martes, 9 de junio de 2020

KANT Y EL OCASO DE LA MODERNIDAD INMANENTISTA


KANT Y EL OCASO DE LA MODERNIDAD INMANENTISTA
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
 Kant y el ocaso de la modernidad
EXORDIO

No veamos en este libro al responsable del descalabro de la Edad Moderna, sino, a quien mejor expresó sus ideales del modo más sistemático, original y contundente. Por lo mismo, es preciso volver a iluminar su pensamiento para percibir con más nitidez los peligros que se ciernen sobre la presente hora antropológica. Es decir, el propósito de la obra es entender la tragedia en que se encuentra envuelto el Regnum hominis de nuestra modernidad desde el corazón mismo de las dicotomías de la filosofía trascendental kantiana.

Efectivamente, Kant clausura la primera fase de la filosofía moderna y al mismo tiempo abre su segunda etapa. Él representa el triunfo del hombre epistémico sobre el hombre ontológico de la Antigüedad y Medioevo, de lo cismundano sobre lo trasmundano, lo inmanente sobre lo trascendente, de lo práctico sobre la tradición, de la razón funcional sobre la razón sustancial. Pero a su vez, en ese triunfo se encuentra signado el destino de la modernidad con su nítida voluntad de poderío. La cual se ha vuelto arbitraria, extraviando la verdadera relación con las cosas y el mundo. No sólo se ha descarriado entre los entes, sino que ha perdido su conexión con la verdad del ente. Ortega, precisamente, había advertido en la filosofía de Kant un acentuado activismo y voluntarismo.

La filosofía kantiana elevó a lo teórico la convicción que la estructura del mundo es creada por el hombre. En lo trascendental puro a priori estaba contenido la interna energía absoluta de la razón. La misma que ha convertido al hombre moderno, por obra de la ciencia y de la técnica, en la criatura más poderosa y dominante sobre la Tierra. Eso ha sido en esencia la Modernidad. La nueva imagen del mundo está configurada sobre la voluntad de poder. Vivimos un Antropoceno que es el triunfo del hombre convertido en deus in Terris u homo deus.

Pero este poder que ha crecido desproporcionadamente ya se muestra amenazante, es un peligro y su dominio aparece urgente. El hombre está sucumbiendo ante su propio poder. Los peligros se manifiestan como destrucción nuclear de la humanidad, despersonalización completa del hombre, imperio de la violencia, injusticia y de lo anético, y destrucción interna de la dignidad humana. Para evitar la catástrofe global ha llegado la hora de operar una segunda revolución copernicana sobre el meollo mismo de la kantiana. El hombre pone el ser a las cosas, pero debe hacerlo obedeciendo a la esencia misma de las cosas. Ello implica un nuevo realismo, que vea la Naturaleza como algo apoderable, pero con justicia y caridad. Y respete la dignidad de la persona humana. O sea, el dominio del mundo no puede continuar hasta como ahora, sin respetar la verdad. Pero el respeto a la verdad implica humildad, lo cual no es debilidad sino fuerza interna para aceptar la revelación que contiene todo ente y sobre todo la Revelación bíblica. No se trata de volver a Kant, se trata de volver al Dios de la Revelación.

Sí, en esta segunda revolución copernicana se trata de una nueva utopía donde el enorme poder adquirido por el hombre se muestre primero mediante el dominio de sí mismo, una ascesis del instinto y de la voluntad, que tiene como punto de partida el reconocimiento de la trascendencia de Dios. Sin el reconocimiento del Creador, de la verdad incondicional, de los valores absolutos, no habrá forma de edificar una nueva cultura y civilización. Pues, la verdadera libertad no reside en imponer un determinado ser al ente, sino en hacer lo que exige la esencia del ente.

Y esa es una tarea que implica compromiso del individuo, la familia, el Estado, la escuela, la ciencia y la Universidad. Pero hacer lo que la esencia del ente exige implica recuperar la perdida actitud contemplativa. Y lograr ello, a su vez representa acabar con las estructuras del mundo que han puesto en primer lugar lo útil, lo práctico y el bienestar material. Hay que plasmar una nueva actitud anímico-espiritual en el hombre para poder realizar un cambio de estructuras. Sin esta metanoia se retornaría al Holocausto del fascismo, a la violencia del comunismo, y a la manipulación descarada de la conciencia del capitalismo.

Sin respeto a la esencia del ente no hay senda moralizante posible, ni contacto con la verdad y el sentido de la vida. Por consiguiente, es necesario ir más hondo, volver a despertar la profundidad del hombre, para que recobre el diálogo interior, la concentración y abra su corazón. La modernidad ha promocionado la hegemonía del temperamento somatotónico sobre el cerebrotónico. Pero no hay manera de redimir el espíritu sin librarse de la prisa. Sólo con actitud contemplativa es posible responder ante los acuciantes poderes del mundo circundante. Recién, entonces, la contemplación se da cuenta de la esencia de las cosas y de cómo se ha violentado a éstas provocando catástrofes. La realidad hay que manejarla ciertamente, pero con responsabilidad, justicia y caridad. O sea, según exige su propia esencia. Sólo así son recuperables los valores absolutos y la misma verdad. En el silencio, el ocio, y el culto, subyace la recuperación del sentido del mundo, más no en el frenesí de la voluntad descarriada.

La hora de la historia ha puesto al hombre en una encrucijada tal que ya no es posible volver a la renuncia del dominio sobre el mundo. No se trata de incentivar la tecnofobia, ni soñar con regresar a la mítica Edad de Oro de la unión impoluta con la naturaleza. La historia no admite retrocesos. De lo que se trata es que el cambio profundo del hombre implica el dominio sobre nosotros mismos y sobre nuestro inmenso poder. Es decir, la Modernidad no arribó a la historia para ser borrada, sino para quedarse, dejando su legado a la nueva edad que pueda ser capaz de dominar el inmenso poder que tiene el hombre. Por ello, no resulta válido el llamado a retornar a una nueva Edad Media.

La modernidad es la antropologización total del cosmos, porque ve a la Naturaleza poseída y tecnificada ascender hacia lo humano. Pero este antropologismo total señala la crisis y el fracaso de la religión natural. El señorío humano del mundo sólo tiene porvenir colaborando con el Dios creador. La modernidad es el innegable “crecimiento” de la Humanidad, pero ahora su problema constituye cómo manejar dicha madurez interior. La modernidad es crecimiento del espíritu de la Humanidad, pero lo que lo enferma es que en dicho crecimiento esté ausente Dios.

Pero en Kant no está ausente Dios, está presente pero como ideal de la razón. Esto es, que Dios, alma y mundo, no cumplen con los modos de ser de la objetividad teórica. En la ética es tan solo un postulado moral. Y en la teleología es lo que permite postular un Dios como creador inteligente, nexus finalis o autor del mundo. Este paso constante en el pensamiento kantiano desde la categoría de substancia a la categoría de relación es la causa de las mayores dificultades en su doctrina. Para Cassirer no hay duda que Kant reemplaza el pensar substancial por el pensar funcional. Pero si la cosa fuese asi de tajante y sencillo no se habrían producido tantas dificultades en los epígonos postkantianos, ni los respectivos desarrollos del idealismo alemán. Ciertamente que, la forma de los objetos empíricos es puesta por el sujeto e ideal, más no su materialidad. Para que las categorías y demás formas de la subjetividad tengan realidad empírica han  de responder positivamente a los objetos.  O sea, la categoría de substancia es subsumida a la categoría de relación pero no puede ser eliminada y permanece como una realitas propia. Y es que todas las dificultades del planteamiento crítico surgen porque en Kant se da una fuerte tendencia idealista subjetiva, a su pesar, a reducir el ser de la realidad por el ser del conocimiento.

Kant se defiende de las acusaciones de idealismo subjetivo de sus detractores, afirmando que el tema de la filosofía trascendental no es la verdad sino la objetividad. Pero las implicancias ontológicas de su planeamiento gnoseológico llevan constantemente a la filosofía crítica a verse como una variante del idealismo subjetivo. La objetividad del conocimiento no es la realidad pero la determina en su forma, más no en su materia. Qué es lo que sea la realidad como materia, permanece como una incógnita irreducible. La reflexión teórica trascendental no quiere verse como tratando con meras idealidades, sino con realidades empíricas. A su parecer es la metafísica dogmática la que trata con meras idealidades. Pero el reconocimiento de la materialidad del objeto por la actividad de la subjetividad es ya una actividad real.

No obstante, Kant cumple con un buen desarrollo de la forma del fenómeno pero no de la materialidad del mismo. Es por ello que en las “Anticipaciones de la percepción” se enreda con el paradigma precrítico, sosteniendo que el objeto “afecta” al sujeto y le produce una sensación. En efecto, el primer fundamento del idealismo trascendental es la subjetividad trascendental como autoconciencia y autoposición de lo real. Pero se encuentra limitado por lo en sí del mundo, por la cosa en sí, con organización teleológica propia, que siempre es dado y nunca puesto por el sujeto. Es decir, el ser del conocimiento es un conjunto de relaciones determinadas por el sujeto, mas no sucede lo mismo con el ser de la realidad. Pero en el criticismo realidad del mundo sucumbe por el interés pragmático de la subjetividad.

No es extraño, entonces, que lo más permanente y duradero del kantismo sea el imperio de un voluntarismo y activismo de la subjetividad finita humana, que se condice con el triunfo de la edad antropológica moderna y su mayoría de edad como ser libre. O sea, que la consecuencia más importante de la filosofía trascendental, según García Morente, es el humanismo de la cultura. Es decir, la cultura humana es fruto de una actividad libre, necesaria, universal y objetiva.

No obstante, la consecuencia más terrible de este humanismo sin Dios que se configura en la filosofía Kantiana es que termina por convencerse que el Hombre tampoco vale la pena. Dios ha muerto y el hombre también. Sartre y Foucault lo testimonian. Ahora bien, no hay rehabilitación del hombre sin dominio de sí mismo. Pero el dominio de sí mismo equivale a cambio interno. Es decir, el que fracasa respecto a sí mismo no está en capacidad de tomar correctas decisiones políticas o de otra índole. Sin cambio interno no es posible un coherente cambio externo. Y no hay dominio de sí mismo sin ascesis. Ascesis es autoeducación y sacrificio. Ese será el meollo de la nueva cultura y civilización.

Sin ascesis no es posible doblegar los poderes diarios de la barbarie. Sin ascesis ninguna cultura edificó algo grande y admirable. Y ello es tan cierto porque el principal traidor del hombre se encuentra en sí mismo, crece desde dentro con cada capitulación espiritual, con la vida muelle y sibarita. El hedonismo, como estilo horizontal de vida, como moda señala la curva decadente de toda civilización. Y la capitulación más grave efectuada en la modernidad ha sido en desconocer que la esencia humana consiste en su relación con Dios. La existencia del hombre moderno luce gravemente enferma porque ha desconocido al fundamento de toda realidad, a saber, Dios. Pero reconocer a Dios implica amar su creación, ayudar al prójimo y proteger a sus criaturas. La conciencia no se engaña, y cuando nos dice que hay que aceptar una responsabilidad hay que hacerlo. Otro no es el camino.

Estamos a escasos años de que se cumpla el Tricentenario del Natalicio de Immanuel Kant (1724-2024). Y considero que el mejor homenaje a su pensamiento es superarlo en la médula misma de su contribución teórica. Tarea que resulta urgente dado que asistimos a la acelerada destrucción de la Modernidad, a su ocaso, vivimos su periclitación. Pero tras sus escombros se atisba el surgimiento decidido de valiosos elementos que dan esperanza. Y, quizá, el más importante sea el de la necesidad de limitar el poderío humano.

Por eso, aquí no se trata de historiar o hacer hermenéutica de la filosofía kantiana, sino de alumbrar el camino para hallar una solución al dramático presente moderno que nos agobia y, a la vez, nos desafía por una respuesta nueva. Sin superar el opresor inmanentismo de la modernidad y ligar la trascendencia con la inmanencia no habrá manera de recuperar el respeto a la dignidad humana, la verdad y lo Absoluto. La nueva época tendrá que resolver la amenaza del poder humano.

El hombre irreligioso de nuestra era antropológica ha perdido a Dios. Recordemos que Cristo lanza un grito abismal en la Cruz: “¿Por qué me has abandonado?” Ahora el hombre del poderío técnico-científico también experimenta lo que significa perder a Dios. Pero Cristo desciende a los infiernos en la muerte, mientras que el hombre moderno vive el infierno en la vida. Son dos realidades distintas. Una es espiritual, la otra es material. Una acontece al atravesar el umbral de la muerte, la otra sucede en la propia vida. El descenso de Jesús a la realidad de la muerte pertenece a su rebajamiento y es anterior a la Redención.

En cambio, el hombre moderno antropológico al rechazar la luz eterna de la trascendencia trae la soledad de la muerte a la vida, sumiendo el espíritu a una tenebrosa noche del alma. La frase de Nietzsche “Dios ha muerto” es exacta, aunque incompleta. Porque Cristo no solo murió en Cruz, sino que venció a la muerte y Redimió a la humanidad. Pero el hombre moderno se aloja solamente en la muerte de Dios, y con ello nada sabe de la esperanza sobrenatural. Ensoberbecido en la conciencia de su libertad y en su enorme poderío técnico-científico, el hombre antropológico de hoy ha renunciado a la conversión del mundo desde la noche a la luz.

El ocaso de la modernidad expresado en el reino de la inmanencia es como la puerta del infierno a la que llama Cristo, mientras dentro los demonios deliberan. Charles Péguy dijo que Dante había atravesado el infierno como un turista. Pero el hombre espiritualmente perdido de hoy edificó un mundo luciferino, plenamente terrenal, donde el amor y la solidaridad resultan inalcanzables por falta de amor. Sólo la espiritualización de su propio poder podrá salvarlo. Espiritualización que sólo puede ser siendo parte de la voluntad redentora de Dios. Hay que perderse en los abismos de Dios para responder a la perdición del hermano.

En suma, por qué Kant se asocia al ocaso de la Modernidad. Su Revolución Copernicana, según la cual el conocimiento no gira en torno al objeto sino al sujeto, convierte el conocimiento humano en una praxis. Conocer es construir el ámbito de la objetividad. De aquí hay un pequeño paso a afirmar que conocer es crear el objeto del conocimiento, más aun, la realidad. Kant expresa así el espíritu maduro de la era antropológica en su fase ascendente, donde la acción, la praxis, la liberad y la voluntad cobran un protagonismo principal en la historia. Pero esa conciencia en la nueva autonomía cobrada por el hombre lo ha henchido de poder sobre la base del progreso científico-técnico. Finitud, falsabilidad y totalidad imperfecta son las nuevas categorías de la realidad. Con ello el hombre de hoy es más vigilante y encarnado.

Pero las mismas categorías que lo pueden hacer más consciente de la infinitud y absolutez de Dios, lo han llevado por el camino contrario. Se ha ensimismado en la inmanencia y ha negado la trascendencia. El hedonismo, el relativismo, el materialismo, el inmoralismo y el nihilismo imperan por doquier. Lo malo no es el poder enorme que ha adquirido el hombre antropológico, sino su descontrol. Ello ha conducido a la destrucción de la Naturaleza y del hombre mismo. Esto caracteriza el ocaso de la modernidad. Pero a la modernidad no hay que suprimirla sino superarla. Y ello exige rectificar su más acabada expresión, a saber, la revolución copernicana del kantismo.

Hace falta un nuevo realismo, que parta de Dios y de la esencia de las cosas. Pues cada cosa exige su verdad. Pero también es urgente lograr el dominio de sí mismo y realizar la actitud contemplativa. Ello sería necesario para romper con la ilegitima antropomorfización de las cosas. Y para ello es necesario superar la presente civilización materialista que gira en torno al beneficio económico, la prisa, el bullicio y los valores inferiores.  El hombre fáustico occidental es el que sucumbe. Y, si sobrevive la humanidad, quien lo pueda seguir no será un nuevo hombre apolíneo, sino un hombre libre pero espiritual, que sepa anudar lo inmanente con lo trascendente.

Pues bien, si en la Crítica de la Razón Pura (CRP) el sujeto busca afirmar su intento de objetivarlo y dominarlo todo, en la Crítica de la Razón Práctica (CRPr) la libertad moral descubre en el respeto a la otra persona como algo no cosificable, pero el mundo sigue sometido a los fines dominables de la libertad, más en la Crítica del Juicio (CJ) aparece la naturaleza como la protagonista de sus propios fines, o sea, la configuración del mundo según la finalidad de lo libre. Son los seres vivos, decía Kant, los que proporcionan al concepto de fin una realidad objetiva en la naturaleza.

Pero si el punto de vista trascendental culmina en la primacía de lo práctico sobre lo teórico, de la acción real de la libertad en la naturaleza, ello no significa la abolición de la preeminencia de la idealidad sobre la realidad sino, al contrario, el predominio de la conciencia pura sobre todas las esferas de la objetividad, la raíz de todo serán las leyes del espíritu. Lo cual marcará a fuego el centro de toda esta metafísica moderna, el cual ya no será la substancia sino el hombre como ente de razón. Todo esto no es malo, lo malo es circunscribirlo sólo al espíritu finito y dejar de lado el espíritu infinito, o sea, Dios.

Cuando en el hombre dejan de unirse lo inmanente y lo trascendente, se trastoca el propio orden humano, tornando su libertad en la principal amenaza a su propia existencia, tal como vemos en el hombre fáustico de hoy. En realidad, la revolución copernicana del criticismo culmina en el concepto de fin.  Pero el concepto de finalidad lleva a pensar en un mundo donde la subjetividad no crea ni en su materialidad ni en su forma. Lo cual viene a tensar al máximo las contradicciones contenidas en la filosofía trascendental y que estallan en el idealismo alemán.

Lo que tenemos en el fondo es el asalto a la razón contra el fundamento trascendente del orden natural y humano, haciendo la filosofía trascendental que la finalidad de la praxis humana sea un concepto de la libertad y no de la naturaleza. El cual es el meollo del descontrol en que se halla el enorme poder alcanzado por el hombre antropológico de la modernidad. Pero no se trata de negar el segundo eje de la crítica de la razón, la doctrina de la realidad del concepto de libertad, la libertad-acción como nuestro ser originario, sino de ubicarlo en su unión con el Ser infinito y, a partir de ahí, definir la necesidad de autocontrol de su propia libertad y poder. Lo que indudablemente vuelve insuficiente el contexto en que se ubica el segundo eje de la filosofía trascendental, la idealidad del espacio y del tiempo, el cual cierra el acceso del ser finito a las realidades suprasensibles.

Pero asi como no hay retorno a la Edad Media ni a la Edad Antigua, tampoco hay regreso a la metafísica dogmática, sino que el desafío es avanzar hacia una metafísica que sin desconocer el papel activo  libre del sujeto cognoscente, respete la propia esencia de las cosas y el mundo. Lo cual es disolver el Regnum hominis sin Dios, y reconocerlo con Dios. Si la modernidad creyó acabar con el pensar poético y mitológico que antropomorfiza el mundo con lo trascendente, con la rectificación planteada se liquida el antropologismo secularista del Yo pienso con su imperio de lo inmanente. El primer acto de la subjetividad no puede ser analítica, ni reflexiva, sino sintética y existencial, y, por tanto, testimonia la existencia de lo real como evidencia primaria que las cosas son, lo ontológico condiciona lo epistemológico, el Ser rebasa el Pensar.

En otras palabras, es imposible recuperar la metafísica destruyendo lo trascendente para limitarse a lo finito y temporal, como pretende Heidegger, sino que su franca recuperación transita por un nuevo  realismo que funde el esencialismo en una metafísica trascendentalista. Confundir el concepto de objeto con la existencia real del objeto condujo al desorbitado subjetivismo que hace estragos en la Edad Moderna.

06 de julio 2020