viernes, 29 de octubre de 2021

SENTIDO DEL SER Y SER DEL SENTIDO (I)

 SENTIDO DEL SER Y SER DEL SENTIDO

Gustavo Flores Quelopana



1

Sentido del Ser

 

La objetividad no es la realidad. El mar, una esfera, un misil no forman parte de mi conciencia, como tampoco lo conformaron los miles de millones de años de evolución de la vida, ni de la existencia de la Tierra, ni de las galaxias. El sujeto no hace al objeto, ni éste es una mera representación mía. Las cosas son independientes de la conciencia. El ser objetivado no es el objeto trascendente, sino el objeto conocido. El objeto conocido es un objeto cuyo ser se funda en la conciencia.

El ser del objeto conocido guarda una correlación asintótica con el ser del objeto trascendente. Pero el ser del objeto trascendente no se funda en la conciencia. El ser del objeto conocido no se funda en la conciencia. El eidos del objeto conocido no es más que un aspecto del eidos del objeto trascendente. El sentido del ser gnoseológico no es el sentido del ser ontológico. La conciencia funda lo primero, pero la realidad funda lo segundo.

La conciencia funda el sentido del ser objetivado, pero no el sentido del ser trascendente en la realidad. El sentido objetivo del ser no es el sentido del ser trascendente. Una cosa es el sentido del ser en un plano ontológico, y otra cosa es el sentido del ser en un plano gnoseológico. Lo ontológico y lo gnoseológico son dos planos categoriales distintos. La correlación entre el sentido objetivo del ser y el sentido trascendente del ser es isomórfica. Negar dicha correlación equivale a pensar que la filosofía no puede decir nada del mundo y significa deslizarse hacia el logos de la logística, que desemboca en la completa subjetivización inmanente del mundo.

Por el contrario, tomar en cuenta que lo ontológico y lo gnoseológico son dos planos categoriales distintos permite ir más allá del prejuicio de que lo que se trata es de poner límites lingüísticos a la expresión de los pensamientos. La estructura del pensar no es idéntica a la estructura de lo real. El sentido del ser objetivo no es el sentido ser trascendente. El sentido del ser establecido por la conciencia no es el sentido del ser de la realidad. La vinculación entre el sentido del ser objetivo y el ser del sentido real es el ser del sentido.

El ser del sentido es lo que hace posible la correspondencia entre el sentido del ser de la conciencia y el sentido del ser del objeto trascendente. El ser del sentido es un isomorfismo sistémico que posibilita la correspondencia entre dos modelos, procesos o realidades distintas, pero afines en algo esencial, a saber, la inteligibilidad. La objetividad no es la realidad, pero es la inteligibilidad la que hace posible a ambas. Para los liberales antirreligiosos la razón humana lo es todo y desdeñan la razón de la trascendencia. Ciertamente que la filosofía moderna es hostil a las esencias y que resulta urgente que Occidente recupere los fundamentos metafísicos para salvarse del nihilismo. Pero sensato no sólo es reconocer esencia y existencia, sino principalmente recuperar junto al sentido ontológico del ser el sentido de lo sagrado.  De nada sirve volver a un sentido del ser puro cuando éste está vaciado de divinidad. Un ontologismo fundamental vaciado de Dios equivale a un budismo filosófico inerte e infecundo incardinado en la nada más que en el ser. La metafísica en sus argumentos últimos fracasa cuando busca tomar el lugar de la religión. Pero el Dios-Idea de la metafísica no tiene que estar reñida necesariamente con el Dios de la revelación y del corazón.

¿Acaso se justifica sólo pensar el ser? La tarea del pensar nunca será la de un pensar el ser exclusivamente. Ello llevaría hacia una desvalorización injustificable de la vida y del mundo. Y daría lugar al totalitarismo, el superhombre, el genocidio y los holocaustos. Esto ya lo hemos visto. ¿Es pensable el ser desde el ente? Se puede pensar al ser desde el ente, porque el ente es creación del ser y en él encuentra su fundamento. ¿Pero es factible pensar el ser al margen de Dios? Es posible pensar el ser como ser, pero ello es pensar a Dios. Negarlo fue el error más grueso de Heidegger. El ser no puede estar más allá de Dios, porque ello supone separar a Dios de su propia esencia. ¿Es posible secularizar el pensar del ser? Sí es posible, y esa fue justamente la intención de Heidegger. Pero no advirtió que dicha secularización lo subsume en lo más fundamental del proyecto moderno. Por ello, en ese aspecto Heidegger no va más allá de la modernidad no sólo calculadora sino también secularizada.  

En realidad, no hay razón para no pensar que la inteligibilidad es la mente cósmica o el pensamiento de Dios, operativa en todas sus criaturas y en su creación. La conciencia y la realidad se corresponden al tener el mismo origen en la mente divina. La objetividad es la manifestación de la causa trascendente en la conciencia. Se dirá que se está recurriendo al argumento de la trascendencia de la metafísica clásica. Y cierto, es así. Salvo que apelar a una filosofía del ser no representa la vuelta a la metafísica de las esencias de los griegos, aunque sí a la metafísica trascendental de la escolástica. Se trata de partir del valor y la idea fundamental de la idea trascendental del ser para explicar el sentido del ser y el ser del sentido, pensando que de dicha idea participan la sustancia y la esencia de los seres finitos. En otras palabras, la inteligibilidad del ser trascendental es la razón suficiente del sentido del ser y del ser del sentido.

El hombre no puede soportar su propio absoluto. Se experimenta como un ser en el mundo que puede salirse del mundo. Esta situación única de su ser condiciona su sentido del ser. El hombre es una criatura aprisionada entre dos absolutos: el absoluto finito que él es, y el absoluto infinito al que siempre aspira y nunca se extingue. El hombre en el fondo de su ser abriga un escepticismo radical, porque no puede considerarse Todopoderoso en lo ético cuando sabe que no lo es en el orden del ser. En su desdoblamiento ontológico tiene la experiencia metafísica que no está totalmente arraigado dentro del ser. Ni siquiera puede consolarse con la idea de extinguirse en la Nada. Ni el más radical naturalista ateo abriga esa convicción finalmente.

El hombre no arraiga plenamente ni en el ser ni en la nada. Su sentido del expresa ese desarraigo, porque atrapado en las redes de esta disyunción percibe que su reintegración en el ser no es de orden lógico, científico, filosófico, estético, sino existencial y mítico-religioso. Y en sus más elevadas consideraciones escatológicas resigna sus fuerzas para comprender que ese mismo arraigo en el ser que busca tiene que venir de Aquel que lo sobrepasa y es incondicionado. De modo que el sentimiento de poderío del hombre no proviene sólo de la era científico-técnica de la modernidad, sino que es mucho más antiguo y echa raíces en su condición metafísica. Su sentido del ser se aquieta en aquello incondicionado del ser del sentido que es de índole trascendente.

Pero no sólo la conciencia es productora de sentido, también lo es la realidad. Pero el sentido de ambas es posibilitado por el sentido de la inteligibilidad de la mente divina. La subjetividad es la constitución fundamental de la objetividad, lo trascendente externo a la conciencia es la constitución fundamental de la realidad, incluso del ego, y constitutivo tanto del ego como de la realidad lo es la inteligibilidad de la razón cósmica o inteligencia de la mente divina. Pero el constituir mismo es un transcurrir de lo finito en el tiempo.

Una cosa es el mundo real y otra el mundo reducido a puro fenómeno de la conciencia. Una cosa es el tiempo del mundo real y otra cosa es el tiempo fenomenológico de la conciencia. Pero ambos tiempos son el tiempo como forma de constitución de lo finito. El tiempo fenomenológico permite la constitución del sentido del ser objetivo, pero el tiempo del mundo real permite la constitución del sentido del ser independiente de la conciencia. Y por ello mismo la realidad está en constante fluir y lo objetivo conocido también va cambiando progresivamente. Lo primero advertido por el vitalismo bergsoniano y lo segundo por el historicismo diltheyano.

Toda la orgullosa fanfarria del nominalismo y del idealismo subjetivo se derrumbó. Toda la soberbia del racionalismo cientificista se tornó ridícula. Toda la realidad del mundo no humanizado vuelve a emerger como una pesadilla durante la pandemia del Covid. La violencia tecnológica ha sido derrotada. Lejos de lograr aquel sueño alquimista de la intimidad con las cosas, la naturaleza se subleva antes que las máquinas se rebelen. Entonces, ¿Qué es aquello de la naturaleza que ha dado de bruces a la orgullosa modernidad? ¿Qué es lo que nos aterra tanto del carácter impredecible del ser físico? ¿Por qué temblamos ante el mundo de las cosas manipuladas, pero nunca domesticadas? Es el sentido del ser ontológico el que abofetea el orgullo subjetivista y solipsista del sentido del ser gnoseológico en la modernidad tardía.

Pero la unidad del tiempo como forma de constitución de lo finito lleva hacia un fundamento que trasciende la estructura temporal y que sólo puede tener su origen en el ser eterno. La temporalidad hace posible el fluir de la conciencia y de las cosas independientes del ego, y lo eterno hace posible el fluir de la temporalidad misma. No obstante, el sentido de lo eterno se ha extraviado en la modernidad tardía. Esta modernidad es reactiva al sentido de la eternidad porque rechaza la vejez. ¿Y qué es la vejez? Vejez es, en primer lugar, sentido de lo eterno y, en segundo lugar, sinónimo de sabiduría. La Modernidad es tan hostil a la vejez porque es fugacidad, prisa, energía, enaltece la actividad por la actividad, en cambio la vejez es tranquilidad, contemplación, oración, sentido de lo eterno y sentido de la muerte.

La Modernidad con su descreimiento y efebolatría ha empobrecido la vida y ha olvidado la esencia de la vejez: la cual es sed de eternidad, sabiduría y sensatez. Efectivamente, la Modernidad es necedad e insensatez porque ha postergado lo absoluto por lo finito, es temporalidad, lo joven y ha arrastrado la historia por la voluntad de poder. Ahora se explica por qué se reniega de la vejez queriendo revertir su proceso. La Modernidad ha extraviado el sentido de la muerte o de la buena muerte, identificándola simplemente como la cesación de la vida. Así busca la vida eterna por medios materialistas. La humanidad bajo la modernidad se volvió inmadura.

La temporalidad fenomenológica es la forma de la constitución del objeto y del fluir de las vivencias del ego, como la temporalidad del mundo real es la forma de constitución ontológica de las cosas y su fluir real. Por ende, temporal es la forma de todo lo que se va constituyendo y tiene génesis e historia. Pero la estructura temporal misma en la naturaleza y en el hombre no presenta una motivación pasiva sino activa. Hay una unidad de motivación en la estructura de la temporalidad que señala a lo eterno.

Es decir, la unidad del sentido del ser remite al origen del ser del sentido. Y siendo la unidad del sentido del ser de carácter temporal, el ser del sentido es de carácter eterno y tiene que ver con la motivación activa de la inteligencia divina. Esto es, hay mundo y objetos en la estructura temporal porque se da el logos radical y universal en lo eterno. Lo que significa que el radical logos constituyente no es el logos de la conciencia ni el logos de la realidad, sino el logos de Dios. Sólo por éste se tiene mundo y objetos, sentido del ser real y sentido del ser objetivo. La unidad de ambos sentidos del ser es lo que se puede llamar Inteligibilidad o Razón Cósmica.

La razón cósmica es el punto de constitución genético-temporal del mundo o de lo finito. No se trata aquí de la razón racionalista de las evidencias conceptuales, ni de la razón de las evidencias vivenciales, sino de la razón de lo trascendente. La metafísica clásica habló hasta la saciedad de lo trascendente y entendió que trascender es ir de la realidad del mundo a una causa trascendente que lo explique. Ahora bien, esta causa trascendente se manifiesta tanto en la realidad de las cosas como en la conciencia humana.

Pero aquí no se trata de explicar el mundo con esa causa, sino de tan sólo dejar constancia de su presencia. No se busca arribar a una teología filosófica que sustituya a la teología revelada e histórica, sino que ayude a comprender la totalidad del hombre y del mundo. El sujeto no hace al objeto, ni es éste una mera representación mía, la subjetividad es constituyente de la manifestación fenoménica de las cosas en la conciencia, pero el mundo no agota su realidad en la manifestación constituyente de la conciencia, sino que la trasciende. La realidad independiente de la conciencia es constituyente de la manifestación de las cosas en el tiempo. Pero la unidad constitutiva del mundo y de la conciencia es el logos radical que no es finito ni temporal sino eterno.

Por ello, el problema radical de la filosofía no puede limitarse a lo que aristotélicamente es el ente en cuanto tal, del cartesiano yo pienso, la constitución kantiana del objeto, los datos científicos comteanos, los bergsonianos datos inmediatos de la conciencia, la conformación husserliana del ego, la orteguiana razón vital, ni del heideggeriano ser puro, sino que en rigor tiene que llevar hacia una visión totalizante y unitaria del mundo. O sea, el valor y objeto de la filosofía es llevar hacia la constitución suprema realizada por la razón cósmica del ser eterno en lo finito.

Esta reconstitución es la suprema visión que ofrece la filosofía como problema radical. Por esto la filosofía no puede limitarse a ser vida esencial, trascendental o vida científico-natural, porque la filosofía sólo es razón absoluta cuando evidencia en la unidad de la temporalidad la presencia no sólo de lo racional sino también de la irracionalidad. Es decir, el ser absoluto no es la conciencia pura, ni la realidad independiente de la conciencia, sino la Razón eterna en que se funda la unidad del sentido del ser finito.

Pero hay una fuerza poderosa que contribuye al extravío del sentido del ser y es la razón técnica. La técnica esclaviza al hombre porque su esencia es convertir toda la realidad en utilizable. Pero ¿Cómo puede esclavizar a un ser esencialmente libre? Haciendo que el hombre deje de pensar y deponga sus decisiones en la técnica. La técnica vuelve superfluo el pensar subjetivo y el conocimiento de sí mismo, porque es la condensación del pensar objetivo. La técnica trivializa el pensar personal porque otorga la prioridad al ente y no al ser. El poder de la esencia de técnica ha destruido la riqueza del habla cotidiana. Del otrora bello uso del lenguaje casi no queda casi nada. La semántica se degrada cada día en semiótica de emoticones. Los grandes pensamientos ya no nos visitan, ya no llegan a nosotros porque la embriaguez técnica es un muro contra el buen hablar y el genio idiomático. El instinto lógico del habla se está atrofiando.

La socialización inesencial promovida por la técnica ha matado la posibilidad de acercarnos a lo esencial. La técnica nos ha arrancado de la Tierra y como el mítico Anteo hemos perdido la fuerza al ser desgarrados de ella. Desvinculado de sus raíces la humanidad va muriendo. El hombre de hoy ha sido entregado por entero a la técnica y se transforma en una máquina manejable. Y la estrechez urbana es el símbolo máximo de esa vida artificial doblegada por la técnica. La intelectualidad especializada del mundo tecnificado ya no llega a ver estas verdades. Y todo apego a la naturaleza y al terruño lo tilda de folklorismo. De vivir tan abigarrados en las megalópolis hemos olvidado el valor que tiene la soledad. Y es que la soledad no responde a los intereses de la racionalidad funcional de la modernidad que extingue el sentido del ser. ¿Puede la hegemónica cultura técnica salvar a la Cultura de su tragedia? La cultura objetiva de la era técnica predomina, enajena y empobrece constantemente la cultura subjetiva de los individuos. Y justamente esto era lo que pensaba Simmel. La hegemonía de la cultura técnica se da en la modernidad secularizada de Occidente. Es decir, acontece con el ocaso de la metafísica, la filosofía y la religión.

La esencia de la técnica es el control y manipulación del objeto. Entonces ¿será posible esperar que el paso hacia la orgánica y finalista fase neotécnica de la era técnica, pueda repotenciar a la alicaída cultura subjetiva? ¿La repotenciación de la cultura, que otrora estuvo a cargo de la religión, puede ahora estar a cargo de la cultura neotécnica? ¿Existe, acaso, en la esencia de la cultura neotécnica algo que pueda satisfacer los más profundos anhelos humanos de eternidad, absoluto y trascendencia? ¿La fase neotécnica representa una mutación en la esencia de la técnica que de calculadora la vuelva finalista? ¿O al contrario dicha fase será la profundización del inmanentismo y el olvido absoluto de toda trascendencia?

Quizá sea temprano en la historia para dar una respuesta convincente. Pero mientras se despeja el horizonte de la técnica en su nueva mutación, seguirán siendo los valores absolutos, eternos y religiosos los únicos capaces de sacar a la cultura de su tragedia y ocaso. ¿Pero se está despejando el horizonte para que la religión sea una tabla de salvación o al contrario se están cerrando todas las posibilidades en este sentido? La avasalladora secularización de la moderna civilización occidental parece confirmar lo último. Y con ello se estaría consolidando la tragedia completa de la cultura en medio de la decadencia de la civilización moderna. El pensamiento moderno ha paralizado el pensamiento respecto al sentido de las cosas. Y ello ocurre por responder hegemónicamente al saber científico-técnico, el cual no es comprensión del mundo, sino manipulación efectiva de las cosas a través de leyes y regularidades.

Mientras tanto aparece el transhumanismo como el afrodisíaco ideológico que destila la civilización tecnológica. La creencia en que el ser humano puede mejorar en lo psíquico, intelectual y lo físico por medio de la tecnología, olvida que lo esencial del hombre no es su cuerpo sino su espíritu. Y precisamente el espíritu arraiga más en el ser que en el ente. El nihilismo y la negación del sentido del ser se condice muy bien con la era técnica, porque ésta atiende a la tranquilidad práctica e indiferente frente al fundamento del mundo. En cambio, todo lo que remite al fundamento absoluto experimenta un rechazo instintivo para el hombre tecnológico.

Ahora bien, la unidad de sentido del ser finito se quiebra constantemente porque la vida luce asiduamente como un enigma entre el nacimiento y la muerte. La filosofía y la religión no son un tipo de concepción del mundo, aunque pueden serlo, para enfrentar el enigma de la vida. Las concepciones del mundo llevan hacia la sabiduría, pero no hacia verdades universales. Mientras la filosofía pone el énfasis en la razón, la religión en la creencia. Y tanto con la razón o con la fe se acceden a verdades universales.

Incluso la filosofía no sólo es una forma de conocimiento o ciencia, sino también se da como forma de vida -como en los cínicos, cirenaicos e incluso estoicos- y como doctrina de la vida. No se puede encerrar a la filosofía a una sola de sus formas, porque es todas sus formas, La filosofía es unívoca sino multívoca. La filosofía no sólo es rigor conceptual y teoría, porque puede tiene la profundidad de la sabiduría. La filosofía como ciencia estricta es sólo uno de los modos de vivir la filosofía, pero no es la única ni la exclusiva. De lo contrario Sócrates no sería considerado filósofo. Es más, es cada época humana junto a la sabiduría se dio una forma de religión, ciencia y filosofía. Y es así porque el hombre se halla constitutivamente en su vida rodeado de lo invisible y en constante trato con lo invisible. El sentido del ser brota del enigma de la vida. Por eso el problema filosófico puede tener una expresión abstracta, pero surge de una situación raigal concreta. Pero la modernidad tardía se ha revelado como el desarraigo y decadencia del sentido del ser.

Por otro lado, no existe “la” filosofía sino “las” filosofías. Esta problematicidad de la filosofía se presenta en tres formas: naturalismo (materialismo antiguo y moderno, positivismo, neopositivismo, estructuralismo, postestructuralismo, semiótica, postmarxismo, pragmatismo, postmodernismo), idealismo objetivo (Platón, Aristóteles, estoicismo, filosofía helenístico-romana, especulación cristiana, Spinoza, Leibniz, Schelling, Hegel, Schopenhauer, Bolzano, Dilthey, Bergson, Scheler) y finalmente el idealismo subjetivo (Descartes, Berkeley, Kant, Fichte, Maine de Biran, Mach, Cassirer, Collingwood, Husserl, Heidegger).

Todo lo cual no niega que la filosofía sea siempre una y la misma todo el tiempo. Y, es más, en vez de sumergirnos en el relativismo y el escepticismo se trata de reconocer el aspecto de objetividad y verdad. La filosofía de la filosofía en vez de diluir la verdad en el relativismo escéptico ratifica el sentido del ser como necesidad primaria incardinada en la realidad del espíritu. Si en la vida emergen verdades objetivas es porque la búsqueda de un sentido del ser es irrenunciable en la vida del espíritu. Esto no significa que la afirmación de la objetividad se reduzca al hecho de la objetividad en vez de a la objetividad del hecho. Toda verdad está sometida a la condición histórica de hecho, pero la verdad no depende de la condicionalidad histórica. La negación histórica de la verdad es un contrasentido, pero esto no impide el valor objetivo ideal de la verdad. El sentido del ser se da empíricamente en el espíritu, la historia y el tiempo, pero su estructura pende de lo que sea esencialmente en cuanto tal.

Cada desvelamiento del ser es un particularísimo oscurecimiento. La filosofía prehistórica de lo numinocrático fue una metafísica de la presencia a costa del ser como símbolo. La filosofía mitomórfica del paleolítico superior fue una metafísica del símbolo a costa del ser como idea, La filosofía mitocrática del neolítico fue una metafísica de la idea a costa del ser como concepto. La filosofía logocrática de Grecia fue una metafísica del concepto a costa del ser como metáfora. La filosofía teocrática del Medioevo fue una metafísica de la analogía a costa del ser como ente. La filosofía nominalista de la modernidad occidental fue una metafísica de los entes en desmedro del ser como absoluto. La filosofía nihilista de la posmodernidad occidental es una metafísica de lo virtual a costa del ser finito y del ser absoluto. Esto no lleva a pensar que no hay verdadero comienzo del ser, sino que hay comienzos verdaderos del ser, aunque parciales. A todo verdadero comienzo le cuesta efectuarse, porque nunca es un despliegue con la verdad absoluta sino con la verdad finita. Y por eso mismo nunca desfallece la luz de su inicialidad pura. Por eso la filosofía del ser no es una metafísica de lo numinocrático, mitomórfico, esencias, existencias, lo finito y lo virtual, sino una metafísica trascendental, porque toda aparición epocal del ser es una participación de la sustancia y esencia de los seres finitos en el valor trascendental del ser. De modo que el pueblo andino y demás pueblos ancestrales pueden ser un nuevo comienzo del ser, que con su religiosidad haga posible el nuevo arraigo en el ser, pero nunca serán el único comienzo verdadero. Incluso el Occidente moderno con su ateísmo y nihilismo es la humanidad que decidió olvidar el ser, pero en ese olvido se encierra otro comienzo parcial del ser.

Por ello, la razón técnica al entronizar la metafísica del ente y desarraigar la metafísica del ser inauguró otra parcial revelación del ser. ¿Es posible que esta metafísica del desarraigo, que tiene su fundamento en la razón técnica, pueda devolvernos a otro comienzo del ser? Sí, es posible. La razón técnica al pasar de lo mecánico a lo orgánico, de lo inerte a lo vital, abre una senda nueva en el corazón mismo de la era técnica y con ello en el acceso al ser. No obstante, nunca dejará de ser otro acceso parcial de lo finito y temporal en lo infinito y absoluto. Todo lo cual no es una negación del acontecimiento decisivo del cristianismo, porque una cosa es el relativismo sin absoluto (materialismo y nihilismo) y otra el relativismo con absoluto (lo contingente sujeto a lo permanente). ¿Pero podrá el mito regenerar el sentido del ser?

El mito no sólo es parte de la constitución esencial de la conciencia, sino que se da con la realidad misma, se manifiesta en el ser. El mito es el horizonte metafísico en que se manifiesta lo sagrado y adviene la revelación. En el mito está lo divino, el ser del sentido, porque el ser mismo no está más allá de Dios, sino que es El. El mito señala la misteriosa participación de todo lo existente en la divinidad, en el ser. En el mismo horizonte metafísico del mito se hacen posibles los antimitos (oposición entre ciencia y religión), los pseudomitos (mitos con falsa trascendencia) y los mitoides (mitos secularizados, el ser más allá de lo divino). Cada desvelamiento y oscurecimiento del ser se manifiesta en lo mítico. El mito expresa una verdad mediante una imagen. Y el ser antes que palabra es imagen. Por eso la dinámica metáfora poética siempre está más cerca del ser que el congelante concepto. El falso camino del pensar es divorciarlo del mito. La pregunta por el ser implica descubrir la presencia del mito en el mismo preguntar. Por ello, no se trata de superar ni repetir la posición antimitológica, sino de profundizarla. Incluso la misma técnica que entronizó la metafísica de los entes sobre el ser, deviene en mito en la medida que la misma técnica se torna más teleológica, vital y orgánica. ¿Es posible que la humanidad esté marchando hacia una metafísica del desarraigo antimitológico para asumir una metafísica del arraigo mitológico entre razón y fe, mito y ciencia? ¿Es posible que se esté abriendo en medio de la proteica crisis del nihilismo de la modernidad decadente el horizonte metafísico de un humanismo trascendental analógico?

El hombre tecnológico puede vivir el desarraigo del ser y su sentido, pero ello no significa que el ser viva un propio desarraigo. Al contrario, castiga el desarraigo humano con la naturaleza. La pandemia es sólo una de sus numerosas reacciones. El ser no es el ente, no es la naturaleza, pero la envuelve como un capullo interminable y consolida la unión de lo inmanente con lo trascendente. La tecnología nunca podrá cerrar la brecha entre el ente y el ser porque ella misma es un ente. La diferencia no sólo es de forma sino también de fondo. Algo que sólo permite el control, el dominio y el cálculo no puede dar cuenta de una fuente inconmensurable, incondicionada e intemporal.

Ahora bien, el ser es algo distinto de la esencia, la esencia es el ente no el ser, a esto se llama la diferencia ontológica. Pero, por un lado, de aquí no se puede deducir que el sentido del ser no tenga que ver con las esencias ónticas. El sentido del ser abarca no sólo el ser en cuanto tal sino también el ser en cada caso. El ser no es una cosa o esencia más. Pero, por otro lado, de aquí puede decirse que el ser no sea esencia o ente supremo, pero no puede decirse que no sea el Ser supremo.

El Ser supremo no es ente ni esencia, simplemente es Ser del que pende todo ente y toda esencia en su existencia. Por ende, el sentido del ser comprende no sólo lo óntico, sino que lo ontológico se identifica con el Ser supremo porque no es ente. Justamente por ello si bien el sentido del ser se constituye para el hombre en el tiempo, sin embargo, trasciende la realidad antropológica y temporal. El significado último del sentido del ser hunde su plenitud en lo eterno. Ni siquiera para la constitución del ser ante nuestra mente conserva su unidad el ser y el tiempo, porque el hombre percibe la unidad radical entre el ser y la eternidad. El sentido del ser gnoseológico depende del hombre, el sentido del ser ontológico depende de la realidad, pero la unidad temporal del sentido del ser tiene su base en el ser del sentido del Ser supremo que no es ente. El sentido del ser halla su fundamento en el ser del sentido, como condición de posibilidad transtemporal de lo ontológico.

La condición pre-ontológica no sólo afecta al hombre al estar constitutivamente abierto a las cosas y a sí mismo, sino que también es propio de los entes al estar abiertos al ser. La realidad de Dios no es la realidad de los entes, incluido el hombre. Y si en el hombre el ser se manifiesta de modo ascensional, en la materia lo hace de modo descendente. En la realidad de los entes finitos se da una manifestación ascendente y descendente del ser, porque todos los entes están abiertos al ser. En la razón inicial de la evolución misma y en la entropía que se sumerge la materia está la realidad de Dios. Es apertura del ser en ascenso o en descenso, creadora o repetitiva.

Estar abiertos al ser es el modo de ser todos los entes finitos, pero en el hombre tiene la peculiaridad de presentarse como “comprensión del ser”. Esto hace que el ser y su sentido esté presente al hombre de modo eminente, y es así porque su propio ser está comprometido con su realización práctica. Pero el hombre no es el ente en que le es presente el ser mismo, sino su apertura sería identidad y no lo es. Al contrario, el hombre es el ente que le es presente sólo la patencia del ser. Y hay una gran diferencia entre estar presente el ser o estar presente su patencia, porque la patencia implica dos cosas, la presencia y el ocultamiento.

Precisamente es así como el ser aparece y se abre al hombre, como revelación y ocultamiento, ser y nada. Y es así porque el mundo de lo finito sujeto a la contradicción y el devenir se encuentra zarandeado entre el ser y la nada. Otra cosa es que dicha patencia del ser en el hombre cobra un grado superlativo, que provoca en él distintas actitudes (indiferencia, angustia, éxtasis). Dicho con más precisión los entes finitos están abiertos a la patencia del ser más que a su presencia completa.

Es por ello por lo que debe entenderse al hombre no desde el ser, sino sólo desde su patencia, porque el hombre vive con vistas a su propia realización. El hombre es lo que es por y desde la patencia del ser, o sea desde la dicotomía del ser y la nada. Ese algo desde el cual el hombre es, no es el ser sino la patencia del ser. Por eso la existencia humana es llegar a ser lo que es desde el juego contradictorio e incesante del ser y la nada. Lo cual no autoriza a negar su esencia para dejarlo en su pura existencia. El hombre se caracteriza por ser una esencia que se realiza en su existencia. La realización de su existencia real depende del modo cómo efectúa lo que es. En definitiva, el hombre como ente es patencia del ser, que envuelve una toma de posición existencial ante ello. Por esto la ontología fundamental no puede limitarse a un análisis ontológico de la existencia humana, porque hace que el análisis del sentido del ser quede atrapado en la antropología inmanentista y temporalista.

En este sentido, ser “en el mundo” no sólo es una posibilidad de ser del hombre, sino de la totalidad de los entes finitos. Por ello la comprensión de la patencia del ser es una comprensión del mundo como totalidad de cosas o entes. Es decir, desde la comprensión de la patencia del ser se da la comprensión del sentido del ser. Pero la patencia del ser no es la “verdad”, la verdad es sólo uno de los modos en que se da la patencia del ser. Patencia, comprensión y verdad son momentos diferentes del sentido del ser. No es que la mundanidad sea un momento de la existencia humana, al contrario, es la existencia humana un momento de la mundanidad. Y esto es así porque la mundanidad del mundo precede a la mundanidad de mi mundo. A la comprensión ontológica del mundo, por parte de la existencia humana, le antecede la patencia pre-ontológica del mundo. La patencia pre-ontológica de lo óntico es la base de la comprensión ontológica del hombre.

El sentido del ser de la existencia humana y el sentido del ser de los entes intramundanos se bosqueja desde la existencia de la patencia misma del Ser en el mundo. Esto significa que el modo de existir de los entes y del hombre se da en la posibilidad del devenir mismo. La futurización del ser de la existencia encuentra su máxima expresión en la realidad humana, como la única forma de ente intramundano que descubre que no sólo vive para lo temporal sino también para lo eterno.

De ahí que el ser de la existencia humana encuentre como propia posibilidad de existir el sentido del ser en términos supratemporales. El ser del hombre descubre un sentido del ser que no es un ser para la muerte, sino como futurición para la vida eterna. El ser de la existencia humana es un ser para la vida eterna. Lo eterno es un momento posterior del tiempo inscrito como momento del ser de la existencia futura misma. El futuro es la dimensión por la que la eternidad ingresa en el tiempo y tiene la virtud de destacar el primado ontológico del todo sobre las partes.

El hombre no es en el futuro porque esboza proyecto y vive en la posibilidad, sino que en su posibilidad está ínsito un modo de ser en la futurización transtemporal. Pero la futurición de su existencia desborda la propia posibilidad de su proyecto de ser, porque su línea del tiempo es histórica y en ella es un hito no sólo la semilla del logos, sino su revelación histórica con Cristo. Con lo cual la existencia cobra un carácter escatológico que lo trasciende y lo determina. En buena cuenta, el hombre puede depender de su proyecto existencial para vivir, pero su vida transtemporal pende del propio fundamento del sentido del ser, a saber, el Ser supremo.  

Por ello, no es la futurición lo que determina el presente actual, sino es lo patentizado como Revelación en el presente histórico lo que determina la futurición del existente. Ahora se comprende por qué una teologización filosófica no debe sustituir a la teología revelada e histórica, sino, al contrario, tomarla en cuenta para esclarecer el destino del hombre.

El sentido del ser se esclarece y enriquece cuando se asume que la religión no es alienación, sino auténtica dimensión de la existencia humana. De manera que nuestra existencia no es solamente temporalidad sino también eternidad. Por esto el sentido del ser de nuestro existir es temporalidad y eternidad, o, mejor dicho, eternidad desde la temporalidad. La unidad del ser en el que existimos se resuelve como finitud plantada ante lo Absoluto. El hombre siente el llamado de lo eterno porque su ser no se agota en lo temporal finito.

La existencia humana no sólo trasciende porque su existencia es temporal, sino porque está llamado a la eternidad. Lo que hace posible la diferencia ontológica -es decir, la comprensión del ser y no sólo la comprensión del ente- es porque mi ser no sólo es temporal sino también transtemporal. Esto significa que el sentido de ser de mi existencia es a la vez temporal y transtemporal, un horizonte desde el que se comprende el ser que no es ningún ente, a saber, el Ser supremo. De modo que el tiempo no es el horizonte del ser, sino sólo de los seres finitos. Pero aquella intersección entre tiempo y eternidad es el horizonte del sentido del ser para el hombre.

La diferencia ontológica se funda en una trascendencia que está más allá de lo temporal y que constituye el sentido del ser. Y esta trascendencia no sólo tiene estructura temporal sino también transtemporal. Esta peculiar trascendencia y comprensión del sentido del ser pertenecen a la existencia humana. Esclarecer esta trascendencia es el asunto decisivo del existir humano. La patencia del ser y de la nada se da a todos los hombres, pero se da no sólo por la temporalidad sino también por la transtemporalidad. Entre los entes intramundanos es el hombre el que capta lo transtemporal en lo inteligible, lo que va más allá de lo empírico, con carácter necesario y universal. La filosofía no es mantenerse en la nada para patentizar el ser, esta es sólo una de sus posibilidades. La filosofía es una posibilidad incardinada en la estructura de nuestra existencia, que no sólo es posible como temporalidad sino también transtemporalidad.

Por eso la filosofía no es mera tematización de la trascendencia de la existencia, sino que es el llamado de una existencia instalada en el tiempo, pero cuyo ser está advocado hacia lo eterno. La filosofía no surge por un acto de reducción fenomenológica, ni por un acto de tematización de la estructura ontológica de la existencia, en realidad no surge sino insurge como posibilidad incardinada del existir.

Por ello el sentido del ser es mucho más vasto de lo que hasta ahora había parecido. El sentido del ser no es sólo el carácter de las cosas que están ahí en sus diversas manifestaciones. Ni gira especialmente en torno al hombre. El ser es “como la luz”, decía Aristóteles, pero que no sólo ilumina los entes, sino también a sí mismo.

La consideración del ser como aquello que no es un ente no implica el divorcio del ser respecto del ser supremo, sencillamente porque el ser supremo no es un ente, sino plenamente el Ser. Pero la consideración del ser en y por sí mismo no es tampoco divorciar la metafísica de la ontología. Se puede hacer metafísica del ser en cuanto tal. De modo que el objeto de la filosofía no es sólo el ser en cuanto tal, sino también el ser en cuanto ente.

La deconstrucción es el intento de evaporar el sentido del ser en el signo lógico gramatical. Siendo el signo un ente, se comprende la falacia de afirmar que el signo crea el sentido porque el sentido no es antes del signo. La deconstrucción es la sacralización del texto sin el contexto. De modo que, mutilando el contacto con la realidad exterior no es difícil decir que el sentido no pertenece a la cosa sino al signo. Así el sentido del ser queda transformado en un juego de la escritura. La deconstrucción es la fenomenología husserliana enloquecida. En realidad, es la razón desquiciada de la burguesía tardía. Llevando al extremo el principio de Saussure, según el cual “lo que carece de significado es lo que permite que exista el significado”, desarma los campos significativos para trastocar el principio de identidad introduciendo la alteridad y permitiendo cualquier definición.

Evaporada la realidad en la diferencia o relativo e indecible se acorta el camino para negar el concepto metafísico de verdad. La verdad queda atrapada en el juego de la escritura. La deconstrucción poseída por una patológica aversión por lo definido nunca comprendió que la certeza, así como puede destruir también puede liberar. Por ello su ataque al logocentrismo y eurocentrismo queda viciado desde la raíz. La deconstrucción siempre queda arrastrada por necesidad nihilista de demoler, por eso permite que el signo determine el sentido y no a la inversa.

No es argumento pensar que la pregunta por el sentido del ser no tiene sentido porque el sentido sólo existe para nosotros y no en sí. Esto es como decir que las leyes científicas no tienen sentido porque sólo existen para nosotros y no en sí. Lo cual es erróneo. Este razonamiento nominalista lo que en el fondo hace es encerrar el conocimiento de lo finito dentro de sí mismo o de la subjetividad. El sentido del ser es un problema legítimo y central, que se relaciona con la posibilidad de elevarse a una comprensión verdaderamente global del mundo y del hombre.

Es más, el sentido del ser ofrece la oportunidad a la filosofía de retroceder hasta el fundamento absoluto, sin necesidad de repetir aquella teología filosófica que busca reemplazar a la religión, ni ofrecer en su lugar una teología filosófica puramente racional. Después del revolcón y giro antropológico que acontece en la filosofía a partir de la muerte de Hegel, y que ha sumido al hombre en una autodeificación prometeica destructiva de sí mismo y de la naturaleza, ya se cuenta con la perspectiva indispensable y necesaria para asumir que la filosofía necesita de la teología y la teología de la filosofía para resignificar el mundo y ofrecer una comprensión totalizadora de la realidad. Simplemente ocurre que Dios concebido como simple idea humana y el hombre puesto como fundamento del mundo, ha sufrido un profundo y estrepitoso fracaso que vuelve urgente corregir para evitar el desastre inminente.  

El humanismo ateo de la modernidad tardía ha terminado volcándose contra el hombre mismo amenazándolo de manera mortal. Siendo el hombre una criatura inmanente y trascendente a la vez, la mutilación atea de su propio ser ha terminado por dañarlo espiritualmente de modo profundo. Por eso, asumir la reflexión sobre el sentido del ser se vuelve imperiosa, cuando no urgente, y ello con vistas a responder a los desafíos del presente que, con sus nubes grises y siniestras, reclaman esclarecimientos que puedan revertir el viraje antropológico que nos agobia.

El extravío del sentido del ser es también nihilismo. El nihilismo no es consecuencia de la muerte de Dios, como pensaba Nietzsche, ni es consecuencia de que el mundo suprasensible haya perdido fuerza activa siendo ese el destino de la metafísica del platonismo, como sostiene Heidegger, sino que es efecto de la hegemonía de la racionalidad científico-técnica, que con la secularización convirtió lo trascendente en inmanente.

La revuelta o giro antropológico acontecido desde la muerte de Hegel culminó sumiendo a la filosofía y al espíritu de nuestra época de la modernidad tardía en el ateísmo, el anticristianismo y el nihilismo. Este naturalismo arrasador eliminó la temática religiosa y el fundamento metafísico del mundo, para poner al hombre como piedra basal de su propio ser y del cosmos en lugar de Dios. Dios quedó reducido a mera idea subjetiva, que ya no tiene origen en la autoconciencia (Fichte), la totalidad de lo finito (Schleiermacher) ni es la Idea Absoluta (Hegel), sino que nace de la neurosis religiosa (Nietzsche, Freud). Desde entonces la liberación es concebida a partir del ateísmo.

Pero este giro antropológico no sólo conocería su fracaso, sino su mayor desastre en el Holocausto. Acontecimiento del cual aún no se repone nuestro tiempo y, por el contrario, va pautando nuestra época. Efectivamente, Auschwitz no sólo representa el mayor fracaso del giro antropológico de la filosofía contemporánea, sino la demostración palmaria del desastre al que conduce convertir al hombre en el soberano absoluto.

Ni Descartes, Spinoza, Leibniz, Locke, Kant, Fichte, Schelling ni Hegel fueron ateos, ni extraviaron el sentido del ser, ni pretendieron nunca destronar a Dios para poner al ser humano en su lugar. El ateísmo como clima espiritual histórico es propio de la modernidad tardía o después de la muerte de Hegel. Y encuentra a sus héroes en cuatro pensadores: Feuerbach, Stirner, Nietzsche y Marx. Estos son los pensadores de la finitud humana. Por ello resulta excesivo el juicio de Heidegger e impreciso el de Nietzsche. Particularmente éste último nunca puso su desconfianza en los argumentos y condicionamientos sociales de los maestros del ateísmo moderno (Feuerbach, David F. Strauss, Schopenhauer). 

Y en lo que concierne a Heidegger si bien en su "Carta sobre el humanismo" (1947) se defendió de su inclusión por Sartre en el grupo de los existencialistas ateos y afirmar en su conferencia pronunciada en 1927-1928, aunque publicada en 1969, "Fenomenología y teología", que la filosofía no es teísta ni atea y caracterizar a la teología como "enemigo mortal" de la filosofía por oponerse a la "autoasunción libre del ser-ahí total", no obstante su deslinde de las cuestiones ontológicas de la idea de Dios es un planteamiento esencialmente ateo, producto del giro antropológico de la filosofía posthegeliana en la gnoseología neokantiana y la fenomenología de Husserl. No por casualidad el método fenomenológico husserliano y el de Heidegger descartaban desde un principio la pregunta por el ser de Dios.

Dios no ha muerto sino la fe en él, y la metafísica perdió vigencia ante el avance arrollador y hegemonía cultural de la racionalidad científico-técnica, instrumental y calculadora, ante la cual está sucumbiendo la propia realidad humana. La racionalidad científico-técnica ha llevado a su epítome a la racionalidad instrumental con la aterradora consecuencia de la hegemonía imperial del nihilismo. Y es aterradora porque en definitiva el nihilismo es sólo una cosa: la desmalignización del mal y la malignización del bien. Pero cómo ha ocurrido semejante desvarío.

En parte, el mismo Heidegger había señalado que la técnica es un saber del ente y un olvido del ser. Y si a esto le añadimos la lógica dineraria -tan bien descrita por Simmel en su "Filosofía del dinero"-, que convierte los valores en mercancías y disuelve lo cualitativo en lo cuantitativo, entonces lo que obtenemos es el cóctel letal del desarrollo práctico del nihilismo en todos los planos de la vida. Es cierto que el abandono de lo cualitativo está en la base y en origen de la ciencia moderna, determinando el avance arrollador del pensar funcional sobre el pensar substancial. En una palabra, el ser y el valor ha sido reducido a objeto, sin alma, sin espíritu, sin profundidad. Así quedaron asfaltadas las anchas avenidas luciferinas para el nihilista práctico.

La Modernidad contemporánea ha consumado su esencia postmetafisica al configurar una crisis nihilista estructural. La crisis nihilista estructural tiene cuatro características sustanciales: el extravío del sentido del ser, la pérdida del sentido de lo sagrado, la sustitución de los fines por los medios y la disolución de los valores. El resultado de todo ello es la consolidación de la racionalidad funcional sobre la racionalidad substancial, la misma que se manifiesta en el abandono de lo cualitativo y su reemplazo por lo cualitativo. En ese marco en que el hombre y el valor se reduce a objeto y se profundiza la tragedia de la cultura, se extiende la dictadura del fetichismo de la mercancía, el totalitarismo del relativismo y la agonía del humanismo. El horizonte postmetafisico en realidad se abrió en la Alta Edad Media del siglo XV, cuando el nominalismo de Occam niega las esencias y las declara meras abstracciones mentales. Pero cobra impulso cuando la metafísica de las esencias es abandonada en el siglo XVI y XVII con el desarrollo del racionalismo y del empirismo. Paul Hazard en su obra “La crisis de la conciencia europea” llama a ese periodo el de la consolidación del diosecillo terrestre mediante el Reino del Hombre -Regnum hominis-. Empirismo, racionalismo e Ilustración destruyeron el orden espiritual de las verdades trascendentes y ello, en realidad, deja sin posibilidad de reconstruir una nueva civilización. Pero lo que nosotros advertimos es que desde el posthegelianismo, o sea desde 1830, se consolidará el horizonte ateo que impulsará el nihilismo como clima espiritual de nuestro tiempo.

Bajo el clima nihilista imperante el hombre se desprecia a sí mismo, toma partido por la cultura de la muerte, exalta la nada, y desespera escépticamente del conocimiento. La siniestra y tanática agenda global de la élite mundial o Cuarto Reich Bilderberg -cultura posmoderna, posverdad, ataque a la razón, eutanasia, aborto, ideología de género, lenguaje inclusivo, matrimonio igualitario, empoderamiento de la mujer, volver punitiva la masculinidad, promover la procreación genética y artificial de la humanidad, libre consumo de drogas, destrucción la familia tradicional, guerra contra la población-, es de profundo espíritu nihilista. Es el diseño de un mundo perverso en beneficio del gran capital imperial.

No es difícil advertir quién promueve y a quién beneficia la ideología del nihilismo, si no es a otro sector como el de la luciferina, egoísta y avara gran burguesía planetaria. Y a este sector le hacen el juego la legión de filósofos e intelectuales, que como "tontos útiles" se suman a la danza dionisíaca y disolvente del nihilismo. ¡Nunca como en ninguna otra etapa de la historia, ha sido tan evidente y vergonzosa la traición de los intelectuales! Contra el poder de la nada, la secularización, el extravío del sentido del ser, el inmanentismo y el estancamiento espiritual propios del nihilismo no hay más que un sólo camino, a saber, esforzarse en recuperar el supuesto de la fe en Dios. El nihilismo es la nueva neurosis espiritual mortal de nuestro tiempo y la liberación sólo es posible a través de la superación del ateísmo.

La peor manifestación del nihilismo es la falta de misericordia. No hay misericordia sin amor a Dios. Cuando el alma se ciega por la ignorancia, la soberbia o la vanidad, la falsedad no le parece falsedad y lo malo no le parece malo. Al contrario, las tinieblas le parecen luz y la luz le semejan tinieblas. Y de ahí viene a dar en mil disparates acerca de lo natural y de la moral. Y es que ha puesto sus ojos más en el deleite de las cosas que en el amor. Y esto nos acontece hoy con mayor violencia por haber puesto a las criaturas por delante de Dios. Al primar las criaturas sobre el Creador, entonces toda el alma es cautiva de las pasiones, y no puede lograr la paz ni la tranquilidad. Prima el egoísmo y agoniza la misericordia. De tanto vivir en el tener hemos olvidado la importancia del ser. El tener enarboló las banderas del egoísmo solipsista y decadente de una civilización que se hunde de puro narcisismo. La crisis nihilista de la modernidad postmetafisica es la negación del Ser que funda todo ser. Pero en esta civilización no es posible restaurar el fundamento trascendente que enfermó el cuerpo de la cultura, porque esto implica la titánica tarea de revertirla como un guante. La Modernidad subjetivista, hedonista y nihilista no será salvada y deberá morir. Deberá cumplir su ciclo cultural, como todas las demás civilizaciones y en su curva decadente fenecerá. Sólo alcemos nuestros ruegos al cielo para que ese derrumbe no sea el último de la historia humana en un autoexterminio final y definitivo. El Final de la historia no es la de un sistema ideológico, sino que corresponde al de una visión del mundo y a un desarraigo del ser que amenaza con extinguir a la especie humana.

La posmodernidad es la claudicación más radical del origen griego de Occidente. Del lecho platónico-aristotélico de la Lógica de la Esencia no queda nada, del lecho presocrático-pitagórico de la Lógica del Ser menos aún queda, y del lecho cartesiano-hegeliano de la Lógica del Concepto resta puro humo. El Occidente moderno ha descartado una nueva identificación con lo universal, para entronizar en su lugar lo particular, lo contingente, el evento. Lo universal es una noción que requirió millares de años para penetrar en la conciencia de la humanidad. No obstante, lo posmoderno puede ser visto como la radicalización efectiva y victoriosa de la sofística griega. Lo posmoderno ha irrumpido como el último clavo en el ataúd de la metafísica y como si fuera Marx trata a su adversario como un perro muerto. Pero se trata de algo más. Cómo puede una filosofía sin conciencia histórica y concebida como metarrelato erigir el fin de la fe en Dios, la Razón y el Progreso. Ello parece tanto más cuestionable cuanto que el decadente siglo XX y XXI, abandona lo universal como ejemplo de alienación extrema en lo individual. En todo caso parece haberse pasado hacia otro tipo de alienación del yo más agresiva, profunda y nociva por su carácter lúdico, disolvente y nihilista. Lo posmoderno es así la extrapolación más profunda del olvido del ser al abandonar todo proyecto de saber humano y dejar sin marcos normativos la autoconciencia de la libertad.

En la hora presente de apoteosis del nihilismo disolvente y del decadente último hombre, la Modernidad desnuda su verdadero rostro venal, finisecular y depravado de una auténtica barbarie civilizada. No es el ideal de la libertad humana la que se debe abolir, sino su asunción dentro de un chato y estrecho marco inmanentista. Lo que demuestra que el hombre moderno sólo podrá realizar su mayoría de edad aunando su inmanencia con su trascendencia. No se trata solamente de repetir el lema: ¡sapere aude! o ¡atrévete a saber!, sino de enlazarlo con el otro lema indispensable: ¡atrévete a creer! Pues, el derrotero moderno es la demostración más elocuente del fracaso de una razón que se niega a reconocer las verdades suprarracionales que rodean al hombre y al mundo.

¡Despierta, hombre de nuestro tiempo! El giro antropológico de la modernidad se ha convertido en un profundo fracaso. El hombre como enemigo de Dios, a lo único que arribó es a la construcción de un orden satanocrático más nefando que Sodoma y Gomorra. Estamos a tiempo de desmontar las estructuras siniestras de la presente barbarie civilizada que se enseñorea. Recobremos la fe en Dios, la profundidad metafísica, la esencia de las cosas, reconciliémonos con la naturaleza y asumamos un nuevo ascetismo contemplativo. Hagámoslo porque la humanidad es capaz de reencontrarse con su elevada misión como criatura espiritual en la Creación. 

LEGADO DE EL CAPITAL

LEGADO DE EL CAPITAL

Gustavo Flores Quelopana




EL CAPITAL, obra cumbre de Karl Marx (1818-1883/65 años), concluido de escribir su primero tomo el año 1866 y publicado en 1867, es la fundamentación económica del materialismo histórico, la lucha de clase y la revolución proletaria. Desentraña el enigma del fetichismo de la mercancía, descubre el fundamento del valor de cambio, el secreto de la plusvalía, el fenómeno de la concentración del capital en los monopolios, la supresión del mercado libre y la tasa decreciente de ganancia.

Sacó a la luz la esencia contradictoria, naturaleza, etapas y destino del capitalismo, junto a la lógica inhumana del capital. El capital no es una cosa, sino una relación social de producción mediada por cosas. Sin clase asalariada no hay capitalismo. Es una estructura basada en la transformación de los trabajadores libres en asalariados. Sin esa estructura no hay capitalismo. En el fondo se trata de disponer del trabajo no pagado (plusvalía). El capitalismo engendra sus propios sepultureros. El marxismo no es ciencia predictiva sino ciencia explicativa.

Sin embargo, y a pesar de sus crisis cíclicas, el capitalismo ha demostrado su gran capacidad de adaptación social. El movimiento obrero fue por el camino de la socialdemocracia y el reformismo. Con ello se demostró que el capitalismo imperialista moderno logró dominar la conciencia de clase hasta hacerla inofensiva al sistema. Frente a ello hay quienes piensan que hace falta enriquecer la teoría de la revolución de Lenin,. la teoría de la conciencia de clase de Lukács, y la teoría de la hegemonía de las ideas revolucionarias de Gramsci. Por su parte, la filosofía burguesa ha retrocedido al neohegelianismo, al neonietzscheanismo, al neopragmatismo, etc., pretendiendo modelar la historia por la sola potencia de las ideas.