sábado, 26 de octubre de 2024

LA LUCHA CONTRA EL DEMONIO

 

El prolífico escritor austríaco Stefen Zweig (1881-1942/60 años) con una prosa brillante, su característico estilo fulgurante y penetrantes apreciaciones psicológicas examina a tres autores trágicos que lejos de ser amos de su demonio interior tendieron al caos por convertirse en sus siervos. Hölderlin y Nietzche sucumben en la locura tras perseguir algo más allá de lo humano, y Kleist se suicida en un arrebato apasionado por alcanzar el Infinito. Tres figuras ignoradas en su tiempo y reconocidas al principio del siglo XX portan el sino de aquellos a quien el demonio ha mirado tan profundamente que los deja ciegos para siempre.

Sweig se suicidó con su esposa ingiriendo barbitúricos en la convicción de que el nazismo se extendería por todo el planeta. No he podido hallar la fecha de la obra reseñada, pero en cualquier caso permite su título contraponerla al libro "Mi Lucha", de otro poseído, como fue Adolf Hitler, a quien Zweig detestó profundamente. Además, la obra cobra actualidad ante el torbellino geopolítico que vivimos en medio de la resistencia luciferina del mundo unipolar para dejar pacíficamente la gobernanza global.

Epílogo al libro EL IMPULSO FILOSOFANTE de Alvizuri

 

Epílogo

por

Gustavo Flores Quelopana

 




Lo que el elocuente, punzante y polémico periodista Federico More dijo una vez de Manuel González Prada, “un griego extraviado entre zambos”, puede decirse parafraseando de Luis Enrique Alvizuri, “un artista extraviado entre filósofos”. Lo cual no es de ninguna forma un demérito, ni una observación peyorativa, al contrario, es un verdadero mérito en medio de la ola de erudición, gélida conceptuación y pesada sistematicidad en que ha sido aprisionada la filosofía racionalista hasta convertirla en un páramo yerto y momificado.

Con Alvizuri se vuelve a sentir correr por nuestros rostros ese antiguo y tibio viento de la filosofía de los tiempos del mito, la protohistoria, y el comienzo del pensar humano. En sus líneas se yergue nuevamente la alborada de aquellos tiempos en que la filosofía era poetizar y poetizar era pensar filosóficamente. No es casual que Alvizuri sea cantautor y poeta al mismo tiempo que filósofo. Pero todo ello en armonía con su estro artístico, porque el hombre fue en sus orígenes un artista para lograr sobrevivir en medio de la hostilidad existencial. Alvizuri es un alma artística, impelida por el impulso creador, la inusitada espontaneidad y el espíritu intuitivo.

Y aquí sale a nuestro encuentro Heidegger cuando dice que el origen del arte es la poesía, porque la belleza es una forma de manifestación del ser. Lo que no dijo es que tal manifestación es una manera primigenia de filosofar, porque el filósofo primitivo o el filósofo artístico no se queda inmóvil en la contemplación, sino que avanza hacia la intuición reflexiva. Y esto es lo que hallamos en la base del planteamiento de Alvizuri. No es casual que Alvizuri rechace toda filosofía sistemática, y sus pensamientos caigan como aerolitos en la cantera terrestre.

Indudablemente que Alvizuri termina elaborando una teoría, pero ello no significa que abandone la filosofía artística e intuitiva. ¿Cómo podría hacerlo cuando cimienta el pensar filosófico en un impulso filosofante que nace de la condición existencial del hombre? El impulso es pasión que, en vez de esterilizar la espontaneidad, la fortalece. Lo peculiar de su filosofía unido al arte, a lo espontáneo y al impulso existencial es que tiene el suficiente vigor para no refugiarse en la ciencia, ni en espumosos silogismos, ni encadenarse a la rigidez del pensar lógico, ni forzar su naturaleza bajo el muro de los conceptos racionalistas.

Pero su alma artística no lo lleva a rechazar el mundo sensible, no es un filósofo artístico maldito reñido con el mundo, su alma es más compatible con un Dante, un Petrarca o un Boccaccio, o con un Zaratustra, un Plotino, o un Bergson, que, con el atormentado Miguel Ángel, y los suicidas Cesare Pavese o Paul Celan. Su enfoque es metafísico, no cabe duda, pero de una metafísica que no se divorcia del mundo para extraviarse en añoranzas infinitas ni patrias invisibles.

Al respecto, se puede decir que todo creador tiene su demonio, pero mientras en unos el demonio los domina separándolos del mundo, llevándolos hacia la locura o el suicidio -como Hölderlin, Kleist o Nietzsche-, en otros -como Leonardo, Goethe, Schiller y Shelley-, son amos de su demonio interior, no pierden la mesura, y evitan caer en el caos y el desorden. Es decir, en Alvizuri el arrebato de su alma artística no es contenida en la moderación por su amor a la filosofía, sino que su propio estro poético-filosófico no es esclava de exigencias trascendentales que lo arrebatan todo.

Para Alvizuri se filosofa por impulso, como erupción volcánica de alucinado el hombre se ve impelido a filosofar. Esta ontologización de la filosofía sólo se la puede comprender cabalmente desde el frescor iridiscente de la torre del poseso. No es que el hombre se eleve para filosofar, sino que ya está elevado para hacerlo. Sólo debe cumplir su destino. Pero qué sucede cuando se rompe el resorte del impulso filosófico. Interrogante que no se plantea Alvizuri, y que da la impresión que tal cosa no se puede dar, más sí ocultar. En mi ensayo Filosofía como onto-ética (2021) abordo el tema desde la consideración de que lo ontológico no es una fatalidad y está en interacción con lo histórico. De lo contrario se caería en una especie de fatalidad ontológica del impulso filosófico como ley cósmica que instaurara un nuevo necesitarismo.

Es por ello, que celebro la publicación de su obra, encerrada por varios años en la incuria de lo inédito y al que ha ido puliendo con cincel de escultor a lo largo del tiempo, porque nos trae una potente bocanada de aire fresco en medio de la floresta envenenada de la filosofía occidental, extraviada en el escepticismo, el posmodernismo y el nihilismo y que todavía se cultiva en nuestros medios académicos enfermos de medianía, opacidad y mimetismo. La tragedia de Alvizuri era hasta poco que nadie hablaba de él, salvo el reducido grupo de filósofos de lo andino, pero tal hechizo se ha roto cuando el antropólogo Rodolfo Sánchez Garrafa le dedica una sección especial al análisis de su pensamiento andino en su libro Qankunapas Noqaykupas/Ustedes y Nosotros (2024). Ahora ya hay alguien que lo ha escuchado.

Pero todavía su público es escaso a pesar de las cabriolas de sus frases y estridentes arlequinadas de sus pensamientos. Este solitario actor del pensamiento filosófico mantiene a su pesar un aislamiento profundo, que se rompe de tiempo en tiempo con un baño de público con su actividad de cantautor. Pero en el orden del pensamiento ni siquiera adversarios reconocidos, salvo los ocasionales impugnadores que se le presentan en las redes sociales. Sin público, sin mayor eco en lo intelectual, nadie se molesta en dirigirle una mirada, casi nadie reconoce lo extraordinario de su espíritu, salvo unos cuantos amigos. Es por eso que este espíritu, furioso por su destino, despotrica cuanto puede, muchas veces con acierto y justicia, contra la miopía y estrechez de la filosofía de la academia, el alambicado pensamiento de salón de las aulas universitarias que lo ignoran y no se compadecen de su originalidad. Pero ese ardor que lo devora no capitula, arranca su túnica de Neso en jirones sangrientos para aparecer desnudo ante la verdad, su verdad. Más, ¡qué silencio alrededor de ese grito del espíritu!, ¡qué frío glacial alrededor de esa desnudez!, ¡qué cielo siniestro se cierne sobre ese asesino de la miopía académica!, que, a falta de enemigo con quien combatir, se precipita sobre sí mismo, sin piedad, como quien se conoce a sí mismo y es su propio verdugo. Arrebatado por su demonio que pugna controlar, se dibuja el perfil de un pensador trágico, sombrío y terrible, sacudido por fiebres extrañas e impelido por un impulso tan grande que lo sumerge en el extremo éxtasis de la embriaguez de sí mismo y así cumple su destino.

Un épico panorama sin cielo, un admirable espectáculo casi sin espectadores, un extenso silencio que rodea al solitario pensador: tal es la cumbre, mérito y tragedia de Alvizuri. Se debería abominar la estupidez del destino, ante la cual Alvizuri de cuando en cuando se subleva. Pero con olfato trágico supo edificar voluntariamente esa “vida particular” en su segura existencia. Con gran fortaleza de ánimo supo desafiar a los dioses para experimentar el mayor grado de riesgo y a la hora de sus demonios supo arrojar por la ventana sus vasos llenos de vino a una de las calles tranquilas de San Borja. Pero las potencias de la noche han escuchado su invocación y van en busca de quien las reta y logran que Alvizuri no logre escabullirse de los terribles hierros que rebotan en la masa de su voluntad predestinada. Desde los arcanos ignotos de la historia parecen oírse las palabras nietzscheanas sobre “Soportad lo fatal”. Es un canto ferviente arrojado sobre el que se devora a sí mismo sin disimulo y sin amargura. Al contrario, siempre reclama lo máximo que puede resistir. Resulta siendo inocultable la soledad profunda de un espíritu que siente el llamado de su destino a destiempo. Siendo el único actor de su tragedia resulta que toda acción procede irremediablemente de él.

Trazar un retrato de Alvizuri no es cosa trivial. Resulta siendo asunto de la mayor importancia como en todo pensador. Una cabeza fuerte, de héroe, levantada con orgullo; de cabellera leonina; frente elevada, surcada por peligrosos pensamientos; bajo sus delgadas cejas, una mirada de cernícalo; los músculos de su rostro no ocultan su tensión interior; con un mentón prominente y robusto que recuerda al de un guerrero inca. Bajo esa forma de superhombre antiguo se envuelve un espíritu de fama indiscutible en el arte del canto, pero de dudosa reputación en el orden del pensamiento. No siendo mezquina su producción bibliográfica, sin embargo, la fama le ha sido esquiva en lo intelectual. No en vano se ha incidido en que la humanidad no está muy llena de fe en el reconocimiento de los grandes espíritus solitarios. Su soledad hay que entenderla bien. No es la soledad del egoísta e individualista, ni del misántropo. Es un hombre con mujer, tuvo un hijo con otra pareja y como artista goza del aplauso del público. Es la soledad del creador de ideas, un habitante solitario en su cumbre. Pero hay algo más significativo en su retrato espiritual. Y es que aún cuando su exterior nos aturda pareciendo un antiburgués, sibarita y dionisíaco, al contrario, como apuntaría Werner Sombart, la disposición apolínea de su espíritu burgués no se lee en su rumbo económico antiliberal y el sesgo político crítico de la democracia, sino en compartir el cambio moderno de lo celeste a lo terrestre.

Efectivamente, el impulso filosofante, aunque pueda parecerlo, no es una ruptura con el espíritu burgués de la modernidad, y no lo es porque está firmemente establecida sobre una ontología inmanente de lo empírico, justamente la misma ontología que engendró al capitalismo y a la ciencia moderna. En otras palabras, el resorte del impulso filosofante alvizuriano es del mismo cariz del que está hecho la modernidad. No por presentar el impulso filosofante como una tendencia innata deja de ser moderno. Las ideas innatas no sólo son de Platón y el empirismo de Aristóteles, también hay ideas innatas en Descartes, Locke y Leibniz. Pero lo que lo emparente con la gnoseología y metafísica de la modernidad a Alvizuri es su inmanentismo y empirismo. Si esto es así, entonces su ruptura con la modernidad no es tan radical como pudiera parecer con su giro ontologista, y no lo es porque mantiene intacto el cordón umbilical inmanente de la metafísica moderna. Dicho paradero no es desconocido en la filosofía occidental y una de sus más elaboradas expresiones la presenta la ontología inmanentista de Nicolai Hartmann. Otra cosa sería estudiar cómo en Alvizuri se concilia este ontologista inmanente con su comprensión de lo andino, asunto que excede estas páginas y serán motivo de reflexión en otro momento.