del viejo maestro, percibió también los defectos formales del sistema crítico, lo cual lo lanzará a buscar el verdadero fundamento de la filosofía trascendental. Ya en una carta a Reinhold de abril de 1795 le expresa que el gran descubrimiento de Kant es la subjetividad. De 1794 a 1797 Fichte desarrolla su Doctrina de la ciencia, en la que el principio único es el acto del pensamiento puro, el cual reabsorbe la dualidad fenómeno-cosa en sí, remplazándolo por lo absoluto de un pensamiento autónomo.

De este modo, si la Crítica no tenía una teoría de lo trascendente el Opus sí lo tiene, sólo la materia queda fuera del espíritu, pero o es un dato inasimilable o está referida a un mundo trascendente. Esto significa que se admiten las cosas reales, pero no tienen ningún papel en el objeto conocido. Una misma cosa son la cosa en sí y el fenómeno, son simplemente dos relaciones o dos maneras de representar el objeto. Esto significa un apartamiento violento del desdoblamiento de las cosas que hacen los realistas: unas cosas existen en su real independencia fuera del alcance del sujeto, otras en el sujeto como duplicación de las primeras. La cosa en sí entra en escena en el Opus, pero como un ens rationis, que pone en peligro la realidad misma de lo trascendente. De manera que las críticas de la cosa en sí por parte del criticismo romántico hacen que Kant se vea impulsado a apartarse de la cosa en sí como noúmeno, ahora es más bien un cogitabile antes que un dabile.

 

Dependencia con ruptura empirista

En suma, en el Opus la cosa en sí es una posición del sujeto, no es lo verdadero trascendente, sino la representación de algo que ya no trasciende a los fenómenos. La filosofía trascendental queda encerrada en el espíritu, sin ventanas abiertas hacia lo trascendente, se trata estrictamente de una concepción idealista de la razón, que en el orden teórico y práctico tiene un poder constituyente y ya no se trata de una

La aproximación a la física y el sistema categorial pone en cuestión toda la construcción del criticismo teórico, infunde a la física una potencia desconocida, reexamina la naturaleza y el papel del yo pienso, también las funciones del espacio y del tiempo y finalmente la función de lo trascendente. Su evolución hacia el idealismo romántico es inocultable, y no como Adickes sostiene que sólo en su terminología está unido Kant a los apóstatas. Pues en el O.P. el yo es espontáneo absolutamente y desplegando un aparato fichteano dirá Kant que en el acto del yo se genera el espacio-tiempo. Primero el yo sujeto pone las formas y funciones, su aparato formal, luego la autoposición del yo genera el yo objeto, espacio y tiempo son construidos, no son cosas sino funciones como las categorías, y finalmente el sujeto es la facultad originaria.

En el Opus la pasividad del yo en la intuición no es un dato, es una actividad en la que el yo se determina espontáneamente. El yo pone todo el contenido de la conciencia, pone toda la experiencia interna y externa, pone la forma de aparición y unificación del objeto de la experiencia, poniendo el yo empírico (espacio, tiempo, categorías) el yo pone y produce todo el mundo intuitivo, él mismo objetiva sus funciones. No es pues lo trascendente lo que constituye el objeto de la intuición sino el acto mismo del entendimiento. El objeto de la intuición es producto del yo. La cosa en sí expresa la actividad del sujeto, y así desaparece lo absoluto trascendente. Este acto se resuelve en tres fases: la tesis del sujeto por sí mismo, la antítesis del no yo respecto del yo, y su síntesis. La percepción no está ligada a lo dado, sino a la actividad originaria del sujeto pensante. Es decir, que Fichte veía la solución de las contradicciones del criticismo en la asimilación completa del ser al pensar. ¿Acaso el Kant del Opus no es consecuente con las exigencias epistémicas del “ser como posición” expresado en la CRP? Al parecer sí. Las conclusiones del Opus no serían mero fruto de la senectud de Kant ni una simple respuesta a las críticas del criticismo romántico, sino que son una reflexión consecuente de las premisas subjetivistas ínsitas en su pensamiento. Kant sabía lo que decía cuando afirmaba que en el edificio crítico había una “laguna”. Se trataba de encontrar un lugar de conexión entre lo general y lo específico, sin mezclarse con lo empírico. Los fragmentos dispersos y aforísticos del Opus constituyen un intento desesperado por establecer por fin un sistema. La gigantesca tarea de convertir el criticismo en un sistema exigía la cabal explicación de la relación entre autoafección y receptividad. El anciano pensador lo intenta, respondiendo a su díscolo discípulo Beck, mediante la realización del espacio y del tiempo, donde el espacio y el tiempo no son sino la autoposición del yo sintiente. El yo sintiente sería la bisagra entre el Yo trascendental y el Yo empírico, entre apercepción y aprehensión. Esta solución antifichteana sobre la autoposición lo lleva hacia los puntos más oscuros de la cosa en sí. Kant admitirá un doble acto de posición del sujeto: un Yo cogitabile, según el principio de identidad o “autoposición analítica”; y un Yo receptivo como Objeto, propio de la imaginación productiva, según el principio de “autoposición sintética”. Así, la incómoda cosa en sí se convierte en correlato necesario y negativo de esa segunda autoposición.

Para Félix Duque el intento termina en un fracaso, porque no puede relacionar armónicamente las fuerzas motrices del espacio con la explicación trascendental de la génesis pura del espacio. Y así resurge nuevamente y de modo problemático el problema de lo trascendente. No encontró una cabal respuesta. La cosa en sí entra en escena en el Opus, pero como un ens rationis, que fulmina lo trascendente. La temprana descalificación por senilidad de esta obra inacabada ha dejado su lugar a una valoración positiva. Cassirer mismo subraya que se trata de la gran obra de su último decenio que no alcanza a concluir: “Su memoria falla, cuando llega a escribir el final de una frase o de un párrafo ya no se acuerda del principio, confunde y embrolla los periodos estilísticos”. El tránsito de la metafísica a la física queda trunco, y con él la edificación del sistema crítico y la solución del problema de lo trascendente. La concatenación de un sistema de filosofía pura no se completaría. Las fórmulas abigarradas y confusas que corresponden a su creatividad no son acompañadas en el anciano por la fuerza ordenadora de antes. Y la significación metódica de la antítesis entre fenómeno y cosa en sí no logra despejarse. Las valiosas ideas que encierra son un tesoro en el manuscrito, pero no llegan a ser precisadas como en sus obras anteriores.

 

La huella del criticismo romántico sobre Kant

Kant en 1797, apremiado por la apostasía, pronuncia su condenación sobre los tres criticistas, pero lo que más lo hería fue la acusación por parte de éstos de haber dejado inacabada la obra crítica, olvidando con ello que él mismo había repetido hasta la saciedad que la Crítica no era el sistema trascendental sino tan sólo su introducción. Kant al escribir la Crítica del Juicio (1790) estimaba haber dado un paso que completaba la filosofía crítica restableciendo la unidad del espíritu humano, pues la facultad de juzgar es un talento especial que no quiere ser instruido sino sólo ejercitado, es el miembro intermedio entre las facultades superiores del conocimiento: el entendimiento teórico y la razón práctica. El juicio se refiere al sujeto y no produce conceptos de objetos, no prescribe leyes ni provee conocimientos objetivos, sino tan sólo se da a sí mismo para comprender los hechos particulares de la experiencia. La capacidad de juzgar legisla a priori y posee un principio trascendental, pero sus principios no son constitutivos sino regulativos. El uso estético del juicio es una capacidad de sentir placer. En suma, la totalidad de la filosofía trascendental, en libre juego de las facultades de la razón, instala el ser pensado en la representación. Pero al enfrentarse con la generación de discípulos románticos que desnudaban las fragilidades del criticismo, sus tendencias estimadas como conciliadoras, poco francas, llenas de escrúpulos, que representaban una combinación explosiva entre idealismo y realismo, y que mantenía con carácter de provisional la dualidad de facultades, la trascendencia y el fenómeno, le causó un conflicto intrateórico que al fin de su carrera lo acercaría a los apóstatas románticos.

 

La cosa en sí de dabile a cogitabile

En 1796, después de cuarenta y cinco años de ejercicio docente, Kant se retira de la cátedra, pero desde 1795 hasta 1803 trabaja incansablemente en una obra sobre la que emitirá juicios contradictorios, llamándola un día su obra maestra y al día siguiente condenándola al fuego. Para esa fecha Kant ya no podía escribir su nombre y hablaba con dificultad. El 3 de febrero de 1804 ya no probaba bocado, falleciendo el día 12 del mismo mes. La peregrinación a su tumba duró varios días y su entierro fue solemne.

El Opus contiene doce legajos de fragmentos conocidos como el Opus Postumum (Edición de Félix Duque, editorial Anthropos, Barcelona 1991), en donde no impera la unidad de visión y lo cual hace decir a Vaihinger que Kant meditaba no en una sino en dos obras distintas: una física y otra crítica. Pero que a Vleeschauwer (La evolución del pensamiento kantiano, UNAM, 1962, pp. 181) le parece que el O.P. una vez redactado en volumen habría sido una tercera edición de la Crítica, donde la función cognoscitiva no se extiende sólo a la forma general del objeto, sino también a las formas más particulares y determinadas de los objetos conocidos. En realidad, se tratan de borradores que dejan percibir la huella producida por el criticismo romántico. El principio que Kant reivindica en el O.P. es que el sujeto conoce sólo lo que ha hecho él mismo, la experiencia es una construcción de la razón. Así, si en 1781 interesa la objetividad al criticismo, en 1800 le interesa la experiencia, por ello la teoría de la experiencia del Opus no coincide con la de la CRP. Si la Crítica de razón pura demostró que sólo se anticipa la forma en general del objeto en general, en el Opus se anticipan las formas más particulares de los objetos. Se construye ya no la forma de un objeto en general, sino de una esencia material, con ello se amplía el poder constructivo de la razón.

El acceso a lo suprasensible no está dado por un retroceso a la metafísica dogmática, que reconoce la existencia real de las cosas independientemente del sujeto, sino por una asunción del idealismo subjetivo, según la cual la materia, las cosas y el mundo son engendradas por el yo. Kant en el Opus para obtener la unidad sistemática de la física recurre al éter, como materia que ocupa todo el espacio, compenetra la materia y se encuentra animada de un movimiento espontáneo y perpetuo. La unidad de la experiencia es un sistema de percepciones múltiples, construido en su forma por el entendimiento y que tiene, en cuanto a su materia, su origen en la actividad de las fuerzas de la materia. En consecuencia, la existencia del éter es la condición a priori del sistema de la experiencia. O sea, el entendimiento proporciona la forma de la experiencia y el éter físico proporciona la materia de la experiencia. Pero la experiencia será una construcción de la razón porque el éter es también condición a priori de la experiencia. Dios sigue siendo lo máximo pensable en el orden moral, el Mundo es el todo fenoménico y lo máximo pensable en orden espaciotemporal, y el Hombre es el autolegislador. Al no poder progresar en la construcción de una metafísica de la naturaleza hace retroceder la filosofía trascendental del yo sintiente de la Crítica del Juicio al yo pensante de la Crítica de la Razón Pura. Espacio, tiempo, autoafección, autoposición y cosa en sí son modificadas en ese sentido. Con ello el criticismo fortaleció la sustitución de Dios por el yo pienso. Su escasa sensibilidad para lo humano y lo divino desempeñaría un rol protagónico en la negación del Ser que funda todo ser, en el extravío de las verdades suprarracionales de la razón y en la metafísica inmanentista de la modernidad.

El hombre antropológico de la era actual se siente demiúrgico con la ayuda de la ciencia y de la técnica. Pero para salvarse de su autodestrucción, deberá despertar de su sueño dogmático de la Diosa Razón, para dominar su enorme poder y volver a Dios. Y ello significará recuperar el misterio ontológico ante el abrumador peso en el hombre moderno de la idea funcional –como lo subraya G. Marcel-, comprendiendo que el ser es el símbolo de Dios, separando la abstracción y el ser. La esencia del mundo y del hombre es una revelación desbordada de un Dios que se revela y se esconde al mismo tiempo. O sea, el pensamiento está envuelto por el Ser y no al contrario.

 

 

 

APUNTE BIOGRÁFICO/FRIALDAD EMOCIONAL

 

Un signo distintivo del síndrome de Asperger en Kant fue su frialdad emocional. Su madre lo marcó con su bondad, y a su padre lo cuidó de una larga enfermedad hasta su muerte. Una vez desparecidos sus progenitores, cortó todo contacto personal con hermanas y hermanos, sencillamente no le interesaban las relaciones sentimentales. No obstante, siempre les ayudó económicamente -enviando dinero por correo o con algún sirviente-.

 

 

 

 

2.

LÓGICA TRASCENDENTAL

 

 

I

Cuando Eberhard acusó a Kant de no haber descubierto nada y de ser una mala repetición de Leibniz, éste se defiende reivindicando su descubrimiento crítico del juicio sintético a priori. Con ello quería decir que la filosofía anterior había girado en torno a juicios analíticos o de simples conceptos, mientras que la filosofía crítica lo hace en torno a un tipo de juicios que no son puramente formales, como el juicio analítico de la lógica pura, ni puramente empíricos, como el juicio sintético a posteriori de las ciencias reales.

Los últimos escritos kantianos de 1791 a 1804 estuvieron dirigidos a polemizar contra Eberhard (1791) y Garve (1793), lo que recuerda su polémica con Feder (1782). También a elaborar su teoría de la religión -donde destaca su escrito La religión dentro de los límites de la pura razón (1793)-, donde preconiza una interpretación moral y no evangélica de las Escrituras. Lo que lo conduciría a un conflicto con el gobierno prusiano en 1794. También concluiría su libro La paz perpetua en 1795 y del Derecho en 1797 basado en la idea de la libertad. Igualmente defiende la autonomía de la filosofía como facultad ante los poderes del Estado -Pleito de las facultades de 1798-. Y finalmente su gran obra. inconclusa sobre el tránsito de la metafísica a la física. Volviendo a la polémica con Eberhard, Kant en su opúsculo Por qué no es inútil una nueva crítica a la razón pura de 1791, defendía el estatuto propio del juicio sintético a priori por el contenido trascendental. Pues sin algo trascendental no hay experiencia, o sea es la condición a priori de la posibilidad de la experiencia. Es decir, este “ser puro” o molde de todas las cosas lo construyen los juicios sintéticos a priori. Por ello Heidegger lo llama conocimiento ontológico, porque determina el ser de las cosas, y añade que es una fundamentación de la metafísica, pero lo que no precisa es que concierne solamente a la metafísica de la subjetividad.

Eberhard es en realidad un detractor tan enrevesado que Kant se ve precisado también a defender la herencia legítima del propio Leibniz. Para Kant esa discusión sobre la existencia de la razón pura desde antiguo lo que pretende es restablecer la metafísica de sus desalojados fueros. La posibilidad del conocimiento a priori fue planteada desde Locke, pero la posibilidad de los juicios sintéticos a priori, sobre la base de la distinción de los juicios analíticos y sintéticos, es una novedad que ni siquiera está presente en Leibniz, aunque sí formalmente sospechada. Por ende, concluye Kant, mientras persista la anarquía entre la masa que filosofa no será nunca inútil una nueva crítica de la razón pura. La lógica trascendental en la Crítica de la Razón Pura, es la segunda parte de la teoría elemental trascendental, que señala los principios del pensamiento puro, complementando a la estética trascendental que la precede. Aquí se afirma que las únicas fuentes del conocimiento especulativo humano son la receptividad de las impresiones proporcionadas por la sensibilidad pura, de un lado, y la espontaneidad de los conceptos propios del entendimiento puro, de otro. La lógica trascendental se subdivide en dos partes: la analítica y la dialéctica. La primera se ocupa, de las formas puras de la intuición desprovista de todo elemento aportado por el entendimiento, así como de todo contenido empírico de los elementos del conocimiento puro del entendimiento y de los principios, sin los cuales ningún objeto puede ser pensado.

La dialéctica trascendental surge, según Kant, de lo atractivo que resulta para la razón servirse de estos conceptos y principios sin tener en cuenta la experiencia. La crítica de dicha facultad que la encierre en sus límites propios y descubra la falsa apariencia que encubre las "vanas pretensiones" de la razón en su uso "hiperfísico". Es decir, para Kant la lógica trascendental es un organon que se refiere sólo a las leyes del entendimiento y a la razón a priori. Aquí se aísla el entendimiento para tomar sólo la parte del pensamiento que se origina en el pensamiento. Su parte Analítica contiene la crucial Deducción trascendental, la cual explica cómo las categorías siendo las condiciones de posibilidad de la experiencia en general son a la vez las condiciones de posibilidad de los objetos de la experiencia. De modo que el conocimiento no es un producto de lo dado, sino el dictado que a las cosas hace la actividad apriórica del sujeto trascendental. En ello consiste la revolución copernicana, a saber, el conocer no gira alrededor de las cosas sino del sujeto cognoscente.

 

II

Ahora bien, el problema central de la Crítica de la razón pura es: ¿cómo son posibles una clase de juicios que fueran necesarios como los analíticos y que aumentaran el conocimiento como los sintéticos. Para Kant el principio de los juicios analíticos es el principio de contradicción, mientras que el principio de los juicios sintéticos a priori es el tiempo. Mientras que el principio de contradicción determina la verdad del conocimiento analítico, el tiempo lo hace con el conocimiento real. Los primeros son válidos al margen de la sensibilidad, mientras que los segundos lo son con la concurrencia de la sensibilidad. Para Kant la lógica formal sólo trata con juicios analíticos o conceptos vacíos, mientras la lógica trascendental trata con juicios sintéticos a priori o conceptos que hacen posible el conocimiento. La metafísica dogmática fue metafísica de simples conceptos o de juicios analíticos. Su acción no aumenta el conocimiento y lo único que hace es subsumir cada concepto en su género o en su especie. Se trata de un juego de meras representaciones que no tienen respaldo en la realidad objetiva. En cambio, la ciencia se maneja con juicios de experiencia, que van allá del mero pensar y que son llamados por Kant juicios sintéticos.

 

III

De manera que los juicios sintéticos a priori “contienen, por así decirlo, nada más que el esquema puro de la experiencia posible”. El objetivo de la Crítica de la razón pura es establecer la posibilidad de la experiencia real y para ello se retrotrae a su elemento puro a priori. El cual no es carácter psicológico sino lógico, no es un origen, es un fundamento. Los principios de los juicios sintéticos a priori son las fuentes subjetivas de la posibilidad de un conocimiento de un objeto en general. Es decir, el fundamento de un objeto real es un objeto en general o la experiencia posible. Esto es el problema de cómo un concepto representa un objeto, en la filosofía crítica el concepto es el objeto en general, que es fundamento del objeto real.

Ahora bien, Kant señala que las fuentes subjetivas necesarias y a priori que hacen posible el objeto en general son tres, a saber, la sensibilidad (que aporta la sinopsis de lo múltiple a priori por el sentido), la imaginación (que brinda la síntesis de ese múltiple) y la apercepción (que otorga unidad a la síntesis) [1]. Estas tres fuentes contienen las condiciones de la posibilidad de la lógica trascendental o los juicios sintéticos a priori o la posibilidad de toda experiencia. Estas tres fuentes pueden ser consideradas como empíricas, pero son fundamentos a priori que hacen posible el uso empírico [2]. La sección segunda del capítulo II de la Analítica de los Principios ratifica la actualidad de estos asertos, a pesar de haber sido eliminados en la segunda edición, porque no sólo sostiene que la lógica general no tiene que ver con los juicios sintéticos a priori, sino que enfatiza que la tarea principal de la Lógica Trascendental es determinar la posibilidad, condiciones, alcance y validez de los juicios sintéticos a priori. Por eso Kant se esmera al máximo en destacar que su tema no es el entendimiento sino las relaciones entre los conceptos y las intuiciones. Pues insiste que en los juicios analíticos se permanece en el concepto, y en los juicios sintéticos no se trata de una relación de identidad ni de contradicción, sino que se trata de salir del entendimiento hacia la experiencia. Al juicio sintético no le basta el entendimiento y tiene que salir del concepto para compararlo sintéticamente con otro.

IV

¿En dónde nace la síntesis entre dos conceptos a priori? Su respuesta alude a un ámbito donde estén comprendidas todas nuestras representaciones y ese lugar es el Tiempo. Ya en la Estética Trascendental había definido al tiempo como “la forma del sentido interno”, “condición formal a priori de todos los fenómenos en general”, lugar donde se da la “posibilidad de registrar la representación misma”, en el tiempo todos nuestros conocimientos se ordenan, enlazan y relacionan [3]. Pero el tiempo no solamente es el ámbito en el que se da pasivamente a los conceptos puros el material puro o lo múltiple puro para la síntesis pura, sino que tiene la función activa de iniciar la síntesis pura.

En la segunda edición es más explícito diciendo que las representaciones puras son relaciones puras porque no hay afección externa y, por consiguiente, la síntesis comienza por la autoafección del sentido interno o el tiempo. En otras palabras, el tiempo es la forma del sentido interno en que se autoafecta el espíritu y empieza todo el proceso de síntesis [4]. Entonces, si el tiempo es el poder que tiene el espíritu de autoafectarse, por ende, la intuición pura, que precede a todo pensamiento, es activa. La intuición pura no contiene nada hasta que el espíritu se autoafecta con las representaciones del material puro. La representación pura del espíritu autoafectante o del tiempo solamente es su propia capacidad de actividad. Es decir, el sentido interno del espíritu, que es el tiempo, es el que despliega todo el material puro de representaciones puras. Pero el tiempo ya no sintetiza las mismas sino la imaginación, y su unidad necesaria y universal corresponde a la apercepción. Así se constituye el ser puro o molde de todas las cosas. O sea, el ser de las cosas, que viene en los juicios sintéticos a priori, se constituye en la síntesis pura y originaria del tiempo, la imaginación y la apercepción. Sensibilidad pura, entendimiento y apercepción puros son la fuente de la síntesis pura o del ser puro. Kant no se detiene aquí y señala que el aspecto externo de la síntesis pura es el esquema trascendental de la imaginación y el aspecto interno son las categorías del entendimiento puro [5]. Los esquemas son así imágenes organizadas en el tiempo por las categorías. Es decir, el esquema es categoría más tiempo. Para Kant esto es muy importante porque así demuestra que las categorías necesitan del tiempo para el contacto con lo múltiple sensible puro. Así, las categorías sólo metidas en esquemas cumplen la función de ordenar lo múltiple sensible, y sin los esquemas solamente son funciones del entendimiento relativas a los conceptos y no representan ningún objeto. En otras palabras, el juicio sintético a priori y el esquema trascendental son la misma cosa porque hacen posible la objetivación del objeto y, por consiguiente, el conocimiento. El ser puro o todo puro de toda experiencia posible es el Objekt (objeto) que funda la objetividad y hace posible la experiencia y el conocimiento. La verdad trascendental, que hace posible la verdad empírica, es la relación general con el Objekt, como fundamento y fuente de la verdad. Es la Deducción trascendental la encargada de probar la validez objetiva a priori de esta envoltura formal denominada Objekt, antes de la presencia real del objeto.

La validez de los juicios sintéticos a priori se determina porque la síntesis pura es posible a partir de elementos puros a priori. O sea, los conceptos puros del entendimiento son elementos de los juicios sintéticos a priori, los cuales a su vez son elementos del Objekt o posibilidad de la experiencia. Es decir, el juicio nace de ligar en el acto del conocimiento: el objeto y el sujeto. El pensamiento trascendental se da un objeto por la propia actividad del espíritu que se autoafecta. Esto quiere decir que la propia actividad del sujeto es el objeto afectante. En el conocimiento a priori el sujeto está constituido por las facultades de representación, el objeto por su propia actividad y el conocimiento por la forma de esta actividad plasmada en juicios sintéticos a priori. De manera que el valor de los juicios sintéticos a priori es la posibilidad misma de la experiencia o expresada en su formulación clásica: “Las condiciones de la posibilidad de la experiencia en general son al mismo tiempo las de la posibilidad de los objetos de la experiencia” [6]. Esto significa que la posibilidad de la experiencia es fundamento de la experiencia real o de la realidad empírica.

V

Ahora se entiende por qué la interpretación heideggeriana sostiene que el problema de la posibilidad de los juicios sintéticos a priori equivale al único problema kantiano: el de la posibilidad de una metafísica. Heidegger dirá que el proyecto crítico kantiano es una metafísica de la subjetividad humana, mientras Cassirer opina en su famosa polémica en Davos (1929) que con esto Kant desaparece y que no es cierto que todas las facultades del conocimiento se reducen a la imaginación trascendental, quedando solo la temporalidad del Dasein, pues así la distinción entre fenómeno y nóumeno desaparece, ya que todos los seres pertenecerían a la misma dimensión del tiempo y a la finitud. El dualismo kantiano para Cassirer no involucra una oposición metafísica entre dos reinos del ser, sino entre el ser y el deber, desde un único reino de realidad empírica.

Para Torreti la teoría de la experiencia en Kant no es una teoría de la experiencia científica (Cohen) ni una teoría de la experiencia ordinaria (Bird), ni una teoría de la experiencia trascendental, sino una teoría de la experiencia misma, en su estructura formal, continua y homogénea, con principios invariables a pesar de la variedad de sus contenidos. Pero su teoría de la experiencia no va hacia lo trascendente ni se queda en lo trascendental, sino que su significado último es explicar el conocimiento de la realidad empírica, o sea la posibilidad de los juicios sintéticos a priori. De ahí que Kant siempre tenga los ojos puestos en la experiencia real y subraye que la experiencia descansa en la unidad sintética de los fenómenos, síntesis sin la cual la experiencia sería como una rapsodia de percepciones sin enlace y no presentaría la unidad trascendental y necesaria de la apercepción. En otras palabras, existe una identidad entre esencia de la experiencia pura y esencia de la experiencia real. Por ello la experiencia real es el único modo de conocimiento de la realidad empírica. La Deducción trascendental demuestra que el conocimiento empírico es producto de la espontaneidad de la mente, la cual a través de las categorías hace que los objetos aparecidos en la intuición sean reconocidos como tales. Ahora bien, formalmente las cosas dependen de la mente, pero materialmente no, el objeto (Objekt) no es el ente subsistente por sí mismo, sino lo que se sabe en la representación (lo múltiple unificado por la actividad sintética de las categorías).

 

VI

Esto hace de la Deducción trascendental un capítulo oscuro porque su misión era demostrar que la razón nunca se refiere a objetos suprasensibles. Incluso la versión de 1787 enfatiza más que sin el entendimiento no habría Naturaleza o realidad empírica. Los principios trascendentales del entendimiento tienen valor constitutivo, y los principios trascendentales del juicio tienen valor regulativo (orientan la organización de la experiencia). Pero la idealidad trascendental del espacio y del tiempo y la justificación y validez de las categorías formulan el distingo entre fenómenos (condicionados por nuestra facultad de conocer) y cosas en sí (entes independientes del conocimiento) y con ello se suscita un grave problema. Por un lado, se sostiene que las cosas en sí son fundamento de los fenómenos y afectan a la mente, pero por otro lado dice que no conocemos a priori ni a posteriori nada que no sea fenoménico. Declarar posible una existencia no fenoménica para luego decir que no podemos justificarla con nada es de una inconsistencia clamorosa. El fantasma realista de la cosa en sí perseguiría a Kant hasta el final de sus días.

La interpretación idealista de la cosa en sí intentó eliminarla (Jacobi, Maimon, Beck, Fichte, Vleeschauwer, Lehmann, Torreti) como: (1) representación de la propia actividad del espíritu, (2) conocimiento integral de los fenómenos, (3) fundamento de la afección como objeto fenoménico. La interpretación realista intentó reafirmarla (Schultz, Riehl, Adickes, N. Hartmann) como: (1) aquello que trasciende al fenómeno. Kant define la cosa en sí como el objeto empírico posible por la mente que enlaza el concepto con la intuición, objeto trascendental que piensa un objeto no sensible, sustrayéndose a la síntesis espaciotemporal-categorial. Pero su refutación del idealismo es ambigua porque afirma que el fundamento del fenómeno es el proceso sintético de la mente y luego dice que es la cosa en sí, concede existencia a la materia y luego afirma que es fenómeno, dice que el fenómeno no agota la cosa y luego dice que la cosa no es nada sin la sensibilidad, que existe algo independiente y luego que no subsiste. Esto remece la doctrina de la autoafección del espíritu por el tiempo hasta sus cimientos. ¿Pues qué necesidad tiene el sentido interno de autoafectarse si existe la cosa en sí que afecta la mente? La filosofía crítica insiste en dos ideas contradictorias: la mente se autoafecta y al mismo tiempo es afectada por la cosa en sí. Esto no borra la distinción entre juicios analíticos y juicios sintéticos, pero complica la definición y función de éstos últimos, pues los juicios necesarios y universales fundados en la experiencia no provienen exclusivamente de la mente, sino también de lo que afecta a la mente de forma independiente.

Esto significa que el problema central de la Crítica razón pura (cómo son posibles los juicios sintéticos a priori) queda irresuelto, pues ¿lo necesario y universal proviene de la mente y, por tanto, de lo fenoménico, o se origina en lo nouménico que afecta la mente? Norman Kemp Smith en su famoso comentario precisa tres usos kantianos de la palabra trascendental. 1. Conocimiento a priori, 2. Factores a priori del conocimiento (espacio, tiempo, categorías, imaginación, apercepción trascendental, ideas de razón), y 3. Condiciones que hacen posible la experiencia (síntesis trascendentales. Y añade que las ideas trascendentales son regulativas, pero son trascendentes cuando son interpretadas como ideas constitutivas. Pero esto significa que la cosa en sí como ente que existe por sí mismo está más allá de lo trascendental, se sustrae a lo fenoménico y sin embargo hay cosa en sí una para cada fenómeno. Kant en su crítica a la psicología racional distingue entre ser y aparecer, “sólo me conozco como fenómeno y no como soy”. En su crítica a la cosmología racional admite un mundo fenoménico traspasado de indeterminación, que da lugar a la acción libre. Dios es admitido, pero sólo como idea indispensable en la organización de la experiencia. Nunca Dios es asumido como Persona Suprema, como Absoluto, como el Ser. Por eso, Kant nunca entiende verdaderamente la libertad del hombre y cae en la fatua oposición entre autonomía y heteronomía. En cambio, el idealismo alemán comprendió perfectamente que lo Absoluto no puede entenderse como Otro, porque es la suprema luz trascendente que no puede ser separado de la luz inmanente del espíritu. Por eso Fiche supera la objeción kantiana con la verdadera idea del Yo. Lo mismo sucede con el joven Hegel, Schleiermacher, Schelling, Novalis y Hölderlin.

En otras palabras, Dios no es uno más entre los diversos entes con los que el hombre puede contar, por cuanto es Naturaleza espiritual. La filosofía medieval comprendió a Dios como completamente diverso. Y por eso la antigua teología cristiana puso la teología negativa por encima de la teología positiva. Restaurar esa distancia es lo que requiere la ideología de la modernidad, como aquello que no puede ser dominado por el poderoso espíritu humano. Hace falta liberar a Dios y su concepto de las garras de la razón. No se trata de una trascendencia divorciada de la inmanencia sino abarcadora de la misma por la Creación y la Redención. Pues la analogía entre Creador y criatura no es un caso más entre otras analogías, ni una posibilidad del pensamiento humano. Si el espíritu humano es el a priori del conocimiento del mundo –como bien señala Kant-, Dios es el a priori de su propia cognoscibilidad –como no comprende Kant-. Ello fue lo que planteó una de las mayores figuras del historicismo contemporáneo, Ernesto Troeltsch. Su desafío era conciliar el relativismo histórico con la universalidad de los valores, y para ello parte de las exigencias religiosas. En sentido kantiano postula –con Schleiermacher- que en la razón misma hay un a priori religioso, el mismo que es atribuido a la presencia del espíritu absoluto en las conciencias individuales.

El acceso a lo suprasensible está dado no por la metafísica dogmática sino por la metafísica moral, pues de las tres ideas puras (Dios, libertad e inmortalidad) sólo la libertad demuestra su realidad objetiva (espontaneidad de la mente). No hay fe teórica en lo suprasensible sino fe práctica, las categorías sirven para pensar lo suprasensible pero no para conocerlo. El pensamiento kantiano giró en torno a un solo problema: el del conocimiento objetivo. Intentó resolverlo con la distinción entre los juicios analíticos y los juicios sintéticos a priori. Pero la principal inconsistencia y contradicción de la lógica trascendental y de toda la filosofía crítica nace de que Kant no logró emancipar el ser del conocer, el objeto está incluido en el modo de conocer, convirtiendo lo dado de la intuición en un autoponerse del Yo. Así, el fenomenismo crítico se convierte en la última versión del idealismo subjetivo y solipsista. Al final se confundió la existencia del objeto con su conocimiento, la dialéctica objetiva fue reducida a dialéctica subjetiva. Para Kant la sensación no puede dar un valor objetivo, necesario y universal al conocimiento científico. Su origen es a priori. Esa idea es lo que le faltaba al empirismo para explicar la formación del concepto. Es el entendimiento el que da a las impresiones sensibles unidad sintética. Con lo cual da al concepto científico su carácter de objeto real. La unidad sintética pura y a priori pone el concepto de un objeto en general. Estas unidades sintéticas señalan la condición de los objetos empíricos. La intuición pura del espacio y del tiempo unido a las categorías, hacen posible el conocimiento de la ciencia. Dan lugar a los principios a priori de la ciencia fisicomatemática.

La investigación trascendental pondría de manifiesto los fundamentos del conocimiento y del objeto del conocimiento. Las categorías son condiciones lógicas de la objetividad en general, son condiciones puras del pensamiento. Los objetos en general son “magnitudes extensivas” (matemática, física). Igual lo son las intuiciones. Pero los objetos de la física son también “magnitudes intensivas” (cantidad). Así, los objetos tienen magnitud extensiva e intensiva.  Las categorías o conceptos unidos a la intuición pura elaboran el conocimiento. La intuición da el material y el concepto la unidad y la exactitud. La permanencia de la materia es el tercer principio de la física. Así, ser objeto es ser conocido científicamente.  La idealidad del espacio y del tiempo, la deducción de las categorías y la cosa en sí son los tres pilares sobre los que descansa la filosofía crítica. Pero el tercer pilar es problemático y torna contradictoria y ambigua la solución crítica sobre la objetividad del conocimiento. Si los juicios sintéticos (basados en la experiencia) a priori (necesarios y universales) son posibles por los principios trascendentales del entendimiento (que posibilita tanto la esencia como la realidad de la experiencia empírica), entonces no se comprende la insistencia en la afección de la mente por la cosa en sí. El papel activo-pasivo del sentido interno con el tiempo resulta siendo contradictorio si se reconoce que subsiste algo independiente que afecta a la mente. Al final el kantismo no logra eliminar la oposición metafísica entre dos reinos del ser: lo nouménico y lo fenoménico, aunque da pasos decisivos en ese sentido. La cosa en sí se guarda celosamente para el ser no pensado que afecta a la mente y el reino único de la realidad empírica se remece porque el ser pensado no elimina lo suprasensible. Esta inconsistencia de la filosofía crítica y de la lógica trascendental refleja el giro de la filosofía moderna hacia el inmanentismo, donde lo epistemológico determina lo ontológico, lo ontológico es reducido a lo experimentado por el hombre y señala el derrotero nihilista de la filosofía occidental.

 

VII

Todo lo cual nos lleva a Davos. En 1929 en Davos acontece el célebre debate sobre la herencia kantiana: ¿epistemológica o metafísica? Para Cassirer la revolución copernicana no deja de lado la cuestión del ser porque señala que al ente le antecede la constitución del ser de una objetividad en general. Por ello, el ser de la nueva metafísica kantiana no es la sustancia sino la función. Para Heidegger, Kant apunta a una refundación de la metafísica fijando como pregunta central la pregunta qué es el hombre. En consecuencia, la posibilidad de la metafísica exige una metafísica del ser ahí. Es decir, el núcleo kantiano es la posibilidad de una nueva ontología. Para mí la principal herencia kantiana es la sistematización gnoseológica de la idea de la inmanencia. Lo cual deriva en una metafísica inmanente del ser ahí, proyecto realizado por Heidegger. Pero en lo fundamental en Kant encuentra su justificación y fundamentación sistemática la idea de inmanencia. Muestra de ello es su radical separación entre nóumeno y fenómeno, y su rotunda imposibilidad de conocer lo primero. Esta herencia del kantismo a la cultura de la modernidad encontrará su expresión notoria en Hegel -el mundo como desarrollo dialéctico de la razón absoluta- y en Schopenhauer -el mundo como voluntad y representación-. Lo que vendrá después será el agotamiento decadente del principio de inmanencia en sus manifestaciones más perversas y peligrosas. Me refiero al nihilismo, hedonismo y practicismo exitista de la cultura posmoderna.

En mi opinión en Kant hay una refundación de la metafísica, pero no en el sentido fenomenológico de Heidegger, sino en el sentido epistemológico de Cassirer. Para Kant no hay posibilidad de ontología sin resolver la pregunta por la constitución del ser de una objetividad en general. Cada clase de objetividad tiene sus propias categorías a priori. Pero ni Cassirer y Heidegger advierten, por su sesgo inmanentista moderno, es que es un error la reducción del a priori a pura condición trascendental. Al contrario, porque lo a priori no se limita a lo trascendental nuestro conocimiento no se limita a la experiencia y la metafísica es posible. El verdadero problema crítico no es el de la experiencia sino el de la crítica de la experiencia. En realidad, resulta bastante controvertible la convicción de Heidegger que Kant buscara una refundación de la metafísica. La preocupación kantiana no es ontológica sino gnoseológica, y la inversión de los términos lleva a confusión. La interpretación metafísica de Heidegger no es ilegítima, simplemente es fenomenológica y tiene que ver más con su propia filosofía que con Kant. Pero es cierto que Kant retrocede y rebaja a la imaginación trascendental de “facultad” de la primera edición a simple “función” del entendimiento” de la segunda edición. En lugar de ser tres ahora son dos facultades. Sobre la apercepción trascendental recae el poder de la dación de sentido. Esto es utilizado por Heidegger para sostener que el uso que hace Kant del cogito hace del proyecto crítico una modalidad del conocimiento ontológico, lo que lleva hacia la fuente del poder del conocer y a una nueva meditación sobre el ser. En el Opus Postumum la imaginación vuelve por sus fueros de acto de aparición de los fenómenos, acercándose a sí al sacrificio de la cosa en sí efectuada por Fichte. Pero para Heidegger la fundamentación de la subjetividad lleva hacia una metafísica del ser finito y así hacia una nueva fundamentación de la metafísica. Lo cual no es absurdo, no es simplemente criticismo.

Pero también cabe interrogarse si esa inflación del papel de la imaginación en la modernidad está relacionada con la luciferinización del mundo. La misma que tiene su más nítida expresión en la malignización del bien y la desmalignización del mal. Lo cual se relaciona con la teatralización de la figura del diablo, la conversión de la negación y de la culpa como condición de la existencia humana. La modernidad en filosofía, novela, teatro, poesía y cine, sufre una mórbida fascinación por los terroríficos abismos del infierno. Lo testimonian las obras de Shakespeare, Milton, Blake, Sade, Goethe, Balzac, Baudelaire, Flaubert, Dostoievski, Kafka, Whitman, Wilde, Joyce, Gide, Vallejo, Thomas Mann. La genialidad se vuelve en expresión del espíritu pervertido. Contra el Dios del amor se apela a un desconocido Dios de la justicia. Por todos ellos se extiende de forma inequívoca la indiferencia hacia la muerte eterna. Efectivamente, Jacobo Boheme naturaliza el mal, Kant niega el ser de las cosas por el ser que pone el pensar a las cosas, en Schelling la criatura libre se equipara idealmente a Dios, en Hegel la negación en cuanto tal se vuelve creadora, en Schopenhauer el fondo del Universo es malo y ciego, Nietzsche abomina lo humano por el superhombre, Marx desecando los caminos del espíritu, en Husserl que reduce el mundo a la intencionalidad de la conciencia dadora de sentido, en Heidegger la existencia es culpable, en Sartre el infierno son los demás, Camus con su ateísmo desesperado de un Universo absurdo y sin finalidad, Rorty considerando a Dios como una mera figura de la filosofía literaria y Vattimo que mediante el pensamiento débil rechaza la autoridad de Dios. El hombre se concibe en la modernidad como una existencia que impone el ser a las cosas, al realizar la negación obtiene espíritu, pero a su vez culpa. Si no comprende el infierno no puede comprenderse a sí mismo. Esa idea de la época antropológica es en el fondo rebelión contra Dios, el creador del mundo. El mal se convierte en real, queda incorporada al orden la Naturaleza, y Dios junto a ella queda reabsorbido en el mal. Dios queda convertido en un espantajo, porque pérfidamente es reabsorbido por el mal. La filosofía moderna inmersa en su escatología secularizada se erige en sus líneas centrales en la ilógica rebelión contra Dios, en la tendencia al infierno y en la exploración de las profundidades de Satanás.

Ya lo había señalado Cassirer, a saber, que la sobrevaloración de la imaginación hace desaparecer la diferencia entre fenómeno y nóumeno, quedando sólo la temporalidad del dasein. Pero Kant no anduvo buscando una teoría del ente en general ni la posibilidad de una nueva metafísica. Fue más bien su sepulturero. La herencia kantiana no es metafísica sino epistemológica, y con ello robusteció el derrotero inmanentista de la modernidad, con todos defectos y unilateralidades. El abismo de la perdición eterna quedó abierto con el surgimiento de la libertad desnuda del hombre. “El Ser posición de la mente humana”. Ello no significa que el hombre deba claudicar de su libertad conquistada desde la modernidad para retroceder anacrónicamente a una supuesta Edad de Oro. Al contrario, debe encauzarla para no perderse en ella. Esto es, que el ideal del humanismo se agosta sin lo trascendente, pero se robustece enlazándolo con lo inmanente. En otras palabras, todas las esferas de objetividad son reducidas a conciencia pura. Pero ver la conciencia humana como la actividad radical de todas las actividades objetivas es un profundo error. Y lo es porque el centro de esta metafísica inmanente es el hombre como ente de razón, desconociendo que es necesario reconocer la esencia propia de las cosas, que en la realidad no todo se reduce a objetividad y que la razón accede al ser más allá del límite conceptual.  

Ni el hombre ni su razón viven atrapados por el pensamiento objetivador, ni lo no objetivable se limita a lo moral o a lo teleológico, sino que lo inverificable, transobjetivo y suprarracional señalan que la razón no sólo ilumina porque también es iluminada. Asumir a la razón en toda su dimensión lleva hacia el control de la libertad y la autolimitación del poder humano, que tan amenazante luce en nuestra era antropológica. Sólo así la libertad, como autoposición incondicionada, puede mantener todo el interés práctico-moral, puesto que, no siendo una cosa inmanente al mundo, ni una substancia trascendental sino una acción trascendental, se abre a la universalidad del mundo de lo inmanente y trascendente. Mundos que pueden ser comprendidos, desde la perspectiva teleológica, fuera de lo meramente inercial y pasivo, determinable y manipulable, como llenos de vida y con fines propios.

Pero la lógica trascendental culmina en la CJ con dos suposiciones: la aceptación forzada, como hipótesis problemática, de una intervención divina para explicar lo que a nosotros se nos aparece como finalidad; y la teoría de la epigénesis o prototipo de fuerza generadora de la vida, donde Dios como gran artista artesano, edifica la naturaleza como una gran máquina (§ 77, 81). Aquí el mecanismo queda subordinado a la finalidad, a la gran fuerza configuradora. Esto es casi el dios hegeliano hecho naturaleza. Pero en Kant Dios permanece trascendente al mundo y su impulso formativo finalista queda fuera de sí mismo. Ese recurso a lo sobrenatural en la filosofía trascendental es tan solo una máxima del Juicio reflexionante, o sea, principio regulativo, en la medida en que no alcanzamos otra explicación. En Kant la prueba de la existencia de Dios tiene también la vía moral, como Dios providente, inteligente y bueno, garante del sumo bien. Ahora bien, ese Dios del teísmo que explica tanto la moral como la teleología ha sido visto como un círculo vicioso que explica lo oscuro por lo oscuro, y que da cabida a cosas contradictorias. Ciertamente, la hipótesis del teísmo es problemática y contradictoria porque la revolución copernicana se excede constantemente en su pretensión de invertir los términos y reducir lo ontológico a lo gnoseológico, el ser al pensar. El recurso a Dios en la moral como en la teleología se vuelve, en realidad, contra los presupuestos de la primera crítica. Porque por más que sea concebido como un ideal de la razón, el recurso al fantasma del realismo lo persigue constantemente. En otros términos, el Ser no es solamente posición del conocer, sino que el Ser es algo más que excede el conocimiento mismo. Por tanto, lo a priori no sólo tiene una función trascendental sino también trascendente. O sea, somos una finitud que no sólo anhela lo infinito, sino que recibe al Absoluto, a Dios. El hombre no solo imagina a Dios, también puede pensarlo, porque su existencia tiene la posibilidad de ir y recibir a Dios.


[1] A 95, L 233

[2] A 115, L 244

[3] A 98-99, L 237

[4] B 67-68, L 193

[5] A 155, B 194, L 292

[6] A 158, B 197, L 29

 

 

 

APUNTE BIOGRÁFICO/OLVIDÓ CASARSE

 

Kant se comprometió en casamiento por dos veces. Pero las dos veces estuvo tan absorto en sus tareas filosóficas que olvidó cumplir su promesa. Las dos señoras terminaron distanciándose de él: una se casó con otro hombre y la otra se mudó de ciudad. Kant calificó las relaciones sentimentales como patológicas, Pero nunca fue misógino como Schopenhauer. Disfrutaba de la compañía femenina, pero el eterno femenino nunca fue su prioridad. Hombre de hábitos, sedentario, entregado al trabajo e independiente, lo más probable es que tuviera una sexualidad nada ardiente y bastante tranquila.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

3.

LA METAFÍSICA DE LO INMANENTE

 

 

 

Tres son los pilares sobre los que descansa el edificio de la filosofía crítica: la doctrina de la idealidad del espacio-tiempo, (no son innatos, ni conceptos, ni entes receptáculos, sino una facultad de nuestra sensibilidad para tener intuiciones), la deducción de las categorías (la mente a través de la actividad sintética a priori de las categorías produce conocimiento empírico) y la doctrina de la cosa en sí (concepto límite e indispensable en la organización de la experiencia, incognoscible en el terreno teórico pero que pensarlo resulta valioso en el terreno práctico moral).

Por estas bases, la filosofía crítica no es una metafísica de lo suprasensible sino una metafísica de la experiencia, que restringe la ontología al ente experimentable por el hombre. Es, como diría Heidegger, un pensar óntico y no ontológico. Es una metafísica de lo inmanente humano. Y si lo experimentable es solamente el objeto científico, entonces lo moral, lo estético, político, etcétera, no será sinónimo de conocimiento empírico, porque la experiencia es una estructura formal constituida por principios invariables. En otras palabras, la filosofía crítica concluye siendo no una metafísica de lo trascendente, sino una metafísica de lo inmanente, donde lo ontológico queda limitado a lo experimentado por el hombre.

Así, Kant en el capítulo de la Estética en la Crítica de la Razón Pura (CRP), define la estética como análisis de la capacidad intuitiva sensible o ciencia de lo aprehensible de modo puramente intuitivo. En la Crítica del Juicio (CJ) lo vincula con el análisis de lo bello y lo sublime en la Naturaleza y el arte o ciencia de lo que agrada o desagrada, sobre la base de la mera intuición sin mediación conceptual. En la Crítica de la Razón Práctica (CRPr) la doctrina elemental carece de una estética y empieza de frente con una Analítica, porque parte considerando la moralidad como un hecho posible por la libertad, que realiza la síntesis de la buena voluntad con la idea de legislación universal. Es decir, la libertad no depende de las condiciones de la intuición sensible, sino que es autonomía de la voluntad que se da a sí misma la ley moral.

De este modo, si la CRP demuestra que no se puede afirmar nada de lo en sí, la CRPr establece la realidad de lo noumenal mediante la libertad que basta para sostener la moralidad. La CJ tampoco afirma que se pueda decir nada de lo en sí, pero admite intuiciones sin mediación conceptual con su teoría de lo sublime, la hipótesis de la inteligencia arquetípica y la teleología inmanente. Lo bello no es inherente a las cosas, sino el producto del sentido estético. Así, Kant canonizó la subjetivización inmanente del arte, aunque en el examen de la teleología reconoce una finalidad objetiva en la naturaleza Y la posibilidad de la teleología natural. En la filosofía crítica llega a su cumplimiento moderno la degradación metafísica del arte. Mientras que el empirismo reducía el ser a lo fáctico y lo bello a la invención, en el criticismo el ser es posición sintética y lo bello es producto del sentido estético. También en Kant lo bello se opone a lo real. El arte ya no surge desde el ser real sino desde el ser como posición, liberándose del ser real. Y el decurso subjetivante moderno proseguirá con Kierkegaard, el cual remite el arte a lo irracional; Wittgenstein, que lo confina a lo no verdadero e incomunicable; Gadamer hace de la verdad y de lo bello cuestión de interpretación y Rorty lo reduce a gusto subjetivo. No obstante, Kant se distingue porque considera que lo sublime eleva la razón al infinito. El sentido teleológico descubre, por su parte, una totalidad organizada de formas de vida, más, indagar su fin no es accesible para un entendimiento limitado por las formas a priori del espacio y el tiempo.

¡Qué lejos estamos de Dionisio que considera que la belleza es la estructura de fondo de cada cosa, es causa eficiente, final y ejemplar en el mundo! O de Dostoievski el cual pensaba que sin belleza no habría nada que hacer en el mundo. ¡Incluso de Paul Cézanne, quien señala que la profundidad del arte es ontológica! Por su parte, Von Balthassar distingue en lo bello la forma y el esplendor o la gloria del ser. En cambio, emparentados con Kant están Baumgarten -que convierte lo bello en producción subjetiva- y Hegel -lo bello es una verdad del espíritu objetivo-. Lo cual refleja el sentimiento de creciente aumento de poder del hombre. Su voluntad de poder se impone sobre el ser real. Pero el poder del hombre ha crecido en la modernidad de modo incontenible al compás del progreso técnico basado en la ciencia, pero también creció de modo insostenible. En la actualidad la seguridad en dicho poder humano sobre el mundo se ha quebrantado, se ha revelado falso, destructivo y amenazante. Lo cual es signo que la modernidad ha llegado a su final y está sucumbiendo en un pragmatismo, relativismo y nihilismo anodino. Y por ello, la nueva época tendrá que resolver -como bien lo señaló Romano Guardini- no el aumento del poder sino su dominio. En suma, la principal paradoja de la filosofía de Kant es que resulta siendo expresión del creciente poder del hombre moderno sobre el mundo. De manera que la ambigüedad de Kant en la consideración de la realidad de lo noumenal no transgrede su principio crítico que hace que la experiencia sea sinónimo de conocimiento empírico y con ello se mantiene dentro de la metafísica de lo inmanente o lo ontológico experimentable por el hombre.

Si la obra crítica de Kant no es una metafísica de lo suprasensible sino una metafísica de la experiencia, o sea una ontología restringida al fenómeno o al ente u hecho experimentable por el hombre, esto significa que busca hasta las últimas consecuencias evitar las llamadas fantasías especulativas de la llamada metafísica dogmática y, frente a ella, reafirmar el uso empírico del conocimiento.

La filosofía crítica de Kant constituye una ontología sin metafísica, porque no es una metafísica sino una ciencia de la razón que juzga a priori, pero sí es una ontología al referirse a los objetos que pueden ser dados a los sentidos. Por tanto, no es una filosofía que concierne a lo suprasensible, que es la meta de la metafísica trascendente. Incluso el término mismo “suprasensible” tiene dos lecturas. Una que concierne a los entes trascendentes de la metafísica dogmática, y otra que atañe a los enlaces no empíricos y a priori de la razón pura.

Todas estas conclusiones pueden extraerse de los trabajos clásicos de Kuno Fischer, Hermann Cohen, Alois Riehl, Benno Erdmann, Bruno Bauch, Ernest Cassirer, Richard Kroner, Norman Kemp Smith, H. J. Paton. Pero sobre la base de los estudios de Nicolai Hartmann, Heinz Heimsoeth, Max Wundt, Roberto Torreti, Herman Vleeschauwer, G. Lebrun, L. W. Beck, Lucien Goldmann, Martín Heidegger y Manuel García Morente, se abrió el camino a la consideración de Kant como ontólogo. Pero esta es una interpretación tardía y forzada de las cosas. Kant hace ciencia del conocimiento, no ciencia de lo humano finito. Ahora nos toca a nosotros precisar que tratase de una ontología derivada de su epistemología, que se condice con una metafísica de lo inmanente y, por tanto, no es del todo cierto lo que afirma Kant en 1783 cuando dice: “La Crítica no es en absoluto una metafísica”. No lo será en el sentido de una metafísica de lo trascendente, pero sí lo es desde una metafísica de lo inmanente y subjetivo a priori. Lo más cierto es que Kant mismo no se daba cuenta de que estaba haciendo metafísica de lo inmanente, entendida como estudio de la condición subjetiva a priori de la razón pura. Y esto se trasluce en sus aseveraciones de 1791: “La meta de la metafísica es lo suprasensible”, “La ontología no concierne a lo suprasensible, es sólo el pórtico de la metafísica”. De este modo se entiende que el tema primordial de la CRP no es una teoría general del conocimiento sino la posibilidad de la metafísica del conocimiento, el deseo de sacarla del mero tanteo y del juego entre puros conceptos. El conocimiento empírico no tiene que ver con la metafísica sino el conocimiento a priori. Así, la posibilidad de la metafísica es el examen de la posibilidad de la razón pura. Con Kant la metafísica trascendental será epistemología. Desde Aristóteles la metafísica es ontología y teología a la vez. De ahí que Heidegger hable de pensar onto-teológico. Y termina con Wolff incluyendo a la cosmología y la neumática, así como sometiéndose al análisis matemático. Wolff confunde en su sistema el orden lógico con el orden real, lo cual Kant rechaza. Crusius, por su parte, se opone a convertir la existencia en un predicado de orden lógico y define la metafísica como un conocimiento apriórico, lo que Kant recogerá. Kant nunca fue wolfiano ortodoxo y su progresiva separación entre lo lógico y lo real socavó las bases de la filosofía wolffiana.

Kant no buscaba liquidar a la metafísica sino restaurarla, pero ya en aquel periodo romántico reconocía la necesidad de una investigación que la preceda y le dé seguridad. Lo que desempeñó un papel crucial y le permitió encontrar a la philosophia prima que legitime y preceda a la metafísica, fue la nueva concepción del espacio y del tiempo, como intuiciones puras de la sensibilidad. Lo cual le permitirá distinguir la posibilidad lógica de una cosa con su posibilidad real y diferenciar a la Sensibilidad del Entendimiento.

La filosofía trascendental de la CRP no trata, por consiguiente, de las cosas sino de nuestra facultad de conocer. Por eso es una gnoseología. Es una gnoseología que funda la metafísica de lo inmanente, en que el conocimiento sólo puede conocer a priori lo real o dado a la sensibilidad. Así, la ontología kantiana tiene una fuerte influencia del empirismo y se restringe al ente en cuanto ente, al ente que puede presentarse al hombre. O, mejor dicho, en la exégesis kantiana de la ontología a priori de la razón pura falta precisamente lo que busca: la ontología real, y se queda solamente en la condición formal del mismo. No está demás señalar que la ontología formal kantiana es el precedente más importante del análisis existencial de la finitud del hombre por parte de Heidegger, en quien el Tiempo también es sólo el fundamento formal y no real del ser. No es casual que en la famosa polémica de Davos (1929) entre Heidegger y Cassirer, éste último rechace la interpretación heideggeriana que reduce todas las facultades del conocimiento a la imaginación trascendental, quedando solo la temporalidad del Dasein. A Cassirer le parece que tal reducción hace desaparecer la distinción entre fenómeno y nóumeno, ya que todos los seres pertenecen a la misma dimensión del tiempo y la finitud. El dualismo kantiano, según Cassirer, no involucra una oposición metafísica entre dos reinos del ser, sino entre el ser y el deber desde un único reino de la realidad empírica.

Efectivamente, Cassirer está en lo cierto cuando hace hincapié en que Kant se mueve en el único reino de la realidad empírica. Es por tanto un metafísico de la realidad inmanente. Así, el uso teórico de la razón pura en la CRP hace posible conocer el mundo natural ordenado según leyes; el uso práctico en la CRPr nos revela la ley moral, la libertad, el imperativo categórico y el mundo inteligible; y el uso estético y teleológico en la CJ reconcilia el mundo natural y el mundo inteligible. Pero a través de todos los usos de la razón pura ninguna de las ideas de la Razón (Dios, mundo y alma) dejan de ser de carácter regulativo y no constitutivo, y fruto de la imaginación, pues ninguna experiencia les da contenido empírico.

Ahora se entiende por qué la CRP fue recibida como una revolución del pensamiento que puso fin al intento de filosofar sobre lo sobrenatural. La doctrina del espacio-tiempo de 1770 reaparece en la CRP con fundamento trascendental. Para Leibnitz las cosas preceden al espacio y para Newton el espacio precede a las cosas. Kant se inclina primero por Leibnitz (1765) y luego por Newton (1768) pero terminará rompiendo con ambas concepciones (1781). La gran luz del año 1769 sería: el distingo entre sensibilidad y entendimiento, y la tesis de la idealidad del espacio y el tiempo (que resuelve las antinomias o conflictos de la razón consigo misma). Si la inteligencia humana podría intuir entonces crearía el objeto del conocimiento como Dios, alma y mundo. De ahí la distinción entre uso lógico y uso real. La percepción revela la existencia de las cosas, pero no como son en sí. Un carácter puramente metafísico está desligado de toda condición subjetiva humana.

Esto representa el rechazo de las mismas verdades de razón del racionalismo, tanto medieval como moderno, y todo lo que sobrepasa el entendimiento empírico según reglas a priori, incluso lo que se pueda afirmar por vía analógica, no trasciende el uso lógico del entendimiento. La filosofía crítica implementa, en buena cuenta, una restricción trascendental a priori tanto al racionalismo como al empirismo. De este modo, para Kant la prueba ontológica de san Anselmo sobre la existencia de Dios no rebasa nunca el uso lógico para constituir un uso real de la razón, y la prueba cosmológica de santo Tomás de Aquino no suministra ninguna prueba de realidad metafísica porque la categoría de causalidad solamente pertenece al mundo fenoménico y no al nouménico. Y cuando analiza el argumento teleológico rechaza tanto al mecanicismo como el panteísmo de Spinoza para inclinarse por el teísmo como intento superior de explicación, pero no como conocimiento sino como fe. Kant era teísta no por la razón sino por la fe. Como buen protestante el abismo entre razón y fe está trazado, y no hay posibilidad alguna de teología racional. Pero va más lejos con su pelagianismo moral.

Por eso dice en la CJ: “Dios y el alma tienen realidad objetiva pero sólo en sentido práctico”, “la fe es completamente moral, es el sentido moral de pensar de la razón cuando admite aquello que es inaccesible e indemostrable al conocimiento teórico. La fe es confianza en la promesa de la ley moral”, “Por el camino de los conceptos de la naturaleza no es posible demostrar a Dios ni a la inmortalidad”. Y, por último, “la idea de Libertad es el único concepto suprasensible que demuestra su realidad objetiva en la naturaleza”, “el concepto de libertad da esperanza en lo suprasensible y amplía la razón más allá de los límites teóricos”. Por eso, “el argumento moral de la existencia de Dios completa la prueba físico-teleológica”.

Lo cual ratifica que el ser y el deber conforman el único reino de la realidad empírica de la cual el hombre puede tener conocimiento teórico, lo demás, incluida la metafísica, es solamente dominio de la fe. Berdiaev dijo en una ocasión que Kant había establecido la existencia de dos clases de realidad –fenoménica y nouménico- con razones empíricas y sin presuposiciones religiosas. Pero para Kant la razón teórica no puede percibir la verdadera realidad (ding an sich), sino que tiene conocimiento sólo del mundo fenoménico. La realidad verdadera es incognoscible y para Kant al hombre le está reservado solamente el conocimiento de la fenoménica realidad empírica. En consecuencia, la reconstrucción crítica del kantismo ha llevado a considerar a la metafísica dogmática como ilusión trascendental y a la religión como moralidad. Lo primero se llama criticismo o metafísica de lo inmanente y lo segundo es pelagianismo. Y todo esto se mantiene aun cuando en su última obra inacabada llega casi a decir que el hombre puede conocer a Dios intuitivamente, lo cual no le impidió mantener su desconfianza ante el misticismo.

De esta forma, la imposibilidad de demostrar la existencia de Dios y la inmortalidad del alma –antinomias de la razón- condujo a Kant a la revolucionaria tesis de la idealidad del espacio y el tiempo, como formas del sentido externo e interno. La conciencia humana no puede conocer científicamente lo suprasensible (uso dogmático teórico) pero siente la necesidad de pensarlas (uso dogmático práctico). La razón pura separada de lo sensible no es conocimiento, de lo inteligible no hay intuición sólo conocimiento simbólico, abstracto. Ahora bien, la Deducción trascendental demuestra que el conocimiento empírico es producto de la espontaneidad de la mente, la cual a través de las categorías hace que los conceptos aparecidos en la intuición sean reconocidos como tales. Formalmente las cosas dependen de la mente, pero materialmente no. El objeto no es el ente subsistente por sí mismo, sino lo que se sabe en la representación (lo múltiple unificado por la actividad sintética de las categorías). El objeto puro (Objekt) es construido por el sujeto en el ámbito trascendental de lo a priori, lo cual es impuesto como forma que porta el ser de las cosas. Como lo explica Sixto García (Introducción a la filosofía de Kant, Lima 1981), el Objekt es la unidad sintética determinada por principios trascendentales, con lo cual el hombre impone su código conceptual a la realidad y construye la realidad misma a partir de una metafísica de la forma que hace posible el objeto empírico. Así se demuestra la posibilidad de una ontología dentro de los límites de la experiencia. Es decir, Kant no niega la existencia del mundo externo, ni de las cosas, pero de lo que sean en sí nada se puede afirmar. El origen del ser y del conocer no es la Idea -idealismo objetivo- ni la mente humana -idealismo subjetivo- sino las condiciones puras a priori del conocimiento -criticismo-, las mismas que hacen posible la experiencia, el objeto, la naturaleza, la ley, la ciencia y el conocimiento del mundo. El tema no es el ente en cuanto ente, sino el ente en cuanto experimentable y todo lo pensable.

La Deducción trascendental es oscura y su misión es demostrar que la razón nunca se refiere a objetos suprasensibles. Por eso su metafísica de la forma está en función de una metafísica de la realidad inmanente. La versión de 1787 abandona el vigoroso papel de la imaginación trascendental y enfatiza más la función del entendimiento, sin el cual no habría naturaleza. Y los conceptos primordiales del entendimiento son: categorías, conceptos de reflexión, ideas trascendentales, conceptos de finalidad, estéticos morales, etcétera. Especialmente importante es el concepto de fin, porque consiste en el plan de acción de una voluntad, de una conciencia de lo que ella quiere, de lo deseado, de su bien (CJ § 10, B 33). Y el reflejando el papel revolucionario de la burguesía en ascenso el kantismo es singularmente voluntarista y activista[1].

La metafísica de la experiencia, no como doctrina del ente en cuanto ente, sino como el ente en cuanto experimentable por el hombre, es fundamentado a partir de la deducción de las categorías. La primera parte de la Metafísica es la Ontología, como sistema de conceptos y principios que conciernen a los objetos de la experiencia, tal como es expuesta en la Analítica de los Principios.

Para Cohen la teoría de la experiencia en Kant es una teoría de la experiencia científica, para Bird es una filosofía de la experiencia ordinaria, para Torreti es una teoría de la experiencia humana en su estructura formal. Es cierto que la teoría kantiana de la experiencia no va hacia lo trascendente sino hacia lo trascendental, pero resulta limitado e insatisfactorio solamente dar un significado lógico a la teoría de la experiencia crítica. Para Kant la sensación revela la existencia, por ello las categorías enlazan las representaciones del pensamiento con los datos sensoriales. Los principios trascendentales del entendimiento tienen valor constitutivo y los principios trascendentales del juicio tienen valor regulativo (orientan la organización de la experiencia). Justamente por ello la experiencia humana no solamente abarca el conocimiento empírico, sino también lo pensable, (Kant dirá en la CJ que “Dios es pensable por analogía”). Es decir, incluye lo que el filósofo de Königsberg considera como sentimiento moral, religioso y estético. Esto es, la teoría de la experiencia kantiana es teoría de la experiencia humana pero no sólo en la estructura formal del conocimiento empírico, sino también del saber metaempírico (religioso, moral, estético, teleológico). Pues la libertad no sólo es para Kant un concepto suprasensible sino también una realidad objetiva suprasensible, aunque la única en la Naturaleza. Dios y la inmortalidad no son considerados por él como conceptos suprasensibles con realidad objetiva en la naturaleza.

La tercera columna del edificio criticista es la Cosa en sí. Heidegger en su libro La pregunta por la cosa. La doctrina kantiana de los principios trascendentales (1935-36), afirma que la pregunta kantiana por la cosa equivale a la pregunta por el hombre. En su esfuerzo por determinar la “cosidad” de la cosa, piensa que es preciso comprender al hombre como el que salta siempre por encima de las cosas, pero ante cosas que se le ofrecen y que lo retrotraen por detrás de sí mismo. Pero para Kant la cosa en sí es objeto trascendental o nóumeno, es una idea indispensable en la organización de la experiencia, que resulta incognoscible en el terreno teórico, aunque pensarlo resulta valioso en su uso práctico moral. Las cosas en sí son los entes independientes del conocimiento y con ello se suscita un grave problema. Por un lado, sostiene que las cosas en sí son fundamento de los fenómenos y afectan la mente. Pero, por otro lado, dice que no conocemos a priori ni a posteriori nada que no sea fenoménico. Declarar posible una existencia fenoménica para luego decir que no podemos justificarla con nada es totalmente ambiguo y contradictorio. La interpretación idealista (Jacobi, Maimon, Beck, Fichte, Vleeschauwer, Lehmann) intentó eliminar la cosa en sí (representación de la propia actividad, conocimiento integral de los fenómenos, fundamento de la afección como objeto fenoménico). Mientras que la solución realista intentó reafirmarla (Schultz, Riehl, Adickes, N. Hartmann, Torreti). Para Torreti nada sabe Kant de las cosas en sí salvo que no hay una para cada cosa.

Fenómeno es el objeto empírico posibilitado por la mente, que enlaza el concepto con la intuición; la cosa en sí es el objeto trascendental que piensa un objeto no sensible sustraído a la síntesis espacio temporal categorial. Para Kant resulta útil y necesario concebir la representación abstracta de un objeto indeterminado o cosa en sí.

En la refutación al idealismo dogmático Kant es ambiguo, pues afirma que el fundamento del fenómeno es el proceso sintético de la mente y luego dice que es la cosa en sí; concede existencia a la materia y luego afirma que es fenómeno; dice que el fenómeno no agota la cosa, pero luego dice que la cosa no es nada sin la sensibilidad; que existe algo independiente y luego que no subsiste. El concepto crítico distingue entre nóumeno positivo (objetos imposibles como cosas pensadas con categorías puras) y nóumeno negativo (objeto de intuición no sensible), el cual es un concepto límite de la sensibilidad, necesario y no arbitrario, e insiste en la afección en la mente. Ciertamente que la doctrina del proceso de la autoafección que produce la intuición sensible interna es oscura, y ello no se disuelve cuando en su crítica a la psicología racional distingue entre ser y aparecer, pues al final admite que “sólo me conozco como fenómeno y no como soy”. En la crítica a la cosmología racional admite un mundo fenoménico traspasado por la indeterminación que da lugar a la acción libre. Incluso Dios es admitido como idea indispensable en la organización de la experiencia. Pero el acceso a lo suprasensible está dado no por la metafísica dogmática sino por la metafísica moral, de las tres ideas puras (Dios, inmortalidad y libertad) sólo la libertad demuestra su realidad objetiva (espontaneidad de la mente). Así el hombre es a la vez un ser fenoménico e inteligible, donde lo trascendente en lo teórico es inmanente en la práctica, no hay fe teórica sino práctica en lo suprasensible, y las categorías sirven en su uso práctico pensar lo suprasensible pero no para conocerlo.

La ambigüedad de la filosofía crítica, expresada en el distingo entre fenómeno y cosa en sí, no mitiga su metafísica de la inmanencia, por el contrario, la reafirma, puesto que al final lo fundamental será el conocimiento del ente fenoménico y solamente subsistirá como postulado accesorio el ente nouménico. El refugio de lo suprasensible en el ámbito de lo práctico y su destierro del ámbito de lo teórico es parte del proceso nominalista del pensar de la modernidad en su avance de la metafísica de lo inmanente, del cual no se excluye Kant, y que impide asumir como evidencia primaria la presencia de las cosas que son, lo ontológico determinando lo epistemológico u óntico. La filosofía crítica es un paso decisivo hacia la metafísica de la inmanencia por cuanto en ella el pensar rebasa el ser, aun cuando en el terreno práctico todavía el ser rebasa el pensar. Lo inmanente en Kant es lo experimentable y pensable. Lo suprasensible no concierne a la cosa en sí como algo transfenoménico, sino como la indeterminación que da lugar a la acción libre. Lo metafísico sólo tiene lugar en el terreno práctico-moral. Pero el acceso racional a lo suprasensible está negado. Las categorías pueden pensar lo suprasensible pero no conocerlo. La metafísica dogmática opera con ideas y no con realidades. Esta limitación de lo a priori a lo trascendental representa un olvido profundo del ser. Aunque Heidegger, que formula dicha idea del “olvido del ser”, es también víctima de dicho olvido al limitar el ser a la temporalidad. Pero mientras en Heidegger hay un falso “volver al ser” por su inmanentismo temporalista, que sólo toma en cuenta al ser finito y elimina el ser infinito, en Kant se tiene un franco “volver al ser pensado”, que toma en cuenta erróneamente al ser finito humano como el único ser pensante.

Si los juicios sintéticos (basados en la experiencia) a priori (necesarios y universales) son posibles por los principios trascendentales del entendimiento (que posibilita tanto la esencia como la realidad de la experiencia empírica), entonces no se comprende la insistencia en la afección de la mente por la cosa en sí. El papel activo-pasivo del sentido interno con el tiempo resulta siendo contradictorio si se reconoce que subsiste algo independiente que afecta a la mente. La mente resulta así afectándose a sí misma sin necesidad externa alguna. Kant no percibe que el concepto esconde el ser, para quedarse así con el ser construido por la mente. El edificio crítico se tambalea porque el reino único de la realidad empírica no puede eliminar lo suprasensible mediante el ser pensado. La oposición metafísica entre lo nouménico y lo fenoménico persiste ineliminable, aunque se quiera presentar sólo a los reinos del conocer y del deber como lo válido. Esta inconsistencia de la filosofía crítica y de la lógica trascendental hace que prime la realidad lógica, lo pensable, el concepto, se hace de la realidad la esclava del pensar. El criticismo hace que la esencia del ser sea lo lógico y no lo ontológico. El homo epistémico no está atento al ser sino al pensar. Pero en realidad, el pensar no agota el ser. Lo ontológico reducido a lo experimentado y pensado por el hombre señala el rumbo inmanentista de la filosofía occidental moderna. La filosofía crítica kantiana no rompe con el sentido unívoco del ser, y con ello no logra plantear un auténtico giro metafísico, sino, tan sólo epistémico. La ruptura kantiana con la metafísica tradicional no tiene como propósito establecer una nueva metafísica -como pretende Heidegger-, sino establecer la comprensión del conocimiento necesario y universal o científico. En Kant no hay ningún intento de retornar al Ser sino al Conocer. Verlo en sentido contrario establece un falso volver al ser. Puede decirse en lenguaje de Martín Buber que en Kant no hay ceguera de Dios sino eclipse espiritual impuesto por el clima autónomo de la sociedad Ilustrada.

Por eso, el lema Aude Sapere de la Ilustración resulta siendo una perversión del mandato evangélico de conocer y dominar el mundo, porque el orgullo, la vanidad y la soberbia conjuran a la caridad, la obediencia y el servicio. La voluntad de poder se ha ensoberbecido en la modernidad. Nietzsche es su máxima expresión al interpretar la humildad como “moral de esclavos”. Ya Max Scheler en su trabajo Sobre la virtud (1915) señalaba que el hombre moderno no tiene la capacidad de juzgar sobre la humildad.  Marcel, por su parte, señala uno de los grandes males es que la humanidad contemporánea ha perdido el sentido de recogimiento. Cuando, por el contrario, el concepto teológico cristiano de humildad y el recogimiento no son debilidad, es fuerza de servir a la voluntad de Dios y pensar el ser. Ahora bien, Scheler advierte algo muy profundo de la patología del hombre antropológico de la modernidad, a saber, la pérdida del sentimiento de lo valioso.

Efectivamente, en su libro cumbre Ética. Nuevo ensayo de interpretación de un personalismo ético (1916), señala que lo normal es que el hombre esté dotado del sentimiento de lo valioso, pero no ver los valores constituye una anormalidad. Y el formalismo ético kantiano no los vio. Scheler reconoce que el mérito de la filosofía práctica de Kant es refutar la ética material que dependen los bienes y de los fines. Pero señala que su gran limitación es concebir toda ética material como ética de fines y bienes. El gran error de Kant es querer prescindir de los valores, que no son empíricos, ni bienes. No supo distinguir el objeto valioso y el valor puro. Es decir, una ética material de los valores no es ética de bienes y fines. Por lo demás, los valores no necesitan ser imperados. Ya Hegel había señalado que el imperativo categórico conduce al terrorismo y puede hacer que cada individuo se convierta en la medida de su ley moral. El hombre no es tan malo que necesite de un imperativo categórico. El hombre no está solicitado sólo por el mal, sino también por el bien. Las cosas sensibles son percibidas, los conceptos son pensados y los valores son sentidos. Así, el apriorismo moral kantiano es artificial y constructivo. Scheler también señala que el Amor no desempeña ningún papel en la moral kantiana, el cual junto al Odio son la base de la intuición emocional de los valores. Todo lo cual refleja la anormalidad en que se sume el hombre moderno antropológico. En la vorágine de su vida cotidiana el hombre masa antropológico se conduce dentro de un “no ver los valores”. Esta ceguera emocional hacia el valor es motivada y reforzada por estructuras sistémicas de poder económico y político que delinean el imperio del hombre anético. Como señalo en mi libro El imperio posmoderno del hombre anético, no se trata de gente especialmente mala, sino de personas que no oponen resistencia al mal y se dejan llevar cómodamente por la corriente social y las inercias individuales que ceden ante el mal. Este fenómeno espiritual fue precisamente lo que se vio en las atrocidades del nazismo, del comunismo y del imperialismo capitalista. E incluso está presente en la abominable ola de corrupción financiera, pedofilia y pederastia en el seno de la Iglesia católica y demás confesiones religiosas. Y es que una sociedad que pervierte los valores mediante una transvaloración anética tiene anestesiado previamente los sentimientos de Amor y Odio, haciendo más fácil la malignización del bien y la desmalignización del mal. Siendo esto algo común y normal en momentos de declive civilizatorio y una de las causas por las que el hombre antropológico no puede acompañar su enorme libertad con una igual dosis de responsabilidad. No es lo mismo ser libre que ser moral. Esta verdad de Perogrullo se vuelve gigantesca en nuestra era antropológica donde el hombre ha adquirido un enorme poder sobre la Naturaleza y demás hombres. 

En realidad, la Modernidad no comprende que la humildad es un poder que se domina a sí mismo. La humildad es un poder interior de la voluntad libremente aceptada del Padre. Más, en Kant vemos a la voluntad en rebelión, dictaminando el ser de las cosas. Con razón subrayaba Fichte que el criticismo se resuelve, en última instancia, en una cuestión de la voluntad del Yo. Incluso Dios, en el kantismo, deja de ser considerado como una seria realidad. El embrujo de la voluntad de poder ya se incuba en la propia gnoseología de la filosofía trascendental kantiana. Y es que la voluntad de poder tiene hondas raíces ontológicas, metafísicas y religiosas en el goce mismo del existir. La filosofía crítica se constituye así no en una metafísica de lo trascendente, ni en una metafísica de la experiencia, ni en una metafísica de la inmanencia, sino en una episteme que subsume lo ontológico a lo gnoseológico. No se trata de limitar lo ontológico a lo experimentado por el hombre, se trata, más bien, de limitar la experiencia humana a lo cognoscible y pensable inmanentemente.

Es por ello por lo que Vleeschauwer está en lo cierto cuando sostiene que el pensamiento kantiano giró en torno a un solo problema, a saber, el del conocimiento objetivo. Así, Kant no logra emancipar el ser del conocer. Todavía el objeto está incluido en el modo del conocer. Lo dado de la intuición se convierte en un autoponerse del Yo. No se trata de una confusión entre la existencia del objeto con el conocimiento de este. De lo que se trata es del primado de la dialéctica subjetiva sobre la dialéctica objetiva. Por ello, Kant evolucionaría hacia la idealización creciente del pensamiento objetivo, al estilo del idealismo romántico fichteano. Al final, el criticismo trascendental queda al filo del idealismo subjetivo.

En Kant todas las esferas de la objetividad son reducidas a conciencia pura. Su camino va de la realidad a la idealidad y no de la idealidad a la realidad. El cual ni siquiera se tambalea con la comprensión de los fenómenos orgánicos en la segunda parte de la Crítica del Juicio, porque la teleología natural no sale de la idealidad de lo fenoménico y de la acción ideal. Lo cual lleva a asumir la conciencia humana como la actividad radical que crea todas las actividades objetivas. Así en Fichte el universo es actividad dialéctica de la conciencia en acción. En Schelling se trata de penetrar la esencia del universo mediante lo intuitivo y artístico. Y en Hegel el universo es desarrollo dialéctico del pensamiento. Fichte parte de la voluntad, Schelling de las Ideas y Hegel de las categorías. El centro de la metafísica del Romanticismo no será la Naturaleza sino el hombre como ente de razón. La reducción kantiana a conciencia pura en todas las esferas de la objetividad está invívito en el idealismo romántico alemán. Luego se vuelve a Kant tras el desencanto del desabrido positivismo materialista. A continuación, la crisis del siglo XX pone en cuestión la idea de progreso, para desembocar en el siglo XIX en la posmodernidad nihilista, como expresión del ocaso inmanentista de la Modernidad. No obstante, no hay regreso a la Naturaleza –como creía Rousseau-, solo superación de la propia modernidad. Lo cual implica no sólo la superación del hombre anético sino la liquidación de la metafísica de lo inmanente, que tiene en el kantismo a una de sus cumbres más pronunciadas.

 

 

 

APUNTE BIOGRÁFICO/EL BOTÓN

 

La Caracterología es la disciplina psicológica que estudia la disposición congénita del individuo. Y entre los diversos tipos de carácter existe el flemático, también conocido como intelectual. Es calmo, reposado, frio, hombre de principios, siempre ocupado, decidido, reflexivo, exacto, preciso, conservador, veraz y simple. Muy pocas veces se da en las personas un carácter puro, casi siempre se presenta mezclado con otro tipo de carácter (colérico, apasionado, sanguíneo, sentimental, nervioso, apático y amorfo).

Pero Kant era un flemático puro. Kant era hombre de hábitos, lo cual dio lugar a muchas anécdotas en su vida. No sólo era proverbial su puntualidad, sino también por otros rasgos de su carácter. Se cuenta que cierta vez en sus clases, un alumno que estaba sentado en primera fila tenía un botón colgando de su casaca. Y Kant, que con gran concentración acostumbraba hablar hilvanando ideas, no podía hacerlo porque su mirada siempre recaía sobre dicho botón colgante que lo distraía. No aguantó más y exclamó al alumno: "Salga del aula, y regrese con el botón de su casaca bien cosido".

El hombre de hábitos y sistematicidad incomparable, necesitaba para pensar que todo esté en regla y ordenado.

 

 

 

 

 

 

 

4.

EL PROBLEMA DE LO ABSOLUTO

 

Kant es la conclusión del primer periodo de la filosofía moderna, donde se busca el fundamento del conocimiento objetivo. Pero también será el inicio del segundo período de la filosofía moderna, donde se busca el fundamento metafísico del conocimiento absoluto.

 

LCrítica de la Razón Pura había establecido el primer dualismo entre fenómeno y cosa en sí; la Crítica de la Razón Práctica superpone un segundo dualismo entre razón teórica y razón práctica, necesidad y libertad. Ahora, con la Crítica del Juicio agrava aún más el dualismo ya que la justificación del juicio teleológico no puede evitar justificar un más allá sobrenatural de la Inteligencia Arquetípica, o sea, Dios.

El dualismo irreductible kantiano había llegado a su máxima tensión, no pudiendo evitar las concepciones de lo Absoluto en su sistema y en la filosofía venidera del idealismo romántico. Y las ideas trascendentales -tan bien remarcadas por Norman Kemp Smith en su famoso Comentario- variarán en el espíritu del romanticismo de ideas regulativas a constitutivas, de inmanentes a trascendentes, cuando las lagunas del edificio criticista hacen agua en sus lados esenciales. La doctrina kantiana de los principios trascendentales remite a la pregunta por el hombre, pero no en sentido metafísico, como pretende Heidegger con su fenomenología de lo finito, sino en sentido gnoseológico. En verdad, la única “cosa” alrededor del cual gira Kant es el conocimiento objetivo. Y es en ese mismo ámbito donde se vuelve problemático el Absoluto. Con razón escribe E. Cassirer que “La totalidad del pensamiento kantiano se resume en las profundas consideraciones sobre la posibilidad de una inteligencia arquetípica, es decir, Dios” (Kant, vida y doctrina, FCE, p. 332). El problema había sido advertido también, y antes, por Hegel cuando escribió: “La Crítica del Juicio tiene de notable que eleva en ella a la representación y aún al pensamiento de la idea. Aquí relaciona lo universal del entendimiento con lo particular de la intuición como fundamento distinto a la CRP y CRPr. El principio de “finalidad interna” lo lleva hacia consideraciones muy profundas. Aquí Kant despertó la conciencia de la energía interna absoluta de la razón” (Lógica, Hyspamérica, B. Aires 1985, vol. I, LV, p. 98).

Pero también es cierto que cierto número de investigadores han visto en la Crítica del Juicio lo contrario, nada de teología y de absoluto. Así, Menzer, Mathieu, Martin, Marcucci y Dotto, coinciden en señalar que el concepto kantiano de finalidad rompe con toda teología y concepto de Providencia en la Naturaleza. Esta interpretación antiteológica e inmanentista –cercana a los escritos precríticos de Kant sobre el origen del universo- desemboca en una concepción de la naturaleza como estructura material autosostenida, presente en la CJ y en Opus Postumum, y de ahí a Schelling hay solamente un paso. Así, Takeda dice que en esta obra Kant emplea la analogía como mecanismo teórico para explicar la naturaleza como si fuera un inmenso ser vivo.

La CJ cierra y completa la filosofía crítica, ocupándose de la segunda facultad del ánimo (sentimiento) donde descubre el universal extraconceptual (la vida misma) en el reino de la intersubjetividad. El esquematismo reflexionante no ejerce sobre la sensibilidad, sino sobre la razón y las ideas, aquí la imaginación esquematiza sin conceptos. La finitud de la razón es el límite del logocentrismo kantiano, nuestras facultades del ánimo (entendimiento, sentimiento y voluntad) están condicionadas por nuestras representaciones. Ánimo es vida, comunicabilidad intersubjetiva, es una esencia social. Frente a una espontaneidad natural preexistente hay una autonomía judicativa. Para Kant el sentimiento está más allá de la razón, por ello inventó una estética para lograr una auto catarsis por una dietética del pensar. De ese modo sublimó y reprimió su hipocondría. El juicio implica la comunidad, las polis, lo político. La universalidad del juicio estético se basa en la universalidad del sentimiento común. En el juicio del gusto se expresa el sentimiento de la vida, que subyace a todo conocimiento. El gusto implica un substrato suprasensible, la espontaneidad productiva de la teleología de la naturaleza. El arte no debe disolverse en contenidos ajenos (moral, conocimiento, política), su contenido es su pura forma, la sensibilidad de la ausencia de objetos. Su estética y su teleología completan su sistema trascendental, siendo la subjetivización del arte equivalente a la del fin en la naturaleza, porque la subjetividad se hace naturaleza. A su sistema no pertenece el concepto de finalidad objetiva real. Por ello, su teleología natural no sale de los marcos de la filosofía trascendental.

Y la verdad es que resulta muy distinto juzgar a Kant por su letra y por su espíritu. Por su letra resulta un inmanentista antiteológica, pero por su espíritu tiene la mirada clavada en lo sobrenatural y divino. Esto crea confusiones a la hora de entender a Kant, quien por muchos pasajes es ambiguo. Pero dicha ambigüedad no es sino aparente porque resulta de una mente en perpetua indagación y búsqueda. Cuando se lee a Kant atendiendo tanto su letra como espíritu se advierten marchas y contramarchas en su pensamiento, cosa por lo demás muy natural en un creador. Así, la CJ, que abre una profunda brecha reflexiva sobre el Absoluto, es escrita en 1790 e inmediatamente después lo vemos polemizando contra Eberhard (1791) y Garve (1793), que recuerdan la polémica que sostuvo con Feder en 1782, y se dedica a elaborar una teoría sobre la religión, donde destaca La Religión dentro de los límites de la Pura Razón (1793), preconizando una interpretación moral o sabeliana de las Escrituras, lo que lo conduce a un conflicto con el gobierno prusiano en 1794. Todo esto lo lleva a concluir su teoría del estado (La Paz Perpetua, 1795) y del Derecho (1797) basado en la idea de la libertad, a defender la autonomía de la filosofía como facultad ante los poderes del Estado (Pleito de las facultades, 1798); pero su gran obra sobre el tránsito de la metafísica a la física no sería concluida. Es decir, el pensamiento kantiano mismo se debatía en una tensión permanente. Y la base de dicha tensión era que la admisión que la cosa en sí entrañaba: ir más allá de lo fenoménico para pisar territorio de lo nouménico. La cosa en sí era un boquete abierto hacia la metafísica que el propio sistema del idealismo trascendental se negaba cerrarlo sin dar pasos temerarios.

Pues bien, la CJ marcó con su teoría de lo sublime, la hipótesis de la inteligencia arquetípica y la teleología inmanente, la orientación de toda la filosofía precedente. Así, Kant es considerado como el fundador de la estética moderna cuando hace que lo bello no sea inherente a las cosas, sino que es el producto del interno sentido estético y a la vez afirma que lo sublime eleva a la razón a lo infinito. Lo bello se refiere a lo finito, lo sublime a lo infinito. Lo sublime espacial o matemático se refiere a un infinito espacial. Lo sublime dinámico alude a la libertad del espíritu. Así se percibe en nosotros la idea de infinito. Hay semejanza entre la obra de arte y el ser vivo. Hay que distinguir entre finalidad humana y fin natural. El ser vivo tiene finalidad interna. Es una obra de arte. Pero la belleza es finalidad sin fin. La belleza parece real y objetiva, como si le perteneciera una finalidad interna. Por ello en el juicio estético hay una aspiración hacia lo universal. El juego es finalidad sin fin y anuncia el arte. El genio obedece a reglas espontáneas que surgen de lo profundo del alma. El genio crea sus propias reglas, no las recibe del exterior. Estas ideas encuentran en la estética romántica su desarrollo para llegar a lo Absoluto. Luego el positivismo trató de determinar las proporciones bellas, y, por su parte, el subjetivismo redujo la belleza a pura emoción. Para Danto (The transfiguration of the Commonplace, Massachusetts, Harvard University Press, 1981) el error de Kant fue no considerar el contenido de la obra de arte y basarse solamente en sus aspectos formales.

El sentido teleológico descubre en la naturaleza una totalidad organizada de formas de vida. Pero, indagar su fin no es accesible para un entendimiento limitado por las formas a priori del espacio y del tiempo. De manera que se impone la hipótesis de una inteligencia arquetípica capaz de una intuición total y directa de la realidad. El problema de lo Absoluto estaba planteado.

De manera que la CJ es el estudio de lo que hay de a priori en el sentimiento tanto en el juicio estético como en el juicio teleológico. Lo que caracteriza al juicio reflexivo es la finalidad; finalidad objetiva en el juicio teleológico –que se refiere a lo orgánico- y finalidad subjetiva en el juicio estético. Para Kant no son juicios de existencia ni axiológicos sino juicios de valor. Así, considera que en el juicio del gusto y el juicio teleológico se da el libre juego de todas las facultades de la conciencia. Conforme a esto el juicio teleológico culmina en la idea que sólo la prueba ética de un Creador moral del mundo completa la prueba físico-teleológica de un Creador inteligente.

En una palabra, la CJ prueba dos cosas: (1) lo bello solamente tiene relación con el sujeto contemplativo y no con el objeto contemplado, y (2) la idea de una inteligencia arquetípica como creadora moral del mundo completa la prueba físico-teleológica del Creador inteligente. Dios solamente por analogía es pensable. Pero lo pensable por analogía no es necesariamente existente.

Para Kant la prueba teórica de Dios sólo es capaz de producir coacción y miedo, en cambio la prueba moral produce veneración al estar basada en la libertad. Añade que la admiración por la belleza y la emoción por los fines tiene algo de semejante con el sentimiento religioso. Se ratifica en que es necesario tener una teología para la religión, es decir, para el uso moral o práctico. Hay conocimiento de Dios en sentido práctico. Y por ello la gran finalidad del mundo obliga a pensar en la causa suprema para ella. Profundizando dirá que Dios es impredicable y por eso no se le puede conocer lo que sea en absoluto teóricamente, pero es pensable por analogía. Y su gran conclusión será que es posible una ética teológica. Por el fin final que presenta, la ética no puede existir sin teología. Además, afirma que la libertad amplía la razón más allá de los límites teóricos de la naturaleza y da esperanza en lo suprasensible.

Para finalizar se puede afirmar que, si bien Kant canonizó la subjetivización del arte, no hizo lo mismo con la naturaleza y lo suprasensible. El sentido teleológico descubre la hipótesis de una inteligencia capaz de una intuición total y directa de la realidad. Precursa la razón absoluta de Hegel y deja planteado el problema de lo Absoluto. Es más, como destaca Rivera de Rosales, se hace necesaria la hipótesis de que la naturaleza se haya organizado ella misma desde los fines y no se agote en mera objetividad científica. De ahí que, desde el punto de vista práctico-teleológico, Dios aparezca como organizador del mundo. Esta previa finalidad prerreflexiva se objetiva en la naturaleza orgánica y en nuestro cuerpo, como unión sintética entre libertad y naturaleza. Ello propondría una conciencia realista de la realidad del mundo que rebasa los marcos de la teoría epistemológica crítica. En otras palabras, si la realidad del ser no se agota en la objetividad científica, entonces, el mundo de la cosa en sí y lo transfenoménico metafísico cobra fuerza de forma irremediable. Por lo menos, la naturaleza contemplada desde la finalidad exige que lo metasensible no sea un mero concepto y no se restrinja a la idea de libertad, para extenderse a las demás realidades objetivas del mundo.

El derrotero de la filosofía moderna y posmoderna ha desembocado en la negación de la verdad extrahumana y en la afirmación protagórica que sólo hay voluntad de verdad. Esta hemorragia de subjetividad que renuncia al ser y multiplica el para-mí no es de raíz kantiana sino protagórica. Aunque Kant también desempeñó su rol decisivo. Lo cual señala que la subsanación radica en salir de la ontología dualista del origen humano de la nada y del ser, por la ontología monista y realista del primado del ser sobre el pensar. Hegel reparó con mucha agudeza en la energía interna absoluta de la razón planteada por Kant, para elevarla hacia un panlogismo metafísico. Kant era un racionalista que se limita a establecer el primado de la razón. En cambio, Hegel encontró inspiración en el criticismo para llevar a la razón hacia dimensiones dialécticas y cósmicas, donde lo real es racional y lo racional es real. Pero en Kant estaba sentado dicho salto hegeliano.

En suma, el criticismo kantiano no puede suprimir ni sofocar el problema de lo Absoluto que se le escapa por sus poros. Eso es debido a que el problema del Absoluto es algo propio de la condición humana, no es capricho ni una mera idea engañosa. Lo Absoluto o Dios es un elemento constitutivo de la naturaleza humana, y debido a ello el hombre tiene una conciencia latente de Dios, en la experiencia de limitación del conocimiento o libertad como sujetos finitos. Tal experiencia constituye la “condición de posibilidad” de cualquier conocimiento o libertad. Por ello Karl Rahner emplea el lenguaje de Kant para describir esta experiencia como “experiencia trascendental”. Si el Escorial todavía representa el alma del hombre con fe en lo trascedente, los rascacielos de Nueva York representan el alma del hombre moderno sin más fe que en lo inmanente. Las torres interiores de las catedrales invisibles del alma lucen derruidas y sin altura para oír la palabra de Dios. El intelectual moderno y sin fe se aísla como un lobo estepario.

En todo caso tratase en Kant que la razón es un absoluto inmanente, de lo pensable y experimentable. Los escolásticos habrían dicho que la razón es un absoluto en su género. O sea, un absolutum secundum quid, y diferente al absolutum simpliciter (Dios, Ser, lo Uno, etc.). Distinción no admisible dentro del kantismo puesto que la razón pura a priori se da en vista de explicar la objetividad y el objeto de la experiencia misma. Pero que a su vez resulta inevitable pensarlo por las tensiones implícitas en la filosofía criticista.  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

5.

LAS CATEGORÍAS KANTIANAS

 

La Deducción Trascendental de las Categorías es la parte clave de la Crítica de la Razón Pura, que prácticamente decide el destino de la filosofía trascendental. En la estructura del libro viene después de la Estética Trascendental y forma parte de lo que Kant llama Lógica Trascendental. Pero en los Prolegómenos Kant elimina la parte más decisiva de la CRP, la Deducción trascendental. Para algunos esto se debió por su oscuridad (Vaihinger, Adickes, Arnold, Kemp Smith), para otros por el apuro de la redacción (Paton) e insatisfacción (Torreti). No vamos a dilucidar este tema, sino la asociación de las categorías con la metafísica de lo inmanente. No obstante, se puede notar que los Prolegómenos buscan popularizar su filosofía, siendo comprensible que la parte más árida y oscura sea dejada de lado. La obra no cumplió con su objetivo, pero enfatizaba que su filosofía no sirve para descubrir la verdad sino sólo para proteger a la razón de las equivocaciones.

En la Edad Moderna aumenta considerablemente el poder del hombre sobre la naturaleza y sobre el hombre mismo. Paul Hazard señaló que el empirismo y la ilustración destruyeron el orden espiritual-religioso en el siglo XVIII. Ferdinand Tönnies habló de la creciente oposición en la modernidad entre la comunidad (Gemeinschaft) y la sociedad (Gesellschaft). Sciacca destaca que tal destrucción de las estructuras metafísico-teológicas deja sin posibilidad de reconstruir una nueva civilización. Cassirer anota que en Kant se opera el reemplazo del pensamiento sustancial por el pensamiento funcional. Y Romano Guardini subraya que la disipación de los vínculos morales, la desaparición del contenido religioso, la nivelación del hombre y la disolución de las instituciones tradicionales, provienen de la funcionalidad de la técnica y la racionalización de la ciencia. En este contexto, la filosofía kantiana sería fruto del avance incontenible del dominio del poder de la razón humana sobre la naturaleza y el hombre mismo. El hombre moderno comienza a convencerse de que su voluntad determina la “objetividad” de las cosas. Así se instaura el Regnum hominis, un mesianismo laico que extravía a Dios, donde la razón humana es el fundamento de sí misma, dando pábulo a un asalto a la razón donde se marcha hacia la erosión nihilista de la sociedad postmetafisica.

El hombre de la sociedad moderna no sólo se desvincula de la comunidad y la tradición, sino de las conexiones objetivas del mundo. Será el hombre formalista el que dicta el ser a las cosas. Todo se vuelve profano, mundano, inmanente. El hombre no sólo se hace indiferente respecto a la fe, sino que termina negando las leyes naturales para forzarlas racionalmente mediante la ciencia y la técnica. A esta perversión de la naturaleza en el mundo posmoderno se le llama “transhumanismo”. Todo pierde su aspecto metafísico. El humanismo sin Dios se vuelve en un prosaico “hominismo” biológico. Las cosas pierden su misterio, el desencantamiento del mundo del que habla Max Weber, se completa en el predominio del ente calculable, medible y pronosticable. El hombre moderno es incapaz de sacrificar el mundo a Dios. Lo cual se refleja nítidamente en La ceremonia del adiós de Simone de Beauvoir. Por eso si los antiguos decían que el hombre es el ser que quiere ver a Dios, los modernos dicen que el hombre es el ser que se basta a sí mismo y no necesita de Dios. Pero no reparan en que han vuelto inmanente al Absoluto. El endiosamiento de lo finito ha sido lo característico del mundo secular.

En el mundo moderno, secularizado e inmanente –como bien señala Alfred Müller Armack- se crea el sustituto de lo trascendente en la formación de los ídolos terrenales. Su más nefasta manifestación fue la Inquisición impuesta por los Reyes, el totalitarismo del comunismo y el holocausto del fascismo. Pero también se deja ver en los ídolos de la música moderna, en el consumismo capitalista, en la extensión masiva de la adicción a las drogas. Ya Mircea Eliade había señalado que en la sociedad moderna el hombre irreligioso encuentra gran atracción por los misterios, el ocultismo, el esoterismo, como una deplorable muestra de pobreza espiritual que busca satisfacer sus necesidades religiosas inhibidas en idolatrías inmanentes. Estas últimas son un supletorio destructivo de las experiencias místicas en lo inmanente. De modo que la sed de Absoluto en el hombre es inextinguible. Su ateísmo, como señala Karl Rahner, es reflejo de un Dios que aparece en una trascendencia inabordable. Dios es un misterio absoluto, y es bueno que así permanezca porque, como señala San Ireneo, de lo contrario no sería Dios.

La soledad del hombre moderno le resulta insoportable, porque en vez de contemplación encuentra el desierto yermo de su interior. El hombre moderno de la era antropológica es un narciso, porque en el encuentro con el prójimo sólo se interesa por sí mismo. Su neurosis procede de su propio vacío interior, donde no cabe ni el amor. En su soledad emerge su hombre interno como un desconocido que lo amenaza. Su soledad sin Dios lo desquicia y enferma. La palabra del hombre pierde peso. La modernidad, al decir de Bauman, se vuelve liquida. La historia ya no es aquello dirigido por la sabiduría, sino una simple sucesión de hechos empíricos. El hombre espiritual desaparece, en su lugar se entroniza la masa, que es dominada por el aparato administrativo del Estado. Lo humano va tocando su fin, mientras avanza la idolatría de la máquina. El pináculo inevitable de todo ese proceso es un poder universal que planifica un objetivo a la obra humana por encima de sus aspiraciones personales.

Ahora volvamos al criticismo kantiano donde el hombre se apodera de lo dado. La Estética Trascendental había demostrado que el espacio y el tiempo son formas puras de la percepción y de la sensación en general, o sea de la materia. Las sensaciones del mundo externo son caóticas pero la conciencia impone a la experiencia las formas a priori de la sensibilidad, es decir, el espacio y el tiempo. El resultado de todo ello es la formación del fenómeno u objeto del conocimiento sensible, dotado de forma espacial y temporal. De modo que el espacio es la condición formal para los fenómenos exteriores, pero el tiempo es la condición formal de todos los fenómenos en general, en tanto que es la condición general de los fenómenos interiores. El fenómeno no es apariencia porque las propiedades percibidas son atribuidas al objeto mismo en relación con los sentidos. Así, la posibilidad de un juicio sintético a priori se da por las intuiciones puras a priori, que hace posible que un juicio a priori pueda ir más allá del concepto dado.

Hasta aquí llega Kant a la conclusión de la Estética Trascendental, o sea las reglas de la sensibilidad en general. Ahora tiene que explicar las leyes del entendimiento en general, y esa es la misión de la Lógica Trascendental. Hay que explicar cómo se construyen a partir de los fenómenos inconexos de la intuición sensible los verdaderos objetos del conocimiento a través de las categorías. Esta es la finalidad de la Analítica de los Conceptos –libro primero de la Lógica Trascendental-, descomponer la facultad del conocimiento humano con el objeto de examinar la posibilidad de los conceptos a priori en el entendimiento, esperando que la experiencia fuera ocasión de su desenvolvimiento. Y a estos conceptos los va a llamar Categorías y los va a ordenar en una Tabla (de cantidad, de cualidad, de relación y de modalidad). Al respecto se ha dicho que de una manera arbitraria Kant deduce el conjunto de las categorías a partir de una división no menos arbitraria de los juicios en doce clases. Kant va a decir que lo primero que es dado a priori al conocimiento es la diversidad de elementos de la intuición pura, lo segundo es la síntesis de la esta diversidad por la imaginación y lo tercero es la unidad sintética de las categorías. Declara que la operación por excelencia de la espontaneidad de nuestro pensamiento es la síntesis.

Ahora bien, si Espacio y Tiempo son las condiciones de la posibilidad de la matemática, las Categorías son las condiciones de la posibilidad del conocimiento natural. De ahí su importancia cumbre para la explicación del conocimiento científico y humano en general. La Deducción Trascendental arriba a la conclusión de que tres son las fuentes que hacen posible la experiencia: la sensibilidad (por la sinopsis formada por el Espacio y el Tiempo), la imaginación (que crea la síntesis de lo múltiple y que cobra un papel capital en la segunda edición de 1787) y la apercepción trascendental (unidad de la síntesis). En otras palabras, la Deducción explica cómo las categorías siendo las condiciones de la posibilidad de la experiencia en general son a la vez las condiciones de la posibilidad de los objetos de la experiencia. Es decir, el conocimiento no es producto de lo dado sino el dictado que a las cosas hace la actividad apriórica del sujeto trascendental. Y con esta conclusión el universo de la filosofía que antes se partía en dos grandes bandos –platónicos y aristotélicos- ahora se partirá en tres con la filosofía trascendental, como el producto más refinado de la filosofía epistémica de la modernidad.

No hay que perder de vista que Kant considera tres facultades del conocimiento: entendimiento, discernimiento y razón. La Crítica de la Razón Pura acerca las dos primeras y separa la última por su uso hiperfísico, pero no profundiza la diferencia entre entendimiento y discernimiento. Para Kant el conocimiento tiene que ver con la facultad del entendimiento y ésta con la ciencia; el sentimiento se relaciona con la facultad de discernimiento y ésta con el arte; y el deseo con la facultad de la razón y ésta con la religión y la metafísica. No entraremos aquí a discutir su conclusión general, a saber, que para el idealismo trascendental el conocimiento racional es impotente para aprehender las cosas en sí. Por lo cual la realidad –dirá Hegel- está colocada fuera de la noción, así una noción y una realidad que no pueden acordarse entre sí son representaciones falsas. Pero la conclusión de Kant será irretractable: cuando erróneamente se toman los principios regulativos de la razón pura como principios constitutivos entonces se genera un uso ilegítimo de la razón especulativa, que crea la ilusión de acceder al conocimiento del nóumeno y de conocimientos trascendentes. Este desenlace fue rechazado por el idealismo alemán y las corrientes espiritualistas de la filosofía contemporánea, no obstante, gozó de gran predicamento entre las corrientes positivistas y antimetafísicas.

Baste hasta aquí este breve y necesario circunloquio para preguntarnos: Qué son las categorías. La Deducción Trascendental explica que el conocimiento no es producto de lo dado, contrariamente a lo que sostiene el evidentismo neopositivista y el empirismo, sino el dictado que a las cosas hace la actividad apriórica del sujeto trascendental. De manera que Kant resulta ser inferencialista porque admite que en el conocimiento humano hay enlaces metasensibles, o sea las categorías. Las categorías -como lo destacó Walter Peñaloza- serían enlaces metasensibles no observables sensorialmente., Efectivamente, en el conocimiento inferencial se admite que en el conocimiento fáctico hay enlaces metasensibles o no observables sensorialmente. Esto es el criticismo. En el conocimiento evidentista se reduce el conocimiento fáctico a lo dado sensorialmente. Esto es el empirismo y el neopositivismo. Entonces, si la Deducción Trascendental estudia el conocimiento del mundo físico, era necesario examinar si el conocimiento inferencial se aproxima a la Deducción trascendental. Esto es justamente lo que hace el filósofo Walter Peñaloza en su señero libro Conocimiento inferencial y deducción trascendental (UNMSM, Lima 1962).

El resultado es que la Deducción Trascendental es conocimiento inferencial o sea conocimiento del mundo físico. Para Peñaloza Kant es inferencialista porque la realidad sensorial es sintetizada por enlaces suprasensibles a priori del Yo trascendental. Lo sensorial es irracional hasta que es sintetizado por enlaces que proceden del entendimiento, o sea, las categorías a priori. De modo que las categorías son enlaces metasensibles del conocimiento inferencial que no proceden de la experiencia. En consecuencia, las categorías y los enlaces metasensibles se parecen. Las sensaciones pueden existir sin las categorías de causa y efecto, pero no pueden existir sin las categorías del espacio y del tiempo. Por eso las categorías no son condiciones para que las daciones aparezcan, sino para conocer los objetos de la experiencia y de la posibilidad de la experiencia misma. Las daciones no requieren de las categorías para existir, para ello bastan las formas del espacio y del tiempo, sino para ser pensadas y conocidas. En cambio, el objeto de la experiencia sí requiere de las categorías o enlaces suprasensibles. De este modo, los objetos de la intuición sensorial no son los objetos de la experiencia. Kant mismo contrapone las daciones de la intuición sensorial con los objetos de la experiencia. Los empiristas y neopositivistas –incluidos bungeanos- afirman que nada inobservado puede inferirse válidamente de lo observado. El mentís está en que el conocimiento de los conceptos de universalidad y necesidad son de facto porque no son evidentes. En suma, las categorías kantianas son enlaces metasensibles dictados por la actividad apriórica del sujeto trascendental. Ahora bien, estos enlaces metasensibles, al parecer, son reales, se dan en la lógica de un a priori de la mente. Pero su restricción a lo trascendental y a lo experiencia contribuyó a que la historia de Occidente culmine en la modernidad con la esterilidad metafísica del idealismo que subsume el ser al pensar. Lo cual se traduce en que durante la Edad Moderna el poder del hombre ha crecido desproporcionadamente. A través de la ciencia y de la técnica se ha configurado una nueva imagen del mundo basado en la voluntad de poder. La misma que se muestra amenazante, y clava sus colmillos peligrosamente en la yugular de la misma civilización tecnológica y cibernética.

Si no, veamos cómo en el corazón del lema de la filosofía posmoderna: “Todo vale”, late poderoso esta subsunción subjetivista. Así, resulta que lo que otrora era el reconocimiento de la fuerza activa del espíritu ahora desemboca en su fuerza paralizante, su decadencia y destrucción. El espíritu enferma por exceso de poder. Al desembocar la filosofía de la modernidad en una hemorragia de subjetividad, que reemplaza el ser por una multiplicidad de mónadas soberanas, lo que tenemos al final es que sólo prima la voluntad de verdad. Este triunfo del para-mí y el olvido del ser no puede significar otra cosa que la anulación de la vida concreta del espíritu. Ya lo vimos históricamente cuando el nazismo y el comunismo -y lo mismo pienso que sucederá con el capitalismo- sucumbieron por fuerzas que no vinieron de dentro sino de fuera. El espíritu se anestesió. Es decir, cuando la verdad, lo bueno, lo sagrado y el amor, son sustituidos por la violencia y la mentira por un exceso de poder, entonces se constata que el poder ideológico de la manipulación es más poderoso que las ideas verdaderas. Pues el poder cada vez mayor que surge de ello, termina dominando al hombre mismo. De manera que el orden universal y necesario del conocimiento, la moral del hombre, las verdades naturales, la verdad, la libertad y la justicia, terminan sucumbiendo por la anarquía que implica el imperio de una cultura que sólo se funda en la ciencia y en la técnica.

Cuando el orden interior del hombre ha sido destruido, lo que surge como posibilidad intrínseca es el desatado nihilismo disolvente. Entonces, luciferinamente se opera la desmalignización del mal y la malignización del bien. El espíritu existe a pesar de todo, pero de forma débil y paralizada. No era posible adivinar que la autonomía de la razón conduciría a la enfermedad del espíritu. Lo cual ya es una verdad a todas luces. La modernidad está enferma espiritualmente. Y su enfermedad se llama inmanentismo, el cual ha desembocado a dimensiones satánicas. Ebrio de poder el hombre actual prefiere olvidar lo que es verdadero, bueno y justo. Es el imperio del hombre anético de la civilización hipertecnológica. Prefiriendo la codicia, la mentira y la astucia. Kant sólo es una de sus estaciones más importantes y sistemáticas en dicho tránsito. En dicho contexto no es difícil darse cuenta de que la crisis se despliega aceleradamente. Y vamos hacia una catástrofe global porque la conciencia de la responsabilidad humana se encuentra seriamente afectada.

Para recuperar el Ser hay que romper con la metafísica inmanentista del cientismo matematizante y asumir un realismo metafísico que rompa las cadenas de la subordinación del ser al pensar. Es necesario asumir como evidencia primaria que las cosas son, que lo ontológico determina lo epistemológico, que el ser rebasa el pensar. Pero hay que hacer esto no en términos evidentistas, como lo hace el empirismo y el neopositivismo, sino reconociendo la existencia de enlaces metasensibles que no son dictados por la actividad apriórica del sujeto trascendental sino por la estructura metasensible de la realidad misma. Esa sería la vía regia de una renacida metafísica crítica dentro de una cultura renacida. De lo contrario nos encaminados sencillamente hacia una destrucción de lo humano. La Antigüedad era muy consciente de ello. Pero sin precedentes, la Modernidad echa a perder la grandeza del hombre combinando al mismo tiempo técnica, ciencia, economicismo, ventaja política y autonomía de la razón. El hombre profundamente falseado y echado a perder es el que se siente homo deus. Este asemejarse al Señor del mundo es la engañosa esclavización completa de la objetividad y de la libertad. Se trata de una temible ilusión donde se pervierte el hombre mismo. El hombre fue creado para enseñorearse sobre la creación, incluso advierte que toda la Naturaleza asciende hacia él, pero en la Modernidad al quedar solo con su libertad, ha quedado libre de las ataduras de la naturaleza. Pero aquella libertad sin su responsabilidad equivalente se vuelve en una realidad monstruosa que amenaza con aniquilarlo. Cuando el hombre moderno cree comprenderse sólo a partir de sí mismo y sin Dios, entonces su enorme libertad se vuelve en una aterradora amenaza. Pues en el hombre la Naturaleza se trasciende, pero el hombre no puede trascenderse a sí mismo sino como espíritu. Y tal cosa lo hace cuando va hacia Dios.

 

APUNTE BIOGRÁFICO/PARADOJA MORAL

Sólo es moral cuando se actúa por deber, esa es la máxima de la ética kantiana. Si lo hace por deseo o amor no tiene calificación ética. Esto equivale a pensar que el hombre carece de inclinaciones hacia lo virtuoso. Es como decir que sólo los malvados, depravados, desalmados y perversos, son capaces de acción moral porque lo hacen llevados por la idea del deber. El propio Kant trató de resolver este absurdo afirmando que sólo es moral lo que no se hace por satisfacción. Pero su respuesta es totalmente insatisfactoria, porque niega que el hombre puede alcanzar un desarrollo ético superior que lo haga coincidir con lo moral al margen de la idea del deber. En otras palabras, la voluntad estará dentro de la moral no sólo acatando el mandato de la razón sino también el del corazón. Y esto es así porque la buena voluntad no sólo actúa por deber sino también por amor al bien.

6.

LA INTELIGENCIA ARQUETÍPICA

 

El eximio kuhniano Carlos Solís considera que se puede tener a Thomas Kuhn como a un Kant secularizado porque considera que los elementos a priori que conforman el conocimiento científico no son trascendentales ni esquemas innatos, sino propuestas sociohistóricas implícitas en los paradigmas, los cuales entrañan taxonomías que incorporan conocimientos tácitos (Una Revolución del Siglo XX, en: La estructura de las revoluciones científicas, FCE, 2006, p. 20).

 

Sin embargo, en vez de Kant este historicismo kuhniano de usar la historia de la ciencia para dilucidar problemas de la filosofía de la ciencia se remonta más bien a K. Prantl, Hegel, Marx, Comte, al neokantismo y al historicismo norteamericano con Hanson, Toulmin, Feyerabend y el propio Kuhn.

Por más que el bienintencionado filósofo Eugenio Imaz afirme que Kant si no hubiese muerto habría sido el Newton en el terreno de la historia (Prólogo a la Filosofía de la historia de Kant, FCE, 1987, p. 10), la realidad es que sus aportes sin ser escasos son poco abundantes. Su idea de cosmopolitismo (ciudadanía mundial) y de progreso (revolución política y tecnológica) son quizá las más fecundas, pero también las que dejan demasiados vacíos y poco desarrollo. Por ejemplo, los móviles ideológicos de la historia son cosa ignota para él. No así usar la historia de la ciencia (revolución copernicana) para dilucidar problemas de la filosofía (filosofía trascendental).

No obstante, el paralelo que señala Carlos Solís es fecundo también porque nos lleva hacia la comparación de un tema clave en el pensamiento de ambos, a saber, el problema del fin o la teleología. Y en el cual se puede apreciar su diferencia profunda. La gran finalidad del mundo obliga a pensar en la causa suprema para ella, escribe Kant en su célebre Crítica del Juicio (Nota General a la Teleología). Kuhn, en cambio, cuando comenta en su afamado libro La estructura la dirección o fin del progreso en las ciencias, afirma sin empacho que hay que abandonar la idea de que los cambios de paradigma llevan a los científicos cada vez más cerca de la verdad. E incluso pregunta: ¿Pero acaso hace falta que exista tal meta? (capítulo XIII: El progreso a través de las revoluciones, FCE, 2007, p. 296).

Párrafos más adelante explica de dónde extrajo esta idea: “Cuando Darwin publicó inicialmente su teoría de la evolución por la selección natural en 1859, lo que más molestaba a muchos profesionales no era ni la idea del cambio de las especies ni la posible descendencia humana del mono…Todas las teorías evolucionistas predarwinistas conocidas, las de Lamarck, Chambers, Spencer y los Naturphilosophen alemanes, habían entendido que la evolución era un proceso dirigido a un fin…Para muchas personas, la abolición de este tipo de evolución teleológica fue la más importante y menos aceptable de la sugerencias de Darwin” (ibid., p.297, 298). En otras palabras, mientras Kant es partidario de la teleología en sentido pragmático, más no teórico, Kuhn lo es de una evolución no teleológica en el desarrollo de las ciencias, e incluso de la naturaleza. Para Kuhn la teleología es parte de la visión positivista, ingenua, lineal y optimista de la ciencia y su rompimiento con ella fue lo que añadió a las revoluciones científicas.

En una apretadísima incursión por la historia del concepto de teleología o finalismo se puede mencionar que Anaxágoras es el primero en enunciar la causalidad del fin a través del Nous, y lo sigue Platón, pero es Aristóteles el que, contra la tesis del azar o la necesidad ciega, hace prevalecer la concepción finalista en la metafísica antigua y moderna a través de dos tesis: la causalidad del fin mismo en la naturaleza (el fin es la sustancia o el ser de la cosa, Metafísica, VIII, 4, 1011 a 31) y en considerar esta causalidad finalista como principio de explicación (el universo se subordina a un único fin que es Dios, ibid., XII, 7, 1072 b). Ahora bien, en Kant la razón misma es fin. El finalismo se vuelve subjetivo. El finalismo procede de la razón, “ésta es la facultad de obrar según fines (una voluntad)” (CJ § 64, B 285). Razón es petición de lo que no existe, proyecto y principio de acción transformadora. Para Fichte poner un ser desde mi concepto se llama fin (Das System der Sittenlehre, S. W. IV, 9=GA, 115, 27). Y es que para Kant lo incondicionado no es el objeto sino la acción del sujeto entendido como acción originaria. Ya en la Metafísica de las costumbres insiste en la idea que el Fin es un objeto del libre albedrio. Luego en la CJ admite que los animales no son meras máquinas –como pretendió Descartes- sino capaces de actuar por representaciones (CJ § 90, B 449). Pero sólo el hombre es capaz de actuar según fines. Y en el Opus Postumum afirma que la “Vida actúa por una representación de fin” (XXII). O sea, la finalidad pertenece al mundo inteligible, no al mundo sensible. En la naturaleza sólo se observan los efectos materiales y mecánicos de los fines. Pero si el concepto de fin es voluntad, acción consciente y libre, entonces cómo es posible una finalidad en la naturaleza. Sobre su substrato suprasensible nada nos es posible decir. En cambio, para Spinoza la finalidad y la libertad son mera ilusión, porque todo queda absorbido en la natura naturans y los seres naturales son esfuerzo por perseverar en su ser (Ética III, Propo. VII). No menos diferente ocurre en Leibniz, donde la creación es mecánica y el hombre es mero autómata espiritual (Teodicea I, § 52). En cambio, la solución kantiana es atribuir la finalidad en la naturaleza a una inteligencia arquetípica divina. Esto es, se trata de una teología natural que es antesala de la teología. Pero siempre se trata de transferir a la naturaleza el concepto de mí mismo. O sea, la finalidad exige una unidad subjetiva y no objetiva. En otras palabras, lo que sucede siempre no se puede explicar por el azar sino por la necesidad de acción libre del fin.

De ahí que en la CRP sostenga que la ética carece de sentido si no se presupone la libertad. Sin embargo, la libertad es teóricamente posible y moralmente necesaria. Pensar en una subjetividad prerreflexiva en la propia naturaleza no es la solución kantiana, Y, al contrario, haría encallar el criticismo en un subjetivismo absoluto como principio de realidad. No obstante, el desafío de la CJ es pensar en la unidad posible entre la libertad y el fundamento suprasensible de la naturaleza objetiva, o sea, dos realidades no meramente fenoménicas. Ese era el momento cumbre para reconocer la primacía del Ser sobre el pensar, pero Kant se vuelve alejar del realismo y prosigue el camino trascendental. Por el primer eje de la crítica de la razón, o sea, la idealidad del espacio y del tiempo, de la realidad de lo suprasensible nada es posible decir; y por su segundo eje, la doctrina de la realidad del concepto de libertad, la libertad-acción es nuestro ser originario, haciendo posible pensar en una síntesis trascendental de realidades suprasensibles. Y como tal se manifiesta en la conciencia empírica como subjetiva y objetiva.

En realidad, el concepto de fin viene a tensar al máximo las contradicciones contenidas en la filosofía trascendental y que estallan en el idealismo alemán. Pues el concepto de finalidad lleva a pensar en un mundo que la subjetividad no crea ni en su materialidad ni en su forma. Y con ello la revolución copernicana del criticismo se vuelve más problemática y controvertible. En el fondo es la sensatez misma la que se subleva sobre el activismo y voluntarismo del regnum hominis, del mesianismo laico que perdió a Dios y el orden espiritual racionalista y empirista del hombre antropológico moderno. Ese asalto a la razón contra el fundamento trascendente del orden natural y humano corresponde al lado oscuro de la modernidad, que aún no sabe asumir su nueva libertad descubierta. En otras palabras, si en la filosofía trascendental la finalidad de la praxis humana es un concepto de la libertad y no de la naturaleza, entonces se encuentra en la raíz del descontrol en que se halla el enorme poder alcanzado por el hombre antropológico de la modernidad.

El estoicismo introduce la innovación de que las cosas del mundo han sido hechas por la naturaleza para beneficio del hombre. Pero tampoco esta determinación estoica innova mucho el concepto clásico del Finalismo, porque no niega que el hombre sea parte de la naturaleza. La escolástica siguió la superioridad causal del fin y Santo Tomás de Aquino formula el pensamiento fundamental que domina las teorías finalistas hasta hoy: Dios imprime una finalidad inmanente a las cosas en su necesidad natural. Hegel no entendió esta doctrina, la interpretó como una finalidad extrínseca impuesta por un entendimiento extramundano y le opuso la suya, que repetía la finalidad como finalidad inmanente a la naturaleza misma. En realidad, su polémica contra el “entendimiento extramundano” no concierne a la teleología sino a su discusión teológica contra el teísmo.

Schopenhauer introduce la distinción entre finalidad interna y externa pero el concepto tradicional de finalidad se mantiene sin cambios a pesar del carácter irracional de la voluntad que rige el mundo. Bergson pretende oponer al “mecanicismo radical” y al “finalismo radical” el reconocimiento del carácter imprevisible y creador de la evolución vital. Pero en realidad la realización del fin no niega el carácter imprevisible en la naturaleza, por eso su concepción, tal como lo hace Leibniz y otros espiritualistas contemporáneos, subordina el mecanismo natural al fin general y deja invariado la concepción clásica del finalismo: admitir la causalidad del fin mismo y considera esta causalidad como principio de explicación. Es Kant el que introduce una innovación significativa en la comprensión del Finalismo. Para Kant la explicación de los fenómenos solamente puede ser causal y el juicio teleológico escoge no un elemento de las cosas sino un modo subjetivo inevitable para el hombre de representárselas. El Fin no es más que un concepto regulador que ofrece una consideración complementaria a la explicación mecánica del mundo.

El punto de vista kantiano es innovador porque equivale a negar el poder explicativo de carácter objetivo y científico del Fin mismo. Pero esto no significa que para Kant el concepto de Fin pierda todo poder de explicación. Por el contrario, desde el punto de vista estético y moral, es decir subjetivo y desde la libertad humana, el concepto de Fin es de validez necesaria y universal. Incluso la teleología moral conduce hacia la teleología física. Tanto es así, que para Kant el argumento moral de la existencia de Dios completa la prueba físico-teleológica. Y a su vez, el argumento físico-teleológico lleva hacia un creador inteligente y el argumento moral conduce a pensar la existencia de un fin final en su sabiduría. Además, afirma que la gran finalidad del mundo obliga a pensar en la causa suprema para ella. Todo lo cual se condice con su convicción de que la idea de libertad es el único concepto suprasensible que demuestra su realidad objetiva en la naturaleza. Kant sostuvo que la inmortalidad del alma y la existencia de Dios son los únicos res fidei (cosas de fe), pero en ello también está implícito el fin final que corresponde a la sabiduría divina, y, por tanto, todo esto debe ser admitido como cosas de fe por la prescripción de la razón pura práctica. En otras palabras, para Kant, así como no existe fundamento teórico que por convicción apruebe la existencia de Dios, sino tan sólo fundamento práctico, de modo similar ocurre con el caso del fin final en la naturaleza. La teleología moral conduce a la teleología física pero también el argumento físico-teleológico lleva hacia un fin final en la sabiduría divina. Es decir, la investigación del juicio teleológico por Kant lo lleva a afirmar la idea de una inteligencia arquetípica (tan fecunda en el idealismo postkantiano y en el idealismo alemán) como creador moral del mundo que completa la prueba físico-teleológica del creador inteligente. Dicho de otra forma, el carácter ilustrado del concepto kantiano de Naturaleza no fue óbice para que se excluyesen consideraciones teológicas. Al contrario, la teología en Kant brinda el sustento para la reflexión teleológica en la naturaleza.

En la crítica del juicio teleológico la finalidad objetiva de la naturaleza es estudiada no por la causalidad mecánica, sino por la causalidad contingente, es decir, la teleología. El fundamento descriptivo es la analogía. Por eso la teleología, como principio regulativo y no constitutivo, es juicio reflexionante y no juicio determinante. La Analítica del juicio teleológico explica que el concepto de finalidad rompe con toda teología y Providencia y la naturaleza es vista como una estructura material autosostenida. Pero la Dialéctica del juicio teleológico declara que por el fundamento subjetivo del juicio reflexionante se puede suponer en la base de los fines un Dios contingente, arquitecto y providente. La naturaleza es vista como dirigida por un entendimiento superior, tal como lo concibieron Platón, Aristóteles y la escolástica. El famoso Apéndice de la CJ no hace más que ratificar que la prueba físico-teleológica de un Creador inteligente tiene su fundamento que lo completa en la prueba ética del creador moral del mundo. Dios sólo es pensable por analogía. El principio de analogía, tan central en el teísmo cristiano, se conserva. Y dicho concepto teológico es el sustento de la concepción teleológica de la naturaleza.

Es por esto mismo que resultan tan limitantes las consideraciones exegéticas de Sueo Takeda (Kant und das Problem der Analogie, 1969), quien destaca la analogía como mecanismo teórico para explicar la naturaleza como si fuese un inmenso organismo vivo; y las interpretaciones que surgen con Adickes (Kants als Naturforscher, 1925) y que suponen que el concepto de finalidad rompe con toda teología y desemboca en una concepción de la naturaleza como estructura material autosostenida (véase: Paul Menzer, Kants Lehre von der Entwitcklung in Natur und Geschichte, 1911; Vittorio Mathieu, La filosofía trascendentale e l´Opus Postumum, 1959; Silvestro Marcucci, Aspetti epistemologici della finalitá in Kant, 1972; Gianni Dotto, “Il regno dei fini come trascendentale interpersonale”, en Ricerche sul Trascendentale Kantiano, 1973; Gottfried Martin, I. Kant: Ontologie und Wissenschaftstheorie, 1969). Ahora bien, la teleología se comenzó a poner en cuestión en el siglo XIV con Occam, para quien no tiene sentido inquirir por la causa final en la naturaleza porque fin sólo hay en el ser deseado o amado y esto precisamente demuestra su carácter metafórico. En Telesio, Bacon, Galileo, Descartes y Spinoza, o sea en los orígenes de la ciencia moderna, el fin dejó de ser una vía válida de explicación científica. En las ciencias biológicas el finalismo fue expulsado por la explicación evolucionista no teleológica de Darwin, como lo señala el mismo Kuhn. Y en realidad el darwinismo se constituyó en la hipótesis global modelo de no necesitar de la presunción finalista. Como resultado de estos cambios se terminó expulsando la causalidad del fin del dominio de la causalidad física, la evolución orgánica e incluso del ámbito antropológico, en el cual ha sido reducida a la motivación o comportamiento. En suma, la explicación científica la ha rechazado y perdura en las direcciones metafísicas. No obstante, que el finalismo haya perdido el carácter científico que tuvo en sus orígenes en Grecia y que sea vista como esperanza, motivación, ilusión o promesa, no significa que haya dejado de ser una hipótesis valiosa de explicación del mundo.

En primer lugar, es posible afirmar que la consideración del Finalismo como inútil va de la mano con el olvido metafísico del ser. En segundo lugar, dicho olvido es parte de la visión nominalista, empirista y formalista en que se encuentra atrapado el pensamiento moderno. En tercer lugar, la trampa anti finalista funciona en la medida en que se profundiza la metafísica inmanente y la hermenéutica de la finitud. En cuarto lugar, la profundización en lo inmanente no consiste –como se cree- en negar lo azaroso, imprevisible y contingente en el curso de la realización del fin. En quinto lugar, dicha negación tiene su punto culminante y fuente no tanto en el rechazo de la metafísica de las esencias, sino de toda teología, es decir, en el malentendido (pues se exagera la providencia y omnipotencia de Dios) de que la libertad divina es incompatible y antinómica con la libertad humana y, en consecuencia, el hombre debe ocupar el lugar de Dios. Surge el homo in Terris o diosecillo terrestre.

En La gaya ciencia Nietzsche había proclamado la muerte de Dios, aunque antes ya lo habían destacado Feuerbach y Marx. Mientras que Comte anunciaba el ingreso de la humanidad en la era científica. De dicho proceso Nietzsche hizo responsable a la iglesia católica, lo mismo que Berdiaev. Olvido de Dios que es visible en las magníficas iglesias europeas, como monumentos turísticos vaciadas de toda piedad. Dios se hizo demasiado eclesiástico con la reforma y contrarreforma, sorbiendo de las venas del mundo la religiosidad. Ya San Pablo había dicho en el Areópago que Dios no vive en los templos. Pero coetáneo al grito de Nietzsche, Concilio Vaticano había apremiado al elevar a dogma de la Iglesia la posibilidad de la religión natural, o sea, que todo hombre puede conocer a Dios. Aunque declara necesaria la ayuda de la Revelación divina a causa del pecado. Ante ello Karl Barth negó la religión natural al suponer que conduce a la idolatría y a la autodivinización de la razón humana. En sexto lugar, el paradigma antiteleológico moderno se configura en un voluntarismo antropológico que absolutiza la libertad humana y relativiza la verdad del ser. Y en todo este proceso inmanentista el principio de analogía es desplazado por el principio de univocidad. Con ello se anula no solo el presupuesto de las cuatro grandes religiones antiguas –paganismo, judaísmo, cristianismo e islamismo-, sino de la filosofía griega –platonismo, aristotelismo y estoicismo-, a saber: el hombre como frontera entre el mundo y el trasmundo, porque jalona de él una nostalgia hacia lo Absoluto. Pero también hay que ver que el encuentro de la Humanidad consigo misma en el mundo moderno, por más que niegue y rechace a Dios, debe pertenecer a los planes de la Providencia. De manera que la época de los nacionalismos agresivos, los imperialismos y la globalización mercadólatra, prepara el camino para una unidad planetaria, con una nueva conciencia universal. Aquí no existe espacio para retroceder hacia la época cosmológica y confundir a Dios con los demonios de la Naturaleza, sino que, en la época antropológica sólo hay lugar para asumirlo como espíritu eterno.

O sea que, viéndolo en dimensión histórica, la actual crisis de religión, la irrupción del nihilismo y el inaudito cinismo irreligioso, no es más que –como afirma Hans Urs von Balthasar en su libro El problema de dios en el hombre actual- síntoma de crecimiento de la propia idea de Dios. Es decir, el hombre de nuestra época antropológica ya no puede concebir a Dios como Naturaleza, sino que, ahora se impone su verdad como Persona divina, comprensible sólo por la Revelación. O sea, el desafío del hombre antropológico es aceptar la dimensión sobrenatural de la razón y la existencia de verdades suprarracionales. Esto es lo que todavía no acepta el hombre demiúrgico y fáustico de nuestra era antropológica. Por estas consideraciones, es posible afirmar que Kuhn es prisionero del sesgo anti finalista, voluntarista, nominalista y formalista del paradigma moderno. Es más, el mismo paradigma kuhniano se constituye en otra forma de finalismo antropológico, que decide el curso de la investigación científica y dictamina su dominio privilegiado en una época determinada. En Kuhn el paradigma es la causalidad del fin de la investigación en las ciencias. Pero realidad, el finalismo sociohistórico de los marcos de investigación científica no invalida el concepto mismo de Finalidad y, por el contrario, ratifica su condición de problema ineliminable.

En síntesis, el reconocimiento de la originalidad de los fenómenos físicos, orgánicos, antropológicos y sociales, lejos de negar el poder explicatorio del Finalismo y de la analogía, ha fortalecido el criterio de fin como inmanente a la totalidad (natural o artificial) de lo que constituye la organización e instaura, en consecuencia, esta causalidad como principio de explicación a un nivel más holístico. Vivimos actualmente bajo un paradigma mental antifinalístico, pero ello no significa que el finalismo no recupere un sentido más enriquecido tras dicho periodo de obscurecimiento. Ahora vemos cuánta razón tenía Kant al comprender que es más fácil negar la gran finalidad del mundo cuando se niega la causa suprema para ella. Y Kant admite ambas cosas como necesidad del juicio reflexionante, más no determinante. O sea, tienen un fundamento práctico-moral más no teórico. Pero es justamente esta restricción lo que hace que Kant participe del proceso inmanentista porque el principio de analogía carece de uso teórico.

Es decir, en Kant un Dios contingente, arquitecto y providente está en la base los fines de la naturaleza. La naturaleza es vista como dirigida por un entendimiento superior, tal como lo vieron los antiguos y la escolástica. La prueba físico-teleológica de un Creador inteligente tiene su fundamento en la prueba ética del Creador moral del mundo. Así, el concepto teológico es el sustento de la concepción teleológica de la naturaleza. La analogía sirve como mecanismo para reflexionar sobre la naturaleza como un inmenso organismo vivo que supone el concepto metafísico de finalidad. Y, por ello, ni rompe con toda teología ni desemboca en una concepción de la naturaleza como estructura material autosostenida. Incluso Kant va más allá y afirma la hipótesis de una inteligencia arquetípica capaz de una intuición total y directa de la realidad. Hegel vio en ello la existencia de la razón absoluta.

Entonces, qué clase de pensador inmanentista puede ser Kant si no excluye la hipótesis de un Dios arquitecto, contingente y providente que está en la base de los fines de la naturaleza. Lo es en la medida en que supone que todo esto debe ser admitido como cosas de fe por la prescripción de la razón pura práctica, por necesidad interna del pensamiento. Así como no existe fundamento teórico que por convicción apruebe la existencia de Dios, sino tan sólo fundamento práctico, de modo similar ocurre con el caso del fin final en la naturaleza. O sea, la hipótesis de la inteligencia arquetípica y de la teleología no salen del marco inmanente de las necesidades internas de la mente humana. La teleología moral conduce a la teleología física y al argumento físico-teleológico lleva hacia un fin final en la sabiduría divina. Es decir, la idea de una inteligencia arquetípica como creador moral del mundo es tan sólo una hipótesis que completa la prueba físico-teleológica del creador inteligente. En esa medida Kant provoca la reacción metafísica del romanticismo y recrudece, también, el inmanentismo materialista de la concepción de la naturaleza como mecanismo autosostenido -del que se mostró partidario Stephen Hawking en su libro El gran diseño-. Cassirer había mencionado que la totalidad del pensamiento kantiano se resume en las profundas consideraciones sobre la posibilidad de una inteligencia arquetípica, o sea, Dios. Pero Dios es sólo un postulado de la razón práctica, una idea de razón de carácter regulativa y no constitutiva, sin validez teórica. Lo cual no logra justificar un más allá sobrenatural, porque todo se trata de la energía interna absoluta de la razón. Por ello sus reflexiones sobre Dios y lo teleológico quedan en el plano de lo meramente inmanente. Se tratan de juicios reflexionantes y no juicios determinantes. Si en la Dialéctica del juicio teleológico se ve la naturaleza como dirigida por un entendimiento superior, de poco importa cuando ésta no sale del plano meramente regulativo y práctico. El principio a priori del Fin Final concierne a la facultad de la Razón y no a la facultad del Entendimiento. Sólo el Entendimiento proporciona conocimientos sobre la naturaleza, la Facultad de Juzgar ofrece el imperativo categórico en lo moral, la Razón da tan sólo hipótesis metaempíricas. Por eso, la Analítica del juicio teleológico rompe con toda teología y puede ver a la Naturaleza como una estructura material autosostenida; mientras que la Dialéctica ve a un Dios arquitecto y providente. Pero todo esto permanece bajo la sombra de lo regulativo y no constitutivo. Por eso su reducción de la religión a lo moral, que constituye una postura sabeliana, complica la aceptación global del cristianismo revelado. Entonces, ¿Era Kant un cristiano disfrazado -como afirmaron Schiller y Nietzsche- o más bien un escéptico religioso? Para Kant su obra defendía la religión frente al naturalismo y libertinismo, porque estima que lo que salva no es la teología sino la ley moral. Su moralismo irrenunciable señalará su postura ante la religión.

Pero una cosa es lo que un autor cree saber sobre sus escritos y otra cosa es lo que éstos significan realmente. Eso es lo que puede haber sucedido con Kant, en materia de religión especialmente. Porque a esto nos ha llevado sus consideraciones sobre el Fin Final expresadas en su Crítica del Juicio. Veamos los puntos centrales de su filosofía. La religión dentro de los límites de la mera razón (1793) demuestra claramente cómo la razón está por encima de la revelación. Si hay un conflicto entre la razón y la revelación, tiene que prevalecer la razón. Por lo tanto, puso en tela de juicio doctrinas fundamentales tales como la Trinidad, la unión hipostática, la obra expiatoria de Cristo en la cruz, su resurrección, y el pecado original. En segundo lugar, con su radical división entre lo fenomenal y lo noumenal sentenció la incapacidad de la Razón para ocuparse con seguridad de lo que va más allá de lo fenomenal. De lo noumenal no se puede saber nada con certeza. Dios queda en lo ignoto, y la naturaleza se vuelve absolutamente autónoma. Así, zanjó profundamente la distinción occidental entre lo sagrado y lo secular, y la separación neokantiana entre historie (historia literal) y geschichte (historia existencial) que caracterizó una gran parte de la teología protestante continental del siglo XX (representada por BarthBultmann, Bonhoeffer, y Tillich). En tercer lugar, implantó una religión moralista. La fe y la moral del hombre andan juntas. De modo que las obras humanas toman el lugar de la obra salvífica del Hijo de Dios. La religión solo se trata del cumplimiento del deber. En cuarto lugar, Dios no intervienen en el mundo, porque está relegado a la esfera noumenal. El dios kantiano sólo actúa a través de la conciencia moral del hombre. En quinto lugar, la revolución antropocéntrica kantiana reduce a Cristo a un simple maestro de moral. Su importancia estribare únicamente en su cumplimiento del imperativo categórico. Tal Jesús no tiene nada en común con el Cristo de la fe cristiana. En sexto lugar, la Biblia se vuelve en un mero libro simbólico, centrado en el orden racional del universo. Es un libro que enseña principios morales mediante ejemplos e historias simbólicas. Con esta metodología Kant precursa la desmitologización de Bultmann en el siglo XX.

En séptimo lugar, la iglesia queda relegada a mera comunidad ética, en vez de verla como la congregación de los llamados por el Espíritu de Dios. Kant se opuso a las ceremonias y disciplinas religiosas, como la oración. La verdadera oración es cumplir con sus deberes éticos. No llama la atención que Kant tuviera una relación tensa con la iglesia evangélica de Königsberg y fuera censurado por los luteranos por sus escritos. En octavo lugar, Kant encierra a la fe en un subjetivismo franco porque juzga la teología desde la ética y la racionalidad humana. Kant precursa al teólogo liberal Schleiermacher, porque su punto de partida es el hombre, las convicciones subjetivas y no la revelación de Dios.

En noveno lugar, el Reino de Dios no es algo real y objetivo sino una simple realidad moral. Identificó el Reino de Dios con el progreso moral de la humanidad. Así escribe: “El Reino de Dios llega, pero no será resultado de una revolución apocalíptica organizada por Dios, sino que llegará por medio del desarrollo humano de la razón y de la moralidad”. Además, Kant jamás se ocupa de las implicaciones escatológicas para el resto de la creación. Y en décimo lugar, el proyecto teológico de Kant significa una teología pragmática, donde lo que importa no es la veracidad de las Escrituras sino su valor práctico. Su indiferencia doctrinal queda retratada cuando escribe: “De la doctrina de la Trinidad, tomada literalmente, no se saca nada para la práctica, […]. De modo que tal fe no pertenece en absoluto a la religión, porque ni puede hacer a un hombre mejor, ni puede probarla”. Lo que interesa es lo que funciona, lo que tiene éxito. Justo lo que seduce al practicismo moderno pagano.

En términos bíblicos la filosofía kantiana pertenecería al anticristo porque la razón es superior a la revelación divina, Dios no interviene en el mundo real, promueve una religiosidad moralista, denigra la divinidad y señorío de Cristo, descarta la Biblia, fomenta una fe subjetivista y antropocéntrica, ofrece una visión defectuosa del Reino de Dios, y prima un inocultable practicismo. Su pensamiento es de una clara índole inmanentista. Las especulaciones sobre la inteligencia arquetípica de Dios en la Crítica del Juicio no son un cambio de rumbo de su pensamiento, sino la culminación de un giro antropocéntrico y subjetivista, que marca a fuego el derrotero de la filosofía moderna. El inmanentismo kantiano configura una manera de pensar, razonar, hacer y ser en el mundo. Esta concepción centrada en el hombre y en la vida racional misma tendría su más amplia manifestación en los siglos diecinueve, veinte y veintiuno de la era moderna. Pero este hombre práctico y exitista ya inició su decadencia. Nos referimos a la posmodernidad de la modernidad misma. Aquí se abandona las ideas de Progreso, Razón, Dios y la Verdad, pero se mantiene incólume la importancia de lo práctico y la autonomía de la voluntad. Y en ello influye decisivamente la mentalidad científico-técnica con su rechazo de aquello que no es verificable empíricamente, lo impráctico. De ahí, que se mantenga cada día más fuerte la idolatría del dinero. Mientras que la autonomía de la voluntad ha sido secuestrada por el poder impersonal, que se las ingenia para hacer vivir la ilusión de libertad dentro de un estado de cosas cada vez más controlado y manipulado. La modernidad vive su ocaso. Y este ocaso se caracteriza por un inmanentismo que hace tabla rasa de la moral, la dignidad y el hombre mismo. La modernidad en su ocaso inmanentista ha derivado hacia un nihilismo sin tragedia, un hedonismo rampante y un antihumanismo creciente. El inmanentismo preside la catástrofe global de la crisis de un orden espantoso que paraliza las energías del espíritu. En tiempos de Kant el espíritu inmanentista de la época no parecía tan enfermo como ahora. Al contrario, representaba el ascenso de la burguesía revolucionaria. En cambio, actualmente comporta una perturbación tan profunda en lo moral y psíquico que la corrupción se generaliza, en medio de la falsificación de la objetividad, la desmalignización del mal y malignización del bien. A eso se le suele llamar la era del nihilismo. Pero hay una cara positiva del nihilismo, y es la que concierne a ver la nada en todo lo mundano, como un sueño o velo de maya. Y eso es importante porque abre el horizonte más allá de toda subjetividad, incluso a priori, para volver hacia las seguridades de Dios. Lo cual lleva a asumir la razón como horizonte abierto al ser o facultas entis, como decía la escolástica.

Para Kant Dios no es un objeto para el conocimiento, es un ideal regulativo para la razón práctica y un ideal constitutivo para la razón especulativa. Pero en ningún momento llega a insertarse en la categoría del “otro”, del “Tu”. El Dios solo moral no alcanza a ser un prójimo. Para Kant la imposibilidad de la demostración del Absoluto por vía teórica es idéntica a su contraria, es decir, a la imposibilidad de una demostración de la no existencia de Dios. La divinidad sigue la misma suerte que cualquier objeto metafísico. La afirmación fundamental de Kant -como subraya Paton- es que a menos que tengamos un punto de partida en las percepciones sensibles, es claro que no podemos afirmar o decir nada respecto de la existencia de las cosas. Para el kantismo lo único que se precisa es que estuviera efectivamente conectado con alguna percepción real. Y tal cosa no hay para Dios. Dios es para Kant un simple ideal, que corona el conocimiento humano. El Absoluto es un fruto de la mente humana, una condición de la vida moral, Pero hay que considerarla como si tuviera existencia. La idea de Dios es un ingrediente esencial del imperativo categórico y es el fundamento del mundo moral. La filosofía crítica es una antropología, porque el concepto de supremo Bien es asegurado por la autonomía del sujeto. Es decir, que el sujeto se postula la idea de Dios para autoasegurarse a sí mismo.

De manera que la filosofía kantiana es la cabal expresión de la era antropológica moderna, al asegurar el inevitable naufragio de la trascendencia, el rechazo de la metafísica de las esencias junto a las verdades inmutables y eternas. Kant podría defenderse para decir que su filosofía no trata del objeto sino solamente de su representación. O sea que su alcance no es ontológico sino meramente gnoseológico. Pero al cerrar el acceso a lo nouménico su gnoseología crítica tiene alcance metafísico. Como los materialistas, defiende que no existen más cosas que las de este mundo, como los empiristas admite que sin material empírico no hay conocimiento posible, aun cuando las condiciones de la posibilidad del objeto de la experiencia sean puras y a priori, y como los idealistas sostiene que la finalidad objetiva es el objeto mismo configurado teleológicamente por el sujeto. Los seres orgánicos no son deducidos desde otros objetos, como algo cósico, sino desde la idealidad subjetiva, conteniendo en si esa idealidad. O sea, somos lo que proyectamos en el objeto. Incluso lo suprasensible sólo nos ha de guiar en las necesidades de la razón práctica. En la Dialéctica trascendental de la CJ Kant subraya que lo mecanicista también es construido por la subjetivad, a pesar de que la ciencia la asume como objetiva. La finalidad objetiva no es un principio metafísico constitutivo, sino un principio trascendental regulativo. Simplemente no se ir más allá de la experiencia, de los fenómenos. Por ello, para Kant la finalidad es una máxima del Juicio reflexionante. Con eso no se afirma que el criticismo sea centáurico y heteróclito. La filosofía trascendental es orgánica, original y sistemática. Tan sistemática que fortaleció el espíritu autonómico, pero también secularista de la modernidad.

 

 

 

 

7.

KANT GASTRONÓMICO

 

Kant presenta en su Crítica del Juicio su división de las bellas artes tomando en cuenta la comunicación de conceptos y sensaciones. Así se tiene: Artes de la Palabra (Oratoria y Poesía). Artes de la forma (Plástica y Pintura). Y Artes del bello juego de las sensaciones (Música y arte de los colores). Pero no tiene presente el arte de los sabores, el arte culinario, es decir, la cocina. Cómo acontece esto en un comensal tan escrupuloso como Kant. Aquí hay un misterio.

Se ha dicho hasta la saciedad que Platón, Aristóteles y Kant se reparten la humanidad. Ya Kuno Fischer ha subrayado que su sistema tiene muy poco en común con los anteriores. A través de sus discípulos Borowski, Jachmann y Wasianski, así como de la biografía más completa presentada por Schubert se conoce que el filósofo era ordenado hasta en los detalles más nimios de su vida, probo, recto, exacto, puntual, económico e independiente. Y entre sus placeres privados tenía un lugar muy importante la comida y la agradable conversación. El Perú gastronómico de los últimos tiempos haría bien en hacer acompañar nuestra deleitosa comida con la agradable tertulia. Pero lamentablemente ello no ocurre porque falta cultura y educación en la mayor parte de su población. Lo cual no es culpa de ésta, sino del Estado que abandonó por décadas la inversión en este sector tan neurálgico

Immanuel Kant (1724-1804), el fundador de la filosofía crítica hizo girar su pensamiento en torno a un solo problema: el del conocimiento. No obstante, disfrutaba de la buena mesa, tenía buenos amigos y se complacía mucho de las gratas e intrascendentes conversaciones mantenidas con el puñado de comensales que congregaba muy a menudo en su propia casa. Lo que recuerda que el Perú en estos últimos años vive un boom gastronómico, que ha prestigiado internacionalmente nuestro variado y contundente puchero. Por todo lo cual, sería interesante explorar qué pensaba Kant de las exquisiteces de la mesa.

La constitución de su propia filosofía se edificó sobre la base del triunfo de la ciencia analítica newtoniana, la polémica Leibniz-Newton, el rechazo de la metafísica deductiva gracias a Crusius y Newton, la influencia escéptica de Rousseau, el influjo de Lambert y Leibniz en su giro epistemológico de la idealidad crítica, las críticas de Mendelssohn, Sulzer y Lambert que le ayudaron a su planteamiento y la demoledora críticos de Hume a la idea de causalidad.

Volvamos a sus comidas. En torno a su mesa, siempre humedecida por bienhechores vinos, que cada invitado podía escanciar individualmente, nunca encontraban asiento menos personas que las gracias (tres) ni más que las musas (nueve), incluyendo al anfitrión, quien nunca consentía que sus contertulios abordaran problemas serios y filosóficos, amenizando esas reuniones charlando con gran conocimiento de causa sobre cualquier otro tema trivial.

Por nuestra parte, en cuestiones de comida el peruano no tiene a priori, sino puro a posteriori. Quintiliano ya había dicho: “No vivo para comer, como para vivir”. Sin embargo, entre los peruanos, como siempre, la ley de la naturaleza y de la historia sigue su propio curso, y en nuestro solar llevamos perpetuamente la garganta seca y el buche vacío. Si hasta se dice que el Santo Oficio criollo, a nadie penitenciaba sin antes haber merendado como Dios manda. Devorar, engullir, consumir, sin abalorios ni pergaminos, es el santo y seña que desde hogaño sermonea nuestra ventral constitución a posteriori.

Kant preocupado por las acusaciones de idealismo emprenderá correcciones en el criticismo teórico. La síntesis, la imaginación y la apercepción queda reemplazada por el principio objetivante del juicio, donde las categorías son funciones del acto judicativo (la primera edición de la Crítica de la Razón Pura fue en 1781, la segunda fue en 1787). En 1787 con la Crítica de la Razón Práctica (CRPr) y en 1790 con la Crítica del Juicio (CJ) se examina la razón pura en todos los órdenes del conocimiento a priori, donde se reconoce el substrato suprasensible del orden fenoménico.

En sus comidas todo se hallaba concienzudamente calculado de antemano para la armonía de los comensales, los platos, las invitaciones, la conversación. Pero es que el pensador del imperativo categórico dejó también escrito que “el acto de vivir bien que mejor parece concordar con la verdadera humanidad es una buena comida en buena compañía” (Antropología, 1798).

No hay duda de que la comida peruana ofrece una variedad de platillos asombrosa, cada una tan propia y deleitosa que el comensal no sabe por dónde iniciar ni por cuál acabar. Con razón ha sido calificada como una de las mejores del mundo por su originalidad, aroma y sabor. Sólo que es indigesta, por ser un petardo de carbohidratos, causa dolores de tripa y resulta poco saludable para el que sufre de gula. Aunque sí creo que el joven escritor Iván Tahys tiene razón en que resulta un grave defecto si nuestra gastronomía es la única manera de identificarnos. No hay que ser muy avisado para darse cuenta de que los intelectuales lejos de convertirse en enemigos anacoretas de la olla y arremeter contra estofados, ceviches y escabeches, cumplen mejor faena que Manolete cuando contribuyen a espiritualizar el sano alimento. No hace falta ser estadístico ni dietista para advertir que poco sentido tiene tanto bombo gastronómico en un país con un 50% de la población mal alimentada y desnutrida, anémica y con déficit vitamínico, por vivir en condiciones de pobreza extrema. Ser grueso y gordo no significa estar bien alimentado y eso está muy generalizado entre los peruanos. Las cifras oficiales están a la vista. Un 50% de escolares y madres gestantes sufren de anemia. De modo que un intelectual tiene mucho que decir, en este sentido, sobre el boom gastronómico en un país con pobreza y desnutrición; en vez de emprendérselas frustradamente contra el divino alimento. Kant no cede ante el escepticismo humeano ni ante el racionalismo wolfiano, pero los ataques demoledores de los criticistas heterodoxos (Reinhold, Beck, Fichte), así como del naciente idealismo romántico hacen que Kant evolucione hacia una idealización creciente al estilo del idealismo romántico fichteano. Su inacabado y heterogéneo Opus Postumum así lo testimonia. Ya Félix Duque ha insistido que esos textos más desparramados que un rosario, representan una revisión de los pilares de su filosofía trascendental: el estatuto del espacio y el tiempo, la autoafección y autoposición del sujeto y la consideración de la cosa en sí de dabile a cogitabile. En buena cuenta, lo que Kant reivindica en el OP es que el sujeto sólo conoce lo que ha hecho él mismo, la experiencia es una construcción de la razón. Justo lo que acontece en la cocina: probamos lo que hemos combinado en el bendito platillo.

Vleeschauwer (La evolución del pensamiento kantiano, UNAM, 1962, p. 181) tenía razón al sostener que en esta obra la función cognoscitiva no sólo se extiende a la forma general del objeto, sino también a las formas más particulares y determinadas de los objetos conocidos. Es decir, la razón ahora construye también la esencia material del objeto. Todo un exceso en la línea del idealismo subjetivo. El acceso a lo suprasensible se da por fin pero no a través de un retroceso hacia la metafísica dogmática, sino, por una asunción del idealismo subjetivo, según la cual la materia, las cosas y el mundo son engendradas por el yo. A la luz de esto su última evolución es hacia el idealismo romántico, y no como dice Adickes que sólo en la terminología está unido a los apóstatas. Pues en el OP el yo es espontáneo absolutamente, y desplegando un aparato fichteano dirá Kant que en el acto del yo se genera el espacio-tiempo. El yo pone todo el contenido de la experiencia interna y externa. Si la CRP no tiene una teoría de lo trascendente el OP sí lo tiene, sólo la materia queda fuera del espíritu, es un dato inasimilable o está referida a un mundo trascendente. Una misma cosa son la cosa en sí y el fenómeno. Simplemente son dos maneras de representar el objeto. Fueron las críticas por parte del idealismo romántico las que hacen que Kant se vea impulsado a apartarse de la cosa en sí como noúmeno y asumirla, más bien, como un cogitabile antes que un dabile.

Kant era disciplinado y riguroso, pero conocía que el azar y el desorden eran inevitables, aunque corregibles. Cierta vez en clase no podía concentrarse porque un alumno tenía el botón de su chaqueta por caerse, y no aguantando más le dijo: “Por favor, retírese y vuelva con ese botón bien puesto”. Así era Kant, necesitaba el orden interno y externo para su concentración. Cuentan sus biógrafos que Kant se cambió varias veces de domicilio debido a que no toleraba la perturbación de su meditación por las campanas de la Iglesia, la música del vecino e incluso un molesto árbol que tapaba su ventana. La regularidad no era anecdótica en él sino rasgo esencial de su carácter flemático apegado a la norma y a la costumbre. Norma y costumbre que imponía a sus comensales en todas sus comidas

Se cuenta que en la Batalla de Ayacucho bastaron sesenta minutos para consumar la Independencia de América. Cree Usted, acaso, que deba ser menos el tiempo que el peruano dedica a la comida. De ninguna manera. Ya decía Francisco de Quevedo: el rico come, el pobre se alimenta. Pero en la tierra de los incas sucede al revés: el rico se alimenta y el pobre come. Efectivamente, llevamos un hambre de siglos y una sed de milenios. Jugarse aquí con la comida es peor que quitarle a un can su hueso. En este serio sacerdocio nacional estaría pensando Manuel González Prada cuando escribió en Horas de Lucha su artículo “Come y calla”. “Se me calienta la chicha y te fusilo sin misericordia”, se decía en los tiempos de anarquía de 1835.

Ahora, con la moda de la democracia, andamos más apaciguados y en vez de metáforas necrófilas con la comida, preferimos las metáforas estéticas: hermoso, exquisito, bello, sublime, hasta divino (a lo que ha decaído el Santo Cielo al verse representado por un platillo nacional), y adjetivos por el estilo. La verdad es que la gastronomía peruana se remonta a tiempos precolombinos y, para rabia de indigenistas afiebrados, ha sido enriquecida con el mestizaje cultural (español, morisco, africana, subsahariana, francesa, china, japonesa e italiana). Nos gusta asimilar el acervo cultural culinario de otros rincones del mundo. Ah sí, en cuestiones de comida nadie aquí critica el anatopismo, al contrario, es bienvenido. Ni el filósofo peruanista y católico Víctor Andrés Belaunde, cuyo buen apetito era bien conocido, se hubiese quejado.                                 

Se puede definir estéticamente a Kant como caracterizado por un entusiasmo sublime, porque su carácter es una tensión de las fuerzas por ideas que dan al espíritu una impulsión que opera mucho más fuerte y duraderamente que el esfuerzo por medio de representaciones sensibles. Si la emoción es ciega en la elección de su fin, en cambio, el espíritu que con entusiasmo sigue enérgicamente sus principios inmutables es sublime. Así era Kant, sublime, de espíritu noble y digno de admiración. Nada más alejado de la verdad que imaginar a un Kant arisco y misántropo. Kant era todo lo contrario: sociable, de finos modales y buen conversador.

En su Crítica del Juicio distingue con precisión el Arte agradable del Arte bello. Arte agradable corresponde al que tiene por fin el goce: conversaciones entretenidas de sobremesa y juegos. Mientras que el Arte bello es la obra con una finalidad sin fin y que fomenta la cultura del espíritu. Kant apreció mucho el Arte agradable, pero se apartó de ello ante la titánica tarea de desarrollar su sistema trascendental. Y lo cumplió. Sólo mantuvo comidas en su casa con un número bien determinado de amigos y todo siempre cuidadosamente organizado.

Su gusto por las charlas intrascendentes, pero nunca vulgares, su exactitud en los paseos, el número de comensales y su elección del buen vino, nos revela armoniosamente cómo hasta en los caracteres más reflexivos, exactos y precisos del hombre de principios, está presente el buen gusto, el carácter animoso y el sentido de humor. Kant como flemático puro, era calmo, reposado, puntual, frío y preciso, con tendencias a las manías, automatismo e inflexibilidad -según algunos testimonios de Borowski, Jachmann y Wasianski- pero felizmente su vida tranquila conservó en él sus mejores características.

Entonces y ante todo lo anterior nos preguntamos: ¿clasificó Kant, como buen comensal, la culinaria como un arte? Cuando Kant presenta en su Crítica del Juicio su división de las bellas artes toma en cuenta la comunicación de conceptos y sensaciones. Así se tiene: Artes de la Palabra (Oratoria y Poesía). Artes de la forma (Plástica y Pintura). Y Artes del bello juego de las sensaciones (Música y arte de los colores o pintura). No toma en cuenta el arte de los sabores, el arte culinario, es decir, la cocina. Aquí hay un misterio. Cómo pudo descuidarlo una mente tan analítica y que tanto gozaba de una buena mesa. ¿No hay espacio, acaso, en Kant para el arte culinario?

Para Kant Arte Bello es aquello que es conforme a la contemplación, brinda placer cultural y dispone el espíritu a las ideas. En cambio, el Arte Agradable es aquello que es conforme al juego de las sensaciones, es materia de la sensación, trata solamente del goce y no deja nada en la idea. Es por ello que Kant no incluye a la culinaria como Arte Bello, pero sí deja espacio para incluirlo como Arte Agradable. En otras palabras, la culinaria corresponde al Arte Agradable y no al Arte Bello porque pertenece al mero goce sensorial, sin contemplación y genio, sino solamente ingenio. Claro, lo que sucede es que ahora, en plena decadencia cultural, las cosas andan mezcladas y confusas. Pero así no era al principio de la modernidad. No siempre la antropologización del mundo ha significado inmanentismo y declive cultural. Por lo demás, desde que irrumpe el espíritu en la historia con la simple industria lítica y la percepción de lo numinoso, comienza la antropologización en la cultura. Prácticamente, cultura es antropologización del mundo. Pero el Renacimiento del cuatrocientos, a diferencia del trescientos, es una acentuación especial del sentimiento de humanidad en tensión con lo divino. Ese renacimiento del cosmos en torno al hombre se deja apreciar en las obras de un Leonardo, Durero, Miguel Ángel, Tiziano, Rubens, Rembrandt, Petrarca, Shakespeare. El impacto sobre el pensamiento de la revolución científica en el dieciséis y diecisiete será decisivo para la entronización sui generis del antropologismo moderno. Y la revolución copernicana de Kant con su principio “el ser es posición”, cerrará y abrirá la primera y segunda etapa de la modernidad, donde el hombre dicta el ser a las cosas. La Naturaleza, como región del ser que nos obedece, no podía ser nuestro Dios. Ello aunado al triunfo del positivismo materialista y ateo, llevaría a la consolidación del hombre deus o deus in terris. Lo que llevará al paroxismo de la voluntad de poderío con Nietzsche. Lo que vendrá después, con el influjo mucho mayor del progreso científico-técnico, será la deshumanización del hombre y la destrucción de la naturaleza por abusar el mismo hombre de su desmesurado poder. Ahora, en el final de la cultura burguesa, el hombre siente que rige la Creación. Pero lo que todavía no entiende es que su enorme poder sobre la Naturaleza la tiene que compartir con el Creador. De aquí a especular sobre un universo de origen cuántico, sin Dios y autogenerado –como lo hace S. Hawking- no hay más que pequeño paso. En ese desorbitamiento de la razón moderna, que se puede caracterizar como abuso orgiástico de los misterios de la Naturaleza, no es extraño pensar que esa iniquidad descarriada del poder humano se relacione con el otorgamiento de doctorados Honoris Causa a los cocineros del buen puchero nacional.

Esto de que no hay genio en la culinaria sino tan sólo ingenio, quizá pueda molestar a algunos cocineros peruanos que han sido altamente distinguidos por varias universidades peruanas – ¡tenía que ser! - con sendos doctorados Honoris Causa y se han creído el cuento de que hay genio en la culinaria. Ahora se entiende por qué actualmente hay más de ochenta mil jóvenes estudiando gastronomía. No creo que la gastronomía sea una actividad innoble, sino todo lo contrario, pero de ahí a conferirle un doctorado, entonces me hace pensar en los buenos jardineros, zapateros, carpinteros, domadores de fieras, magos, ¡hasta rectores universitarios que saben eternizarse en el cargo!, entre otros. ¡Acaso, no se merecen un doctorado honoris causa! Pues, no. Obviamente que en el mundo de los ciegos el tuerto es rey. Y así acontece en la actualidad, especialmente en el Perú, porque –y en esto, solamente, tiene razón nuestro Nobel Mario Vargas Llosa- ya no hay alta cultura y al chusco espectáculo o al entretenimiento beodo se le denomina cultura. En un mundo frivolizado no es raro, entonces, que esto suceda. El arte bello, dice Kant, es producto del genio. El arte agradable es producto del ingenio. O sea, en un sentido absolutamente objetivo y nada peyorativo, en la cocina no hay genios, sino ingenios. Primero, porque la culinaria es un arte agradable al goce de los sentidos, en este caso los del paladar, y no a la imaginación y contemplación como el arte bello. Segundo, porque actúa sobre el sentido más sensorial y menos intelectivo, el de los sabores. Y tercero, porque está dirigido al goce corporal y no al goce espiritual. Si el genio es un don natural de un sujeto en el libre uso de sus facultades de conocer, el ingenio es un don natural en el libre uso de sus facultades de sentir (sabores y olores, por ejemplo). El genio tiene gusto espiritual, el ingenio gusto sensorial. El genio rompe la norma, el ingenio la sigue.

En este sentido, admito que mi abuelita trujillana tenía mucho ingenio en su proverbial y colorida repostería norteña. Lo que sucede es que actualmente el peruano favorecido por el crecimiento económico tiene más desarrollado el vientre que las comunicaciones neuronales. Hechizados por la fantasía mercadólatra posmoderna y la sociedad de la sensación andamos urgidos de una revolución somatotónica que nos reviva hacia lo cerebrotónico. Lo cual a la vecina le suena siempre a cocinería y a caldo de cabeza de pescado. No, no. Lo que nos hace falta es labrar nuestro espíritu, nuestro ideal, nuestra razón. Y el alimento del alma lo hemos olvidado por el alimento del cuerpo. Se nos engrosa la epidermis, pero se nos enflaquece el bulbo encéfalo raquídeo. No nos hacen falta más platillos culinarios, nos hacen falta ideas, pensadores. Nos sobran ingeniosos chefs y chefsitos, pero tenemos un atroz déficit de genios. Nuestra identidad neurótica ha variado: la fracasofilia y exitofobia ya no es material sino espiritual. A Kant le repele todo aquello con visos de pompa, no tenía manía de honores. Por eso prefiere las artes que hablan en silencio a los ojos o el arte por la forma (pintura, escultura, arquitectura) o por la palabra (como la Poesía, pero no la Oratoria, porque la ve como arte insidioso que mueve a los hombres como máquinas), porque elevan desde los sentidos hasta las ideas. En cambio, las artes que hablan por el sonido (música) o los olores (perfumería y cocina) tienen cierta falta de urbanidad, son invasivas y perjudican la libertad porque su sonido y olor invaden la libertad ajena contra la voluntad. Entonces ¿cómo sería un restaurante kantiano? con mucha ventilación, para evitar que los comensales se perjudiquen con los olores de los otros platillos. Con hermosas pinturas de los grandes maestros. Nada de televisores, ni música estridente. Y con mucho espacio entre mesa y mesa. ¡Qué gran diferencia con los restoranes incluso de lujo de hoy en día!

Finalmente, Kant era un gran degustador de platillos, y nadie como él reflexionó sobre lo atinado que era decir de una buena comida que era “agradable” en vez de decir “excelente”, “sublime” o “bello”. Lo excelente es una virtud moral, lo sublime es un sentimiento de lo inmensamente poderoso y lo bello es un sentimiento estético. En cambio, lo agradable es un sentimiento asociado al goce de los sentidos que corresponde a la culinaria entendida dentro de las artes agradables. Otras artes agradables son: la música, la buena conversación, el sentido de humor y los juegos. Con mucha gracia Kant llama mentecatos –como aquellos doctorados honoris causa- tanto al genio sin gusto, al gusto sin genio y al que quiere distinguirse sin espíritu. Sin embargo, es muy común exclamar después de degustar una agradable comida: “magnífico”, “soberbio”, “estupendo”, etc. Y es que, según Kant, el Juicio estético enseña a encontrar en lo sensible y en el arte de lo agradable, satisfacciones no sensibles. Y eso lo hace por medio de la analogía. Así que no nos cohibamos para decir que el rocoto relleno, la papa rellena o el lomo saltado, tiene un aspecto alegre y risueño, junto con una fragancia soberbia, amén de un sabor tierno e inocente. Pero el Juicio estético no es un Juicio determinante, sino un Juicio reflexionante. Esa diferencia entre Juicio determinante y Juicio reflexionante es un nuevo descubrimiento que aporta la Crítica del Juicio -aunque para Hegel la tercera crítica no aporta nada nuevo-. Un juicio determinante es aquella que se formula al juzgar un objeto a partir de algo conocido previamente, conocimiento propio de cada sujeto. Un juicio reflexionante es aquella actividad que consiste en reflexionar ante un fenómeno dado. El juicio reflexionante no tiene un conocimiento previo, requiere de presteza mental para precisar el fenómeno, recurriendo a la creación de ideas y expectativas individuales. Ahora dentro del juicio reflexionante Kant realiza otra división: distingue el “juicio teleológico” y el “juicio estético”. Mientras el "juicio teleológico" tienen una finalidad de reflexión sobre la naturaleza, para buscar una ley dentro de la libertad de la propia naturaleza; el “juicio estético” no tiene finalidad específica, simplemente crea en el sujeto sensaciones con sólo su mera presencia, creando nuevas maneras de relacionarse con el objeto. Dentro del “juicio estético” aparece “lo bello” y “lo sublime”. Y en definitiva qué sería un juicio gastronómico. Me inclino a pensar que sería un hibrido propio de las artes agradables, o sea un juicio reflexionante estético, porque en la culinaria se busca crear nuevas maneras de relacionarse con el objeto; y un juicio determinante porque se juzga a un objeto a partir de algo conocido. Lo agradable es un sentimiento asociado al goce de los sentidos que corresponde a la culinaria entendida dentro de las artes agradables, las cuales en sus juicios implican un hibrido entre lo determinante y lo reflexionante.

Que la gastronomía contenga una experiencia estética es incuestionable, porque no llegamos a ningún concepto particular, lo único que se persigue es el placer degustativo sensible, la actitud no es dominadora, sino que dejamos al ser del objeto en su singularidad y nos mantenemos en el libre juego de la síntesis imaginativa, dentro de la recreación en un placer donde se contempla el sabor. En la culinaria no hay finalidad objetiva formal, sino finalidad objetiva real o material. Mientras el juicio teleológico pertenece a la parte teórica de la filosofía, el juicio estético es propio de su parte práctico-contemplativa. En la culinaria hay autonomía configuradora, pero se trata de finalidades externas –como en la industria humana- y no de finalidades internas. La causa final de un delicioso platillo ha de provenir de fuera, del chef. Su todo orgánico finito organizado en un cuerpo proviene de una acción teleológica externa. No es como la naturaleza que tiene su realidad a partir de sí misma (Schelling, Prigogine). O sea, en su preparación hay juicio teleológico, en su degustación hay juicio estético, y en su apreciación hay un juicio determinante. La idea de fin natural no funciona como principio del entendimiento, simplemente es una máxima para el Juicio, luego algo regulativo. Las ideas de razón sólo tienen uso regulativo, en cambio las categorías del entendimiento se utilizan en juicios determinantes. Para Kant el telos implica esencialmente conciencia, para Aristóteles no. Mientras que la ciencia moderna tiende a eliminar el finalismo por la teleonomía o autoorganización. La desmesurada importancia cultural que ha cobrado la gastronomía en el mundo también se relaciona con el hecho de que el hombre actual se ha vuelto más cosmopolita en un mundo globalizado. Al hacerse el mundo más flexible, móvil y dinámico el hombre se volvió más nómade. Con ello la comida cobró una importancia especial. La industria del turismo lo sabe bastante bien, el alimento es un elemento de atracción inevitable en dicha industria sin chimeneas. Y no sólo viajan los ricos, también lo hacen los pobres, como trabajadores inmigrantes en condiciones de subempleo y explotación salarial. Con ellos viajan las comidas de los diversos países por todo el mundo. Pero hay un fenómeno curioso en la gastronomía, en la culinaria nacional se integran al mundo manteniendo su identidad. Es como si en la comida se cobijara el último reducto más simple de identidad nacional, a pesar de su gran movilidad transfronteriza. Y es que n la comida encuentra el ingenio humano su más sencillo deleite.

También la desmesurada importancia gastronómica es inversamente proporcional a la decadencia de la alta cultura. La extensa e intensa satisfacción de los sentidos, sin contrapeso espiritual, que encuentra su lugar en el hedonismo de la modernidad tardía, sería para Kant un signo profundo de deterioro cultural. El marxismo solía señalar que los tiempos de la Ilustración representaban el momento heroico de la burguesía en ascenso. Pero los tiempos actuales encarnan la hora de una burguesía muelle, flácida, decadente y sin ideales. El culto al cuerpo y al estómago es otro indicio del imperio innegable del hedonista inmanentismo finisecular. Y es que en la hora de decadencia civilizatoria a la humanidad se le agranda el vientre y se le achica el espíritu. A pesar de ello, hay que desear un ¡bon appétit!

CONCLUSION

 

 

Ante el ocaso de la modernidad hay que plasmar una nueva actitud anímico-espiritual en el hombre para poder realizar un cambio de estructuras. Sin esta metanoia se retornaría al Holocausto del fascismo, a la violencia del comunismo, y a la manipulación descarada de la conciencia del capitalismo.

La hora de la historia ha puesto al hombre en una encrucijada tal que ya no es posible volver a la renuncia del dominio sobre el mundo. No se trata de incentivar la tecnofobia, ni soñar con regresar a la mítica Edad de Oro de la unión impoluta con la naturaleza. La historia no admite retrocesos. De lo que se trata es que el cambio profundo del hombre implica el dominio sobre nosotros mismos y sobre nuestro inmenso poder. Es decir, la Modernidad no arribó a la historia para ser borrada, sino para quedarse, dejando su legado a la nueva edad que pueda ser capaz de dominar el inmenso poder que tiene el hombre. Por ello, no resulta válido el llamado a retornar a una nueva Edad Media. La modernidad es la antropologización total del cosmos, porque ve a la Naturaleza poseída y tecnificada ascender hacia lo humano. Pero este antropologismo total señala la crisis y el fracaso de la religión natural. El señorío humano del mundo sólo tiene porvenir colaborando con el Dios creador. La modernidad es el innegable “crecimiento” de la Humanidad, pero ahora su problema constituye cómo manejar dicha madurez interior. La modernidad es crecimiento del espíritu de la Humanidad, pero lo que lo enferma es que en dicho crecimiento esté ausente Dios.

Pero en Kant no está ausente Dios, está presente pero como ideal de la razón. Esto es, que Dios, alma y mundo, no cumplen con los modos de ser de la objetividad teórica. En la ética es tan solo un postulado moral. Y en la teleología es lo que permite postular un Dios como creador inteligente, nexus finalis o autor del mundo. Este paso constante en el pensamiento kantiano desde la categoría de substancia a la categoría de relación es la causa de las mayores dificultades en su doctrina. Para Cassirer no hay duda que Kant reemplaza el pensar substancial por el pensar funcional. Pero si la cosa fuese así de tajante y sencillo no se habrían producido tantas dificultades en los epígonos postkantianos, ni los respectivos desarrollos del idealismo alemán. Ciertamente que, la forma de los objetos empíricos es puesta por el sujeto e ideal, más no su materialidad. Para que las categorías y demás formas de la subjetividad tengan realidad empírica han de responder positivamente a los objetos.  O sea, la categoría de substancia es subsumida a la categoría de relación, pero no puede ser eliminada y permanece como una realitas propia. Y es que todas las dificultades del planteamiento crítico surgen porque en Kant se da una fuerte tendencia idealista subjetiva, a su pesar, a reducir el ser de la realidad por el ser del conocimiento.

Kant se defiende de las acusaciones de idealismo subjetivo de sus detractores, afirmando que el tema de la filosofía trascendental no es la verdad sino la objetividad. Pero las implicancias ontológicas de su planeamiento gnoseológico llevan constantemente a la filosofía crítica a verse como una variante del idealismo subjetivo. La objetividad del conocimiento no es la realidad, pero la determina en su forma, más no en su materia. Qué es lo que sea la realidad como materia, permanece como una incógnita irreducible. La reflexión teórica trascendental no quiere verse como tratando con meras idealidades, sino con realidades empíricas. A su parecer es la metafísica dogmática la que trata con meras idealidades. Pero el reconocimiento de la materialidad del objeto por la actividad de la subjetividad es ya una actividad real. No obstante, Kant cumple con un buen desarrollo de la forma del fenómeno, pero no de la materialidad del mismo. Es por ello que en las “Anticipaciones de la percepción” se enreda con el paradigma precrítico, sosteniendo que el objeto “afecta” al sujeto y le produce una sensación. En efecto, el primer fundamento del idealismo trascendental es la subjetividad trascendental como autoconciencia y autoposición de lo real. Pero se encuentra limitado por lo en sí del mundo, por la cosa en sí, con organización teleológica propia, que siempre es dado y nunca puesto por el sujeto. Recordemos que en Kant la religión no funda la moralidad, sino que la moral funda la religión. El hombre ha de sostenerse a sí mismo en su existencia moral. La ética se ha secularizado y no necesita de premios o castigos en el más allá. Su dignidad como ser racional y libre se lo abre la posibilidad, pero no la certeza, en un alma inmortal y en un Dios eterno. Resulta paradójico que la decisión de asumir la libertad y la responsabilidad autónoma requiera de la posibilidad de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma. Pero la fe racionalista kantiana admite estas creencias sólo como postulados e ideas regulativas de la razón práctica. Su ética no necesitaba para nada la inmortalidad y a Dios, e ingresan de contrabando en su sistema ético. Kant lo trata de justificar argumentando que el imperativo categórico permitía la posibilidad de una causa no causada. Pero eso es, sólo una posibilidad. Dios y la inmortalidad reducidos a mera posibilidad contribuyó a vaciar la espiritualidad del hombre moderno y a fortalecer el ateísmo imperante después de Hegel.

Es decir, el ser del conocimiento es un conjunto de relaciones determinadas por el sujeto, mas no sucede lo mismo con el ser de la realidad. Pero en el criticismo realidad del mundo sucumbe por el interés pragmático de la subjetividad. Y al sucumbir ha sucumbido el hombre mismo. Revertir esta situación exige un realismo metafísico que permita al hombre conciliar su libertad finita con la libertad infinita del Creador. Por ello, sin respeto a la esencia del ente no hay senda moralizante posible, ni contacto con la verdad, ni sentido de la vida. El mundo no tiene que acomodarse al marco trascendental de la subjetividad. Por lo demás, para Kant la subjetividad cognoscente sólo construye la idealidad de la realidad del mundo, más no su materialidad. Por consiguiente, es necesario ir más hondo, volver a despertar la profundidad del hombre, para que recobre el diálogo interior, la concentración y abra su corazón. La modernidad ha promocionado la hegemonía del temperamento somatotónico sobre el cerebrotónico. Pero no hay manera de redimir el espíritu sin librarse de la prisa. Sólo con actitud contemplativa es posible responder ante los acuciantes poderes del mundo circundante. Recién, entonces, la contemplación se da cuenta de la esencia de las cosas y de cómo se ha violentado a éstas provocando catástrofes. La realidad hay que manejarla ciertamente, pero con responsabilidad, justicia y caridad. O sea, según exige su propia esencia. Sólo así son recuperables los valores absolutos y la misma verdad. En el silencio, el ocio, y el culto, subyace la recuperación del sentido del mundo, más no en el frenesí de la voluntad descarriada del actual hombre antropológico sin Dios.

El hombre pone el ser a las cosas como fenómenos. La idea del hombre como sujeto activo del cosmos que sólo conoce los fenómenos y no las cosas en sí, se traduce en la idea de Libertad. Ese fue el legado kantiano conocido como giro copernicano. Con ello partió el mundo filosófico en dos. Por un lado, Platón con las esencias trascendentes, y Aristóteles con las esencias inmanentes. Y por otro, Kant con el ser racional autónomo y libre como fundamento del mundo. Su racionalismo crítico sistematizó el espíritu autárquico de la modernidad. La gran paradoja es que el hombre no se suele comportar de modo racional ni ético, y las guerras mundiales y otras catástrofes hacen meditar hacia dónde ha ido a parar el gran legado kantiano. El hombre como centro activo del cosmos señala una responsabilidad moral tan elevada como incumplida. La desmitificación fenoménica del mundo junto al énfasis en una ética del deber inmanente, ha desembocado en los caminos extraños del endiosamiento nihilista y prometeico del hombre. El concepto de autonomía del espíritu que se dicta su propia ley hace que la idea de la Libertad sea el punto inicial y final de su filosofía. Pero el hombre moderno fracasa con tanto poder en sus manos, se muestra como una amenaza. La libertad humana es incapaz de regirse por la Razón. Kant se olvidó del amor y de lo espiritual, el hombre también es capaz de hacer el bien por amor y de sentir a Dios en su corazón. Rousseau vio más profundamente la naturaleza humana al percatarse de la importancia de los sentimientos y del corazón. Meditar desde la cumbre kantiana es urgente ante los peligros hedonistas, narcisistas y nihilistas del endiosamiento humano en que ha desembocado la actual civilización atea.

Bibliografía

 

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Yuval Noah Harari, Homo deus, Debate, 2016

4. Complementarios

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Gloria Hinostroza Clausen de Molina, La cocina del Perú, Planeta, Lima, 2018.

Mariano Valderrama, El Reino del Loche. La comida lambayecana, USMP, Lima, 2013.

Noëlle Chatelet, La aventura de comer, Lluvia editores, Lima 1998.

Rosario Olivas Weston, La cocina de los Incas, USMP, Lima, 2015.

Roxana Belaunde y Marina García Burgos. Peruanos nuevos, grandes chefs, Aguilar, 2015.

Sara Beatriz Guardia, La quinua. Alimento de las culturas andinas, USMP, Lima, 2013.

Sara Beatriz Guardia, La flor morada de los Andes. USMP, Lima, 2007.

Sara Beatriz Guardia, Cocina Peruana. Historia, cultura y sabores, USMP, Lima, 2016.

Sara Beatriz Guardia, Una fiesta del sabor. El Perú y sus comidas, USMP. Lima, 2002.

 

 

 

SEGUNDO ACTO

 

HEGEL

Y EL DELIRIO PROMETEICO

DE LA MODERNIDAD

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

P R Ó L O G O

 

 

 

¿Qué queda de su pensamiento a 250 años de su nacimiento y 189 años de su muerte? ¿Su fantasma recorre nuestro tiempo? Todavía recordamos cómo la conmoción de la Primera Guerra Mundial revivió al neotomismo y junto a este al hegelianismo. Se reivindicó al joven Hegel y su orientación existencial.

La Fenomenología fue subestimada, pero volvió por sus fueros tras el cambio de época que representó la caída del socialismo soviético y el triunfo de la globalización neoliberal. Con Francis Fukuyama el capitalismo se proclamaba la culminación de la historia y del Estado universal. Más, con la crisis de hegemonía, la decadencia de Occidente, la crisis ecológica y la aparición de nuevos centros de poder mundial, la Fenomenología vuelve a ser reenfocada como el estudio del espíritu humano en su desarrollo. Pero ahora es la Lógica la que mortalmente resucita de su olvido, porque se ve con más claridad que el talón de Aquiles de todo su sistema es lo nos amenaza en el mundo actual.

Lo Absoluto como inmanencia y ésta como dialéctica no se sostiene más. El endiosamiento del hombre y la negación de la trascendencia divina llevaron directamente hacia la decadencia de una civilización descreída, sin valores superiores y en peligro mortal de fenecer. El Dios hegeliano es un Absoluto que se despliega en lo inmanente temporal. Por ello, es un naturalismo panteísta. La negación de la religión trascendente como racionalidad no-instrumental resultó ser más nefasto para la presente civilización al sobrevivir tan solo lo temporal, el devenir universal, un dios inconsciente que deviene. Al final un maremágnum de ciencia y tecnología nos asfixia en un gravísimo déficit de sentido moral. La filosofía hegeliana es la expresión más genuina del delirio prometeico de la modernidad. Una humanidad que conquista el mundo pero que se pierde a sí misma, no es una humanidad con porvenir. El hombre de nuestro tiempo se ha temporalizado a tal extremo, corre tan deprisa, que no tiene tiempo de estructurar su propia persona y con ello cae en la anomia más brutal, espantosa y disolvente. El neobrutalismo impera. No hay duda que “la muerte del hombre es una realidad” y dejó de ser un mero lema filosófico. Hegel pertenece a la mascarada romántica de una modernidad enferma y finisecular.

Pero hay algo que además hay que resaltar en Hegel gracias a las investigaciones de D´Hondt, y es que no un reaccionario político. Para Jacques D´Hondt Hegel no puede ser comprendido al margen de su contexto histórico concreto. El mismo que está circunscripto por tres situaciones específicas: la crisis del absolutismo, las guerras napoleónicas, y las revoluciones burguesas. Cosa parecida ocurre con la filosofía en el momento presente, que no puede ser entendida sin considerar: la crisis del Hegemón norteamericano con el mundo unipolar, la guerra en Ucrania, y el surgimiento del nuevo orden mundial multipolar. Lo que significa que filósofo que no se plante frente a la hora de su tiempo, como lo hizo Hegel, sencillamente está fuera de la historia. Hegel no reconoce ni a la familia, la escuela, o a la pequeña patria el haberse hecho filósofo. Para él siempre se trató de un ascenso del pensamiento y la conciencia desde la certeza sensible hacia el saber absoluto. Pero, sin duda, el despotismo reinante en Suabia, la Revolución francesa y el deseo de ver la unificación alemana por Prusia influyeron en su reflexión. D´Hondt nos recuerda que siempre el gobierno prusiano vio a los hegelianos como subversivos, y por ello nombró en la Universidad de Berlín a su enemigo declarado para combatirlo: Schelling, pero sin resultados. Hegel. El último filósofo que explicó la totalidad (1998) es el libro de D´Hondt (1920-2012) -profesor honorario de la Universidad de Poitiers y perteneció al comité de dirección de la Hegel-Vereinigung- que tiene muchos méritos. Pero quizá el principal sea -basándose incluso en los archivos de la policía prusiana- el de hacer trizas la imagen consagrada por la crítica y los historiadores de que Hegel era el filósofo del absolutismo estatal prusiano. Hegel sentía gran entusiasmo por la Revolución francesa, pero a diferencia del tono moral kantiano para él se trataba de la reconciliación de lo divino con el mundo. Nada menos cierto. A la luz de la nueva documentación desmiente la imagen consagrada por Rosenkranz, Kuno Fischer, y Dilthey. Los cuales tampoco mencionaron la existencia del hijo ilegítimo Louis, el cual no hizo feliz a su padre, a pesar de que Hegel lo reconoció, y al final -revela D´Hondt- amargó la vida del filósofo, muriendo a los 24 años como soldado sin pena ni gloria. Demuestra, en consecuencia, que coexiste en Hegel una imagen pública conservadora y otra imagen clandestina-privada revolucionaria. Ayudó a sus amigos perseguidos políticos. El caso Víctor Cousin es paradigmático, y si Hegel salió bien librado fue gracias a sus buenas relaciones con las altas esferas (el reformista tímido de Hardenberg, el ministro de cultura Altenstein, el director de enseñanza superior Schulze). Nunca se acogió a la protección del rey, la corte o los nobles, sino de burócratas funcionarios que cumplían honradamente un papel progresista. Hegel siempre fue un simple plebeyo. No era solvente, ni tuvo criados como Descartes. Y su doble lenguaje estuvo condicionado por vivir bajo una época de opresión. Ningún otro gran filósofo antes de Hegel mostró compromiso con los perseguidos políticos. Hegel era vigilado por la policía prusiana y es mencionado reiteradamente en sus archivos. Pero la policía prusiana sí pudo encarnizarse con los ayudantes de Hegel (Carové y otros). Por eso D´Hondt admite que Hegel no es un personaje fácil de abarcar por sus facetas contradictorias. Su imagen pública no coincide con la clandestina vida secreta que llevaba. D´Hondt también es el primero en investigar la masonería de Hegel, señalando que Fichte, Lessing y Goethe también era masones, debido a que representaba los más progresista de la época contra el despotismo monárquico.  No pasa desapercibido el hecho de que la correspondencia de Hegel ha llegado muy mutilada por motivos políticos. Su mujer e hijo destruyeron su correspondencia familiar, y la mantenida con Hölderlin y Schelling se conocen como las Cartas Suizas. Predominaba en ellas las palabras en clave (Iglesia, Invivible, Reino de Dios) para eludir la vigilancia policial, no ser objeto de represión ni encarcelamiento. El tono de las cartas es subversivo, pero se impone la prudencia. El filósofo de la contradicción encarnó la contradicción misma. Y mantuvo en lo secreto de sus clases su panteísmo, ateísmo, irreligiosidad, el rechazo de la creación, la Trinidad y la trascendencia de Dios. Esta duplicidad no era exclusiva de Hegel, sino de los tiempos de feroz represión monárquica restauradora. Pero era cierto que Hegel prefería el reformismo a la revolución. Pero Hegel admoniza en su último artículo sobre la política inglesa: "Si no se dan las reformas vendrá la Revolución". El artículo fue censurado por el rey Federico Guillermo III, porque muchas de sus críticas también se aplicaban a Prusia. Después de todo la vigilancia estrecha de Guillermo III a Hegel seguía la tradición familiar que anteriormente se había dado con Wolff bajo Federico Guillermo I, que lo expulsó de sus Estados bajo pena de horca; y con Kant bajo Federico Guillermo II, que le prohibió abordar cuestiones morales y religiosas. Hegel tuvo que convertirse en un maestro del disimulo, de las frases retorcidas y esotéricas para ocultarse y pasar desapercibido de la represión reinante. Ciertamente que el entusiasmo juvenil por el tiranicidio se fue moderando en la madurez, pero nunca dejó de traslucir posturas contra el absolutismo. Antes que monarquista Hegel no era cesarista. 

En una palabra, Hegel nunca fue el filósofo del absolutismo prusiano. D´Hondt logra su propósito de redescubrir a Hegel y restituir una imagen viva, inquietante y seductora.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1.       

LA LÓGICA DE HEGEL Y LA LOCURA

 DE LA MODERNIDAD

 

 

 

No hay duda que si un tipo se nos acerca para decirnos que es Jesucristo, le miramos para ver si no le giran los ojos y tomar las de Villadiego. No pocas veces se ha afirmado que Hegel estaba loco porque cree ser Dios. Y esta afirmación se la ha supuesto implícita en la Ciencia de la Lógica.

Pero Hegel no era un lunático común y corriente, es más, no era ningún lunático. Y esto nos lleva a preguntar, más bien, que si su filosofía del saber absoluto no se trató de algún tipo de locura cultural. A propósito, el profesor Vincent Descombes sostiene:

“La ciencia de la lógica de Hegel es un conjunto de enunciados divinos… Así, el “Soy Dios” implícito en la lógica hegeliana como en la ética de Spinoza, es un enunciado que se destruye a sí mismo, de la misma manera que la paradoja clásica del género “duermo”, “estoy muerto”, etc.…

Pero entonces Hegel cree ser Dios, y como es notorio no es Dios, y está loco. O bien Hegel se considera autor mortal, humano y su pretensión no es ya ser divino o eterno, sino llegar a serlo, en cuyo caso roza la locura” (Lo mismo y lo otro. Cuarenta y cinco años de filosofía francesa-1933-1978, pp. 68, 69, 70). Kojéve recuerda un episodio depresivo en la vida de Hegel entre los veinticinco y treinta años, donde al avanzar en la experiencia de ser Dios “creyó durante dos años volverse loco” (Intr. Hegel, p. 441). Incluso se asocia la lectura de Hegel con la imposibilidad de escribir de los literatos franceses Flaubert y la experiencia depresiva de Mallarmé. Bataille y Derrida también mencionan este momento de locura padecido por Hegel. La cuestión es que en Hegel sus libros imposibles aparecen a partir de los treinta y siete años –Fenomenología del Espíritu de 1807 abre la saga del saber absoluto-, o sea cuando ya había quedado muy atrás su crisis depresiva.

Pienso que este momento de locura que ha impresionado enormemente a los escritores franceses   rebasa   el ámbito individual de Hegel y atañe a la crisis del espíritu de endiosamiento humano de la modernidad misma. Es más, sostengo que la presente era sin Dios es de apoteosis protagórica del hombre como medida de todas las cosas, que en el fondo representa la invalidez del principio de no-contradicción y la defensa de un nihilismo total donde todo puede ser verdad. Este nominalismo donde sólo lo individual es lo real significa la negación de lo sustancial y la afirmación de lo accidental. Buscar a Dios en este contexto significa desbrozar la oscuridad nominalista, desmentir el uso pragmático del principio de no-contradicción y restablecer por sí su validez ontológica. Lo que me recuerda a mi amigo chamán-shipibo Iwo Nete al afirmar que en el origen del mundo moderno está un gran acto de magia negra.

Es decir, cuando una comunidad pierde sus vínculos con el mundo suprasensible no se puede vivir de manera legítima y equilibrada. Y precisamente esto es lo que sucede. El mundo moderno ha perdido el equilibrio en casi todos los planos y amenaza con su propio exterminio. Hoy la condición humana vive amenazada bajo la bestialidad y el caos -se impone la ideología de género, se presentan iniciativas legislativas para aprobar el incesto y la necrofilia-. Todo esto es parte de la desmalignización del mal y la malignización del bien. 

Dicho asalto a la razón fue excelentemente expuesto por Paul Hazard (La crisis de la conciencia europea) no tanto en lo que concierne a lo cronológico –ubica la crisis entre 1680 y 1715- sino en el diagnóstico –destrucción del fundamento trascendente el orden humano y natural-. La edificación de la autonomía del regnum hominis alcanza en Hegel su ápice, porque la dialéctica del espíritu encarna la elaboración de lo divino en la idealidad, no hay creatio ex nihilo, lo que hay es un Dios que hace su aparición cuando todo ya está hecho en la personificación de la humanidad. Este nuevo mesianismo laico e iconoclasta del monismo hegeliano no es la culminación de la secularización, por cuanto en Hegel por la praxis humana se alcanza la divinidad, pero en Marx la dialéctica del espíritu es sustituida por la dialéctica material. Aquí ya no es la razón humana la que es elevada a la condición absoluta de Dios sino la praxis, como actividad material humana que transforma la naturaleza y al hombre mismo. A partir de Marx el extravío de Dios es total y carece de sentido cualquier restauración del fundamento trascendente o divino del orden humano y natural. El deísmo de la Ilustración y el panteísmo hegeliano ceden su paso al ateísmo del racionalismo cientificista. La ciudad celeste de San Agustín ha sido demolida y el regnum hominis del deus in terris o reino humano del diosecillo terrestre empieza relegando los valores espirituales al reino inferior de las superestructuras para culminar en la posmodernidad en un nihilismo integral (metafísico, gnoseológico y moral), disolvente y anético. El hombre prometeico que con Hegel pretende encarnar la divinidad al final de la historia –y que ha muchos parece locura- ha derivado por su inexorable lógica interna en un desquiciamiento de la propia praxis humana sin Dios y sin valores superiores. Desde el bien intencionado Descartes que con la duda metódica buscaba verdades indubitables, desde Hume que con su estrecho empirismo exigía arrojar al fuego toda la metafísica, desde Kant con su doctrina de la impotencia de la razón negaba la explicación de lo eterno y divino, hasta Hegel que con la razón dialéctica describe un mundo que no es el Ser ni la Nada sino devenir y contradicción, se dibuja la línea fundamental del pensamiento moderno, a saber, la acentuación de la temporalidad y el rechazo rotundo de la eternidad.

Con esto no se intenta una estéril condena sino sopesar nuevamente si lo Absoluto es esencialmente resultado (Hegel, Marx), desarrollo del ser que se piensa a través de la conciencia y praxis humana. En el fondo se trata de lograr el conocimiento de la verdad, de decidir si la dialéctica es no sólo el alma de la ciencia sino del conocimiento mismo. El marxismo lo intentó, buscó desembarazarse del sistema y conservar el método. Engels sentenciaba: “Todo lo que existe merece perecer”, o sea no hay nada definitivo en los resultados del pensamiento y acción humana. Pero lo que vino después fue que el ideologismo, la escatología y la teodicea social, arruinó la pretendida asunción del método.

Pero hay algo más grave y serio aún. Y tiene que ver con el corazón mismo de la dialéctica, esto es, si el desarrollo, el movimiento, la contradicción, lo temporal, es lo único y verdaderamente existente. O sea, el problema de la dialéctica no sería su ideologización sino su absolutización ontológica. Aquí residiría la verdadera vesania del hombre moderno entregado al trasegar de un cambio sin descanso. Y en caso de ser cierto esto, un profundo error subyacería en el meollo de la presente locura de la modernidad imperante. En otras palabras, la distorsión de la doctrina del ser, la doctrina de la esencia, la doctrina del concepto y la doctrina de la praxis tendría su fundamento en el carácter temporalista y antimetafísico de la modernidad. Sólo el arraigado temporalismo del pensamiento moderno podía hacer posible el Dios hegeliano que se personifica en la humanidad. Y de aquí sólo hay un pequeño paso hacia el nihilismo integral.

Efectivamente. Si lo Absoluto sin contradicción, si lo eterno intemporal existe no por un desvarío de las ilusiones trascendentales de la razón, sino de modo efectivo, entonces el reino del espíritu, sus valores superiores y las verdades eternas, no tendrían que significar nuevamente la restauración de la metafísica abstracta y el naufragio de la razón autónoma. Todo lo contrario. Lograr el conocimiento de la verdad precisa reconocer que el devenir no agota la realidad ni el ser ni la verdad. El Ser como fuente común de la existencia y de la realidad es eterno. La Existencia como sentir y pensar de un poder ser es temporal. Y la Realidad como ser manifiesto y fenoménico es lo instantáneo, el evento, devenir que no es Ser ni es Nada. En suma, lo que a los escritores franceses les pareció locura temporal de Hegel es en realidad la alienación epocal moderna con su obsesión efímera por el tiempo, el movimiento y el cambio.

 

 

2.      

HEGEL Y DIOS

 

 

El problema de Dios es una de las cuestiones capitales de la metafísica, y Hegel estaba obsedido por superar la trascendencia de lo Absoluto y en demostrar que Dios no prescinde del mundo.

Ahora bien, este tema tiene importancia para nuestro tiempo descreído, que niega toda validez en la creencia en Dios por ser indemostrable empíricamente, y porque rechazando el argumento metafísico y las verdades de fe, alimenta bajo cuerda el argumento teosófico, que pretende producir un conocimiento teórico de lo divino y de su existencia. Lo cual es pasmoso al suponer fantasiosamente que la inteligencia humana puede ponerse al nivel de la suprema inteligencia. Es más, como la idea de Dios no nace del temor, sino que surge de la razón misma, o como bien reza el Evangelio: “No sólo de pan vive el hombre”, el hombre posmoderno de nuestro tiempo, después de la inhibición religiosa de la modernidad, no cesa de hacerse una religión a la carta, que en realidad es el brote anárquico de la indesarraigable fe en Dios que radica en el fondo misterioso de la persona humana.

El hombre actual que vive en medio de un superdesarrollo material y dentro de un enanismo moral, confundido en medio de un humanismo sin Dios, vuelve la mirada extraviada hacia toda clase de creencias ocultistas y esotéricas devaluadas que trafican con la credibilidad de las gentes. A este penoso estado del espíritu religioso J. Berger y L. Pauwels le dedicaron su libro El retorno de los brujos.

En este contexto es valioso volver a examinar la idea de Dios que tuvo Hegel, no sólo porque está relacionado con el humanismo sin Dios de nuestro tiempo, sino, también, porque en su planteamiento está encerrado un poderoso impulso hacia la teología de la praxis, que tan especial repercusión sigue teniendo en América Latina.

La filosofía hegeliana ejerció una considerable influencia durante el siglo XIX. En Alemania es fundamental la importancia que tiene para el marxismo, luego retrocede con Herbart, Lotze, el empiriocriticismo y el neokantismo para ser rescatado por la filosofía de lo inconsciente de Eduard von Hartmann. En Francia es recepcionado por Víctor Cousin, los positivistas Taine y Renán, Vacherot –que luego lo repudia-, Mignet-que lo tilda de ateísmo disfrazado-, y Hamelin –que adopta su método y se aparta de su doctrina-. En 1840 se difunde en Rusia con Bakunin, Bielinski y Herzen –los cuales luego lo rechazan-. Y en Inglaterra a partir de 1850 con Green, Bradley y Bosanquet.

Tras un largo eclipse en el que reina el positivismo de Comte y sus exequias de la religión trascendente, reapareció en el siglo XX asociado a corrientes totalmente opuestas del pensamiento. En el devenir del vitalismo bergsoniano, el esfuerzo por alcanzar el eidos en la fenomenología husserliana, el panteísmo final de Max Scheler, el esfuerzo de Merleau Ponty por demostrar que hay un existencialismo en el Hegel de la Fenomenología, en la distinción jasperiana entre el mundo del ser como universalidad y el mundo del ser como existencia, por el lugar preferencial otorgado en la filosofía heideggeriana al devenir, la temporalidad, la historia, al lenguaje, la libertad como una forma de necesidad y al ateísmo, y en la temática y jerga retomada por Sartre.

Pero la presencia del hegelianismo no se limitó a las filosofías de la esencia y de la existencia, pues también se extendió a las filosofías del ser. El primado ontológico de Nicolai Hartmann, el dinamicismo evolucionista de Whitehead, el emergentismo de Samuel Alexander, la metafísica histórica de Collingwood.

Pero como en la historia no hay nada que dure para siempre, salvo el propio devenir, el hegelianismo vuelve a entrar en eclipse con el auge del tercer neopositivismo llamado positivismo lógico, calificado en ocasiones de empirismo científico. El primer positivismo clásico se asocia a Comte y John Stuart Mill, y el segundo positivismo se vincula al empiriocriticismo de Mach y Avenarius, al ficcionalismo de Vaihinger y al neokantismo. Dicho eclipse hegeliano está asociado no sólo al círculo de Viena, el convencionalismo, operacionalismo y a la filosofía lingüística, sino también al primer y segundo estructuralismo, al postestructuralismo y, finalmente, al posmodernismo. Todos los cuales unen la tendencia antimetafísica, el combate al esencialismo, la reivindicación del relativismo, el auge de las metanarrativas y la posición agnóstica y ecléctica que postula que de la existencia del mundo sólo podemos tener creencias, más nunca un conocimiento objetivo. En el posmodernismo, y a través de Francis Fukuyama, apenas sobrevive débilmente la versión ideologizada del final de la historia hegeliana, esto es, la faz conservadora de su filosofía de la historia.

Pero, es más. Podemos preguntarnos si el descubrimiento paralelo de Lukasiewicz y E. Post de que junto a la lógica matemática de dos valores son posibles otras lógicas polivalentes, que se desarrollan sin contradicción y de forma completa, sirven de analogía para describir el propio pensamiento de la divinidad.

Una lógica polivalente que se desarrolle de forma completa sin contradicción es una buena analogía para entender a un Dios trascendente y creador que actúa más allá de toda contradicción. Aquí ya no estamos ante el Dios inmanente hegeliano que se despliega por contradicciones, sino que vamos por analogía hacia la mente misma de Dios.

Recordemos que para Hegel la Idea sólo existe como proceso, dialéctica y negatividad, pues el ser es la idea más abstracta y universal, la más vacía de contenido, equivale a la nada. En Hegel la Idea pura es el equivalente del pensamiento divino antes de la creación del mundo. Pero lo negativo, la contradicción, es el resorte del desenvolvimiento del ser. Y en la Enciclopedia § 214 nos enfatiza que la Idea es la dialéctica misma. 

La contradicción, el devenir es el álgebra de la filosofía de Hegel y sin ella no es comprensible la misma Idea pura. De esta manera, y quién lo imaginaría, el nuevo eclipse de Hegel sería fecundo en replantear el tema de la mente divina en términos no dialécticos. El sobreser –como dijo Juan Escoto Erígena-, que es el Dios Persona del cristianismo, pensaría las ideas arquetípicas sin contradicción alguna, diferente al proceder lógico del limitado pensamiento humano.

La incomprensibilidad de la esencia de Dios, en el cual la esencia y la existencia se identifican, en nada mella la autonomía de la razón tanto humana como divina. El descubrimiento de una lógica sin contradicción, que nos haría pensar en la forma de la mente divina, se daría paradójicamente en medio de una época tan inmanente y descreída como la nuestra, caracterizada por el ocaso de la fe y el avance del materialismo hedonista.

En otras palabras, la Idea pura como equivalente del pensamiento divino no se identificaría con la nada, como se afirma en la Teoría del Ser de la Lógica, pues antes de la creación del mundo es posible pensar, por analogía, la mente divina y sus ideas arquetípicas con una lógica completa y sin contradicción.

También la lógica polivalente sin contradicción nos remite a Nicolás de Cusa cuando afirma que lo incomprensible se capta no por la ratio, que es discursivo y conjetural, sino por el intelecto contemplativo, en cuya simplicidad los opuestos coinciden. En el Cusano la coincidentia oppositorum es el fundamento de la lógica de la razón contemplativa y no del conocimiento discursivo. Dios es la complicatio de la totalidad y la explicatio de todo lo que es. De esta forma se defendía de la acusación de panteísmo, dado que no afirma la coincidencia de Dios con la pluralidad, como sí ocurre en Hegel. Sin embargo, Cusa no prescinde de la negación porque se adscribe a la teología negativa y, en consecuencia, afirma que a Dios sólo se le conoce por medio de la negación, es decir, es lo no otro. Podemos decir que, si bien Hegel piensa la explicatio de Dios, hasta límites que lo identifica, Cusa, en cambio, se concentra en la complicatio, se orienta al Uno Absoluto. De este modo, la coincidentia oppositorum del Cusano nos remite también hacia la lógica polivalente sin contradicción de Lukasiewicz y E. Post, porque enriquece el abordamiento de pensar analógicamente la mente de lo Uno Absoluto.

Por su parte, en medio de la marejada del neopositivismo las teologías de la praxis representan un rayo de vida progresista del influjo del hegelianismo. Recogen de la filosofía hegeliana una idea esencial: Dios no puede prescindir del mundo. Este aserto el padre Gustavo Gutiérrez, en su Teología de la Liberación, lo traduce así: la fe en Dios es inseparable del amor al prójimo, de su lucha revolucionaria por cambiar el mundo en la perspectiva del Reino.

Otro teólogo peruano integrante de esta corriente de avanzada fue el padre Hugo Echegaray, quien en sus escritos se esforzó por demostrar que la teología de la liberación era la profundización consecuente del Concilio Vaticano II y Medellín, enfatizando que la Iglesia es el pueblo de Dios, donde la opción preferencial por los pobres es practicar la justicia social y el amor efectivo al prójimo.

En otras palabras, no hay anuncio del Reino sin solidaridad con los pobres, débiles y oprimidos del mundo. En el primer mundo, donde la pobreza no era algo común, donde el rico se olvida de Dios y cunde en las demás clases sociales el ateísmo práctico y el hedonismo, también se hace presente la teología de la esperanza de J. Moltmann, la teología de la revolución de Comblin, la teología del mundo de Metz, la teología de las realidades terrestres de G. Thils, la teología del laicado de Congar, la teología de la renovación de K. Rahner, entre otros.

Aun cuando estas corrientes teológicas fueron activamente combatidas por su opción socialista bajo el pontificado de Juan Pablo II, siendo acusadas de marxistas y de predicar el odio entre clases, en la práctica sufrió un repliegue en los años 90 que permitió la implementación del capitalismo salvaje en América Latina, no obstante, su presencia es poderosa e innegable.

Si queremos apretar en un puño lo esencial de las teologías de la praxis se tendría que decir lo siguiente. El moderno desarrollo teológico ha demostrado que era necesaria una nueva imagen de Dios, ya no solamente unida a la Naturaleza y a la Historia, sino a la propia libertad humana. Dios trino es amor, por eso la historia de su venida es un estar viniendo.

No es posible hablar de Dios sin hablar del hombre, pues la predicación de Jesús no sólo es humanista sino también partidista. Dios de vivos y muertes aboga por una liberación universal. El futuro de Dios y el futuro del hombre quedan enlazados, Dios es futuro absoluto del hombre, de la historia y él mismo es futuro. La autorrealización de Dios es proceso de reconciliación del mundo. La autorrealización de Dios en Jesucristo no garantiza el éxito del proceso, pues es un proceso inconcluso, a pesar de que se acentúa la realidad de Dios. Sólo la consumación de su reino demostrará la realidad de Dios. El futuro de su reino es la realidad de Dios. La historia trinitaria de Dios, dice Moltmann en Trinidad y reino de Dios, está siendo vista como el drama de la enajenación intradivina.

El destino humano de Dios, dice Schillebeeckx en Dios futuro del hombre, es la cima de su perfección porque es hacerse menos permaneciendo Dios. La sugerente teología procesal de R. Mellert, en su Teología del proceso y ser personal de Dios, propone un Dios creador, activo y dinámico, promotor de la libertad humana, más cerca de Jesucristo. En una palabra, la teología de la praxis reparó en que hacía falta una nueva imagen de Dios más unida con el destino humano y conforme a la Encarnación y Resurrección de Jesucristo. La doctrina oficial de la Iglesia sobre Dios resultaba demasiado teísta, conservadora, fijada en la trascendencia de las relaciones intradivinas y haciendo falta poner mayor énfasis en la creación de un orden social justo. En el fondo todo ello representaba una exigencia al alto clero romano para deponer su tradicionalismo y conservadurismo, tanto teorético como práctico. Pues bien, Hegel está presente en la teología de la praxis a través no del panteísmo, por supuesto, sino en la nueva imagen de Dios centrada en su inmanencia, en su conexión y compromiso con el hombre, en lo que Dios es para nosotros, unido a la historia y a la libertad humana. Otra cosa es inquirirse si la actual civilización descreída de occidente será capaz de asimilar la nueva imagen de Dios. Pero no hay duda que el cariz revolucionario de Hegel está presente en la nueva doctrina teológica de Dios.

Ahora bien, y para concluir, nos falta entrar en el debate sobre el Dios de Hegel. Para ello recordaremos lo afirmado al principio. Hegel estaba obsedido por superar la trascendencia de lo Absoluto y en demostrar que Dios no prescinde del mundo. Pero antes de ello nos preguntamos qué hubiera pensado Kant de la empresa hegeliana. Y sin duda el genio de Königsberg nos hubiera recordado que cuando erróneamente los principios regulativos de la razón pura se toman por principios constitutivos, se genera un uso ilegítimo de la razón especulativa, que crea la ilusión de acceder al conocimiento del nóumeno y de conocimientos trascendentes. Cómo contestó Hegel a tamaño obstáculo, lo dice en su Lógica. “La filosofía crítica tiene en común con el empirismo el considerar la experiencia como único fundamento del conocimiento. Pero, para ella, el conocimiento se detiene en el fenómeno y no alcanza la verdad” (XL).

Añade, además, que Kant no ha considerado las categorías en y para sí, sino, solamente como formas subjetivas y determinaciones finitas que no pueden contener la verdad. De esta manera, para el idealismo trascendental es imposible aprehender las cosas en sí, porque la realidad está colocada fuera del concepto, así un concepto y una realidad que no pueden acordarse entre sí son representaciones falsas.

No obstante, Hegel reconoce que Kant fue el primero en diferenciar el entendimiento, finito y condicionado, de la razón, infinito e incondicionado (LII), en señalar que la contradicción es la esencia del pensamiento (LVIII), en demostrar que las antinomias indican la unidad de los opuestos y en despertar la conciencia de esta energía interna absoluta de la razón (LX). Y todo ello a pesar de incurrir en el yerro fundamental de reducir la razón a la pura identidad abstracta. Efectivamente, para Hegel el entendimiento es una forma inferior del conocimiento: la del científico y de los antiguos metafísicos. Hegel mismo no se consideraba un pensador metafísico sino especulativo. Por el contrario, es la razón la que nos permite alcanzar el conocimiento de lo absoluto. Para Hegel los paralogismos de la razón no demuestran su impotencia, como pensaba Kant, sino solamente prueba que los metafísicos dogmáticos sólo razonan sobre conceptos mal determinados. Así, por ejemplo, la idea del alma concebida como sustancia simple opera sobre una idea inadecuada, porque el alma no es simple ni abstracta, sino activa, viva y concreta.

En cuanto a las “antinomias” no se encuentran sólo en los cuatro objetos cosmológicos de los que habla Kant, sino se las encuentra en todas las ideas y en todas las cosas. Pues, para Hegel, la contradicción está en el ser mismo, todas las cosas son contradictorias en sí mismas. En una palabra, mientras el entendimiento aísla los diversos aspectos de las cosas, la razón aprehende las cosas en su totalidad. Ahora bien, Hegel no llegó a estas conclusiones de golpe, porque antes se adhirió al idealismo de los poskantianos Fichte y Schelling. Estos se oponen radicalmente al dualismo de Kant a través de dos conceptos: identidad y totalidad. Mientras el constructivismo kantiano constituye solamente el objeto del conocimiento, el constructivismo de Fichte hace de la cosa en sí un absoluto subjetivo, constituye el objeto en tanto objeto.

El constructivismo de Schelling, por su parte, desarrolla un idealismo objetivo, donde un absoluto neutro constituye la oposición entre el yo y el no-yo, la identidad indiferenciada de lo subjetivo y lo objetivo, que cree captar por la intuición intelectual. Pero Hegel a través de sus cursos de Jena es que rompe con la filosofía de la identidad schellingiana al completar en 1806 la Fenomenología del Espíritu.

En el prefacio de esta obra rechaza el absoluto de Schelling, el cual surge como “salido de un pistoletazo” y en el que resulta como la noche en que “todos los gatos son pardos”. Acto seguido precisa el punto de partida de su filosofía: el absoluto debe ser considerado como sujeto que, como sustancia, no es una entidad misteriosa del que se deduce el mundo real, sino la totalidad viviente que comprende todas sus determinaciones como momentos de su desenvolvimiento. Así quedaba planteado el idealismo absoluto de Hegel. Este es el momento de abordar el último tema final y central: la idea de Dios en Hegel. Para ello recordaremos lo afirmado al comienzo de este ensayo, a saber, Hegel estaba obsedido por superar la trascendencia de lo Absoluto y en demostrar que Dios no prescinde del mundo. Y un buen punto de esclarecimiento es referirse a Spinoza, no sin antes olvidar que Hegel había estudiado cinco años la carrera eclesiástica en el seminario de Tubinga, aunque renunció a ser pastor.

Hegel se refería a la filosofía de la identidad de Schelling como un “spinosismo kantiano”, pero al rechazar a Schelling rechaza a Spinoza, y lo que repudia es su filosofía de la sustancia, si bien permanece fiel al principio de la inmanencia. Lo que Hegel modifica de Spinoza es que su absoluto no es sustancia sino sujeto que se desenvuelve, deviene y evoluciona.

En Spinoza el absoluto es a la vez extensión y pensamiento, en cambio en Hegel el absoluto es sucesivamente materia y espíritu. Así el alma, por ejemplo, resulta de una evolución de la Naturaleza, que es una exteriorización de la Idea absoluta, que se eleva del mecanismo a la vida, y en ella su último término es el pensamiento humano, donde el Espíritu absoluto acaba por tener conciencia de sí mismo. Esto es, la naturaleza evoluciona dialécticamente para hacer aparecer el espíritu. De esta forma Hegel hace de la Razón la substancia misma del Universo. Pero mientras todas las corrientes anteriores de racionalismo se basaban en una idea trascendente del absoluto, en el panlogismo hegeliano se trata de una Idea en automovimiento o desarrollo dialéctico inmanente. En realidad, la filosofía hegeliana es una concepción del universo como estructura racional autosostenida. Esto hizo decir a Alfredo Weber que el absoluto hegeliano “no excede en nada las cosas, está en ellas enteramente, y en nada excede la capacidad intelectual del hombre”. Es por esto que Hegel supera la trascendencia del absoluto, y por ello es una doctrina apriorista por su método, pero empirista por su contenido efectivo. Lo absoluto está en la totalidad concreta que evoluciona. Su concepción naturalista del mundo hizo del Espíritu la verdad de la materia misma.

No hay duda que el problema religioso ocupa un lugar de primer plano en el pensamiento hegeliano. Para fines del siglo XVIII el joven Hegel participaba de los ataques a la ortodoxia luterana, así lo demuestran los Escritos teológicos de juventud publicados por Nohl en 1907. Hegel como Hölderlin exaltaban el naturalismo de la Grecia pagana e invocaba las filosofías de la inmanencia. Abrazaba francamente el panteísmo. Pero es en los cursos de Berlín donde expone su concepción religiosa de madurez: Dios o el absoluto es lo común entre religión y filosofía, la unidad de lo infinito y lo finito la filosofía la piensa y la religión lo imagina, la verdadera relación entre lo finito y lo infinito no es el sentimiento (Jacobi, Schleiermacher) ni la metafísica del entendimiento (wolfianos y kantianos) sino por la razón, Dios no prescinde del mundo, está en el mundo.

Hegel se negaba a ser considerado un panteísta ateo, prefería ser visto como panteísta acosmista. Esto es, Dios es la única realidad verdadera y el mundo es su desarrollo o proceso. En cualquier caso, la identificación de Dios con un absoluto metafísico es el primer paso a una despersonalización que facilita la identificación de la divinidad con la naturaleza. El panteísmo acosmista sería la antesala del panteísmo ateo. Esto explica por qué Hegel era violentamente anticatólico. Víctor Cousin recuerda que Hegel pensaba que un concordato sincero entre la religión y la filosofía sólo era posible dentro del protestantismo. Se declaraba enemigo del ceremonial de la Iglesia y ridiculizaba el dogma de la transubstanciación en forma que provocó la protesta colectiva del clero católico. Es cierto que otorgaba un elevado valor al cristianismo, sobre todo por la teología de la encarnación. Pero en realidad nos podemos preguntar qué queda de ella, de Dios trascendente, personal y providente, si al final el devenir universal es la encarnación continua de Dios, el cual deja de ser un ser exterior al mundo.

Es por ello que la metafísica dialéctica hegeliana no llega al conocimiento de Dios, sino al conocimiento de su creación. Su método dialéctico expone el derrotero del ser en el ente, pero no del ser en cuanto ser, es decir, de Dios en cuanto Dios. El mérito de la filosofía hegeliana estriba en denunciar la impotencia    de    la    metafísica   abstracta, que   no explicaba el mundo, y del criticismo que negaba la explicación de lo eterno y divino. Su limitación es que la dialéctica no explica a Dios mismo, al Dios cristiano, trascedente e inmanente a la vez, sino que termina siendo reducido a un cariz panteísta e inmanente. Esto explica en gran parte el derrotero de la escisión de la escuela hegeliana. Los hegelianos de izquierda (Strauss, Feuerbach, Max Stirner y Carlos Marx), llegaban a las mismas conclusiones que los hegelianos de derecha (Bruno Bauer, quien evolucionó de extrema derecha a extrema izquierda): no hay Dios trascendente, Dios está en el hombre. Mientras que en los hegelianos de centro (Michelet) sostendrán que Dios encarna en los seres finitos.

El dilema se concentra en que en la filosofía hegeliana no hay un más allá, sólo existe un mundo dominado por un pensamiento inconsciente, un universal inmanente. De ahí que tenga sentido que Hegel afirme que el alma no tiene una realidad distinta de su relación con el cuerpo (Enciclopedia § 389).

Esto nos da pie a exponer las interpretaciones que hasta el momento se ofrecen de la postura religiosa de Hegel. Empezando por la más clásica, según la cual se trata de un panteísmo que personaliza el absoluto en el espíritu del hombre. Es decir, es en el espíritu del hombre donde Dios toma conciencia de sí. Y si la más alta conciencia de Dios es la filosófica, por tanto, Dios es Hegel. No es casual que algunos panfletarios le hayan reprochado a Hegel la divinización de sí mismo. Esto es precisamente lo que escribe su alumno Heine en sus Confesiones.

Esta interpretación panteísta se refuerza con lo que Hegel escribió en su Filosofía de la Religión, I: “Dios no sería Dios sin el mundo”. Otra interpretación es la sostenida por Haering, según la cual, el Espíritu absoluto estaría dotada de una conciencia reflexiva, enteramente condicionada por la conciencia que los espíritus finitos adquieren de él. Las elucidaciones de Nicolai Hartmann, Hippolyte y Jean Wahl han sostenido interpretaciones estrictamente panteístas de Hegel, donde la idea absoluta no sólo carece de conciencia propia sino incluso de existencia propia.

Una última es la defendida por A. Kojéve, que hace de la idea absoluta la esencia posible y necesaria del espíritu, que se realiza bajo los espíritus finitos, especialmente los sabios. Schopenhauer estaría asociado a esta interpretación al afirmar que se trata de un Dios que sólo puede alojarse “en el estúpido cráneo de un hombre”. No está de más recordar que Cousin quedó profundamente afligido al aprender por boca de Michelet lo que era el Dios hegeliano. Un Dios sin conciencia, sin inteligencia, sin libertad y sin amor. Kierkegaard conserva la idea del devenir dialéctico ligado a la idea de la negatividad, pero se separa enseguida de Hegel al criticar junto a su historicismo la necesidad de la síntesis conciliadora. En Kierkegaard la dialéctica es discontinua, está hecha de saltos y rupturas, es una dialéctica de contrarios sin síntesis, donde el interior y el exterior jamás tienen el mismo contenido, pues eliminar la diferencia entre lo interior y exterior equivale a eliminar lo inefable e inconmensurable y da pábulo a la negación del Dios trascendente. Y Hamelin tuvo que romper con la doctrina hegeliana, aunque conservó el método, para concebir un Dios real, creador y providente. Sólo separando la dialéctica del inmanentismo pudo reencontrar la trascendencia divina. Sin menoscabo de la importancia que tiene para la historia de la filosofía el pensamiento hegeliano, se puede afirmar que está en la raíz de un humanismo sin Dios que configura los problemas filosóficos, políticos y religiosos de nuestro tiempo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

3.      

HEGEL Y LA GLAMOROSA POSMODERNIDAD

 

 

 

 

Contra lo que se pueda pensar, la cultura débil, pragmática y light de la posmodernidad, no es reactiva a la densa filosofía hegeliana en su conjunto, sino que, al contrario, rescata de ella el momento más controvertible, como es aquella aseveración de que con el triunfo de la sociedad de mercado la historia del mundo llega a su término.

En el Curso de Jena Hegel decía que “El Espíritu es tiempo”, pero el saber absoluto lo lleva más allá de la temporalidad, reconciliando sus aspectos históricos con una verdad en sí intemporal.

Esta unión estaba representada por el advenimiento del “Estado universal y homogéneo”. Por su parte Hippolyte pensaba que Marx, al sostener que el comunismo haría desaparecer la contradicción entre la esencia social del hombre y su existencia de hecho, tampoco dejaba mucho lugar a lo negativo, profesando un optimismo difícilmente conciliable con la dialéctica de la historia hegeliana. En cambio, la dialéctica hegeliana mantiene siempre en el seno de la mediación la tensión de la oposición.

Uno de los conocedores más importantes de Hegel, René Serreau, escribió en su libro Hegel y el hegelianismo, capítulo VI, que la conmoción de la Primera Guerra Mundial, la publicación de los Escritos teológicos de juventud y la orientación existencial de las filosofías que tuvieron gran éxito en Alemania primero y luego en Francia, después de 1930, contribuyeron a un renovado interés por el hegelianismo.

Ahora bien, nosotros podemos constatar que en la actual globalización neoliberal posmoderna no existen dichos tres factores: Europa vive casi siete décadas de paz, la moda del existencialismo filosófico ya pasó y el misticismo irracionalista de los escritos juveniles de Hegel ya no hechizan en una época descreída, porque nacido del Sturm und Drang pone el énfasis romántico en el sentimiento religioso del amor. Entonces, si en nuestra época posmoderna no es lo romántico ni lo místico lo que atrae en Hegel, menos aún será el erizado despliegue dialéctico de la Idea, para una sensibilidad muelle y hedonista que se agota al menor esfuerzo intelectual.

La Fenomenología del Espíritu, obra extremadamente rica y frondosa pero bastante obscura e incluso confusa, que aún conserva la huella romántica y de la cual no estaba Hegel totalmente satisfecho, otorga un lugar preferencial a aspectos concretos de la vida humana y tiene un carácter más “vital y existencial”, frente a la Lógica y a la Enciclopedia cuyo carácter es “esencialista”. Esta obra, decíamos, fue explotada por el neoliberalismo a través de Francis Fukuyama en su libro El fin de la historia y el último hombre, es decir, no es el aspecto esencialista ni existencial lo que subyuga al neoliberalismo de moda, sino el considerar el triunfo universal de la sociedad de mercado como el advenimiento de –según Kojéve- un “Estado universal y homogéneo”. He aquí el elemento hegeliano que seduce a la ideología neoliberal de nuestra posmodernidad: lo que le atrae no es el aparato filosófico o religioso, es más bien el político. Pero está viciada por una teoría del deseo que carece de una noción de justicia. En otras palabras, y en lenguaje hegeliano, la posmodernidad neoliberal es la supresión de la dialéctica del amo y del esclavo, para quedarse con un amo sin heroísmo que se envilece en el goce pragmático del consumismo.

El esclavo, que en Hegel se libera por el trabajo, no cuenta, porque, en primer lugar, los puestos de trabajo –como lo expuso Viviane Forrester en El horror económico- están en extinción y, en segundo lugar, porque la riqueza de productiva se ha vuelto especulativa. Bajo la máscara de una sociedad no autoritaria y pluralista, proclaman el fin de la subjetividad de la modernidad tardía y una nueva época que se enfrenta a la muerte del sujeto, pero que en el fondo sólo es la narcisista resurrección de la carne, la planetización de la miseria –el Banco Credit Suisse informó en el 2010 que el abismo social entre ricos y pobres ha crecido dramáticamente en los últimos treinta años- y el irracionalismo reaccionario cuya autotrascendencia de la razón culmina en el vacuo nihilismo. La filosofía política de Hegel siempre estuvo sujeta a las más disímiles interpretaciones. Lo más común es verlo como un apologista de la monarquía prusiana, que encarnó en el Estado lo “divino terrestre”. Gans, que publicó la Filosofía del Derecho completándola con notas de los cursos, escribió en su prefacio que Hegel nunca repudió los grandes principios de la Revolución francesa. Y lo mismo relata Víctor Cousin, quien pudo conversar a diario con él durante seis meses en Berlín. John Dewey y Víctor Basch defienden una postura intermedia, donde la doctrina del Estado aparece como un compromiso entre “la filosofía de la autoridad y la filosofía de la libertad”.

Por Rosenkranz sabemos que aceptó acompañar a medianoche en una barca a los camaradas de su alumno encarcelado para darle algunas palabras de consuelo, exponiéndose a recibir las balas del centinela. En todo caso nunca tuvo nada en común con el reaccionarismo de Schopenhauer que se jactaba de haber ayudado a los soldados, en 1848, a sofocar la sublevación de la “canalla soberana”.

La manipulación ideológica del aspecto político de la filosofía hegeliana quiere tapar el sol con un dedo: la verdad es que tras el llamado fin de la historia y el triunfo global de la sociedad de mercado está la horrible realidad que la globalización neoliberal generó un abismo social tan gigantesco que su nueva ley es la desigualdad social acelerada y profunda. Pero hay un aspecto más. Si el esclavo no encuentra trabajo para realizar su liberación y el amo prescinde del esclavo porque su riqueza se obtiene ya no de la explotación sino de la especulación financiera, entonces la dialéctica del amo y del esclavo no se suprime, sino que se lleva a un nivel más profundo, donde los contrarios dejan de tener un mero contenido se clase y abarca un aspecto civilizatorio que exige alcanzar una nueva síntesis histórica a través de la activa socialización de la enorme riqueza acumulada en pocas manos.

El mundo actual está ad portas de grandes colisiones entre la sociedad civil y las instituciones políticas y económicas establecidas (guerras, golpes de estado, revoluciones). El período de felicidad, de armonía, de ausencia de contradicciones, que quiere imponer el capitalismo cibernético está llegando a su final, se está acabando un período no histórico y estamos ingresando a un decisivo ciclo histórico.

En otras palabras, la filosofía hegeliana tiene una doble faz. Por un lado, apunta a la reconciliación con la realidad existente que quiere comprender racionalmente. Pero, por otro lado, el movimiento dialéctico que domina el sistema hegeliano justifica la idea de un desarrollo condicionado por los antagonismos. Esto significa que actualmente la lucha del espíritu humano por el reconocimiento prosigue, sólo que hoy como ayer la derecha se queda con el lado conservador y la izquierda con el lado revolucionario. Sólo que esta izquierda revolucionaria, que está todavía en ciernes, no debe confundírsela con la cacareada nueva izquierda en boga que sólo aspira a subsanar al capitalismo de sus excesos (ricos que no pagan impuestos, control de monopolios y finanzas) y retroceder el reloj de la historia hacia el fenecido capitalismo de bienestar. Esta izquierda reformista y transaccional será barrida, dentro de la lógica hegeliana, por las nuevas posibilidades históricas que devienen para resolver las contradicciones de la estructura existente.

Hegel entendido sin mutilaciones ni manipulaciones ideológicas y, al contrario, teniendo en cuenta ambos lados de su filosofía –el conservador y el dialéctico- sentencia a muerte a la glamorosa, y a la vez injusta, posmodernidad neoliberal. Pero no hace lo mismo con el hombre prometeico de la modernidad. El cual queda enaltecido para su propio final trágico.

 

 

 

4.

HEGEL, HEIDEGGER, SARTRE

Y LAS UNILATERALIDADES DE LA EXISTENCIA

 

 

 

Para Hegel la realidad es la unidad de la esencia y la existencia. La esencia no está detrás o más allá del fenómeno, sino porque la esencia existe, la esencia se concreta en el fenómeno. La existencia es la unidad inmediata del ser y la reflexión: Posibilidad y accidentalidad son momentos de la realidad puestos como formas que constituyen la exterioridad de lo real y por tanto son cuestión que afecta el contenido, porque en la realidad se reúne esta exterioridad, con la interioridad, en un movimiento único y se convierte en necesidad. Lo necesario es mediado por un cúmulo de circunstancias o condiciones. Por ello en Hegel el desarrollo del ser en la con ciencia es parte de la historia del ser.

Pero por qué surge la Existencia en el Ser. Si el Ser es una suficiencia perfecta, qué es lo que hizo necesario la Existencia.

La ciencia muestra la complejización creciente de la materia desde el infinitesimal e inicial punto pre-cósmico llamado “singularidad” hasta llegar al cerebro humano, pero nada puede decirnos si tal proceso evolutivo es signo de un sentido solamente natural o preternatural. En todo caso, la interrogante “Por qué surge la Existencia en el Ser” tiene que ver con la búsqueda de los primeros principios y no solamente no coincide con la pregunta leibniziana “Por qué hay Ser en vez de Nada”, sino que atañe a aquella realidad tan particular que tiene la virtud de envolver y sentir el todo con su pensamiento y con su corazón. Y esta realidad se llama: la Existencia.

Aquí empleamos el término “existencia” en el sentido de “existente” similar a Kierkegaard, pero a diferencia de este no se trata de una pura subjetividad o libertad de elección, porque para nosotros el primado de la existencia no significa la supresión de la esencia o de la natura. La Existencia es la segunda categoría metafísica en importancia después del Ser y es la que mejor muestra –por sus características de autoconciencia, libertad, razón y persona- que el Ser no es una simple fuente común de la existencia y la realidad, sino que lejos de relacionarse con una mera participación ontológica se trata del resultado de un acto libre o de un fin escatológico providente. De ahí que se trate de un acontecimiento que la razón finita natural y revelada apenas roza, porque está penetrada de un infinito misterio alumbrado por el Amor.

Por qué surge la Existencia en el Ser. En otros términos, la Existencia no surge simplemente en el todo del Ser como una posibilidad que la asumo por mi libertad, sino que no puede ser plenamente comprendida sin el acto de creación amorosa del Ser que es Dios.  Sólo Dios es en sentido absoluto y sus criaturas son en sentido relativo. Las cosas creadas devienen, o sea su ser es el ser y el no-ser. Así, por ejemplo, los bosones apenas duran unos milisegundos y apenas tienen existencia, pero son. Y el hombre es un existente cuya libertad se debate en un proyecto de actualización de su esencialidad. Esto es, vive asediado por la Nada, pero es. Es decir, en la creación la Nada está presente como privación, pero no como la Nada absoluta, el no-ser sencillamente no es. La nada de las cosas y la nada del existente son ontológicamente sólo privativas, axiológicamente alude a la vanidad del mundo y místicamente enfatiza la necesidad de negarse para hallar a Dios. En el existente se produce una de las operaciones más paradójicas del ser.

Nos referimos a la búsqueda deliberada de la nada como privación (supresión del tiempo, las cosas y el cuerpo, el privarse de amor por amor a Dios) para hallar más plenitud del ser en Dios. Es el existente el que arriba a la desconcertante convicción de que sólo Dios es porque su creación está suspendida en la Nada y donde la salvación llega mostrando que la Nada –presente en la muerte, el vacío, el pecado, la cosificación y la libertad sin virtud- es vencida por la vida eterna dada por el amor divino. La Existencia para que se constituya en mero accidente o causalidad de la materia debería empezar por excluir la posibilidad de pensar actividades psíquicas independientes del cuerpo. Pero el hecho es lo contrario, pues la Existencia se manifiesta como unidad psicofísica entre alma y cuerpo, donde el alma es a la vez dependiente e independiente del cuerpo.

Esto significa que, en los órdenes del ser, la Existencia no sólo es el pináculo de las cosas finitas, sino que representa un doble salto: el salto de la finitud consciente hacia lo transfinito y es motivo central del salto de lo infinito del Ser al mundo. En el orden ontológico no existe ninguna otra criatura que se interrogue por el ser y por Dios, lo que indica que la Existencia no es cuerpo y que su libertad es signo nítido del poder que tiene para darse una esencia mental y espiritual.

En cambio, en la Lógica hegeliana la noción de Ser es la idea más abstracta, equivale a la Nada. El devenir es el paso del Ser a la Nada o viceversa. Heracliteanamente dirá que nada es estable, todo es proceso en devenir. El devenir es lo que desarrolla las categorías. Esto le permite desarrollar su célebre dialéctica de la infinitud o infinito verdadero. Lo infinito no es una progresión de lo finito a lo indefinido. Lo infinito es realización dialéctica de lo finito mediante lo finito.

Fue Heidegger el que propuso pensar a Dios fuera de la ontoteología, o sea fuera de su trascendencia. De modo que, así como es posible afirmar que Kant es el comienzo del fin de la ontoteología al concebir a Dios como una idea trascendental, de modo similar Hegel es la versión panteísta de la ontoteología al concebir a Dios como sustancia y sujeto a la vez inserto en el devenir dialéctico de la historia. El Espíritu necesita una Fenomenología para convertirse en la sustancia que se conoce de manera absoluta. O sea, no solo es lo Absoluto como sustancia lo que determina el sentido, sino que también como sujeto es sentido que determina el ser.

Por qué surge la Existencia en el Ser. En el interior del Ser la Existencia es lo posible, pero posible también lo es la Realidad entera. La diferencia entre lo posible de la Existencia y lo posible de lo Real es que mientras el primero lo resuelve en una decisión voluntaria y libre, el segundo lo hace por una repetición mecánica o azarosa. No obstante, en la realidad no autoconsciente de las cosas biológicas se da un sentido creativo, a saber, la creación evolutiva, aunque actualmente se admite que ésta tenga carácter discontinuo, no único ni progresivo. Así, y con estas restricciones, lo biológico revela que la evolución tiene un sentido: de lo simple a lo complejo hasta llegar al cerebro humano. Y esto vale a pesar de que las medusas sin cerebro y sin ojos prosperan hasta hoy, a pesar de existir desde antes de la era antediluviana de los dinosaurios. Pero el sentido que revela una decisión moral no es de índole material ni biológica, sino de índole espiritual. Todo esto significa que mientras en la interioridad del   Ser   se   aprecia    un   infinito   en   acto, en su exterioridad o acto de creación se apresa un infinito en potencia. Pues toda Existencia y Realidad está contenido en el Ser. Pero por qué surge la Existencia en el Ser. El Ser parmenídeo, como lo Uno que lo es Todo, permite comprenderlo como causa de sí, pero no como causa de todo –especialmente lo fenoménico encerrado en el ámbito de la opinión y la ilusión-. La revolución metafísica del cristianismo dota a la preclara identidad entre Ser y Pensar supra-relacional parmenídeo de una nítida personalidad divina –Una y Trina-, que obra la Creación por Amor. Esto es, el ser divino es determinante y no determinada, mientras la Existencia es determinada y sólo determinante en las cosas artificiales, y las cosas de la realidad determinan nuestro conocimiento, pero están determinadas por Dios. De modo que en el cristianismo el ser de Dios no es lo inmediato, abstracto y vacío hegeliano, sino la plenitud de las formas eternas trascendentes y la Creación de las formas encarnadas inmanentes. El ser divino está en su creación, pero no es su creación. Recién entonces se comprende que el surgir de la Existencia en el Ser no es simplemente un movimiento del Ser al ser del Yo, sino que se trata de algo más profundo. Es cierto, el Yo envuelve todo con el pensamiento, es el ser de un poder ser, es un ser cuya esencia toda es pensar. Pero se trata de un poder formal, más no material. Antes de la participación sensorial y cognoscitiva no hay ninguna esencia en el ser del Yo, pero ya estaba la presencia potencial de la esencia del Cogito.

Es decir, el surgimiento de la Existencia en el Ser tiene dos dimensiones: la eterna y la temporal. La primera acontece en la interioridad de la vida intratrinitaria del Ser divino y la segunda en el mundo espacio-temporal de la historia. Y en ambos casos se trata de no de acto ciego y mecánico del Ser, sino de un acto voluntario y absolutamente libre, como corresponde a un ser Absoluto.

En la dimensión eterna o en sí del Absoluto el ser está siempre más allá de toda esencia y por consiguiente nunca será posesión de un concepto, pero en la dimensión histórica o del ser fuera de sí del Absoluto el ser nunca es esencia de algo sin un ente y, en consecuencia, cae bajo el yugo de la idea y del juicio.

Mientras el ser de los griegos y de Platón era un ser de la quietud, en cambio el ser de Hegel es un ser de la inquietud arrastrado por la contradicción dialéctica. Cosa parecida se ve en Heidegger donde el ser es un abismo sin fondo de la pura posibilidad, y en Sartre donde la libertad del para-sí es una inmanente pasión inútil. Sin duda que el gran descubrimiento de Hegel fue la negación del ser en la contradicción, y su gran yerro encerrar la realidad en la inmanencia. Sin percatarse de estas dos fundamentales dimensiones de la Existencia –trascendente e inmanente- se incurre en las conocidas afirmaciones unilaterales, según las cuales “lo infinito es la totalidad de los momentos de lo finito” (Hegel), “lo único que existe es el hombre” (Sartre) o “lo único que existe es el ser” (Heidegger).

Por la primera, el existir se resuelve en la pura inmanencia. Por la segunda, es elegir el ser y refleja el Regnum hominis o deus in terris –diosecillo terrestre- de la modernidad postmetafísica. Por la tercera, existir es participar en el ser y expresa el agón griego de ascenso del no ser al ser. Una es expresión del materialismo metafísico objetivizante y la otra del idealismo metafísico subjetivizante.

Uno enraíza la Existencia en lo finito, el otro en el cuerpo, mientras estroto lo hace en un supraser más allá de lo divino. A esto se puede objetar: si el supraser heideggeriano fuese algo real junto a Dios entonces tendría que ser causa sui y sería otro dios junto al Dios creador. Tal situación es contradictoria y repugna a la razón, resultando imposible su realidad.

La trascendencia en Hegel una espiral horizontal. Sartre es horizontal, hacia los seres. La trascendencia en Heidegger no es vertical sino oblicua, hacia el supraser. Hegel diluye la trascendencia en la inmanencia en desarrollo. Su derrotero sólo es del ser en cuanto ente, no del ser en cuanto ser. Sartre no comprende la diferencia sustancial que hay entre el ser divino y el ser creado, Heidegger anula al ser su carácter divino y creador.  Sartre reduce a la libertad sin límites el centro metafísico de la existencia, mientras Heidegger hace lo mismo, pero con la angustia, el cuidado y el ser para la muerte. De este modo, lo que hay de común en todos es que constituyen la consumación nihilista de la metafísica inmanente de la modernidad. Por qué surge la Existencia en el Ser. En primer lugar, porque el ser de la Existencia es la única realidad que puede justificar con su voluntad libre personal hacia el bien la perfección absoluta del Ser. En segundo lugar, porque si el Ser es el Bien y lo ontológico se identifica con lo moral, entonces la única realidad que puede llevar a su cumplimiento dicha identidad en el orden temporal es la Existencia. En tercer lugar, porque el ser de la Existencia no implica la existencia del Ser en sí, sino al revés. Esto es, que el ser fenoménico (cuerpo) y transfenoménico (espíritu) de la Existencia son creaciones de Dios. En cuarto lugar, porque el centro metafísico de la Existencia es el amor y el gozo, los cuales irradian plenamente en la suficiencia perfecta del ser de Dios. En quinto lugar, porque viendo la suficiencia perfecta del ser de Dios, la libertad responsable de la Existencia puede hacer brillar en la historia los valores de la justicia y la caridad.

Finalmente, la Existencia es la principal categoría metafísica que nos hace remontarnos hacia la inseparabilidad entre ontología y axiología.

Es decir, los modos de la realidad son objetos no sólo del pensar sino también del querer, pero en el ser de Dios el verdadero amor nace de la razón, porque su ser ama con conocimiento y conoce con amor. Pero entonces, por qué hay tanto sufrimiento y dolor en el mundo. A esta interrogante hay que hallarle respuesta en el análisis de la tercera categoría ontológica, a saber, la Realidad.

Se puede pensar desde un criterio kantiano, nominalista y empirista, que toda esta disquisición es un injustificado paso de lo lógico a lo ontológico, de toda esencia a su existencia, pero resulta que las categorías ontológicas no son un simple salto de lo epistémico a lo ontológico puesto que se tratan de nociones que no son primeras en el orden del conocer sino del ser y porque en el fondo el ser de Dios no coincide con el concepto formal del ser universalísimo. La misma noción lógica analítica de existencia –que señala que el uso analógico tradicional del término “existir” es ambiguo porque identifica la forma lógica con la forma gramatical- es una concepción unívoca de la existencia (Urban, Lenguaje y Realidad).

En otras palabras, el juicio existencial no es puramente sintético (agnosticismo kantiano), objeto exclusivo de predicación analógica, pues el concepto de esencia no implica su existencia (tomismo), infinito actual positivo o lo finito como lo no verdadero (panlogismo hegeliano), pseudo-proposición analítico tautológica (neopositivismo), mera creencia (posmodernidad), sino que se tratan de nociones ineludibles y originarios que poseen una dimensión lógica (se piensa la palabra que indica la cosa) y una dimensión ontológica (se piensa la cosa misma).

Es decir, la Existencia no piensa la idea de Dios y de su ser como cualquier otra idea finita, sino que la piensa porque en su ser como posibilidad le viene impresa la condición ontológica necesaria del propio ser perfecto. Se trata de una unión especial y primigenia que no está presente en la existencia de las cosas finitas. Pero esta presencia ontológica del ser perfecto no anula la libertad de rechazarla epistémicamente por parte del Existente. El ser perfecto viene dado como un ser que existe subjetiva y objetivamente, pero su aceptación por la Existencia no es sólo una cuestión de representación mental sino de conversión existencial. Sin Fe la Razón está ciega, y sin Razón la Fe está coja. Ambas son indispensables para recuperar las dos dimensiones de la Existencia: la inmanente y la trascendente.

El divorcio entre Fe y Razón corrompe y denigra tanto la dimensión inmanente como trascendente y el hombre requiere de ambas alas para conquistar la verdad de su realidad plena (Fides et Ratio): un constituir permanente de su propia inteligibilidad. Esto demuestra que la consistencia de la Existencia es la realización existencial de su esencialidad, en contra de lo supuesto de que el hombre no tiene realmente una “naturaleza” (Unamuno, Nietzsche, Bergson, Dilthey, Simmel, Marcel. Jaspers, Heidegger, Ortega, Sartre, etc.).

Por lo tanto, la Existencia es un ente ónticamente excepcional porque es un poder-ser que puede ir ontológicamente contra su propia esencialidad. Su libertad no lo convierte en “el ser que no es, que puede ser y debe ser” (Jaspers), porque su posibilidad está siempre en referencia a su esencialidad.

Esta religación de la existencia con la esencia fue destacada por Gilson (El Ser y la esencia, 1948), pero aquí se trata de una filosofía existencial dentro de un esencialismo que no engendra pero que hace inteligible la existencia. No obstante, es posible otro existencialismo esencialista que pone énfasis en que la existencia es la actualización personal de la esencia. Ya Max Scheler había definido la Persona como “la unidad de ser concreta y esencial de actos de la esencia más diversa”. En otras palabras, la consistencia de la existencia se define por su carácter de Persona, capaz de trascender a varias instancias –cosas, valores, Dios, Absoluto-, y que oscila entre su incomunicabilidad y su entrega.

Es la posibilidad de realización personal de su esencialidad lo que determina la consistencia de la Existencia. Pero es por la actualidad del amor de Dios que surge la esencia de la existencia.

Por eso, la existencia no forja completamente su propia esencia, ni en la historia (Hegel), ni en el existencialismo en su cuidado (Heidegger) o en su proyecto (Sartre), sino que es un modo de ser que conjuga lo “dado” con lo “puesto”. De esta forma se recupera lo mejor de la concepción tradicional y de la concepción existencial, evitando sus unilateralidades inmanentistas.

En Hegel el devenir es el verdadero absoluto. En su inicio el ser es unidad de Ser y Nada. Nada es partida, Ser es dirección. Hegel entrega el ser por completo al movimiento. Nunca es el motor inmóvil aristotélico. La existencia sucumbe totalmente en los brazos de la inmanencia. El Regnum homini ha proclamado su efímero triunfo. La unilateralidad inmanentista de la existencia del hombre actual está comprometida con el pensamiento de Hegel.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

5.

DIALÉCTICA EN LA ENCRUCIJADA

 

 

I. Las dialécticas

Si tomamos el criterio clasificatorio de Georges Gurtvich tenemos "dialécticas ascendentes positivas" (Platón), "dialécticas ascendentes negativas" (Pascal, Kierkegaard) y "dialécticas ascendentes y descendentes" a la vez (Hegel).

En Heráclito la dialéctica no es método sino Ley, Logos que contiene la interacción y oposición permanente pero no la conciliación entre los opuestos, la síntesis. En Platón hay una dialéctica juvenil (método de ascenso del eidos por error) y otra de la vejez (método de deducción racional de formas).

En Aristóteles ésta es una técnica lógica para el diálogo. En Plotino es un proceso de multiplicidad creciente a partir de lo Uno. En San Agustín es la existencia contradictoria del hombre. En Fichte es movimiento real de la historia y de la sociedad. En Hegel es el proceso de la autoconciencia de la realidad, nace y desemboca en el Espíritu. En Proudhon la dialéctica es inmanente, anti estatal y a la síntesis de la Revolución opone la conservación de los opuestos a través de la conciliación y cooperación.

 

II. La Dialéctica en Marx

La dialéctica en manos de Marx no sólo es un procedimiento de análisis sino un instrumento de interpretación supra científica del acontecer social. La mixtificación que sufre consiste en contener un substrato ideológico que lo contamina e invalida como método científico. Al respecto, no hay duda que la ideología influye sobre la ciencia, pero la ciencia avanza también por caminos propios y libres de influjos ideológicos.

Marx enlaza a la dialéctica la praxis revolucionaria, la lucha de clases y el triunfo final del comunismo. El comunismo se vuelve en el nuevo absoluto social, el criterio de verdad depende de la posición de clase, la lógica dialéctica desmerece el papel de la cooperación entre clases a favor de la contradicción, se reifica las fuerzas productivas y se sobrestima el determinismo económico. 

No obstante, confrontada la dialéctica de Marx con la realidad sus predicciones no se cumplieron, a excepción del capitalismo monopolista. Es más, el neocapitalismo occidental sujetó bajo su control a las contradicciones antagónicas y demostró su gran capacidad de adaptación en diversos planos.

Lo más patético es que en las propias organizaciones de masas imperó el reformismo y luego el gansterismo presupuestívero, y en los ex países comunistas el proletariado nunca se realizó en la revolución, sino que fue oprimida por la burocracia del partido único. Y lo previsto por Aron se está cumpliendo, a saber, que la lucha de clases es diluida y manipulada en las sociedades postindustriales por el desarrollo tecnocrático y cibernético.

 

III. La dialéctica en Engels

Engels con su "dialéctica de la naturaleza" valida el determinismo por cuanto la praxis humana es neutralizada por el carácter inexorable de las leyes científico-sociales.  El resquicio que todavía quedaba abierto en Marx es cerrado en Engels. Entonces predominan las fuerzas objetivas del proceso social, que ya no son productos de la actividad humana sino de un proceso puramente naturalista y materialista.

Ahora bien, la microfísica y la microbiología niegan este determinismo de la naturaleza, e instauran la perspectiva de que la posibilidad prevalece sobre la necesidad tanto en el campo natural como en el social.

La interpretación escatológica engelsiana del tránsito del capitalismo al comunismo también colisiona con las relaciones de cooperación y con la seudoverdad de que las fuerzas productivas se autodirigen y autocrean. Lo que significa también que la génesis del capitalismo y la lucha de clases son sólo de carácter tendencial y no necesario.

 

IV. La dialéctica soviética

En la dialéctica soviética imperó la desconexión de la práctica con la teoría por el oportunismo pragmático de los grupos dominantes, donde se desmereció la iniciativa de las masas.

La enorme vaguedad epistemológica de los términos "cualidad, cantidad   y   negación”, así   mismo   la distinción soviética entre la "negación constructiva y negación destructiva", el carácter "antagónico" que se anida en los estados socialistas, contribuyó a los atropellos políticos y al abuso ignominioso del poder. Al final, tanto el comunismo como el capitalismo postindustrial terminaron incorporando la protesta de las masas al orden institucional volviéndolas conciliadoras e inmediatistas.

Además, en las categorías de la dialéctica se confundió la esencia con "proceso y con cosa", se supuso un kosmos noetos, las formulaciones de "causa y efecto" adolecían de vaguedad, sobre la "necesidad y la contingencia" se terminó restringiéndose la libertad a lo social. El libre albedrío quedó olvidado, se confundió la significación de la categoría de la "realidad" con el de "necesidad", la categoría de "posibilidad" quedó avasallada por la de "necesidad" y demasiado dependiente de la "praxis de clase" y fue injusto su reproche a la metafísica clásica sobre la escisión entre forma y contenido. Sobre el conocimiento resultó sumamente cuestionable que la herramienta produzca el Espíritu, la sensación y el concepto no eran mero reflejo sino una compleja codificación neuro cerebral-espiritual. En la lógica se terminó aceptando la lógica formal, pero como un conocimiento de nivel inferior, mientras que se mantuvo la imprecisión de los "conceptos concretos" de la lógica dialéctica. Durante el marxismo soviético, especialmente desde Stalin, en la sociedad socialista la praxis revolucionaria de las masas fue reemplazada por la evolución social dirigida por el Estado. Una minoría burocrática del partido sofocó el socialismo. Con ello le fue común con el socialismo utópico la negación de la ley de unidad y lucha de contrarios. En realidad, al arrebatar a las masas su capacidad de negación, de contradicción, anquilosó la dialéctica en antidialéctica y dogmatismo. Con la Perestroika se evidenció que en el socialismo existía la contradicción antagónica y su represión significó su calamidad.

 

V. La dialéctica en Mariátegui

J. C. Mariátegui fue concebido en los años 30 como un intelectual populista, en los 40 fue adoptado por el comunismo peruano como un comunista "convicto y confeso", desde fines de los 60 hasta los 80 se asentó su imagen de marxista heterodoxo (por asimilar el materialismo histórico y tomar distancia del materialismo dialéctico, así como por tomar en cuenta lo nacional, el aspecto ético del socialismo). Y actualmente se acepta su heterodoxia como piedra de toque de su pensamiento.

Esto ha llevado a pensar que Mariátegui acepta la dialéctica en la historia más no en la naturaleza, y, aun cuando este punto no está del todo agotado, está claro que no renuncia a la dialéctica, asume toda la escatología del materialismo histórico -incluso sus "horrores" (Véase la Carta a Samuel Glusberg del 30 de abril de 1927)-, aunque no se detuvo en el análisis filosófico de sus categorías fundamentales. Lo singular en el Amauta es que la praxis individual no queda neutralizada por el carácter inexorable de las leyes científicas sociales, de ahí su admiración por Nietzsche, Sorel, Romain Rolland, y otros. Pero no dio el paso crucial hacia una fundamentación científica de las leyes de la dialéctica. Además, su óptica historicista dependió del método dialéctico. Pero tuvo la suficiente lucidez de no pensar, como después lo haría Lukács, de que "piensa equivocadamente" toda una clase social.

Después de la caída del Muro, el socialismo real y el reinado del neoliberalismo, el marxismo en América Latina no ha sido capaz de llevar adelante la dialéctica mediante el análisis filosófico de sus categorías fundamentales.

 

VI. La dialéctica de Lukács

Lukács en vez de proceder a una fundamentación científica apostó al carácter necesario de las leyes dialécticas de la historia. Y supuso la validez de la lucha de clases para todas las etapas de la historia. También hizo depender la óptica historicista del uso del método dialéctico, simplificó excesivamente la interacción entre el ser social y la conciencia de clase. Y su noción de "conciencia de clase" fue deformada en el sentido de que toda una clase social "piensa equivocadamente".

 

VII. La dialéctica en Sartre

Para Sartre hay otro existencialismo que no se desarrolla contra el marxismo, aunque reconoce que el marxismo estalinista congeló la relación dialéctica entre "teoría y práctica". Sartre evoluciona del existencialismo antimarxista de posguerra al existencialismo marxista de los cincuenta. En éste la praxis individual se integra al materialismo histórico. Dice el "marxismo no está por revisar sino por hacerse" y proclama que el existencialismo es la única vía concreta y fundada de investigación marxista.

Sartre fue el primero en formular la fundamentación de la dialéctica marxista. Frente al marxismo dogmático que funda su metodología en las llamadas "condiciones objetivas" de la historia, Sartre lo funda en la "razón dialéctica" que hace inteligible al marxismo y a la historia. La dialéctica congelada soviética hace del hombre un producto de las determinaciones materiales, mientras que en Sartre el hombre no sólo es hechura de los condicionamientos objetivos, sino también de la praxis individual. 

El método progresivo-regresivo arranca de la praxis individual (abstracto) para alcanzar la historia como totalidad (universal-concreto) y retomar a lo individual enriquecido (particular-ampliado). La razón dialéctica a priori es el instrumento para inteligir lo real a partir de la praxis individual. 

La praxis individual es: 

1. la fuente generatriz de los conjuntos "prácticos" (entre ellos lo "práctico inerte"),

2. las dialécticas individuales generan antifisis o reinado del hombre sobre la naturaleza,  

3. la anti humanidad o reinado de la materialidad inorgánica sobre el hombre -con sus enajenaciones, antagonismos y violencias-, y 

4. la propia antifisis para edificar el reino de lo humano.

Para Sartre la praxis genera la antipraxis, la dialéctica ha generado la antidialéctica. Los conjuntos práctico-inertes (la serie, la masa) son la negación de la praxis individual y la matriz de los grupos revolucionarios. Sirviéndonos de las categorías sartreanas podemos decir que lo anético es el reinado de la anti fisis y la antipraxis en el hombre, más aún de la presencia de una praxis degenerativa en sentido personal y moral. La inteligibilidad perfecta de la Historia transita por tres momentos: praxis individual-praxis serial-praxis común, todo lo cual conduce a la praxis concreta e histórica. La praxis individual (razón dialéctica constituyente) al objetivarse en el mundo material se enajena; la praxis serial (lo práctico inerte) sólo puede ser negado como antipraxis cuando las praxis individuales se integran en una praxis común de grupo, así el hombre se libera de su sometimiento a lo material y recupera su libertad.

En suma, Sartre intentó fundamentar la dialéctica ubicándola en el terreno histórico y evitando proyectarla sobre la Naturaleza, así como haber destacado, superando a Marx, las mediaciones dadas entre el mundo humano y sus producciones en un movimiento dialéctico que oscila entre la libertad, la subjetividad, la serie, lo práctico inerte, los conjuntos y los grupos. No obstante, es problemático en Sartre su intento de fundar la praxis individual en la dialéctica de Marx; su dialéctica peculiar condena a la sociedad a una alternancia indefinida entre libertad y alienación, praxis y antipraxis; opone injustificadamente la razón dialéctica a la razón analítica; otorga a la dialéctica una dudosa omnipotencia sobre el mundo de lo humano; su concepto de enajenación se mueve en un círculo vicioso, pues resulta insuperable la contradicción "hombre-materia"; su concepción de clases y clases sociales privilegia problemáticamente la praxis individual; y, por último, no ofrece una imagen concreta de la historia sino un  esquema abstracto.

VIII. La dialéctica en Althusser

Para Althusser toda contradicción se presenta en la práctica y en la experiencia histórica como una "contradicción sobredeterminada". En este sentido, sus aportes epistemológicos (criterio de verdad, relación teoría-práctica, etc.) y dialécticos (la sobre determinación) son muy importantes.

No obstante, se le han dirigido la siguientes objeciones: 1. Es la historia real y no la ideología teórica  la  que  fija  la  necesidad  de  transformación teórica, por ello su aporte epistemológico es "teoricista" (Adolfo Sánchez Vásquez); 2. Borra la distinción entre teoría y práctica al establecer la "práctica teórica"; 3. Su criterio de verdad deriva hacia un corpus místico y sacralización de la teoría, al separar la verdad de una teoría científica de la práctica histórico social; 4. Mantiene una concepción negativa de la ideología sin observar su lado positivo; y 5. Conserva el dogma historicista hacia un destino preconcebido, confundiendo la realidad histórica con un fin determinado (la sociedad comunista sin clases).

 

IX. Las tareas de la dialéctica

1. A la luz de los avances en la microfísica y microbiología resulta justificado restringir la dialéctica al campo de la historia.

2. El status científico de la dialéctica debe corresponder a la episteme de las ciencias sociales (es decir a su carácter tendencial).

3. Siendo de carácter tendencial e histórico no es el único método válido y debe ser complementado por otros métodos (tipológico, fenomenológico, estructural, funcional, etc.).

4. Debe evitarse su contaminación del dogmatismo ideológico (historicismo no dependa de la escatología del materialismo histórico -G. Gurtvich, Francisco Nicoli-).

5. La lucha de clases y la revolución no se asientan exclusivamente en el método dialéctico.

6. La dialéctica no es omnipotente en el mundo de lo humano (la razón dialéctica no es sino una de muchas en el ámbito antropológico).

7. No oponerse tajantemente a la razón analítica (verdades a priori, independientemente de la experiencia).

En suma, la dialéctica debe basarse tanto en los criterios de objetividad y coherencia interna como en los enunciados que no se adecúan a la verdad observacional y empírica, complementarse con otras metodologías, y evitar fundarse en ideologías. Sin perjuicio de su status gnoseológico y científico, la dialéctica debe ser admitida como un caso especial del conocimiento filosófico.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

6.

VACÍO CÓSMICO Y NADA HEGELIANA

 

 

 

La Nada es el gran desafío de la filosofía occidental. De Aristóteles a Bergson se ha negado a pensar la Nada pura. Y cuando lo hizo se lo efectuó como corrompido por el tiempo. Heidegger afirmó un acceso a la Nada por la muerte a través de la angustia. Pero fue Hegel quien formuló la más perturbadora idea, a saber, el Ser puro es la Nada. El ser puro es la nada en el inicio. El ser indeterminado es la nada como el ser en potencia. Pero la objeción que surge es que la Nada pura no puede ser el ser en potencia. En otras palabras, Hegel no llegó a pensar la Nada pura. Más bien, lo que pensó fue el vacío cósmico. Su idealismo es un naturalismo del pensamiento universal inmanente. En Hegel no hay trascendencia divina.

Por su parte, los astrónomos han confirmado que vivimos en un inmenso vacío cósmico. Y con ello vuelven a resonar las antiguas preguntas filosóficas: ¿si la materia surgió de la nada? ¿Qué había antes del Universo? ¿Todo se formó a partir de un fenómeno microscópico llamado fluctuaciones cuánticas? ¿Lo explican todas las leyes de la física, es Dios el Creador de estas leyes?

La física y la cosmología se ocupan sólo de cosas que se pueden verificar. La filosofía de lo que se puede explicar racionalmente sin verificación empírica, la religión de lo que se debe tener fe por revelación.

En nuestro caso nos interesa la antigua v perenne pregunta filosófica formulada varias veces por grandes pensadores como Heráclito, Parménides, Platón, Aristóteles, san Agustín, santo Tomás de Aquino, Leibniz, hasta Heidegger. Y la pregunta es: ¿Por qué hay Ser en vez de nada? Pero justo aquí irrumpe Hegel con su extraña idea de que el Ser y la Nada son lo mismo. Veamos primero lo que confirman los astrónomos. Según un nuevo descubrimiento el Universo sería algo así como una descomunal pompa de jabón con toda la materia concentrada en la superficie y casi totalmente vacía por   dentro.   Esta   conclusión   fue   expuesta   en la reunión anual de la Sociedad Astronómica Americana, que se celebra estos días en Austin, Texas. La Vía Láctea, nuestra galaxia, junto a todas sus compañeras, se encuentra en el borde mismo de un enorme vacío de más de mil millones de años luz de extensión y en cuyo interior no hay "nada".

El "agujero" que contiene la Vía Láctea es conocido como el "vacío KBC" (por Keenan, Barger y Lennox Cowie, de la Universidad de Hawái), y es el mayor vacío conocido por la Ciencia. La idea fue lanzada en 2013 la astrónoma Amy Barger y su estudiante Ryan Keenan, de la Universidad de Winsconsin-Madison, mostraba que la galaxia en que vivimos reside justo en los límites de un gigantesco vacío, una oscura y enorme región de espacio que contiene muchas menos galaxias, estrellas y planetas de lo que podemos ver en nuestro vecindario cósmico más inmediato.

El Universo parece un queso de Gruyere o de una enorme tela de araña en 3D en el que la materia "normal" se distribuye en agujeros y filamentos. Los filamentos están hechos de cúmulos y super cúmulos de galaxias, que a su vez están formadas por miles de millones de estrellas, gas, polvo y planetas. Y toda esa materia “normal” apenas supone el 5% de la masa total del Universo. El 95% restante, que no puede ser observado directamente, está hecho de materia y energía oscuras.

El nuevo estudio del astrónomo Hoscheit, también estudiante de Barger, confirma la idea de que vivimos en el mayor de los vacíos conocidos hasta ahora en el Universo. Un vacío que, además, ha permitido resolver las discrepancias que existían al usar diferentes técnicas para medir la velocidad a la que el Universo se expande. Hoscheit no ha podido encontrar objeción alguna, ni obstáculo observacional que vaya en contra de la conclusión de que la Vía Láctea reside en el borde mismo de un gigantesco vacío. Hasta aquí llega la noticia de los cosmólogos.  Y lo primero que se puede advertir es que el vacío cósmico actual no es el vacío cuántico del que surgió todo el Universo. No sólo se trata de dos tipos de vacío distintos, por lo dimensional, macrocósmico el actual y microcósmico el original, sino que, por lo estructural, se relaciona con aquella fuente energética que dio origen a la energía oscura y a la materia oscura. Lo segundo a conjeturar es que la duración finita de la expansión de dicha pompa de jabón llamada Universo no tiene por qué ser relevante respecto al destino de una de sus criaturas que la habita, a saber, el hombre. Todo indica que el principio antrópico existe para subrayar la relevancia cósmica del hombre al haber sido hecho a imagen y semejanza de Dios.

Tercero, si el Universo reposa sobre un vacío cósmico, este mismo vacío tuvo que haber tenido un origen y al tenerlo no es la Nada, sino que es “algo” llamado vacío cósmico. Lo cual permite deducir que el vacío cósmico no es la Nada absoluta. De modo que el vacío cósmico sería algo así como el repositorio de la energía oscura y la de la materia oscura, las cuales son también resultado de las fuerzas físicas fundamentales, las mismas que tampoco son ni el vacío cósmico ni la nada, y sí más bien algo así como el Neutrovacío (término acuñado por el matemático y cosmólogo peruano Enrique Álvarez Vita). Lo singular del caso es que ese vacío cósmico es algo así como ser puro de Hegel. Cierta unidad del ser y la nada. Donde la Nada es el punto de partida y el Ser es dirección.

Cuarto, si el vacío cósmico tuvo un origen ese origen no pudo ser las fluctuaciones cuánticas del neutrovacío, porque la idea misma de lo cuántico puede suponer un vacío macroscópico, pero no un vacío microscópico. De manera que el origen del vacío cósmico –tanto macro y microcósmico- no es ni sí mismo ni la Nada absoluta, sino algo exterior al Universo in nuce o en potencia. Ese algo exterior no puede ser ni el azar, ni la causalidad, ni la indeterminación, sino la libre voluntad de un Ser superior inteligente y con voluntad. De modo que no es un contrasentido pensar que el Universo fue creado de la Nada por un ser omnipotente y omnisciente. Aquí Hegel corta el nudo gordiano de un sablazo, porque su panteísmo filosófico se maneja con el principio de univocidad y no el de analogía. Por lo cual puede prescindir de todo sentido trascedente del ser, reduciéndolo solo a un sentido inmanente. En su caso no hay una libre voluntad de un Ser superior inteligente. El Espíritu es devenir absoluto, contradicción en desarrollo. Hegel entrega por completo el ser al movimiento. Esto ha hecho decir a algunos que Hegel supera la trascendencia del Absoluto. Sin duda que Hegel se defendió, con poca fortuna, diciendo que su panteísmo era acosmista en vez de ateo. Sólo se puede pensar la Nada como identidad con el Ser puro. Nuevamente, Hegel no piensa la Nada pura sino en relación con el ser potencial.

Quinto. Las fluctuaciones cuánticas pueden haber dado origen al Big Bang dando comienzo a todo el Universo incluido el vacío cósmico. Pero dichas fluctuaciones no ocurren en la Nada absoluta, sino en el vacío cuántico que ya es algo. El vacío cuántico es, en realidad, la Nada como carencia o como privación. Entonces, qué dio origen a ese vacío cuántico. Si suponemos que ella misma se originó, resulta siendo causa de sí misma o causa sui. Algo así como una divinidad inconsciente, una fuerza cósmica ciega. La materia y la naturaleza quedarían divinizadas. Esa es la solución del panteísmo o sea Dios es todo. Muy emparentado con Hegel. El alma quedaría convertida en epifenómeno neurológico, la inmortalidad es un mito y el espíritu quedaría pulverizado. Esto es justamente lo que se supone en la propuesta panteísta que en el fondo es un materialismo solapado. 

Sexto. Pero también es un materialismo sutil el llamado panenteísmo (Dios está en todo lo trascendente e inmanente) de Schelling y Krause. En el fondo el panenteísmo al afirmar que Dios está en la naturaleza afirma que Dios cambia y se identifica con la creación. O sea, la creación es igual con la propia esencia de Dios. Así, niega la naturaleza trascendente e inmutable de Dios, y por ende, la necesidad del milagro, la encarnación y la redención de Cristo.  Si Dios está también en la mudable naturaleza inmanente, entonces qué sentido tiene la encarnación y redención de Cristo: ninguna. Si Cristo es innecesario y sólo importa el Dios que está en todo, entonces la salvación es automática, la libertad sobra, todo está inscrito en las leyes naturales por la voluntad infinita del Creador. Pero hay algo más grave aún. Si Dios está en todo, entonces la creación tiene que ser infinita o sea eterna. La materia deriva en eterna, el tiempo en un eterno retorno. Como para el panenteísmo Dios es trascendente e inmanente, entonces hay dos eternidades. Pero como no puede haber dos eternidades, porque es un contrasentido lógico y ontológico, entonces aquí reluce una inconsistencia más del panenteísmo. Hegel fue más consecuente afirmando su panteísmo acosmista.

Séptimo. Pero, además, cómo explicar que de dichas azarosas fluctuaciones cuánticas se engendrara el principio antrópico y la libertad. Y, además, cómo de algo ciego y azaroso se puede explicar un sentido, un propósito, un orden, un telos que parece seguir claramente el Universo. Al espíritu euclidiano se le escapa la explicación de la libertad del individuo y la historia humana. Es un fenómeno que rompe sus reglas cuantitativas y empíricas. La explicación más plausible del fenómeno humano y del universo mismo lo ofrece la elucidación teísta. Al espíritu euclidiano de carácter cientificista le caracteriza la rebelión contra Dios. La libertad tiene una naturaleza propia y no puede ser reducida a explicaciones azarosas, cuánticas ni causales. Pero como sabemos el panlogismo hegeliano es apriorista por su método y empirista por su contenido.

Hegel rompe con la filosofía de la identidad porque considera que lo absoluto es más sujeto o totalidad viviente que sustancia. Pero Hegel al apartarse de Schelling también se aparta de Spinoza. Se queda con el principio de inmanencia para añadirle la dialéctica del sujeto en evolución. La finalidad es que la naturaleza esta desinada para que aparezca el Espíritu. Aquí se mezcla el Absoluto dinámico de Proclo y Boheme, la dialéctica de lo real de Heráclito y la dialéctica del pensar de Platón y Kant. Así, el Ser es la totalidad concreta en desarrollo. De manera que el vacío cósmico ligado a las fluctuaciones cuánticas encuentra el punto más controversial en la concepción de lo divino como energía autocreadora, donde resulta siendo álgido el problema de la libertad. Spinoza trató de resolverlo viendo la libertad como la conciencia de la necesidad. Lo que resulta un verdadero contrasentido.

Pues no es posible construir un sistema ético ni explicar la libertad basándose en un naturalismo y determinismo panteísta. Pero en Hegel ¿es acaso el individuo libre? Fichte identificaba la libertad con la actividad. Schelling advertía la posibilidad de anulación de la libertad por la determinación de la liberad misma. Y Hegel salvaba los obstáculos afirmando que “la actuación de un ser conforme a su propia naturaleza es también libertad”. Por ello supone que la Naturaleza es el reino de lo contingente, porque su ser es el momento de la alteridad y no de regreso hacia sí mismo. Su propia Filosofía de la Naturaleza es concebida como una alteridad de la Idea, un ascenso hacia el Espíritu.

Pero si bien en un universo regido por la necesidad no puede haber ni bien ni mal, en un universo regido por la indeterminación materialmente sí puede haber bien y mal, aunque formalmente dependa de factores extramateriales, como la conciencia moral. En esta oscilación y ambigüedad subyace un materialismo ateo que no puede comprender a Dios como sujeto. No hay nada de sublime en el panteísmo. En un universo regido por la necesidad y la indeterminación sólo puede surgir un dios filosófico que es finalmente materia, pura energía ciega. El absoluto hegeliano no tiene nada fuera de sí, corre a través el ser. Pero eso no es pensar en la Nada pura sino en su identidad con el ser puro. Y como es energía, no es creador, sino ordenador. Él es naturaleza, no lo trasciende. Es un eterno flujo de energía inagotable. Pero no hay ningún fin, el azar y la necesidad lo rigen todo. No hay duda que junto a la moralidad estoica, al panteísmo metafísico espinosista y al panteísmo acosmista hegeliano, se impulsó la secularización del hombre prometeico actual.

En el mundo actual el panteísmo renace sobre los escombros del mecanicismo naturalista, el materialismo, el positivismo y el cientificismo. Incluso junto al indeterminismo todos tienen en común el predominio del inmanentismo. Es lo que vemos en los multiversos de Hawking y en el azar omnipresente de Dawkins. Los mismos coqueteos con el panteísmo lo podemos hallar en aquella divinidad más profunda que Dios, en la Gottheit de la vía mística de Eckhart, el Ungrund de Jacobo Boehme, en el Uno de Plotino, el Supraser en Heidegger y en el misticismo hindú.

Pero el gran inconveniente de la afirmación panteísta es que su indiferenciación impersonal culmina en el pasivismo, el quietismo, la negación del hombre y de Dios. Por ello, no fue casual la coincidencia de los hegelianos de izquierda con los hegelianos de derecha sobre el problema religioso al considerar que no ha Dios y que Dios está en el hombre. Por su parte, los hegelianos de centro sostenían que Dios se encarna en los seres finitos.

Sencillamente en el panteísmo no tiene cabida ninguna vocación creadora del hombre. Todo se absorbe en una oscura energía divina que no sabe nada de la energía creadora del hombre, no es antropológica, es pasiva y hostil a la creación. Todo queda absorbido en el indiferenciado divinismo original, o emergencia de las Idea absoluta, donde no se distinguen ni Dios, ni el hombre. Las grandes distorsiones conceptuales que nacen de la perspectiva panteísta son debidas a la concepción unívoca del ser, donde lo trascendente es eliminado ante el imperio ubicuo de la inmanente. Es el costo de renunciar a la concepción analógica del Ser. Y así vemos a un Hawking confundido y sin entender que nada puede la ciencia física decir sobre la creación, simplemente porque la creación no es un suceso físico sino metafísico. Del mismo lastre y grave defecto adolecen las especulaciones sobre los memes culturales de Dawkins. La existencia de una organización maravillosa en la naturaleza y de un orden superior a la materia no puede ser obra del azar, la causalidad ni la indeterminación, ni la astucia de la Razón hegeliana. Por el contrario, la misma ciencia sugiere la existencia de un orden sobrenatural. Las únicas respuestas posibles son de orden religioso y filosófico. La misma ciencia impone la necesidad de Dios tanto en lo material como en lo espiritual. La ciencia para completar sus explicaciones exige la existencia de un espíritu consciente e inteligente que dio origen al Universo. Se trata de un espíritu superior al cual el hombre debe prosternarse humilde. Einstein decía que el primer trago de ciencia te vuelve ateo, pero en el fondo de la copa se encuentra a Dios. No aceptarlo resulta siendo un defecto epistémico serio, pero aún más grave secuela es el daño que se propina a la propia vida personal y espiritual.

Si el Universo es como una pompa de jabón en cuyo interior está el vacío cósmico se puede decir que tanto el Universo como el vacío son el Ser en cuanto lo manifiesto. A esto se llama Realidad. Y aquí Hegel tiene razón, puesto que el ser y la nada como carencia se identifican. Pero eso no es pensar la Nada absoluta. Pero la Realidad no es la única manifestación del Ser. Es también Existencia, como el Yo de un poder ser dentro de un proyecto libre. Lo cual significa que el Ser es la fuente común de la Existencia y de la Realidad. El Ser es la fuente del Universo y no a la inversa. De modo que el Ser es eterno y es objeto de la metafísica; la Realidad es instantánea y es estudiada por la física; y la Existencia es temporal y es estudiada por la pneumatología. Ahora bien, dentro de este marco la Nada equivale a la no participación del Ser en la Existencia ni en la Realidad. En otras palabras, la Nada absoluta es la ausencia de universo, pero nunca es el vacío cósmico, ni identidad con el Ser.

¿Pero acaso cabe distinguir dos tipos de creaciones ex nihilo: ¿una sin el tiempo (Universo) y otra desde el tiempo (alma humana), una sin el vacío cósmico y otra con ella? Veamos, si el vacío cósmico del universo nos remite a la nada antes de la creación y, por ende, antes del tiempo, por su parte el problema del alma también nos señala una creación desde la nada, pero en el tiempo. Me explico. Dios crea de las nada ambas realidades, a saber, el Universo como el alma humana. Pero una cosa es la Creación a partir de la Nada (Creatio ex Nihilo) del Universo y del vacío cósmico, y otra cosa es la Creación del alma humana directamente por Dios en la historia y en el tiempo. Para la Iglesia las realidades espirituales (Dios, ángeles alma humana) no han emergido de la materia   evolutiva.   Pero, al   contrario   de   lo   que sostiene el orfismo y el gnosticismo, el alma humana no existe antes de su unión con el cuerpo. Entre la fecundación y el nacimiento crea Dios el alma individual de cada ser humano. Cada ser humano posee su propia alma puramente espiritual y constituye la intimidad de la persona. Y su destino es volver a la unidad psicofísica con el cuerpo. O sea, volver a ser persona. Pero Hegel no creía en la inmortalidad del alma, sino solo del pensamiento. Entonces, si Dios crea directamente el alma humana en plena desenvoltura del Universo ello significa que se da una Creatio ex nihilo del alma humana en la historia. Todo lo cual relieva la importancia que tiene el hombre en el universo mismo. Es más, subraya la importancia suprema del hombre dentro de toda la creación como realidad vinculante de lo inmanente y lo trascendente.

En otras palabras, el mundo material ha sido arrojado en la creación, en cambio el alma espiritual humana ha sido especialmente creada. Hacer filosofía de la naturaleza sobre la base de los fundamentos científicos nos lleva hacia la confirmación del principio antrópico de Brandon Carter y el Diseño inteligente de Michael J. Behe. Los cuales ponen énfasis en que el ajuste fino existente en las constantes cosmológicas no puede ser fruto del azar sino de un plan inteligente. Queda pendiente una inquietud no menos crucial. Cuál es la relación entre el vacío cósmico y el daño ontológico que infringió a todo el universo el pecado del hombre. Este punto tampoco es un tema de la ciencia, aunque sí de la filosofía y de la teología. El crecimiento exponencial del vacío cósmico que equivale al triunfo final de la entropía o del caos, sería la consecuencia de la herida abierta por el pecado del hombre.

El vacío cósmico no es la Nada absoluta. Pero se comporta como la identidad hegeliana establecida al comienzo entre el Ser y la nada. Lo cual significa que la nada pura no es la nada de la indeterminación hegeliana del ser. ¿Qué hubo antes de la Creación? a saber, Nada. Esa fue la respuesta de san Agustín. Pero eso no significa que no haya habido el Ser. El Ser Absoluto y eterno está fuera de lo temporal e instantáneo, fuera de la indeterminación del ser. En ese sentido se puede afirmar que Dios no es el ser, es anterior al ser. Platónicamente es el Bien Supremo que decide el ser y la naturaleza del Universo. En el Universo está el ser categorial. Por eso un Dios providente, omnisciente y omnipotente crea el cosmos de la Nada absoluta.

RESEÑA

David Huallpa Vargas (PUCP)

Nota: en la presente reseña se omite la lista de fe de erratas

 

 

Este libro está compuesto por seis capítulos más un prólogo. Estos constituyen una recopilación, con algunas alteraciones en la división entre párrafos, de varios artículos publicados anteriormente en el tan nutrido blog del autor (www.gusfilosofar.blogspot.com). Así, el primer capítulo corresponde a la entrada del 15 de marzo de 2017 (“Lógica de Hegel y locura de modernidad”); el segundo, a la del 5 de febrero de 2013 (“Hegel y Dios”); el tercero, con un añadido en el último párrafo, a la del 2 de febrero de 2013 (“Hegel y la posmodernidad”); el cuarto, con algunas reflexiones más sobre Hegel, a la del 8 de febrero de 2016 (“Heidegger, Sartre y las unilateralidades de la existencia”); el quinto, con un párrafo añadido en la página 63, a la del 15 de junio de 2012 (“La dialéctica en la encrucijada”); el sexto y último capítulo, con algunas reflexiones sobre Hegel a lo largo del artículo, a la del 10 de junio de 2017 (“Vacío cósmico y la Nada”).

Como se ve, son ensayos publicados en distintos periodos de tiempo a lo largo de medio lustro. No obstante, a todos les une una tesis principal que los atraviesa, a saber: con Hegel se perpetúa la negación del Absoluto qua trascendente, y sus consecuencias se extienden hasta nuestros días. Esa es, a su vez, la crítica que elabora GFQ y es su forma de conmemorar (y homenajear) a Hegel. Esa tesis se despliega a lo largo del libro y es abordado bajo distintos enfoques. A continuación, veremos, primero, la interpretación de GFQ de la figura de Hegel, luego veremos la influencia de Hegel y, finalmente, la crítica que le hace el autor.

La concepción de Hegel de GFQ sigue, en general, la interpretación clásica con algunos matices. Comencemos por lo central, a saber, el Absoluto hegeliano. A diferencia de Kant, Hegel sí consideraba que se podía llegar a conocer el Absoluto. Ello, por supuesto, no mediante el entendimiento, sino mediante la razón que aprehende la totalidad bajo la unidad (pp. 26-27). Es solo allí, de hecho, donde se llega a su conocimiento pleno, a saber, mediante el concepto; por ello, la religión para Hegel es limitada, pues solo lo imagina (p. 30). Ahora bien, el Absoluto hegeliano (y allí también su originalidad), que es Idea y dialéctica (p. 20; p. 58), antes que sustancia es sujeto. Por ello, su Absoluto puede moverse vivamente a partir de sí mismo: es, pues, inmanente. En ese automovimiento dialéctico —en Hegel nada es eterno: el devenir es incluso una verdad ontológica (p. 12)— es que deviene el mundo. Su desarrollo son solo sus momentos (p. 28). Al inicio, qua ser puro, es lo más vació y, por ello, se identifica con la nada y ello equivaldría, a su vez, remarca GFQ, al pensamiento de la divinidad antes de la creación del mundo para Hegel (p. 20). A partir de allí, y por sí misma, luego deviene en naturaleza (material) y luego, a través del ser humano, en espíritu. Allí (en el espíritu objetivo), Hegel es también original, pues trata de armonizar el conservadurismo con la revolución. Su filosofía política, pues, tiene esos dos aspectos. Por un lado, es conservadora (p. 41). Y es que busca la reconciliación con la realidad. El saber absoluto llevaría a Hegel a una verdad que trasciende la mera temporalidad. Ello se expresaría, por ejemplo, en la idea de un Estado universal y homogéneo. Por otro lado, es revolucionaria (p. 41). Y es que justifica los antagonismos como motor del desarrollo. Ello se vería expresado en su concepción de la dialéctica (e.g., la dialéctica del amo y el siervo) donde, en efecto, se conserva la tensión entre los opuestos. De este modo, con todo, es claro «[…] que Hegel supera la trascendencia del absoluto» (p. 29). De hecho —y esta es otra forma de expresar la tesis central de GFQ—, esa era la intención de Hegel: «[…] Hegel estaba obsedido por superar la trascendencia de lo Absoluto y en demostrar que Dios no prescinde del mundo» (p. 14; p. 25; p. 28).

En el Prólogo se había preguntado GFQ sobre Hegel: «¿Qué queda de su pensamiento a 250 años de su nacimiento y 189 años de su muerte? ¿Su fantasma recorre nuestro tiempo?» (p. 5). La respuesta es: efectivamente, su pensamiento ha venido recorriendo nuestro tiempo y su sombra es ancha y familiar. Veamos su influencia en los puntos que vimos: (1) el Absoluto, (2) la nada, (3) la dialéctica y (4) su filosofía política.

(1) Luego del positivismo, en el siglo XX su filosofía de la religión resurgió en Alemania (Scheler, Jaspers, Nicolai Hartmann, Heidegger), en Francia (Bergson, Sartre, Merleau-Ponty), en Inglaterra (Samuel Alexander, Whitehead, Collingwood) (p. 16). Más aún, la concepción hegeliana del Absoluto, de hecho, fue heredado inmediatamente por sus seguidores, tanto por los hegelianos de izquierda (e.g., Feuerbach, Marx, Stirner, Strauss), como por los de derecha (e.g., Bauer) y por los de centro (e.g., Michelet): para todos ellos, pues, ya no hay una divinidad trascendente. Sus intérpretes posteriores también, con distintos matices, coincidieron con la negación de la trascendencia del Absoluto (e.g., Heine, Haering, Hartmann, Hippolyte, Wahl, Kojève, Michelet) hasta Hamelin, por ejemplo, quien se atrevió a romper con el puro inmanentismo y llegó, conservando la dialéctica hegeliana, a concebir una divinidad trascendente (pp. 32-34).

(2) La concepción hegeliana de la nada también tiene un gran espectro. Con matices, casi lo mismo, pues, encontramos en la cosmología contemporánea. Astrónomos como Barger, Keenan o Hoscheit han sostenido que el universo está compuesto de materia y, en gran medida, de un vacío que lo sostiene: un vacío cósmico. Ese vacío, en tanto que sostiene al universo material, sería algo así como un repositorio de la materia y energía oscura. De este modo, ya es algo (un “neutrovacío”), y no, pues, la nada pura. Por ello, ese vacío coincide con el ser puro inicial hegeliana: «Donde la Nada es el punto de partida y el Ser es dirección» (p. 74).

(3) Respecto a la dialéctica, la sombra del pensamiento hegeliano tiene también un amplio espectro. Es, sobre todo, a través de Marx que su influjo se perpetúa, pero también de Engels. En efecto, mediante el marxismo esa dialéctica llega, con matices, hasta la U.R.S.S., Sartre, Althusser, etc., quienes lo dotan de una vitalidad renovada. Y, en nuestras tierras, llega hasta Mariátegui (pp. 58-68).

(4) Respecto de su filosofía política, el influjo hegeliano es así mismo notable. Dados los dos aspectos que vimos de su propuesta política, no sorprende que la interpretación de la filosofía política hegeliana haya admitido interpretaciones dispares: como conservador (de la monarquía prusiana), como revolucionario (e.g., Cousin, Rosenkranz) o como un intermedio (e.g., Dewey y Basch) (p. 39). En nuestra realidad inmediata su influencia, incluso, la vemos en el neoliberalismo posmoderno actual (p. 35). En efecto, a estos tiempos posmodernos no le interesa tanto lo romántico, vital y existencial (Escritos de juventudFenomenología del espíritu) ni el aspecto esencialista (Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio y Ciencia de la lógica) de Hegel, sino precisamente el tema que tratamos: «lo que le atrae no es el aparato filosófico o religioso, es más bien el político» (p. 37). Y dentro de ella, solo el aspecto conservador, Fukuyama lo habría entendido bien.

Frente a ello, GFQ hace una evaluación crítica. Nuevamente aquí reaparece la tesis central: Hegel ha negado el Absoluto qua trascendente. Ello, si recordamos, es evidente desde su concepción del Absoluto: es pura inmanencia de modo que no hay cabida para lo trascendente, ya no hay ningún ser exterior, sino un Absoluto inconsciente que se despliega por él mismo hasta llegar a nosotros (pp. 31-32). Por ello también, Hegel solo habría llegado al conocimiento de la creación, pero no de Dios qua Dios.

Y todo ello es precisamente su deficiencia más sustancial. En efecto, perder el Absoluto trascendente implica que no hay nada ajeno y que la figura más elevada no es sino el hombre mismo: solo restaría el hombre solitario que, frente a tal pérdida, comenzaría a endiosarse en un movimiento prometeico: he allí el germen del ateísmo (p. 31). En consecuencia, se habría producido una sociedad descreída con una pérdida sustancial de los valores superiores (lo que habría llevado al relativismo del homo mensura y al nihilismo), sin apenas capacidad de reflexionar plenamente sobre sí mismo (lo que habría llevado al hombre anético), lo que habría ocasionado, a su vez, una tremenda crisis moral: la centralidad del hombre sin Absoluto trascendente equivale, pues, a la muerte del hombre. Una sociedad tal es una sociedad sin futuro y Hegel sería uno de los representantes que lo ha promovido: «La filosofía hegeliana es la expresión más genuina del delirio prometeico de la modernidad» (p. 6), se dice con razón desde el inicio en el Prólogo. De este modo, afirma contundentemente GFQ: «Sin menoscabo que tiene para la historia de la filosofía el pensamiento hegeliano, se puede afirmar que está en la raíz de un humanismo sin Dios que configura los problemas filosóficos, políticos y religiosos de nuestro tiempo» (p. 34).

Con todo, GFQ logra alumbrar aspectos que normalmente pueden pasar desapercibidos para estudios esencialmente filológicos o áridos sobre la obra de Hegel. Su tesis principal (i.e., que con Hegel se exacerba la negación de la trascendencia del Absoluto) permite alumbrar críticas que se extiendan hasta nuestra sociedad actual. Todo ello lo liga con los movimientos filosóficos contemporáneo que critican el inmanentismo y el olvido de la trascendencia, como, por ejemplo, Maxence Caron con su La Vérité Captive (2009) quien sostiene que los males de la sociedad contemporánea son consecuencia precisamente de ello (pp. 18-20). Caron sitúa ese olvido en el año 1277 con la figura del clérigo Étienne Tempier, quien comenzó a separar la teología de la filosofía y, así, la trascendencia de la inmanencia (pp. 141-146). El mérito de GFQ consiste, desde este ángulo, en haber detectado la centralidad e importancia de Hegel en ese proceso milenario.

Ahora bien, aunque lo importante de esta clase de libros son las ideas, que revisamos hasta ahora, se sugiere también advertir las erratas y dificultades formales como las citas bibliográficas que se pueden advertir a lo largo del libro reseñado. Hemos encontrado algunas, que seguramente pasaron inadvertidos al editor, aunque ninguno es significativo a tal punto de que obstaculice la lectura: seguramente en una eventual segunda edición o en una edición de las obras completas de GFQ serán subsanadas. Comenzaremos observando las dificultades relativas a las citas o referencias bibliográficas y finalizaremos con una lista de fe de erratas.

(Este fragmento de la Reseña ha sido omitida)

Referencias

Bataille, G. (1986). La experiencia interior (Trad. F. Savater). Taurus,

Caron, M. (2009). La Vérité captive: De la philosophie. Système nouveau de la philosophie et de son histoire passée, présente et à venir. Cerf.

Descombres, V. (1988). Lo mismo y lo otro: cuarenta y cinco años de filosofía francesa (1933-1978) (Trad. E. Benarroch). Cátedra.

Flores Quelopana, G. (2020). Hegel y el delirio prometeico de la modernidad: conmemoración de los 250 años de su nacimiento. IIPCIAL.

Hegel, G. (1970). Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften im Grundrisse 1830: Erster Teil. Die Wissenschaft der Logik. Mit den mündlichen Zusätzen. Suhrkamp Verlag.

Hegel, G. (1984). Lecciones sobre filosofía de la religión: 1. Introducción y Concepto de religión (Trad. R. Ferrara). Alianza.

Hegel, G. (2005). Enciclopedia de las ciencias filosóficas en compendio (Trad. R. Valls). Alianza.

Kojève, A. (1968). Introduction à la lecture de Hegel: leçons sur la Phénoménologie de l’Esprit professées de 1933 à 1939 à l’École des Hautes Études. Gallimard.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

TERCER ACTO

 

NIETZSCHE

Y LA METAFÍSICA INMANENTE

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

INTRODUCCIÓN

 

 

Tradicionalmente se piensa que Nietzsche quedó ciego para el ser y los valores sempiternos al reducir lo ontológico a lo axiológico, dentro de una perspectiva vitalista, psicológica y relativista. Pero ello sólo es la mitad de la historia. La otra mitad es advertir que su propia propuesta filosófica, que es la destrucción de la metafísica trascendente, se fundamenta sobre la afirmación de una metafísica de la inmanencia, donde su guerra a muerte contra los valores trascendentes desemboca finalmente en una metafísica del devenir, donde la voluntad de poder se desenvuelve en el eterno retorno de lo mismo.

Su nueva visión inmanente de la metafísica hace de la voluntad de poder la esencia de lo existente, pero dentro del eterno retorno. Ante este flujo cósmico del nuevo dios Dioniso, sólo cabe la actitud existencial del superhombre como amor fati o amor al destino. Amar el destino como necesario y amar la necesidad misma del juego cósmico, es la palabra cumbre y final de la asistemática y aforística filosofía nietzscheana. Esto hace que su idea del amor fati sea la clave última que desvela su pensamiento y a través del cual se descifra mejor las ideas de la voluntad de poder y de eterno retorno de lo mismo. Pues pensar a Nietzsche sólo desde la voluntad de poder lleva a identificar el ser con el valor, y expresar el subjetivismo del pensamiento moderno, como lo hace Heidegger. Mientras que interpretarlo desde el eterno retorno de lo mismo lleva a ver el ser como lo que está más allá de lo axiológico, como ocurre con Eugen Fink. Ambos puntos de vista son correctos pero incompletos, porque tanto el valor como el rebasamiento de lo axiológico se entienden cabalmente desde el amor fati. El amor fati es la real piedra de toque por el que cobra su verdadero significado la voluntad de poder y el eterno retorno de lo mismo.

Sólo así sale a la luz la gran contradicción de la filosofía nietzscheana, a saber, que lo que al comienzo aparecía como una alegre filosofía de la libertad termina siendo una oscura y triste filosofía de la necesidad. Efectivamente, su pensamiento se parece a una ópera trágica que promete mucho con la muerte del Dios, el superhombre, la voluntad de poder y la inversión de los valores, pero que acaba en bufonada carnavalesca con el eterno retorno de lo mismo y el amor fati.

El amor fati muestra una metafísica de la inmanencia dentro de una filosofía de la necesidad, donde el ser es la voluntad de poder que se repite eternamente, y donde la libertad humana resulta ilusoria y queda reducida a escombros de la repetición cósmica. El amor fati es la versión moderna del necesitarismo antiguo y medieval árabe adosado de ateísmo y biologismo. En suma, Nietzsche al interpretar la ontología trascendente desde la axiología consigue arribar a la metafísica de la inmanencia. Su camino es muy matizado, primero desde una metafísica del esteta, luego arriba a una antropología psicologizante, después madura en la propuesta propia del superhombre, para rematar finalmente en la problemática del nihilismo y el amor fati.

Lo singular de la trayectoria intelectual de Nietzsche es que su pensamiento presenta un despliegue que exige verlo desde su totalidad. Es desde esta exigencia que hemos propuesto comprender los cuatro periodos que generalmente se divide su pensamiento agrupándolos en dos grandes etapas. La primera la hemos llamado “Anunciación” y la segunda etapa la “Predicación”. Ambas guardan una inocultable referencia religiosa, porque Nietzsche no sólo es un artista y un filósofo, sino que su filosofía se resuelve en un nuevo anuncio religioso de Dioniso. El Nietzsche maduro es un predicador, pero que rehúsa a los discípulos: “Para esos hombres de hoy no quiero ser luz, no quiero que me llamen luz. A esos quiero cegarlos. ¡Relámpago de mi saber, sáltales los ojos!” (VI, 421).[2] Como bien señala Karl Jaspers Nietzsche se apodera de Jesús, pero con la salvedad -acotamos- de ser un Anticristo. Su sofística sugestionante se apodera de Jesús, respeta profundamente su regla de vida, pero sólo para mostrar que llevaba a la autodestrucción del yo. Por eso en su pretendida paganización se convierte en el profeta de Dioniso, asume la forma del Anticristo y saca adelante una desviación de la propuesta de Jesús. De ahí que no sea fácil decir, como lo hace Jaspers, que Nietzsche lucha contra el cristianismo desde exigencias cristianas porque su espíritu piadoso es el inverso al del Nazareno. Incluso la nueva concepción del mundo que termina esbozando es destrucción del trasmundo en el que Cristo basó su anuncio de la llegada del Reino. En suma, el tono religioso del Nietzsche maduro justifica verla como “Predicación”.

Por último, la significación y presencia que tiene el nihilismo de Nietzsche para nuestro relativista y hedonista tiempo de declive del mundo unipolar del occidente liberal, difícilmente se puede exagerar. A raíz de la crisis del mundo unipolar sale a la luz el enfrentamiento entre los dos occidentes: el liberal y el cristiano, el cosmopolita y el nacionalista, el que niega las tradiciones y el que las defiende. Se trata de una lucha a muerte entre dos visiones del mundo: la inmanentista del imperialismo mundial y la trascendente de las potencias emergentes con el resto de los países del globo. La verdad es que el occidente liberal ha llegado a empantanarse hasta límites aberrantes.

Ahí tenemos su repulsiva y antihumana agenda bien definida a través de la eutanasia, la eugenesia, la ideología de género, las opciones de identidad sexual, cambio de sexo en niños, gestación subrogada, rebaja de edad para tener sexo con niños, pedofilia rampante, homosexualización de la cultura, la disolución de la familia tradicional, las tradiciones culturales y espirituales. A todo ello se opone el Occidente cristiano con la defensa de la tradición cultural y religiosa, la nación, la familia, la identidad sexual definida, y los valores morales. En el fondo se trata de una batalla metafísica decisiva por definir los fundamentos del mundo.

También su presencia en los principales pensadores de nuestro tiempo es ostensible, desde Heidegger hasta Derrida, Foucault y Vattimo. Muchos se han reclamado neonietzscheanos. Y resulta muy sospechoso que esto haya ocurrido en el seno del occidente liberal. A través de los cuales el formalismo y el mito culturalista se volvió extensivo. No hay verdades, todo se construye. El nihilismo se ha vuelto vital y viral, los valores tradicionales se hunden y en su lugar se promueve la agenda del superhombre de la élite mundial: eutanasia, aborto, ideología de género, eugenesia, transhumanismo. Pero al mismo tiempo es precisamente esta agenda nihilista la que también se tambalea con el hundimiento del inmoral y corrupto mundo liberal.

Vivimos un terremoto geopolítico revolucionario global de amplias repercusiones que representa un cambio histórico profundo, y que es consecuencia de la insostenibilidad de la visión del mundo moderna de índole inmanentista. El agresivo imperialismo anglosajón es la principal fuente de riesgo para la sobrevivencia de la humanidad. Y dentro de él la comprensión de la visión inmanentista del mundo que porta la filosofía de Nietzsche resulta decisiva para entender el nuevo rumbo al que se dirige y debe emprender la civilización humana.

 

 

 

 

 

 

 

 

1.

ANUNCIACIÓN

 

 

 

 

El pensamiento de Nietzsche no puede ser entendido de atrás para adelante ni de adelante para atrás, menos aún de modo fragmentario. Su pensar es uno cuyo Alfa y Omega compone una totalidad que exige una visión de conjunto. Visto fríamente y sin las alucinaciones que provoca la escritura hipnótica de Nietzsche se puede afirmar que su pensamiento se divide en dos grandes etapas: la Anunciación y la Predicación. Ambos términos guardan un tono religioso, pero se trata de una religiosidad inmanente, sin culto y en fiesta permanente. Esto significa recomponer la comprensión de su itinerario intelectual a la luz del espíritu inmanente, ateo y nihilista que da forma al pensamiento de Nietzsche.

Cada una de sus etapas implica dos periodos, haciendo un total de cuatro. El periodo estético y el periodo antropológico psicologizante pertenecen a la etapa de la Anunciación. Y los periodos del Superhombre y el Nihilismo al de la Predicación. De manera que la Anunciación se caracteriza por la gestación de las principales ideas y la problemática que eclosionará en la segunda, la cual tiene un acentuado tono predicador por parte de Zaratustra que representa el Antricristo. Sus obras finales y la obra póstuma componen el cuarto periodo de la segunda etapa de su pensamiento.

En buena cuenta ¿qué se anuncia en la primera etapa? Se anuncia la llegada del Anticristo. Y ¿qué se predica en la segunda etapa? Se predica la problemática del nihilismo, en medio del amor fati que pende en el pecho de un superhombre dejado en el oleaje del eterno retorno.  Finalmente, ¿cómo se comprende todo el movimiento de ideas que componen en conjunto las dos etapas de su pensamiento? Se comprende como una metafísica de la inmanencia, recia enemiga del trasmundo, defensora acérrima de lo vital, la transvaloración de los valores y del amor al destino en medio del eterno retorno.

De este modo, Así habló Zaratustra -publicado en cuatro partes de 1883 a 1885- inaugura el tercer periodo de su pensamiento y es la obra cumbre de su producción. Su idea clave es el eterno retorno de lo mismo, de la cual penden el superhombre, la muerte de Dios y la voluntad de poder. Mientras que el cuarto periodo se abre con Más allá del bien y del mal y se cierra con la obra póstuma La voluntad de poder. Y en ella juegan un papel decisivo la idea del Anticristo y el amor fati. Por ello, nos detendremos a iluminar en líneas generales la etapa de Anunciación que forma las ideas generales que tienen el papel de gestar su metafísica de lo inmanente.

Ante ello, es necesario empezar dejando apuntado dos observaciones preliminares sobre la primera y segunda fase de su filosofía, que dejarán una huella profunda en su filosofía final. En la primera fase deja sentado la reducción del ser al valor, mientras que en la segunda se anuncian los cuatro grandes temas como son: la muerte de Dios, el superhombre, la voluntad de poder y el eterno retorno. Su primer periodo se inaugura con el controvertido libro El nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música (1871).[3] Su segundo periodo se abre con Humano, demasiado humano (primer volumen en 1878, segundo volumen en 1881) y se completa con Aurora (1881) y La Gaya ciencia (1882).[4] Y en todos sus libros se conserva el tono confesional con hipnótica fraseología aforística. Fueron menos de dos décadas de escritura y erupción editorial para producir una inmensa obra antes del colapso mental de 1888.

En El nacimiento de la tragedia ya se plantea una nueva experiencia ontológica original mediante un retorno a los presocráticos, en especial a Heráclito, su repulsa a veinticinco siglos de metafísica trascendente del ser, su lucha contra el conceptualismo socrático, contra los eleáticos, Platón y la metafísica trascendente que comienza con él. En realidad, el tema central de la obra quedaba ensombrecido por la intención de homenajear la ópera de Wagner, pero el auténtico problema es su definición de la esencia de lo trágico. Y al definirlo lo lleva de lo estético hacia lo ontológico, convirtiéndolo en categoría de una metafísica inmanente que caracteriza la realidad. Sin arribar a una concepción ontológica de lo estético formula una visión estético-ontológica del ser. Así, el arte será esclarecimiento metafísico de lo existente. Al proclamar que la esencia del mundo es trágica está formulando una concepción antagónica de la realidad. En su cosmovisión trágica no hay redención, el ser finito se hunde en el flujo ontológico y luego se vuelve a desgajar del flujo universal de la vida para volver a entrar en la existencia individualizada. Siendo su pathos trágico una afirmación de la vida se distancia del pesimismo de Schopenhauer. En la tragedia griega descubre una visión metafísica inmanente, donde el Hades y Dioniso son partes de la misma oleada vital. Lo apolíneo y lo dionisíaco son figuras de la vida infinita, de un fondo cósmico donde todo se construye y se destruye permanentemente.

De ahí que cuando en Ecce homo, de 1888, recapitula sobre la esencia de El nacimiento de la tragedia, afirmará “el prodigioso fenómeno de lo dionisíaco”. Se da cuenta que está ante una nueva experiencia ontológica que es el meollo de una metafísica de lo inmanente. Esto exige que la ecuación básica de su pensamiento del ser como valor deber ser comprendida a la luz de un fenómeno metafísico opuesto a la trascendencia. La metafísica de la inmanencia es visión trágica del mundo, opuesta al socratismo, que encarna el dominio de lo lógico sobre la vida, del intelecto racional sobre la vida que fluye en configuraciones y desconfiguraciones. En otras palabras, su primer atisbo de la metafísica de lo inmanente se concreta en la visión trágica del mundo, en el antagonismo entre lo apolíneo y lo dionisíaco como esencia de la realidad, su ataque a la metafísica de lo trascendente, en el cuestionamiento de la ciencia por hacer imperar lo lógico sobre lo vital, y en su convicción de que la metafísica del trasmundo es una invención para escapar del sentimiento vital decadente. Y así, ya desde su primer libro se configura la muerte del Dios del trasmundo por medio del antagonismo de lo dionisíaco y lo apolíneo, Hades y Dioniso, en un juego cósmico y vital interminable. Pero en esa visión trágica del cosmos se dan las bases del eterno retorno de lo mismo en la medida en que se realiza la configuración y desconfiguración infinita de la vida. O sea, en la visión trágica del mundo se encuentran in nuce dos ideas clave de Nietzsche: la muerte de Dios y el eterno retorno de lo mismo.

Veamos brevemente algunas citas de El nacimiento de la tragedia que confirman lo afirmado:

 

El arte es la tarea suprema, la actividad genuinamente metafísica.

 

Bajo la magia de lo dionisíaco no sólo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre.

 

Lo que nosotros esperamos del futuro, eso ha sido ya una vez realidad -en un pasado hace más de dos mil años.

 

Todo nuestro mundo moderno está preso en la red de la cultura alejandrina y reconoce como ideal el hombre teórico, el cual está equipado con las más altas fuerzas cognoscitivas y trabaja al servicio de la ciencia, cuyo prototipo y primer antecesor es Sócrates.

Ahora se entiende por qué Nietzsche en Ecce homo se llama a sí mismo el primer filósofo trágico:

Antes de mí no hubo esta realización de lo dionisíaco como pathos filosófico: falta la sabiduría trágica. En vano busqué indicios de ella en incluso en los grandes griegos de la filosofía, aquellos de los dos siglos anteriores a Sócrates. Pero me quedó una duda con Heráclito, en cuya cercanía me sentía más abrigado, más a gusto que en ninguna otra parte. La afirmación de la fugacidad y la destrucción, que es lo decisivo en una filosofía dionisíaca, la afirmación de la antítesis y la guerra, el devenir, junto con un rechazo radical incluso del concepto de “ser”; forzosamente tengo que reconocer en eso lo más afín a mí de entre lo que se ha pensado hasta ahora.[5]

Aun cuando en El nacimiento de la tragedia Nietzsche opera con categorías psicológicas y artísticas, se va abriendo -como subraya Fink- una experiencia ontológica fundamental. Pero lo que Fink no precisa es que esa nueva experiencia ontológica corresponde a una metafísica de la inmanencia, una vida dionisíaca infinita que construye y destruye sin propósito ni objetivo.

El planteamiento de lo trágico como principio cósmico y del arte como conocimiento del mundo, fue lo que provocó el rechazo de filólogos clásicos como Wilamowitz-Möllendorf a través de un rechazo acervo en la que se reprochaba la “genialidad imaginaria y desfachatez, ignorancia y falta de amor por la verdad”. El reproche estaba justificado, porque bajo un problema estético expresaba su concepción filosófica del mundo. Filosofar bajo el ropaje del arte, aunado a un dominio incompleto de las ideas metafísicas, fue lo que provocó el desconcierto general. Así, la oscuridad de la obra se relaciona especialmente con la ambigüedad de su concepto del fondo dionisíaco. Más fácil de entender resultada lo apolíneo relacionado con el principio de individuación, mientras que lo dionisíaco quedaba como el fondo sobre el que se asienta el mundo luminoso. El hombre artístico está montado sobre un escenario teatral en el forma parte de la apariencia. De Schopenhauer sólo toma el velo de Maya, pero no el mundo como voluntad y representación aun cuando lo esté suponiendo:

…todo nuestro saber artístico es, en el fondo, totalmente ilusorio, porque nosotros, en cuanto sapientes, no estamos fusionados ni somos idénticos a aquel ser que, como único creador y espectador de aquella comedia del arte, se depara a sí mismo un disfrute eterno.[6]

Aquí todavía la dimensión dionisíaca tiene el problemático matiz de un trasmundo, porque toma de Schopenhauer la idea de voluntad y la distinción entre esencia y fenómeno, donde a través de imágenes míticas y primordiales se alude a un trasfondo cósmico, como fondo oscuro de la voluntad cósmica dionisíaca, habla de las madres del ser, lo uno primordial y lo uno viviente. En una palabra, lo trágico es la manifestación del ser dionisíaco en el mundo, pues lo apolíneo sigue siendo trágico como principio de individuación, mientras lo dionisíaco es el fondo oscuro de la voluntad cósmica. Es por ello que El nacimiento de la tragedia contiene casi todos los elementos de la filosofía nietzscheana. Sócrates encarna la ilusión de la lógica, opuesto al hombre intuitivo y vital.

En Consideraciones intempestivas ve al genio como algo sobrehumano o manifestación de una fuerza cósmica. Deja atrás las consideraciones antropológicas y psicológicas. Trasciende todo humanismo. El genio está ligado a la ontología cósmica. Su segundo periodo es abierto por su obra de crisis Humano, demasiado humano, donde expresa una ruptura con Wagner y Schopenhauer. Lo interesante es que ya no se toma muy en serio la idea de que el tiempo es la forma en que juega al mundo lo uno primordial. Y lo hace con el propósito de combatir la duplicación idealista del mundo entre fenómeno y cosa en sí desde el punto de vista del antropologismo psicologizante. El hombre no puede conocer la cosa en sí, es un autoengaño de los metafísicos:

Vemos todas las cosas a través de la cabeza humana y no podemos cortar esa cabeza… Pero todo lo que hasta ahora ha hecho que las hipótesis metafísicas les resultaran [a los hombres] valiosas, aterradoras, placenteras, todo lo que las ha creado, no ha sido más que la pasión, el error y el autoengaño…Una vez que se haya desvelado que estos métodos son el fundamento de todas las religiones y metafísicas que hay, entonces se les habrá refutado.[7]

En este libro lleva adelante la destrucción psicológica de la metafísica trascendente. Cabe preguntarse: ¿Acaso, también, no es posible llevar adelante la destrucción psicológica de la metafísica inmanente? En ese segundo periodo la metafísica aparece como enorme ficción psicológica, una mentira vital que esconde necesidades y anhelos humanos. De ahí el título, la metafísica del trasmundo es para Nietzsche demasiada humana porque es una válvula anímica para vivir. Obviamente que su interpretación psicologizante es cuestionable, porque lo lleva directamente a desilusionarse, calumniar y desencantarse de la grandeza humana. Metafísica y religión quedan convertidas en fantasmagorías, mera sublimación celeste. Si su óptica en el primer periodo era el arte, ahora lo es la psicología y la ciencia. En ninguna parte desarrolla una temática científica, sólo se limita a desenmascarar todo idealismo. El hombre es visto como animal de ilusiones, ideales y anhelos. Si algo tienen en común los dos periodos es conservar el sentimiento trágico de la existencia humana.

Somos de entrada seres ilógicos y por tanto injustos, pero poder darnos cuenta de esto es una de las disonancias mayores y más irresolubles de la existencia.[8]

En suma, se trata de una obra donde se opera un giro desde la metafísica del arte, donde el uno primordial juega con el tiempo creando mundos, hasta el antropologismo psicologizante, que desenmascara el ideal como impulso vital. El enigma del hombre queda reducido al problema de su tendencia al autoengaño, la sublimación y la huida constante del impulso vital creando mundos que no existen en la realidad. Este segundo periodo se cierra con dos obras más, a saber, Aurora y La gaya ciencia. En realidad, son libros que anuncian el Zaratustra. En Aurora reflexiona sobre los prejuicios morales, niega su origen sacro, tras la moral está el egoísmo de los hombres, y ataca el imperativo categórico kantiano. En otras palabras, es el hombre mismo el que asigna los valores. Su positivismo sólo se limita en denunciar la servidumbre a una presunta trascendencia y a invertir el idealismo.

Hemos recapacitado y hemos acabado constatando que no hay nada bueno, nada bello, ni nada maligno por sí mismo, sino que sólo hay estados de ánimo en los que asignamos tales nombres a las cosas que hay fuera de nosotros y a las que hay dentro de nosotros…somos nosotros mismos quienes se los habíamos otorgado: procuremos que al darnos cuenta de esto no perdamos la capacidad de otorgar.[9]

En La gaya ciencia su gran intuición es la necesidad de luchar contra una civilización que con su idealismo, metafísica, moral y religión degradó a la humanidad hasta el límite de la esclavitud espiritual. Dirá cosas como éstas: Vivimos la época de la tragedia con la moral y la religión, pero llegará la época de la comedia, sin moral ni religión, donde predomine el instinto, la locura y la sin razón. La civilización industrial es la forma de vida más baja conocida. El realista no es invulnerable a la pasión, al contrario, está poseído por el amor a la realidad. La vida es una excepción, en el Universo la condición general es el Caos. La Naturaleza carece de todo atributo divino. La moral es el instinto de rebaño en el individuo. La ciencia es una humanización de las cosas. El cristianismo destruye la fe en la propia virtud. El hombre se elevará cuando deje de desbordarse en Dios. El hombre superior es más dichoso, pero más infeliz. La moral nos impide ser creadores de nosotros mismos. Con la muerte de Dios se hundirá toda la moral europea. El idealismo es una enfermedad porque teme a los sentidos. Somos impíos, incrédulos e inmoralistas. Las religiones se originan de una gran dolencia de la voluntad. No amamos la humanidad, pero tampoco el nacionalismo ni el racismo.

En una palabra, el segundo periodo de la primera etapa de que lo hemos denominado Anunciación tiene sus matices. Si en Humano, demasiado humano se hace presente un giro antropológico psicologizante en Aurora y en La gaya ciencia aparecen en el trasfondo los temas de la muerte de Dios, la voluntad de poder, el superhombre y el eterno retorno. En realidad, los dos primeros periodos de su pensamiento constituyen la gestación de los elementos necesarios para la formulación de su metafísica de lo inmanente de su venidero tercer periodo. Como hemos visto la primera etapa de la Anunciación se cierra con ideas importantes que señalan el camino a recorrer a lo largo de su trayectoria inmanentista y nihilista. Los temas principales que arroja la etapa de la Anunciación son:

Primer periodo estético:

- sentimiento trágico del mundo / - dionisíaco y apolíneo

- reducción del ser al valor

- metafísica cósmica de unidad primordial y creación de mundos.

Segundo periodo antropológico-estetizante:

- desenmascaramiento del ideal

- papel central del impulso vital

- rompimiento con metafísica de la duplicidad del mundo en fenómeno y cosa en sí

- desaparición de grandeza humana

- inmoralismo y condena a la moral de rebaño

- condena de la era industrial

- apología del hombre superior

- anuncio de la muerte de Dios

- rechazo del cristianismo y su moral

- rechazo del trasmundo/ existir con riesgo

- se gesta nueva imagen del hombre

- la moral y el valor es una creación humana

- recelo en la razón, la ciencia y en el progreso

La formulación de todas estas ideas fundamentales tapiza la senda que lo llevará a la maduración de su pensamiento en la etapa de la Predicación que, como veremos, también comprende dos periodos.

 

OPINIÓN DE UNAMUNO Y REFLEXIÓN

Buscó toda su vida la revolución de los valores para recuperar al hombre vital, oprimido por el concepto, la esencia, la cristiana moral de esclavos, la religión, Dios y la metafísica. Para cambiar las cosas Nietzsche se propuso la destrucción de la civilización metafísica mediante la transvaloración de todos los valores y el nihilismo activo de la voluntad de poder. De él dijo Unamuno que se tenía a otro racionalista que inventó el remedo de la inmortalidad del alma con la tesis del eterno retorno, pero al menos no era un eunuco espiritual. Sin embargo, hay que notar que la filosofía de Nietzsche refleja la disolución de todos los valores bajo el capitalismo imperialista. El logos nietzscheano guarda en su seno la ilusión de lograr la emancipación humana mediante la filosofía. Es una filosofía que trata de reaccionar contra la enajenación humana, sin darse cuenta que dicha alienación tiene su fuente en la misma determinación económica del capitalismo. Muere Nietzsche en 1900, justo al comenzar el siglo más inhumano de todos los tiempos: el siglo veinte.

2.

PREDICACIÓN

 

 

 

 

La segunda parte de su producción comprende, según nuestra clasificación, dos periodos, el primero que se inaugura con el Zaratustra y la segunda que se abre con Más allá del bien y del mal y se cierra con la obra póstuma La voluntad de poder.

Así habló Zaratustra -publicado en cuatro partes de 1883 a 1885- inaugura la tercera etapa definitiva de su pensamiento y es la obra cumbre de su producción. Su idea clave es el eterno retorno de lo mismo, de la cual penden el superhombre, la muerte de Dios y la voluntad de poder. La muerte de Dios es la muerte del idealismo, lo que conduce a la idea del superhombre y el poner en lugar de Dios no al hombre, sino a la Tierra. A partir de aquí se trata de un inmanentismo paganizado que lleva directamente a la voluntad de poder. Zaratustra habla en parábolas y metáforas, es un libro que se abre con el tema del superhombre y el último hombre, éste último es un nihilista pasivo que sólo quiere la nada. Pero tiene como0 idea clave el eterno retorno de lo mismo. El superhombre es el que no se aferra a nada, ni siquiera a la nada, no siente compasión. Zaratustra es el espíritu libre, el genio, y el propio Nietzsche se denomina a sí mismo el “poeta del Zaratustra” y la define como la parte afirmadora de su filosofía.

Frente al temor apolíneo hacia el instinto Nietzsche propone aceptar la vida y el dolor tal cual es para trocarlo en alegría. De ahí nace el rechazo a los valores de la cultura occidental, a los valores del cristianismo, de la perspectiva científica y de la moral. Hay que invertir los valores de la caridad, resignación y compasión. Este nuevo espíritu se encarna en el superhombre, el cual está tan lejos del hombre como éste del animal. El superhombre es el que acepta la muerte de Dios y así recupera su orgullo y se eleva a sí mismo. El destino del hombre encarna la evolución irracional del Universo, el eterno retorno, la negación superación. De manera que el Zaratustra es un poema en prosa, de lírica extraordinaria e inusitada potencia expresiva, donde preconiza que el conocer verdadero lo proporciona la poesía, la intuición. Al enloquecer Nietzsche su hermana Elisabeth interpoló afirmaciones germanistas y antijudías descubiertas en 1956 por K. Schlechta. En Ecce Homo dice Nietzsche que el Zaratustra significa la autosuperación de la moral.

No me preguntaron, pero me debieron haber preguntado qué significa el nombre de “Zaratustra justamente en mi boca… En mi boca, el nombre de Zaratustra significa la autosuperación de la moral a fuerza de veracidad, la autosuperación del moralista en su opuesto que soy.[10]

La primera parte es el Prólogo de Zaratustra y allí se desarrolla la idea de que el hombre es una realidad imperfecta, lo más grande de él es ser un puente y no una meta, es sólo un tránsito hacia el superhombre. Esta es una de sus ideas que mayor fortuna ha tenido entre sus pensamientos. El último hombre es el del nihilismo pasivo, que ya no cree en nada, en él la fuerza creadora se ha extinguido, vive de puro usufructo, es el pequeño hombre masa. Y añade, Dios ha muerto, no hay cielo, ni infierno, los valores se quebrantan, es hora de crear. Así exclama: “¡Llega el momento en el que el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo más allá de sí mismo y en el que cuerda de su arco ya no sabrá vibrar!”[11]

Luego en el Discurso Zaratustra nos habla de las tres transformaciones que padece el espíritu: tú debes (camello), yo quiero (león) y juego creador (niño). No es virtud vencerse a sí mismo, eso es temor. El yo creador es la medida de todas las cosas y no “otro mundo”. El que desprecia su cuerpo desconoce que en él reside el sí mismo que incluso define al espíritu. Amando las virtudes el hombre perecerá. En la plebe el espíritu se ha trivializado. El noble crea nuevas virtudes, el bueno se aferra a las viejas virtudes. Los sacerdotes son los predicadores de la muerte, al contrario, hay que aprender a morir ni demasiado pronto ni demasiado tarde, morir a tiempo es un arte. Aconsejo valentía lucha y victoria. Donde acaba el nuevo ídolo llamado Estado allí comienza los puentes del superhombre. Todo lo que es grande se aparta del mercado, la fama, el pueblo y huye hacia su soledad. El verdadero casto se ríe incluso de su castidad. Capaz de amistad es aquel que no es tirano ni esclavo. La humanidad ha tenido mil metas, falta la única meta. Aman al prójimo los que huyen de sí mismos. La mujer es un enigma dulce y amargo, ama el ser poseída, el hombre es sólo malvado pero la mujer es mala. El mejor amor es amargura, por eso despertad la sed del superhombre. Virtuoso es el que está por encima del encomio y censuras, lo agradable y lo blando, tenéis poder, un pensamiento dominador y un alma inteligente. Así se cierra su prédica sobre el superhombre.

La segunda parte se llama El niño del espejo y expresará la idea básica de la voluntad de poder. Aquí ahondará con las siguientes reflexiones: No se puede crear un Dios, pero sí un superhombre. La sangre es el peor testimonio de la verdad. La expulsión de recompensas y castigos es precisamente el tú debes kantiano. La virtud no debe ser algo ajeno sino nuestro sí mismo. Las tarántulas son los predicadores de la igualdad. Los hombres no son iguales, pero hay los que predican la doctrina de la igualdad. Esto es su rechazo de la democracia y el socialismo. Defender la jerarquía y la desigualdad es defender la nobleza del alma. Los sabios célebres no sirven a la verdad, sino a la superstición del pueblo. La vida es voluntad de poder. El motivo oculto de nuestras acciones nobles es el resentimiento. Dudéis del pueblo cuando habla de grandes hombres. Di tu palabra y rómpete. El que quiera vivir entre los hombres debe saber beber de todas las copas. Dicho estas cosas Zaratustra rompió en llanto y partió solo, abandonando a sus amigos. Así, su idea del superhombre lleva al concepto de la voluntad de poder, como esencia de la vida de la Tierra.

La tercera parte del Zaratustra se intitula El Viajero. Es la parte medular de su pensamiento. Zaratustra se dirige a su caverna para enfrentarse a su pensamiento más enigmático. Después de haber hablado del superhombre a todos, de la muerte de Dios y la voluntad de poder a unos pocos, hablará del eterno retorno sólo consigo mismo. Después de haber dicho: “Todos los dioses están muertos, ahora queremos que viva el superhombre”, advierte que la voluntad de poder está en el tiempo y no puede ir contra éste. Y es entonces cuando se señala que el centro del pensamiento de esta tercera parte es la idea del retorno. La idea del eterno retorno de lo mismo es la nueva tasación de los valores. Su última cumbre es ver el eterno retorno de lo mismo como el corazón del mundo. Así frente al pensamiento paralizante del enano, Zaratustra evoca el coraje de la voluntad de repetición. El pensamiento de Zaratustra sólo se asoma a la amplitud universal cuando rechaza la infinitud del tiempo, y en su lugar ve desde dentro el tiempo intramundano del eterno retorno de lo mismo. El ciclo del tiempo pensado como la serpiente que se muerde la cola, el círculo del Uróboros, símbolo de la unidad de todas las cosas que no desaparecen nunca en un ciclo perpetuo de creación y destrucción.

En realidad, se trata de un pensamiento asfixiante donde todo regresa y todo progreso humano es vano. Para Nietzsche el verdadero iluminado es capaz de soportar y resistir esta idea de una transformación incesante de la existencia. Se trata de un futuro ya fijado donde se repite lo que ya aconteció. Si en este contexto todo riesgo es absurdo e inútil, aceptar justamente ello, el fracaso fatalista del instante, permite ver que el manantial de la eternidad está más allá del bien y del mal, lo axiológico sucumbe ante esta nueva ontología de la inmanencia del eterno retorno de lo mismo. De ese modo eternidad y temporalidad quedan unidos en el ciclo del devenir. El tiempo es lo eterno, y la esencia del tiempo es la eterna repetición. Esa es la revelación recóndita que Zaratustra sólo hablará consigo mismo. La esencia del tiempo como eterno retorno mismo es el último fundamento donde se opera una inversión de la moral. Ahora la voluptuosidad, el afán de poder y el egoísmo son valores que afirman lo finito. Así el retorno de lo mismo no surge del tiempo, sino que es el tiempo mismo. El superhombre es el que conserva la voluntad de voluntad a pesar de la eterna repetibilidad. Cuando los animales llaman a Zaratustra y son ellos mismos los que exponen su enseñanza:

Mira, sabemos lo que enseñas: que todas las cosas se repiten eternamente y también nosotros con ellas, y que nosotros ya hemos existido innumerables veces, y todas las cosas con nosotros… Todo va y todo vuelve. La rueda de la existencia gira eternamente. Todo muere, todo vuelve a florecer: eternamente corre el año del ser.

Y esta tercera parte termina repitiendo el estribillo: ¡Pues yo te amo, eternidad!

En realidad, Nietzsche no elabora explícitamente el concepto del tiempo, ni hace el análisis ontológico de la finitud. Sus razonamientos son cuestionables, y haciendo del devenir lo único eterno sigue aferrado a la noción antigua del ser como lo permanente. No justifica el ser como devenir, simplemente lo afirma, no hace el análisis fenomenológico del instante, solamente lo sostiene. El desarrollo precario de sus conceptos de infinitud y repetición llevan a que su doctrina sea cuestionable y equívoca. Quiere imponer sus ideas mediante el pensamiento paradójico y lo consigue a medias. Hay mucho de indecible en el tiempo intramundano. En el capítulo Del Gran Anhelo se alude al deseo que tiene el hombre de asomarse al espacio y al tiempo en su apertura cósmica, es un atisbar la eternidad por encima de todos los procesos existentes. Es un lugar donde desaparece la diferencia entre lo pasado y lo futuro. Predomina el presente eterno.

Por eso Zaratustra no sólo siente desprecio por el hombre, sino también amor, porque sabe que es la imagen del superhombre que logrará la visión de la totalidad universal en el eterno retorno de lo mismo. Ese ser liberado de Dios y del trasmundo, sabedor del eterno retorno, y elevado por encima de todo vínculo con lo existente se eleva al amor fati, al amor por el destino o querer lo necesario. En su conceptualidad paradójica es capaz de ver lo intramundano en su principio de individualidad y en su totalidad como voluntad de poder que discurre en el eterno retorno de lo mismo. Ver el eterno de lo mismo no es salirse de lo intramundano, sino que es ver la otra cara de lo mismo. Lo intramundano es un presente que se repite indefinidamente.

La gran repetición eterna es descrita cantando por Zaratustra, como la gran embarcación que flota en las aguas del devenir. Pero el señor de la barca es Dioniso, el dios de la embriaguez y del juego. En suma, la respuesta al gran anhelo del hombre es Dioniso, la venida del mundo es algo dionisíaco. El canto dionisíaco que se entona en los dos últimos capítulos de la cuarta parte del Zaratustra es la llegada en el hombre de su apertura cósmica. Si el sufrimiento sólo ve la fugacidad del tiempo, el placer ve más hondamente porque quiere la eternidad.

El dolor dice: ¡pasa!

Más todo placer quiere eternidad,

¡quiere profunda, profunda eternidad![12]

El gran anhelo es el gran año, y éste es la llegada en el hombre de la apertura cósmica, cuando desaparece la diferencia entre lo pasado y lo futuro, el hombre se libera de Dios y del trasmundo. El gran anhelo del hombre es Dioniso, el que juega alegre de placer con el eterno retorno de lo mismo. Es el placer el que ve más profundamente la eternidad. Pero bien visto, se trata de la triste eternidad de lo finito en una desilusionante repetición. Y esa es la tragedia del hombre contemporáneo y Nietzsche lo representa. El hombre relativista y hedonista de hoy ha perdido el horizonte de lo eterno trascendente, es temporalista y antieternalista por excelencia, y por ese camino el occidente liberal se ha deslizado hacia el inmoralismo y el nihilismo disolvente. La humanidad pende de un hilo por causa de la descomposición del espíritu burgués.

Nos preguntamos, ¿Y qué sucede cuando el placer no encuentra eternidad? Parafraseando un verso del Conde de Von Platen se puede improvisar recitando:

El que ha visto que el placer quiere eternidad/

está ya a la locura entregado.

Pues, resulta muy significativo que Nietzsche perdiera la lucidez mental al ver interrumpido su placer dionisíaco, tras espectar en Turín cómo sufría un caballo que era duramente castigado por su dueño. Para comprender su hipersensibilidad y delicada salud, que condiciona su modo de escritura, haremos un breve excurso por su biografía. Al respecto cabe recordar que por la rama materna y paterna Nietzsche recibió la herencia de la enfermedad mental. Su padre muere a los 35 años y él apenas un niño de 4 años siente su ausencia. Rodeado de mujeres -su abuela, tías, madre y hermana- era el niño idolatrado. El niño resultó miope, serio, y gustaba del campo y la soledad. Fue alumno destacado y su talento literario ya se había manifestado a los 8 años. Como camillero en la guerra Franco-Prusiana le dan de alta por padecer de gastritis, insomnio, hemorroides, dolores de cabeza, vómitos y nerviosismo. Y en esas condiciones empieza a escribir su primer libro, El nacimiento de la tragedia. El prestigioso Wilamowitz rechaza su dupla apolíneo-dionisíaco, que el culto de Dioniso surgiera de lo trágico, y le pide que dejara de enseñar filosofía. Wagner y Cósima sospechan de su sexualidad y le recomiendan que se casara para que “volviera al mundo”. Pero Nietzsche tiene sus ojos en peor estado y se alegra de no poder leer para sólo oír su propio pensamiento. A punto de cumplir los treinta años el alejamiento de sus dos amigos golpea su narcisismo, uno para ser sacerdote y el otro para casarse. Escribe su tercera Consideración intempestiva. Para salir de la soledad piensa en el matrimonio, pero mientras una está en el manicomio, la otra anda enamorada de su profesor de piano. Un alumno suyo describe su contraste con Burckhardt: viste a la moda, una casa arreglada, muebles finos y cómodos. Rompe con Wagner no por ser este germanófilo, sino por decirle a su óptico que le recomendara contraer matrimonio y se alejara de la masturbación.

Su familia era apegada al nacionalismo y su hermana al antisemitismo. Catedrático a los 25 se jubila a los 30. Renuncia a la universidad, recibe una pensión, se vuelve apátrida, y no pudiendo dedicarse a la jardinería se dedica al vagabundeo. Se vuelve un filósofo nómade. En 1881 se encuentra a gusto en Sils María. Sólo había publicado dos libros. Las montañas italianas le inspiran su tercer libro, Aurora, luego en Roma conoce a la mujer fatal, Lou Salomé, que también cautivaría a Rilke y a Freud. Enamorado de ella le propone matrimonio y ella no se interesa. Él la llama “cerebro sin alma”. En realidad, era inepto para las mujeres. Antes se había enamorado también de Cósima Wagner. Tras el decepcionante idilio tiene un enfrentamiento familiar que lo tildan de “menesteroso y cobarde”. Escribe La gaya ciencia, donde aparece su idea de la muerte de Dios, y hace su aparición el loco y Zaratustra. Promete vivir en soledad. Se sume en el mayor aislamiento, cambia siempre de domicilio y de lugar de descanso.

Es 1882 y con 40 años publica Zaratustra, donde postula el ideal del superhombre. En 1883 al publicar sin éxito la segunda y tercera parte del Zaratustra siente cercana la locura. Su amiga Resa lo encuentra desequilibrado. En 1884 escribe la cuarta parte y el editor se niega a publicarlo. Vienen sus últimas obras que asocian el superhombre con la bestia rubia. Ese elemento luego sería asociado con el totalitarismo nazi, convirtiéndose en un pensador peligroso y antihumano. Le gusta el calificativo que le hace Georg Brandes de “radicalismo aristocrático”.

Pero su amigo Rhode se aparta al advertir su megalomanía y locura. Nietzsche entra en una fase de locura eufórica. Escribe El ocaso de los ídolos, donde cree completar la transvaloración de todos los valores. Todo lo producido en 1888 en Turín, año de asombrosa fertilidad, -Ecce homo, El Anticristo- está sellado bajo la época sifilomaníaca, paranoia autodeificadora, muecas involuntarias, correspondencia disparatada y formas con alias delirantes. Su psicosis avanza. Vive volcado contra el cristianismo, se siente un Dioniso-Anticristo. Entra en el crepúsculo mental completo en 1889. Recién se disparan la venta de sus libros.

Quien luche con monstruos debe cuidarse de no convertirse en uno él mismo. Y cuando se mira fijamente un abismo durante largo tiempo, el abismo le devuelve la mirada a su interior.[13] Entra en la locura al ver a un caballo siendo castigado por el dueño. Se desploma. Se lo lleva a su habitación. Mantiene un comportamiento descontrolado y anormal, esto hace que lo llevaran al manicomio de Basilea y luego al de Jena. Su estado psicótico se tranquilizó hasta que le fue entregado a su madre, y ésta lo cuidó como un niño incontinente y sumiso.

¿Puede un asno ser trágico? ¿Puede alguien sucumbir bajo un peso que no puede ni llevar ni arrojar?... El caso del filósofo.[14]

Tan trágico como su sumergirse en la locura fue lo que vino después con su hermana Elisabeth. Paga una suma apreciable a su madre para manejar el Archivo de su hermano. Muere su madre Franziska. Elisabeth se adueña del archivo y lo trafica. Lo distorsiona y alienta su nazificación. Nietzsche desaparecido en 1900 en estado vegetativo, ni se imaginó su asociación con el nacionalsocialismo, racista y guerrerista. No se cumplió su profecía de que la crisis abierta por el último hombre tras la muerte de Dios solo podría ser superada por el advenimiento del superhombre.[15]

El sucinto recorrido biográfico hace comprender tres cosas, nada pequeñas. Primero, que su escritura aforística y apotegmática está condicionado por su crítico estado de salud, que no le permite una redacción continuada y sistemática. Su vista es cada vez más débil y sus jaquecas más insoportables. Lo cual le impiden una escritura continuada y apacible. A ello se añade luego su psicosis y delirio paranoide en franco progreso, que ya era advertido por sus seres más cercanos. Segundo, y esto solamente es hipotético, su extravío del sentido de lo sagrado y del ser va al compás de la agudización de sus dolores físicos, trauma familiar, infelicidad amorosa, indiferencia ante su pensamiento y avance de su patología mental. Lo cual significaría que no todo en su pensamiento viene de la lucidez mental. Es como si fracaso en la vida fuera compensado por un delirante éxito en su pensamiento. Y tercero, que en él no hay tres máscaras como piensa Deleuze, sino tan sólo una. Para Deleuze Nietzsche tiene tres máscaras: Dioniso en la juventud, Zaratustra en la madurez y el Anticristo en la “vejez” o apoteosis.

Esta imagen de Deleuze distorsiona completamente el pensamiento de Nietzsche, porque Dioniso encarna el juego cósmico final que justifica al amor fati o amor al destino. No son ni siquiera algo así como las posibles tres caras de Jano, sino un solo rostro que se transfigura en el juego cósmico del devenir en eterno retorno de lo mismo.

Por eso, la conclusión del Zaratustra es que la eternidad es la eternidad del propio mundo, y dicho personaje llega a su última madurez cuando supera la comprensión del hombre superior aferrado a la nada. La metafísica de lo inmanente está consumada. Ahora lo que falta consumar es la destrucción de la tradición occidental existente. A eso se abocará en su etapa final.

Después de su obra cumbre del Zaratustra viene el conjunto de sus obras finales que concluyen con la obra inconclusa de La voluntad de poder. Si Zaratustra es su parte positiva y propositiva, el último periodo es su parte negativa y destructiva. El ataque al cristianismo con odio diabólico se hace manifiesto. Y dice que su nuevo dios Dioniso le enseñó nuevas verdades y valores. Está en la cúspide de su etapa sofística, sigue siendo impreciso y ambiguo. Este último y cuarto periodo de la segunda parte que hemos llamado de la Predicación comprende las obras siguientes: Más allá del bien y del mal (1886), Genealogía de la moral (1887), El crepúsculo de los ídolos (1888), El Anticristo (1888), Ecce homo (1888) y La voluntad de poder. Todo este cuarto periodo se encierra en el esfuerzo nihilista de destruir la tradición occidental.

Más allá del bien y del mal representa un glosario conceptual de Zaratustra y el inicio de su última etapa. Su idea central es ambigua, porque la expresión “más allá” de las morales decadentes representa también un retorno más acá hacia una época premoral, sin bien ni mal. Pero la idea central es que la moral superior está más allá del bien y del mal. Reducir la voluntad de verdad a voluntad de poder es una nítida declaración nihilista. El tema es una crítica a la modernidad desenvuelta con una “crueldad declarada”. Critica a los filósofos de la verdad, defiende una época extramoral, señala las tareas de una nueva ciencia de la moral, compara el intelectual europeo con un animal de tiro, ridiculiza la emancipación femenina falsamente entendida, critica implacablemente al Reich y sostiene que sólo una nueva época de casta puede sacar a Europa de su empequeñecimiento. Termina presentando a Dioniso como el dios-filósofo, que enseña nuevas verdades y valores.

Ya antes, en La gaya ciencia, había dicho:

¡Dios ha muerto! ¡Y nosotros lo hemos matado! ¿Cómo podremos consolarnos, asesinos entre los asesinos?

Ahora en Así habló Zaratustra vendrán expresiones rotundas como las siguientes:

Yo predico el Superhombre. Yo os anuncio el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado… El superhombre es el sentido de la tierra (III)

No hay demonio, ni hay infierno, tu alma estará muerta aún antes que tu cuerpo. ¡Nada en absoluto tienes, pues, que temer! (VI)

El hombre es algo que debe ser superado

(De las alegrías y pasiones)

 

Hay una sola cosa imposible en todas las cosas: racionalidad (72)

 

Todo placer quiere eternidad en todas las cosas (XI)

 

¡El placer es más profundo aún que el sufrimiento!...

Más todo placer quiere eternidad (XII)[16]

 

En Genealogía de la moral la nueva tasación de los valores queda marcada por la idea de la “inversión”. Ataca a los judíos como pueblo sacerdotal, interpreta la historia de Occidente de forma extremadamente simplificada, señala que la esencia del hombre es la crueldad, instinto básico  que consiste en el placer por ver sufrir y hacer sufrir, idea masoquista que se asocia a otra cuando enaltece al hombre como bestia reprimida, asocia el ascetismo con la nada, el trasmundo, la negación del mundo terrenal, y al sacerdote con el ideal opuesto a la vida, y enfatiza que el hombre es puente hacia el superhombre.

Pero el ser del valor no se problematiza. Le falta claridad en sus ideas, pero deja entrever una postura metafísica contradictoria donde reduce todas las nociones de verdad a la voluntad de poder. La voluntad de poder es un concepto ontológico que designa el dinamismo de todo ente, todo ser es un impulso de supremacía. Pero, así como hay morales como constructos de poder en auge hay otras que se hunden, y, por ende, están sumidas en la impotencia. O sea, la voluntad de poder se manifiesta de dos modos: como poder e impotencia. La nueva moral de los amos experimenta la muerte de Dios, y la moral de los esclavos experimenta el miedo al Señor. Superhombre y hombre orientado a Dios son dos polos opuestos. Y sobre esa base Nietzsche quiere hacer guerra contra toda forma de humanidad alienada.

Su prosa henchida de odio demoniaco prosigue en El Anticristo. Es una obra que sintetiza toda la obra de su último periodo. Su mensaje más profundo es que Dios está muerto porque lo humano exige la muerte de dios. El hombre tiene que crearse ex nihilo, tiene que volverse dios, superhombre, tiene que trasmutar todos los valores, destruir la moral de esclavos, de rencor propio del socialismo, anarquismo y socialismo, a sumir la moral del señor, noble, propio del aristocratismo, no renunciar al mundo, sino aceptarlo tal cual es.

En su crítica al cristianismo señala que la dinamita cristiana es la idea moderna de la igualdad de las almas ante Dios, pero ese es el principio de la decadencia de todo orden social. No se refiere a la igualdad jurídica, sino a la espiritual. Y le parece horrible que el ideal humano no sea la mayor desigualdad y diferenciación espiritual posible. Nietzsche fue contemporáneo de Marx, pero no conoció el socialismo más que superficialmente, su propaganda, pero no su esencia. Nunca su pensamiento avanzó hacia una interpretación económico social de la sociedad y el hombre. Su crítica a la metafísica es desde categorías vitales instintivas, y nunca desde categorías sociales. Por eso su revuelta aristocrática radical se queda en un individualismo utópico y nihilista incapaz de transformar al hombre y la sociedad.

 

Este dulce mensajero murió como vivió, como enseñó, no para redimir a los hombres, sino para mostrar a los hombres cómo se debe vivir (35).

Casi dos milenios y ni un solo nuevo Dios (19)

 

La nada divinizada en Dios, la voluntad de la nada santificada (18)

 

El reino de los cielos es un estado del corazón, no una cosa que advierte en la tierra o después de la muerte (34)

 

Ya la palabra cristiano es un equívoco: en el fondo no hubo más que un cristiano, y éste murió en la cruz (38)[17]

 

El ocaso de los ídolos prosigue su ataque feroz anticristiano: el más allá no existe. Se trata en el fondo de un ataque radical al platonismo y a todo idealismo. Existe sólo lo mundanal y terreno. La muerte de Dios es superación de la trascendencia de los valores. La ontología metafísica es sustituida por la ontología terrenal, inmanente, el puro devenir de la voluntad de poder. El ser permanente es una ilusión. El único ser que existe está en devenir. El fin de los ídolos -Dios, moral, idealismo- está cerca, se aproxima el reino del superhombre, situado más allá del bien y del mal. Pero contra lo previsto por Nietzsche el advenimiento del siglo sin Dios no marcó el ocaso de los ídolos, sino, al contrario, surgieron nuevos ídolos de índole inmanente y terrenal. Los totalitarismos políticos de todo cuño así lo testimonian. Pero también tiene que ver con la metafísica de lo religioso, donde se muestra que el hombre puede vivir sin confesión religiosa, pero no sin el acto de trascendencia, como lo hace ver Alfred Müller-Armack.[18] En el mundo secularizado e inmanente, doblegado por el positivismo al relativismo, se genera la formación inmanente de ídolos. Nietzsche no se da cuenta, pero la secularización es la nueva fe en lo terrenal. El superhombre queda convertido en un nuevo ídolo inmanente.

La última obra publicada por Nietzsche lleva por título Ecce homo. Considerada también como una autobiografía, pero que no refleja al hombre Nietzsche, sino al Nietzsche escritor y filósofo. Su persona lejos de ser el héroe de sus libros está llena de dobleces. Es una autobiografía más unida a su ideal de superhombre que a su vida fracasada. Fracasada como hijo y hermano, como profesor universitario, como hombre que nunca pudo casarse, como escritor que no pudo conocer en vida el éxito editorial, como vecino que siempre estaba cambiando de domicilio, como amigo que exigía una reverencia incondicional, como ciudadano que se convierte en apátrida, su salud era pésima, su vista más una carga que una ayuda. Su cuerpo no deja de torturar su mente desde hace décadas. Sólo tenía en sus manos su vida como pensador, como intelectual, que propone revolucionar la visión del mundo.

Empecemos por el título, muy significativo, por cierto, porque alude no a la voluntad de un Dios inexistente, ni a la voluntad veleidosa de los hombres, sino a la voluntad del destino, al amor fati. Efectivamente, en el Evangelio “Ecce homo” son las palabras pronunciadas por el gobernador romano Pilatos al presentar a Jesús junto al famoso criminal Barrabás ante la muchedumbre, creyendo que así lo podrá liberar y evitar la muerte de un inocente.[19] Pero el pueblo elige liberar a Barrabás y condenar a Jesús. Entonces, Pilatos procede a lavarse las manos como señal de que no quiere hacerse responsable de la muerte de un inocente. Esa fue la voluntad de Dios: la condenación de su Hijo para salvar a la humanidad de sus pecados.

Pero ocurre en Nietzsche, que, cuidadosa y mefistofélicamente, utiliza las mismas palabras para sustituir la voluntad de Dios por la voluntad del destino. Recién ahora podemos decir que se tiene el cuadro completo, a saber, la voluntad de poder es voluntad del destino, que está más allá del bien y del mal, es la nueva moral de los amos, del hombre cruel, del Anticristo, que señala el ocaso de los ídolos trascendentes, pero que abre la puerta al ídolo terrenal de Dioniso, el cual es el Ecce homo que representa la voluntad del destino. Por ello, Ecce homo no es una crónica temporal, ni una confesión cristiana atravesada por la gusanera humildad, sino la expresión de una voluntad gozosa de eternidad, una muestra de gratitud hacia la vida, donde vislumbra la llegada del superhombre, y refirma la voluntad de poder, que volverá a vivir un número infinito de veces en un eterno retorno de lo idéntico.

Para el padre dominico T. Urdánoz el libro es una defensa y una exaltación de sí, pero en el sentido en que es la humanidad la que tiene que dar cuenta de su error. Para E. Faguet se trata de un libro patológico que precede a la vesania y el extravío mental. Para Klossowski su locura representa una prueba irrefutable de su pensamiento, de la lucha entre su pensamiento y su cuerpo. Mientras que para Bataille es una demostración de su derrota ante la vida, de su impotencia, que lo lleva a compensarse levantando una cumbre inalcanzable.

Si estas opiniones no andan tan descaminadas, entonces, ante el descalabro mental ¿su parapeto filosófico no le sirvió de nada? ¿O ya estaba condenado en hundirse en la locura por los antecedentes familiares? ¿Era su destino volverse un insano mental y así lo percibió? ¿De ahí puede provenir su amor fati o amor al destino? ¿Sufrió tanto como hombre que se inventó la llegada del superhombre? ¿Renunció a Dios ante una vida tan doloroso física y mentalmente, para compensarla con la voluntad del destino? ¿Es la voluntad de poder una sublimación de su propia voluntad fracasada y menguada en la vida? ¿No es locura demoniaca contraponerse al propio Crucificado?

Para Nietzsche Dios designa una moral hostil a la vida, es un vampiro de la vida, una moral ontologizante porque establece lo permanente como lo bueno. Y así el hombre se aparta del mundo verdadero. La ontología de Nietzsche hace al ser en devenir y temporal en ser verdadero. Esta eliminación de la diferencia ontológica es para Nietzsche el punto culminante de la humanidad. Su forma teológica la sustituye por la cosmológica, pues predomina el dinamismo de lo finito como voluntad de poder en el tiempo del eterno retorno de lo mismo. A pesar de todo, no logra un desarrollo sistemático de su nueva ontología.

En el Prólogo afirma que es el discípulo del filósofo Dioniso, que no habla como un fanático profeta, y que el único mandamiento será encontrarse a uno mismo. Luego vienen una serie de títulos egolátricos y narcisistas. En Por qué soy tan sabio, sostiene que tiene olfato finísimo para detectar lo elevado y lo decadente. Añade que desde su lecho de enfermo redescubrió la vida, hizo de su voluntad de estar sano y vivir una filosofía.

En Por qué soy tan inteligente, responde que los es porque cambió todos los productos de la imaginación que la humanidad tomó en serio -Dios, alma, virtud, pecado, inmortalidad, verdad- por el amor a la vida. La verdadera grandeza del hombre consiste en amar el destino. En Por qué escribo tan buenos libros dice: porque soy un antiasno, un monstruo de la historia universal, un anticristo. Soy un psicólogo incomparable que purifica la sexualidad. A partir de aquí viene la evaluación de sus obras. Considera que El origen de la tragedia demostró que los griegos resolvieron la antítesis entre lo apolíneo y lo dionisíaco mediante la síntesis de la tragedia. Sócrates es el instrumento de la decadencia. Y prevé el advenimiento de una época trágica.

Sobre Consideraciones intempestivas advierte el tono beligerante en su integridad y el ejercer un librepensamiento de nuevo cuño. De Humano, demasiado humano colige que se liberó del idealismo, demostró el mundo inteligible no existe, y que el hombre moral se aferra a erróneas fantasías. Sobre Aurora piensa que emprendió una guerra contra la moral o la moralina, y que la nueva moral debe sustentarse en la fuerza de los instintos naturales. De La gaya ciencia dice que es un libro afirmativo y de agradecimiento por el maravilloso mes de enero que vivió.

Así habló Zaratustra lo aprecia como un lugar aparte. Fueron dieciocho meses de embarazo, donde la inspiración fue una encarnación. Pero paga caro ser inmortal: queda debilitado y un silencio lo rodea. Más allá del bien y del mal es visto como una crítica acerba a la modernidad a través de la inversión de los valores. No hay objetividad, sentido de la historia ni compasión. La genealogía de la moral tiene un final feroz, porque considera la conciencia no como la voz de Dios, sino como el instinto de crueldad que se vuelve contra nosotros. El ocaso de los ídolos significa que el fin de la vieja verdad está próximo. El caso Wagner es un ataque a todo lo decadente y alemán. Y concluye con Por qué soy un destino. Y responde por negar la moral cristiana y que el hombre bueno sea el tipo superior. Todo eso es vampirismo e ideas antitéticas de la vida.[20]

Ante ello no puede pasar desapercibido la consideración de Karl Jaspers que estima que la lucha de Nietzsche contra el cristianismo es desde exigencias cristianas, tratando de provocar una reacción contra el nihilismo, pero él mismo no llega a ofrecer una filosofía acabada.[21] No obstante, no es exigencia cristiana sustituir el ser por el devenir, hacer desembocar lo axiológico en una ontología de lo inmanente. La consideración de Jaspers está muy centrada en El Anticristo, pero dicha obra -como todas las demás- tienen que ser vistas orgánicamente, y sólo así revela que la nueva ontología en la que Nietzsche desemboca se resuelve desde exigencias totalmente anticristianas y metafísicas. No se trata de afirmar como Heidegger que Nietzsche es un pensador metafísico y no vitalista porque ve la Vida como el ser en devenir y la voluntad de poder como arte. No, en Nietzsche la voluntad de poder se sume en un eterno retorno de lo idéntico sin finalidad cósmica alguna. La voluntad de poder no se resuelve en arte porque en el arte hay finalidad, mientras que en Nietzsche el dios Dioniso teje y desteje sin propósito y en tono de juego todo el armazón cósmico. Pero qué es la Voluntad de Poder.

Su obra póstuma La voluntad de poder[22] es una recopilación de sus editores, pero hay aportes como el del nihilismo y sus etapas. Desconfía de la verdad y de su propia filosofía. Las cosas son ficciones de la voluntad de poder. Su apología del hombre pasa por el olvido de Dios. Pero el tercer libro aborda el tema que da título a la obra. Es cuando arriba a conclusiones nihilistas: no hay cosas, sólo oleaje cósmico vital. Su ontología negativa de la cosa es el contenido de su gnoseología ficcionalista. Sólo existe el flujo del devenir. Pero Nietzsche no distingue con claridad entre verdad del devenir y verdad del ente. Da la impresión que al final privilegia lo ontológico sobre lo óntico. Es un Parménides al revés, es un Heráclito que convierte el devenir en lo absoluto que arrolla la verdad del ente. Lo cual resulta desconcertante porque lo hemos visto defender la verdad de la tierra contra lo trasmundano. Pero Nietzsche ya nos tiene acostumbrado a sus ambigüedades. La voluntad del devenir es movimiento creador y destructor de la voluntad de poder, y la voluntad de poder es el devenir infinito. Se trata de una y la misma cosa. Naturalmente que hay diferencia entre la intuición del devenir y el concepto categorial. Las cosas son constructos mentales, no reales. El hombre falsea el mundo porque piensa. En última instancia, no es el hombre, sino la voluntad de poder como fuerza cósmica la que crea las ficciones. En suma, la voluntad de poder impera en todos los fenómenos.

 En este último libro subraya que hay que adiestrarse en que el hombre dominador se reintegra a la tierra, porque la voluntad de poder es individualización, y eterno retorno es reintegración al flujo cósmico, a lo eterno. Entonces, el momento óntico es el principio de individualización que opera la voluntad de poder, y el momento ontológico es el eterno flujo cósmico. Ambos son procesos inmanentes, su nueva ontología y metafísica son de ese matiz. El ente en cuanto tal es voluntad de poder, y la totalidad de lo que existe es eterno retorno. El ser como valor desemboca en ser como voluntad de poder y eterno retorno, ante lo cual sólo queda amar el destino.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

3.

 SIGNIFICADO

 

 

 

 

Como hemos visto la filosofía de Nietzsche no puede ser entendida desde sus puntos intermedios, sino desde su cenit. O sea, desde su idea culmen del Amor fati. Ese amor al destino es lo que retrata cabalmente su pensamiento inmanentista y ateo, y que en buena cuenta no lleva sino al imperio de lo efímero, lo contingente, y el devenir. El ser como devenir sin propósito ni sentido es la cumbre de su pensamiento. Por eso es metafísico, porque da fundamento a una visión última de la realidad de índole inmanente. Pero ese ha sido el destino de la metafísica moderna. Nietzsche representa el florecimiento de la metafísica en su índole inmanente moderna. En este sentido Heinz Heimsoeth tiene razón cuando escribe en su afamado libro La metafísica moderna[23] que su desarrollo ha sido de inmensa importancia en la Edad Moderna. Las épocas verdaderamente fecundas y creadoras de la filosofía han sido de florecimiento de la metafísica.

Sólo que nosotros acotaríamos tres cosas: primero, que la metafísica moderna da cuenta de los fundamentos del mundo desde una perspectiva terrenalista, inmanente y secular; segundo, tiene su base social en la burguesía en ascenso histórico; y tercero, que la metafísica moderna desde el siglo XIX refleja la senda de crisis y decadencia espiritual y material de la hegemónica burguesía capitalista. Lo cual no significa suscribir el determinismo marxista de la estructura económica sobre la superestructura ideológica, pero tampoco significa desconocer que la filosofía responde a las preocupaciones de su tiempo y no se desarrolla sin conexión con una determinada época histórica. En otras palabras, la susodicha Razón autónoma tiene su fuente en la vida espiritual y material de su tiempo. Y Nietzsche no es la excepción, su filosofía se corresponde con la decadencia nihilista de la razón moderna de la burguesía tardía, profundamente amoral, descreída, cruel, egoísta e irracional.

Como bien destaca Gilles Lipovetsky en sus célebres ensayos La era del vacío (1983) y El imperio de lo efímero (1987), el síntoma del cambio por el cambio señala el corazón mismo de la modernidad. Todo se vuelve momentáneo, el instantaneísmo es lo que predomina, el presentismo borra toda memoria y toda historia. El sujeto deshistorizado marca la nota saltante en la estructura moderna donde impera la manipulación del individuo. Ante ello cabe acotar que Nietzsche escribe en pleno auge de los imperialismos coloniales, mientras que Lipovetsky lo hace en plena era de la globalización neoliberal. ¿Qué guardan en común? Nada menos que la intensificación de una estructura económica y cultural profundamente deshumanizada, que reduce al ser humano al triste papel de consumidor, que se ensaña en la invención de necesidades innecesarias, ficticias y superficiales, que acelera el tiempo, la vida y el movimiento, que el primer Marx de los Manuscritos lo condenó por conducir al hombre a una vida sin esencia, que Simmel en su Filosofía del dinero denunció por reducir todo valor a mercancía, que Sartori en su ensayo Homo videns increpó la sociedad teledirigida por sustituir al homo sapiens por el homo videns, que Agamben en su ensayo Homo sacer mostró el aniquilamiento de la individualidad en la estructura de la modernidad, y esa estructura se llama capitalismo, como quinta esencia de la modernidad.

Efectivamente, el amor al destino de Nietzsche es una sublimación aristocrática de una mente que reacciona contra el sistema, pero desde el sistema, y por ello no logra librarse de él. El amor fati es la aceptación del destino del más fuerte, creador de nuevos valores, pero para que al final todo sucumba como una repetición de lo mismo. La creatividad y la libertad humana resulta siendo una parodia que no puede sino más que la aceptación de la necesidad cósmica del juego de Dioniso. Es por ello que la gran contradicción de la filosofía nietzscheana es que lo que al comienzo aparecía ser una alegre filosofía de la libertad termina siendo una oscura y triste filosofía de la necesidad. Efectivamente, su pensamiento se parece a una ópera trágica que promete mucho con la muerte del Dios, el superhombre, la voluntad de poder y la inversión de los valores, pero que acaba en bufonada carnavalesca con el eterno retorno de lo mismo y el amor fati.

De ahí que es una grave limitación entender a Nietzsche desde la voluntad de poder, donde el ser es valor. Esta es la interpretación de Heidegger en Caminos de bosque (1995) y Nietzsche (1961). En Caminos señala que Nietzsche es todavía prisionero de la metafísica de la modernidad porque define la verdad desde el sujeto, la aletheia es sustituida por la certitudo. Lo cual es absolutamente cierto, pero olvida señalar que el sujeto como voluntad y representación sólo se entiende dentro de una metafísica de la inmanencia. Su Nietzsche enfatiza que no se está ante un pensador moral, sino ante uno metafísico, porque identifica la voluntad de poder con el ser y éste con el valor. Y esto es pensar óntico y no ontológico.

Ciertamente que Nietzsche no tocó el problema ontológico del valor, pero es excesivo afirmar que el ser como valor en él no tiene profundidad ontológica. Pues lo tiene, de lo contrario no se comprendería la voluntad de poder en eterno retorno como principio de la realidad. Heidegger deja incompleto a Nietzsche con el fin de meterlo en el saco del nihilismo que olvida el ser. Al contrario, con esta crítica a Nietzsche es Heidegger el que cae en un sesgo ontológico pronunciado que olvida lo óntico. Pero esa solución resulta siendo muy sumaria y expeditiva.

En suma, contra Heidegger se puede afirmar que Nietzsche es un pensador metafísico porque reduce inmanentistamente el ser al devenir, y porque en el fondo el valor se da en el tiempo y el tiempo resuelve la densidad del ser. Si en Nietzsche el ser cae al nivel metafísico del valor no es porque su voluntad de poder tiene una limitación subjetivista, al contrario, es porque hay un más allá del bien y del mal, un más allá de toda valoración, que tiene que ver con el fondo dionisiaco del gran juego metafísico inmanente del nacimiento y muerte de todas las cosas. Por lo demás, llama la atención cómo el antihumanismo de Heidegger -el hombre como pastor del ser- se emparenta con el superhombre de Nietzsche, pues el hombre es una realidad a superar. Y tampoco puede pasar desapercibido que el ser y el tiempo en Heidegger guarda el mismo estrecho lazo que mantiene en Nietzsche.

Por su parte, Eugen Fink en su La filosofía de Nietzsche (1960) define la esencia del pensar nietzscheano desde el eterno retorno, donde el ser está más allá de lo axiológico. Es decir, la voluntad de poder está más allá de lo axiológico. Por tanto, no es pensar óntico, como quiere Heidegger, sino ontológico. Lo cual es absolutamente cierto, salvo que hay que acotar que su ontología post-axiológica es metafísica de la inmanencia. Y ese es precisamente el corazón de la modernidad, a saber, la metafísica de la inmanencia exclusivamente temporalista y del devenir. Pero esto se nota con mayor nitidez cuando se aprecia el pensamiento de Nietzsche desde el amor fati, donde se ve nítidamente cómo impera el necesitarismo antiguo.

Pero cómo es el necesitarismo nietzscheano. Veamos. El empirismo del nominalismo del siglo XIV fue la respuesta extrema al necesitarismo greco-árabe mediante la defensa de la libertad y la omnipotencia divina. Mientras Escoto subordina las ideas a Dios, Occam las elimina, suprime los universales. Aquí ambos oponentes se unen para oponerse al necesitarismo greco-árabe. Tienen presente al Dios puro Intelecto de Averroes y al Dios cuya voluntad se somete necesariamente a la ley de su entendimiento de Avicena. En cambio, el Dios cristiano no obedece a nada, ni siquiera a las ideas. Lo cual es destacado con suma claridad por Étienne Gilson en su Filosofía en la Edad Media.[24] Esto también llevó a decir a Emile Bréhier en su Filosofía en la Edad Media (1959), que mientras la filosofía griega es una filosofía de la necesidad la filosofía cristiana es una filosofía de la libertad. Ahora bien, es interesante observar que en Nietzsche se conserva el núcleo doctrinal del nominalismo, pero en su versión radicalizada: no hay Ideas en Dios, porque no hay Dios, y tampoco hay universales en las cosas, porque no hay universales, sólo existe lo concreto e inmanente. La metafísica inmanente de Nietzsche es una versión extrema de la negación nominalista de la metafísica de lo trascendente. La filosofía nietzscheana es sin saberlo una influencia multiforme del occamismo en el pensamiento del siglo XIX. Hay quienes pueden pensar que solamente hay occamismo en la medida en que se reduce la teología a la simple probabilidad, y como en Nietzsche no hay teología por consiguiente no hay occamismo. Pero esta es una forma de entender el nominalismo occamista, la otra forma es su giro hacia lo individual y concreto, más que poner el acento en lo teológico. Y en esta medida hay nominalismo occamista en Nietzsche. No en vano el occamismo ha sido el origen de la ciencia moderna y de un empirismo radical donde la necesidad natural rige soberanamente.

Pero en Nietzsche lo concreto no son las cosas, sino el flujo del oleaje vital cósmico de la voluntad de poder en un eterno retorno de los mismo. Y el superhombre es el asume esta verdad como amor fati o amor al destino. No hay cosas, sólo existe el flujo del devenir en eterna repetición de lo mismo. Como en muchas otras cosas Nietzsche aquí no distingue con claridad entre la verdad del devenir y la verdad del ente. Solamente está obsedido por la verdad del devenir, como movimiento necesario y creador. Lo concreto, las cosas resultan ser constructos mentales, pues el hombre falsea el mundo porque piensa. Pero en última instancia reconoce que no es el hombre sino la voluntad de poder la que crea las ficciones de los entes.

En suma, la voluntad de poder impera en todos los fenómenos, y el hombre dominador debe reintegrarse a la Tierra, porque la voluntad de poder es individualización y el eterno retorno es reintegración al devenir cósmico. Y para que esta nueva visión metafísica no recaiga en un nuevo dualismo reintegra ambos en el juego cósmico del nuevo dios Dioniso. Dioniso viene a representar la nueva necesidad cósmica en el flujo del devenir. Se trata de una hipótesis empírica radical presentada en forma aforística. Todo sucumbe en la necesidad de la eternidad del devenir, el ser es el tiempo, pero no de un tiempo asintótico que se dirige hacia un fin, sino cíclico y en repetición. El juego cósmico se parece más a un juego sin finalidad, ni sentido ni propósito. Con ello rompe con toda escatología y teodicea, y en su lugar se instaura el necesitarismo del destino repetitivo. Esa es la cumbre de su metafísica inmanente.

Esto llevó a Frederick Copleston a preguntarse en su Historia de la Filosofía[25], si el eterno retorno no es una ficción de la voluntad de poder. Pero dentro de la lógica del amor fati no es una ficción, porque la voluntad de poder no sólo es individuación, creación de valores y dación de sentido al mundo, sino que en última instancia se resuelve en el eterno retorno de lo mismo que hay que amar. O sea, volverá la ignorancia, la metafísica de lo trascendente, su lucha contra él, el último hombre del nihilismo pasivo, el superhombre del nihilismo activo, pero todo sucumbirá en la rueda del tiempo inclemente para volver a repetirse eternamente de modo necesario. Por tanto, la idea del eterno retorno no parece una ficción de la voluntad de poder, como piensa Copleston, sino una necesidad interna.

El juego cósmico de Dioniso no tiene propósito permanente, todo sucumbe en un nihilismo cósmico sin fin. No hay Dios, ni sentido terminal en los ciclos sin fin. El que tiene la última palabra no es el hombre como superhombre, ni siquiera la voluntad de poder, lo axiológico se hunde en la noche oscura de la metafísica inmanente, donde el eterno retorno de lo mismo impera y al cual hay que amarlo. Esto en el fondo significa una negación radical del sentido en el universo, consecuencia natural del ateísmo del amor fati. No es un ateísmo cualquiera, pues los hay con la creencia de que el sentido del mundo es creador por el hombre. Pero Nietzsche lleva las cosas más lejos, para sostener que ni siquiera lo humano es el límite del devenir, y éste tiene su propia dinámica en el eterno retorno de lo mismo. La falta de sentido del universo puede parecer un panorama infernal, pero Nietzsche piensa en los fuertes, en el superhombre que no se ilusiona con nada. En consecuencia, se puede decir, sin embargo, que lo realmente significativo en su filosofía no es la voluntad de poder, que nos lleva al eterno retorno de lo mismo, ni el amor fati, sino que todo es una ficción en el juego cósmico de Dioniso. El ser cósmico es finito y temporal, sin término ni propósito, carece de sentido y verdad. Todo está más allá del bien y del mal, de lo verdadero y lo falso. Lo axiológico sucumbe ante una nueva ontología de índole inmanente. Todo está imbuido en un proceso de creación y destrucción sin propósito ni final. Es el fin de todas las ilusiones, el nihilismo total.

Y aquí es cuando surge un tema crucial. ¿No será que Nietzsche está expresando, más bien, la dramática crisis espiritual de la modernidad y le está dando una expresión cósmica? Su pensamiento es una filosofía sin salida, justo como se expresa toda civilización que llega a su ocaso, decadencia y término. Parafraseando el famoso libro de Oswald Spengler, se puede afirmar que la filosofía de Nietzsche representa la decadencia de Occidente.

Precisamente, si la corriente secularista de la burguesía moderna se muestra robusta y revolucionaria en el siglo XVII, luchando por la libertad de conciencia y el republicanismo, y contra el inmovilismo monárquico, defendido por la jerarquía eclesiástica, en el pensamiento político de Hobbes, Spinoza y Locke, por ejemplo; en el siglo XIX América del sur, África, Asia y Oceanía padecen el yugo colonial del imperialismo europeo, o sea el secularismo de la burguesía capitalista se tornó conservadora, opresora, explotadora y reaccionaria. Ha degenerado el pathos ascendente de la modernidad para mostrar su peor rostro en el punto más álgido del colonialismo europeo durante las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del siglo XX. Nietzsche fallece en 1900, justo en el umbral del siglo veinte, el más inhumano jamás conocido -por los valores que decía defender- en la historia de la humanidad.

Pero el espíritu burgués está infectado de resentimiento, envidia, perfidia, maldad y venganza por todo lo superior y permanente. Con mucha precisión Werner Sombart[26] apuntaba que la esencia espiritual del tipo humano responde al cambio del orden racional de lo celeste a lo terrestre. El espíritu capitalista del burgués -unión de la pasión por el dinero con el ánimo de empresa- fue lo primero que afloró y después surgió el sistema capitalista. Esto es importante destacarlo porque se comprende que la modernidad no es engendrada directamente por la estructura capitalista, sino por el espíritu capitalista.

Ciertamente que para la formación del espíritu capitalista habría también que tomar en cuenta otros factores poderosos y no menos decisivos, como, por ejemplo: racionalización del tiempo en los conventos a través del reloj, la invención de la banca y la aparición del préstamo a interés desde el siglo XIII-XIV, la era de los grandes descubrimientos geográficos en el siglo XV-XVI, como eficaz factor que convergió con otros, a saber, las fratricidas guerras de religión entre 1562-1568, la revolución científica del siglo XVI-XVII, los inventos como el de la imprenta, el impacto de la Reforma Contrarreforma. Naturalmente que estos fueron siglos decisivos en la formación del espíritu burgués, pero la mutación epocal no se detuvo y prosigue hasta nuestros días. Entre los cambios acontecidos cabe mentar lo que Ferdinand Tönnies[27] llama la aparición de la “sociedad”, basada en la promesa, la unión voluntaria y el contrato, en lugar de la “comunidad”, asentada en lazos de sangre, tradición e historia.

En la vorágine contractual caen los valores, la familia y el matrimonio, y de esa manera lo formal predomina sobre la significación real objetiva. En la civilización formal triunfa la mentalidad calculadora, la vida superior desaparece porque las cosas se han hecho más grandes e importantes, pero el hombre se volvió más pequeño e insignificante. La raíz de todo este cambio no es la inversión de los valores, sino que el verdadero fundamento es el predominio del orden terrenal sobre el orden celestial. Nietzsche creyó que la raíz eran los valores, por eso se propuso invertirlos. Pero tampoco dejó de advertir que era necesaria una visión del mundo y lo propuso. Pero su visión inmanentista del mundo compartía la misma base terrenalista de la decadente civilización burguesa moderna. Y de este modo su propuesta resultaba impotente e ilusoria. En una palabra, se trató de todo un terremoto espiritual, cultural y material de envergadura que terminó sepultando la visión medieval del mundo.

Ahora bien, la tectónica espiritual de la historia de la modernidad burguesa no se ha aquietado, al contrario, se aceleró en su seísmo. De ahí que un Bauman[28] salga a nuestro encuentro para señalar el carácter líquido de la modernidad, y un Byung-Chul Han[29] nos hable de la sociedad del cansancio y del reino de las no-cosas. Para Bauman la modernidad sólida terminó, y pertenece al capitalismo industrial. Hoy tenemos la modernidad líquida, donde no hay valores absolutos y permanentes, lo cual es propio del casino global del neoliberalismo. Su libro es publicado en 1999 y describe el capitalismo del momento, pero ahora estamos transitando al capitalismo digital y una modernidad que podemos llamar “gaseosa”. La realidad se esfuma en el metaverso de la hiperrealidad de la web. Por su parte, Han anuncia que nuestra sociedad no se corresponde con la sociedad disciplinaria de Foucault, sino a la sociedad del cansancio, de la depresión, del rendimiento, de los emprendedores que se autoexplotan. Hasta aquí todo se corresponde con el capitalismo neoliberal, pero al hablarnos de la instauración de un reino de lo digital, que catapulta el narcisismo y la teatralidad ya se instala en terreno del capitalismo digital. Y así afirma que, en el reino de la información, de la no-cosas nos volvemos ciegos a las cosas mismas. Mientras la cosa amplifica el ser, la no-cosa lo suprime. Aún, cuando Han no señale la distinción entre cosa tangible e intangible, queda bien señalado que el espíritu burgués ahonda la apoteosis del ente y el olvido del ser. Tanto Bauman como Han describen al último hombre de Nietzsche, aquel que ansía la nada antes que el ser. Ahora se entiende mejor por qué en el Occidente liberal el nihilismo se posesionó de la vida real y cotidiana, dejando de ser cosa de intelectuales.

A raíz de la guerra de Ucrania se ha esgrimido el argumento de que vivimos en pleno tránsito histórico del mundo unipolar del occidente liberal al mundo multipolar del occidente cristiano. Se trataría de una lucha a muerte entre el sentido ateo, anticristiano y nihilista del imperialismo anglosajón y sus vasallos europeos, y el sentido creyente, cristiano y de valores absolutos del occidente cristiano unido al mundo oriental de China, India, y que se extiende con los BRICS hacia África y América Latina. En el fondo se trataría de una guerra mortal, de inusitadas consecuencias, entre la visión inmanente y la visión trascendente del mundo. Son dos visiones metafísicas del mundo las que colisionan, pero como en la historia no hay repeticiones se trataría de una nueva metafísica que sepa armonizar la inmanencia con la trascendencia.[30]

Todos estos hechos que acontecen desde el siglo XIII hasta el siglo XVII alumbran en la modernidad una nueva mentalidad funcionalista en reemplazo de la otra substancialista, una forma de pensar calculadora y pragmática sobre la otra desinteresada y más reposada, un cambio de visión del mundo que afianza el Regnum hominis o reino del hombre, como agudamente lo caracteriza Paul Hazard[31]. Efectivamente, se trató de una crisis del pensamiento metafísico de occidente a gran escala, que terminó dando lugar a la visión metafísica del hombre burgués. Sólo que en Nietzsche aquel Regnum hominis será convertido en Regnum del Superhombre. En otros términos, se catapultó el espíritu burgués con su visión antitrascendentalista, inmanentista y secular del mundo.  No obstante, es a Georg Simmel[32] a quien no se le pasa desapercibido que en la expresión espiritual-cultural del espíritu capitalista está el predominio de lo cuantitativo sobre lo cualitativo, lo mensurable y calculable sobre el valor y lo intangible. Se trata del valor convertido en mercancía. Y sólo sobre esa base pude abrirse camino la economía dineraria que convierte todos los valores en mercancías. Sin esta mutación histórica de base material y espiritual no habría sido posible el ataque a los valores tradicionales por parte de Nietzsche. Su filosofía es hija del surgimiento del espíritu burgués contra el que se revuelve infructuosamente. Sin la tragedia de la cultura moderna que reduce el valor a objeto, sin la esencia de la economía dineraria que es la negación de todo valor, es inconcebible comprender en su base la filosofía nietzscheana y su transvaloración de los valores.

Nietzsche percibe el desastre espiritual de la crisis de la civilización occidental moderna y su filosofía lo expresa con una metafísica inmanente y un nihilismo cósmico, porque está convencido que el mal reside en la creencia en el trasmundo, lo trascendente y la metafísica tradicional. Está convencido que sin una nueva imagen del mundo no se puede enrumbar la historia y al hombre. Está dispuesto a proporcionar un nuevo sentimiento cósmico con el eterno retorno y la voluntad de poder. Y no le importa caer en el relativismo del ciclo interminable cósmico con amor al destino.

En realidad, antes de Heidegger y Fink había sido Max Scheler[33] quien advirtió que el resentimiento en la moral en Nietzsche era un resentimiento metafísico. El que falsifica la imagen del mundo se desfoga calumniando al mundo y despreciando la humanidad. Pero la moral no puede basarse en el resentimiento, sino en la eterna jerarquía de los valores. Era una ojeriza y envidia contra todo lo permanente y estable, de ahí el embotamiento moral del resentido que falsifica el juicio de valor. En Jesús no hay resentimiento, sino perdón. Por eso el agón cósmico o impulso espiritual de la antigüedad era una cadena en que lo inferior aspira a lo superior. En cambio, el agón cósmico cristiano es a la inversa, porque es lo superior quien desciende a lo inferior para hacernos igual a Dios. De ahí la inclinación de Cristo hacia los pecadores. Heidegger, por su parte, se mantiene prisionero del agón cósmico antiguo porque es el hombre como pastor del ser quien custodia sin fe una especie de revelación místico-ontológica. Para Scheler estaba claro, no ver que en la moral cristiana no hay resentimiento sino amor y el Reino de Dios, era la raíz del extravío del juicio de Nietzsche. Scheler es el primero que llama la atención sobre la esencia de la filosofía moderna como una renuncia al ser y su reemplazo por lo óntico. Por ello en la inversión de los valores de Nietzsche está el “todo es vano/todo vale” de los decadentes filósofos posmodernos.

Pero hay más. Nietzsche no es la culminación del subjetivismo de la filosofía moderna al reducir el ser al valor, pues ya hemos apuntado que él va allá de lo axiológico al colocar al superhombre más allá del bien y del mal y al concebir el eterno retorno de lo mismo como el juego cósmico del dios Dioniso. Su orden es ontológico. Nietzsche es, más bien, uno de los retorcimientos más pronunciados de la filosofía moderna, porque al final culmina no con la subjetividad del superhombre, sino con su disolución en el devenir del eterno retorno sin propósito ni finalidad. Presenta su propia metafísica. Esta reducción del ser al devenir es un planteamiento metafísico de índole inmanente, donde el orden terrenal burgués no es superado y sí ahondado. Su propia filosofía está infectada por la degeneración de la inversión de los valores del espíritu burgués. Y al no poder advertirlo considera todo el conjunto viviente desde Sócrates, el cristianismo hasta el industrialismo como la expresión degenerada del impulso vital. Ni el ethos ni el pathos de su pensamiento logra superar la esencia del espíritu burgués porque se afianza firmemente a su núcleo sustancial, a saber, la superioridad y autonomía del orden terrenal sobre el orden trasmundano. Ciertamente que ha roto con el mundo mecánico colocado como base del mundo, pero sólo para reemplazarlo por el mundo de la vida como nueva base del mundo. Se trata de un cambio superficial que no va hacia la superación del propio mundo, sino que, al contrario, se dirige al afianzamiento del orden terrenal. Nietzsche mientras filosofa es claro y contundente en sus fórmulas expresivas, pero es pobre cuando intenta ofrecer una imagen existencial del superhombre y ofrecer un fundamento sobre la reducción del ser al devenir. En lugar de Dios no pone al hombre, no incurre en un nuevo antropologismo, sino que pone a la Tierra. Por supuesto que se trata de una metáfora que refleja un paganismo inmanentista, pero que explica menesterosa e insuficientemente la superioridad ontológica de lo terrenal sobre lo celestial.

El aristocratismo del superhombre y la inversión de los valores no es más que una salida fallida al espíritu burgués de la modernidad. Ni su antropologismo psicologizante, ni su resentimiento anticristiano, ni su repudio idealista, ni su iluminación a la problemática nihilista, ni la propuesta del superhombre, es capaz de superar el pathos del espíritu burgués moderno porque comparte con él su inmanentismo acendrado. No se da cuenta que al identificar el ser con el devenir lleva al ateísmo y al nihilismo, aunque no conduce al panteísmo porque para él no hay Absoluto dirigido a un fin como en Hegel. Lo que hay en su pensamiento es un eterno retorno de lo mismo, donde lo único absoluto es una repetición de un destino sin propósito ni finalidad cósmica. En realidad, sólo cuando se presta atención a su idea del superhombre aislado del conjunto total de su pensamiento aparece un antropocentrismo aristocrático prometeico. Así aparece en la apreciación del pensador peruanista católico Víctor Andrés Belaunde[34] cuando afirma que la tragedia de Nietzsche es que el superhombre encarna la culminación de la absoluta autonomía humana del antropocentrismo renacentista, sumergido en la materia el hombre pone su energía divina al servicio de los instintos vitales, y así su subsuelo es un materialismo radical y un audaz amoralismo. La civilización cristiana, agrega, se halla amenazada de muerte por el humanismo ateo. Feuerbach y Comte proponen la divinización democrática de la humanidad, a eso Nietzsche le opondrá la divinización aristocrática del superhombre. Lo cual a todas luces es una apreciación justa. Pero todos devienen hacia la antropolatría. Remata Belaunde afirmando que hoy proletariado, campesinado y burguesía exhiben un impudoroso ateísmo práctico y prometeico, y la fe se refugia sólo en algunas cumbres.

No es difícil coincidir con Belaunde en la consideración de que la esencia de la cultura son los valores espirituales, los mismos que moldean los elementos físicos, biológicos e históricos. Así, la cultura aparece como una síntesis viviente, que en el presente está en crisis al socavarse su cimiento moral y religioso. Más, cabe acotar que lo moral y religioso ha ido minando al compás del cambio de la visión metafísica del mundo, desde el orden celeste hacia el orden terrestre. Belaunde[35] tres actitudes fundamentales humanas ante el Absoluto: inquietud, serenidad y plenitud. ¿A cuál de ellas corresponde Nietzsche? A ninguna, porque no toma en cuenta la indiferencia vital humana hacia Dios. El ateísmo práctico es precisamente eso, y a ello tenía que conducir el espíritu burgués reinante. Veamos.

La antropolatría de la modernidad tardía no se caracteriza por la actitud humana de la inquietud hacia el absoluto, ni la serenidad pascaliana que abriga la idea de poseerlo, ni la plenitud agustiniana de unidad de espíritu y naturaleza en Dios. En Nietzsche hay rabia, odio, deifobia, que culmina en indiferencia hacia el absoluto. Nietzsche aparece como una parodia de Cristo secularizado, pero también como el dedo acusador sobre el hombre moderno que sólo quiere la nada. El último hombre asediado por la sed de nihilismo. Su filosofía no está en guerra contra Dios, sino contra lo que considera una ilusión que impide al hombre realizarse plenamente. Aspira a liberar al hombre de Dios por reprimir el mundo vital e instintivo. Por eso lo que recomienda es una especie de indiferencia psicológica que de paso al impulso vital. Pero si nos detenemos en la antropolatría subrayada por Belaunde corremos el riesgo de perder de vista que el destino del nihilismo no es la apología del hombre -como piensa Nietzsche-, sino su supresión y la de todos sus grandes temas, incluso la verdad. Nietzsche piensa la voluntad de poder y el eterno retorno como principios cósmicos del juego de Dioniso. O sea, niega la metafísica trascendente por una metafísica inmanente. El punto culminante del nihilismo en nuestro tiempo de vertiginoso avance de la inteligencia artificial no es la divinización prometeica del hombre, sino la concepción por la inteligencia artificial de que lo divino no existe. El pensamiento humano habrá sido remontado por la inteligencia artificial.

Todo indica que en el occidente liberal el nihilismo es un tránsito hacia muchas modalidades de transhumanismo, donde al final imperará la inteligencia artificial autónoma. Del antropoceno habremos pasado al ciberceno. Hay algo que Nietzsche no pudo prever, y es que el nihilismo en su hora final vuelve irreconocible el puesto del hombre en el cosmos, donde la única realidad pasa a ser el devenir. Se habrá pasado a la dictadura del algoritmo cibernético. Si Nietzsche aborda la problemática del nihilismo en el auge del capitalismo industrial, ahora mucha agua ha corrido bajo el río, y se ha visto cómo el nihilismo se profundizó bajo el capitalismo neoliberal y el actual capitalismo cibernético. El capitalismo digital[36] alienta el surgimiento de las tecno-utopías basadas en el dataísmo imperante. Lo cual no es antojadizo, sino que responde a una segunda revolución copernicana operada en la modernidad tardía, donde el sujeto es abolido para ser reemplazado por el chip algorítmico. Y esto no representa al superhombre nietzscheano fusionado con la máquina como un ciborg, sino la abolición del hombre mismo por la inteligencia artificial autónoma. El ciberceno que abre el occidente liberal instrumentaliza al hombre para superarlo por completo, el hombre se convierte en un medio para la máquina autónoma. No sabemos si un triunfo del occidente cristiano sobre el nihilista occidente liberal pueda asegurar un curso distinto en la historia, que pueda atajar el fin del humanismo sin Dios y la apoteosis de la inteligencia artificial sin el hombre. Por el momento es sólo una esperanza muy prometedora. No hay que perder de vista que en el conjunto de su pensamiento Nietzsche no pone como fundamento del mundo al hombre, el mundo tiene su propio fundamento en el devenir del ser en un destino repetitivo. Su énfasis en el superhombre es momentáneo y no cae en la antropolatría. Quiere ser lo más anticristiano posible, de ahí que descarta cualquier escatología y centralidad del hombre. El hombre es una criatura a ser superada en el superhombre, pero el superhombre es un ser a ser olvidado en el eterno retorno de lo mismo. Claro que comparte con el giro antropológico, que acontece después de Hegel, la convicción de que Dios es simple idea humana, el trasmundo es pura ficción de lo vital reprimido. Pero su filosofía del superhombre no es más que otro ideal desesperado y condenado al desastre de una humanidad entregada a vivir solamente en función del orden terrenal.

La anestesia nietzscheana sobre sobre Dios opera en Husserl y Heidegger, quienes no se plantean el ser de Dios. Reina a sus anchas en Sartre. Empuja a las filosofías procesualistas de Whitehead y Alexander al panteísmo, al vitalismo de Bergson hacia la religión dinámica, e insufla el metarrelato de Lyotard y la ontología débil de Vattimo. Es decir, su metafísica inmanentista está detrás de la curva decadente de todo el pensamiento filosófico de la burguesía periclitante.

El espíritu filosófico burgués cae hechizado bajo el peso de la conciencia de lo finito, la historicidad, la temporalidad del ser, lo contingente y lo relativo. Lo permanente no sólo se esfuma, sino que huye de la historia, y así reina la decadencia de los valores, como siempre acontece en el declinar de toda civilización. La ambigüedad del ser se impone, el mito culturalista que afirma que la existencia precede a la esencia termina disolviendo el sujeto y desnaturalizando la desigualdad sexual. Todo se vuelve en “constructo social”. La erosión nihilista del mundo postmetafísico cree verse libre de la metafísica, pero está cogido por las garras de la metafísica de la inmanencia, donde el orden terrenal asfixia cualquier atisbo del orden trasmundano, esencial y permanente.

Bien visto, la metafísica de la inmanencia ha presentado en la modernidad diversas formas y, como veremos, prosigue su desarrollo. Veamos sus formas: El empirismo que convierte lo fáctico en lo único real; las metafísicas subjetivistas del yo; el panteísmo spinosista de la sustancia; el panteísmo hegeliano del absoluto en despliegue dialéctico; el positivismo que reduce lo verdadero a lo experimental; el procesualismo que ve lo real como un desarrollo inmanente; las metafísicas de lo finito que reducen el ser a lo temporal; la metafísica del eterno retorno de lo mismo; y, finalmente, la metafísica del algoritmo cibernético que explica la realidad como un proceso virtual. La cual ya luce como una amenaza para la humanidad, pidiéndose que no se avance más en esa dirección.

En realidad, Nietzsche es más actual por el nihilismo que por otras ideas suyas. Y lo es de tal modo que muchos se atreven a hacerse un Nietzsche a su medida. Foucault en su microfísica del poder usa el nietzscheano método genealógico para presentar la historia como fruto de la contingencia y negar que exista sentido en la historia. Derrida en su Gramatología se ceba en la idea nietzscheana de la verdad como mentira para hablar del sentido de la diferencia como deconstrucción del “sentido verdadero”. Deleuze en su esquizoanálisis saca provecho de la idea nietzscheana de superar al hombre para sostener que la diferencia se afirma desplazando a todo sujeto. Lyotard en su filosofía como metarrelato vuelve al Nietzsche esteta para desplazar la diferencia a terrenos ético-estéticos. Baudrillard explora sin mucho éxito el nihilismo activo. Y Vattimo desarrolla una apología de la perplejidad y una ontología debolista.

Para todo este conjunto de pensadores el sentido y la verdad resulta siendo un juego dionisíaco del poder, la escritura, el inconsciente, la narrativa, lo social y lo contingente. Pensar el ser como la diferencia o más allá de la identidad es asumir el devenir nietzscheano, pero esto lleva hacia la identificación de la diferencia con lo irracional y de lo irracional con el ser. El ser sería lo absolutamente otro e incognoscible. Todos comparten el mismo pathos escéptico y ethos nihilista. Uno proclamando la muerte del hombre ante la hegemonía de la palabra y la biopolítica (Foucault), el otro privilegiando el texto sobre la realidad (Derrida). Pero al final todos sucumben por igual al inmanentismo moderno como nueva metafísica planteada por Nietzsche.

Pero este extremismo del legado nietzscheano era innecesario y, al mismo tiempo, inevitable. Innecesario porque bastaba con reconocer que la razón tiene que admitir verdades suprarracionales. Algo totalmente intolerable para el espíritu burgués cismundano y carente de la verdadera trascendencia. E inevitable en medio del tiempo finisecular del espíritu burgués, que atraviesa sus horcas caudinas y sus últimos estertores históricos. Efectivamente, el amor fati o amor al destino no es otra cosa que la resignación ante la monstruosa repetición de lo finito en el tiempo. Esta triste eternidad de lo finito en una desilusionante repetición de lo mismo encarna la tragedia del hombre contemporáneo y Nietzsche es su máximo exponente. El hombre nihilista actual extravió el horizonte de lo eterno trascendente, y por la senda temporalista y antieternalista el occidente liberal ha desbarrado hacia la crisis de valores y la disolución espiritual. Esa humanidad decadente del occidente liberal blande irresponsable y provocadoramente las armas nucleares reflejando la putrefacción del espíritu burgués.

Nietzsche fue un individualista aristocrático consumado. Desde su primera obra que proclama la dualidad apolíneo-dionisíaco hasta su último periodo donde habla Dioniso como deidad, el Superhombre, el eterno retorno, lo real como interpretación, la bestia rubia, el Anticristo, y la transvaloración de todos los valores, culmina en una delirante etapa sifilomaníaca y psicótica.

Su advertencia de la muerte de Dios que exige al superhombre, capaz de renunciar a la metafísica, asumir la nada y la responsabilidad de sus actos sin subterfugios, implica el advenimiento del “último hombre”, el hombre masa, pero sin posibilidad real de que insurja el superhombre. El hombre sin Dios y sin religión se volvió en un monstruo que amenaza constantemente con destruir a la propia civilización. Esta debilidad de su pensamiento fue aprovechada ayer por el nazismo y hoy por el transhumanismo imperialista. Lo que nos lleva a la consideración de que el hombre no está en el mundo para volverse superhombre, porque esa consigna daña su propia humanidad.

Ahora bien, qué significa el amor fati. Bien visto es el juego de la necesidad. Lo cual no implica necesariamente consonancia cósmica entre el hombre y el mundo. Nada de ello. Es algo así como que la necesidad del juego cósmico es consigo mismo, sin perseguir ningún fin ni propósito. Esta negación de toda teleología, finalismo y providencia responde a su giro anticristiano y anti idealista, pero que tiene profundas implicancias sobre el significado del universo. Simplemente el universo carece de sentido y significado, en un repetirse idéntico de lo mismo sin propósito alguno. Dioniso juega y se recrea sin buscar nada permanente. Es el puro devenir sin sentido alguno. El último hombre y el superhombre participan en el juego del mundo, pero nada permanece, todo vuelve a empezar tras su desaparición. La tan defendida vida carece también de sentido, sucumbe y vuelve surgir de modo incesante. El que logra ver esta verdad tan desgarradora sólo le queda resistirla mediante el amor al destino, como muestra suprema del hombre superior. Al final Dios muere para entregarnos a una metafísica de la inmanencia terriblemente desoladora y sin sentido. Sólo quedan los rescoldos de la fugacidad del tiempo. Y a eso le llama eternidad, cuando más parece la mueca psicótica de lo eterno. Dioniso, como su última palabra, es el gran desprecio por todo sentido y finalidad. La duración en el juego dionisíaco del mundo es puro derroche de creación y destrucción. Esta idea delirante y fantasiosa de la monstruosa repetición de lo finito en el tiempo es su última cumbre, y lo llama la consumación del espíritu libre.

La dureza, crueldad y odio diabólico de su última etapa le impidieron pensar a fondo sus ideas esenciales. Y más bien lo enceguecieron para recuperar el sentido del ser y los valores, que quedan disueltos en puro devenir dentro de una metafísica de la inmanencia del eterno retorno y el amor fati.

ANEXO

1

PERIODIZACIÓN PROPUESTA EN LA OBRA DE NIETZSCHE

 

 

Dos grandes etapas: la Anunciación y la Predicación. Cuatro periodos: Estético, Antropológico, Zaratustra, y Final.

ETAPA PRIMERA DE LA ANUNCIACIÓN:

-Primer periodo estético (Obras)

  El nacimiento de la tragedia (1871)

  Consideraciones intempestivas (1873)

-Segundo periodo antropológico (Obras)

  Humano, demasiado humano (1879)

  Aurora (1881)

  La gaya ciencia (1882)

ETAPA SEGUNDA DE LA PREDICACIÓN:

-Tercer periodo del superhombre (Obras)

  Así habló Zaratustra (1883-1885)

-Cuarto periodo del nihilismo (Obras)

  Más allá del bien y del mal (1886)

  Genealogía de la moral (1887)

  Crepúsculo de los ídolos (1888)

  El Anticristo (1888)

  El caso Wagner (1888)

  Ecce homo (1888)

  La voluntad de poder (póstumo)

Nietzsche en tan sólo veinte años produjo su inmensa obra. Es dudoso el valor de la presente periodización, pero sirve para comprender el tono permanentemente profético de su obra.

 

2

LA DEMENCIA DE F. NIETZSCHE O ¿CÓMO PUEDE MODIFICAR LA CREATIVIDAD UNA DEMENCIA?

Por: MARCELO MIRANDA C. Unidad de Parkinson, Trastornos del Movimiento y Demencias. Departamento de Neurología.

Revista Médica Clínica Las Condes. Vol. 27, Núm. 3, pp. 413-415, Mayo 2016 (Resumen)

Friedrich Nietzsche (1844-1900), nació en Röcken, cerca de Leipzig. Fue uno de los más importantes e influyentes filósofos de la historia. No tuvo reconocimiento en vida, pero logró un extraordinario éxito al poco tiempo de morir. Si bien, hasta una década atrás se afirmaba que la muerte de Nietzsche, como la de muchos grandes artistas del Siglo XIX, se debió a una parálisis general por lúes, la evidencia no es sólida.

A los 24 años, en 1869, fue nombrado Profesor de Filología; sin embargo, debió retirarse de este puesto en 1879 debido a jaquecas repetidas y a un problema de visión en su ojo derecho. Posteriormente, vivió como un filósofo itinerante en varios lugares de la Riviera italiana y los Alpes suizos, y desde mediados de 1888 hasta enero de 1889, en Turín, Italia. En este lugar se hizo inmanejable la alteración mental de Nietzsche y debió ser internado en Basilea, luego en Jena y finalmente enviado al cuidado de su madre y hermana, el 20 de marzo de 1890. Nietzsche perdió progresivamente sus capacidades cognitivas y su lenguaje, llegó a un estado de mutismo y no reconocía sus pocos amigos. Falleció el 25 de agosto de 1900 de una neumonía.

Desde la infancia, Nietzsche presentó jaquecas, en ocasiones muy invalidantes, con aura visual con el fenómeno de espectros de fortificación. La jaqueca era de predominio derecho, acompañada de vómitos, luego la cual debía reposar algunos días. Nietzsche contabilizó en un año 118 episodios de jaquecas. En 1887 fue examinado por el doctor Elser, quién diagnosticó una corioretinitis en su ojo derecho como causa de su defecto visual, que prácticamente le provocó una ceguera. En la historia familiar predominaban las enfermedades mentales: dos tías maternas tuvieron una enfermedad psiquiátrica, una de ellas se suicidó; un tío materno desarrolló un trastorno mental en la sexta década de la vida. Otro tío materno murió en un asilo. El padre de Nietzsche murió a los 35 años; se le describió como autista y que estuvo en ausencia meses previos al fallecimiento. La autopsia habría revelado un “reblandecimiento cerebral”.

No existe claridad de cuándo Friedrich Nietzsche inició los síntomas que lo llevaron a su deterioro cognitivo. Sus amigos lo describieron “extraño” en 1886, como ausente, “como que viniera de un país donde no hay habitantes”. Mencionaron que su postura era menos orgullosa, había perdido su marcha solemne y su discurso fluente, haciéndose laborioso y entrecortado. También se puso negligente con su cuidado personal y el lugar donde vivía. En Turín, donde llegó el 20 de septiembre de 1888, fue evidente su extraña conducta para Davide Fino, dueño del hotel donde se hospedó. En diciembre de 1888, solía hablar solo, cantar y bailar desnudo en su habitación. En sus cartas de octubre de 1888 a enero de 1889 se manifestó un claro delirio megalomaníaco. Firmó sus misivas como “Fénix”, “Anticristo” y “Dionisio” y envió cartas irreverentes al Kaiser y a Bismarck. Se llamó a sí mismo “el redentor de todos los milenios”. Su colapso sucedió el 3 de enero de 1889 cuando, al ver un caballo que era maltratado, se abalanzó llorando sobre el cuello del animal con ánimo de protegerlo, cayendo al suelo sin sentido. A los pocos días fue trasladado a un asilo mental en Basilea. El examen neurológico de ingreso a este asilo lo mostró grandilocuente y desorientado. No presentaba temblores y no había alteraciones motoras. Presentaba conductas como mantenerse aplaudiendo un lapso largo, hiperoralidad y un apetito muy voraz. En su etapa en Jena (1889-1890) presentó ataques de ira, golpeó a algunos compañeros de asilo, confundió a su cuidador con Bismarck y presentó severos desajustes conductuales tales como beberse su propia orina, ensuciar su cuerpo con heces y coprofagia. Desde un principio el diagnóstico fue una parálisis general luética, planteado incluso por autoridades médicas como Binswanger. En el siglo XIX no existía prácticamente el diagnóstico diferencial de una demencia y formular este diagnóstico era asumido como una sentencia de muerte, ya que no había tratamiento. La sobrevida no superaba cuatro años. En cuanto a una infección sifilítica primaria, no existen antecedentes clínicos sólidos y es dudoso que Nietzsche haya tenido relaciones sexuales alguna vez, ya que los informes de que habría contraído la infección en el año 1865 son muy cuestionados. El principal argumento en contra de una parálisis general es que la enfermedad de Nietzsche duró al menos 12 años, lo que sobrepasa en demasía la sobrevida esperada. Tampoco presentó la signología típica, con temblor facial y de la lengua al protruirla fuera de la boca, que era considerado en esa época como signo patognomónico de la enfermedad sifilítica.

Orth y Trimble, revisaron en el año 2006 los expedientes médicos de Nietzsche y plantearon una demencia frontotemporal. Este diagnóstico se sostiene cuando el paciente presenta un cambio de personalidad o de conducta, con alteraciones del comportamiento (apatía o desinhibición) o del lenguaje (disnomia, laconismo), aun cuando no exista compromiso importante de la memoria. Durante su último año activo, 1888, escribió 7 libros, “La caída de Wagner”, “Nietzsche contra Wagner”, “El anticristo”, “Ditirambos para Dionisio”, “La voluntad del poder”, “Ecce Homo” y “El crepúsculo de los ídolos”. Esta productividad es incompatible con alguien afectado por una parálisis general, pero sí compatible con una demencia frontotemporal, en que se ha descrito la aparición de una creatividad excesiva en sus primeras etapas. En la demencia frontotemporal es frecuente la hiperfagia, que también estuvo presente en Nietzsche. Desde los 32 años vivió prácticamente solo, acompañado de su piano y la música que amaba. Según Nietzsche “la vida sin música es un error”. Por 10 años (1868-1878) cultivó la amistad de Wagner y su esposa, pero se desilusionó por la postura antisemita y el chauvinismo del músico.

REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS

1. Chamberlain L. Nietzsche en Turín. Editorial Gedisa, Barcelona, 1998.

2. Orth M, Trimble M. Friedrich Nietzsche´s mental illness-general paresis of the insane vs frontotemporal dementia. Acta Psychiatr Scand 2006; 116:439-445.

3. Safranski R. Nietzsche: biografía de un pensamiento. Tusquets Editores, Barcelona. 2000

4. Yalom I. El día que Nietzsche lloró. Editorial Emecé, Buenos Aires. 2005.

5. Neary D, Snowden J S, Gustafson L, Passant U, Stuss D, Black S. et al Frontotemporal lobar degeneration: A consensus on clinical diagnostic criteria. Neurology 1998; 51: 1546-1554.

 

3

VEINTICINCO TESIS ANTI-NIETZSCHE

 

Originalmente publicado en mi blog www.gusfilosofar.blogspot.com

1. Heidegger (Caminos de bosque) comprende a Nietzsche desde la voluntad de poder, donde el ser es valor. Fink (La filosofía de Nietzsche) desde el eterno retorno, donde el ser está más allá de lo axiológico. Pero quizá sea mejor hacerlo desde el amor fati, donde se ve nítidamente cómo impera el necesitarismo antiguo.

2. El destino del nihilismo no es la apología del hombre -como piensa Nietzsche-, sino su supresión y la de todos sus grandes temas, incluso la verdad.

3. Nietzsche piensa la voluntad de poder y el eterno retorno como principios cósmicos del juego de Dioniso. O sea, niega la metafísica trascendente por una metafísica inmanente.

4. El hombre del futuro no es el portador de una gran voluntad -a lo Nietzsche-, sino el sintiente de una gran caridad, que una la inmanente con lo trascendente.

5. Nuestro tiempo nihilista es de transición, ambivalente, equívoco. Así, puede ser signo de hundimiento, pero también de nueva vida. Estamos en una coyuntura histórica en la que la humanidad o supera el último hombre del nihilismo pasivo nietzscheano, para avanzar no hacia el superhombre del nihilismo activo, sino hacia el nuevo hombre que armonice lo inmanente con lo trascendente.

6. Si no detenemos el nihilismo su último período será el giro no hacia el superhombre, sino hacia su sustitución por la máquina cibernética autónoma. El más serio de esta amenaza es el sistema ChatGPT, el cual representa prácticamente la sustitución y muerte del pensamiento humano por la inteligencia artificial.

7. El momento culminante del nihilismo -si es que llega- no será solamente el final de Dios, la metafísica y la moral, sino el fin del propio hombre como humanidad, porque su lugar será ocupado por la inteligencia artificial autónoma. No será el superhombre de Nietzsche, ni el homo deus de Harari, sino la supermáquina la que nos sustituirá.

8. El punto culminante del nihilismo no es la divinización prometeica del hombre, sino la concepción por la inteligencia artificial de que lo divino no existe. El pensamiento humano habrá sido remontado por la inteligencia artificial.

9. El nihilismo es un tránsito hacia muchas modalidades de transhumanismo, donde al final imperará la inteligencia artificial autónoma. Del antropoceno habremos pasado al ciberceno. 

10. El nihilismo en su hora final vuelve irreconocible el puesto del hombre en el cosmos, donde la única realidad pasa a ser el devenir. Se habrá pasado a la dictadura del algoritmo cibernético.

11. Se llegará al nihilista final absoluto de los tiempos no con el advenimiento del superhombre, sino cuando la inteligencia artificial destrone al hombre por completo.

12. La técnica es nihilista al sustituir el ser por el hacer, el movimiento, el devenir.

13. El error fundamental de la metafísica no es el desdoblamiento del mundo en ser y devenir, como piensa Nietzsche, sino no reconocer un ser verdadero en el propio devenir sin negar el ser verdadero del ser permanente.

14. El hombre moderno se concibe como punto culminante de la humanidad, pero en realidad es el comienzo del error más grande: encerrarse en la jaula de la inmanencia terrenal.

15. El fin del mundo unipolar es el fin del nihilismo liberal, pero no de toda forma de nihilismo, y menos del ligado a la técnica.

16. La gran contradicción de la filosofía nietzscheana es que lo que al comienzo aparecía como una alegre filosofía de la libertad termina siendo una oscura y triste filosofía de la necesidad. Efectivamente, su pensamiento se parece a una ópera trágica que promete mucho con la muerte del Dios, el superhombre, la voluntad de poder y la inversión de los valores, pero que acaba en bufonada carnavalesca con el eterno retorno de lo mismo y el amor fati.

17. El hombre nihilista nietzscheano queda encerrado en su propio infinito y desconectado del infinito que hay por encima de él. Lo infinito que hay por encima del hombre no es ni puede ser el eterno retorno de lo mismo, porque sería infinito movimiento más no lo infinito por excelencia.

18. El eterno retorno de lo mismo no es sino más que una mueca siniestra que simula lo infinito, y que sólo se piensa como autoconservación de la voluntad de poder. En Nietzsche la sustancia del cosmos es el poder en devenir perpetuo y repetible.

19. Nietzsche es una parodia insoportable de un Cristo secularizado, pero también el dedo acusador sobre el hedonista hombre moderno que sólo quiere la nada.

20. La filosofía de Nietzsche es la culminación del moderno y subjetivista hombre sin Dios, alma sahumada y marchita en el horno de lo temporal y finito.

21. La última etapa del pensamiento de Nietzsche es de una dureza, crueldad y odio diabólico declarado hacia lo trascendente, en el cual la voluntad de verdad se disuelve luciferinamente en voluntad de poder.

22. El alma del occidente liberal es nietzscheana. Así, el hombre moderno culmina reduciendo todo a los poderes omnímodos de su voluntad y de lo inmanente. Con ello no sólo extravía a Dios, sino su propia alma. Y de un desalmado se puede esperar lo más temible, incluso la vesánica destrucción termonuclear. 

23. La decadencia de la modernidad está signada por un relativismo y un nihilismo peligroso. No sólo termina negando toda grandeza humana, sino que las puertas infernales de los Auschwitz quedan abiertas de par en par.

24. La lucha contra el mundo unipolar es también contra el nihilismo inmoral y disolvente, pero no lo es contra toda forma de nihilismo. El mundo unipolar es nihilista porque encarna un ataque sistemático y sostenido contra Dios, la metafísica, y los valores.

25. Con la guerra en Ucrania llegó el final del nihilismo liberal y la posibilidad del comienzo de la época de la nueva metafísica, donde convergen al mismo tiempo fe y razón.

 

4

COMENTARIO BREVE A LA OBRA DE PRIDEAUX*

 

La documentada biografía de Sue Prideaux ¡Soy dinamita! Una vida de Nietzsche (Ariel, Barcelona, 2019) nos muestra perturbadoramente la relación existente entre genio y locura en Nietzsche. No hay duda que existe un vínculo desde su primera obra, donde proclama lo apolíneo y lo dionisíaco, hasta su último periodo donde habla y se siente un Dioniso encarnado.

Es muy sintomático que conforme se va acentuando su delirante etapa sifilomaníaca y psicopática hable de Dioniso como deidad, del Superhombre, el eterno retorno, renuncia definitiva de la metafísica, la muerte de Dios, asunción de la nada, lo real como interpretación, la bestia rubia, el Anticristo y la tras valorización de todos los valores. Nietzsche por parte de padre y madre tuvo familiares con alteraciones mentales. Su propio padre murió demente.

No es que sus ideas sean propias de un loco y sean pura locura, pero expresan muy bien el espíritu enloquecido de la modernidad prometeica y secularizada. La crisis nihilista que Nietzsche advierte es de advenimiento del "último hombre", pero en vez de que insurja el superhombre lo que viene es una época tan antihumana como jamás vista, con sus dos guerras mundiales, el Holocausto, las explosiones atómicas sobre Japón y otras perlas.

El hombre sin Dios y sin religión se reveló como un verdadero monstruo que destruye la propia civilización. Y esto no alcanzaría ver Nietzsche. Esa debilidad de su pensamiento fue aprovechada por el fascismo nazi y, hoy, por el transhumanismo del occidente liberal. La dolorosa lección que nos deja es que el hombre no está en el mundo para volverse superhombre. Al contrario, esa consigna daña su propia humanidad. 

* Tomado de mi blog www.gusfilosofar.blogspot.com

 

5

APUNTE SOBRE EL NIHILISMO*

El nihilismo no es consecuencia de la muerte de Dios, como pensaba Nietzsche, ni es consecuencia de que el mundo suprasensible haya perdido fuerza activa siendo ese el destino de la metafísica del platonismo, como sostiene Heidegger, sino que es efecto de la hegemonía de la racionalidad científico-técnica, que con la secularización convirtió lo trascendente en inmanente.

La revuelta o giro antropológico acontecido desde la muerte de Hegel culminó sumiendo a la filosofía y al espíritu de nuestra época de la modernidad tardía en el ateísmo, el anticristianismo y el nihilismo. Este naturalismo arrasador eliminó la temática religiosa y el fundamento metafísico del mundo, para poner al hombre como piedra basal de su propio ser y del cosmos en lugar de Dios. Dios quedó reducido a mera idea subjetiva, que ya no tiene origen en la autoconciencia (Fichte), la totalidad de lo finito (Schleiermacher) ni es la Idea Absoluta (Hegel), sino que nace de la neurosis religiosa (Nietzsche, Freud). Desde entonces la liberación es concebida a partir del ateísmo.

Pero este giro antropológico no sólo conocería su fracaso, sino su mayor desastre en el Holocausto. Acontecimiento del cual aún no se repone nuestro tiempo y, por el contrario, va pautando nuestra época. Efectivamente, Auschwitz no sólo representa el mayor fracaso del giro antropológico de la filosofía contemporánea, sino la demostración palmaria del desastre al que conduce convertir al hombre en el soberano absoluto.

Ni Descartes, Spinoza, Leibniz, Locke, Kant, Fichte, Schelling ni Hegel fueron ateos, ni pretendieron nunca destronar a Dios para poner al ser humano en su lugar. El ateísmo como clima espiritual histórico es propio de la modernidad tardía o después de la muerte de Hegel. Y encuentra a sus héroes en cuatro pensadores: Feuerbach, Stirner, Nietzsche y Marx. Estos son los pensadores de la finitud humana. Por ello resulta excesivo el juicio de Heidegger e impreciso el de Nietzsche. Particularmente éste último nunca puso su desconfianza en los argumentos y condicionamientos sociales de los maestros del ateísmo moderno (Feuerbach, David F. Strauss, Schopenhauer). 

Y en lo que concierne a Heidegger si bien en su "Carta sobre el humanismo" (1947) se defendió de su inclusión por Sartre en el grupo de los existencialistas ateos y afirmar en su conferencia pronunciada en 1927-1928, aunque publicada en 1969, "Fenomenología y teología", que la filosofía no es teísta ni atea y caracterizar a la teología como "enemigo mortal" de la filosofía por oponerse a la "autoasunción libre del ser-ahí total", no obstante su deslinde de las cuestiones ontológicas de la idea de Dios es un planteamiento esencialmente ateo, producto del giro antropológico de la filosofía posthegeliana en la gnoseología neokantiana y la fenomenología de Husserl. No por casualidad el método fenomenológico husserliano y el de Heidegger descartaban desde un principio la pregunta por el ser de Dios.

Dios no ha muerto sino la fe en él, y la metafísica perdió vigencia ante el avance arrollador y hegemonía cultural de la racionalidad científico-técnica, instrumental y calculadora, ante la cual está sucumbiendo la propia realidad humana. La racionalidad científico-técnica ha llevado a su epítome a la racionalidad instrumental con la aterradora consecuencia de la hegemonía imperial del nihilismo. Y es aterradora porque en definitiva el nihilismo es sólo una cosa: la desmalignización del mal y la malignización del bien. Pero cómo ha ocurrido semejante desvarío. En parte, el mismo Heidegger había señalado que la técnica es un saber del ente y un olvido del ser. Y si a esto le añadimos la lógica dineraria -tan bien descrita por Simmel en su "Filosofía del dinero"-, que convierte los valores en mercancías y disuelve lo cualitativo en lo cuantitativo, entonces lo que obtenemos es el cóctel letal del desarrollo práctico del nihilismo en todos los planos de la vida. Es cierto que el abandono de lo cualitativo está en la base y en origen de la ciencia moderna, determinando el avance arrollador del pensar funcional sobre el pensar substancial. En una palabra, el ser y el valor ha sido reducido a objeto, sin alma, sin espíritu, sin profundidad. Así quedaron asfaltadas las anchas avenidas luciferinas para el nihilista práctico.

Bajo el clima nihilista imperante el hombre se desprecia a sí mismo, toma partido por la cultura de la muerte, exalta la nada, y desespera escépticamente del conocimiento. La siniestra y tanática agenda global de la élite mundial o Cuarto Reich Bilderberg -cultura posmoderna, posverdad, ataque a la razón, eutanasia, aborto, ideología de género, lenguaje inclusivo, matrimonio igualitario, empoderamiento de la mujer, volver punitiva la masculinidad, promover la procreación genética y artificial de la humanidad, libre consumo de drogas, destrucción la familia tradicional, guerra contra la población-, es de profundo espíritu nihilista. Es el diseño de un mundo perverso en beneficio del gran capital imperial. No es difícil advertir quién promueve y a quién beneficia la ideología del nihilismo, si no es a otro sector como el de la luciferina, egoísta y avara gran burguesía planetaria. Y a este sector le hacen el juego la legión de filósofos e intelectuales, que como "tontos útiles" se suman a la danza dionisíaca y disolvente del nihilismo. ¡Nunca como en ninguna otra etapa de la historia, ha sido tan evidente y vergonzosa la traición de los intelectuales!

Contra el poder de la nada, la secularización, el inmanentismo y el estancamiento espiritual propios del nihilismo no hay más que un sólo camino, a saber, esforzarse en recuperar el supuesto de la fe en Dios. El nihilismo es la nueva neurosis espiritual mortal de nuestro tiempo y la liberación sólo es posible a través de la superación del ateísmo. En la hora presente de apoteosis del nihilismo y del último hombre, la Modernidad desnuda su verdadero rostro vernal, decadente, y depravada de una auténtica barbarie civilizada. No es el ideal de la libertad humana la que se debe abolir, sino su asunción dentro de un chato y estrecho marco inmanentista. Lo que demuestra que el hombre moderno sólo podrá realizar su mayoría de edad aunando su inmanencia con su trascendencia. No se trata solamente de repetir el lema: ¡sapere aude! o ¡atrévete a saber!, sino de enlazarlo con el otro lema indispensable: ¡atrévete a creer! Pues, el derrotero moderno es la demostración más elocuente del fracaso de una razón que se niega a reconocer las verdades suprarracionales que rodean al hombre y al mundo.

¡Despierta, hombre de nuestro tiempo! El giro antropológico de la modernidad se ha convertido en un profundo fracaso. El hombre como enemigo de Dios, a lo único que arribó es a la construcción de un orden satanocrático más nefando que Sodoma y Gomorra. Estamos a tiempo de desmontar las estructuras siniestras de la presente barbarie civilizada que se enseñorea. Recobremos la fe en Dios, la profundidad metafísica, la esencia de las cosas, reconciliémonos con la naturaleza y asumamos un nuevo ascetismo contemplativo. Hagámoslo porque la humanidad es capaz de reencontrarse con su elevada misión como criatura espiritual en la Creación.

* Tomado de mi blog www.gusfilosofar.blogspot.com

 

 

NIHILISMO Y GUERRA TERMONUCLEAR

Lo que nos amenaza actualmente no es un conflicto termonuclear, sino el nihilismo. Si el terremoto geopolítico que nos sacude con le aguerra en Ucrania logra sofocar el peligro de un enfrentamiento nuclear aún quedará como espada de Damocles la fuente desde la cual nace, a saber, el nihilismo. Veamos. Nuestra encrucijada tiene un nombre preciso, y es: NIHILISMO. Éste es el arma que blande el occidente liberal contra el occidente cristiano y el globo entero.

Ahora bien, el nihilismo pensado en su esencia no es la historia fundamental de Occidente -como cierto prestigioso pensador afirmó-, sino el movimiento fundamental de la civilización misma. La civilización humana se inicia como un poderoso movimiento de voluntad de poderío a través del ropaje de las monarquías divinizadas. Esto no significa satanización alguna del proceso civilizatorio mismo, pues ésta puede tomar otro cariz bajo presupuestos distintos.

De lo que se trata es de ver con claridad que el nihilismo como voluntad de poder, como negación y comienzo de la erosión del ser, tiene un principio acelerado con la invención de la civilización. La civilización humana ha sido desde su comienzo remoto hasta la actualidad, voluntad de poder en vez de voluntad de servir.

Voluntad es deseo, pero el deseo no tiene que ser necesariamente vorágine sin término de acrecentamiento del dominio sobre los hombres, la naturaleza y las cosas, como ha venido siendo. También la Voluntad puede ser acrecentamiento del servir, dar y amar, como no lo ha sido sino en personajes excepcionales (santos, héroes y profetas). No obstante, nuestra encrucijada tiene perfiles singulares desde que está atravesada e identificada con la técnica moderna. Bien se ha señalado que la técnica es el predominio del ente y el olvido del ser. O sea, la médula de la técnica es el imperio nihilista del devenir.

Si la cosa técnica es la tachadura del ser, si es el ámbito donde el ser se vuelve nada, ¿significa ello que el pathos de la técnica no pueda salir nunca de la ontología débil del nihilismo? Ello es dudoso. Si nihilismo es falta de sentido, decadencia civilizatoria, disolución de valores, imperio de la temporalidad, poder de la nada, poshistoria, secularización, utopía inmanente y estancamiento espiritual, ello no significa que el sentido unívoco del ser -el de las cosas finitas- tenga que imperar para siempre. Además, el devenir tampoco tiene que ser exclusivamente un ir del ser finito hacia el no-ser.

Como la negatividad no puede consistir en un ir de la nada a la nada, entonces ni agota el ser finito ni niega definitivamente el ser absoluto. Ciertamente que el nihilismo es el malestar global de nuestro tiempo y el pensamiento científico-técnico es su factor acelerador, pero ello no significa que terminemos negando la posibilidad de la ontología positiva, pues partir del reconocimiento de la interrupción ontológica del tiempo lleva también al reconocimiento del ser infinito y eterno. Sin ello no hay posibilidad ni de salir del nihilismo, ni de poner término a la identificación entre ser y ente finito, ni de reconducir la técnica por la senda de una nueva historia de la metafísica.

El paso temerario dado por la Modernidad de adentrarse en el abismo de lo finito está llegando a su término, y para evitar un desenlace catastrófico hay que ver que el problema de fondo es de naturaleza metafísica. Nuestra actualidad liberal es nihilista, lo es la historia del occidente colonial, por eso mismo es metafísica, pero no es la única metafísica posible -como no lo ha sido nunca-.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CUARTO ACTO

 

HEIDEGGER

Y LA METAFÍSICA DEL SUPRASER

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

PREFACIO

 

 

 

 

Heidegger es el filósofo que señaló a nuestro tiempo que su descaminamiento tenía una raíz metafísica. Nuestra era técnica no era sino el pináculo y la heredera legítima de la sustitución del modo de pensar como “armonía” por el modo de pensar como “cálculo”. Podemos discrepar con él en torno a por qué, cuándo, cómo y con quién se opera dicha transformación del pensar, pero es difícil estar en desacuerdo cuando señala que el mal que aqueja al mundo contemporáneo es de origen metafísico. Ese es su mérito.

Ahora bien, este aporte debe ser bien aprovechado yendo más allá de la simple asunción de sus tesis para replantearla sobre una nueva luz. Ese es el objetivo que se pretende en el presente libro que reúne cinco ensayos sobre el pensador alemán.

Por qué arrojar nueva luz sobre su diagnóstico filosófico. Por varias razones, pero la principal es que con un deficiente diagnóstico de nuestro tiempo no será posible superar las dolencias que nos aquejan. Así tenemos, en primer lugar, que no es cierto que desde Sócrates se comienza a pensar el Ser como razón, cálculo y principio. Platón, Plotino, San Agustín y Eckhart, se propusieron conocer sin conceptos, objetividad ni representación. Se plantearon pensar sin olvido del Ser. Buscaron el ser en sí que está más allá de toda esencia, en la negación de la negación y que no termina en un puro concepto trascendente. El caso es que Heidegger no siempre ve esto claro.

En segundo lugar, la metafísica cristiana en su idea de Dios retiene y desarrolla esta manera de pensar sin objetividad, pero lo peculiar de ella no es precisamente esto, sino que lo trascendente viene al mundo, lo ama, se interesa por él, crea el mundo por amor. Este nuevo aspecto de la metafísica del amor, que es piedra de escándalo para la mentalidad griega –regida por el principio de la inmutabilidad del Primer Principio-, será totalmente ignorado por el primer y segundo Heidegger. En él no hay el menor rastro de la metafísica y la ética del amor cristiano. Y esta carencia será en definitiva el principal motivo de lo errado de su diagnóstico metafísico.

En tercer lugar, el pensar onto-teológico en vez de asentarse con pleno derecho desde Sócrates, Platón, Aristóteles y el cristianismo, tiene su verdadero punto de partida en el pensar nominalista del final de la Edad Media y en el empirismo moderno, para el cual las esencias dejan de ser realidades para ser reducidas a productos de la subjetividad humana, a puros conceptos y donde lo único real será lo fáctico, sensible y observable. Aquí y no en otra parte tiene lugar el auténtico olvido del ser.

Y, en cuarto lugar, lo más grave es que estas deformaciones llevan a Heidegger a desfigurar toda la historia del pensamiento filosófico y, lo que es peor, a proponer una falsa solución, a saber, la nueva ontología auténtica. Esta ontología auténtica no es tal, porque en realidad conduce a pensar el Ser en su recóndita incognoscibilidad y aislamiento absoluto. Con ello la síntesis entre lo trascendente y lo inmanente del Ser queda rota, la Unidad oscurece la realidad del devenir, lo múltiple queda subestimado como ilusión del pensar nihilista y la imagen de la realidad completa queda trastocada. Heidegger representa la imagen del mundo del mundo burgués en descomposición, sin equilibrio y presto a exageraciones irracionalistas y a un misticismo oracular.

Por estas razones, abordar a Heidegger es importante dado que, en polémica con él, nos permite ver de otra forma la posible solución del presente nihilista. Otro aspecto esencial del pensamiento heideggeriano constituye su aspiración a volver al pensar “armónico” de los presocráticos. En esta aspiración romántica y regresiva hacia un retorno del pensar a una edad de intimidad con el ser, se esconde no sólo una denuncia al pensar objetivante de la modernidad calculadora, sino que está subyacente la ambición a una ruptura con el pensar logocrático de Occidente y contra el imperio del concepto. Al respecto, veo que Heidegger se refiere a lo que llamo pensar mitocrático. Ya he señalado en otra parte[37] la oposición del pensar mitocrático al pensar logocrático, que la filosofía ancestral era de carácter mitocrático, que la metafísica de la alétheia constituye lo característico del pensar mitocrático, y que en vez de aspirar a un retorno regresivo hacia este tipo de pensar debemos afrontar su jerarquización dentro de las diversas metafísicas presentes en la historia de la filosofía (alétheia, eidos, persona, percipi, virtual).

Como vemos, la intuición de Heidegger nos pone en ese camino y hay que explicitarla para superar sus limitaciones y enrumbar el pensar humano hacia la superación del nihilismo presentista, hedonista y relativista del presente.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1.

SUPRA SER Y DIOS

El problema inmanente del ser

 

 

 

Heidegger tendrá siempre el mérito inmarcesible de haber acertado en el pronóstico y de haber errado en el diagnóstico. Señaló atinadamente la necesidad de oponer un nuevo modo de pensar ante el reinante objetivismo cientista de la era nihilista. Pero responsabilizó de ello a la metafísica del eidos y por eso se propuso recuperar la metafísica de la alétheia. Cuando por el contrario la raíz del descaminamiento de la filosofía occidental, por haber seguido la senda del logos y no la de la physis o el ser, es la metafísica de la subjetividad inmanente o del percipi propia de la modernidad. Y es precisamente por ello que su filosofía acaba encerrándose en la jaula del inmanentismo de un ser inescrutable e irracional en el propio seno del mundo.

Heidegger (1889-1976) declara abiertamente que “el Ser no es Dios”, sin embargo, en Ser y Tiempo expresa que es “el trascendente absoluto”. Pero el Ser es lo más próximo y lo más lejano al hombre que cualquier ente, incluso el mismo Dios. El Ser es, en realidad, el mismo mundo, no hay otro mundo más allá del mundo, es inútil buscar un creador del mundo.

En su tesis de doctorado presentada a los 24 años (1913), año en que se aparta de sus estudios de teología, ya Heidegger llega al pensamiento de la atemporalidad de lo lógico, pensando la diferencia entre el campo lógico y psicológico. Siendo estudiante de teología en Friburgo lee los dos tomos de las Investigaciones Lógicas de Husserl. En 1913 publica Husserl sus Ideas relativas a una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, y es cuando Heidegger decide tomar distancia del camino extremo de la subjetividad y centrar su atención al método fenomenológico. Decide dedicarse a la filosofía. En 1919 se hace asistente de Husserl y es cuando toma su propio camino al percatarse que el mostrarse-por-sí-mismo de los fenómenos de la fenomenología, era el camino de la aletheia de Aristóteles, como el desocultamiento de lo   presente.   Lo   que   aparece   a   la conciencia, el fenómeno, es propiamente desocultamiento, así lo pensaron los griegos, como presencia permanente que se lleva a cabo a partir del desocultar.

Entonces su primer esfuerzo será el desocultamiento del Ser desde el horizonte del existir humano individual; y después de Ser y Tiempo, emprenderá el desocultamiento del Ser desde el horizonte de la historia. En ambas etapas el propósito será pensar la presencia permanente desde el desocultamiento del fenómeno, la realidad o el ente.

Ser y Tiempo (1927) trata de no tomar partido entre el teísmo y el ateísmo, y deja abierta la posibilidad de un nuevo desarrollo de su pensamiento. Su gran obra quedaba interrumpida después del análisis de la temporalidad del existir humano individual. Los años siguientes significan para Heidegger la salida del ámbito individual al ámbito histórico del existir humano a través del pensar la trascendencia del existir humano. En su conferencia Qué es metafísica (1929), no se pregunta por el Ser sino por la Nada. Al hombre le sobreviene la Nada en la angustia y así se enfrenta a la totalidad de los entes.  Ello lo lleva a la pregunta cumbre: ¿Por qué hay ente y no Nada? La nada es el origen de la negación y no al revés. Para la metafísica antigua la nada es materia sin forma. Para el cristianismo la nada es ausencia de todo ente extradivino, contraconcepto de Dios como ente increado. Pero Dios excluye de sí toda nihilidad. La nada pertenece al ser mismo del ente, a la finitud. El ser es por esencia finito y en la trascendencia de la existencia sobrenada en la nada. Sólo en la nada de la existencia sobreviene el ente de un modo finito. De modo que, como sostiene en El Sendero (1957), sólo el “compromiso por el Ser y para el Ser” puede dar sentido a la palabra “Dios”. Es el pensamiento el que “prepara un retorno posible de Dios”.

Por no preguntar, escribe en Introducción a la Metafísica (1936), por el “Ser del ente” sino solamente por el ente sin más, que el cristianismo convirtió en el “ente creado”, la tradición metafísica occidental ha sido culpable del olvido del ser. Por qué hay ente y no más bien nada, es una interrogante que concierne a la Creación entera.

En su disertación, De la esencia del fundamento (1929), Heidegger se ocupa del problema del fundamento, causa o principio, como horizonte del desocultamiento del ser del ente. Es necesario pensar la “diferencia ontológica” entre el ser y el ente, desde la base de la trascendencia, para comprender el paso en que el ser se desoculta como ente. Y en su escrito, De la esencia de la verdad (1943), complementa la explicación afirmando que la pregunta por el ser del ente no concierne al existir humano individual sino al existir histórico de la humanidad. En Carta sobre el Humanismo (1947), traza el camino para resolver “la muerte de Dios”, pues sobre lo sagrado reposa toda civilización. Y expresa que sólo a la luz de la esencia de la divinidad se puede pensar y decir lo que la palabra “Dios” debe nombrar. En su escrito, El origen de la obra de arte, habla de la obra como desocultamiento del Ser en la obra de arte. Es decir, en la obra de arte el ser se muestra como ser. La Belleza es la manera como se presenta la verdad como desocultamiento en la obra de arte.

En El Final de la Filosofía y la tarea del Pensar (1964), se ratifica en su parecer de que no se quiere negar a Dios, sino que “Dios es un ente, el ente supremo de la ontoteología”. Y justamente por ello la filosofía debe trascender su pensar, para interrogarse por “el Ser no del ente sino por el Ser en cuanto ser”. Es decir, por la posibilidad de la presencia en cuanto tal. En su conferencia La Cosa (1953), Heidegger habla de las cuatro modalidades del ser, a saber, cielo, tierra, mortales y dioses para marcar la diferencia con el pensar cientificista objetivador. Y añade que la muerte como santuario de la nada, es el santuario o refugio del ser. Los mortales son los hombres, que como mortales van siendo desde el escondite del ser. Los inmortales son los dioses, que refleja el modo de reinar escondido del Ser. La unión de los cuatro modos del ser es el mundo. Este desocultar de la cosa es un distinto desocultar de la técnica moderna, la cual busca dominar a la naturaleza y explotarla. En consecuencia, el hombre es el lugar del desocultamiento del ser. Treinta y cinco años después, en 1962, de la publicación de Ser y Tiempo, da a conocer Tiempo y Ser. Aquí pone énfasis en el Ser como aquello que se da y retiene, se oculta y desoculta, constituyendo las épocas de la historia de la humanidad y el tiempo, como lo que abre el darse del ser, en una presencia incomprensible. La tarea del pensar es pensar el claro y la presencia.

En suma, para Heidegger “el Ser no es Dios”, a lo sumo Dios es “el ente supremo”, pero el Ser es “lo más lejano y lo más cercano” incluso de este ente supremo. Sólo el pensar sobre el Ser “posibilita el retorno de Dios”. El Ser está sobre Dios, sobre ese ente supremo necesario para instituir lo sagrado en toda civilización. Insistir en el Ente Supremo ha conducido al olvido del Ser y al nihilismo.  Dejar ser la cosa permite presentar al hombre las cuatro modalidades del ser en toda su amplitud. Por eso, para Heidegger, la recuperación de Dios transita por la recuperación del Ser.

Desde entonces, se considera su legado como una nueva forma de pensar al hombre como lugar de desocultamiento del ser, ente y realidad. El Ser no es por el hombre, él sólo participa de la realidad, dejando ser la realidad.  Entonces, si el Ser es la fuente del ente, incluso del ente supremo, qué ha de ser aquel Ser iluminador de todos los entes, iluminador incluso de la esencia de Dios. Incluso, en qué ha de consistir aquella divinidad subordinada.

 

El dilema ético y existencial

 

Heidegger mismo admite que lo sagrado es el pilar de la civilización, y por eso se preocupa por el camino de un posible retorno de Dios. Es decir, en el fondo admite una repercusión ética en la superación de la “muerte de Dios”. Con esto metafísica y ética quedan enlazadas. Para unos Heidegger carece de ética, mientras para otros de su planteamiento se deriva una ética.

En este sentido, Acevedo Guerra sostiene que Heidegger no tuvo filosofía ética, sino un vago ecologismo (Ética originaria y Psiquiatría, http: // personales.ciudad.com.ar/Heidegger (ética-htm). No han faltado quienes han vinculado que nunca haya escrito una ética a su nefasta asociación al nazismo y el no haber sido una persona ética en este punto. Heidegger nunca pronunció una palabra condenando el Holocausto ni se arrepintió de su pertenencia al partido nazi.

En el documental de la BBC sobre Heidegger Pensando lo Impensable, Richard Rorty manifiesta duramente: “Hay muchos casos de hombres malos que escriben obras interesantes, y Heidegger es un ejemplo espectacular de ello. Él se encontró en una situación en el que no tuvo carácter para salir. Siempre se le recordará asociado a esta situación nazi de la que no pudo salir”. Y nosotros añadimos, de la que nunca tuvo voluntad para salir porque compartía muchas de sus convicciones.

Cuando aceptó el rectorado de la Universidad de Friburgo ofrecido por los nazis, sus alumnos de la Universidad de Marburgo, entre ellos Gadamer, se quedaron atónitos y sorprendidos. En el mismo film el erudito Klibanski manifiesta que él mismo escuchó un discurso del rector en Heidelberg en 1933, instando a la juventud a abandonar sus ideas humanistas y cristianas para mudarse al nacionalsocialismo. Heidegger sucumbió a la ilusión nazi y sufrió de megalomanía. Si en 1920 había roto con las ideas católicas en los años 30 se comportó como un nazi convencido. De igual forma, cuando Husserl recibe la orden nazi prohibiéndosele impartir clases en las instalaciones de la Universidad de Friburgo por su origen judío, Heidegger, pudiéndolo hacer, nunca revocó dicha orden; lo cual hirió profundamente a su maestro, se sintió traicionado por un brillante alumno por quien tanto hizo, ayudó a impulsar su carrera y lo consideró su hijo intelectual. Cuando en 1937 Jaspers fue pensionado por estar casado con una mujer judía, lo cual era también una prohibición para enseñar, Heidegger no dijo ni media palabra y se sumió en el silencio. Y Jaspers nunca más quiso un contacto cercano con él.

En 1934 se retira del rectorado con una sensación de frustración, después de haber jugado al papel de Rey Filósofo del Tercer Reich, por razones de no encontrar eco en los nazis, más que por repelerle dicha asociación política. Con 45 años a cuestas se retira a su querida cabaña, construida por sus propias manos en Selva Negra y donde escribió la mayor parte de sus trabajos, y entonces comienza sus meditaciones sobre el lenguaje, la poesía y la historia. Allí fue donde concibió gran parte de sus ideas, entre ellas sobre la vida inauténtica de las masas urbanas y la vida auténtica del hombre natural. Georg Gadamer, uno de los pocos que lo visitaba en su casa de Selva Negra, dijo que Heidegger nunca perdió la forma de apariencia del trabajador manual rural. Incluso solía vestir trajes campesinos bávaros. Y el nazismo ofrecía la preservación de la vida rural. Por lo demás, compartía el antisemitismo cultural, aunque no asumiese el antisemitismo biológico. Es inocultable cierta afinidad entre los nazis y su doctrina.

Cuando concluye la guerra y como había ofendido a mucha gente en su gestión rectoral de Friburgo, la Comisión de desnazificación lo interroga negando Heidegger todos los cargos, y no pudiendo llegar a ninguna conclusión se le pide al respetado filósofo Karl Jaspers su recomendación, el cual prescribe una suspensión de cinco para enseñar por su pensamiento represivo y dictatorial. Lo que provocaría en Heidegger un colapso nervioso con intento de suicidio, que lo obligaría a recluirse por un tiempo   en   un   sanatorio.   Un   tiempo después se reencuentra con Hannah Arendt y le confiesa su arrepentimiento, pero ella no lo nota del todo sincero y se lo comenta en su correspondencia a Jaspers diciendo: “Ese es su carácter”. Esas palabras de Arendt revelan que la índole moral de Heidegger no iba de la mano con su genio intelectual. Pero fue gracias a Sartre y otros intelectuales franceses que resurgió su prestigio intelectual.

Por otra parte, Lizbeth Sagols en el Prólogo del libro Heidegger y la pregunta por la ética (UNAM, México 2001) admite que existen principios normativos que orientan la existencia humana, y por ello es posible afirmar que en Heidegger está presente una preocupación ética.

En una línea similar van las consideraciones de mi amigo, el filósofo toluqueño Noé Héctor Esquivel, cuando dice en su excepcional libro Trazos para una ética Hermenéutica en la vida y obra de Hans Georg Gadamer, (IESU, México, 2012) “el estudio de la ética en Heidegger nos remite necesariamente a la crítica de la filosofía moderna centrada en la subjetividad. Los fenómenos, los objetos, las cosas han quedado a expensas de la racionalidad del sujeto. Por eso la propuesta heideggeriana del retorno al ser” (pp. 211-212).

Y no hay duda que le asiste razón. El planteamiento de Heidegger es una rebeldía contra el imperialismo de la racionalidad objetivante de la ciencia. No obstante, y al margen de los horrorosos errores éticos de un gran pensador, es dudoso que dicho planteamiento ético esté en lo correcto. En Heidegger estaba presente la “banalidad del mal” de Hannah Arendt. Pero como no hay ethos sin logos el dilema sigue siendo recuperar la unidad perdida entre filosofía teórica y filosofía práctica. Y en este punto el problema de Dios, como fundamento de los valores, es capital.

La existencia humana se distingue de todas las demás existencias no por el hecho de tener conciencia de sí misma, como comúnmente se ha afirmado, sino por el atributo axiológico de poder optar por el bien y el mal.

Un hombre malo y perverso, tiene conciencia de sí mismo, pero con ello sólo efectúa una función elemental, lo que lo hace humano es su capacidad de enmienda moral, de dejar de ser un monstruo. Es por ello, que el monstruo humano no nos parece humano, será hombre en sentido biológico, pero no en sentido pleno, es decir, moral.

Este hecho revela que en el hombre lo ontológico y lo axiológico están unidos. Cuando Ortega y Gasset decía que un tigre no puede des-tigrarse ni una tortuga des-tortugarse, pero, en cambio, un hombre puede deshumanizarse, estaba aludiendo a esta realidad. Sólo que, por su excesivo influjo heideggeriano, no reparó que en el hombre no todo es proyecto, no todo es historicismo, pues existe la realidad esencial en el hombre.

El pensamiento: “El hombre es y se hace en la historia” es incompleto, hay que añadirle: “El hombre es y se hace a pesar de la historia”. Su propia naturaleza ontológica exige su realización axiológica. La esencia del hombre es la realización del valor, y el valor más alto y completo es el valor espiritual. Es por esto que se puede afirmar que sin lo ético lo ontológico del ser humano está perdido. Se vuelve únicamente una actitud arrogante del pensamiento. El hombre pierde su ser en la medida que pierde la realización de los valores. Y los pierde cuando opta por el mal.

No son las inclinaciones de nuestra alma, sino que son nuestros actos los que elevan o hunden nuestra naturaleza humana. No se juzgan las tendencias del espíritu, sino la fuerza de voluntad asistida por la fe para manejar nuestros actos. Si realizas el bien despliegas la luminosidad de tu ser, y si realizas el mal repliegas tu ser en la oscuridad. El espacio humano es casi un claroscuro, ambivalente y oscilante entre la luz y la oscuridad de su propio ser. El libre albedrío es irremplazable, no obstante, puede ser asistido por la gracia divina.

Su oracular afirmación “el compromiso por el Ser y para el Ser” encierra toda la clave que da sentido a la palabra “Dios”. Incluso asevera que este giro de pensar “prepara un retorno posible de Dios”. Pero en realidad nunca se tratará de una divinidad que se identifica con el ser, ni autónomo frente a él, sino subordinado, dependiente y vasallo de una especie de Supraser que da contenido al ente supremo que es la divinidad. El Ser dentro de este planteamiento deviene en pensar el fundamento (Ungrund) de Dios. La realidad divina, de este modo, no está más allá de la diferencia ontológica entre el ser y el ente, sino más acá. El Ser como una nada determinada y sin determinaciones, es más básica y fundamental que Dios en Heidegger. Incluso Dios resulta siendo una explicitación ontoteológica del Ser que queda convertido de este modo en el Supraser más allá de Dios. Dios será el primero de los seres, pero no será el Ser, que es indeterminado y recóndito fundamento.

Heidegger tiene razón en sostener que su ontología fundamental no pretende pensar a Dios, sino al Ser. Pero no tiene razón en pensar a Dios como Supremo Ente y separarlo del Ser. En todo caso la entificación de Dios resulta siendo una limitación a su naturaleza infinita y por tanto negando su condición de ser supremo. Lo que Heidegger opera con la mistificación del Ser es una desnaturalización de la entidad divina. O mejor, sobre la base de la incomprensión de la naturaleza de Dios emprende la embestida con el Supraser más allá de lo divino. El Ser no es divino, sino es lo que posibilita lo divino. Y en ese sentido el Ser ni siquiera se columbra como una cuaternidad intradivina, por el contrario, es lo que hace posible la propia esencia de la divinidad. Esta lucha de Heidegger contra Dios la lleva hasta las últimas consecuencias. El Ser se torna en un abismo oscuro que no tiene que ver con el amor, la creación, la encarnación, la redención, ni la salvación y, sin embargo, sin él nada de ello podría darse. El Supraser no tiene que ver con lo increado o lo creado, ni con lo increado que crea, ni lo creado que crea, ni lo creado que no crea, ni lo creado que no crea. El Ser de Heidegger es como el Dios en Escoto Erígena, a saber, un ser sin manera de ser ni determinación de ningún género. Por eso, su vínculo con lo Uno neoplatónico es inocultable.

   La distinción que hace el filósofo alemán entre lo ontológico y lo óntico se basa en el aporte metafísico fundamental del Aquinate, pero con la grave limitación de limitar lo ontológico a una dimensión temporal y finita. Para el Aquinate el ser y la esencia no son entes, y sólo son objeto del entendimiento en la entidad. Por ello, el entendimiento conoce el ser, pero como ser propio de una esencia. El conocimiento de la esencia no es el conocimiento del ser mismo que lo trasciende. Lo que se entiende del ente es su esencia, no su ser. Por eso el ser es misterio. No obstante, el ser es el acto de la esencia, como en Aristóteles, pero es un acto no constitutivo de la esencia sino del ente. El ser es un acto entitativo. Esta distinción entre ser y ente, y el misterio que guarda con el hombre en el Aquinate sólo se vuelve a repetir en Heidegger, con la diferencia que éste último restringe la capacidad del entendimiento humano y convierte al Ser un Supraser por encima de Dios.

 

 

 

 

 

 

2.

HEIDEGGER, ONTOLOGÍA Y ÉTICA

 

 

 

 

Ya hemos visto cómo Heidegger concibe al Ser como una especia de supraser más allá de Dios. Echemos una somera mirada a otros pensadores alemanes del momento. Si Max Scheler abrazó el catolicismo en su filosofía, cuando su padre era protestante y su madre judía, aunque en la última etapa de su vida abrazó un panteísmo evolucionista; si Nicolai Hartmann dentro de su religiosidad protestante exagera la trascendencia de Dios y la antinomia “irracional”, que lo lleva a sostener que la libertad humana es absoluta e irreconciliable con la libertad divina; y si Karl Jaspers aun cuando rechazó las doctrinas religiosas explícitas, incluida la noción de un Dios personal, postuló la idea monista Trascendencia; por su parte, Martín Heidegger fue católico desde el comienzo para luego desembocar en una especie de misticismo del Ser.

Esto nos lleva hacia las conexiones entre ontología y ética en el pensamiento heideggeriano. El horizonte de apertura de la realidad humana posibilita una libertad que requiere de la luz de la razón para decidir su destino. Sólo porque nuestro ente humano necesita de una realidad objetiva, intemporal, trascendente y transhumana –los valores-, es dable afirmar que la realidad particular que somos sólo es posible desde la realidad del ser. Metafísica y antropología, ontología y axiología muestran así su profunda ligazón. El orden ontológico humano exige el reconocimiento libre de un orden objetivo de realidades y valores. De modo que hacerse hombre es ser libertad comprometida no sólo con la humanidad entera, como supone Sartre, sino, también con Dios, como fuente de todo valor.

 El hombre es libertad comprometida con lo inmanente y lo trascendente. La carencia de cualquiera de estos ámbitos lo vuelve en un absurdo, en un ente que ocupa el lugar de Dios, limita sus posibilidades y divorcia lo que tenemos en sí mismos con   lo   que   hay   fuera   de nosotros.  El fin existe objetivamente, y se da tanto dentro como fuera de nosotros. Y es precisamente por ello que la trascendencia no se agota en el proyecto humano, sino que lo abarca omnicomprensivamente.

 

El ser pre-existente

Sólo teniendo en cuenta la diferencia ontológica entre el ente y el ser, se puede evitar hacer caer al hombre en la Nada. Pero, de igual manera, abrirse a la trascendencia del ser y convertirse en el pastor del ser, como preconiza Heidegger, tiene poco sentido cuando dicha trascendencia se reduce a un ser supermetafísico, místico y poético, que no tiene nada que ver con la esencia divina, idea o concepto. En Heidegger no es Dios el que hace posible el ente, ya vimos que proclama inútil buscar a un creador del mundo, más bien, es el Ser lo que posibilita la esencia de todos los entes, incluso el de Dios.

Plotino y Heidegger son dos cumbres próximas. Cuando Dios es concebido como un ente emanado por el ser, como el ente supremo de la ontoteología, entonces Heidegger invierte a lo trascendente divino por excelencia. Cuando en vez de negar a Dios se le rebaja a “ente supremo”, que recibe su existencia del Ser mismo, que lo sobrepasa, entonces se corrompe a la trascendencia y se orienta al hombre ya no a Dios, sino a ese ser panteístico que está presente en todos los seres.

En Heidegger Dios no es la verdadera trascendencia, sino, la trascendencia absoluta recae sobre el Ser. Por lo demás, dicha trascendencia absoluta es inmanente al mundo, está en el mundo, es el mundo. No hay eternidad, solo sobrevive la temporalidad. Heidegger se niega llamar “Dios” a su más alto principio: el Ser, porque considera que éste es el generador de Dios. No habla como Plotino de hipóstasis intermediarias (Bien, Inteligencia y Alma) entre el Ser y Dios, ni entre Dios y las cosas. Pero una cosa sí es segura; la relación entre el Ser y Dios, junto a los demás entes, no es una relación de amor y de creación libre, sino que el Ser heideggeriano, muy parecido al Uno plotiniano, emana de manera natural y sin amor. En Heidegger, Dios ocupa un lugar inferior al Ser, y a diferencia de Agustín y Tomás de Aquino su metafísica del ser excluye su identificación con Dios. Así como el éxtasis plotiniano hacia lo Uno destruye la primacía de Dios, de modo similar la preeminencia del Ser en Heidegger destituye a Dios del foco central de la revolución metafísica que plantea. También siente que con su giro ontológico ha dado cumplimiento a la denuncia nietzscheana de que el cristianismo es platonismo popular, negación de la voluntad de vivir y nihilismo.

Heidegger piensa que ha superado a Nietzsche al denunciar que el secreto de la metafísica occidental desde Platón ha sido la conversión de la alétheia en eidos. Pero no repara que la buscada metafísica de la presencia, donde la primacía de la visión o contemplación coincide con la revelación de la verdad en la mirada interior, se da en Plotino. Pues es justamente este filósofo helenístico romano el que emplea la metáfora de la luz para intentar fundamentar una metafísica de la presencia. El recurso a un Uno inefable y al logos silencioso es precisamente la razón mística a la que el último Heidegger aspira con insistencia. Mérito de su esfuerzo sería la urgencia de examinar una Crítica de la razón mística. Personalmente me inclino a pensar que la filosofía mitocrática presocrática y de las civilizaciones ancestrales fue una metafísica de la presencia, visión al Uno inefable y divino, donde el raciocinio y la escritura se supeditan al “ojo” del alma en la contemplación de los orígenes.

El hombre espiritual es visión antes que escritura, para él el pensamiento discursivo no es lugar privilegiado de lo verdadero y esto era la nota común en tiempos mitocráticos. Pues la verdad es lo que se ve y se vive, no lo que se escribe y concibe. La verdad no mora en el lenguaje, mora en la visión o contemplación de lo real. Y es así porque el hombre posee dentro del alma una visión, razón o contemplación silenciosa predispuesta hacia la develación de la verdad. La verdad viene del silencio y va hacia la palabra, pero la palabra no es la verdad. Junto a la diferencia ontológica entre ser y ente se encuentra la diferencia ontológica entre pensamiento y discurso. Mientras en el pensamiento hay intimidad originaria entre el alma y el ser, en el discurso hay intimidad secundaria.

Pero esto nos lleva a la relación entre “esencia” y “existencia”. En otras palabras, de poco sirve eludir la afirmación sartreana que “la existencia precede a la esencia”, para pasar a sostener heideggerianamente que “el ser precede a la existencia”, cuando dicho ser ha sido hipostasiado en un supraser del cual emana incluso el “ente supremo”. Que el ser preexista a Dios es un contrasentido, sin el cual se derrumba toda la crítica heideggeriana. El ser que precede a la existencia, incluso a la de Dios, es un puro concepto pagano de inspiración    neoplatónica, en    donde   el   atributo trascendental del ser se hipostasia incluso a Dios mismo, quedado convertido la divinidad en el ente supremo emanado del ser.

Pero qué clase de Dios heideggeriano es éste, cuyo atributo de Ser se le escapa, más bien depende del Ser para su existencia, y al final su realidad ha de resolverse en una temporalidad inmanente al mundo. Obviamente que el dios que Heidegger tiene en mente no es el Dios omnipotente del cristianismo, no es el Dios creador judeocristiano, sino, más bien el dios pagano del demiurgo griego. Aquella divinidad intermedia que ya encuentra en su camino a la materia y a las ideas a las cuales les dará un ordenamiento conveniente. El Ser de Heidegger tiene más parecido a la divinidad impersonal (Gottheit) de Eckhart, que está por encima del Dios Uno y Trino, aquella unidad indiferenciada e incomprensible de la cual sólo se puede hablar negativamente. En Heidegger el Ser impersonal que está en el mundo, no es evidente para nosotros, es incomprensible e incognoscible, y sólo se le puede evocar.

Si el Ser es previo a Dios, como lo concibe Heidegger, entonces, en realidad no hay dios, sino aquella fuente impersonal o substancia inmanente al mundo que incluso crea a dios o dioses. Si en Hegel Dios coincide con la pluralidad del mundo, en Heidegger Dios y los entes coinciden en provenir del Ser.  Pero, además, si Dios no es trascendente al mundo sino inmanente a él, entonces lo inmanente del Ser es lo que une a Hegel con Heidegger. Lo que éste modifica de Hegel es que el Ser no es sujeto que se desenvuelve dialécticamente, sino, como Spinoza, es substancia inmanente.

Heidegger como Hegel fueron seminaristas y ambos atacaran a la ortodoxia. Su concepción inmanentista del Ser hace de dios algo inmanente al mundo. Ambos rechazaron ser considerados panteístas ateos, pero en Heidegger el Ser es la única realidad verdadera y el mundo de los entes, incluido, el Ente Supremo, es su manifestación.

Jamás Heidegger pudo comprender el carácter inmanente y trascedente, a la vez, del Dios cristiano; como sí lo hizo Juan Escoto Erígena a pesar de su panteísmo dinámico. De poco le sirvieron a Heidegger sus estudios sobre la mística medieval y San Agustín durante los semestres de 1918 a 1921, porque lejos de comprender la unidad de la naturaleza divina en la trinidad, explicada especialmente por el santo, puso el énfasis en la temporalidad fenomenológica de la existencia.

Por eso su identificación de Dios como un Ente, si bien Supremo, fue el paso hacia un inmanentismo de la divinidad en la naturaleza. En Heidegger, del Dios trascendente, personal y providente no queda ni rastro. No tiene sentido pensar en un Dios creador. El único creador de todos los entes es el Ser. Heidegger encarnó tanto la divinidad en el mundo que al final terminó por condensarla en una fuerza más del mundo. El resultado es que termina en una limitante metafísica inmanente del Ser. Un Ser sin conciencia, sin inteligencia, sin libertad y sin amor, que ciegamente es lo más cercano y lo más lejano en todos los entes.  El Ser de Heidegger no sólo carece de conciencia sino de existencia propia. Los que existen son los entes, el Ser es la fuente del existir. El Ser de Heidegger no es el Ser real, es el ser abstracto salido del cráneo de un hombre llamado Heidegger. No hay duda de que sólo rompiendo con este inmanentismo extremo se puede reconducir el Ser a su verdadero seno, esto es, a Dios. Dios está en el mundo, pero no es el mundo, de lo contrario nos extraviamos por los oscuros vericuetos del humanismo sin Dios de nuestro tiempo.

Heidegger pretende sustituir la revelación religiosa por su propia revelación filosófica. Pues aun cuando de sus reflexiones se deduzca: "siempre allí donde la teología emerge, Dios ha emprendido ya su partida"; en realidad, Heidegger ambiciona "salvaguardar la autenticidad de lo religioso", pero en su propio lenguaje filosófico. Cuando promueve reflexiones como ésta: "La relación con los dioses no puede estar mediada por el pensamiento, y, a la inversa, el pensamiento no puede tomar sus puntos de apoyo en la experiencia religiosa", no hace más que para desestimar la asimilación del pensamiento griego por el cristianismo, pero no para inhibirse de hacer lo mismo con su filosofía.

La época de Heidegger se asocia con la hecatombe de la tierra a manos de la técnica, de la preeminencia del cálculo y la organización, en la que el pensamiento se independiza de la dualidad e ingresa en "otro comienzo", que acaba con la mutua exterioridad que caracteriza la relación entre pensamiento y ser en el período de la metafísica. Hombre y ser se aproximan, y a este suceder lo denomina Heidegger Ereignis. El Ereignis admite el redescubrimiento de la esencia del ser como irreductible a toda entidad, y de la esencia del ser-ahí (hombre) como irreductible a toda sustancialidad.

Así, hace también imposible la explicación del ser del ente en la fundación operada por un ente supremo. De modo que la forma teológica de pensar llega a su fin, y el cristianismo es superado. Tal es la interpretación heideggeriana de la "muerte de Dios".

¿Esta evaluación heideggeriana de la Ereignis es correcta? En parte sí, pero en lo substancial no. Sí, porque mil años de filosofía ha mostrado en Occidente que el esquema dualista trascendencia-inmanencia, Espíritu-Materia, ha sido reemplazado por el dualismo entre Mente-Mundo meramente inmanente. Pero no, porque dicha substitución no significa necesariamente que el descubrimiento de la esencia del ser tenga que separarse de la esencia de Dios. Podrá separarse de la objetivación de la esencia de Dios, pero no de Dios mismo. Y Heidegger confunde ambas cosas apresurándose a coincidir con Nietzsche y erróneamente aprobar la muerte de Dios. Y así es imposible la explicación del ser del ente. Heidegger efectúa una interpretación secularizada de la Ereignis, pero esa no es la única explicación posible de la misma. Por supuesto, cabe una explicación teológica perfectamente coherente y plausible, en la que se reconoce la dimensión negativa o incognoscible de Dios. Pero en ella no se agota la naturaleza divina.

Heidegger nunca meditó suficientemente a la Persona divina, ni las relaciones intradivinas, ni la divinidad de Jesús. De joven ingresa como novicio a la Compañía de Jesús, donde dura sólo unos cuantos meses y aprende la filosofía suarista. Luego ingresa en el seminario, estudia la filosofía de Tomás de Aquino, pero en 1911 acaba esta época. Su formación será neokantiana. En 1915 ingresa a la carrera docente y su tesis de doctorado trata de Duns Scoto. En 1916 conoce a Husserl y se adhiere a la fenomenología. Ya en 1917-19, a los 28 años, acontece su ruptura con el catolicismo y su aproximación al protestantismo. Esos casi nueve años de aproximación a la teología protestante acentuaron su visión suprapersonal de Dios. Su segundo giro data de 1928, a los 39 años, orientado al voluntarismo nietzscheano y partidario de la muerte de Dios. Y el tercer desplazamiento que pertenece a los años 1936-38, centrado en el pensar y la evocación del ser, y en el cual su ontologismo ateo está en lugar del cristianismo.

Hay que tener en cuenta que desde 1919 hasta 1927 Heidegger dedicó gran parte de sus lecciones atendiendo al método fenomenológico. Empero, la fenomenología de la religión de Heidegger no tiene como objetivo la religión en su totalidad, ni tampoco la experiencia de Dios, sino que se centra en la experiencia originaria de la religiosidad. Para Heidegger, y este era su reproche a Troeltsch, antes de hacer filosofía de la religión hay que introducirse en el fenómeno religioso.

En sus análisis de las cartas paulinas, Agustín y la mística medieval (Cf.: Heidegger, Estudios sobre la mística Medieval, FCE, 1995; Introducción a la fenomenología de la religión, México, 2006; M. Berciano, La revolución filosófica de Martín Heidegger, Madrid 2001; J. Adrián, El joven Heidegger. Un estudio interpretativo de su obra temprana al hilo de la pregunta por el ser, Salamanca, 2000; M. Berciano, Esperando su venida. Comentarios heideggerianos de escatología paulina, Naturaleza y gracia 2-3 (2000), 429-459; J. Adrián, Fenomenología de la vida en el joven Heidegger. II. En torno a los cursos sobre religión (1920-1921), Pensamiento 55 (1999), 385-412; P. Redondo, Experiencia de la vida y fenomenología en las lecciones de Friburgo de Martín Heidegger (1919-1923), Salamanca 2001), llega a la constatación de que el fondo del fenómeno religioso es la realidad de Dios, pero luego deja esto de lado. Reconoce que hay que explicar la objetividad de Dios, pero esto no lo hace porque –dice- no quiere caer en explicaciones objetivas y metafísicas de la divinidad. Y aun cuando reconoce que la experiencia religiosa sobrepasa los límites de la fenomenología, evita vincularla con la realidad de Dios, con su trascendencia.

No es casual que su última gran obra de 1961 trate de Nietzsche. "La metafísica, en tanto que metafísica, es auténtico nihilismo... La metafísica de Platón no es menos nihilista que la metafísica de Nietzsche." Heidegger quiere insistir en que la metafísica -desde el "olvido del ser" con el que casi se inicia-, ha anulado el ser, lo ha esenciado, y a ello llama nihilismo. Advierte esta caída, y anuncia el desvelamiento del ser, o sea el fin del nihilismo. Su aspiración es volver a la realidad del ser. Pero, por un lado, el ser queda "en manos" del hombre (el Da-Sein es el único acceso al ser); por otro, el hombre es presentado como “pastor” del ser. Luego, el ser está más allá del Da-Sein.

Esta ambigüedad queda irresuelta y parece ser no menos nihilista que la metafísica misma. En cierto modo, Heidegger constata la condición nihilista del hombre mismo. Su propia filosofía inmanentista no deja de ser una visión nihilista del hombre (el hombre   está   tejido   de   tiempo).    El final   es   un renovado "olvido del ser" que, puesto que no hay Dios trascendente, no puede saltar sobre la condición humana. Y la lección que deja Heidegger estriba en la imposibilidad de querer salir de la atadura del ser sin renunciar al inmanentismo.

Pero, y contra lo afirmado por Heidegger, la situación es que la metafísica de las esencias no siempre anuló el ser, porque las ideas lejos de ser constructos mentales de carácter subjetivo o entidades, se refieren a procesos de la realidad, al ser mismo. Ahora se entiende por qué Platón y Aristóteles entendían la metafísica como “ciencia divina”, lo mismo que la Patrística con su “creer para comprender y comprender para creer”, y Hegel –aunque en forma panteísta-.

El que verdaderamente ha esenciado y conduce al “olvido del ser” del nihilismo, es el empirismo de la modernidad. Aquí acontece la caída en el pensamiento objetivador. De modo, que el verdadero nihilismo no es el esencialismo, sino el empirismo inmanentista que encierra al ser en la finitud, del que Heidegger tampoco se puede sustraer al hacer del hombre el “único acceso” o “el pastor” del ser, y al eliminar la posibilidad de que Dios sea al considerar que el ser es finito en su esencia. Heidegger cree apuntar contra el nihilismo atacando a la metafísica de las esencias, pero en realidad lo único que hace es fortalecerlo, porque al enclaustrar al ser en la finitud resulta que el verdadero olvido del ser es la metafísica de su subjetividad que convierte al hombre en el eje ontológico del ser. Heidegger no rompe con el empirismo subjetivizante de la modernidad, porque la posibilidad de un ser para Dios depende de que pueda pensarlo el hombre a partir de la verdad del ser. En filosofía no entra Dios, sino sólo la simple experiencia humana. Heidegger permanece capturado por el humanismo ateo. Sólo en el hombre puede ocurrir esa desvelación del ser y como ese desvelamiento no tiene término, tampoco tiene fecha el advenimiento del ser para Dios. En otras palabras, hay que luchar contra el nihilismo viviendo siempre bajo su crepúsculo.

Heidegger no trata nunca del Dios divino al que uno puede rezar, el de la liturgia, no se refiere nunca al Dios vivo del Evangelio; y se supone que la destrucción fenomenológica de Dios como principio metafísico debía conducir hasta Él. Pero optó por no hacerlo. Por qué. Porque se encontraba atrapado en las redes de la filosofía inmanentista de la modernidad.

Por tanto, su análisis fenomenológico del fenómeno religioso cristiano es incompleto e insuficiente. Y no lo hace porque supone superar la misma hermenéutica de la facticidad de la fenomenología, que resulta tan cara para su filosofía. Aquí hacía falta una hermenéutica remitizante, que supere a la hermenéutica de la facticidad y recupere a la trascendencia del Dios vivo y su misterio mismo. Visión Personal católica de Dios, visión suprapersonal protestante de Dios y visión ontológica atea son las tres perspectivas sucesivas que acontecen en Heidegger.

 

Visiones del Fundamento en Heidegger

Etapas

  Católica                       Protestante              Ontológica

(Antes de 1917)          (1917-1919)                 (1928)

Dios Personal           Dios suprapersonal           El Ser

 

El hijo de un sacristán católico, que pretendió ser jesuita, pero fue rechazado, terminó enfrentándose al primer artículo de la doctrina cristiana que habla del Dios creador. No obstante, cuando Heidegger ingresaba en un templo su talante era invariablemente de un considerado mutismo. Max Müller le preguntó: “si su actitud no tenía algo de inconsecuente, ya que había rechazado los dogmas de la Iglesia”. Heidegger alegó: “Hay que pensar históricamente. Y en un lugar donde se ha rogado tanto, lo divino se hace presente de manera muy particular”.

En una época alejada de Dios, Heidegger se convirtió en un filósofo distante a Dios, se convirtió en el heraldo de un tiempo declinante, cumplió ontológicamente el programa nihilista de Nietzsche y se afincó en su roca soledosa de la insondable historia del ser. La verdad de la metafísica, así como la fe en el Dios cristiano, las consideró formas de la verdad agotadas. Repitió en clave ontológica lo afirmado por Nietzsche sobre el carácter metafísico platónico del cristianismo. Y se siente protagonista de un nuevo comienzo en la historia humana donde se juega la verdad del ser. Concluyó en una inmensa tautología, a saber, develar el ser del ser. En una palabra, le faltó coraje para ir a contracorriente de su tiempo. De este modo, para Heidegger pensar a Dios como fundamento del mundo, como lo hace el cristianismo, lo convierte en una entidad que se extiende a toda forma de manifestación, de modo tal que la explicación de cualquier fenómeno se ve reducida a la posición de un cierto tipo de relaciones entre entes. Sólo hay entes y relaciones entre ellos, no hay ser. Dios mismo se transforma en un ente. Además, el cristianismo antropomorfiza la divinidad y pierde su esencia propia y así la verdadera experiencia de lo divino se pierde. Por tanto, la recuperación de una nueva experiencia de lo divino es posible a partir del pensamiento del ser mismo, y especialmente del 'olvido del ser' en el que consiste la esencia de la época anterior.

Pero esta interpretación del Dios judeo-cristiano es totalmente insostenible y la confunde con la teología natural de la filosofía. El Dios de la Revelación, por esencia, es totalmente incognoscible, nadie sabe cómo es Dios, no es evidente ni objetivable para nosotros, su demostración es a posteriori, es decir, por sus efectos. Lo cual está expresado enigmáticamente en la frase “Yo soy el que soy”. De modo que no es un ente, sino el sustentador de todos los entes, ser eterno y espiritual. Único y soberano, es el ser por antonomasia. Tiene atributos (simple, uno, verdad, bondad, perfección, eternidad, infinitud), pero en sí es incomprensible. Dios mismo no   puede   transformarse   en   un   ente, porque su relación como fundamento no agota su propia naturaleza esencial. La Persona divina es una realidad relacionalmente distinta, subsistente en la esencia divina. Por lo demás, su encarnación en Jesucristo no es su antropomorfización, porque el redentor es el Hijo de la tercera Persona de la Trinidad, por ello la divinidad nunca pierde su propia esencia, ni se agota en la historia. Además, sobre Dios sólo hay unas pocas cosas que pueden demostrarse, a saber, que existe. Dios mismo se transforma en un ente. Por tanto, la antropomorfización de la divinidad por el cristianismo no hace que se pierda la esencia de Dios y la verdadera experiencia de lo divino. Al contrario, la verdadera recuperación de una nueva experiencia de lo divino es posible a partir del pensamiento de la Persona divina, y especialmente de Cristo, que es el mayor mentís del 'olvido del ser' en el que consiste la esencia de la época de la metafísica objetivista. En suma, pensar a Dios como fundamento del mundo no lo vuelve en un ente más, ni Dios mismo se vuelve en un mero ente supremo, porque no se tratan de relaciones de un ente actuante sino de un Acto puro. Además, su creación no agota la naturaleza divina.

El más grave yerro de la metafísica ontológica heideggeriana es suponer que Dios es un “ente” y lo más que dice al respecto es que se trata del “Ente Supremo”. Entonces, Dios y los seres finitos se vuelven seres contingentes que deben su existencia al Ser. Pero la objeción inmediata que surge a este razonamiento heideggeriano es que un Dios cuya esencia no se identifique con la existencia no es dios. Dios para ser tal debe ser “necesario” y no “contingente”, por tanto, debe ser el origen del ser mismo. En Heidegger, Dios no es un ser necesario sino contingente, porque a pesar de considerarlo como ente supremo debe su existencia al Ser, el cual resulta siendo preexistente incluso a Dios. Se trata de un dios de segunda clase. Si los idealistas griegos supusieron la creación del mundo a partir de una materia preexistente al mundo, Heidegger supone la aparición de todos los entes, incluso Dios, desde el Ser. Heidegger, como los atomistas, niega la “creación” del mundo. Como en el neoplatonismo, en Heidegger hay emanación. Para él el Ser es el horizonte de temporalidad del mundo, es decir, no es eternidad, en consecuencia, el Ser es lo más lejano y lo más próximo al mundo y a los entes. Además, dicho ente supremo es “supremo” en qué. Si Heidegger ya le despojó de su capacidad de “creación” será entonces una especie de “demiurgo ordenador” platónico, pero sin dualismo metafísico (materia-forma). Su retroceso al paganismo es evidente. Pero hay más. El Ser heideggeriano no es trascendente sino inmanente al mundo, es anterior a la materia, al ente supremo y a los entes individuales.

Es decir, se instaura un monismo panteísta cuasi espinosista. Se trata de un ser al que no se ama, no se ora, no se ruega, ni nada por el estilo, sólo se le conoce gnósticamente y a cambio sólo se obtendría una especie de iluminación ontológica con imprecisos beneficios antropológico-morales. Pensar en el Ser estaría primero que pensar en algún dios, que por su naturaleza derivada resulta subordinado. Entonces ya no es Dios quien ha actuado de una manera única y decisiva en Jesucristo, sino que es el Ser quien se despliega inmanente en la inmanencia. Y como es el hombre el centro de dicho pensamiento del ser resulta que el Nuevo Ser es el hombre elevado por la contemplación del ser. Un nuevo antropocentrismo inmanentista se destila de un ateísmo en lenguaje ontológico.

Parecido intento hizo Paul Tillich al hacer un simple hombre y no Dios a Jesucristo, el cual sería elevado a condición divina.  Y Bultmann no se queda atrás al negar lo sobrenatural. Otro protestante como Bonhoffer se suma a la cruzada para decir que se debe llegar a una comprensión no religiosa de Dios. Los acompaña John A. T. Robinson pidiendo una teología secularista. Así, como Dios en la teología protestante se va esfumando, de modo similar en la filosofía heideggeriana se esfuma la divinidad. En Heidegger la evocación toma el lugar de la revelación, como encuentro existencial con el ser suprapersonal en lugar de las proposiciones bíblicas. El Kairós o momento histórico especial todavía no ha llegado, pero llegará con el pensar del ser. Ya no es el pecado lo que impide el verdadero conocimiento natural de Dios, sino que en su lugar es la inautenticidad existencial y el pensar objetivador lo que impide el verdadero conocimiento del ser. De esta forma Heidegger queda convertido en un nuevo profeta de los tiempos secularizados e inmanentistas. Hagamos un derrotero histórico-filosófico del inmanentismo secularista en la modernidad. Los enciclopedistas destronaron a Dios y en su lugar colocaron a la Humanidad. David Hume pretendió demostrar que la religión natural no es más que un sueño filosófico. Kant pelagianamente consideró a la religión como moralidad. Schleiermacher sabelianamente rechazó la Trinidad. Hegel convirtió la Trinidad en dialéctica del Espíritu Absoluto y disolvió a Dios en la inmanencia. Nietzsche declaró la muerte de Dios por antivital. Kierkegaard rechazó la prueba objetiva de la existencia de Dios, critica el concepto popular de Dios-amor y en el centro de su fe coloca la paradoja de la Encarnación. Entonces viene Heidegger destronando a Dios y colocando en su lugar al Ser, considerando a Dios como un “ente supremo” pero nada creador, pretendiendo demostrar que el ser es inmanente y que no existe lo trascendente al mundo, y concibiendo al hombre como el lugar privilegiado de la evocación del ser inobjetivable. En suma, lo que comenzó en la época de la razón como una negación del dogma y una conservación de un Dios deísta, termina en Heidegger en un ateísmo ontológico irracionalista, con un Dios que no crea y que recibe su ser del Ser. En Heidegger es Dios el que está sujeto al influjo ontológico del Ser. Existe una total primacía del Ser incognoscible, pero evocable, sobre lo divino.

En su pensar el hombre depende completamente de la revelación del ser para hacer advenir el mundo de lo divino. Se trata de una visión ontológica secularizada al extremo que prescinde de Dios. Si en Leibniz su dios plotiniano depende de la esencia divina, en Heidegger su dios no creador depende de la esencia del ser. La lógica inmanentista de la diferencia ontológica heideggeriana deja sin base a la fe al prescindir de la revelación y de la razón natural. El Ser es el mundo, el ser se identifica con el mundo, porque es su causa inmanente y no lo trasciende. El ser no es el creador que produce el mundo ex nihilo, pues como es el mundo no necesita crear el mundo. Más aun, puesto que el ser es el motor del tiempo, el mundo es producido siempre por su necesidad interior. Su producción abarca desde el “ente supremo”, pasando por las leyes del universo, los entes particulares hasta llegar a la existencia humana. La existencia humana es el lugar de la evocación del ser y de su posible des-objetivización. Ya a estas alturas el ser de Heidegger no guarda ningún parecido con el Dios del cristianismo y se asemeja más al Tao de la metafísica china, aquel monismo panteísta cuyo principio único se presenta como vía mundana de salvación.

Si Tomás de Aquino concibe a Dios como Acto Puro, desde el cual el ser empieza por creación a existir; en Heidegger el Ser es identificado con dicho acto puro, pero desde la inmanencia, y desde el cual los entes devienen a la existencia. Si en el cristianismo el ser debe su causa a Dios, en Heidegger Dios y los entes deben su causa al Ser. Si en el primero Dios es increado, creador y con voluntad libre, en el segundo el Ser es increado, emanador y causalidad inconsciente. En este sentido, el Ser de Heidegger es lo más parecido a la Voluntad ciega de Schopenhauer o la Voluntad Inconsciente de E. von Hartmann. Así, el Ser resulta siendo el horizonte “necesario” de lo “contingente” de los entes, la presencia presente desde el cual la realidad es. Pero una contingencia al infinito es un absurdo, por tanto, es necesario admitir que el Ser heideggeriano es “necesario y absoluto”. Como tal, “supratemporal” y “eterno”. Pero aquí Heidegger se resiste a pensar en nada por el estilo, nada más allá de lo inmanente. Un Ser inmanente y temporal a los entes inmanentes y temporales, es una contradicción.

Y todo este vicio lógico ocurre por su rechazo no tanto a Dios, sino, a lo eterno, absoluto y supratemporal. El Ser de Heidegger es lo más parecido a la materia que se autocrea y se autosostiene, y que con su actividad produce lo existente. El ser es lo intemporal de lo histórico, lo iluminante en la temporalidad de los entes finitos. Por su parte la escolástica había establecido con claridad el carácter necesario de Dios. Para Tomás de Aquino todas las cosas que existen son un compuesto de esencia y existencia, y la causa de la existencia sólo puede ser un ser necesario, y éste es Dios. Similarmente ocurre con Aristóteles, salvo que para él la esencia estaba exclusivamente representada por la forma, mientras que para Santo Tomás de Aquino la esencia de los seres contingentes comprende también la materia y sólo la esencia de los seres espirituales se identifica con la forma. En cierta forma, Dios no es el ser porque propiamente es Acto Puro, desde el cual el ser empieza a existir. Dios es el “sobreser”, como decía Juan Escoto Erígena. Si todo ser es bueno, en cambio Dios es el Sumo Bien. Todos los seres son por Dios, incluso la materia prima. En suma, el ser mismo debe su causa a Dios, y no a la inversa, como en Heidegger. En buena cuenta, Heidegger no supera el horizonte de “la muerte de Dios”, ni brinda un camino real para su superación. Heidegger no es Atenas ni Roma, es, más bien, la modernidad secularizada de Occidente, la filosofía inmanentista de   la   modernidad.   Queriendo   ir más allá de los griegos y del cristianismo se queda enganchado en la caverna de la voluntad inconsciente del Ser. El dios en Heidegger ya no es Dios, es un ente “supremo” que es posibilitado por un ser exterior a él. Esta caricatura de Dios es posible porque Heidegger ya había perdido la fe. Su fe en la finitud ha eclipsado totalmente su fe hacia lo trascendente. Discute con un Dios Idea, pero ya no con un Dios vivo. Su abandono de Dios es su tragedia personal y el de su filosofía. Está más bien atrapado por la garra del iluminismo secularista que lo mantiene prisionero en la jaula de un panteísmo acosmista que constantemente coquetea oscilante con el ateísmo.

 

Golpe mortal al humanismo

La consecuencia nefasta de este planteamiento heideggeriano para el hombre de hoy es que la trascendencia, eliminada ya de la acción humana por la teología de la muerte de Dios y el New Age, es falsificada y convertida en la filosofía de Heidegger en un oriental otro mundo imaginario, que alimenta el deseo de éxodo y ascenso de la mente a ese mundo sutil del Ser, el cual está más allá de todo ente, incluso del Ente Supremo, o sea, Dios.

La nietzscheana teología de la muerte de Dios se da la mano con esta heideggeriana ontología preexistente a Dios. Con este quimérico humanismo trascendente, donde se rechaza al humanismo porque su ontologismo niega la esencia humana, declara que el hombre debe abrirse al Ser, ser su Pastor, que rompe el vínculo entre lo ontológico y lo axiológico, Heidegger, lejos de aliviar, más bien ahonda el malestar de la conciencia moderna, y no hace más que añadir desorientación valorativa al ya aturdido hombre de hoy. Es cierto que Heidegger se defendió de las acusaciones de ser un irracionalista, un nihilista, rechazar los valores y ser un ateo. Pero su humanismo ontologista que piensa al hombre en su proximidad al ser, vuelve al hombre en siervo del Ser. De las propias entrañas de dicho ontologismo del Ser saldrá el humanismo ateo sartreano, que no comprende la diferencia sustancial entre el ser divino y el ser creado, donde se subraya al hombre la responsabilidad moral que recae solamente sobre sí, al ser legislador de sí mismo comprometido con la humanidad entera y, de este, modo entroniza la metafísica de la inmanencia. Sin superar este craso error la filosofía contemporánea no tiene oportunidad de contribuir a iluminar una salida a la crisis que alcanza todos los órdenes de la existencia humana.

 

3.

FE Y PENSAR EN HEIDEGGER

 

Heidegger declara abiertamente que "el Ser no es Dios". Y con este aserto no colisiona la filosofía que admite a Dios como un supraser. Pero con sus afirmaciones de que “no hay otro mundo más allá del mundo”, que “Dios como ente supremo” adviene en la luz del ser y que “es inútil ponerse a buscar un Creador del mundo”, no hay conciliación posible.

Para Heidegger la fe torna inútil al pensamiento. A contrapelo con esto, es, pues, necesario comprender que tanto la fe como el pensamiento dan sentido a la palabra Dios. La fe no suprime el pensamiento, sino que lo ilumina y eleva. Tanto la fe como el pensar preparan un retorno del hombre a Dios. Sin la fe el pensar se extravía y sin el pensar la fe es estéril.

Atenerse al pensamiento del Ser, entendido como "compromiso por el Ser y para el Ser", desacreditando a la fe, impide comprender la “Verdad del Ser", porque sólo el pensamiento asistido por la fe puede dar un sentido pleno a la palabra "Dios".

La fe, por la cual Dios viene a nosotros, plenificaría el pensamiento, que se tornaría más fecundo. ¿Qué puede, entonces, hacer dicha unión entre pensar y creer sino "preparar un retorno posible de Dios", que no podrá realizarse jamás sino en la Luz de la fe? Dios dirige su mensaje a nuestro espíritu por la fe y la razón, esperando nuestra humildad de criatura hacia el Creador.

Heidegger mezcla la crítica al Dios de la metafísica con el Dios de la metafísica judeo-cristiana. A este respecto hay que enfatizar que el Dios de la experiencia bíblica no cae en la objetividad.  Y Heidegger al exceptuarlo incurre en un empobrecimiento del Dios divino. Heidegger es un católico que tiene como mentor al protestante Lutero. Y el protestantismo es la exageración entre la finitud del hombre y la infinitud de Dios, al final el hombre se queda solo con su pecado.

El protestantismo es la exageración de la providencia y omnipotencia de Dios. Algo de esto hay en Heidegger cuando dice que hay que alcanzar un pensar más allá de la metafísica porque el Dios de la metafísica incurre en objetivación. En Heidegger, el Dios como causa primera, de la teología y metafísica judeo-cristiana, cae en lo innombrable del pensar y de la poesía. Su crítica final deriva hacia la escucha-seguimiento de Hölderlin y la esencia de la poesía (1937), dentro de la experiencia poético-religiosa. Pero no repara en que el Dios innombrable y verdadero de la Alianza no se concilia con la metafísica de la objetividad del ser. Y la teología escolástica siempre fue consciente de los límites de la metafísica hacia el verdadero dios. Por eso, en Heidegger subsiste la confusión entre la metafísica de la objetividad del ser y la metafísica judeo-cristiana.

Es más, el pensar no metafísico que busca Heidegger no es tanto para pensar a Dios sino para hallar al ser. Dios resulta siendo sólo una pequeña provincia de la región del ser. Así, resulta siendo que más inefable e inagotable que Dios es el Ser mismo. El primer Heidegger que preguntaba por las condiciones de posibilidad de la comprensión del ser dio paso al segundo Heidegger, que enfrenta directamente la donación del ser. Pero el dejar ser al ser no es tanto pensar lo divino, porque pensar al ser no se identifica con pensar a Dios. Heidegger no está en búsqueda del lugar para pensar a Dios, sino para pensar el ser. Pensar el ser resulta ser más prodigioso que pensar a Dios, y como es el hombre el que lo puede pensar, entonces la nueva criatura deificada es el hombre.

Si Platón y Aristóteles pensaron el Espíritu puro trascendente y si el cristianismo presenta al encarnado Dios salvífico actuando en la historia, Heidegger pretende pensar al humano pensador puro del ser inmanente. Con esto Dios vuelve al hombre, a su creador y eso lo realiza. Esto es puro nihilismo.

Desde aquella carta del 9 de enero de 1919 a su amigo sacerdote E. Krebs, donde manifiesta su ruptura con el catolicismo y una nueva manera de entender el cristianismo y la metafísica, hasta que pide ser enterrado en el cementerio católico de Messkirch describe un itinerario desde el Dios católico, al Dios protestante y al Dios impersonal que habita en el ser, pero no es el Ser. Termina separándose del Dios salvífico y con ello se separa de toda forma de comunicar en lo que consiste dios.

Heidegger no estudió específicamente la historia de las religiones, ni atendió a los aportes de Otto y Eliade. Y así el Dios en Heidegger es vaporoso, habita en el ser, pero no es el ser, nunca será la realidad absoluta de lo real. Heidegger no conoce ya la experiencia del Dios vivo porque carece de fe y su concepto de fe tampoco se lo permite. Sin fe en el corazón de poco le sirve conocer bastante bien la tradición cristiana. Estudió a Agustín, Eckhart, Lutero, Pascal, Kierkegaard y Bultmann, sabía que el cristianismo es el acontecimiento salvífico de la cruz, pero sin fe en el alma carecía de la fuerza transformadora para conducir su existencia y pensamiento hacia Dios. Al final, su importante crítica a la tradicional objetivación de Dios se diluye no en un ateísmo existencialista, como decía Sartre, sino en un ateísmo ontológico, que subsume a Dios en el Ser. La posibilidad de ser para Dios se decide a partir de la verdad del ser. Lo cual era contradictorio, pues no es el ser, como quiere Heidegger, lo que posibilita a Dios, al contrario, es Dios quien posibilita al ser. El ser sin Dios es la nada y el ser propiamente dicho es por y en Dios. Terminó vaciando de contenido al ser. De modo que quien ha experimentado la teología, tanto la de la fe cristiana como la de la filosofía, en vez de preferir callar en el ámbito del pensar de Dios avanza hacia su determinación como causa sui junto a su profunda incognoscibilidad. Pues el carácter onto-teológico de la metafísica no agota el contenido de la metafísica misma, y la metafísica judeo-cristiana es el ejemplo. Por tanto, no ha devenido cuestionable para el pensamiento la metafísica misma, sino tan sólo la metafísica objetivante.

Para que en la onto-teo-logía se muestre la unidad aún impensada de la esencia de la metafísica se requiere, por tanto, la experiencia de la razón unida a la fe. No es necesario pensar sin Dios para estar más próximo al Dios divino. Lo contrario es recorrer las sendas del paganismo. Conforme con ello, el pensar sin Dios no es una necesidad, al contrario, resulta totalmente evitable, no es imperioso abandonar el Dios de la filosofía, el Dios como Causa sui, porque se halla quizás más cercano al Dios divino el no olvidar que éste es innombrable e inobjetivable. Esto solo quiere decir: que la diferencia ontológica es más explicable desde el amor de Dios. El amor es más grande que la fe, por ello sin amor en el corazón no es posible comprender a Dios ni al ser.

Curioso destino de alguien como Heidegger, cuya vocación por lo religioso nunca se perdió, lo mantuvo hasta el final, pero extrañamente lo trasladó de Dios hacia el Ser. Es aleccionador que empiece el recorrido concibiendo al ser como pensable y termine su camino reconociendo que el ser no puede pensarse, tan sólo puede evocarse. Esto significa que su inicial distinción entre conciencia y cosa y el descubrimiento de la temporalidad no sirve para responder a la cuestión del ser en general. Que el ser es tiempo o el tiempo es el sentido del ser, se revela insuficiente y se pone, también, en cuestión el primado que tiene en su exégesis el ser del hombre. Si la existencia es posibilidad, entonces nunca es situación, hecho, presencialidad, y Heidegger nunca analizó directamente la categoría de “posibilidad”. Abandonada esta vía cree luego que la única filosofía posible es una sin implicaciones éticas ni teológicas, es decir una ontología pura: el ser como totalidad perfecta tiene todas las posibilidades de lo existente.

Por eso, la actualidad de Heidegger en nuestro tiempo no debe sorprender porque nos encontramos en la época del nihilismo y del increencia, donde cualquier desafío a Dios no desentona y al contrario es retroalimentado por la tecnificación y la industrialización que aumenta en el hombre de hoy una vacua de sensación de poderío y triunfo en el mundo inmanente. Heidegger ha sido asumido por muchos como el filósofo más grande del siglo XX. Pero para un tiempo en crisis y sin profundidad resulta hipnotizador el abuso etimológico, las tautologías vacías, el retorcimiento en la expresión y el forzamiento retórico. El embrujo de su filosofía se asocia al empeño loable por aprender a pensar, pero a costa por pasar de contrabando extravíos ontológico-metafísicos del fondo oscuro de una doctrina autoritaria y sin Dios. Su esfuerzo por aprender a pensar adolece desde el principio de un falso punto de partida, a saber, el inmanentismo. Abolida la trascendencia se inhabilita al pensar mismo. Al no discriminar entre el dios de la metafísica y el Dios de la fe es conducido hacia una crítica que lo lleva hacia la concepción del Ser como un supraser que está más allá de Dios. Innecesario paso puesto que el Dios judeocristiano está más allá de toda objetividad: “Yo soy el que soy”, reza el versículo. Esta confusión sufre un doble enredo cuando traslada la exageración protestante de la infinitud de Dios hacia el Ser mismo y lo concibe como el Ungrund de todos los entes, incluido el divino. Y de modo similar a lo que acontece en el protestantismo cuando al final el hombre se queda solo con su pecado, en Heidegger el hombre al final se queda solo con el Ser.

Dios es solamente un intermediario del que hay que prescindir porque estorba cuando se trata de llegar al Ser. Pero como se trata de un Ser inobjetivable, entonces se impone una especie de Fe ontológica para poder abrirse al Ser. En otras palabras, en la ontología fundamental de Heidegger el hombre ya no debe abrirse a Dios sino al Ser. La Fe sobrenatural es sobrepasada por esta Fe ontológica fundamental. 

Por consiguiente, su inevitable irracionalismo no se dirige ni a la razón ni a la fe, sino a una intuición metafísica cuasi-mística que hace que el hombre se aproxime al Ser. Si Platón y Aristóteles pensaron la idea de Dios como espíritu puro, a Heidegger le corresponde haber pensado el Ser como un supraser más allá de la idea de Dios. No se trata de un Dios impersonal oriental, es, más bien, un supraser que está más allá de toda devoción, amor y oración, indiferente a todo y por todo y, sin embargo, presente en todo. Este objetivismo del ser, diferente a la vía antropologista de su primera etapa, reflejará también la nietzscheana teología de la muerte de Dios.

4.

HEIDEGGER: ADELANTADO DEL

ANTIESENCIALISMO POSMODERNO

 

 

 

 

Para Heidegger la ontología antigua trabaja con el concepto de “cosas” y la ontología contemporánea con el de “existencias” y “cosas”. Y esto vale aun cuando la ontología antigua conciba al ente como “presencia”, o como subraya el filósofo, bajo la forma de tiempo “presente”. De ahí que afirme que el logos es un “ver y descubrir” los fenómenos del ente. Por eso sostiene que en el “ser en el mundo” hay “esencias” y “existencias”. Así, dirá, el ser en sí es esencia, el ser para sí es existencia, el ser para otro es el prójimo, y el ser fuera de sí es el tiempo. De modo que la negación de la esencia no opera a nivel de las cosas, no es completa y caracteriza especialmente al Dasein. No obstante, el existencialismo heideggeriano resultó siendo un poderoso estímulo para las filosofías antiesencialistas que advendrán posteriormente, aunque el antiesencialismo filosófico se remonta a la sofística protagórica, cobra impulso en el nominalismo medieval y se asienta en el empirismo moderno.

La tentativa de desfundamentación de la filosofía posmoderna, encarnado en lo que llamo el deus in terris, que defiende la pura contingencia, el evento, la pluralidad y la simultaneidad tiene su origen en el marco de la tradición del pragmatismo americano, la filosofía poética heideggeriana y la tradición lúdica de origen nietzscheano. Aquí prestaremos atención sobre todo a Heidegger.

Según Richard Rorty, adalid del relativismo posmoderno, las filosofías de Dewey, Wittgenstein y Heidegger han situado la filosofía en una vía distinta de las clásicas y obsoletas formas anteriores basadas en el dogma representativista. En realidad, es el propio segundo Heidegger el que abrió camino a la investigación del ser en una supermetafísica mística poética, estética, que termina convirtiendo la filosofía en un arte, tal como quiere el antiesencialismo posmoderno que termina colocando a la filosofía al nivel de la crítica literaria o como un metarrelato lyotardiana más.

Para empezar, conviene recordar que Heidegger considera que el proceso del nihilismo surge de la separación entre el ser y el ente y del consiguiente olvido del ser, que la metafísica, la ciencia y la técnica sustituyen por el problema de la dominación del ente. Incluso el aspecto que Nietzsche considera positivo del nihilismo (la transvaloración de los valores) es todavía negativo, pues planteando el problema en términos de valores no piensa el ser de las cosas, sino su valor, su ser en cuanto valor. Algo similar acontece con el deus in terris[38] vattimiamo y rortyano, último eslabón de la metafísica nihilista occidental, porque sigue anclado en la esencia negativa del nihilismo que, olvidado del ser, pretende solamente dominar al ente hermenéutico de la interpretación. Pero Heidegger compartiendo los prejuicios de Aristóteles tergiversó a Platón y la alegoría de la caverna al sostener que toma el ser como esencia, idea o concepto, habló de la consumación moderna de la metafísica y de su olvido nihilista. Piensa como Nietzsche que fueron Sócrates y Platón, filósofos de conceptos que sometieron el ser al yugo de la idea. Precisamente la forma posmoderna de la ontología como filosofía antiesencialista está relacionada en esta tergiversación, y viene a ser en sí misma el reemplazo de la teoría del conocimiento por la hermenéutica. El nominalismo posmoderno, de raíz neonietzscheano-heideggeriano, se traduce en una descalificación global de toda la tradición metafísica filosófica de Occidente. Es la cabalística de lo inmanente sin absolutos. La pregunta ¿Qué es metafísica? ni se convierte en ¿qué es el hombre?, porque tanto del ser como del sujeto ya no queda casi nada, no hay principio de realidad. Se esfuma la realidad en exégesis interpretativa. ¿Cómo sucedió esto? ¿De qué forma se esfumó el ser del horizonte de la filosofía? ¿Cómo un proceso que tuvo su primer chispazo en Protágoras y Pirrón, pasó al nominalismo y empirismo para terminar en el posmodernismo? Es cierto que la filosofía del siglo veinte comenzó con una vuelta al Ser, a la metafísica y a la existencia, allí tenemos el vitalismo de Bergson, la fenomenología de Husserl, el existencialismo de Heidegger, Sartre, Merleau Ponty, Berdiaev y Marcel, el ontologismo de N. Hartmann, S. Alexander, Whitehead y la metafísica clásica de la filosofía cristiana. Heidegger intentó recuperar el Ser preconizando una “demolición del Sujeto”, que implicaba una destrucción de la metafísica de las esencias, porque consideraba nominalistamente que las esencias dependían del sujeto.  

Incluso la nueva ontología de N. Hartmann teme que la antigua ontología se quede sin tocar la esencia por confundirla con el concepto. Sin embargo, el hombre occidental tras las terribles experiencias nazi y comunista de la II Guerra responsabilizó de su extravío nihilista a la metafísica de los absolutos. En esa creencia de los límites de lo finito actúa la hermenéutica crítica de Gadamer, que estudió con Heidegger en Marburgo, y el “pensamiento débil” de Vattimo, filósofo Turinés que se ha centrado especialmente en la filosofía alemana moderna y contemporánea: Schleiermacher (Schleiermacher, filosofo dell´interpretazione, 1968); Heidegger (Essere, storia e linguaggio in Heidegger, 1963 y (Introduzione a Heidegger, 1971); Nietzsche (Il soggetto e la maschera, 1974 y Introduzione a Nietzsche, 1985). Alumno y discípulo de Gadamer, Vattimo ha sido traductor al italiano de las principales obras de Heidegger. Pero, sobre todo, el horizonte de su reflexión gira en torno a las filosofías de Nietzsche y Heidegger, que para él constituyen los cimientos de toda la filosofía futura. A partir de estos autores construye lo que él llama las filosofías de la «diferencia» basadas en la fragmentación y la multiplicidad, nociones que se oponen, en todo y por todo, a la visión «dialéctica» como visión globalizadora basada en Hegel y Marx. A esto se le llama también «pensamiento débil» o «condición posmoderna» y se define como una ruptura con los ideales básicos de la modernidad: progreso, vanguardia, crítica, superación.

Para Vattimo, después de Heidegger, del ser como tal ya no queda casi nada (no hay principio de realidad ni presencias permanentes, sino sólo interpretación de la interpretación). Y después de Nietzsche, del yo o del sujeto como tal, tampoco queda ya casi ninguna constancia, y es en este punto donde se unen, en un mismo significado, la crisis de   valores, la   postmodernidad, el pensamiento débil, la ontología hermenéutica o el nihilismo. No hay ninguna certidumbre meridiana, ni nada meta-histórico que acote el ámbito de la razón y tampoco hay ningún sujeto racional, a priori. Éste es pues, el significado último de un pensamiento que se piensa desde una débil certidumbre, y fuera de cualquier fundamento u origen, y, por tanto, no hay ni puede haber más ontología que la diversidad de los discursos. El giro de la filosofía hermenéutica se basa en la crítica heideggeriana a la metafísica y busca una racionalidad y subjetualidad superior a la moderna, abierta a lo otro y a la comunidad, y cree encontrarla tanto en la consumación de la historia nihilista del ser como en el respeto de las diferencias y pluralidades, en una convivencia regida no por la Verdad sino por la tolerancia.

La posmoderna ontología del límite es una variante que busca desarticular los fundamentos metafísicos del nihilismo relativista de la hipermodernidad tardía, que convierte a la sociedad en un campo de exterminio de todos contra todos con el fin de promover la afanosa competitividad por el consumo en el interior de cualquier orden. Sin embargo, al desembocar en un nihilismo pluralista termina en nombre de la liberación de cada uno nivelando a todos los individuos en medio de las potencias y fuerzas modernas dirigidas hacia la nada global. Es por esto que la hermenéutica posmoderna no supera el régimen de la eternidad inmanente y agudiza la soledad del sujeto con su insistencia en oponer una hermenéutica de la diferencia frente a otra relativista, desembocando en la indiferencia metafísica y en el establecimiento pragmático de la verdad como consenso, interpretación y valor. De la concepción heideggeriana del hombre como ser interpretante a la concepción posmoderna de la verdad como interpretación hay una distancia tan corta que bastó la mediación de Gadamer. Qué razones están detrás del giro pragmático, en gran parte, de la filosofía contemporánea. En el origen del giro pragmático de la filosofía contemporánea de posguerra está la vinculación con la distinción kantiana entre lo regulativo y lo constitutivo, y la acentuación de lo regulativo, lo cual supone que nuestro conocimiento está limitado a los fenómenos y que la conciencia desempeña un papel fundante en las formas de conocer, creer y actuar.

Este ficcionalismo de lo inmanente que supone una teoría ontológica donde el presente o el hecho vigente es estrictamente lo real, supone un substrato en el que la crisis del ideal universalista de la razón se encuentra con el establecimiento de la interpretación como parámetro del pensamiento postmetafísico. En el mundo tardomoderno la hermenéutica actual intenta recuperar la racionalidad noético-práctica de la verdad ontológica interpretativa para hacer prevalecer sobre la Verdad objetiva una racionalidad ético-política.

No hay duda que la supervivencia y bienestar de grupos humanos cada vez más amplios están condicionados por el desarrollo de los medios técnicos, pero también es cierto que el mundo dominado por la máquina ha sustituido el culto de los valores del espíritu por el culto de los valores instrumentales y utilitarios. El hombre posmoderno aparece y se desarrolla en plena evolución de lo que llamo Hiperimperialismo, fase cualitativamente superior respecto del imperialismo. Esto condiciona el hecho de que el hombre posmoderno sea un tecnólatra-cientista[39]. El hombre de la era posmoderna necesita, en consecuencia, del pensamiento débil –cuya adquisición no requiere gran esfuerzo a diferencia de la razón- para hacer frente con el talante de la indiferencia a las miserias de la propia sociedad hiperimperialista, la cual necesita también de la lógica amoral del hombre posmoderno para imponer su desarrollo sin límites. El hombre de la modernidad todavía conservaba los ideales de Verdad, Justicia y Razón; pero el hombre anético de la posmodernidad tiene todo ello por metarrelatos.

Pero, sobre todo, el hombre es persona por un motivo fundamental: su trascendencia. En cambio, el hombre posmoderno no oscila, pues se queda como una cuasi-cosa en la simple individualidad psicofísica. Por ello, el homo in terris es por excelencia el hombre sin Absoluto. Sin la dirección del espíritu el hombre posmoderno se despersonaliza en un ímpetu demoníaco que orilla a la humanidad en la demencia. La barbarie posmoderna de hoy sostiene que el propósito del hombre no es trascender espiritualmente hacia valores absolutos, sino vivir en función de lo práctico: alcanzar una inmanente racionalidad ético-política que sobreestima al placer, el éxito material y el dinero.

En una palabra, el hombre autónomo del extremado relativismo   sin   verdad   es   un   hecho   propio   de   la metafísica del conocimiento de la modernidad, la cual procede mediante la subjetivización de las esencias en conceptos, tal como procede Heidegger. El último hombre de la filosofía posmoderna liberado de toda fe, razón y verdad ha dejado de entretenerse en juegos lingüísticos para sostener, en nombre de la dudosa tolerancia, un abierto nihilismo. Lo cual indica que de poco sirve la solicitada “demolición” heideggeriana del Sujeto como fundamento, si ello no implica la recuperación de lo trascendente como principio del mundo. Si bien Ch. Wolff contribuyó a mantener la conexión con la tradición medieval, sin embargo, introdujo un gravísimo error al establecer la división entre la metafísica general (ontología) y la metafísica especial (cosmología, psicología y teodicea). Con ello se estableció un malentendido en metafísica que hace sentir su nefasto influjo hasta Heidegger, cuya filosofía consagra la separación entre ontología y metafísica sobre Dios.

Al respecto, Suárez, al igual que Platón y Aristóteles, no separa el tema de Dios del tratado general del ser. No hay una ontología del ser inmanente, por un lado, y una ontología del ser trascendente por el otro. Por el contrario, Dios con sus eternas esencias e ideas nunca se separa de la totalidad del ser. El análisis ontológico del ser no puede dejar de alumbrar la región teológica, cuyos objetos trascendentes se alumbran con la analogía.  La verdadera metafísica es ontología profundizada hasta la raíz, y esa raíz involucra a Dios. Pues, la ciencia natural de Dios es una parte fundamental de los principios del ser, pertenece a la ontología y como tal a la metafísica. El desacierto y extravío metafísico de Wolff es recogido por Heidegger, quien rechaza abordar el tema de Dios porque considera que la metafísica no debe convertirse en ontoteología.

Heidegger coincide con Tomás de Aquino en que el ser no es Dios ni el fundamento del mundo. Dios no es el ser, es la causa de todas las cosas y no puede ser subsumido bajo el ser categorial. Dios no es, más bien es el principio de todos los modos de ser. Esta teoría modal de la existencia se remonta a la teoría de las ideas de Platón. Dios es impredicable, es Espíritu que sólo puede ser adorado en espíritu. Pero nos preguntamos, si Dios no es el ser sino su causa, entonces qué sentido tiene conocer primero la consecuencia antes que la causa.

Obviamente que la conquista del ser no resuelve su olvido subjetivizante, al contrario, lo profundiza, porque en la raíz del olvido del ser está el olvido de Dios, como su verdadera causa y fundamento último. Y esto es lo Heidegger no admite. El extravío metafísico es en el fondo un extravío del sentido de lo divino del hombre moderno, porque la pérdida de Dios trajo consigo la pérdida del ser. El hombre antiguo es ontologista, se siente unido a las cosas, al ser; en cambio el hombre moderno es epistémico, se siente enfrentado al mundo y a las cosas; mientras que el hombre posmoderno es hermenéutico, carece de principio de realidad    y    hasta    de presencias permanentes, tan sólo cuenta la interpretación de la interpretación. Sin caer en la cuenta del profundo sentido de este giro cosmovisional no es posible entender el ahondamiento del voluntarismo relativista del hombre autónomo, que cualquier asunción del Absoluto le suena a fideísmo trasnochado y a totalitarismo de los fundamentos.

Para el predominante relativismo escéptico de nuestro tiempo es incomprensible que Dios mismo sea ontológicamente la Causa Primera del ser. Sin embargo, Dewey, Wittgenstein y Heidegger contribuyeron a este estado de cosas rechazando la epistemología y la metafísica como disciplinas posibles. Por su parte, Sellars, Davidson y Feyerabend dan pasos en el mismo sentido, porque dejan que cada ser humano se construya su propio mundo o paradigma, su propia práctica o juego lingüístico. Como es conocido Nietzsche planteó la transmutación de todos los valores, pero para Heidegger, Nietzsche es todavía un metafísico en razón de que proclama la muerte de dios pero de hecho busca otro Dios. Heidegger pretende liberar al ser del olvido nihilista y para ello rompe con la metafísica tradicional de esencias platónico-aristotélica, buscando pensar el “ser en-sí” más allá de toda esencia, idea o concepto. El caso es que Heidegger reforzó el olvido nihilista del ser partiendo del prejuicio aristotélico respecto a la idea platónica, así no reconoce que la metafísica de las esencias se propuso pensar el ser sin conceptos mediante la negación de la negación.

En Platón, Plotino, san Agustín y Eckhart no hay olvido del ser, porque buscaron el mismo autoeinai o ser en sí y supieron de la diferencia ontológica del uno, más allá de todo nombre; pues ningún nombre le es apropiado tomado en su inmediatez y los nombres que se le aplican sólo son adecuados dialécticamente por la negación de la negación. La metafísica de las esencias de estos filósofos considera que tanto los nombres como los conceptos son inadecuados para aprisionar al ser. Entonces, ¿cómo iban a ser los responsables de reducir el ser a la esencia, idea o concepto? El ser nunca será esencia de algo sin un ente. Indudablemente que Heidegger está operando con el prejuicio histórico aristotélico de la idea platónica como separación de la realidad. Idea errónea. Es cierto que tal tergiversada interpretación se fortalece con Teofrasto, que censura la teología platónica del maestro, aunque la conserva en la modalidad de «forma» y hace hincapié en las aporías del sistema aristotélico. Después, será Alejandro de Afrodisia el que sellará la interpretación realista y empirista de Aristóteles para la tradición posterior. Pero, en realidad, la raíz del problema nace de la ambigüedad del propio Aristóteles. Así, por ejemplo, el concepto lógico lingüístico de substancia (aquello de lo que se puede predicar), si se prescinde de las platónicas substancias segundas, sin traba se puede entender ontológicamente como individuo o cosa concreta, pero tal prescindencia ya no es Aristóteles. De modo que la esencia de la substancia primera (individual y concreta) es la substancia segunda (universal y real).

Forma y materia son principios del ser. La ciencia aristotélica es análisis del ser, de ahí su rasgo platónico, en la idea o quiddidad está contenida toda la realidad. Todo el sentido de la metafísica aristotélica sería elevarse de la substancia singular concreta a la substancia incondicionada del primer motor inmóvil. La idea platónica señala siempre una relación con la realidad concreta, aunque esta relación no constituya su ser propio. Heidegger, sin decirlo, vuelve a Platón cuando en Qué es metafísica señala que «el ser nunca es esencia de algo sin un ente y que el ente nunca existe sin el ser». Con esto Heidegger es una reedición del padre de la metafísica occidental al que injustamente condena. Heidegger realmente no comprendió la doctrina de las Ideas de Platón. Por lo demás, la forma que tiene Heidegger de hablar del ser resulta casi ininteligible. Dice, por un lado, que el ser es idéntico a la nada, cosa afirmada ya por Hegel, porque está desprovista de las determinaciones concretas del ente, el mismo que no es el ser mismo, cosa afirmada ya por Platón en el Parménides. Este ser comparado con lo óntico concreto es pobre, pero es a la vez lo más rico del mundo. Por otro lado, expresa que «el ser no es Dios ni el fundamento del mundo», porque su problemática es previa al tema del teísmo y ateísmo. Su afán es superar la metafísica óntica y lograr un pensamiento más riguroso al pensar conceptual. La última palabra del filósofo de Friburgo es no poder llegar a formular con precisión un nuevo concepto del ser, a excepción de la pobre definición que «es él mismo». Sólo le resta una filosofía como arte o mística, perspectiva que, por lo demás, ha sido ricamente explotado por los filósofos posmodernos.

¿Es posible a estas alturas pensar en una salida? Sí. Para empezar, conviene recordar reconsiderar lo señalado por el propio Heidegger, a saber, que el proceso del nihilismo surge de la separación entre el ser y el ente y del consiguiente olvido del ser, pero de allí no se sigue que la metafísica junto a la ciencia y la técnica sustituya el ser por el problema de la dominación del ente. Esto sólo es cierto a partir de la tergiversación aristotélica de la metafísica de las esencias. Pues planteando el problema en términos correctos tenemos que no se piensa el ser de las cosas, sino su representación, cuando se introduce la artificial división wolffiana entre la metafísica general (ontología) y la metafísica especial (cosmología, psicología y teodicea). Con ello se introduce un malentendido metafísico que dominó a Heidegger; pues consagrando la separación entre ontología y metafísica sobre Dios se abrió la puerta al antiesencialismo posmoderno. El paradigma crístico-humanístico es la alternativa y tiene el sentido de una cura, que puede hallarse en no sustraer lo trascendente de lo humanístico inmanente. Sólo así es posible dar el salto existencial de la razón natural, que llega a la noción de Dios, a la razón auxiliada por la Revelación, por la cual Dios nos busca para darnos la verdad. En este sentido la filosofía no es enemiga de la teología, por cuanto que ésta se basa en el reconocimiento de que la naturaleza humana finita requiere de la Revelación para llegar a Dios, al verdadero principio del ser que no admite reducción conceptual. Esto naturalmente está impedido para los comunitarismos teleológicos inmanentes deductivistas e inductivistas, las reactualizaciones habermasianas del imperativo categórico kantiano, los preconizadores del paradigma lingüístico, antirepresentivista rortyano y hermenéutico vattimiamo, porque su ruptura con la metafísica de las esencias llevó hacia olvido nihilista del ser.

Todos partieron del prejuicio aristotélico respecto a la idea platónica y la responsabilizaron junto a Heidegger del olvido nihilista del ser. El caso es que la metafísica de las esencias sí se propuso pensar el ser sin conceptos mediante la negación de la negación, aquí no hay olvido del ser, porque buscaron el mismo autoeinai o ser en sí y supieron de la diferencia ontológica del uno, más allá de todo nombre. A reforzar esta impresión negativa de la esencia platónica también contribuyó la metafísica dialéctica de Hegel, que la acusó de sólo alcanzar la metafísica de la identidad abstracta en desmedro de la identidad concreta. Cuando la verdad era lo contrario. Pues, también el pensamiento patrístico y escolástico explicó los seres particulares recurriendo al ser de la causa primera, ens a se, y consideró que la verdad ontológica era aprehendida en la verdad subjetiva (lógica) del juicio, porque en el intelecto agente brillan aquellas ideas que constituyen la verdad ontológica.

Para Hegel la doctrina de la esencia es la esfera de la reflexión, mientras que la doctrina de la noción es la esfera del desarrollo dialéctico de lo que ya está en la cosa. Así, dirá, la Idea sólo existe como dialéctica, proceso, negatividad. La esencia es la noción en cuanta noción puesta. En el desarrollo de la esencia (principio substancial de las cosas) se produce las mismas determinaciones que en el ser, pero en la esencia estas determinaciones se producen en forma refleja. El punto de vista de la esencia es la reflexión. En cambio, conocer a Dios, según Hegel, es saber que las cosas tienen su verdad en su existencia inmediata, lo contrario es emplear la categoría de esencia de modo abstracto. Hegel es más griego que Kant, se ha soltado del subjetivismo criticista, está más cerca a la metafísica clásica, centrada en la consideración del objeto, pero en su metafísica naufraga la distinción fundamental entre Dios y el mundo y con ello la trascendencia, el logos absorbe la médula de lo real y con el principio de la identidad monista “todo vale” y todo se elimina recíprocamente, sólo el proceso o devenir es verdadero. El ser como totalidad termina abriendo las compuertas del nihilismo. Ni la metafísica griega del ser, ni la especulación cristiana sobre Dios ni la filosofía profana de la edad moderna abandonaron jamás la estaticidad de los conceptos.

La apoteosis hegeliana del devenir guarda un íntimo parentesco con el horizonte reflexivo de las filosofías de Nietzsche, Heidegger y los posmodernos. Lo eterno es el ser abstracto, el devenir es lo concreto. Las filosofías de la «diferencia» basadas en la fragmentación y la multiplicidad, si bien se oponen a la visión «dialéctica» como visión globalizadora basada en Hegel y Marx, no obstante, reivindican una ontología débil del “evento”, que admite el rechazo heideggeriano de la metafísica tradicional de esencias platónico-aristotélica, y capitula en la búsqueda de pensar el “ser en-sí” más allá de toda esencia, idea o concepto.

De este modo, aunque Heidegger pretendió liberar al ser del olvido nihilista, al romper con la metafísica griega de las esencias, destroza a la vez la posibilidad de recuperación del ser mismo. El resultado fue que Heidegger reforzó el olvido nihilista del ser partiendo del prejuicio aristotélico respecto a la idea platónica, En el fondo Heidegger no llegó a liberarse del subjetivismo kantiano y de la doctrina escéptica de la impotencia de la razón.

Finalmente, el antiesencialismo heideggeriano se vincula con la metafísica voluntarista de la mística alemana. Efectivamente, el anatema de su obra contra la metafísica, que sometió el ser al yugo de la idea, resucita el “sin fondo”, lo indeterminado o “Ungrund” del filósofo-místico renacentista Jacobo Boehme, y la distinción entre la Divinidad y Dios del Meister Eckhart. Boehme intrigado por dar solución al problema del mal en el mundo concibió a Dios no como a un ser estático, sino como una voluntad dinámica que se autodespliega en una serie de etapas que recuerdan a la dialéctica hegeliana. Dios correlativo a la creación surge de las profundidades de la eternidad Divina. La divinidad primera está más allá del bien y del mal, más no Dios como creador del mundo. Idéntico ocurre con la ontología pura de Heidegger. Así, empuja el origen más allá de todo ser o ente supremo, en un “sin fondo”, lugar de la libertad, imposible de concebir con las categorías intelectuales de Platón y Aristóteles dentro de una ontología de esencias.

Tal es la idea más profunda de la mística alemana que sin cesar se repite en la principal motivación heideggeriana: hay que ver al ser en la “diferencia ontológica” sin pensarle a partir del simple ente, lo que es nihilismo, “olvido del ser”, “caída” en la mundanidad, o “razón subjetiva”. Como hemos visto, el Ungrund de Heidegger está más allá incluso del ente supremo, pero no es transcendente sino inmanente al mundo, se resuelve en el horizonte de la temporalidad y de la finitud. La ontología universal supera al final de su trayectoria a la ontología existencial, pero al terminar reconociendo que el ser no puede pensarse sino evocarse, dado que es “lo más próximo y lo más lejano a la vez”, concluye en un extraño supraser que está en el mundo, es la inmanencia misma, y no puede ser asido por ningún ente ni por ningún pensamiento. Es un ser tan lejano, tan inhumano, que casi se condice con su actitud de no decir nada humano sobre el Holocausto de la segunda gran guerra. Estas extrañas afinidades del pensamiento de Heidegger con sesgos totalitarios ya han sido advertidas por otros autores. Pero lo más esencial para nuestro propósito es señalar que el antiesencialismo ontológico del Dasein delinea a un Heidegger menos griego que Hegel y más modernista que Kant. Pues, no sólo sustrae toda esencia del hombre, sino que también lo trascendente de lo humanístico inmanente. Al final el hombre está sólo con su finitud inmanente y temporal, lanzado ante la angustia del existir y arrojado a ser un ser para la muerte. Heidegger responsabiliza a Platón de iniciar el olvido nihilista del ser, pero, bien visto, es su propia filosofía del Ser en cuanto ser la que extrayendo del hombre toda esencia fortalece la tendencia nominalista del empirismo filosófico, que transita por el camino del olvido nihilista del ser y la destrucción de la metafísica de la esencia.

Al consagrarse este divorcio entre metafísica y ontología de Dios, se entronizó pensar ya no el ser de las cosas sino tan sólo su representación. El hombre devino en una criatura interpretante por antonomasia abriéndose de par en par las puertas del antiesencialismo posmoderno. De resultas que quien pregonaba acabar con el olvido del ser terminó por consagrarlo, y junto al neonietzscheanismo se tradujo en la descalificación completa de la metafísica filosófica de Occidente. Heidegger es más nietzscheano de lo que parece, porque no sólo se atiene a la “muerte de Dios”, sino, porque también culpa erróneamente a Sócrates y Platón como los que sometieron al ser bajo el yugo del concepto. En una palabra, Heidegger se embarca en la nihilista cabalística de lo inmanente sin absolutos[40] y esa es su desgracia.

5.

HEIDEGGER Y LA ONTOLOGÍA AUTÉNTICA

 

 

 

 

¿Existe una ontología auténtica? Si es que existe cuál sería su contenido. Heidegger tuvo el mérito de señalar que la metafísica occidental había perdido el rumbo y que en vez de pensar el ser pensaba los entes. Heidegger consideró que la ontología tradicional solamente alcanza lo más general del ente y se propone una ontología auténtica que comienza por la analítica existencial del ser que se hace la pregunta: el hombre. Pero su ontología existencial le resulta fallida porque no le abre el camino hacia la ontología auténtica. Entonces retoma una vía objetivista que al final no varía su posición romántica fundamental: el ser como totalidad perfecta contiene todas las posibilidades de los entes incluido el hombre.

Como se sabe la filosofía medieval concluiría, al desintegrarse la síntesis del tomismo, sustituyendo el criterio selectivo del ser como ser auténtico y verdadero por el ser en general del nominalismo (Escoto, Occam), lo que terminaría poniéndola en continuidad con la filosofía empirista de la modernidad. Más precisamente fue la filosofía del Renacimiento la que hizo el auténtico aporte del concepto cuantitativo mecanicista de ciencia y naturaleza, creado por los fundadores de la física moderna. Esta idea diluyó la concepción eidética del ser que era común a la metafísica de las esencias de la antigüedad y el cristianismo.

En suma, el concepto cuantitativo mecanicista de ciencia y naturaleza fue un golpe a la hegemonía de la ontología tradicional del ser como ser auténtico y verdadero a favor de la ontología especial de los entes. El primer Heidegger de Ser y Tiempo está convencido que la falla estriba en el esencialismo platónico que termina por conceptualizar el ser y esta falla, según él, se repite a lo largo de toda la historia de la filosofía, a saber: poner un determinado ente en lugar del ser en cuanto tal. Así, según él, todos se quedaron en lo óntico en vez de avanzar hacia lo ontológico. A partir de esto proclama la necesidad de la destrucción de toda la metafísica precedente con el deseo de devolverle a la Metafísica una ontología fundamental. Y lo intenta partiendo de una interpretación hermenéutica del ser existente (Dasein) y precisamente del existente humano. El Dasein no será la conciencia sino existencia, que es a su vez Ser-en-el-mundo, lo cual es estar en situación, entre posibilidades, impelido al cuidado, a la angustia, al ser para la muerte, incardinado en la nada, es decir, en la temporalidad. Su intento es ponerse más allá del idealismo y del realismo con su afirmación de que el existente es antes.

Pero en realidad el ser y el tiempo en Heidegger permanecen en el plano de la subjetividad trascendental y de la metafísica subjetiva de la esencia, por tanto, no está más allá del idealismo y del realismo. A pesar de su intención de afincarse en una ontología fundamental y de proclamar que el tema del filosofar no es el hombre, ni la existencia sino únicamente el ser, no obstante, no pudo evitar caer en una antropología trágica y pesimista.

Tras el fracaso de la ontología existencial emprende la vía objetivista en busca de la ontología auténtica. Es en Teoría platónica de la verdad (1942) donde aparece más claramente la aspiración ontológicamente fundamental. Ya no escribe “existencia” sino “ex-sistencia”, retorcimiento lingüístico que busca expresar que el ente no es jamás sin el ser o que siempre es ex – céntrico. Si no está incardinado en el ser no puede vivir. Pensamiento sumamente oscuro, porque cómo puede saltar al ser un ente que todavía no es. Más sencillo era decir: el ser mismo es lo que hace posible todo. Pero a diferencia del subjetivismo clásico el segundo Heidegger afirmará que el hombre no es el ser, ni amo del ser, sino sólo el “custodio” y el “pastor” del ser. Si para Sartre lo único que existe es el hombre, para Heidegger es el ser. Con esto termina tal como concluyó la filosofía griega al debatir en torno al problema metafísico de la Unidad (dividida en Heráclito, compacta en Parménides, sintetizada en Platón y Aristóteles, sobrevalorada en Plotino) terminó con la desvalorización del devenir, lo múltiple y el mundo. Heidegger, parecido a Plotino, está centrado en una contemplación deificadora del ser, y, como él, retorna y representa al pináculo de la desintegración de la síntesis platónico-aristotélica entre lo Uno y lo Múltiple. Para Heidegger, como para Plotino, lo único que tiene sentido es el Ser-Uno mientras que lo múltiple y el devenir queda descalificado.

Pero Heidegger no es un griego sino un hijo de la modernidad y por tanto su reacción es doble: por un lado, reacciona volviendo al Uno helénico y por otro lado reacciona contra la dirección óntica de la filosofía moderna, en especial, y, en general, de toda la filosofía desde Platón, según él. Pero la verdad es que el pensar óntico, que surge a finales del Medioevo y se fortalece en el Renacimiento con el surgimiento del pensar cuantitativo, se establece con señoría desde la modernidad. Es la filosofía moderna la que considera lo “dado” a los sentidos como lo verdadero y el empirismo resulta siendo un profundo resentimiento contra lo ontológico en general. Heidegger va en sentido inverso y emprende otra forma de crítica resentida, esta vez contra el mundo, y con ello pierde de vista no sólo la síntesis metafísica entre lo uno y lo múltiple, el ser y los entes, alcanzada por Platón y Aristóteles, sino que, también al rechazar la idea cristiana de Dios creador, desemboca hacia una completa falsificación de la imagen del mundo, donde el Ser ontológico buscado convierte en un supraser que da sentido incluso a la divinidad. Precisamente el absolutismo ontológico del supraser del último Heidegger no sólo constituye la renuncia al ente, en reacción a la filosofía moderna que lleva en su raíz empirista la renuncia al ser y su remplazo por lo óntico, sino, que al hacer que el ente aspire del no-ser hacia el ser (to on), de la apariencia a la esencia, es un agón cósmico que corre hacia lo divino y con ello obvia la inversión del movimiento ontológico impreso por el cristianismo, a saber, el sentido antiguo de aspiración de lo inferior a lo superior es remplazo por el descenso de lo superior a lo inferior para hacernos igual a Dios. En Heidegger el ser no desciende, sino que el ente asciende, no hay acto creador sino participación únicamente. La ontología del segundo Heidegger se retrotrae al esquema griego donde lo inferior aspira a lo superior. Mientras en el cristianismo Dios no tiene ningún logos sobre sí sino que debajo de su acto amoroso está el logos, en Heidegger lo divino está debajo del logos, de un misterioso y recóndito Supraser, que no conoce acto amoroso alguno y actúa por ciega necesidad. En el Supraser no hay ninguna inclinación hacia los pecadores, hay ser en vez de nada por un oscuro salto de los entes hacia el ser.

La razón de todo está dada: primero, en la negación de la vinculación entre lo ontológico y el valor, el ser no sólo es, sino que vale, y el valor no sólo vale, sino que es.  Esto conduce a Heidegger a la falsa estimación de la metafísica de la idea cristiana del amor, lo cual no es un error histórico ni religioso sino filosófico. Pero, además, se deja arrastrar por positivas deformaciones de la moral y la metafísica cristiana.

Esta deformación se deja ver claramente cuando afirma que la filosofía fue originariamente –en los presocráticos Heráclito y Parménides- un corresponder que traduce a lenguaje el llamado del ser del ente, y a partir de esto desarrolla su acusación de un cambio de pensar operado desde Sócrates y Platón donde el Ser no es entendido ya como lo que suscita el pensar y el decir sino como Principio, Razón y Cálculo. Este cambio de pensar llega a su perfección, según él, con Aristóteles y el cristianismo como “pensar onto-teológico”, supone a Dios como un ente, el supremo. Con esta evaluación deformada Heidegger postula la interrogación no por el ser del ente, sino por el Ser en cuanto ser. De este modo, se sitúa en la famosa pregunta por el fundamento de Dios, la godhead o el fundamento del fundamento, pensado por el maestro Eckhart y Schelling. 

Heidegger mete en un mismo saco el pensar metafísico griego y el pensar metafísico cristiano y los hace responsables de haber creado un cambio de pensar metafísico que ha encontrado su final en el desarrollo de las ciencias. En otras palabras, el pensar onto-teológico es el verdadero responsable por haberse desembocado en el pensar nihilista. A partir de esta evaluación desfigurada Heidegger insistirá en señalar que la tarea del pensar es abandonar el pensar onto-teológico, precursor de la era técnica, y replantear la posibilidad de un pensar que interrogue por el Ser en cuanto ser. En su explicitación argumenta que la filosofía antes que búsqueda (Platón) fue armonía (Heráclito), y el temple de ánimo que lo posibilitó fue el asombro, en cambio para el hombre moderno es la angustia ante el ser.

En estas consideraciones se dan mezcladas consideraciones acertadas (como aquella que considera el pensar onto-teológico como precursor de la era técnica y del nihilismo) con apreciaciones erróneas (como atribuir a Platón y al cristianismo la responsabilidad del pensar onto-teológico).

En primer lugar, no es cierto que desde Sócrates se comienza a pensar el Ser como razón, cálculo y principio. Platón, Plotino, San Agustín y Eckhart, se propusieron conocer sin conceptos, objetividad ni representación. Se plantearon pensar sin olvido del Ser. Buscaron el ser en sí que está más allá de toda esencia, en la negación de la negación y que no termina en un puro concepto trascendente. El caso es que Heidegger no siempre ve esto claro. En segundo lugar, la metafísica cristiana en su idea de Dios retiene y desarrolla esta manera de pensar sin objetividad, pero lo peculiar de ella no es precisamente esto, sino que lo trascendente viene al mundo, lo ama, se interesa por él, crea el mundo por amor. Este nuevo aspecto de la metafísica del amor, que es piedra de escándalo para la mentalidad griega –regida por el principio de la inmutabilidad del Primer Principio-, será totalmente ignorado por el primer y segundo Heidegger.

En tercer lugar, el pensar onto-teológico en vez de asentarse con pleno derecho desde Sócrates, Platón, Aristóteles y el cristianismo, tiene su verdadero punto de partida en el pensar nominalista del final de la Edad Media y en el empirismo moderno, para el cual las esencias dejan de ser realidades para ser reducidas a productos de la subjetividad humana, a puros conceptos y donde lo único real será lo fáctico, sensible y observable. Aquí y no en otra parte tiene lugar el auténtico olvido del ser. Y en cuarto lugar, lo más grave es que estas deformaciones llevan a Heidegger a desfigurar toda la historia del pensamiento filosófico y, lo que es peor, a proponer una falsa solución, a saber, la nueva ontología auténtica. Esta ontología auténtica no es tal, porque en realidad conduce a pensar el Ser en su recóndita incognoscibilidad y aislamiento absoluto. Con ello la síntesis entre lo trascendente y lo inmanente del Ser queda rota, la Unidad oscurece la realidad del devenir, lo múltiple queda subestimado como ilusión del pensar nihilista y la imagen de la realidad completa queda trastocada. Tal síntesis fue intentada por Demócrito, Platón, Aristóteles, San Agustín y Tomás de Aquino. Pero Heidegger, además, con su ontología auténtica representa la imagen del mundo del mundo burgués en descomposición, sin equilibrio y presto a exageraciones irracionalistas y a un misticismo oracular que se atiene a la “muerte de Dios”.

Esto se aprecia con mayor claridad en el abordamiento    del    sentido   del   ser.   Su   lenguaje impreciso, oscuro e ininteligible hace difícil entender a Heidegger en este acápite. Por eso fue acusado injustamente de nihilista, pero en realidad piensa el ser como tal (el ontológico) en oposición al ente (el óntico). Entonces, desprovisto ontológicamente de determinaciones concretas aparece como la nada (una nada determinado), y el ente determinado u óntico no es el ser mismo (lo que ya encontramos en el Parménides de Platón y Demócrito). En otras palabras, el ser ontológico en comparación con el tangible ser óntico es de apariencia pobre, pero resulta siendo lo más rico del mundo. Esto le permite decir paradójicamente que el ser ontológico es la nada determinada, no la Nada. Esta diferencia entre Nada y nada determinada (ser ontológico) se prestó a muchas confusiones, pero ya fue tratada en la filosofía griega.

No está demás precisar que el Ser ontológico de Heidegger no es Dios, está antes de todo lo divino; ni es fundamento del mundo (“El ser no es Dios ni el fundamento del mundo”); ni es el ser común en abstracto (ens in communi); ni acto esencial (actus essendi) o fundamento ontológico del que derivan las esencias; tampoco es ateo, como sostuvo Sartre. En su conferencia La Cosa deja en claro que el Ser no es ni el cielo ni la tierra, pero unifica cielo y tierra, mortales e inmortales. Como ya dijimos, Heidegger quiere moverse en el terreno previo al teísmo y ateísmo para conquistar el ser en cuanto tal.

Esto explica que a Heidegger le parezca Hegel un metafísico óntico. En su afán de rebasar todo pensamiento conceptual deriva en una suerte de mística o romanticismo, donde a final de cuentas la ontología auténtica asume un cariz objetivista, en el sentido de asumir al Ser como totalidad perfecta que contiene todas las posibilidades de los entes incluido el hombre. Pero esta totalidad perfecta quiere pensarla como la historicidad de la historia. En Sein und Zeit muestra un camino de acceso al ser desde el tiempo. No le satisface por estática la antigua metafísica de esencias, ni está satisfecho con la búsqueda de un absoluto en lo relativo de la historia, como en Dilthey y Troeltsch, sino que va en pos de un fundamento pre-ontológica histórico que permita elevarse sobre la temporalidad y la finitud sin caer en lo estático ni en el relativismo. A esto le llama la historicidad de lo histórico.

Su equilibrismo entre lo estático de la metafísica antigua y lo dinámico de la metafísica moderna quiere resolverla con una ontología auténtica del Ser en cuanto ser. Pero como se trata de un Ser recóndito y misterioso, que no es fundamento de nada y a su vez es fundamento de todo, no actúa por amor ni por necesidad, es la indefinición más imaginable posible, lo más inconceptuado de lo concebible, entonces su ontología auténtica se convierte en la búsqueda de lo inefable e indecible. Lo cual muestra que en su intento de superar el nihilismo de la subjetivización solipsista del concepto estático, exageró la nota hasta el punto de desembocar en otra clase de nihilismo, el de la ontologización objetivista. La cual en su pretensión de superar el carácter estático de la metafísica de la esencia y evitar el carácter dinámico de la metafísica relativista moderna, ignoró el aporte esencial de la metafísica del amor del cristianismo –que posibilita la síntesis entre lo finito y lo infinito- para derivar hacia el misticismo del Ser en cuanto ser, desprovisto de las determinaciones ónticas del ente y que se constituye en una nada determinada constituyente de la historicidad de la historia. Su ontología auténtica encalló en la oscura definición del ser que “es él mismo”, donde resuenan los ecos del veterotestamentario “Soy el que soy”.

El camino de la ontología auténtica que Heidegger concibió pretendía acercarnos al ser alejándonos de los meros conceptos y juicios condicionantes. Así, la Verdad será el desocultamiento del ser y no el mero juicio. “La esencia de la verdad es la libertad”, nos dice. La verdad no es el ser, pues unas veces desocultará y otras veces no lo hará. La verdad solamente es probabilidad libre, ante lo cual sólo resta la expectativa del acontecimiento. La verdad es el lugar donde el ser se revela. La revelación del ser resulta, según Heidegger en Sendas perdidas, del lenguaje, que no es instrumento humano sino el ser mismo en su revelación. Esta concepción del lenguaje como Revelación del ser muestra la fuerte presencia de perfiles teológicos en su filosofía.

En conclusión, Heidegger anatemiza la metafísica tradicional porque dice que desde Platón se toma al Ser como idea, esencia y concepto. Plantea la superación del pensar que toma al ser como ente (óntico) y propone pensar el ser en cuanto ser (ontológico). Pero su ontología auténtica en su afán por superar la quietud de la metafísica de las esencias y el relativismo de la metafísica dinámica deriva hacia el inefable Ser que “es él mismo”. Con esto restaura la nueva quietud e indiferencia del Ser en cuanto ser, donde no se sabe por qué los entes finitos aspiran a esa nada determinada. Desprovisto de la metafísica del amor el postulado del Supraser heideggeriano se muestra esquivo y remiso a cualquier comprensión coherente y clara.

Y lo más serio es que lejos de encaminar a la metafísica hacia una nueva síntesis superadora de la ruptura entre lo trascendente y lo inmanente, la Unidad y la Multiplicidad, lo finito y lo infinito, que nos descamina hacia el nihilismo, resulta haciendo es un paso hacia atrás, hacia la restauración de una ancestral metafísica mitocrática de la revelación de lo inefable. La metafísica mitocrática de la alétheia no necesita ser restaurada, sino equilibrada con las restantes metafísica históricas (de la esencia, del amor, del percipi, de lo virtual). En este sentido, la ontología auténtica de Heidegger resulta siendo inauténtica y descaminadora para enfrentar, solucionar y superar el abismo nihilista de la posmodernidad occidental.

 

Indice

 

 

 

 

Proemio

 

PRIMER ACTO

KANT Y EL OCASO DE LA MODERNIDAD

 

Prólogo

Introducción

1.La doctrina de lo trascendente

2. Lógica trascendental kantiana

3. La metafísica de lo inmanente

4. El problema de lo absoluto

5. Las categorías kantianas

6. Kant gastronómico

Conclusión

Bibliografía

 

 

SEGUNDO ACTO

HEGEL Y EL DELIRIO PROMETEICO DE LA MODERNIDAD

                              

Prólogo                                                        

1. La lógica de Hegel y la locura de la modernidad                              

2. Hegel y Dios                                                                              

3. Hegel y la glamorosa posmodernidad                                           

4. Hegel, Heidegger, Sartre y las unilateralidades de la existencia                                                                          

5. La Dialéctica en la encrucijada                                                     

6. El vacío cósmico y la nada hegeliana  

Reseña                                     

 

TERCER ACTO

NIETZSCHE Y LA METAFÍSICA INMANENTE

 

Introducción                                                                         

1. Anunciación                                                                         

2. Predicación                                                                          

3. Significado                                                                          

Anexo                                                                                 

 

CUARTO ACTO

HEIDEGGER Y LA METAFÍSICA DEL SUPRASER

 

Prefacio                                                                          

1. Supraser y Dios en Heidegger                        

2. Heidegger, ontología y ética                       

3. Fe y pensar en Heidegger                                 

4. Heidegger: adelantado de la filosofía posmoderna                          

5. Heidegger y la ontología auténtica      

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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 en el mes de marzo del 2024

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Lima-Perú

 

 



[1] Esta idea la desarrollé en mi libro Kant y la revolución burguesa (1990). La CRP con su raíz voluntarista y activista es la sistematización filosófica más formidable de la conciencia burguesa en ascenso revolucionario del siglo XVIII. Por ello no es conveniente ver en su Filosofía de la historia los argumentos más certeros de ese asunto, porque con sus escasos desarrollos y demasiados vacíos aporta muy poco para comprender el reflejo filosófico de la conciencia burguesa. Pues las ideas de cosmopolitismo y de progreso apenas muestran la faceta más visible de la base social.

[2] Jaspers en su obra Nietzsche y el cristianismo cita según la edición dirigida por la hermana de Nietzsche, Elisabeth Foerster-Nietzsche. El orden de esa edición es: Vol. I, El origen de la tragedia y Consideraciones intempestivas; II y III, Humano, demasiado humano; IV, Aurora; V, La gaya ciencia; VI, Así habló Zaratustra; VII, Genealogía de la moral; VIII, El caso Wagner y El ocaso de los ídolos, Nietzsche contra Wagner, Desintegración de todos los valores (El Anticristo), Poesías; IX, Obras póstumas de los años 1869-1872; X, Obras póstumas de los años 1872-1873 y 1873-1876; XI, de la época de Humano, demasiado humano y Aurora (1875-1878 y 1880-1881); XII, de la época de la Gaya ciencia y de Zaratustra (1881-1886), entre ellas, Más allá del bien y del mal; XIII, Obras póstumas, Ecce homo; XVI, Obras póstumas, La voluntad de poderío.

[3] Los otros libros de la primera fase no modifican la línea central de la primera obra, y son: la primera de las Consideraciones intempestivas y David Strauss, confesor y escritor, ambos de 1873; Ventajas y desventajas de la historia para la vida y Schopenhauer como educador, ambos de 1874; Richard Wagner en Bayreuth (1876).  

[4] También al segundo periodo pertenecen: Miscelánea de opiniones y aforismos (1979), El viajero y su sombra, de 1886, que luego se juntó con Miscelánea para formar el segundo volumen de Humano, demasiado humano.

[5] Ecce homo, Madrid, Alianza, 2018, pp. 89-90.

[6] El nacimiento de la tragedia, Madrid, Alianza, 2018, p. 81.

[7] Obras completas, vol. III, Madrid, Tecnos, 2014, p. 78.

[8] Cf. Ibid., p. 91

[9] Obras completas, vol. III, op. cit., p. 603

[10] Cf. Ecce homo, Ediciones Busma, Madrid, 1984, p. 161.

[11] Cf. Más allá del bien y del mal, Madrid, Alianza, 2018, p. 33.

[12] Cf. Así habló Zaratustra, Sarpe, Madrid, 1983, p. 355.

[13] Cf. Más allá del bien y del mal, parte IV, sección 146.

[14] Cf. El ocaso de los ídolos, “Sentencias y flechas”, 11.

[15] Los datos biográficos están basados en la reciente obra aparecida sobre el tema: Sue Prideaux, ¡Soy dinamita! Una vida de Nietzsche, Ariel, Barcelona, 2019. También en Rüdiger Safranski R. Nietzsche: biografía de un pensamiento. Tusquets Editores, Barcelona. 2000

 

[16] Cf. Así habló Zaratustra, Grandes Pensadores, Sarpe, Madrid, 1983.

[17] Cf. El Anticristo, Ediciones siglo veinte, Buenos Aires, 1986

[18] Alfred Müller-Armack, El siglo sin Dios, FCE, México, 1986.

[19] Cf. Mateo 27: 15, 26.

[20] Cf. Ecce homo, Ediciones Busma, España, 1984.

[21] Cf. Nietzsche y el cristianismo, Editorial Leviatán, Buenos Aires, 1990.

[22] Cf. La voluntad de poder, Madrid, Edaf, 2006.

[23] H. Heimsoeth, La metafísica moderna, Revista de Occidente, Madrid, 1966.

[24] E. Gilson, La filosofía en la Edad Media, Gredos, España, 2019, p. 627.

[25] F. Copleston, Historia de la Filosofía, Ariel, Barcelona, 2011, tomo VII, p. 322.

[26] W. Sombart, El burgués, Alianza editorial, Madrid, 1972.

[27] F. Tönnies, Comunidad y sociedad, trad. José Rovira Armengol, Buenos Aires, Losada, 1947,

[28] Zygmunt Bauman, Modernidad líquida, FCE, México, 2004; La sociedad del cansancio, Herder, Barcelona, 2010.

[29] Byung-Chul Han, No-cosas, Taurus, Barcelona, 2021;

[30] Sobre esta nueva metafísica en ciernes en la historia he publicado los siguientes libros: Carta sobre la Metafísica, La modernidad envejecida, Apocalipsis de la razón burguesa, Sentido metafísico del mundo multipolar, Antropología sin antropocentrismo, Ser y realidad; publicados en IIPCIAL, Lima, 2022; salvo el último que pertenece al 2023.

[31] P. Hazard, El pensamiento europeo en el siglo XVIII, Revista de Occidente, Madrid, 1966.

[32] G. Simmel, Filosofía del dinero, edición Capitán Swing, Madrid, 2013.

[33] Max Scheler, El resentimiento en la moral, Revista de Occidente, Madrid, 1927.

[34] V. A. Belaunde, La síntesis viviente, Madrid, 1950, pp. 71.83. Otros filósofos peruanos que han dedicado libros a Nietzsche han sido los sanmarquinos José Russo Delgado (Nietzsche, la moral y la vida, 1948) y Leopoldo Chiappo (Nietzsche liberación y dominación, 1978). No obstante, su metafísica de la voluntad influyó sobre Mariano Iberico y José Carlos Mariátegui.

[35] V. A. Belaunde, Inquietud, Serenidad, Plenitud, Sociedad Peruana de Filosofía, Imprenta Santa María, Lima 1951.

[36] Véase mis obras Miseria del capitalismo digital y de la tecnoutopía, IIPCIAL, Lima, 2021; Ideas ante el capitalismo digital, IIPCIAL, Lima, 2022.

[37] Cf. Mi doctrina del filosofar mitocrático en: Filosofía mitocrática y Mitocratología. Y mi tipología de las metafísicas en: Hermenéutica Remitizante y filosofar mitocrático.

[38] Cf. Mi análisis en Nihilización del Deus in terris, 2008.

[39] Cf. El ensayo Filosofía de la tecnociencia, 2012.

[40] Cf. Consúltese mi libro La hermenéutica posmoderna del hombre sin absolutos, 2007.