sábado, 27 de noviembre de 2021

Carta sobre la Metafísica

Carta sobre la Metafísica

Gustavo Flores Quelopana



¿Es acaso posible salir del olvido del ser y de su fagocitación por el ente, en medio de un mundo capitalista donde todo ha sido convertido en existencia-mercancía? ¿No es evidente que el nihilismo que carcome nuestro tiempo se haya encaramado medrando justamente en la conversión universal de la existencia-mercancía? ¿No son acaso, aquellas consignas relativistas posmodernas de “adiós a la verdad” y “adiós a la razón”, el aborto ideológico capitalista de la hegemonía del para-mí, de la voluntad de verdad y del olvido del ser? ¿No es cierto, que en vez de salir de la metafísica se hace imprescindible salir del capitalismo? ¿No es racional preguntarnos que, en vez de marchar más allá de la metafísica, hay que indagar sobre su replanteamiento para conservar el ser?, ¿Cómo es posible que el mundo se vaya desmoronando ante nuestros ojos y no nos percatemos que hace falta erigir una nueva imagen del mundo? ¿Es dable, acaso, que no advirtamos que la ruina moral y material de la civilización actual no esté asociada al materialismo de la vida, al terrenalismo sin trascendencia, a la apoteosis de la pura inmanencia? ¿Pero si es urgente una nueva imagen del mundo, es porque la instaurada por el inmanentismo imperante ha fracasado? ¿No será que ha llegado el momento de evaluar la necesidad de una metafísica? ¿No será que llegó la hora de pensar en nuevos términos la relación entre inmanencia y trascendencia? ¿Acaso el descalabro que ha causado el antropoceno capitalista e instrumental, no nos está diciendo que debemos respetar la esencia de las cosas? ¿No es, por casualidad, que esta soledad, desorientación y orfandad dolorosa que atenaza al hombre de hoy se relaciona con el sentimiento de haber perdido su casa cósmica y su relación con Dios? ¿Quizá, nos preguntamos, no será que tras tantos siglos de ruido, maquinismo y activismo el espíritu humano no requiere de retomar la contemplación y la ascesis?

No obstante, ante el agotamiento de la imagen del mundo del inmanentismo moderno nos preguntamos si será posible erigir otra, en el marco de una nueva metafísica que responda a los desafíos del presente. Pero ¿Tiene algún sentido escribir una Carta sobre la Metafísica en medio de un mundo profundamente antimetafísico? ¿Puede el hombre sin Absoluto ser receptivo a la meditación sobre la trascendencia? ¿Está en condiciones la sociedad postmetafísica, cuya antropolatría se dilata en nihilatría, mostrar disposición para cuestionar su inmanentismo? ¿Puede un mundo caído en la contingencia y en el relativismo -desde el amplio arco de hermeneutas y postestructuralistas hasta deconstructivistas, neopragmatistas y feministas de la diferencia-, ser capaz de sobreponerse al olvido de la verdad y lo universal?

Aparentemente no, resultando todo esto una tarea inútil y estéril. Suena, más bien, al espejismo de recuperar la supersticiosa verdad eterna de la filosofía. Menos aún ahora, cuando se da por sentado que la filosofía no tiene que ver con la verdad eterna (Habermas, El poder de la religión en la esfera pública), es un metarrelato más (Lyotard, La condición posmoderna), hay que deconstruir el imperio metafísico sobre la escritura (Derrida, La escritura y la diferencia), no tiene que ver con la verdad (Vattimo, Adiós a la Verdad), ni con la razón (Rorty, Contingencia, ironía y solidaridad). Habiendo sido degradada la filosofía a una mera forma de conversar y persuadir, que no tiene ninguna relación con la objetividad, y que el lugar de Dios y la Verdad ha sido ocupado hoy por la Confianza y la Tolerancia. Qué sentido tiene una Carta sobre la Metafísica en un contexto donde todo ha sido reducido a mera reflexión lingüística (Apel) y a razón comunicativa (Habermas). Ninguno. En un mundo donde la verdad no tiene que ver con lo trascendente sino con la inmanente comunicación democrática y libre, una Carta sobre la Metafísica está aparentemente fuera del contexto histórico.

Y es justo aquí donde debemos preguntarnos qué es el contexto histórico y qué lo determina. Si el contexto histórico son las condiciones materiales y espirituales en que se desenvuelve un determinado momento de la historia, entonces la pregunta que surge es: ¿Con qué se relaciona el giro antimetafísico en la filosofía actual? La respuesta no es esotérica, sino bastante banal y mundana. Se relaciona con la idea de la autonomía del sujeto que prospera y reclama la lógica instrumental de la era capitalista moderna. Todo el cacareo antimetafísico es en parte justificado -en parte porque la metafísica tradicional omite el constructivismo del pensar-, pero también tiene que ver con la sacralización del sujeto en la modernidad, sujeto que termina siendo instrumentalizado por las mismas fuerzas que le dieron origen. En otras palabras, en un contexto donde el objetivo central de la lógica imperante es el crecimiento de una fuerza impersonal y extraña al hombre, esto es, el capital, y que en un momento determinado de su desarrollo necesita que los hombres sean jurídicamente libres y autónomos -aunque en el fondo es para estar disponible a la fuerza omnipotente del capital-, se tenía que caer en la ilusión del imperio absoluto de lo inmanente y en la negación de toda trascendencia. Incluso la frase foucaultiana El hombre ha muerto -legítima heredera de la nietzscheana Dios ha muerto, frase que primero fue pronunciada por Hegel, luego por los nihilistas literarios Dostoievski y Turgeniev- es parte de la etapa de madurez de la lógica inmanente e instrumental del capitalismo.

Si la frase Dios ha muerto en el siglo XIX representa la deslegitimación de todo fundamento y sujeto absoluto, la locución El hombre ha muerto encarna la invalidez del hombre ante la valorización completa del capital. Es curioso que Lyotard, Deleuze, Foucault, Derrida y Vattimo se reclamen izquierdistas, postmetafísicos, nietzscheanos y heideggerianos, cuando en el fondo fortalecen el relativismo y el inmanentismo capitalista neoliberal. Pero la misma ambigüedad es propia de Nietzsche como crítico de la cultura nihilista moderna y como ontólogo del Superhombre y del eterno retorno. Vattimo (Diálogo con Nietzsche, Nihilismo y emancipación) en vano intenta desontologizar a Nietzsche para presentarnos un superhombre amable. De ahí que las consignas de decir adiós a la verdad -bajo el pretexto de la defensa de la diferencia- junto a la razón -bajo la coartada de la apología de la tolerancia- resultan siendo complementamente coherente con el curso nominalista, formalista y deshumanizante de la racionalidad capitalista. El neoliberalismo ha abierto su propia ontología de la temporalidad eterna inmanente con la universalización de la desigualdad global. Y decir adiós a la verdad es la mejor colaboración que recibe.

Evidenciar y denunciar el íntimo vínculo ideológico existente entre las filosofías antimetafísicas y antiesencialistas con la racionalidad burguesa imperante, justifica por demás escribir la presente Carta sobre la Metafísica. Carta que obviamente no está dirigida a los filósofos del hegemón imperante, ni a las masas que lucen plácidas y satisfechas al demoler su mente diariamente en las redes sociales. ¿Lo habré escrito para los intelectuales antisistema? Quizá, pero en realidad no lo sé. Por el momento me consuelo con pensar que lo leerán algunos amigos y, también, enemigos. Lo importante es advertir que se abre paso, desde la podredumbre cioraniana, la necesidad de una Filosofía de la Integración, que de comienzo a una nueva síntesis entre lo inmanente y lo trascendente. Lo cual demuestra que la filosofía no se deja convertir en mero juego de escritura deconstructiva, ni mera secularización del pensar débil, ni en mera facultad comunicativa, ni en ironía y solidaridad. Una postura metafísica en un mundo antimetafísico no sólo tiene sentido, sino que resulta imperioso al percatarse que lo inmanente sin lo trascendente desemboca en superficialidad y trivialización. La apología del hombre sin verdad, inmanente destructor de toda teoría en la modernidad refleja la decadencia de la razón bajo la lógica hegemónica de la civilización burguesa. La desobjetivación del mundo del hombre sin verdad equivale a hacer democracia votando con las tripas que con el intelecto.

La convicción nietzscheana que la verdad es una gran mentira, porque en el fondo no hay hechos sino interpretaciones, se acopla perfectamente a la voluntad de poder de los imperialismos de turno, a la barbarie de esta civilización materialista y al credo relativista de los escaparates ideológicos. Por ello, hay que reparar que lo Inmanente sin lo Trascendente está vacío y agoniza, y lo Trascendente sin lo Inmanente está ciego y ocioso. De ahí que sea necesario arribar a una síntesis entre ambos para superar el ingenuo realismo clásico y el suspicaz idealismo moderno. El dilema tiene la apariencia de un problema teológico filosófico, pero no es así porque sus implicancias son metafísicas y epistémicas. No se trata sólo del problema de un mundo sin Dios y de un Dios sin mundo, sino de lo que sea la verdad radical. Si la verdad es la cosa sin pensamiento estamos en terreno cosmológico de la metafísica dogmática de la filosofía clásica, y si sostenemos que el pensamiento es sin la cosa nos encerramos en la antropológica jaula dorada del idealismo. Si la filosofía antigua y medieval fue ontológica y trascendentalista, la filosofía moderna y contemporánea ha sido gnoseológica e inmanentista. Pero, así como la primera vivió su crisis y colapso, del mismo modo nos toca asistir a la crisis y colapso de la segunda.

La modernidad filosóficamente ha sido sustancialmente la marcha de la negación del Ser que funda todo ser -empirismo, racionalismo, criticismo, iluminismo, materialismo, naturalismo, positivismo, existencialismo ateo, hermenéutica y todas las variedades de postmodernismo-. La modernidad se consolida nominalistamente con la hermenéutica posmoderna que pone entre paréntesis lo universal. Es el giro hermenéutico nominalista y no realista lo que ha presidido la crítica posmoderna. En su variante neopragmatista, Rorty preconiza hablar de metáforas e imaginación, centrarse en lo ético y político, en vez de abordar la verdad, la racionalidad y lo epistemológico. Otras corrientes contestatarias que buscaron salir de esta orientación principal -idealismo alemán, fenomenología, existencialismo no ateo, realismo crítico, personalismo, entre otros- tuvieron relativo éxito y terminaron arrolladas por la lógica inmanentista de la racionalidad instrumental. Tanto se ha calado en esta senda que se ha abierto una zanja profunda que constituye la erosión nihilista de la sociedad postmetafísica. Ante esto se ha pensado en la restauración del fundamento trascendente en el cuerpo enfermo de la modernidad occidental. ¿Pero acaso es viable una postura metafísica en un mundo raigalmente antimetafísica? La historia no es auspiciosa con las vueltas al pasado, ni con los cambios profundos si antes no se han dado las condiciones materiales y espirituales para dichas transformaciones.

En el presente el principio de realidad lo constituye el capitalismo ilimitado, que impone su canon relativista y la desigualdad escandalosa entre pobres y ricos, pero todo es uniforme en cuanto al consumo. Ante este desafío la hermenéutica vattimiana desemboca en la incoherencia extrema del relativismo de oponer la emancipación estético-tecnológica, incapaz de revertir el capitalismo de consumo de la época tecnológica-mediática. La hermenéutica posmoderna ha devenido en otro metarrelato más, infecundo y estéril para cambiar el mundo. No fue sino otra forma de teología política para explicar la metafísica de la historia. Para el último Vattimo (Creer que se cree, Después de la cristiandad, El futuro de la religión, Ecce comu) del giro kenótico-religioso abraza el criterio de caridad, amor y solidaridad en un contexto que ahonda la secularización moderna. Esa búsqueda secularista de superar la incoherencia interna de su pensamiento, recurriendo a un cristianismo comunista hermenéutico, está viciada desde la base al no recuperar la trascendencia en una nueva relación con la inmanencia. Su religión sin dogmas, sin sumisión y sin superstición después de la civilización cristiana, resulta ser un espejismo para oponer al capitalismo de la inmanencia por descartar la posibilidad de una nueva metafísica. Incluso su última búsqueda de apartamiento del relativismo mediante la ontología interdialogal (Alrededores del ser) es infructuosa al aferrase a la secularización inmanentista.

Si la filosofía francesa intentó proseguir la lucha contra el capitalismo vinculando Nietzsche con Marx y Freud, la filosofía italiana lo intentó enlazando Nietzsche con Marx y Heidegger y la teología de la liberación latinoamericana lo buscó ligando Marx con Cristo y San Agustín. Nuestro intento está más cercano a este último, aunque sin omitir la problemática de Nietzsche, Heidegger y Freud, porque sacar al ser de su olvido epocal se relaciona íntimamente con enterrar definitivamente al inmanentista capitalismo libidinal con su voluntad de poder. El capitalismo de consumo que entroniza la existencia-mercancía es el epítome que consolida el lema “no hay hechos sino interpretaciones”, el abandono de la diferencia ontológica y el olvido del ser. La ontología de la revolución aunada a la metafísica que revindica lo inmanente junto a lo trascendente es el camino real que puede dar enterramiento efectivo al capitalismo cosificante. Y esto puede reventar en América Latina, continente donde aún se sueña y donde los tecnócratas todavía no imperan.

Este planteamiento que conecta la metafísica de la historia con la teología política no representa construir el Paraíso en la tierra y sustituir la escatología sobrenatural, porque el capitalismo podrá pasar, pero avanzar en el camino de la caridad no hace que desaparezca en el hombre su proclividad y debilidad ante el mal. La violencia reificadora del capitalismo alienante podrá conocer su final, pero ello no será el Fin de la historia. La secularización moderna y posmoderna de la historia del sentido del ser no podrá eliminada, pero sí reconducida. Y su reconducción sólo será posible aunándola con la asunción de la trascendencia. Heidegger en su última entrevista que dio a Der Spiegel dijo “Sólo un Dios puede salvarnos”, y la frase es aceptable salvo por un detalle, a saber, la verdadera salvación involucra lo temporal, pero lo supera. Es por ello por lo que la moda posmodernista no ha demorado en desinflarse. La disolución de las estructuras eternas del ser y de los primeros principios racionales dio origen a una cháchara bufonesca, rica en metáforas y pobrísima en una objetividad que permita orientarse actuando conforme al deber. Más, ha provocado confusión, desorden y pérdida de referentes seguros, ha causado que la democracia se ahogue en pura demagogia y se sepulte en la corrupción. Fue, más bien, el caldo de cultivo de la sociedad del espectáculo y de la estetización de la economía en casino especulativo global. La posmodernidad ha desvertebrado el mundo y descoyuntó al hombre. En su búsqueda narcisista de posibilitar todas las voces propuso una racionalidad lúdica y festiva que denuncia la violencia del Poder y la Verdad de la racionalidad seria. Al final, su relativista cháchara bufonesca expresa su obsesión ideológica por dejar ser a la diferencia, promoviendo la alteridad pervertida. Martha Nussbaum (Esconderse de la humanidad) ha intentado la defensa legal de los homosexuales y las lesbianas rechazando el sentimiento de vergüenza y repugnancia como criterio de justicia. Pero con ello sólo se carcome los criterios morales que dan orientación objetiva a la conducta humana. Por ello es falso que la desfundamentación posmoderna permita alcanzar una sociedad igualitaria y libertaria, porque no toca lo fundamental: el enterramiento de la estructura capitalista que está en el origen de la cosificación misma. Al contrario, deviene fortaleciéndola porque deja a la humanidad sin referentes objetivos con los cuales poder determinar lo bueno y acertado. Y ante su discurso hermenéutico danza alegre la explotación capitalista con el todo vale y no hay hechos sino interpretaciones.  

Efectivamente, la historia no se hace sola, sino que las hacen los hombres. Pero Dios no es ajena a ella. Existe una dialéctica entre hombre e historia que condiciona su mutua determinación. Más nada de ello elimina a la Providencia. Lo subjetivo y lo objetivo se interpenetra de continuo y dibujan las grandes tendencias de la historia. Y es por ello por lo que ni el genial Aristóteles pensó en la abolición del esclavismo, ni el excepcional Tomás de Aquino en la de la servidumbre feudal. Esto significa que la lógica inmanentista de la racionalidad instrumental que caracteriza a la modernidad capitalista no se irá por arte de birlibirloque de un gran pensador, ni será vencida por las ecuaciones silogísticas de algún filósofo genial. Y ya vimos que tampoco por el fervor de un hábil revolucionario anticapitalista. A lo sumo será capaz de plantar una señal en la senda del cambio, pero dicho cambio no es súbito sino procesual. Como muestra hemos visto en el siglo veinte la duración y derrumbe del experimento comunista, porque las condiciones históricas conspiraron contra su sostenibilidad en el tiempo.

Esto significa que si aquí se sostiene la posibilidad de una nueva síntesis entre lo inmanente y lo trascendente es porque la podredumbre de la esencia instrumental de la modernidad está bastante avanzada, aunque aún falta recorrer el último trayecto para que sea terminal. Sin eufemismos abstractos se puede decir que, vivimos no la crisis de la razón en general -como sostienen ciertos pensadores partidarios del hombre abstracto-, sino de la razón burguesa en especial. Pero ante esto la lógica instrumental imperante argumenta que todos los argumentos de un discurso son inconmensurables y, por tanto, no tiene sentido la confrontación y el conflicto. La despotenciación del carácter destructivo de lo negativo y de la dialéctica sigue en marcha. Todo ello hace que la modernidad sea profundamente antimetafísica, antiesencialista y nihilista, porque responde a la lógica de la avanzada economía dineraria. Y el dinero, como lo explicó Simmel, resulta siendo la negación de todo valor, la aplanadora de los valores cualitativos por los valores cuantitativos es el disolvente universal de todos los valores. Todo se subsume a la valorización del capital, incluso las ideas filosóficas que se sienten tan lejanas a los toscos y groseros mecanismos de la vida real.

Es por ello, que la metafísica de la inmanencia no será derrotada mientras permanezca incólume el sistema que la sostiene desde arriba y desde abajo. Pero como en la historia nada dura para siempre las esclusas del cambio ya se abrieron, y lo han hecho desde las entrañas de la propia lógica instrumental. Me refiero al arribo del capitalismo digital -para tomar el lugar del desgastado capitalismo neoliberal del casino global- con su novedosa economía contributiva, su tendencia irreversible de la sustitución del trabajo por las máquinas y con ello se emprende la marcha de la extinción del valor de cambio en la fuerza de trabajo junto al mercado laboral. El capitalismo liberal es la última mutación hiperimperialista del capitalismo, administrado por las megacorporaciones digitales de las GAFAM -Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft-, y que está llevando a su término la última gran mutación de la lógica inmanentista de la racionalidad instrumental bajo el capitalismo. No se tenga esta afirmación como una justificación y apología del reformismo frente a la vía revolucionaria. Nada de eso. Al contrario, la vía revolucionaria sigue abierta porque las condiciones objetivas para ello están dadas, pero las condiciones subjetivas pueden pasar en cualquier momento de un momento postrevolucionario -como el que vivimos- a otro revolucionario. La ontología de la revolución es la recuperación de la dialéctica en la historia, la reivindicación del momento negativo, necesario para romper con la inercia social, la falsa tolerancia petrificante, el conformismo del mercado y la cosificación avasallante de la existencia-mercancía.

No se debe renunciar a reorientar la lucha política contra el capitalismo, sino las categorías y conceptos deben iluminar el cambio vertiginoso del mundo contemporáneo. Las vías de la historia son contingentes e imprevisibles por más que las grandes tendencias estén señaladas. En realidad, se trata de pensar una nueva subjetividad metafísica tras el ocaso de la subjetividad postmetafísica imperante. No es cierto que las condiciones históricas están en ciernes, porque las tendencias en ese sentido ya se manifiestan en el ecologismo, pacifismo, okupa, antiglobalización. No así los movimientos del feminismo de la diferencia y el movimiento por los derechos de género que ahonda el nihilismo que el sistema incubó desde el principio. En definitiva, y dadas las nuevas condiciones históricas en desarrollo, el inmanentismo marcha hacia su agostamiento y exige una reformulación de sus relaciones con lo trascendente. Pero lejos de tratarse de limpiar la metafísica dogmática para revestirla con ropa nueva, de lo que se trata es de impulsar un giro metafísico de nuevo cuño. La controversia decisiva, y de la que depende un mundo más humano, surge a partir del cuestionamiento que se hace del inmanentismo para resolver no sólo los problemas existenciales y espirituales del hombre, sino, también, incluso los materiales como la salvación ambientalista del planeta, qué hacer ante la extinción del empleo y cómo superar la lógica inhumana del capitalismo. El inmanentismo está perdiendo crecientemente la capacidad de expresar con legitimidad las modificaciones culturales y político-económicas que acaecen en plena de transición desde el capitalismo neoliberal al capitalismo digital. Simplemente deja de ser capaz de encontrar los recursos comprensivos y expresivos que permitan explicar la multitud de problemas que salen de su entraña. El inmanentismo se va volviendo un corsé demasiado chato y horizontal, ni siquiera su recurso en el reconocimiento de lo divergente y plural puede disimular su obsolescencia y falta de miras superiores. El capitalismo pervive, sale indemne y fortalecido precisamente en la recurrencia de las crisis, sin embargo, lo hace en lo material pero no en lo espiritual y cultural. La valoración del capital se restituye, pero lo humano disminuye. Ahora se comprende por qué se consagra como algo bueno -no siéndolo- el pensamiento flotante en los flujos energéticos libidinales, el deseo y la diferencia. Y así ha terminado por instalarse como dueño de casa la barbarie libidinal del deseo. La ontología de la revolución tiene el efecto de romper la doble fetichización de la existencia-mercancía en lo objetivo -desafía las relaciones mercantiles de la lógica capitalista- y lo subjetivo -produce desazón en el fuero interno con la cosificación reinante-.

En otras palabras, todo indica que la culminación del sistema imperante bajo el capitalismo digital llevará hacia la reconfiguración de la relación entre lo inmanente y lo trascendente. Muerto el perro, muerta la rabia, reza el dicho popular. Y así es. Antes de su perecimiento podrán formularse síntesis nuevas entre lo inmanente y lo trascendente, pero no encontrarán su hegemonía espiritual hasta que el viejo mundo del capitalismo haya desaparecido. No nos engañemos, la lógica de la civilización capitalista es sinónimo no sólo de consumismo, individualismo, increencia, narcisismo, amoralismo y egoísmo exacerbados, sino también de hedonismo, nihilismo, escepticismo, inmanentismo y espíritu antimetafísico. Se trata del eclipse de toda profundidad, la liquidación total del pensar substancial en favor del pensar funcional. La experiencia deshistorizada de masas babélicas e indiferenciadas que habitan un mundo anético y moralmente insostenible. La subjetividad presunta (Barthes), la sociedad del espectáculo (Debord) y los sujetos mediumnizados (Baudrillard, La era del vacío) marcan la pauta de un hiperimperialismo que transita de lo neoliberal hacia lo digital. Emerge un kantismo desfigurado: “Obra de tal manera que las redes sociales, la web y el internet, si conociera vuestros actos los aprobaría”. En la nueva época el hombre ya no se reconoce sino como mercancía. Así se consagra la época del nihilismo como desvalorización de todos los valores supremos.

Vivimos la época en que la economía dineraria avanzada del capitalismo tardío ha cumplido su propia esencia al convertir todos los valores en mercancías, lo cualitativo fue disuelto en lo cuantitativo, el fetichismo de la mercancía desarrolla la tragedia de la cultura y el perfecto olvido del ser. Este nuevo espíritu se expresa ya en el monaquismo del arte gótico constructor de abadías, el cual incentivó la idea de regularidad en la naturaleza. Es en los conventos de la baja Edad Media donde avanza la organización económica eficaz de la sociedad. No es casualidad que los primeros relojes, la instauración del tiempo artificial sobre el tiempo natural, se hayan establecido en los centros monacales. En otras palabras, del 900 a 1700 el capitalismo no tiene su fuente en el industrialismo, sino en toda una estructura social y de propiedad que la prepara. Lo que hará la revolución industrial es servirse del enorme ejército industrial de reserva que fue fruto de la expropiación originaria del capital, reclutar su fuerza de trabajo a cambio de un salario, imponer la universalización del valor de cambio y, con ello, desarrollar al máximo la fetichización de la mercancía.

La sociedad medieval cristiana central (1,100-1300) se caracterizó por la alta tensión entre la cultura racionalista de los intelectuales y la cultura milagrosa de los santos. cuyo fruto fue la visión de la Naturaleza que admite las leyes naturales autónomas junto a la intervención directa de Dios. A las leyes naturales autónomas sucedió la visión autónoma del hombre en el Renacimiento. De la renacentista visión autónoma del hombre no hay más que un pequeño paso hacia la metafísica de la subjetividad cartesiana que socavó la metafísica tradicional y la idea de Dios. Lo que hizo que Descartes sea considerado el fundador de la era antropológica de la modernidad. Y lo que viene con Maquiavelo es la separación categórica entre ética y política. Rousseau responde con la teoría del pacto social como origen del Estado y la voluntad general, para impedir que el más fuerte se convierta en amo y señor sometiéndose al derecho y al deber. Esto desembocará en la separación entre ética privada, sujeta al deber, y el derecho público, sometido al derecho, con Kant. Con él se abre paso la metafísica de la subjetividad hasta culminar en la filosofía crítica kantiana, con el concepto de autonomía del espíritu que se dicta su propia ley y la idea de la libertad volvió imposible el retorno a filosofía clásica en su forma tradicional. Kant consagró la secularización inmanente del mundo, porque su recuperación de Dios no puede desprenderse de su sabor sabeliano al concebir la religión como moralidad. O sea, las bases para que la burguesía pasara del dominio económico al dominio político estaban echadas, y ello se cumplió con el acontecimiento de la Revolución Francesa en 1789. Brota así del mismo vientre del desarrollo capitalista la doctrina de los derechos humanos y la teoría de la razón autónoma.

No será hasta Marx que se tendrá clara conciencia que del fetichismo mercantil se deriva el fetichismo jurídico y el fetichismo filosófico. Todos los cuales ocultan la hegemonía del modelo económico capitalista. El capitalismo debe ser abolido porque condena al hombre a una vida sin esencia, siendo una estructura al que le es intrínseco la fetichización material y espiritual. Y lo es porque su objetivo supremo no es el hombre sino la valorización del capital. Con ello se cumplió lo que Heidegger llama “olvido de la diferencia ontológica entre ser y ente”. Sin embargo, su consideración filosófica es fetichizada porque oculta la hegemonía económica del capitalismo. El fetichismo de la mercancía ocasiona la tragedia de la cultura, la primacía del ente y el nihilismo. Por eso es que Vattimo al diluir nihilistamente todos los fundamentalismos termina haciendo el juego al capitalismo de consumo. Su pluralismo hermenéutico termina multiplicando las hermenéuticas en una hemorragia de subjetividades sin límite. Es por ello que la posmodernidad en Vattimo culmina fragmentado al hombre solipsistamente y fortaleciendo el olvido metafísico del ser. De modo que, si bien es cierto que desde Kant se volvió imposible retornar a la metafísica clásica en su forma tradicional, ello no significa que no haya otro modo de hacerlo. Sobre todo, porque el modo tradicional fue afincarse en la trascendencia subestimando la inmanencia, pero no ello no impide que la nueva síntesis metafísica reivindique la trascendencia sin menoscabar lo inmanente. O sea, estableciendo el enlace metafísico correspondiente, donde lo finito y especialmente el hombre halle en la historia el lugar de encuentro con Dios. La pauta ya lo fue dada por la teología de la liberación, no hay separación ni divorcio absoluto entre lo temporal y lo eterno, lo histórico e infinito. Por eso su naufragio exigirá una nueva síntesis metafísica, cada era histórica tiene la suya. Entonces se arribará una filosofía de la integración, donde la trascendente y lo inmanente sin mezclarse reconocerá su enlace profundo. No se trata de defender una tesis de la coexistencia, similar a la onda-partícula del electrón. La situación es que lo inmanente requiere de lo trascendente para ser verdadero y real, sin que ello signifique que lo trascendente dependa de lo inmanente, porque también se da su encuentro en la historicidad. Será el fin de la era sin Dios y del eclipse de Dios. De ninguna manera significará un retorno a la metafísica trascendental de la metafísica clásica que desestimó las condiciones del pensar, pero tampoco se coagulará en la determinación de lo ontológico por lo epistemológico.

Si la filosofía clásica fue trascendentalista -no tomó en cuenta las condiciones del pensar-, la modernidad ha sido inmanentista -subestimó la prevalencia del ser sobre el pensar-. El giro copernicano de índole antropológica de la modernidad ya luce agotado e infecundo, no sólo para afrontar problemas prácticos sino también teóricos. Por tanto, se hace necesario ni retroceder a la metafísica dogmática de lo trascendente, ni insistir en la metafísica inmanente de lo cognoscitivo. Trascendencia e Inmanencia exigen una nueva síntesis filosófica. Nuestros tiempos reclaman un nuevo giro copernicano. Pero esta vez deberá iluminar la síntesis entre trascendencia e inmanencia, para evitar la esterilidad metafísica de la modernidad y la ingenuidad gnoseológica de la filosofía clásica. Ello significa que para recuperar el Ser no se debe prescindir del ente, pero tampoco confundirlo con él.

El sesgo epistemológico de la modernidad, especialmente desde Kant, volvió imposible retornar a la metafísica trascendente de la filosofía clásica. La metafísica como conocimiento de lo suprasensible se volvió imposible porque la intuición humana es empírica y no intelectual. Desde el giro copernicano de la filosofía crítica -el objeto se supedita a la espontaneidad pura del pensamiento- se abrió un profundo hiato entre conocer y creer. El resultado fue que lo inmanente desplazó lo trascendente hasta tomar completamente su lugar en las filosofías contemporáneas que se presentan como enemigas declaradas de la metafísica y del esencialismo. En ese sentido, la contribución de la intuición eidética por parte de la fenomenología husserliana fue un tímido aporte que abrió el mundo de la idealidad sin romper con el inmanentismo de la conciencia. De resultas que siguieron predominando las filosofías temporalistas de la finitud y de la contingencia. En otras palabras, la idea kantiana del espíritu autónomo que se dicta su propia ley prosperó a sus anchas en la modernidad secularizada e inmanente. Lo cual fue decisivo para fortalecer la tendencia de destrascendentalización del mundo y endiosamiento prometeico del hombre. No obstante, la objetividad no es la realidad. El pensamiento de la cosa no es la cosa. El mar, una esfera, un misil, un teorema no forman parte de mi conciencia, como tampoco lo conformaron los miles de millones de años de evolución de la vida, ni de la existencia de la Tierra, ni de las galaxias. El sujeto no hace al objeto, ni éste es una mera representación mía. Las cosas son independientes de la conciencia. Son una materialidad o una idealidad. En ese sentido el realismo tiene razón al afirmar que la cosa no es el pensamiento. Y por eso ser en el mundo no es ser lingüísticamente. La evidencia primaria es que las cosas son, lo ontológico es previo a lo epistemológico. El ser rebasa el pensar. A su vez, el ser objetivado no es el objeto trascendente, sino el objeto conocido. El objeto conocido es un objeto cuyo ser se funda en la conciencia. De ahí el valor epistemológico del idealismo, al subrayar que las cosas dependen gnoseológicamente del pensamiento. Esto es, metafísicamente la primera certidumbre es realista: las cosas son independiente del pensamiento. La segunda certidumbre es idealista: no lo son. De esto se colige no sólo que el hombre es un ser metafísico, sino que no cabe soslayar el papel del pensamiento en el conocer de las cosas -metafísica dogmática de la filosofía clásica-, ni el papel de la realidad en la existencia de las cosas -inmanentismo subjetivista de la filosofía idealista-.  Las cosas existen y son reales sin que el sujeto las conozca -realismo- y para existir no tienen que entrar en relación con el sujeto, como contrariamente supone el idealismo.

El ser del objeto conocido guarda una correlación asintótica con el ser del objeto trascendente. Pero el ser del objeto trascendente no se funda en la conciencia. El ser del objeto conocido no se funda en la conciencia. El eidos del objeto conocido no es más que un aspecto del eidos del objeto trascendente. El sentido del ser gnoseológico no es el sentido del ser ontológico. La conciencia funda lo primero, pero la realidad funda lo segundo. Lo trascendente es cosa en sí, más allá del mundo fenoménico, pero también es lo inteligible, lo que se halla más allá del mundo sensible, en el mundo ideal. El ser real y el ser ideal son seres en sí. La diferencia radica en que el primero está sujeto al devenir, mientras el segundo a la intemporalidad. También es lo irracional, como lo que está más allá de la razón. Y en última instancia es lo divino, como aquello que está más allá de la naturaleza. Lo trascendente es ser del sentido y sentido del ser. La conciencia funda el sentido del ser objetivado, pero no el sentido del ser trascendente en la realidad. El sentido objetivo del ser no es el sentido del ser trascendente. Una cosa es el sentido del ser en un plano ontológico, y otra cosa es el sentido del ser en un plano gnoseológico. Lo ontológico y lo gnoseológico son dos planos categoriales distintos. La correlación entre el sentido objetivo del ser y el sentido trascendente del ser es isomórfica. Negar dicha correlación equivale a pensar que la filosofía no puede decir nada del mundo y significa deslizarse hacia el logos de la logística, que desemboca en la completa subjetivización inmanente del mundo.

Por el contrario, tomar en cuenta que lo ontológico y lo gnoseológico son dos planos categoriales distintos permite ir más allá del prejuicio de que lo que se trata es de poner límites lingüísticos a la expresión de los pensamientos. La estructura del pensar no es idéntica a la estructura de lo real. El sentido del ser objetivo no es el sentido ser trascendente. El sentido del ser establecido por la conciencia no es el sentido del ser de la realidad. La vinculación entre el sentido del ser objetivo y el ser del sentido real es el ser del sentido. El ser del sentido es lo que hace posible la correspondencia entre el sentido del ser de la conciencia y el sentido del ser del objeto trascendente. El ser del sentido es un isomorfismo sistémico que posibilita la correspondencia entre dos modelos, procesos o realidades distintas, pero afines en algo esencial, a saber, la inteligibilidad. La objetividad no es la realidad, pero es la inteligibilidad la que hace posible a ambas. Para los liberales antirreligiosos (Richard Dawkins, El espejismo de Dios, Christopher Hitchens, Dios no es bueno) la razón humana lo es todo y desdeñan la razón de la trascendencia. Ciertamente que la filosofía moderna es hostil a las esencias y que resulta urgente que Occidente recupere los fundamentos metafísicos para salvarse del nihilismo.

El giro antiesencialista comenzó con el nominalismo de la escolástica tardía de Duns Scoto y Guillermo de Occam, se extendió con el empirismo moderno de Locke y Hume, se fortalece con el criticismo kantiano, cobra fuerza con Compte, Marx, Nietzsche, pero se consolida con el postmodernismo. No obstante, lo sensato no sólo es reconocer la esencia y existencia, sino principalmente recuperar junto al sentido ontológico del ser el sentido de lo sagrado.  Y esto no se puede hacer al margen de la recuperación de la trascendencia. Se puede sacralizar lo inmanente, como pretende el postmodernismo, pero eso no es más que un remedo distorsionado de la verdadera trascendencia. Ciertamente que Dios no ve con buenos ojos una adoración exclusiva a él, porque en buena cuenta eso es la negación de la Encarnación, y sin ello no hay cristianismo. Cristo es el testimonio viviente que no hay separación ética entre el cielo y la tierra, lo eterno y lo temporal. Cristianismo es adorar a Dios en el prójimo, en su creación, tener caridad en el alma para con el que siente frío, tiene hambre y sed (Mateo 25, 35-36). Por eso la caridad será siempre superior a la fe y a la esperanza (1 Corintios 13, 2). A todo lo demás Dios les dice: “Apartaos de mí, hijos del demonio”. Por ello, en medio de los tiempos de sacrilegio generalizado, donde se desmaligniza el mal y se maligniza el bien, donde se cierne sobre nuestras cabezas un clima apocalíptico, se impone rescatar el carácter de lo sagrado en la vida, donde el hombre resulta siendo un Homo Viator, como lo destaca Gabriel Marcel. De nada sirve volver a un sentido del ser puro cuando éste está vaciado de divinidad. Un ontologismo fundamental vaciado de Dios -como el propuesto por Heidegger- equivale a un budismo filosófico inerte e infecundo incardinado en la nada más que en el ser. No en vano el tudesco ha sido reivindicado junto con Nietzsche por los nihilistas de la posmodernidad.

Hay quienes pregonan una civilización del amor desde una perspectiva laica y secular, pensando que es suficiente rescatar los valores del republicanismo y rechazar el relativismo (Luc Ferry, La revolución del amor, Familia y amor, El amor: una filosofía para el siglo veintiuno, La revolución transhumanista). Pedro resulta un profundo error no salir de los marcos inmanentistas de la modernidad para intentar salir de la crisis que engendra. La civilización del amor no se edificará con las piedras del secularismo, la fe y de la esperanza sino de la caridad. La ontología de la revolución no es necesariamente violencia, porque revolución es amar en la praxis un mundo lleno de caridad y solidaridad.

Y ello no es posible sin poner el último clavo en la tumba del capitalismo. Al capitalismo no hay que reformarlo, hay que enterrarlo. Fue un engendro antihumano desde su origen y lo será hasta su perecimiento. Por ello el capitalismo es cabalmente la estructura del Anticristo, porque si Cristo es amor, el Anticristo es odio, el mismo odio que inspira todo lo humano en vistas de la valorización única del capital. Por lo demás no es ninguna exageración constatar que para el capitalismo el hombre siempre ha sido un insumo, un costo, que debe ser reducido en lo posible para que no afecte el plusvalor. Honoré de Balzac retrató brillantemente la desvalorización de lo humano ante el amor al dinero en su novela Eugenia Grandet, el protagonista Félix Grandet dedicado con gran avaricia a acrecentar su fortuna haciendo pasar penalidades a su mujer e hija.

A contrapelo, en nuestro tiempo nihilista brotan por doquier las iglesias de la prosperidad, que prometen a sus fieles desesperados ser ricos con un poco de fe y don financiero. O sea, no sólo el hombre vaciado de Dios estrangula la vida ética con el todo vale posmoderno, sino que también el hombre religioso, que en su desesperación no comprende que el verdadero amor es gratuito y no busca recompensa, decapita la vida religiosa con los méritos y las recompensas. El hombre debe practicar la justicia sin esperar retribución alguna y hacerlo sólo por amor. Esa es la forma de hablar de Dios para el padre Gutiérrez (Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente. Una reflexión sobre el libro de Job), porque el amor de Dios es gratuito y no depende de méritos ni recompensas.

Esto es una forma de no justificar la completa historización de la justicia, por ser ello inmanentismo y negador de la dimensión escatológica de la justicia. Mientras que el lenguaje profético nos hace entender la relación de Dios con los pobres, el lenguaje contemplativo lleva hacia la gratuidad de la justicia divina. Pero es el lenguaje escatológico lo que nos da a entender que es injustificable la completa historización de la justicia. Es decir, el Ser no sólo tiene una manifestación histórica sino también supratemporal. Ahora se entiende por qué es un sentido la sacralización posmoderna de lo temporal e inmanente, porque ello termina definiendo una sociedad amoral como la actual. Oponerse al aborto, la anticoncepción, y la liberalidad sexual, en medio de un contexto amoral, no puede ser calificado de autoritario y represivo. Esto fue precisamente eso que hizo laxamente Hans Küng respecto al Evagelium Vitae. También llama la atención que dándose cuenta algunos de la presente amoralidad se opongan al ascetismo (Sloterdijk, Crítica de la razón cínica, ¿Un siglo religioso? Pero ¿será espiritual?), cuando el ascetismo espiritual es la fuente de la regeneración de las culturas, nada grande se ha logrado culturalmente sin ascetismo. Tal actitud sólo puede entenderse desde las posiciones de insolencia y vergüenza del cinismo filosófico. El mundo actual se ha vuelto cínico, con conciencia correcta obra incorrectamente.

El hombre nihilista es cínico, la fatigada sociedad capitalista es un estado de conciencia cínica. Baudrillard (Cultura y simulacro) también lo nota cuando señala que en el mundo posmoderno la ficción supera a la realidad, el simulacro y la hiperrealidad imperan a sus anchas. Y Lipovetsky (La era del vacío) señala con acierto que en la posmodernidad las masas se han desubstancializado, son narcisistas, hedonistas, lúdicas, ególatras, energúmenas, indiferentes, viven en la nada. No menos agudo es Bauman (La modernidad líquida, Vidas desperdiciadas: la modernidad y sus parias, Ceguera moral, Generación líquida: transformaciones en la era 3.0) al destacar que la época actual es flexible y no es posible asirla, se derrite y luce maleable, todo se individualiza y se deshecha, no hay identidad fija y todo luce intercambiable. Baudrillard, Lipovetsky y Bauman resultan siendo tres valiosos críticos de la posmodernidad, pero que no aciertan en advertir que sin salir del inmanentismo antimetafísico no es posible recuperar el contenido ontológico del mundo. Ello se parece a los intentos de recuperar el sentido ético de la vida poniendo demasiado énfasis en Aristóteles, sin subrayar que la secularización hizo imposible la vida ética y que es necesaria una revolución metafísica que recupere el sentido del ser y la diferencia ontológica para ello (Leuridan, El sentido de las dimensiones éticas de la vida). De esa forma no hay escape a la aventura inmanentista de dejar ser a la diferencia alentando a la alteridad pervertida. Lejos de encontrarnos en un amanecer postmetafísico planetario nos hallamos inmersos en la noche más gris y sombrío del nihilismo crepuscular del capitalismo agónico. ¿Acaso para las tres cuartas partes de la humanidad es suficiente una estética de la negatividad y de la disolución como destino del ser? Claro que no. La cháchara bufonesca del relativismo posmoderno ya mostró sus límites más patéticos y hondos, sin posibilidad de salir de la crisis en que la sume la propia realidad de las cosas y del ser. Los únicos que se benefician del debilitamiento de la razón son los capitanes del capitalismo tardío, que se ríe a carcajadas e impúdicamente exhibiendo su grotesca e inmoral riqueza en medio de un mundo devorado por la desigualdad y la injusticia. En este panorama Vattimo se siente representante del nihilismo en ascenso, Sloterdijk denuncia que no existe tal ascenso y sí, mas bien, un nihilismo difuso del extenuado capitalismo tardío, sin esperanza y lleno de indiferencia. Lástima de ver que en una sociedad desespiritualizada y de anemia interior se propongan éticas mínimas, éticas sin moral (Adela Cortina), como una forma de salvar lo insalvable. En realidad, la verdadera esperanza es de carácter radical porque alude a la salvación ante la muerte. La esperanza radical es posibilidad humana natural en la historia y posibilidad soteriológica sobrenatural en el radical fin de la historia. Ahora se entiende por qué el hombre tiene dos dimensiones (Pieper, La esperanza): una es estar siempre en camino hasta la muerte y otra estar en plenitud en la salvación. Y es por ello que los tiempos de la caridad nunca serán plenos en la historia, sino después de la historia, porque precisamente el ser del hombre no sólo es histórico sino también transhistórico.

En verdad, la metafísica en sus argumentos últimos fracasa cuando busca tomar el lugar de la religión. Cosa que quedó demostrado con el idealismo alemán de Fichte, Schelling y Hegel. En realidad, la teología filosófica se descamina cuando pretende sustituir a la teología histórica. Pero sí contribuye bastante cuando antropológicamente permite comprender dos cosas. Primero, que el hombre es un ser abierto al mundo y a Dios. Y, segundo, que la experiencia religiosa no es alienación, engaño o ilusión -como sostuvieron Feuerbach, Marx, Nietzsche y Freud-, sino auténtica dimensión de la existencia humana. Es una experiencia autónoma que está más allá de lo ético-racional, como destaca Rudolf Otto. Lo cual no equivale a negar que la religión pueda ser convertida en el “opio de los pueblos”. Cosa que fue subsanada por la Teología de la liberación de Gustavo Gutiérrez, al cristianizar el marxismo. A diferencia de la teología dialéctica o de la crisis de Kierkegaard, Brunner y Barth -que insistió en la separación absoluta del mundo y Dios, lo temporal y lo eterno-, la teología de la liberación aportó dos ideas centrales: lo inmanente y lo trascendente no están separados, sino enlazados, y la historia es el lugar de encuentro del hombre con Dios. Lo que puede ser leído filosóficamente como que lo metafísico no es sólo lo trascendente, sino también lo inmanente en su enlace con lo trascendente. Y es que el hombre mismo no se agota en pura inmanencia, no es un simple fenómeno del hominismo, porque su ser se extiende a lo trascendente, está involucrado en ese plano ontológico y, por ello, se puede hablar de humanismo. Claro, no me refiero al humanismo ateo, sino al humanismo que admite la trascendencia en su entraña, porque advierte que el ser del hombre es una inmanencia plantada ante la trascendencia. Lo que significa dos cosas, a saber, que Dios -como único ser que está más allá de todo ser- crea libremente el mundo y no por una necesidad de su naturaleza. No es un ser ciego, ni un fundamento impersonal. Y que también, las cosas creadas son Chawpi, están enlazadas a él –“Chawpi” es “enlace” en quechua- en una jerarquía ontológica definida, donde el hombre ocupa un lugar central. Y por ello, Dios es inseparable del amor al prójimo, y la santidad es lucha temporal en la lucha por un mundo más justo, en solidaridad con los pobres, dentro de la perspectiva escatológica del Reino. El nexo entre ética, ontología, escatología y praxis es irrenunciable como amor real al prójimo.

Por ello, el Dios-Idea de la nueva metafísica no tiene que estar reñida necesariamente con el Dios de la revelación y del corazón, ni con la dimensión inmanente de la historia. Entonces, ¿Acaso se justifica pensar el Ser sólo en cuanto ser? Esa es la pretensión de Heidegger. La tarea del pensar nunca será la de un pensar el ser exclusivamente. Ello llevaría hacia una desvalorización injustificable de la vida y del mundo, lo temporal y lo finito, o a su ruptura de su vínculo metafísico con la trascendencia. Y daría lugar al totalitarismo, el superhombre, el genocidio y los holocaustos. Esto ya lo hemos visto. ¿Es pensable el ser desde el ente? Se puede pensar al ser desde el ente, porque el ente es creación del ser y en él encuentra su fundamento. ¿Pero es factible pensar el ser al margen de Dios? Es posible pensar el ser como ser, pero ello es pensar a Dios. Negarlo fue el error más grueso de Heidegger. El ser no puede estar más allá de Dios, porque ello supone separar a Dios de su propia esencia. ¿Es posible secularizar el pensar del ser? Sí es posible, y esa fue justamente la intención de Heidegger. Pero no advirtió que dicha secularización lo subsume en lo más fundamental del proyecto moderno. Por ello, en ese aspecto Heidegger no va más allá de la modernidad no sólo calculadora, sino también secularizada. En otras palabras, tuvo el mérito indiscutible de haber enfatizado en la diferencia ontológica entre ser y ente, pero a costa del grave error de haberla secularizado, demostrando con ello compartir profundamente el increencia nihilista de la modernidad. Y con ello no podía evitar el desmoronamiento de la metafísica.

En realidad, no hay razón para no pensar que la inteligibilidad es la mente cósmica o el pensamiento de Dios, operativa en todas sus criaturas y en su creación. La conciencia y la realidad se corresponden al tener el mismo origen en la mente divina. La objetividad es la manifestación de la causa trascendente en la conciencia. Se dirá que se está recurriendo al argumento de la trascendencia de la metafísica clásica. Y cierto, es así. Salvo que, apelar a una filosofía del ser no representa la vuelta a la metafísica de las esencias de los griegos, aunque sí a la metafísica trascendental de la escolástica. Pero con una diferencia sustancial, a saber, no se omite el papel constructor del pensar. Se trata de partir del valor y la idea fundamental de la idea trascendental del ser para explicar el sentido del ser y el ser del sentido, pensando que de dicha idea participan la sustancia y la esencia de los seres finitos. Pero a su vez hay que reconocer que a nivel epistémico es el hombre el que pone el ser a las cosas, sin que ello constituya impedimento para que reconozca el nivel ontológico independiente del pensar. Por eso, el mundo verdadero no sólo es el todo que se mueve, sino también lo permanente e invariable. En otras palabras, la inteligibilidad del ser trascendental es la razón suficiente del sentido del ser y del ser del sentido.

El hombre no puede soportar su propio absoluto. Se experimenta como un ser finito en el mundo que puede salirse del mundo. El hombre es un permanente salirse del mundo y por ello es una criatura metafísica. El animal está subsumido al mundo, el hombre no. Lo trasciende constantemente. La dimensión ontológica de la trascendencia no es un mero problema teórico para el hombre sino su realidad cotidiana. La metafísica comienza para el hombre no desde que comienza a pensar, sino desde que empieza a existir. Su existencia misma es metafísica, porque la edificación humana del mundo es metafísica. Ello de ninguna manera significa que la metafísica se reduce a una antropología histórica. Al contrario, la antropología histórica es consecuencia de la realidad metafísica del hombre. El hombre es un ser metafísico no porque quiera o se de cuenta, sino que está arrojado a la existencia como tal. El hombre no es un ser metafísico porque conoce, sino porque su esencia es existir trascendiendo la realidad del mundo. El hombre es la finitud con vocación metafísica radical porque su ser está advocado metafísicamente. Por ello para el hombre no sólo se está en el mundo, sino que tiene y hay un mundo. De ahí que sea distorsionante tanto el realismo ingenuo como el idealismo subjetivo tomando en cuenta cada uno o sólo lo ontológico o lo epistemológico. Metafísicamente la primera certidumbre es realista: las cosas y mi existencia son independientes de mi pensamiento. La segunda certidumbre es idealista, o sea contraria: no lo son. Ante esta dicotomía, que termina separando lo trascendente y o inmanente, se impone una tercera certeza, propia de la nueva metafísica de la filosofía de la síntesis: las cosas, mi existencia y mi pensamiento se relacionan en dos planos, el metafísico y el epistémico; pero mi existencia y mi pensamiento constituyen una inmanencia de cara y arraigada en la trascendencia. Y aquí no se trata solamente de la trascendencia de la conciencia o del mundo externo, sino de la trascendencia absoluta, que es Dios. Si el hombre es una criatura metafísica es porque la realidad misma lo es. Es decir, lo inmanente encuentra su fundamento y arraigo ontológico en lo trascendente. Pero este arraigo fundamental no anula la importancia de lo histórico para la existencia humana. Al contrario, lo destaca como lugar de encuentro donde se cruza lo inmanente y lo trascendente. El hombre tiene historia no porque es temporal, sino que es temporal porque tiene historia. O sea, no es un mero ser finito sino un ser histórico donde lo temporal se llena de contenido histórico. Secuenciar hechos individuales y colectivos sobrepasa el carácter meramente temporal, el cual queda como esqueleto de lo histórico. La historia es la presencia de lo pasado por el interés del presente hacia el futuro. Es decir, el recuento de la historia arrastra una carga valorativa que rebasa el tiempo y se llena de contenido ideal. Por ejemplo, la crítica actual al capitalismo exige rebasar el economicismo para abarcar la edificación de formas alternativas de existencia desde la construcción de un nuevo tipo de subjetividad no relativista, escéptica, hedonista, ni nihilista.

La intención de las filosofías del deseo de la posmodernidad intenta impulsar una nueva subjetividad libidinal y lo han hecho rechazando la objetividad y diluyendo la universalidad indiscutida de los saberes. El saber, como poder que elimina la disidencia, se vuelve en estructura carcelaria (Foucault, Vigilar y castigar). Eso es lo que hace justamente el capitalismo al reducir la existencia al ciclo producción-consumo. Al final se convirtió en la cruzada cultural reaccionaria, porque todo desembocó en el rechazo irracionalista de la objetividad, la verdad y la razón. Terminó haciendo el juego a la propia destrucción de la razón que propició el capitalismo. Así desembocaron en teorizaciones chapuceras sin prueba empírica alguna (Lacan), mal utilizaron las matemáticas para formalizar la poesía (Kristeva), propusieron ciencia sin metodología que llevó al solipsismo (Feyerabend, Contra el método, Kuhn, La estructura de las revoluciones científicas), o postularon la naturaleza sexuada de la ciencia (Lucy Irigaray). En suma, el posmodernismo finiquitó en un relativismo epistémico y cultural, que Alan Sokal y Jean Bricmont denominaron “imposturas intelectuales”. En el hombre la situación única de su ser condiciona su sentido del ser. Pero su sentido del ser no es el ser del sentido. El hombre es una criatura aprisionada entre dos absolutos: el absoluto finito que él es, y el absoluto infinito al que siempre aspira y nunca se extingue. Lo cual no puede ser tomado como objetividad indiscutida, como pretende el posmodernismo, porque sencillamente se tratan de verdades asertóricas. En medio de una época profundamente escéptica y arreligiosa el nuevo camino del pensar no puede darse de espaldas a la religión, como supuso Heidegger. El olvido del ser se acentúa con el olvido de lo sagrado. No en vano los presocráticos fueron los iniciadores de la teología natural. Es cierto que el hombre en el fondo de su ser abriga un escepticismo radical, porque no puede considerarse todopoderoso en lo ético cuando sabe que no lo es en el orden del ser. En su desdoblamiento ontológico tiene la experiencia metafísica que no está totalmente arraigado dentro del ser. Ni siquiera puede consolarse con la idea de extinguirse en la Nada. Ni el más radical naturalista ateo abriga esa convicción finalmente. El hombre no arraiga plenamente ni en el ser ni en la nada. Esto llevó a Lyotard (Economía libidinal), Deleuze y Guattari (Mil mesetas, Anti-Edipo capitalismo y esquizofrenia) a la redefinición de la subjetividad, remitiéndola a la inmanencia del deseo en vez de a la razón, junto a la denuncia del capitalismo como máquina deseante. Pero al final su noción libidinal se descompone al tomar en cuenta solamente el principio de placer y descuidar el principio de realidad. El hombre no puede ser definido solamente en función de las fuerzas emotivas pulsionales. Pero he aquí que se revela el sesgo irracionalista de los posmodernos.

Ciertamente, el sentido de lo humano expresa un desarraigo ontológico profundo, porque atrapado en las redes de esta disyunción metafísica percibe que su reintegración en el ser no es de orden lógico, científico, filosófico, estético, ni libidinal, sino existencial y mítico-religioso. Y en sus más elevadas consideraciones escatológicas resigna sus fuerzas para comprender que ese mismo arraigo en el ser que busca tiene que venir de Aquel que lo sobrepasa y es incondicionado. De modo que el sentimiento de poderío del hombre actual no proviene sólo de la era científico-técnica de la modernidad, ni de echarse en brazos de lo libidinal pulsional, sino que es mucho más antiguo y echa raíces en su condición metafísica. Su sentido del ser se aquieta en aquello incondicionado del ser del sentido que es de índole trascendente. Y las fuerzas emotivo-pulsionales lejos de aquietar lo entregan a la deriva de un devenir voluntarista. Pero no sólo la conciencia es productora de sentido, también lo es la realidad. Aquí el sentido de ambas es posibilitado por el sentido de la inteligibilidad de la mente divina. La subjetividad es la constitución fundamental de la objetividad, lo trascendente externo a la conciencia es la constitución fundamental de la realidad, incluso del ego, y constitutivo tanto del ego como de la realidad lo es la inteligibilidad de la razón cósmica o inteligencia de la mente divina. Pero el constituir mismo es un transcurrir de lo finito en el tiempo y en la historia. De modo que se puede advertir que mientras la posmoderna refundamentación de la subjetividad en el deseo libidinal desemboca en la justificación de la inconmensurabilidad de los estilos de vida, en cambio asentarla en la trascendencia afecta a la noción y el alcance de la verdad. De manera que la verdad lejos de ser profanada brinda una nueva imagen objetiva del mundo basada en la presencia de lo inmanente y de lo trascendente en la realidad y en el hombre. Ello tiene repercusiones ético-políticas importantes, porque lejos de defender la multiplicidad relativista de los horizontes de verdad se defiende la objetividad progresiva. Sin lo cual se incapacita al hombre para decidir sobre lo que es válido o bueno. Es por ello por lo que la abolición de la objetividad del saber que la posmodernidad preconiza sirve en el fondo al poder de turno que manipula la realidad. Esto es, renunciar al realismo objetivista lleva hacia el escepticismo, relativismo y al nihilismo. Y la forma de evitarlo es reconociendo que no toda posición de conmensurabilidad conduce al totalitarismo de una forma de racionalidad.

Por ello, al realismo objetivista no hay que renunciar, sino hay que corregirlo. Pues la pretendida descripción de la realidad tal cual es no es conclusa, sino abierta. Ello significa que no hay que perder la confianza en la objetividad del saber, como suponen Lyotard, Deleuze, Derrida, Baudrillard, Negri, Jameson, Rorty y Vattimo, sosteniendo erróneamente el fin de los grandes relatos, sino que hay que entenderlo como el camino progresivo del conocimiento humano. La objetividad del realismo ha resultado un tiro en la sien de la razón, promoviendo la dislocación moderna del sujeto a favor del poder tecnocrático del capitalismo. Una cosa es el mundo real y otra el mundo reducido a puro fenómeno de la conciencia. Una cosa es el tiempo del mundo real y otra cosa es el tiempo fenomenológico de la conciencia. Pero ambos tiempos son el tiempo como forma de constitución de lo finito. El tiempo fenomenológico permite la constitución del sentido del ser objetivo, pero el tiempo del mundo real permite la constitución del sentido del ser independiente de la conciencia. Y por ello mismo la realidad está en constante fluir y lo objetivo conocido también va cambiando progresivamente.

Lo primero fue advertido por el vitalismo bergsoniano y lo segundo por el historicismo diltheyano. Toda la orgullosa fanfarria del nominalismo y del idealismo subjetivo que llega a límites escabrosos en el posmodernismo se derrumba. También toda la soberbia del racionalismo cientificista se tornó ridícula, pues la razón debe permanecer abierta a las verdades suprarracionales. Toda la realidad del mundo no humanizado vuelve a emerger como una pesadilla durante la pandemia del Covid. La violencia tecnológica ha sido derrotada. Y puede seguir siéndolo si se liberan virus desconocidos de los glaciares, hoy en retroceso. Lejos de lograr aquel sueño alquimista de la intimidad con las cosas, la naturaleza se subleva antes que las máquinas se rebelen. Entonces, ¿Qué es aquello de la naturaleza que ha dado de bruces a la orgullosa modernidad? ¿Qué es lo que nos aterra tanto del carácter impredecible del ser físico? ¿Por qué temblamos ante el mundo de las cosas manipuladas, pero nunca domesticadas? Es el sentido del ser ontológico el que abofetea el orgullo subjetivista y solipsista del sentido del ser gnoseológico en la modernidad tardía. Pero la unidad del tiempo como forma de constitución de lo finito lleva hacia un fundamento que trasciende la estructura temporal y que sólo puede tener su origen en el ser eterno. La temporalidad hace posible el fluir de la conciencia y de las cosas independientes del ego, y lo eterno hace posible el fluir de la temporalidad misma. No obstante, el sentido de lo eterno se ha extraviado en la modernidad tardía. Esta modernidad es reactiva al sentido de la eternidad porque rechaza la vejez. ¿Y qué es la vejez? Vejez es, en primer lugar, sentido de lo eterno y, en segundo lugar, sinónimo de sabiduría. La modernidad finisecular es tan hostil a la vejez porque es fugacidad, prisa, energía, enaltece la actividad por la actividad, en cambio la vejez es tranquilidad, contemplación, oración, sentido de lo eterno y sentido de la muerte. La modernidad esclerótica con su descreimiento y efebolatría ha empobrecido la vida y ha olvidado la esencia de la vejez: la cual es sed de eternidad, sabiduría y sensatez. Efectivamente, la modernidad es necedad e insensatez porque ha postergado lo absoluto por lo finito, lo trascendente por lo inmanente, es temporalidad, lo joven y ha arrastrado la historia por la voluntad de poder de lo instantáneo. Ahora se explica por qué se reniega de la vejez queriendo revertir su proceso. No en vano la última gran mutación del hiperimperialismo, esto es, el capitalismo digital, invierte fortunas en el proyecto de manipular el genoma humano para vencer la muerte y ofrecer a sus ricos clientes el elíxir de la vida de la inmortalidad terrena. La modernidad ha extraviado el sentido de la muerte o de la buena muerte, porque ha traspapelado el sentido de la vida. Al identificar la muerte simplemente como la cesación de la vida se ha dejado de comprender que tan importante como es temer morir lo es también temer vivir. Así se busca la vida eterna por medios materialistas, porque se suprimió el horizonte espiritual de la otra vida. La humanidad del deseo de la modernidad periclitada se volvió inmadura. Nuestra concepción de la muerte decide gran parte de las respuestas a las preguntas que la vida nos hace. Cuando la muerte es despojada de su sentido espiritual, entonces la vida queda impregnada de un valor económico-material. La vida queda reducida a un epifenómeno de la materia. Y ello es suficiente para que la vida quede reducida a un nivel de puro usufructo y pitanza. Con el argumento de aceptar las diferencias y aumentar la capacidad para soportar lo inconmensurable, la vida quedó subyugada al deseo del ego palabrero, narcisista, hedonista y anético. Es el sujeto débil dotado de un supra poder bélico-técnico.

La temporalidad fenomenológica es la forma de la constitución del objeto y del fluir de las vivencias del ego, como la temporalidad del mundo real es la forma de constitución ontológica de las cosas y su fluir real. Por ende, temporal es la forma de todo lo que se va constituyendo y tiene génesis e historia. Pero la estructura temporal misma en la naturaleza y en el hombre no presenta una motivación pasiva sino activa. Hay una unidad de motivación en la estructura de la temporalidad que señala a lo eterno. Es decir, la unidad del sentido del ser remite al origen del ser del sentido. Y siendo la unidad del sentido del ser de carácter temporal, el ser del sentido es de carácter eterno y tiene que ver con la motivación activa de la inteligencia divina. Hay mundo y objetos en la estructura temporal porque se da el logos radical y universal en lo eterno. Lo que significa que el radical logos constituyente no es el logos de la conciencia ni el logos de la realidad, sino el logos de Dios. Sólo por éste se tiene mundo y objetos, sentido del ser real y sentido del ser objetivo. La unidad de ambos sentidos del ser es lo que se puede llamar Inteligibilidad o Razón Cósmica. Esto resulta para la racionalidad posmoderna puro platonismo jerárquico, y contra él dice que hay que defender la inconmensurabilidad, la diferencia, el modelo abierto y el disenso. La alergia del posmodernismo a la jerarquía es contra natura, pues la realidad y el alma humana hacen de la jerarquía un requisito causal o una necesidad vital. La jerarquía, ya lo decía Simone Weil, está constituida de cierta veneración. Y esto se lo hace pasar como un ir más allá del consensualismo democrático liberal. En realidad, la ofensiva sistemática contra la objetividad, por parte del posmodernismo, fortalece el terrorismo estructural del capitalismo porque nihiliza al hombre, destruye el sentido de la vida y pervierte la vida cultural.

Ahora se comprende que el problema de la corrupción, por ejemplo, no es sólo un problema legal, político, ético y moral, sino económico-cultural asentado en una determinada imagen del mundo. Si el ser humano pierde una base firme para decidir lo que es bueno o válido, entonces no es extraño que campee la corrupción. Si “todo vale” ¿cómo evitar que lo nefando y perverso también valga? Por eso, en una filosofía de la integración de lo inmanente y lo trascendente se puede admitir una razón cósmica como el punto de constitución genético-temporal del mundo o de lo finito. No se trata aquí de la razón racionalista de las evidencias conceptuales, ni de la razón de las evidencias vivenciales, sino de la razón de lo trascendente inserto en la historia. La metafísica clásica habló hasta la saciedad de lo trascendente y entendió que trascender es ir de la realidad del mundo a una causa trascendente que lo explique.

Ahora bien, esta causa trascendente se manifiesta tanto en la realidad de las cosas como en la conciencia humana. Pero aquí no se trata de explicar el mundo con esa causa, sino de tan sólo dejar constancia de su presencia. No se busca arribar a una teología filosófica que sustituya a la teología revelada e histórica, sino que ayude a comprender la totalidad del hombre y del mundo. El sujeto no hace ontológicamente al objeto externo, ni es éste una mera representación mía, la subjetividad es constituyente de la manifestación fenoménica de las cosas en la conciencia, pero el mundo no agota su realidad en la manifestación constituyente de la conciencia, sino que la trasciende. La realidad independiente de la conciencia es constituyente de la manifestación de las cosas en el tiempo. Pero la unidad constitutiva del mundo y de la conciencia es el logos radical que no es finito ni temporal sino eterno. Resulta siendo objetiva la jerarquía ontológica del mundo

Por ello, el problema radical de la filosofía no puede limitarse a lo que aristotélicamente es el ente en cuanto tal, del cartesiano yo pienso, la constitución kantiana del objeto, los datos científicos comteanos, los bergsonianos datos inmediatos de la conciencia, la conformación husserliana del ego, la orteguiana razón vital, el heideggeriano ser puro, ni el contingentismo del deseo posmoderno, sino que en rigor tiene que llevar hacia una visión totalizante y unitaria del mundo. O sea, el valor y objeto de la filosofía es llevar hacia la constitución suprema realizada por la razón cósmica del ser eterno en lo finito. Esta reconstitución es la suprema visión que ofrece la filosofía como problema radical.

Por esto la filosofía no puede limitarse a ser vida esencial, trascendental o vida científico-natural de lo inmanente, porque la filosofía sólo es razón absoluta cuando evidencia en la unidad de la temporalidad la presencia no sólo de lo racional sino también de la irracionalidad. Es decir, el ser absoluto no es la conciencia pura, ni la realidad independiente de la conciencia, sino la Razón eterna en que se funda la unidad del sentido del ser finito. Pero hay una fuerza poderosa que contribuye al extravío del sentido del ser y es la razón técnica bajo el capitalismo. La técnica no esclaviza al hombre porque su esencia sea convertir toda la realidad en utilizable, sino que lo esclaviza cuando convierte al creador de lo útil también en mercancía. Pero ¿Cómo puede esclavizar a un ser esencialmente libre? Haciendo que el hombre deje de pensar y deponga sus decisiones en la técnica porque ya se siente alienado frente a su creación. La técnica vuelve superflua el pensar subjetivo y el conocimiento de sí mismo, no porque sea la condensación del pensar objetivo, sino porque en dicha condensación va involucrado su enajenación respecto a su creación. Marx, en el primer tomo de El Capital, explica bien el proceso de enajenación del trabajo bajo el concepto de “acumulación originaria”, la cual incluye la expropiación de los medios de producción, la formación de un ejército de desocupados y la conversión de la mano de obra en trabajo asalariado. Esto representa no sólo la hegemonía del valor de cambio sino la conversión del mismo trabajador en mercancía enajenada.

O sea, la técnica trivializa el pensar personal no porque otorga la prioridad al ente y no al ser. Ello es un extravío abstracto de Heidegger. Sino que lo trivializa porque el artesano es sustituido por proletario y éste es enajenado del producto de su trabajo. No es el poder de la esencia de técnica lo que ha destruido la riqueza de la vida y del habla cotidiana, lo que lo ha hecho es la estructura antihumana del capitalismo. Del otrora bello y poético uso del lenguaje casi no queda casi nada porque bajo la alienante estructura capitalista la vida se ha despoetizado, se volvió violenta y ajena a la esencia creativa del hombre. Así, bajo el imperio del capitalismo digital la semántica se degrada cada día en semiótica de emoticones. Los grandes pensamientos ya no visitan al hombre, ya no llegan a nosotros porque la embriaguez económica de lo técnico es un muro contra el buen hablar y el genio idiomático. El instinto lógico del habla se está atrofiando porque la lengua, la cultura y el saber han sido convertidos en mercancías por la valorización capitalista.

La socialización inesencial promovida por la manipulación técnica del capitalismo ha matado la posibilidad de acercarnos a lo esencial. Es más, promueve el pensamiento antiesencialista. No es la técnica la que nos ha arrancado de la Tierra y como el mítico Anteo hemos perdido la fuerza al ser desgarrados de ella. La técnica es una fuerza neutra, pero en manos del capitalismo va desvinculando de sus raíces a la humanidad, ésta va muriendo porque previamente la ha deshumanizado. El hombre de hoy ha sido entregado por entero a esta manipulación de la técnica por parte del capitalismo y se transforma en una megamáquina inmanejable. La estrechez urbana es el símbolo máximo de esa vida artificial doblegada por la técnica. La década de la escolaridad consiste en apartar al educando de la naturaleza, lo cual resulta nefasto para su formación vital y espiritual. Pero la intelectualidad especializada del mundo tecnocrático ya no llega a ver estas verdades. Y todo apego a la naturaleza y al terruño lo tilda de folklorismo. De vivir tan abigarrados en las megalópolis hemos olvidado el valor que tiene la soledad y la naturaleza. Y es que la soledad y lo natural no responde a los intereses de la racionalidad funcional de la modernidad tardía que extingue el sentido del ser en su frenética búsqueda de intensificar la valorización del capital. ¿Puede la hegemónica cultura técnica en manos del capitalismo salvar a la Cultura de su tragedia? No.

La cultura objetiva de la era técnica predomina, enajena y empobrece constantemente la cultura subjetiva de los individuos. Y justamente esto era lo que pensaba Simmel. La hegemonía de la cultura técnica patrocinada por la estructura capitalista se da en la modernidad secularizada de Occidente. Es decir, acontece con el ocaso de la metafísica, la filosofía y la religión. Y esto no es casual, sino sustancial. No es fortuito que Lyotard (La posmodernidad explicada a los niños) asocie la crisis de la filosofía metafísica a la de los grandes relatos, con su creencia de que existe la Idea objetiva y cuyo objetivo principal es la emancipación humana. Es decir, posmodernismo es conservatismo dentro del horizonte de la diferencia.

La esencia de la técnica es el control y manipulación del objeto, pero ello de por sí no tiene que enajenar al hombre. Entonces ¿será posible esperar que el paso hacia la orgánica y finalista fase neotécnica de la era técnica, pueda repotenciar a la alicaída cultura subjetiva? ¿La repotenciación de la cultura, que otrora estuvo a cargo de la religión, puede ahora estar a cargo de la cultura neotécnica? ¿Existe, acaso, en la esencia de la cultura neotécnica algo que pueda satisfacer los más profundos anhelos humanos de eternidad, absoluto y trascendencia? ¿La fase neotécnica representa una mutación en la esencia de la técnica que de calculadora la vuelva finalista? ¿O al contrario dicha fase será la profundización del inmanentismo y el olvido absoluto de toda trascendencia? ¿Acaso no es el propio capitalismo el que impide la expansión de todos los beneficios de la era neotécnica? Sí. Quizá sea temprano en la historia para dar una respuesta convincente en todos los aspectos. Pero mientras se despeja el horizonte de la técnica en su nueva mutación, seguirán siendo los valores absolutos, eternos y religiosos los únicos capaces de sacar a la cultura de su tragedia y ocaso. ¿Pero se está despejando el horizonte para que la religión sea una tabla de salvación o al contrario se están cerrando todas las posibilidades en este sentido? La avasalladora secularización de la tardía modernidad de la civilización occidental parece confirmar lo último. Y con ello se estaría consolidando la tragedia completa de la cultura en medio de la decadencia de la civilización moderna bajo los marcos del galopante capitalismo. El pensamiento moderno ha paralizado el pensamiento respecto al sentido de las cosas. Y ello ocurre por responder hegemónicamente al saber científico-técnico, el cual no es comprensión del mundo, sino manipulación efectiva de las cosas subsumida a la lógica del capital.

Mientras tanto aparece el transhumanismo como el afrodisíaco ideológico que destila la civilización tecnológica. Es el nuevo opio de la tecnoutopía fomentado por el capitalismo digital. La creencia en que el ser humano puede mejorar en lo psíquico, intelectual y lo físico por medio de la tecnología, olvida que lo esencial del hombre no es su cuerpo sino su espíritu. Y precisamente el espíritu arraiga más en el ser que en el ente. El nihilismo y la negación del sentido del ser se condice muy bien con la era técnica bajo el poder del capitalismo posmoderno, porque ésta atiende a la tranquilidad práctica e indiferente frente al fundamento del mundo. En cambio, todo lo que remite al fundamento absoluto experimenta un rechazo instintivo para el hombre tecnológico. Ahora bien, la unidad de sentido del ser finito se quiebra constantemente porque la vida luce asiduamente como un enigma entre el nacimiento y la muerte. La filosofía y la religión no son un tipo de concepción del mundo, aunque pueden serlo, para enfrentar el enigma de la vida. Las concepciones del mundo llevan hacia la sabiduría, pero no hacia verdades universales. Mientras la filosofía pone el énfasis en la razón, la religión en la creencia. Y tanto con la razón o con la fe se acceden a verdades universales. Frente a esto Vattimo (El futuro de la religión, Creer que se cree) bate palmas afirmando que la secularización se ha vuelto en esencia del cristianismo. Cosa que le reprochó Rorty (Una ética para laicos) por hacer uso de la retórica postcristiana, en vez de asentar el amor en el respeto porque al amor al prójimo es imposible.

Pero la filosofía no sólo es una forma de conocimiento o ciencia, sino también se da como forma de vida -como en los cínicos, cirenaicos e incluso estoicos- y como doctrina de la vida. No se puede encerrar a la filosofía a una sola de sus formas, porque es todas sus formas, La filosofía es unívoca sino multívoca. La filosofía no sólo es rigor conceptual y teoría, porque puede tiene la profundidad de la sabiduría. La filosofía como ciencia estricta es sólo uno de los modos de vivir la filosofía, pero no es la única ni la exclusiva. De lo contrario Sócrates no sería considerado filósofo. Es más, en cada época humana junto a la sabiduría se dio una forma de religión, ciencia y filosofía. Y es así porque el hombre se halla constitutivamente en su vida rodeado de lo invisible y en constante trato con lo invisible. El sentido del ser brota del enigma de la vida. Por eso el problema filosófico puede tener una expresión abstracta, pero surge de una situación raigal concreta. Pero la modernidad tardía se ha revelado como el desarraigo y decadencia del sentido del ser.

Pero no existe “la” filosofía sino “las” filosofías. Esta problematicidad de la filosofía se presenta en tres formas: naturalismo (materialismo antiguo y moderno, positivismo, neopositivismo, estructuralismo, postestructuralismo, semiótica, postmarxismo, pragmatismo, postmodernismo), idealismo objetivo (Platón, Aristóteles, estoicismo, filosofía helenístico-romana, especulación cristiana, Spinoza, Leibniz, Schelling, Hegel, Schopenhauer, Bolzano, Dilthey, Bergson, Scheler) y finalmente el idealismo subjetivo (Descartes, Berkeley, Kant, Fichte, Maine de Biran, Mach, Cassirer, Collingwood, Husserl, Heidegger). Todo lo cual no niega que la filosofía sea siempre una y la misma todo el tiempo. Y, es más, en vez de sumergirnos en el relativismo y el escepticismo se trata de reconocer el aspecto de objetividad y verdad. En última instancia, a la verdad se aspira y no se la posee. La filosofía de la filosofía en vez de diluir la verdad en el relativismo escéptico ratifica el sentido del ser como necesidad primaria incardinada en la realidad del espíritu. Si en la vida emergen verdades objetivas es porque la búsqueda de un sentido del ser es irrenunciable en la vida del espíritu. Esto no significa que la afirmación de la objetividad se reduzca al hecho de la objetividad en vez de a la objetividad del hecho. Toda verdad está sometida a la condición histórica de hecho, pero la verdad no depende de la condicionalidad histórica. Y este fue el gran yerro de Gadamer, que hizo de la tradición el cedazo por el cual se capta la verdad. Es decir, la verdad depende de la tradición y así hasta el nazismo queda justificado. Con ello derivó hacia un relativismo historicista.

La negación histórica de la verdad es un contrasentido, pero esto no impide el valor objetivo ideal de la verdad. El sentido del ser se da empíricamente en el espíritu, la historia y el tiempo, pero su estructura pende de lo que sea esencialmente en cuanto tal. Pero cuando se grita a los cuatro vientos que la caída de los grandes relatos es el fin de la metafísica objetivista, con su inaceptable sistema universal y su historia progresista y escatológica, lo que en verdad se entroniza es la autorrealización de la diferencia en la pura inmanencia. Sin embargo, cada desvelamiento del ser es un particularísimo oscurecimiento. La filosofía prehistórica de lo numinocrático fue una metafísica de la presencia a costa del ser como símbolo. La filosofía mitomórfica del paleolítico superior fue una metafísica del símbolo a costa del ser como idea, La filosofía mitocrática del neolítico fue una metafísica de la idea a costa del ser como concepto. La filosofía logocrática de Grecia fue una metafísica del concepto a costa del ser como metáfora. La filosofía teocrática del Medioevo fue una metafísica de la analogía a costa del ser como ente. La filosofía nominalista de la modernidad occidental fue una metafísica de los entes en desmedro del ser como absoluto. La filosofía nihilista de la posmodernidad occidental es una metafísica inmanente de la diferencia, lo contingente y del deseo, a costa del ser finito frente a lo absoluto. Esto no lleva a pensar que no hay verdadero comienzo del ser, sino que hay comienzos verdaderos del ser, aunque parciales. A todo verdadero comienzo le cuesta efectuarse, porque nunca es un despliegue con la verdad absoluta sino con la verdad finita y parcial. Y por eso mismo nunca desfallece la luz de su inicialidad pura. Por eso la filosofía del ser no es una metafísica de lo numinocrático, mitomórfico, esencias, existencias, lo finito y la diferencia, sino una metafísica trascendental, porque toda aparición epocal del ser es una participación de la sustancia y esencia de los seres finitos en el valor trascendental del ser. De modo que el pueblo andino y demás pueblos ancestrales pueden ser un nuevo comienzo del ser, que con su religiosidad haga posible el nuevo arraigo en el ser, pero nunca serán el único comienzo verdadero. Incluso el Occidente capitalista moderno con su ateísmo y nihilismo es la humanidad que decidió olvidar el ser, pero en ese olvido se encierra otro comienzo parcial del ser. Por ello, la razón técnica bajo el capitalismo al entronizar la metafísica del ente y desarraigar la metafísica del ser inauguró otra parcial revelación del ser. ¿Es posible que esta metafísica del desarraigo, que tiene su fundamento en la razón técnica alienada, pueda devolvernos a otro comienzo del ser? Sí, es posible.

La razón técnica al pasar de lo mecánico a lo orgánico, de lo inerte a lo vital, abre una senda nueva en el corazón mismo de la era técnica y con ello en el acceso al ser. No obstante, nunca dejará de ser otro acceso parcial de lo finito y temporal en lo infinito y absoluto. Todo lo cual no es una negación del acontecimiento decisivo del cristianismo, porque una cosa es el relativismo sin absoluto (materialismo y nihilismo) y otra el relativismo con absoluto (lo contingente sujeto a lo permanente). ¿Pero podrá el mito regenerar el sentido del ser? Para Lyotard (La condición posmoderna) la ciencia necesita de la metáfora y el mito para fundamentarse mejor, porque considera que la universalidad ha sido liquidada. Incluso considera que el capitalismo es un relato que ha dejado de tener validez, y lo dice sin darse cuenta de que el mito del fin de los metarrelatos es la mejor coartada del capitalismo. Y en el coro de ranas lo acompaña Vattimo al afirmar que “sólo la estética puede salvarnos”. De hecho, cuando el posmodernismo afirma que no hay telos posible ni dirección racional que organice la historia, está justificando la injusticia de la primacía política de las clases adineradas.

Ahora bien, el mito no sólo es parte de la constitución esencial de la conciencia, sino que se da con la realidad misma, se manifiesta en el ser. El mito es el horizonte metafísico en que se manifiesta lo sagrado y adviene la revelación. En el mito está lo divino, el ser del sentido, porque el ser mismo no está más allá de Dios, sino que es El. El mito señala la misteriosa participación de todo lo existente en la divinidad, en el ser. En el mismo horizonte metafísico del mito se hacen posibles los antimitos (oposición entre ciencia y religión), los pseudomitos (mitos con falsa trascendencia) y los mitoides (mitos secularizados, el ser más allá de lo divino, el posmoderno “todo vale”). Cada desvelamiento y oscurecimiento del ser se manifiesta en lo mítico. El mito expresa una verdad mediante una imagen. Y el ser antes que palabra es imagen. Por eso la dinámica metáfora poética siempre está más cerca del ser que el congelante concepto. El falso camino del pensar es divorciarlo del mito. La pregunta por el ser implica descubrir la presencia del mito en el mismo preguntar. Pero no se trata de superar ni repetir la posición antimitológica, sino de profundizarla. Incluso la misma técnica que entronizó la metafísica del ente sobre el ser, deviene en mito en la medida que la misma técnica se torna más teleológica, vital y orgánica. ¿Es posible que la humanidad esté marchando hacia una metafísica del desarraigo antimitológico para asumir una metafísica del arraigo mitológico entre razón y fe, mito y ciencia? ¿Es posible que se esté abriendo camino la utopía epistémica de la síntesis entre razón y mito? ¿No será la crisis posmoderna del nihilismo el horizonte metafísico del humanismo trascendental analógico del porvenir? Eso es lo que se avizora en la lejanía.

El hombre nihilista de la era tecnológica capitalista puede vivir el desarraigo del ser y su sentido, lo universal y lo absoluto, pero ello no significa que el ser viva un propio desarraigo. Al contrario, castiga el desarraigo humano con la naturaleza. La pandemia es sólo una de sus numerosas reacciones. El ser no es el ente, no es la naturaleza, pero la envuelve como un capullo interminable y consolida la unión de lo inmanente con lo trascendente, lo temporal y lo eterno. La tecnología dominada por el capitalismo nunca podrá cerrar la brecha entre el ente y el ser porque ella misma es un ente. La diferencia no sólo es de forma sino también de fondo. Algo que sólo permite el control, el dominio y el cálculo no puede dar cuenta de una fuente inconmensurable, incondicionada e intemporal que determina el ser del sentido y condiciona el sentido del ser.

Ahora bien, el ser es algo distinto de la esencia, la esencia es el ente no el ser, a esto se llama la diferencia ontológica. Pero, por un lado, de aquí no se puede deducir que el sentido del ser no tenga que ver con las esencias ónticas. El sentido del ser abarca no sólo el ser en cuanto tal sino también el ser en cada caso. El ser no es una cosa o esencia más. Pero, por otro lado, de aquí puede decirse que el ser no sea esencia o ente supremo, pero no puede decirse que no sea el Ser supremo. El Ser supremo no es ente ni esencia, simplemente es Ser del que pende todo ente y toda esencia en su existencia. Por ende, el sentido del ser comprende no sólo lo óntico, sino que lo ontológico se identifica con el Ser supremo porque no es ente. Justamente por ello si bien el sentido del ser se constituye para el hombre en el tiempo, sin embargo, trasciende la realidad antropológica y temporal. El significado último del sentido del ser hunde su plenitud en lo eterno. Ni siquiera para la constitución del ser ante nuestra mente conserva su unidad el ser y el tiempo, porque el hombre percibe la unidad radical entre el ser y la eternidad. El sentido del ser gnoseológico depende del hombre, el sentido del ser ontológico depende de la realidad, pero la unidad temporal del sentido del ser tiene su base en el ser del sentido del Ser supremo que no es ente. El sentido del ser halla su fundamento en el ser del sentido, como condición de posibilidad transtemporal de lo ontológico. La realidad es plural y compleja sin necesidad de recurrir, como los posmodernos, a la negación de lo universal y absoluto, ni negar la razón universal por las racionalidades locales, ni sustituir la validez universal por la validez limitada, inestable y local. Lo plural no encierra la negación de lo universal. En este sentido, Auschwitz y el totalitarismo del comunismo soviético en vez de ser la negación de la razón universal es su confirmación, porque siendo una negación del progreso y de la emancipación humana ratifica a éstos como sentido de la historia. Y esto es tan cierto sin negar que millares de microhistorias sigan tejiendo el entramado de la historia. Las historias parciales e incompletas de la vida cotidiana no son ajenas al gran curso histórico, se dan dentro de ella.

Ahora bien, la condición pre-ontológica no sólo afecta al hombre al estar constitutivamente abierto a las cosas y a sí mismo, sino que también es propio de los entes al estar abiertos al ser. La realidad de Dios no es la realidad de los entes, incluido el hombre. Y si en el hombre el ser se manifiesta de modo ascensional, en la materia lo hace de modo descendente. En la realidad de los entes finitos se da una manifestación ascendente y descendente del ser, porque todos los entes están abiertos al ser. En la razón inicial de la evolución misma y en la entropía que se sumerge la materia está la realidad de Dios. Es apertura del ser en ascenso o en descenso, creadora o repetitiva. Estar abiertos al ser es el modo de ser todos los entes finitos, pero en el hombre tiene la peculiaridad de presentarse como “comprensión del ser”. Esto hace que el ser y su sentido esté presente al hombre de modo eminente, y es así porque su propio ser está comprometido con su realización práctica. Pero el hombre no es el ente en que le es presente el ser mismo, sino su apertura sería identidad y no lo es. Al contrario, el hombre es el ente que le es presente sólo la patencia del ser. Y hay una gran diferencia entre estar presente el ser o estar presente su patencia, porque la patencia implica dos cosas, la presencia y el ocultamiento. Precisamente es así como el ser aparece y se abre al hombre, como revelación y ocultamiento, ser y nada. Y es así porque el mundo de lo finito sujeto a la contradicción y el devenir se encuentra zarandeado entre el ser y la nada. Otra cosa es que dicha patencia del ser en el hombre cobra un grado superlativo, que provoca en él distintas actitudes (indiferencia, angustia, éxtasis). Dicho con más precisión los entes finitos están abiertos a la patencia del ser en vez de a su presencia completa. Es por ello por lo que debe entenderse al hombre no desde el ser, sino sólo desde su patencia, porque el hombre vive con vistas a su propia realización. El hombre es lo que es por y desde la patencia del ser, o sea desde la dicotomía del ser y la nada. Ese algo desde el cual el hombre es, no es el ser sino la patencia del ser.

Por eso la existencia humana es llegar a ser lo que es desde el juego contradictorio e incesante del ser y la nada. Lo cual no autoriza a negar su esencia para dejarlo en su pura existencia. El hombre se caracteriza por ser una esencia que se realiza en su existencia. La realización de su existencia real depende del modo cómo efectúa lo que es. En definitiva, el hombre como ente es patencia del ser, que envuelve una toma de posición existencial ante ello. Por esto la ontología fundamental no puede limitarse a un análisis ontológico de la existencia humana, porque hace que el análisis del sentido del ser quede atrapado en la antropología inmanentista y temporalista. En este sentido, ser “en el mundo” no sólo es una posibilidad de ser del hombre, sino de la totalidad de los entes finitos. Por ello la comprensión de la patencia del ser es una comprensión del mundo como totalidad de cosas o entes. Es decir, desde la comprensión de la patencia del ser se da la comprensión del sentido del ser. Pero la patencia del ser no es la “verdad”, la verdad es sólo uno de los modos en que se da la patencia del ser. Patencia, comprensión y verdad son momentos diferentes del sentido del ser. No es que la mundanidad sea un momento de la existencia humana-como afirma Heidegger-, al contrario, es la existencia humana un momento de la mundanidad. Y esto es así porque la mundanidad del mundo precede a la mundanidad de mi mundo. Este situarse más allá del antropomorfismo moderno tiene un sentido realista. En cambio, tiene un sentido nominalista en Kant -al diluir los conceptos universales-, en el segundo Wittgenstein -al entender el lenguaje como juegos del lenguaje-, y en Lyotard -al sustituir la racionalidad universal por las racionalidades locales-. A la comprensión ontológica del mundo, por parte de la existencia humana, le antecede la patencia pre-ontológica del mundo. La patencia pre-ontológica de lo óntico es la base de la comprensión ontológica del hombre. El sentido del ser de la existencia humana y el sentido del ser de los entes intramundanos se bosqueja desde la existencia de la patencia misma del Ser en el mundo. Esto significa que el modo de existir de los entes y del hombre se da en la posibilidad del devenir mismo. La futurización del ser de la existencia encuentra su máxima expresión en la realidad humana, como la única forma de ente intramundano que descubre que no sólo vive para lo temporal, sino también para lo eterno, lo transhistórico y sobrenatural.

De ahí que el ser de la existencia humana encuentre como propia posibilidad de existir el sentido del ser en términos supratemporales. El ser del hombre descubre un sentido del ser que no es un ser para la muerte, sino como futurición para la vida eterna. El ser de la existencia humana es un ser para la vida eterna. Lo eterno es un momento posterior del tiempo inscrito como momento del ser de la existencia futura misma. El futuro es la dimensión por la que la eternidad ingresa en el tiempo y tiene la virtud de destacar el primado ontológico del todo sobre las partes. El hombre no es en el futuro porque esboza proyecto y vive en la posibilidad, sino que en su posibilidad está ínsito un modo de ser en la futurización transtemporal. Pero la futurición de su existencia desborda la propia posibilidad de su proyecto de ser, porque su línea del tiempo es histórica y en ella es un hito y no sólo la semilla del logos, sino su revelación histórica con Cristo. Con lo cual la existencia cobra un carácter escatológico que lo trasciende y lo determina. En buena cuenta, el hombre puede depender de su proyecto existencial para vivir, pero su vida transtemporal pende del propio fundamento del sentido del ser, a saber, el Ser supremo. Lo escatológico es otra forma en que se manifiesta la imbricación de lo inmanente y lo trascendente, lo temporal y lo eterno.

Por ello, no es la futurición lo que determina el presente actual, sino que es lo patentizado como Revelación en el presente histórico lo que determina la futurición del existente. Ahora se comprende por qué una teologización filosófica no debe sustituir a la teología revelada e histórica, sino, al contrario, tomarla en cuenta para esclarecer el destino del hombre. El sentido del ser se esclarece y enriquece cuando se asume que la religión no es alienación, sino auténtica dimensión de la existencia humana. De manera que nuestra existencia no es solamente temporalidad, sino también eternidad. Por esto, el sentido del ser de nuestro existir es temporalidad y eternidad, o, mejor dicho, eternidad desde la temporalidad. La unidad del ser en el que existimos se resuelve como finitud plantada ante lo Absoluto. El hombre siente el llamado de lo eterno porque su ser no se agota en lo temporal finito. Esto fue lo que percibió Edith Stein al distinguir el ser finito y el ser eterno dentro de una ascensión al sentido del ser. Comprender al ser finito sólo desde la temporalidad lleva hacia muerte, por ello el ser exige ser entendido desde el ser eterno. Lo cual revela que el sentido del ser humano es que él lo inmanente y lo trascendente deben unirse. La plena comprensión del hombre aflora en un abrirse de lo finito a lo infinito, de lo particular a lo universal.

La existencia humana no sólo trasciende porque su existencia es temporal, sino porque está llamado a la eternidad. Lo que hace posible la diferencia ontológica -es decir, la comprensión del ser y no sólo la comprensión del ente- es porque mi ser no sólo es temporal, sino también transtemporal. Esto significa que el sentido de ser de mi existencia es a la vez temporal y transtemporal, un horizonte desde el que se comprende el ser que no es ningún ente, a saber, el Ser supremo. De modo que el tiempo no es el horizonte del ser, sino sólo de los seres finitos. Pero aquella intersección entre tiempo y eternidad es el horizonte del sentido del ser para el hombre. La diferencia ontológica se funda en una trascendencia que está más allá de lo temporal y que constituye el sentido del ser. Y esta trascendencia no sólo tiene estructura temporal, sino también transtemporal. Esta peculiar trascendencia y comprensión del sentido del ser pertenecen a la existencia humana. Esclarecer esta trascendencia es el asunto decisivo del existir humano. La patencia del ser y de la nada se da a todos los hombres, pero se da no sólo por la temporalidad sino también por la transtemporalidad. Entre los entes intramundanos es el hombre el que capta lo transtemporal en lo inteligible, lo que va más allá de lo empírico, con carácter necesario y universal. La filosofía no es un mantenerse en la nada para patentizar el ser, esta es sólo una de sus posibilidades. La filosofía es una posibilidad incardinada en la estructura de nuestra existencia, que no sólo es posible como temporalidad, sino también como transtemporalidad.

Por eso, la filosofía no es mera tematización de la trascendencia de la existencia, sino que es el llamado de una existencia instalada en el tiempo, pero cuyo ser está advocado hacia lo eterno. La filosofía no surge por un acto de reducción fenomenológica, ni por un acto de tematización de la estructura ontológica de la existencia, en realidad no surge, sino insurge como posibilidad incardinada del existir. Por ello, el sentido del ser es mucho más vasto de lo que hasta ahora había parecido. El sentido del ser no es sólo el carácter de las cosas que están ahí en sus diversas manifestaciones. Ni gira especialmente en torno al hombre. El ser es “como la luz”, decía Aristóteles, pero que no sólo ilumina los entes, sino también a sí mismo. La consideración del ser como aquello que no es un ente no implica el divorcio del ser respecto del ser supremo, sencillamente porque el ser supremo no es un ente, sino plenamente el Ser. Pero la consideración del ser en y por sí mismo no es tampoco divorciar la metafísica de la ontología. Se puede hacer metafísica del ser en cuanto tal. De modo que el objeto de la filosofía no es sólo el ser en cuanto tal, sino también el ser en cuanto ente. En cambio, en la deconstrucción derridiana encontramos el intento de evaporar el sentido del ser en el signo lógico gramatical. Siendo el signo un ente, se comprende la falacia de afirmar que el signo crea el sentido porque el sentido no es antes del signo. La deconstrucción es la sacralización del texto sin el contexto. De modo que, mutilando el contacto con la realidad exterior no es difícil decir que el sentido no pertenece a la cosa sino al signo. Así, el sentido del ser queda transformado en un juego de la escritura. La deconstrucción de Derrida es la fenomenología husserliana enloquecida. En realidad, es la razón desquiciada de la burguesía tardía. Llevando al extremo el principio de Saussure, según el cual “lo que carece de significado es lo que permite que exista el significado”, desarma los campos significativos para trastocar el principio de identidad introduciendo la alteridad y permitiendo cualquier definición. Evaporada la realidad en la diferencia, relativo e indecible se acorta el camino para negar el concepto metafísico de verdad. La verdad queda atrapada en el juego de la escritura. La deconstrucción derridiana poseída por una patológica aversión por lo definido nunca comprendió que la certeza, así como puede destruir también puede liberar. Por ello, su ataque al logocentrismo y eurocentrismo queda viciado desde la raíz. La deconstrucción siempre queda arrastrada por necesidad nihilista de demoler, por eso permite que el signo determine el sentido y no a la inversa. No menos distante se halla el pensamiento débil de Vattimo (Nihilismo y emancipación) con su desvalorización de la objetividad, la verdad única, el abandono de la fundamentación y los valores supremos. Estos apologetas del nihilismo son pensadores crepusculares del capitalismo tardío.

No es argumento pensar que la pregunta por el sentido del ser no tiene sentido porque el sentido sólo existe para nosotros y no en sí. Esto es como decir que las leyes científicas no tienen sentido porque sólo existen para nosotros y no en sí. Lo cual es erróneo. Este razonamiento nominalista lo que en el fondo hace es encerrar el conocimiento de lo finito dentro de sí mismo o de la subjetividad. El sentido del ser es un problema legítimo y central, que se relaciona con la posibilidad de elevarse a una comprensión verdaderamente global del mundo y del hombre. Es más, el sentido del ser ofrece la oportunidad a la filosofía de retroceder hasta el fundamento absoluto, sin necesidad de repetir aquella teología filosófica que busca reemplazar a la religión, ni ofrecer en su lugar una teología filosófica puramente racional. Después del revolcón y giro antropológico que acontece en la filosofía a partir de la muerte de Hegel, y que ha sumido al hombre en una autodeificación prometeica destructiva de sí mismo y de la naturaleza, ya se cuenta con la perspectiva indispensable y necesaria para asumir que la filosofía necesita de la teología y la teología de la filosofía para resignificar el mundo y ofrecer una comprensión totalizadora de la realidad. Simplemente ocurre que Dios concebido como simple idea humana y el hombre puesto como fundamento del mundo, ha sufrido un profundo y estrepitoso fracaso que vuelve urgente corregir para evitar el desastre inminente si se sigue sumiendo en el nihilismo de los posmodernos.

El humanismo ateo, antimetafísico y antiesencialista de la modernidad tardía ha terminado volcándose contra el hombre mismo, amenazándolo de manera mortal. Siendo el hombre una criatura inmanente y trascendente a la vez, la mutilación metafísica y atea de su propio ser ha terminado por dañarlo espiritualmente de modo profundo. Por eso, asumir la reflexión sobre el sentido del ser se vuelve imperiosa, cuando no urgente, y ello con vistas a responder a los desafíos del presente que, con sus nubes grises y siniestras, reclaman esclarecimientos que puedan revertir el viraje antropológico que nos agobia. El extravío del sentido del ser es también nihilismo. El nihilismo no es consecuencia de la muerte de Dios, como pensaba Nietzsche, ni es consecuencia de que el mundo suprasensible haya perdido fuerza activa siendo ese el destino de la metafísica del platonismo, como sostiene Heidegger, ni renunciar a buscar un fundamento último como piensa Vattimo (Más allá de la interpretación), sino que es efecto de la hegemonía de la racionalidad instrumental del capitalismo, que domina incluso a la racionalidad científico-técnica, y que con la secularización sustituyó lo trascendente por lo inmanente. La revuelta o giro antropológico acontecido desde la muerte de Hegel culminó sumiendo a la filosofía y al espíritu de nuestra época de la modernidad tardía en el ateísmo, el anticristianismo y el nihilismo. Para el posmodernismo de Vattimo (Comunismo hermenéutico) no se trata de sustituir la violencia de los absolutos por una violencia de lo contingente, sino de profundizar la secularización del mundo. O sea, se trata en el contexto occidental se descristianizar a Occidente hasta el límite de secularizarlo. Este naturalismo arrasador eliminó la temática religiosa y el fundamento metafísico del mundo, para poner al hombre deseante e inmanente como piedra basal de su propio ser y del cosmos en lugar de Dios. Dios quedó reducido a mera idea subjetiva, que ya no tiene origen en la autoconciencia (Fichte), la totalidad de lo finito (Schleiermacher) ni es la Idea Absoluta (Hegel), sino que nace de la neurosis religiosa (Nietzsche, Freud) o del totalitarismo de los absolutos (posmodernismo). Desde entonces la liberación es concebida a partir del ateísmo. Pero este giro antropológico no sólo conocería su fracaso, sino su mayor desastre en el Holocausto y los genocidios que se han sucedido. Suceso del cual aún no se repone nuestro tiempo y, por el contrario, va pautando nuestra época.

Efectivamente, Auschwitz no sólo representa el mayor fracaso del giro antropológico de la filosofía contemporánea, sino la demostración palmaria del desastre al que conduce convertir al hombre en el soberano absoluto, incluso bajo lo contingente. No obstante, cuando la burguesía estaba en ascenso histórico ni Descartes, Spinoza, Leibniz, Locke, Kant, Fichte, Schelling ni Hegel fueron ateos, ni extraviaron el sentido del ser, ni pretendieron nunca destronar a Dios para poner al ser humano en su lugar. El ateísmo como clima espiritual histórico es propio de la modernidad tardía o después de la muerte de Hegel. Y encuentra a sus héroes en cinco pensadores: Feuerbach, Stirner, Nietzsche, Marx y Freud. Estos son los pensadores de la finitud humana. Por ello resulta excesivo el juicio de Heidegger e impreciso el de Nietzsche. Particularmente éste último nunca puso su desconfianza en los argumentos y condicionamientos sociales de los maestros del ateísmo moderno (Feuerbach, David F. Strauss, Schopenhauer). En su lugar se creó un sustituto de la inmortalidad con la idea del eterno retorno de lo mismo. Y en lo que concierne a Heidegger (Carta sobre el humanismo) se defendió de su inclusión por Sartre en el grupo de los existencialistas ateos, y afirmar en su conferencia pronunciada en 1927-1928, aunque publicada en 1969, "Fenomenología y teología", que la filosofía no es teísta ni atea, y caracterizar a la teología como "enemigo mortal" de la filosofía por oponerse a la "autoasunción libre del ser-ahí total", no obstante su deslinde de las cuestiones ontológicas de la idea de Dios es un planteamiento esencialmente ateo, producto del giro antropológico de la filosofía posthegeliana en la gnoseología neokantiana y la fenomenología de Husserl. No por casualidad el método fenomenológico husserliano y el de Heidegger descartaban desde un principio la pregunta por el ser de Dios.

Dios no ha muerto sino la fe en él, y la metafísica perdió vigencia ante el avance arrollador y hegemonía cultural de la racionalidad instrumental y calculadora del capitalismo y su predominio en lo científico-técnica, ante la cual está sucumbiendo la propia realidad humana. Esto ha llevado a su epítome a la racionalidad instrumental con la aterradora consecuencia de la hegemonía imperial del nihilismo. Pavorosa porque en definitiva el nihilismo es sólo una cosa: la desmalignización del mal y la malignización del bien. Todo vale, no hay referente objetivo para lo bueno y lo válido. Pero cómo ha ocurrido semejante desvarío. En parte, el mismo Heidegger había señalado que la técnica es un saber del ente y un olvido del ser. Lo cual es una verdad distorsionada. Porque no es el ente por sí mismo, sino el ente mercantilizado, no en el valor de uso y sí en el valor de cambio, lo que enajena al ser. Y si a esto le añadimos la lógica dineraria -tan bien descrita por Simmel (Filosofía del dinero)-, que convierte los valores en mercancías y disuelve lo cualitativo en lo cuantitativo, entonces lo que obtenemos es el cóctel letal del desarrollo práctico del nihilismo en todos los planos de la vida. Es cierto que el abandono de lo cualitativo está en la base y en origen de la ciencia moderna, determinando el avance arrollador del pensar funcional sobre el pensar substancial. En una palabra, el ser y el valor ha sido reducido a objeto, sin alma, sin espíritu, sin profundidad. Así quedaron asfaltadas las anchas avenidas luciferinas para el nihilista práctico. La tardía modernidad contemporánea ha consumado su esencia postmetafisica al configurar una crisis nihilista estructural. La crisis nihilista estructural tiene cuatro características sustanciales: el extravío del sentido del ser, la pérdida del sentido de lo sagrado, la sustitución de los fines por los medios y la disolución de los valores por lo contingente.

El resultado de todo ello es la consolidación de la anética racionalidad funcional sobre la racionalidad substancial, la misma que se manifiesta en el abandono de lo cualitativo y su reemplazo por lo cualitativo. En ese marco en que el hombre y el valor se reduce a objeto y se profundiza la tragedia de la cultura, se extiende la dictadura del fetichismo de la mercancía, el totalitarismo del relativismo y la agonía del humanismo. El horizonte postmetafisico en realidad se abrió en la Alta Edad Media del siglo XV, cuando el nominalismo de Occam niega las esencias y las declara meras abstracciones mentales. Pero cobra impulso cuando la metafísica de las esencias es abandonada en el siglo XVI y XVII con el desarrollo del racionalismo y del empirismo. Paul Hazard (La crisis de la conciencia europea) llama a ese periodo el de la consolidación del diosecillo terrestre mediante el Reino del Hombre -Regnum hominis-. Empirismo, racionalismo e Ilustración destruyeron el orden espiritual de las verdades trascendentes y ello, en realidad, deja sin posibilidad de reconstruir una nueva civilización. Pero lo que nosotros advertimos es que, desde el posthegelianismo, o sea desde 1830, se consolidará el horizonte ateo que impulsará el nihilismo posmoderno como clima espiritual dominante de nuestro tiempo. Bajo el clima nihilista imperante el hombre se desprecia a sí mismo, toma partido por la cultura de la muerte, exalta la nada, y desespera escépticamente del conocimiento y los valores. La siniestra y tanática agenda global de la élite mundial o Cuarto Reich Bilderberg -cultura posmoderna, posverdad, ataque a la razón, eutanasia, aborto, ideología de género, lenguaje inclusivo, matrimonio igualitario, empoderamiento de la mujer, volver punitiva la masculinidad, promover la procreación genética y artificial de la humanidad, libre consumo de drogas, destrucción la familia tradicional, guerra contra la población-, es de profundo espíritu nihilista e inspiración posmoderna, que se corresponde con el desgaste profundo del mismo capitalismo. Es el diseño de un mundo perverso en beneficio del gran capital imperial.

No es difícil advertir quién promueve y a quién beneficia la ideología del nihilismo, si no es a otro sector como el de la luciferina, egoísta y avara gran burguesía planetaria. Y a este sector le hacen el juego la legión de filósofos e intelectuales, que como "tontos útiles" se suman a la danza dionisíaca y disolvente del nihilismo. ¡Nunca como en ninguna otra etapa de la historia, ha sido tan evidente y vergonzosa la traición de los intelectuales! Contra el poder de la nada, la secularización, el extravío del sentido del ser, el inmanentismo y el estancamiento espiritual propios del nihilismo no hay más que un sólo camino, a saber, hallar lo trascendente en la historia, sin que ello signifique confundir el plano de lo temporal y lo eterno. El nihilismo es la nueva neurosis espiritual mortal de nuestro tiempo y la liberación sólo es posible a través de la superación del inmanentismo sin trascendencia. La peor manifestación del nihilismo es la falta de misericordia. El posmodernismo supone que no hay mayor demostración de caridad en la defensa del diferendo. ¿Pero realmente se defiende lo diferente sin brindar ningún referente objetivo? No. Por ello no hay misericordia sin amor a Dios, presente en el prójimo y en la naturaleza, instituido en la historia. Cuando el alma se ciega por la ignorancia, la soberbia o la vanidad, la falsedad no le parece falsedad y lo malo no le parece malo. Al contrario, las tinieblas le parecen luz y la luz le semejan tinieblas. Y de ahí viene a dar en mil disparates acerca de lo natural y de la moral. Y es que ha puesto sus ojos más en el deleite de las cosas que en el amor. Y esto nos acontece hoy con mayor violencia por haber puesto a las cosas por delante de Dios. Al primar las criaturas sobre el Creador, entonces toda el alma es cautiva de las pasiones, y no puede lograr la paz ni la tranquilidad. Prima el egoísmo y agoniza la misericordia. De tanto vivir en el tener, hemos olvidado la importancia de vivir en el ser. Pero vivir en el ser no es vivir en lo trasmundano, sino vivir con caridad en la propia creación inmanente.

El tener enarboló las banderas del egoísmo solipsista y decadente de una civilización que se hunde de puro narcisismo y hedonismo. La crisis nihilista de la modernidad postmetafisica es la negación del Ser que funda todo ser, y por ello degrada al ente. Pero en esta civilización no es posible restaurar el fundamento trascendente que enfermó el cuerpo de la cultura, porque esto implica la titánica tarea de revertirla como un guante. La tardía modernidad de multiplicidad de mónadas voluntaristas no será salvada y deberá sucumbir. Deberá cumplir su ciclo cultural, como todas las demás civilizaciones y en su curva decadente fenecerá. Si ese derrumbe no es apocalíptico, entonces habrá un nuevo capítulo de la historia humana. El Final de la historia no es la de un sistema ideológico, sino que corresponde a una imagen del mundo, un clima espiritual y a un desarraigo del ser que amenaza con extinguir a la especie humana.

La posmodernidad es la claudicación más radical del origen griego de Occidente. Del lecho platónico-aristotélico de la lógica de la Esencia no queda nada, del lecho presocrático-pitagórico de la lógica del Ser menos aún queda, y del lecho cartesiano-hegeliano de la lógica del Concepto resta puro humo. En su lugar se propone una lógica esteticista, donde prima el placer que siente el sujeto y donde el concepto es sustituido por el sentimiento (Lyotard, Leçons sur l'analyse du sublime). El Occidente moderno ha descartado una nueva identificación con lo universal, para entronizar en su lugar lo particular, lo contingente, el evento. Lo universal es una noción que requirió millares de años para penetrar en la conciencia de la humanidad. No obstante, lo posmoderno puede ser visto como la radicalización efectiva y victoriosa de la sofística griega. Lo posmoderno ha irrumpido como el último clavo en el ataúd de la metafísica. Pero se trata de algo más. Cómo puede una filosofía sin conciencia histórica y concebida como metarrelato erigir el fin de la fe en Dios, la Razón y el Progreso. Ello parece tanto más cuestionable cuanto que el decadente siglo XX y XXI, abandona lo universal como ejemplo de alienación extrema en lo individual y contingente. En todo caso parece haberse pasado hacia otro tipo de alienación del yo más agresiva, profunda y nociva por su carácter lúdico, disolvente y nihilista. Lo posmoderno es así la extrapolación más profunda del olvido del ser al abandonar todo proyecto de saber humano y dejar sin marcos normativos la autoconciencia de la libertad.

En la hora presente de apoteosis del nihilismo disolvente y del decadente último hombre, la modernidad tardía desnuda su verdadero rostro finisecular de una auténtica barbarie civilizada. No es el ideal de la libertad humana la que se debe abolir, sino su asunción dentro de un chato y estrecho marco inmanentista. El hombre de hoy sólo podrá realizar su auténtica mayoría de edad aunando inmanencia y trascendencia como nueva imagen del mundo dentro de una nueva propuesta metafísica de la filosofía de la síntesis. No se trata solamente de repetir el lema: ¡Sapere aude! o ¡Atrévete a saber!, sino de enlazarlo con el otro lema indispensable: ¡Atrévete a creer! Pues, el derrotero moderno es la demostración más elocuente del fracaso de una razón que se niega a reconocer las verdades suprarracionales que rodean al hombre y al mundo. El giro antropológico de la modernidad se ha convertido en un profundo fracaso. Pensar como los posmodernos que el único consenso que nos debe preocupar es el que alienta la heterogeneidad y el disenso no es realista, al dejar a los hombres sin puntos de acuerdos constructivos ni referentes objetivos. Eso sólo es posible en el terreno de la filosofía, lugar donde todos se entienden, pero nadie concuerda. En el plano social el consenso debe ser dialéctico, promover tanto la heterogeneidad como la homogeneidad. Democracia es precisamente eso, hallar consenso en medio del disenso. Parte del disenso es asumir la unidad perdida entre inmanencia y trascendencia, la fe en Dios, la profundidad metafísica, la esencia de las cosas, reconciliarnos con la naturaleza y tomar un nuevo ascetismo contemplativo.

Ello es así porque la conciencia productora de sentido se da en un contexto de relaciones histórico-sociales. De ahí que el ser del sentido tiene un condicionamiento histórico-social. Esto significa que el ser del sentido señala hacia una ontología de la praxis donde la propia razón responde a las necesidades de la praxis histórica. Si el eidos del objeto conocido no es más que un aspecto del eidos del objeto trascendente, lo es porque se da en un contexto de revelación histórica, dentro de una praxis. El sentido del ser gnoseológico no es el sentido del ser ontológico, porque es la ontología de la praxis el contexto dentro del cual se da el ser del sentido. Esto no es relativismo historicista, porque la actividad teórica, objetivándose, y la actividad práctica estriba va sobre el carácter real del mundo en que se actúa. Sin esta acción real no hay praxis. La praxis no sólo crea verdades, sino también las descubre. La dinámica de la verdad revela la necesidad de tomar en cuenta lo inmanente y lo trascendente. Si la idea de la razón autónoma y libre responde a las necesidades del capitalismo, ello no significa que se reduzca completamente a ella.

Hay un contenido histórico y suprahistórico en la razón, las propias leyes lógicas son el despliegue de lo universal en lo temporal. La razón se hace en la historia, la historia revela su contenido y es revelación de lo universal. Pero no será por el historicismo de Croce o de Ranke, que considera toda la realidad como producto del acontecer histórico, ni por la dialéctica de Hegel, que al final todo se reduce al despliegue de la Idea absoluta, ni por la dialéctica del materialismo histórico de Marx, ni por la hybris (orgullo) deseante del hombre posmoderno, que desvincula todo lo inmanente de lo trascendente, sino que será por un historicismo de la síntesis que se comprenda que es el hombre colectivo e individual el que hace la historia, engendrando fuerzas históricas en las que interactúa lo singular con lo universal, lo temporal y lo eterno. La historia concebida como praxis sobredeterminada evita caer tanto en un historicismo como en un ahistoricismo. La conciencia desde un trasfondo histórico funda el sentido del ser objetivado en la historia, pero no funda el sentido del ser trascendente en la realidad, aunque sí el ser del sentido. El sentido objetivo del ser no es el sentido del ser trascendente, pero es el ser del sentido del ser inmanente. La acción teórica por sí misma no transforma nada real, no cambia el mundo. La filosofía apenas transforma la concepción del mundo, pero no transforma el mundo mismo. Una filosofía puede tener consecuencias prácticas cuando prende en las masas, cuando se vuelve ideología en una nueva imagen del mundo.

En rigor no puede hablarse de praxis filosófica sin distinguir la praxis cognoscitiva y la praxis material. Y la praxis del hombre asido por la inmanencia del poder y del deseo, amenaza con beberse todo el mar hasta borrar el horizonte, y convertir la tierra en un desierto que crece. El sistema capitalista instrumental desde la modernidad ha impuesto una historia nihilista óntica y cosificadora que culmina en lo posmoderno. La superación no está en ir más allá de la metafísica, sino profundizar en sus nuevos retos. Se trata de ir más allá del capitalismo, aquella estructura que explota consume y desecha sólo para acrecentar el plusvalor. Donde todo, incluso el hombre, queda convertido en objeto de consumo, tenía que ocultarse la verdad. Esta retracción y diferición de la verdad en el tiempo histórico capitalista, se interpreta por la conciencia fetichizada como adiós a la verdad. En el propio corazón del acontecer (Ereignis) capitalista se efectúa la expropiación de la diferencia ontológica. La verdad se retira, se sustrae, propiciando una ontología de la explotación. No hay ni puede haber alétheia (desvelamiento, desocultación) de la verdad en el mundo histórico capitalista, porque mantiene el ser expropiado en el ente. La insurgencia del hombre posmoderno es el ser para la muerte, un no-ser, una nada, que baila dionisíacamente sobre el cementerio ontológico de las mercancías.

El capitalismo es ser para la muerte para el hombre y para el ser. Doble efecto óntico-ontológico. El último Heidegger (Tiempo y ser) se subleva denunciando el sistema Metafísica-Ciencia-Técnica, creyendo que es la razón y no la racionalidad capitalista lo que reduce el ser al ente. Creyó que la violencia estructural está en la razón y no en el capitalismo. Confundió la razón con la razón burguesa moderna. La historia nihilista del olvido del ser no proviene de la esencia de la razón, sino de la esencia cuantitativa, instrumental y calculadora de la razón capitalista. Sobre tan confusa base no se puede ser con consecuencia de izquierda, anticapitalista y contraburgués. Para que la historia del ser se dé en el tiempo y como historia no hay que superar a la metafísica, sino al capitalismo. No se trata -como cree Heidegger- de un ser abstracto que se retira para que haya la expropiación ontológica del capitalismo, sino que es la concreta praxis histórica del capitalismo la que ejecuta el desafuero de la diferencia ontológica. De poco vale decir que nada de ello sucede sin el lenguaje (logos-enlace), cuando en realidad nada de ello sucede sin la praxis revolucionaria. A la ontología de la explotación y expropiación del capitalismo hay que oponer una ontología liberadora de la revolución. ¿Acaso tiene sentido que persista el ser en un mundo donde todo existe como existencia-mercancía?

Por dos mil quinientos años la historia del pensamiento ha estado marcado, primero, por el derrotero del ontologismo de la esencia (Platón), de la sustancia (Aristóteles), o de los trascendentales (escolástica), y luego por el gnoseologismo inmanente del pensar (modernidad) o desear (posmodernidad). Lo primero, siendo realista, cargó el tintero sobre lo trascendente, y lo segundo, siendo nominalista, lo hizo en lo inmanente. Circunstancias históricas y del pensar ponen a la humanidad en el momento de vislumbrar la superación de ambos extremos por medio de una filosofía de la síntesis que reconcilie de modo particular la inmanencia con la trascendencia. Aquí no se trata de problemas de palabras sino de hechos. del destino particular de la humanidad en la civilización capitalista de la racionalidad burguesa, enloquecida voluntad de poder y de riqueza. Mefistofélico no es el poder en sí mismo, sino el uso sin caridad de este. Es el inmanentismo sin límite ni freno que destruye la naturaleza, la sociedad y el sentido de la vida. En cambio, una filosofía de la síntesis con el enlace metafísico entre lo inmanente y lo trascendente abre las puertas para cumplir el sentido de la justicia en el mundo, porque es en lo histórico el ámbito donde el hombre se reconcilia con Dios. Es un giro metafísico de hondas repercusiones ético-políticas, en medio de la grave encrucijada presente con visos apocalípticos. Evitar el desastre del capitalismo finisecular no exige retorcer -como Vattimo- la nietzscheana voluntad de poder del Superhombre, encarnada en la elite mundial, para verlo abrazar la razón de los débiles. Eso es falso. Aquella voluntad que rige en Occidente capitalista y posmoderno impele a la conquista del más acá. Tan dañino ha sido la bendición de la trascendencia a costa de la inmanencia, como la bendición de la inmanencia a costa de la maldición de la trascendencia. La tarea de edificar una nueva imagen del mundo, basada en la síntesis metafísica entre lo inmanente y lo trascendente -y que restablece la diferencia ontológica-, es una empresa onto-revolucionaria, entendida como racionalidad situada y recuperadora de la historia del ser. Insertarnos en la apertura de un nuevo sentido histórico de reapropiación metafísica es el mensaje epocal que se avizora sobre las ruinas de nuestro tiempo. Se abre otra epocalidad atenta al enlace de lo inmanente y lo trascendente, superando la historia nihilista óntica y cosificadora de la tierra del ocaso. La crisis actual es metafísica -lo metafísico implica lo inmanente y trascendente- pero su unidad luce descoyuntada en la modernidad finisecular y el desafío es asumir una nueva síntesis.