lunes, 17 de mayo de 2021

AUSCHWITZ Y EL PODER TOTAL (Final)

 


AUSCHWITZ Y EL PODER TOTAL (Final)

Gustavo Flores Quelopana

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La megamáquina

 

Desde las cámaras de gas hasta los misiles hipersónicos actuales se puede considerar que la humanidad ha refinado y potenciado la megamáquina de matar. Ambas violentan los valores humanos y ponen a la civilización al borde de su supervivencia. Auschwitz era una máquina de matar y hacer experimentos humanos concebida en el contexto de una megamáquina política, estratégica, tecnológica, epistémica y burocrática bien aceitada. Auschwitz fue la expresión por antonomasia de la megamáquina en la primera mitad del siglo veinte. Pero no fue la única, el mismo conflicto de la Segunda Guerra Mundial culminaría con otra megamáquina tan mortífera como Auschwitz, me refiero a la bomba atómica. Lo común de ambas es que son máquinas para exterminar, para acabar con la vida, la diferencia estriba en que una es discreta, secreta, reservada, selectiva, la otra es inocultable, registrable, pública y general. Y la potencia de la máquina termonuclear ahora es capaz de terminar con el tamaño de un país entero como Francia. O sea, su capacidad de provocar muerte largamente superó a la primera.

 

El filósofo de la tecnociencia Lewis Mumford, en su libro El mito de la máquina (vol. I, 1967, vol. II 1970) sostiene que en la modernidad existe un compromiso incondicional y compulsivo con la “Megamáquina”, constituyéndose ésta en la meta principal de la existencia humana. Pero Mumford no es tecnofóbico, sino que distinguía entre tecnologías “democráticas”, acordes con la naturaleza humana, y tecnologías “autoritarias”, que violentan los valores humanos. Es más, subrayó que para que la megamáquina pueda producir prosperidad de forma colectiva requiere de una organización política autoritaria, una organización eficaz del conocimiento y un sistema elaborado de mandato. Advirtiendo que el secretismo es propio de cualquier sistema de control total. Sobre la megamáquina de la bomba atómica Mumford afirmó que encierra grandes peligros, es elevadamente destructiva y escapa del control de los seres humanos.

 

Auschwitz en comparación con el poder destructivo de la bomba termonuclear da la impresión de que apenas abrió las puertas del infierno, mientras la megamáquina nuclear deja la sensación de estar en sus entrañas. Pero ello es mera ilusión, el artefacto atómico es el mismo Auschwitz potenciado y convertido en megamáquina de exterminio por excelencia. Tan alto es su poder de destrucción que puede ser considerada como la última y más letal megamáquina de muerte con que cuenta el hombre. Auschwitz no está muerto y vive entre nosotros. Ahora que las potencias compiten por tener misiles nucleares hipersónicos, capaz de caer a la velocidad de un meteorito, podemos considerar que estamos logrando llegar al epítome de la técnica deshumanizadora. Con la temible megamáquina termonuclear hipersónica el poder total de supervivir ha llegado a igualar al poder total de matar. Pero en ambos casos se trata del “poder total”. Diríamos con Veblen que llevamos dentro el rasgo fundamental de la cultura bárbara al ser competitiva, guerrerista, inclinada al fraude, el engaño, carecer de escrúpulos, ser astuta y prepotente. La racionalidad instrumental que impulsa la civilización tecnológica no ha condenado al tipo depredador para sustituirlo por otro más pacífico, industrioso y colaborador. Simplemente lo mantiene agazapado, latente, oculto, pero está ahí, en las circunvoluciones del alma.

 

La idea de que la máquina no es una fuerza neutral y, al contrario, es portadora de la racionalidad instrumental que la fundamenta, se hace cada vez más extensiva. En ese sentido, un autor como David Watson, en su libro Contra la Megamáquina (2002), sostiene que la constante amenaza de destrucción de la vida humana y de la naturaleza que se ciernen sobre el planeta, no es resultado de una aplicación errónea de la técnica, sino algo inherente a la racionalidad instrumental que la fundamenta. La racionalidad científico-técnica genera deshumanización al socavar la libertad e independencia humanas y supone una seria amenaza para la vida en el planeta. Contra este dominio Watson propone la deconstrucción del sistema industrial y tecnológico, y la exploración de formas de vida comunitarias. Una propuesta que se hilvana a partir del escepticismo tecnológico, el ludismo epistemológico y de una síntesis moderno-primitiva capaz de aprender de otras culturas y desarrollar una nueva sensibilidad verde. En el fondo está el dilema de cómo dominar la era técnica.

 

Las ciencias de la vida han puesto de relieve la primacía del criterio ético sobre el científico y la necesidad de recuperar la dimensión teleológica, metafísica, religiosa y trascendente. Esto es, se trata de poner límites a la secularización y a la razón autónoma. Son reconocibles los riesgos de la biotecnología, por ejemplo, con las armas biológicas, pero sus beneficios son mayores en medicina, alimentos y ambiente mejorado. Por su parte, las ciencias genómicas aceleran el fin de la idea de que la ciencia es éticamente neutral y repotencia el problema ético en ecoética y bioética. Incluso hace evidente la necesidad de un bioderecho, para impedir que se convierta en una amenaza la manipulación de los genes. A nivel genómico se hace necesario garantizar justicia distributiva y acceso equitativo a la biotecnología, con valores éticos bien definidos. Nuevamente aquí tenemos la urgencia de principios éticos y no meros criterios de utilidad pragmática. El peligro es que la élite económica monopolice la ciencia genómica para convertirse en superhumanos.

En realidad, gran parte de los filósofos de la vida se adscriben a un “naturalismo biologista” como sucedáneo del materialismo. Lo cual es mantenerse en el horizonte moderno del inmanentismo antimetafísico y temporalista de la secularización. Lo cual conduce a reducir el problema de la vida a lo biológico y no tomar en cuenta lo preternatural, espiritual y eterno. En este sentido, no pueden ver que la teología también es ciencia de la vida sobrenatural y sempiterna. Y menos aun pueden advertir que la filosofía se consuma por la teología y no como teología. Pero la filosofía moderna separada de la teología está lejos de darse cuenta del daño que se inflige al potenciar descontroladamente la razón autónoma hasta convertir a la racionalidad instrumental en la base del conocimiento mismo. Se ha dejado de comprender que la filosofía de la razón natural gana con la fe, porque se trata de una verdad que viene del Ser Supremo. La fe es tiniebla para el entendimiento, pero siempre estará más cerca de la sabiduría divina que toda filosofía y teología.

 

Auschwitz es también ejercer el poder total contra un país y un pueblo cuyo régimen no es del agrado de la primera potencia del mundo. Efectivamente, Estados Unidos con el bloqueo económico criminal contra Cuba no sólo infringe el principio consagrado en el derecho internacional a la libre autodeterminación de los pueblos, sino que convierte a la isla caribeña en un campo de concentración, de penuria y atraso. Si la dignidad del pueblo cubano mantiene en pie a la isla y si la comunidad internacional vota en bloque contra el ominoso bloqueo contra Cuba -excepto Israel-, es porque aún el sentimiento de justicia no se ha trivializado en la conciencia de los pueblos y de sus gobiernos. La misma infausta agresión es la que sufre el pueblo bolivariano de Venezuela. Y la misma prepotencia es la que ejerce el gobierno sionista de Israel contra el pueblo Palestino y sus territorios ocupados.

 

Pero si Auschwitz y los misiles nucleares son la megamáquina que niegan los valores humanos, las catedrales góticas también fueron megamáquinas que enaltecieron el valor humano. En los siglos XI y XII la civilización cristiana vivía convencida del Fin del Mundo, el Apocalipsis y la llegada del Juicio Final. Lo cual creó un clima de exaltación mística poderosa que daría forma a las maravillas arquitectónicas de la Europa del gótico, con un sinnúmero de catedrales construidas bajo el estilo románico. En esta proeza creativa se movieron más piedras que todas las pirámides juntas. Los artífices de las monumentales catedrales góticas fueron los maestros de obra, canteros y albañiles, quienes darían lugar a los gremios masónicos. Estas ciclópeas edificaciones eran verdaderas joyas hechas en homenaje al Creador y se convirtieron en megamáquinas en torno de las cuales crecieron las ciudades medievales, los centros de poder político, judicial, cultural, comercio y recreo. El gótico fue el triunfo de la luz y con ella de la esperanza en la salvación humana. Estas espléndidas basílicas -Reims, Burgos, San Esteban, Milán, Sevilla, Notre Dame, Santa María del Fiore, Colonia y Chartres- que asombraban por sus colosales cúpulas, arcos ojivales, bóvedas de crucería, arbotantes visibles, grandes rosetones, gran altura de la aguja central, enormes vitrales, decoraciones esculturales, iluminación interior y la posición central del transepto, expresaba la exaltación de Cristo como Logos de la Creación, Rey y Juez Supremo, que daría impulso a una particular teología, filosofía y política escolástica.

 

El arte gótico fue el punto de arranque de una megamáquina que dio lugar a la conquista para la razón y el hombre de un ámbito independiente, por la cual creció la conciencia de su libertad. Como bien destaca Gilson en su libro La filosofía de la Edad Media (1922), la filosofía de la Edad Media fue una obsesión por la teología, pero esta obsesión fue un movimiento racionalista. Por eso, si la Edad Moderna se funda en el siglo XIII con Alberto Magno, que reivindica la autonomía de la razón filosófica, sin embargo, artísticamente tiene su punto de partida en el gótico del siglo XI. O sea, los derechos de la razón fueron conquistados en el arte gótico de la Edad Media antes que la filosofía moderna. Mi agudo maestro Antonio Belaunde Moreyra, de inteligencia poliédrica, me explicó cierta vez -lo cual quedó registrado en su libro Nuevos Conatos (2008)- que el gótico tiene líneas de huida tanto hacia arriba como hacia abajo y también desde atrás hacia adelante. Lo cual unido a sus espectaculares ventanales, a que el peso de la bóveda recaiga sobre las columnas, no sobre una pared como era en el Románico, a que la presión lateral tenga que ser soportada por los arbotantes, la combinación de todo ello, luz, color, decoración, altura, monumentalidad y peso, se convierte en un símbolo de poder extraordinario de la razón. Y que eso es un símbolo de aspiración trascendente hacia el más allá. A lo cual sólo añadiría, por mi parte, que era símbolo de aspiración hacia lo trascendente, pero también reivindicación de lo inmanente. Lo cual quedaría plasmado con nitidez en la metafísica del ser de la filosofía escolástica tomista. Dios no es Acto puro de pensamiento (aristotelismo) sino de existir, y el hombre por la ley de su esencia es un esfuerzo constante y libre por unirse a la causa primera, que es Dios.

Lo apuntado en el párrafo anterior no es un excursus del tema principal, sino que muestra la megamáquina en pleno despliegue creador de una civilización. La megamáquina tiene un despliegue creador, pero también destructor, es más, puede contener ambas cosas en su esencia. Para la lógica perversa de Hitler Auschwitz era su megamáquina destructora de la raza inferior, pero también creadora del Reich de mil años con el superhombre ario. No obstante, lo que aquí nos llama atención es la vinculación de la megamáquina con el poder total. ¿Pero acaso la búsqueda del poder total no es el móvil de la historia? ¿No es la paranoia la que hace la historia?

 

Esa es la convicción del analista junguiano y escritor italiano Luigi Zoja en su obra Paranoia. La locura hace la historia (2013). La historia resulta ser el campo predilecto de los paranoicos. Es el territorio por excelencia en el que tienen mayor éxito esos seres convincentes y carismáticos. Estos delirantes suelen ser muy persuasivos, fascinantes, perversos y grandes manipuladores. Incapaces de introspección, atribuyen todo mal a los demás. Su lógica invicta e irrefutable invierte las causas sin perder la apariencia de racionalidad. Se trata de una locura "lúcida" cuyo pensamiento carece de una dimensión moral. Tiene un sentido morboso de la grandiosidad personal, es mesiánico y megalómano. No tolera el pensamiento crítico. Ama en exceso el poder. Encandila con gran facilidad a las masas sugestionables. Tiene poder hipnótico sobre la inteligencia. Posee una preocupante capacidad de contagio social y produce locura colectiva. Esta locura imprime su sello a la historia. La historia padece de pandemia paranoica. Una última paranoia sería el modelo neoliberal y la filosofía hermenéutica posmoderna. Hay una paranoia dormida en el hombre común. Existe la paranoia espontánea de la locura colectiva. La historia es movida por espíritu enfermos que enferman a las masas sugestionables. La paranoia proclama con todo derecho. "La historia soy yo". Obviamente, que Hitler calza a las mil maravillas en este perfil paranoico y delirante, aunque por su perversidad intencional y elevado desprecio de la vida humana entra en la categoría de la psicopatía. Lo cual lleva a deducir que la paranoia puede estar ligada a la megamáquina creativa, mientras que la megamáquina destructiva a la psicosis paranoica.

 

Pero Auschwitz como megamáquina del poder total debe ser vista como incorporada a una estructura llamada capitalismo y éste a su vez dentro de una de las manifestaciones de la megaestructura de la modernidad. La Modernidad es una megaestructura histórica que da lugar a diversas manifestaciones políticas. La más dominante y extendida de nuestra época es el capitalismo. Pero la versión capitalista de la modernidad ya dejó atrás sus horas de gloria y creatividad para entrar su periclitación. La modernidad capitalista es lo que declina sin parar y de modo ostensible. La modernidad del comunismo escolástico naufragó en la década de los noventa del siglo veinte. Pero ahora en el siglo veintiuno participamos a una incipiente resurrección del marxismo no escolástico y su socialismo plurinacional o nacionalista, junto a la decadencia del capitalismo imperial hegemónico.

 

Eso es lo señalan autores como Antony Loewenstein en su libro Capitalismo del desastre (2015). Loewenstein afirma que vivimos el capitalismo del desastre. Se trata de un mundo en que los negocios funcionan en condiciones de catástrofe social. Es urgente parar esta demencia. Es una “economía de Mad Max”, que enriquece a unos cuantos afortunados. Los líderes mundiales se creen el argumento falso de que el sector privado y las compañías con fines de lucro son mejores que los gobiernos para limpiar después de los desastres naturales, hacer la guerra, mantener prisioneros y crear empleos. La verdad, argumenta Loewenstein, es que los capitalistas del desastre no tienen éxito en esas labores. Maltratan a quienes están bajo su cuidado y cobran de más a sus clientes gubernamentales. Lo que no parece estar nada lejos de la verdad, de lo contrario por qué en plena segunda ola de la pandemia del Covid-19 en el 2021, la industria farmacéutica Pfizer impone a los gobiernos cláusulas secretas en contratos leoninos a cambio de sus vacunas. Se trata del mismo capitalismo del desastre que lucra en medio del dolor humano global.

 

Pero antes de Loewenstein fue la periodista canadiense Naomi Klein quien acuñó la frase del “capitalismo del desastre” con su libro La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre (2007). Con total crudeza allí afirma que a pesar de que las guerras, tsunamis, terremotos o hambrunas son problemas muy graves para la humanidad, siempre es una oportunidad privilegiada desde el punto de vista empresarial para hacer grandes negocios. Si quisiéramos decir en otros términos lo que Naomi Klein nos demuestra, es que los problemas del sistema capitalista son los del incremento de la ganancia, pero esos no son los problemas del hombre. Por ende, el capitalismo tiene que ver muy poco con las necesidades del hombre. Es por ello por lo que el capitalismo es notoriamente un antihumanismo. Una característica esencial de la megamáquina es que resulta ostensible la capacidad técnica para producir grandes consecuencias y la indiferencia con que lo realiza la conciencia. Esto se pudo advertir en los criminales de guerra nazis que fueron juzgados. Es algo parecido con lo que sucede hoy en día con los más de diez mil drones asesinos que vuelan los cielos y causan víctimas mortales inocentes. Nadie acepta su culpa, ni responsabilidad, simplemente aducen que cumplen con su deber y sus órdenes. Este tema es lúcidamente abordado por Anders.

 

El filósofo polaco de origen judío, Günter Anders, se doctoró con Husserl, tuvo como profesores a Heidegger y Cassirer, ex esposo de Hannah Arendt. Al visitar Auschwitz dirá: "Si se me pregunta en qué día me avergoncé absolutamente, responderé: en esta tarde de verano cuando en Auschwitz estuve ante los montones de anteojos, de zapatos, de dentaduras postizas, de manojos de cabellos humanos, de maletas sin dueño. Porque allí tendrían que haber estado también mis anteojos, mis dientes, mis zapatos, mi maleta. Y me sentí -ya que no había sido un preso en Auschwitz porque me había salvado por casualidad- sí, me sentí un desertor". Después visitará Hiroshima. Entonces, para él la ecuación poder-violencia estaba completa. Así surge su libro Más allá de los límites de la conciencia (2002, en español), por el que será calificado de comunista y declarado “persona non grata” en los Estados Unidos. La ecuación poder-violencia la extiende a la sociedad de consumo, que contamina la naturaleza e idiotiza al hombre. Su idea clave es que existe en la modernidad un "desnivel prometeico" entre la capacidad técnica para producir efectos desmesurados y la tranquilidad de la conciencia. En ese sentido los burócratas del FMI con sus recomendaciones recesivas no son tan diferentes a los pilotos que arrojaron las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. En el fondo se trata de que el hombre no está preparado ni emocional ni imaginativamente para procesar la muerte de miles o millones de seres humanos, ni manejar megamáquinas de efectos colosales.

 

La genial intuición de Anders es que no se trata de una complejidad técnica, sino de otra estructural que impiden conectar la acción con los efectos. Cuando la voluntad se separa de sus efectos, entonces la voz de la moral se desconcierta. Ya no se distingue el bien del mal, se cae en un abismo ético donde no se siente nada. Y así las noticias más pavorosas ya no nos conmueven. Y nuestra indiferencia hace que nuestras manos también se manchen de sangre. La hegemonía de la racionalidad funcional sobre la racionalidad substancial afecta gravemente el humanismo. La moralidad queda transformada en una coartada en un mundo criminal. Nadie se siente culpable ni responsable ante las atrocidades diarias en el mundo. Nadie violó ningún mandamiento, pero todos somos responsables. Es que distinguir el bien del mal se ha vuelto más complejo dentro de la estructura compleja del capitalismo cibernético. Y esto sólo significa una cosa, a saber, que vivimos en un mundo muy malo. La pregunta no es si vamos hacia el imperio de una élite privilegiada de superhumanos llamada “Homo deus”, como cree Yuval Noah Harari, sino ¿Qué responsabilidad tenemos ante un mundo con estructuras inmorales? Un mundo inmoral no tiene soluciones morales, sino soluciones políticas radicales. Pero ¿Cómo encarar los centros de poder que generan el mal?

 

El capitalismo es la megamáquina del mal, es el Auschwitz contemporáneo. Y para demostrarlo basta una constatación muy sencilla. Si quisiéramos extender el estilo de vida del Primer mundo -Europa occidental, Reino Unido y Estados Unidos- por todo el globo, se necesitarían varios planetas Tierra para hacerlo. Esto significa que el capitalismo es sinónimo de economía desarrollada insostenible. En un planeta finito no es posible un crecimiento infinito. El capitalismo ha perdido legitimidad y suprime la libertad porque el dinamismo estructural que preconiza colisiona con la solidaridad ecológica que impone límites. Esta es la idea central de la obra de Raúl de la Roca, La revolución ecológica (2001). Es que los límites ecológicos del planeta desautorizan la legitimidad actual del capitalismo. La ecología contribuye a edificar una nueva hegemonía ideológica contra la clase capitalista contaminadora a escala planetaria. La lógica básica del capitalismo es crear necesidades artificiales sin límite que destruyen los recursos naturales y aceleran el cambio climático. La revolución ecológica es la nueva toma de conciencia que el capitalismo es una estructura antihumana y antiecológica porque sólo están en función de la ganancia y no de la solidaridad ni de la conservación natural.

 

El Auschwitz actual es una megamáquina de violencia estructural. De esto se dio cuenta hace cuatro décadas la teología de la liberación. Hay quienes desde un punto de vista integrista o liberal declaran la muerte de la Teología de la Liberación, porque lo asocian a un análisis marxista caduco. Pero nada es más miope que esta afirmación. Lo fundamental de la teología de la liberación es haberse dado cuenta que existen estructuras sociales malas y perversas, las cuales se encarnan en el capitalismo. No hace falta ser malo para ejercer el mal, basta no darse cuenta ni denunciar que existe un pecado estructural llamado capitalismo. El capitalismo es un terrorismo estructural contra el hombre. Una favela brasilera o una residencia de lujo en Miami son tan violentos porque nace del poder invisible de una estructura perversa e inhumana. La teología de la liberación se dio cuenta que la estructura misma del capitalismo es violencia. La capacidad de ser inmoral y corrupto está ínsita en la inmoralidad de las estructuras. Es la megamáquina del capitalismo la que hace que el nihilismo goce de una amplia impunidad y que impere el colapso moral de la humanidad. Su símbolo es un Primer Mundo amurallado contra el inmigrante que cruza fronteras y mares a costa de su propia vida. Este exterminio surrealista es violencia invisible y estructural de un sistema que está en función de la ganancia y no del hombre. La muerte de un Cristo cada día es la continuidad de ese colapso moral entre nosotros. La teología de la liberación se dio cuenta de que vivimos como analfabetos emocionales por no reparar respecto a la inmoralidad de la estructura.

 

Auschwitz como poder total de una megamáquina destructiva conduce hacia una reflexión sobre el poder. Con miopía se podría decir que el poder ha perdido sustancia y validez en medio de una “modernidad líquida” a lo Bauman o de la “era del vacío” a lo Lipovetsky. Pero el hecho de que las masas no sean revolucionarias sino hedonistas, desocializadas y nihilistas, narcisistas y desubstancializadas, se contentan con una vida a la carta, tienden a la violencia energúmena y se corresponden a una sociedad de consumo, todo esto no quiere decir que no sea justamente un tipo de masa a la medida del poder hegemónico de turno. Es cierto que vivimos tiempos que no son revolucionarios, sino contrarrevolucionarios. Pero esto no desubstancializa la problemática misma del poder. En este sentido, coincidimos con la filósofa belga Chantal Mouffe, que en su libro La paradoja democrática. El peligro del consenso en la política contemporánea (2000), sostiene que los tiempos actuales son profundamente antirrevolucionarios al negar el conflicto como lo esencial de toda política democrática. En su lugar se promueve el consenso y la unanimidad social. El filósofo argentino Alberto Buela en su libro Teoría del disenso (2016) apunta en la misma dirección. Lo que busca la megamáquina del poder hegemónico es aletargar la lucha ideológica en la hegemonía política y mantener el discurso del neoliberalismo. Es la derecha populista la que promueve el consenso y se posiciona como la única fuerza de oposición contraria al sistema. Sin disenso se pierde la dinámica de la democracia.

 

Dice el Evangelio que “es mejor servir que ser servido”, y justamente por ello la esencia del poder no es algo satánico, sino divino, ontológico, metafísico y religioso, porque está unido al goce del existir. Pero hay el poder satánico, el cual es dominar sin caridad ni responsabilidad, como caracteriza a la megamáquina destructiva de la modernidad bajo el capitalismo. No se trata de renunciar a la libertad, la modernidad, la ciencia, ni la técnica, son conquistas irrenunciables del progreso humano. De lo que se trata es de dominar ese enorme poder humano adquirido por la racionalidad científico-técnica. Y ello transita por lograr una nueva imagen del mundo presidida por la caridad. Es decir, se necesita un ejercicio del poder que no esté hipotecado al dominio de la naturaleza y de los hombres, sino en vistas de servir a ambos con espíritu de justicia y armonía. Sólo así la democracia dejará de ser un instrumento antidemocrático de los grupos de poder, para convertirse en algo salvable, recuperable, como ideal valioso que deja de fracasar constantemente. Para evitar el desastre aquella nueva imagen del mundo debe pasar por el respeto de la esencia de las cosas. O sea, es el abandono del nominalismo y del historicismo, para abrazar un nuevo realismo. También es necesario realizar la actitud contemplativa y una nueva ascesis. Ello representa abandonar el capitalismo y sus cánones consumistas que depredan el planeta. Y restablecer la relación con Dios. Con lo cual se procede a desmontar la megamáquina destructiva y demoníaca que destruye la Naturaleza y lo humano, renunciar al armamento nuclear, bacteriológico, químico, y unir los ideales de la ilustración basados en la Razón con la Fe y la sed de Dios.  

 

Auschwitz sigue siendo actual como megamáquina destructiva del poder total y sólo dejará de serlo cuando se desmonte la ecuación violencia-poder-tecnología por esta otra de paz-poder-humanismo. No es el olvido del Ser sino el olvido de Dios como Ser Supremo, lo que permite que se siga desmoronando el arte, la metafísica y el humanismo. Sin lograr una nueva jerarquización entre el pensar substancial y el pensar calculador nos seguirá amenazando la megamáquina del poder total de Auschwitz.

AUSCHWITZ Y EL PODER TOTAL (II)


AUSCHWITZ Y EL PODER TOTAL (II)

Gustavo Flores Quelopana

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Ser para la muerte

 

El inefable Heidegger -o el gran egoísta que nunca llegó a escapar de sus fantasías, según palabras de Rorty en su Autobiografía intelectual- nunca tuvo razón al afirmar que el hombre es un ser para la muerte, o sea es una línea de meta a la que estamos avocados. Si lo fuera Auschwitz no llamaría la atención y sería otro accidente trivial en la historia. Quizá la frase de Heidegger encaja a la perfección en medio también de una modernidad secularizada que endiosa al hombre y que sólo le reconoce una dimensión temporal, junto al Ser. Ya lo había destacado Dostoievski al escribir: “Sin Dios todo está permitido”. El hombre de la modernidad es un ser temporalista y anti eternalista. Así, no nos debería llamar mucho la atención la afirmación de Heidegger que el hombre es un ser para la muerte.

 

Para un espíritu creyente la sentencia de Heidegger resulta, por decir lo menos, chocante. El hombre no es un ser para la muerte sino un ser para la vida eterna. En ese sentido fue la reacción de la filósofa alemana de origen judío, Edith Stein, que justamente fue internada en 1942 en Auschwitz, tras ser apresada en Holanda por la Gestapo, para ser asesinada a la semana, con apenas cincuenta y uno años. En su obra Ser finito y ser eterno, escrita en 1936, emprendía la refutación de Heidegger de que el hombre es un ser para la muerte. Su libro es en realidad una respuesta a la temporalización del Dasein por Heidegger. Stein, desde una filosofía trascendentalista y no desde una metafísica de las esencias, sostiene que el ser finito es un hacerse presente de lo eterno en lo finito. Sólo se puede comprender al hombre como un abrirse del ser finito al ser eterno. El sentido del ser humano es que en él deben unirse el Cielo y la Tierra, lo inmanente y lo trascendente, Dios y la Creación. Sólo por la gracia de la redención se abre para el ser humano la vía de participación en la vida eterna. Cristo no fue arrojado a la existencia, sino que eligió venir para salvarnos. De ahí la importancia del hombre.

 

A lo que vamos es que el exterminio industrial de Auschwitz tiene una íntima relación con la esencia del pensamiento moderno. La tradición moderna insiste en el problema del conocimiento, deja de concebir al hombre como ser ontológico para hacerlo como ser gnoseológico, lo desliga del Ser porque ha roto los lazos con la fe y la teología. Esta ruptura provocó una consecuencia más profunda, a saber, limitado el saber a la luz natural de la razón procedió a no rebasar el mundo de la experiencia natural y a conferir a la ciencia positiva y atea la solución de todos sus problemas. Desde ese momento la razón y la ciencia autónomas debían resolver todas las dificultades por sus propios medios. Esto es, si el hombre autónomo se encuentra desligado del Ser, entonces se vuelve en un diosecillo terrestre, en un superhombre, con capacidad de decidir sobre la vida la muerte de sus congéneres.

 

Desde esa base se pueden entender mejor las objeciones de Stein al Heidegger de Ser y tiempo. Le reprocha apartarse del significado del Ser porque lo remplaza por la comprensión del ser del hombre. Además, la comprensión del ser no forma parte de la finitud, de lo contrario todos los seres finitos tendrían comprensión del ser. La comprensión del ser es de índole espiritual y personal y no atañe a la finitud.

 

Para los filósofos partidarios de la tolerancia erigir “grandes argumentos para la eternidad” no contribuye a la paz ni a la solidaridad, sino que al creer que se posee la verdad incita a la crueldad. Auschwitz sería resultado de creer en grandes metarrelatos y en una metafísica fundante. Nada más alejado de la verdad y de argumentar sofísticamente en contra de la razón.  Históricamente la voluntad de tomarse en serio las cosas ha sido un importante medio de progreso. Sin ese espíritu de seriedad habría imperado la indiferencia y la historia luciría estancada. El creer en la razón y en la verdad no ha sido necesariamente enemiga de la moral ni incitadora de la crueldad. En el cristianismo, por ejemplo, se pone énfasis en el espíritu de sacrificio desde la perspectiva de las verdades fuertes: “El que ama su vida la pierde, pero el que aborrece su vida la gana para la vida eterna”. Jesucristo dijo: “El que quiera vivir por mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”. Y Sri Ramakrishna, la figura de la religiosidad india del siglo diecinueve, dijo: “Conócete a ti mismo y entonces conocerás a Dios”. Los fundadores de las grandes religiones universales demuestran la fuerza de la mística para generar todo un movimiento racional. Los cuales han sido poderosos instrumentos de progreso moral y material para la humanidad. Por lo tanto, no es cierto que una sociedad solidaria tenga que brotar de un paraíso donde nadie se siente dueño de la verdad. La unidad en la diversidad, la unidad de los opuestos es también una verdad fuerte que nace de la razón y que no incita a la crueldad, pero que tampoco renuncia a la razón, a la metafísica ni a la verdad. La tolerancia no requiere renunciar a la verdad.

 

En realidad, la historia necesita la alternancia del espíritu épico, el espíritu trágico y el espíritu cómico. Parece existir una especie de fatiga temporal en cada uno de ellos que los hace hegemónicos en determinados momentos del desarrollo histórico. De ahí que no tenga sentido oponer el espíritu irónico al espíritu de seriedad, porque es la propia contingencia histórica la que se encarga de su alternancia estructural.

 

La frase de Heidegger: “El hombre es un ser para la muerte”, es una frase seria, porque el Dasein es una existencia contingente que se realiza en su proyecto. Y es tan seria como la empresa del Holocausto, donde el cálculo matemático se lucía registrando todo: zapatos, dientes de oro, pelo, tatuajes, hermanos gemelos, ropa y demás. Pero como escribe Joan Carles Mélich en su libro La lección de Auschwitz, ¿por qué fue el acontecimiento que desgarró la historia del siglo XX como símbolo del mal extremo? Porque se realizó a través de una ideología racista, una filosofía, una ética y una pedagogía donde el mal y la muerte tienen la última palabra. En Heidegger Dios queda desalojado como Ser supremo, y ello hace que la nada mantenga su primacía sobre los entes. Los hombres son una nadificación del ser, están advocados a la muerte y a la nada. Siempre insistió que el olvido del ser impide el acceso a lo sagrado, a lo divino, a Dios. Negó que el Ser se pueda igualar con Dios. Cuando por el contrario sería al revés: es el olvido de Dios que impide el acceso al ser. Pero él afirmó que el Ser no es el devenir, no es la apariencia, no es el pensamiento lógico, no es el deber, sino que es latencia y principio que se alcanza por un pensar más originario que reúne un logos.

Aquí repárese en un detalle nada despreciable desde el punto de vista filosófico. Mientras que Parménides en su monismo estricto afirma que el Ser no es arjé, sino lo simplemente Uno, por el contrario, en Heidegger el ser es arjé que posibilita lo múltiple.  Para Parménides se trata de pensar lo ontológico sin lo óntico, en cambio Heidegger estaría pensando lo ontológico con lo óntico como los milesios. Heidegger estaría pensando el monismo con pluralismo como el resto de la filosofía presocrática. Este detalle no es de poca monta para comprender la primacía del ser incluso sobre Dios, lo cual es inocultable a lo largo de toda su trayectoria intelectual. Para él se trata de emprender un nuevo camino del pensar, en vez de tomar un nuevo empuje a la religión. Se trata de anteponer a la clave onto-teológica la clave ontológica. En ese empeño su mérito indiscutible es haber enfatizado la diferencia ontológica entre ser y ente. Y su demérito filosófico, no político -que fue ser un nazi-, es haber secularizado dicha diferencia ontológica, demostrando con ello haber compartido la demencia prometeica de la modernidad.

 

Es por ello por lo que, al hombre le sobreviene la nada en la angustia, el hombre es el decidor del ser, el que hace salir al ser de su indeterminación, el que le encuentra un sentido. Entonces, ante la nihilización del hombre en la angustia sólo faltaba enlazar el chivo expiatorio humano para comenzar el exterminio y los nazis lo encontraron en los judíos. No se trata de que los superhombres nazis hayan sido expertos en filosofía heideggeriana, de lo que se trata es que el odio antisemita tiene su base en una determinada cosmovisión de época que era compartida en Europa.

 

Aún se sigue discutiendo si Heidegger fue un nazi convicto y confeso. Pero en el malhadado Discurso del rectorado aparece en la parte final: "A nuestro gran conductor Adolf Hitler, un Sieg Heil alemán". Y pensar que tras la publicación de los Cuadernos negros todavía hay quienes insisten en desnazificar complicadamente al tenebroso "Mago de Friburgo" con la cómica fórmula del "antisemitismo metafísico" o con la vía místico-alegórica de la incomprensible jerga heideggeriana. Lo más sorprendente es cómo esta visión nazi del mundo conquistó a la izquierda posmoderna. Esto es un verdadero castigo divino, porque ya lo que se impone es una farsa. No hay duda de que la presencia de la imbecilidad en la filosofía es muy poderosa.

 

En el cuarto volumen de los Cuadernos negros aparecen vinculados los conceptos de técnica, desarraigo y judíos con la idea de aniquilación. La idea de desarraigo judío se muestra desafiando el arraigo germánico. Por eso, el fantasma devastador de la técnica fue usado contra los judíos. Lo cual se enlaza con otra anotación de Heidegger, que a la letra dice: “la victoria de la guerra es de los judíos y que el verdadero campo de concentración absolutamente criminal es el estado de la Alemania vencida y despedazada…Los judíos no podían morir porque no existían”. Lo profundo de su doctrina -que contiene sombrías alusiones al Ser, sus destinos y aconteceres- está vinculada a las barbaridades políticas de los nazis

 

Un confidente y gran amigo incondicional como Heinrich Wiegand Petzet, en su libro Encuentros y diálogos con Martín Heidegger, sostiene que Heidegger era un sincero nacionalista, pero no un nazi. Que su Discurso del rectorado abogaba por la reforma de la universidad, pero sin aludir al tema racial. Que como ciudadano tuvo el coraje de alejarse del dictador. Que hasta el final de la guerra fue vigilado por considerársele una figura incómoda. Que el nacionalsocialismo le impuso un silencio editorial de una década (1934-1944). Así trata de descalificar las acusaciones que fue un pérfido nazi y que involucran a su filosofía. No obstante, reconoce que le hizo falta coraje, pero no se dejó convertir en marioneta. Casi nos convence, pero lo único cierto es que en sus meditaciones de sus últimos treinta años nunca tuvo una palabra de arrepentimiento ni condena sobre el Holocausto. Lo cual no fue una excepción en la Alemania de la postguerra. Es bien sabido que la Alemania Occidental hizo de la vista gorda y fue cómplice de millares de nazis que copaban la judicatura, el ejército y la administración estatal. Y no se trataban de exnazis, sino de nazis convencidos.

 

Lo cual salió a la luz con el caso del criminal de guerra Oskar Groening, conocido como el “contador de Auschwitz”, exguardia nazi que sentía culpa moral por los crímenes cometidos facilitando el asesinato de 300 mil prisioneros. El caso se publicitó como el último de los nazis juzgados en el siglo XXI. Apenas un puñado de nazis quedaban con vida. En 2015 fue sentenciado a cuatro años, pero falleció a los 96 años sin haber cumplido su condena. Lo más valioso fue su testimonio que sacó a la luz una investigación que reveló la gran cantidad de nazis que no habían sido juzgados, la complicidad de las autoridades alemanas con la inacción judicial. Se desmanteló también la campaña negacionista del Holocausto y se conoció el ridículo porcentaje ínfimo de nazis que habían sido juzgados.

 

Pero la misma complicidad tuvo lugar con la Operación Paperclip que llevó a cabo el servicio de inteligencia y militar de los Estados Unidos para extraer de Alemania científicos nazis especializados en armamento de avanzada. Mas 700 científicos con sus familias fueron llevados secretamente a los Estados Unidos. Otros programas similares fueron la británico-estadounidense Operación Alsos, la británica Operación Backfire y la soviética Operación Osoaviakhim por la que se hizo de dos mil científicos alemanes. Werner von Braun que llevó a los estadounidenses a la Luna fue el científico criminal de guerra que ideó las bombas volantes que cayeron sobre Londres. En otras palabras, razones estratégicas y militares hicieron que las potencias ignoraran su condición de criminales de guerra a cambio de colaboración científica. De otra índole fue la colaboración del Vaticano para la huida de miles de nazis a Latinoamérica, ello se conoció como ha “fuga de las ratas”.

 

En el 2020 el Papa Francisco declaró que se abrían los Archivos Vaticanos, cuya revisión del caso Pio XII y los nazis llevará varios años por la envergadura de los documentos. Las especulaciones van: desde que todo se hizo a cambio del oro nazi, hasta que fue un operativo bien montado y aprobado por el propio Papa Pio XII, el cual calló a siete voces durante el exterminio nazi. John Cornell en su libro El Papa de Hitler (2001), expone la idea que Pacelli era el Papa ideal de Hitler porque estaba obsesionado con la posible bolchevización de Europa y su creencia de que era el comunismo y no el nazismo la encarnación del Maligno. Por su parte Saúl Friedländer en su libro Pio XII y el Tercer Reich (1964), escribe que Pacelli guardó silencio ante la deportación de los judíos de Roma en 1943 mientras los veía por las ventanas del palacio papal. En 1964 Rolf Hochhut en su obra El Vicario, también responsabiliza a Pio XII por tales hechos y además revela que el Vaticano era el principal accionista en la industria de armamentos alemana. Por su parte, Daniel Jonah Goldhagen en su obra La Iglesia Católica y el Holocausto. Una deuda pendiente (2002), insiste en dos ideas, a saber, que la Iglesia estaba informada al detalle del exterminio, que no hizo nada para detenerlo ni prestar ayuda, y que su antisemitismo melló y desacreditó en grado extremo su autoridad moral. Todas las responsabilidades que recaen sobre Pio XII y su relación con Hitler agotó las líneas maestras de Concilio Vaticano I (1869-1870) de Pio IX, y sólo podía ser subsanada por un Papa vigoroso como Juan XXIII, cuya obra más importante fue convocar el Concilio Vaticano II (1962-1965), la misma que renovó la orientación pastoral. Los temas de los excesos del racionalismo, el ateísmo, el panteísmo, el materialismo y el fideísmo, quedaron atrás por el tema ético de la renovación moral de los fieles.

 

Por otra parte, la tesis heideggeriana del hombre como “ser para la muerte” recibiría atención y una respuesta contundente del filósofo de Marburgo, Nicolai Hartmann. Su valiente libro El problema ser espiritual, de 1933, en pleno auge del nazismo, no sólo es una controversia con la filosofía hegeliana y sobre la comprensión del espíritu objetivo, sino que es una respuesta decisiva a "Ser y tiempo" del nazi Heidegger, al que acusa de querer superar la inautenticidad mediante el ser para la muerte en lugar de hacerlo a través de la cultura. Proclamar la superación de la autenticidad mediante el ser para la muerte es justificar el guerrerismo homicida, la ideología criminal antisemita y el culto a la violencia que tanto exaltaba la ideología de la pura racial germánica del nazismo. Por lo demás, existen evidencias escritas que el olímpico Heidegger a su llegada a Marburgo tenía el propósito explícito de barrer inmediatamente de allí a Hartmann. Cosa que lograría con otro colega cuando fue Rector en junio del 33 con un fulminante informe contra el notable escritor judío Richard Hönigswald, condenándolo al ostracismo universitario. No menos diferente fue la suerte de su propio maestro Edmund Husserl -para quien Heidegger era su alumno preferido-, no sólo se vio excluido de la biblioteca, de la universidad, sino también de la nacionalidad y del pasaporte. Alcanzó una muerte piadosa en 1938 a los 79 años.

 

Efectivamente, Husserl dirige una sutil refutación de la tesis heideggeriana del hombre como “un ser para la muerte” en su obra final, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Este libro nace de su olfato ante el desastre inminente que se avecina con el nazismo. Comienza a escribirlo en 1934 y concluye en 1937, en pleno paroxismo fanático del odio racista nazi. Es el último que escribió Husserl. Para entonces ya había asumido con estoicismo el vejamen proferido por Heidegger y los nazis. También 1937 es el año en que se enferma y en tan sólo un año, en 1938, morirá. Este libro es su legado espiritual más intenso. Para Husserl tema de fondo no sólo es explicar la crisis de las ciencias europeas por la grave crisis vital y la necesidad de reivindicar fenomenológicamente el mundo de la vida, sino que hallaba muy peligroso que la élite intelectual traicionara los valores de la verdad, la razón y el pensamiento. Lo cual estaba representado por su exdiscípulo Heidegger. Por eso, el libro de Husserl es también una reflexión profunda sobre la imbecilidad de los intelectuales, que en vez de defender la vida y la cultura defienden la muerte y la guerra. Por ello, el libro contiene un elevado valor político y una refutación directa a la tesis del hombre como “ser para la muerte”.

 

En realidad, toda Europa se encontrada sumida en una profunda crisis espiritual y material. Lo que llevaría a una masiva traición de los intelectuales, especialmente en la Alemania de los años treinta. Julien Benda, racionalista opositor de la intuición bergsoniana, lo advirtió tempranamente y lo denunció en su valiente libro titulado La traición de los intelectuales (1927). En medio del auge de la estupidez, la sinrazón, el militarismo y el racismo, Benda tuvo el coraje de escribir este libro para denunciar la renuncia de los intelectuales a los valores de la inteligencia en nombre de los valores de la acción. Los intelectuales pueden y tienen el deber de intervenir en política, pero con las armas de las ideas, participando activamente en lo que Gramsci llamó la guerra ideológica por la Hegemonía de las ideas. Eso es un intelectual orgánico. Lo otro fue bien descrito por Benda como traición de los intelectuales. Pero hay algo peor aún entre los intelectuales, y es que al pensar ponen su pluma al servicio de los poderosos y del poder de turno.

 

Después de todo, la conducta de Heidegger era consecuente con su doctrina, pues en Ser y tiempo no considera que perteneciera a la analítica de lo existenciario, a la ontología, ni el arte, ni el amor, ni la religión, ni la compasión, el sacrificio, la fecundidad, la paternidad, la amistad. Será un discípulo suyo, Emmanuel Levinas el que, movido por el asesinato de su familia en un campo de concentración, dedicará su obra al pensamiento ético y terminará oponiendo al Ser la inquietud de lo Infinito. En cambio, Heidegger siempre fue radicalmente finitista, un temporalista, si bien es cierto, de la presencia presente. Para él la existencia humana se describe en el ángulo de un cuadrado: Cielo y Tierra, Mortales e Inmortales. La serenidad, posterior y superior a la angustia, conduce a un pensar poetizante. Y la técnica es el peligroso envío que hace el Ser a la existencia humana.

 

Otro discípulo de Heidegger fue Gadamer, el cual fue muy ambiguo con el nazismo, su ascenso universitario coincidió con la barbarie nazi, era discípulo de N. Hartmann y se pasó a las filas heideggerianas y llegó a primer plano gracias al Mago de Friburgo. Gadamer, de quien dijo Habermas que había urbanizado ciertos temas heideggerianos, proclamó que con su hermenéutica desconstructiva había dado la vuelta a la tradición socrática y a la tradición bíblica y, con ello, había llegado el fin de la filosofía y del viejo pensamiento, se había cerrado el ciclo de la metafísica y de la ontoteología. El punto nodal de su pensamiento es que la razón histórica sería fundamentalmente creencias. El valor de las creencias y el papel del individuo frente a ellas cobra protagonismo. Heredamos el sentido de las cosas. El riesgo de su giro historicista es que la hermenéutica gadameriana desembocara en la destrucción de toda tradición, como efectivamente sucedió con la filosofía posmoderna. O sea, mientras en Heidegger el existente es uno solo y se muere, volviendo insignificante su vinculo con el mundo, en Gadamer el individuo cobra valor en las creencias de la tradición. En Heidegger el mundo son las verdaderas gafas o sistema de interpretación de la existencia impersonal y mostrenca, pero de lo que se trata es de elevarse a la comprensión de que se es-en-el-mundo, está abierto al mundo de modo radical. Y por eso, dirá, el yo quiere la filosofía porque se muere. Esta singular conexión entre filosofía y muerte no debe ser necesariamente así ni exclusiva.

 

En Heidegger la nada de la muerte pertenece al mundo, no lo trasciende. Por ende, la muerte no va más allá del tiempo. El tiempo forma parte de la muerte. La muerte es indicación del extraño lazo entre el ser y el tiempo. En la muerte aparece la relación del existente con lo finito y el tiempo. Esta doctrina donde la muerte nunca será indicación de lo eterno e infinito es la exaltación necrofílica de la destrucción, el crimen, el odio, las cámaras de gas, el exterminio, ocultado bajo la jerga metafórica del acontecer, arraigo, desarraigo de lo que no es, destinación del ser. En Heidegger el ser es un abismo sin fondo, representa la racionalidad de la no quietud. En cambio, para los griegos es un ser de la quietud, y para los medievales una capa ética recubre el horizonte ontológico. Esto es importante destacarlo porque la modernidad con la razón autónoma encarna la racionalidad de la no quietud.

 

El hombre moderno al rechazar con la razón autónoma lo eterno e infinito, al rechazar a Dios, se ha dañado profundamente a sí mismo. El hombre prometeico que ha conquistado el mundo se ha extraviado a sí mismo. Pero ese no es el destino mismo de la razón, y menos de su autonomía. La verdadera autonomía de la razón reside en ir libremente hacia lo que indica otra potencia en el hombre, es ir hacia las verdades suprarracionales de la fe. La propia filosofía presocrática lo ilustra, en el origen mismo del filosofar está el sentimiento religioso, la mística, sin dogmas ni ritos.

 

El horror de Auschwitz aconteció en un contexto histórico donde el hombre quedó convertido en un diosecillo terrestre. Ese contexto histórico tiene nombre propio, y se llama: la Modernidad. Es ese hombre convertido en superhombre el que determina lo que es lo bueno y lo que es malo, porque precisamente se proclama estar más allá del bien y del mal. Si para Platón y Plotino Dios está más allá del ser, para la ideología nazi la raza aria está más allá del bien y del mal por considerarse superior. El superhombre nazi se concibe como su propia trascendencia, donde lo ético se subordina a lo ontológico, porque la sangre, la tierra y la tradición tienen su peso ontológico específico. Esta otra fuente nazi de sentido está más allá de lo ético. Su inversión valorativa es inversamente proporcional a la racionalidad de la no quietud del embotamiento moral implícito en la concepción del mundo de la civilización técnica y calculadora.

 

Es la misma racionalidad instrumental la que preside las acciones del imperio de la fuerza en los asuntos mundiales. Se trata de una política imperialista de dominio militar, imperialismo económico, uso planificado de la hipocresía política, la brutalidad estatal y el abuso del poder. Guantánamo y otras cárceles secretas que el imperio tiene regadas por el mundo representan el Auschwitz en nuestros días. Sobre esto trata el libro: Publicidad negativa: artefactos de entregas extrajudiciales, firmado por el fotógrafo Edmund Clark y el periodista Crofton Black. Recojo del diario El País, la siguiente cita del artículo del 07 de abril del 2016, “El libro que recoge el terror invisible de la CIA”: “Estos dos británicos han pasado cinco años investigando el programa secreto de detención e interrogatorios de la CIA, instaurado por la administración de George W. Bush tras los atentados del 11-S y que desde 2002 y hasta 2008 promovió el arresto de más de un centenar de sospechosos de terrorismo, a los que se sometió a torturas en cárceles secretas distribuidas por todo el mundo, incluida Europa, y a los que en algunos casos hizo desaparecer. Aunque el Senado estadounidense admitió su existencia en un informe en 2014 y durante años se denunció la connivencia de gobiernos como el alemán o el español, los lugares y países donde se torturó a los supuestos terroristas nunca han sido oficialmente reconocidos”.

 

Noam Chomsky en su libro Estados canallas, identifica el accionar de esta racionalidad luciferina en los Estados Unidos, el cual encabeza la amenaza a los pueblos del mundo, ve al nacionalismo radical como un enemigo a destruir, se pone al margen del orden jurídico internacional, socava los derechos humanos y la democracia, deteriora la paz mundial, y se convierte en el primer estado terrorista del mundo.

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¿Nunca más?

 

Cuando el nazi, criminal de guerra, Oskar Groening ya nonagenario testificó, dijo que lo hacía para que dicho horror “Nunca más se repitiese”. El desiderátum no ha cumplido y los horrores del exterminio se repiten en cualquier rincón del planeta.

 

Hay quienes piensan que para evitar estas atrocidades hace falta una nueva educación y moral. Para el filósofo italiano Giorgio Agamben en su libro Lo que queda de Auschwitz definía el campo de concentración como el espacio biopolítico por antonomasia. Vivimos la época de la biopolítica, categoría introducida por Michael Foucault. Sostiene que el problema del significado ético-político del exterminio falta en este caso. Es el testimonio lo que permite acercarse al sentido del sinsentido. En esta perspectiva, Auschwitz no es sólo el campo de la muerte, sino el lugar de un experimento, donde lo humano y lo inhumano se difuminan. Habla de la ambición suprema del biopoder moderno es liberar a la bestia que está encerrada en la condición humana sin que ello afecte la vida racional cotidiana.

 

Pero ya es tiempo de superar la categoría foucaltiana de biopolítica para dejar paso a la categoría de la tecno-política. La tecnopolítica en un primer momento ha sido la gestión política de la técnica. Pero en un segundo momento se ha convertido en la gestión técnica de la política. Con las redes sociales, la web y el internet, es la técnica la que va definiendo la política y no al revés. En el fondo se trata de erigir una ciencia y una técnica para convertir al hombre en un medio para un fin demoníaco: el poder total. Auschwitz sólo fue el primer paso, ahora ya entramos en el umbral de lo segundo. Estamos viviendo el epítome de la técnica deshumanizadora y el umbral de la inteligencia artificial autónoma (IA). Paulatinamente lo virtual es lo que determina el sentido del ser.

 

En la actualidad la vigilancia ciudadana y la violación de la privacidad en las comunicaciones se justifica bajo el pretexto de combatir el terrorismo, pero lo que en el fondo está en juego es la transformación de la democracia en un régimen intratotalitario, donde los derechos civiles quedan abolidos en la práctica, aunque se predican en la teoría. Esta es una forma de crueldad más refinada de la que describió Orwell en su novela 1984. Y ante lo cual no se puede argumentar que el ironista liberal del que habla Rorty prefiera oponerse a la crueldad dura que a la crueldad sutil. Sencillamente las contingentes circunstancias históricas no pueden ser las que determinen lo que es cruel o no. Por eso no basta ser historicista y tolerante para oponerse la crueldad, sino que hay que reconocer que la verdad trasciende lo contingente e historicista para afincarse en lo permanente y universal. En vez de celebrar que la gente se vuelva atea, nominalista e historicista, hay que preocuparse que ese proceso no avance, sea detenido y revertido, de lo contrario lo ético estará en manos completamente de lo pasajero y de las contingentes circunstancias históricas.

 

En vez de proponer considerar el problema sobre la verdad como un tema estéril, como pretende la sofística posmoderna y la antifilosofía con el neopragmatismo rortyano, hay que seguir subrayando la peligrosidad de tal tendencia y planteando la importancia que tiene para la auténtica responsabilidad para con el mundo. Para oponerse a la crueldad con consistencia el historicismo -la verdad se hace- debe encontrar su asidero en la historicidad -la verdad se descubre-. Esto supone una postura realista.

 

Es cierto que la web y las redes sociales son fuente de la llamada “posverdad”. Y como bien señala el filósofo italiano Maurizio Ferraris, en su libro Posverdad y otros enigmas, para defender la verdad no hay que negar la ontología -cosa que se hace en la hipoverdad de la hermenéutica- ni de la epistemología -como ocurre en la hiperverdad de la filosofía analítica-, sino que simplemente hay que relacionarlas con el medio tecnológico. Para propone el realismo de la mesoverdad. Pero a pesar de estos presupuestos Ferraris concluye que la verdad no es ontológica ni epistemológica, sino tecnológica -la verdad es un “hacer la verdad”-. Esto último es un profundo error dialéctico. Y lo es porque, en primer lugar, la tecnología no hace la verdad, sino que es un medio por el cual se descubre la verdad. En segundo lugar, a verdad ontológica reside en la realidad, en el ser. La verdad epistémica en el conocimiento. Y, en tercer lugar, la verdad tecnológica no existe, o mejor dicho es la mediación instrumental de lo ontológico y gnoseológico.

Por eso, cuando afirmo que no se trata de la vigencia en nuestros días de la biopolítica sino de la tecnopolítica, esto no quiere decir que lo tecnológico haga la verdad de la política, sino que condiciona la forma y el contenido instrumental de lo político. A fin de cuentas, siguen siendo seres humanos los que diseñan la política que se implementa a través del internet. Quizá algún día lo haga una inteligencia artificial, pero aun no hemos llegado a ello. Esto no es pensar la situación increíble de la película de ficción Matrix, donde todo nuestro mundo es una simulación y los seres humanos son baterías que alimentan a las máquinas despiadadas. Esto equivale a un cruel Auschwitz cibernético. Pero aun si llegara ese siniestro porvenir nunca la justificación y la esperanza pragmatista podría sustituir a la verdad y al conocimiento clásico.

 

Lo preocupante de este espíritu de disolución de la verdad va acompañado de la negación de cualquier noción de naturaleza humana. Este aspecto lo hizo notar el teórico político de la Universidad de Manchester Norman Geras, en su libro Solidarity in the Conversation of Humankind. The Ungroundable Liberalism of Rorty (1995). La solidaridad con la víctima afirma Rorty, se basa en los cambios de sensibilidad y no en el reconocimiento de una esencia humana. O sea, el acto de reconocimiento de una víctima no se deriva del reconocimiento como un ser humano, sino que son simples cambios de sensibilidad. Es decir, la sensibilidad puede cambiar y hacer que se tenga más compasión por víctimas animales que humanas. Pero el hecho de que los horrores cometidos contra la dignidad humana sigan siendo considerados como tales en todos los tiempos, es el mayor mentís de esta afirmación sofística y cínica del historicismo edificante.

 

No hay duda de que Rorty representa la luz crepuscular de la ideología liberal. No son los principios racionales, sino el lado utilitario de las cosas las que dictan la acción racional. Para él la crisis del ideal universalista de la razón no se supera con principios racionales, sino haciendo de la acción tolerante el fundamento de la solidaridad y no de la razón. A esto hizo alusión Habermas en su libro El discurso filosófico de la modernidad (1985), cuando menciona que el pathos nietzscheano nubló la vista del pragmatismo rortyano. O sea, para Rorty los horrores de Auschwitz algún día dejarán de ser reconocidos como tales cuando cambie la sensibilidad, poniendo en primer lugar -quizá- las víctimas animales, como, por ejemplo, cerdos, vacas, perros o gatos.

 

Eso es para Rorty ser lo suficientemente secularizado. Esto es, su llamada filosofía antiautoritaria exige ser radicalmente antimetafísico. Auschwitz no es terrible porque allí fueron asesinados millones de seres humanos, sino porque esa era la sensibilidad del momento. Realmente esta negación de la idea de validez ética universal y la entronización de la pura contingencia no contribuye en nada a entender ni a fomentar el progreso moral. Y al contrario prepara peores atrocidades que Auschwitz. En realidad, la ética discursiva de Habermas no reposa en un postulado ontológico, sino en un postulado lingüístico de la pragmática consensual. En esto no hay mayor desacuerdo con Rorty. Pero discrepa que Habermas se aferre al prurito de la ley racional universal.

 

Pero el espíritu de disolución de la verdad no sólo acompaña al historicismo edificante del liberal Rorty, sino también al movimiento negacionista del Holocausto. El movimiento neonazi se dio cuenta que una rehabilitación del nazismo depende de la negación del impopular Holocausto. Así Austin App, profesor de literatura medieval en La Salle, fue el primer negacionista estadounidense del Holocausto y personajes por el estilo se fueron propagando. El negacionismo es un movimiento conspirador que niega la Solución Final de la Alemania nazi, las cámaras de gas, el exterminio de judíos y reducen a una décima parte los judíos asesinados. Su afirmación que el Tercer Reich tuvo como objetivo deportar, pero no aniquilar judíos, ha causado tal indignación que ese movimiento ha sido proscrito en países como Alemania, Austria e Israel. Los negacionistas -que hay que distinguirlos de los revisionistas históricos legítimos- afirman que el Holocausto fue un engaño, una conspiración y una exageración diseñada por los propios judíos para victimizarse y promoverse. Conocido es el caso de la historiadora estadounidense Deborah Lipstadt, autora del libro La negación del Holocausto, que recibió una demanda por difamación que interpuso -y que perdió- el historiador negacionista británico David Irving, que en sus diversas obras sostiene que Hitler no sabía del exterminio de los judíos o si lo sabía se opuso. En Austria Irving en 2005 fue declarado culpable y condenado a tres años de cárcel por trivializar, minimizar y negar el Holocausto.

 

Por su parte, los historiadores han documentado que en la medida en que la derrota de Alemania se hacía inminente los propios nazis emprendieron la destrucción total de los registros alemanes de exterminio masivo. Pero a estos esfuerzos alemanes se unieron esfuerzos de los colaboracionistas franceses, que también procedieron a la destrucción de casi todos los archivos de los arrestos masivos y deportaciones de judíos para evitar situaciones embarazosas para el Estado francés. El negacionismo francés se extiende en la década de los 60 con Paul Rassinier, en 1978 con Louis Darquier de Pellepoix, refugiado en la España franquista, y que afirmó que “sólo se gaseó a los piojos”; en 1980 con Robert Faurisson, que se refirió al exterminio judío como “estafa política sionista”. En la misma década Roger Garaudy advierte del peligro del “lavado de cerebro” por parte de los negacionistas.

 

Ante tamaña monstruosidad que se encontró en los campos de exterminio, el propio general Eisenhower ordenó en 1945 documentar con la mayor cantidad fotografías lo que algún día sería objeto de una campaña negacionista. Pero en realidad la brutal realidad del Holocausto no se hizo tan extensiva en la conciencia pública con los Juicios de Núremberg, sino en 1961 con el juicio al criminal de guerra Adolf Eichmann y la televisión jugó un rol decisivo en la difusión de las atrocidades nazis. Pero en realidad la campaña negacionista fue empezada por el propio régimen nazi durante la década de 1930 alegando que las acusaciones de la existencia de campos de concentración eran mentiras calumniosas por parte del gobierno británico.

 

También es de conocimiento público el caso de Willis Carto y su Institute for Historical Review (IHR), fundación inspirada por el susodicho Austin App, que prometió una recompensa de 50 mil dólares a quien pudiera demostrar que los judíos fueron gaseados en las cámaras de gas. Se presentó Mermelstein con todos los documentos del caso, y ante la negativa de la IHR de cumplir el trato recibió una demanda difamación, incumplimiento de contrato y negación lesiva de hechos establecidos. En 1985 el Tribunal dictaminó que se pagara al Señor Mermelstein 90 mil dólares y se emita una carta de disculpas al sobreviviente de Auschwitz-Birkenau y Buchenwald.

 

El negacionismo del Holocausto también está presente en Medio Oriente -Egipto, Irán, Siria, Qatar, Arabia Saudita y se extiende a los líderes de Hamas- pero por razones muy distintas a las de los ex miembros de las SS. La cosa es que el fenómeno ha tomado tal envergadura que, en la Enciclopedia del Genocidio y Crímenes de Guerra contra la Humanidad, se define el negacionismo del Holocausto como “una nueva forma de antisemitismo”. Pero en realidad el antisemitismo no es sino una variante más de la discriminación racial. Por ello, resulta alarmante el racismo cotidiano que subsiste en Alemania y la xenofobia que se extiende por toda Europa ante el aumento de la inmigración latinoamericana y africana. Es decir, el problema de fondo del negacionismo del Holocausto no es tanto el antisemitismo, sino la xenofobia y las demás formas de discriminación.

 

Los hornos crematorios de Auschwitz y demás campos de concentración nazis ardieron no sólo con cuerpos de judíos gaseados, sino con cuerpos de todas las razas, creencias e ideologías. Ello no minimiza en absoluto el hecho del antisemitismo declarado del régimen nazi. Después de Auschwitz la historia ha vuelto a soportar nuevos exterminios masivos que resultan chocantes al discurso civilizado. Simplemente sigue sucediendo con la mayor variedad de motivos. Ni el Holocausto es un invento ni los exterminios han cesado. Por ende, no se trata sólo de que el mundo esté a salvo del antisemitismo, sino de todo tipo de discriminación que sirva de excusa para el exterminio.

 

Sencillamente no podremos decir ¡Nunca más!, si no logramos erradicar la intolerancia y la discriminación de la mente y costumbres cotidiana de los seres humanos. Y para ello no se necesita renunciar a la razón, a la verdad y a los fundamentos fuertes, como piensa el posmodernismo y el neopragmatismo actual. Y no se necesita porque la idea moral de la dignidad de la esencia humana basta para ello. Pero la xenofobia, como temor al forastero, se extiende a la intolerancia a que éste preserve su cultura en vez de asimilarse a la comunidad que lo acoge. La respuesta ha sido la propuesta intercultural, que no es asimilacionismo, como derecho a la existencia de dos o más culturas en un mismo territorio. Lo cual sólo es posible en una cultura que se basa en valores de la democracia, la libertad y los derechos humanos. Justamente un Auschwitz planetario supondría la abolición completa de estos valores. Por esto, el valor del interculturalismo es que muestra el cuestionamiento de los derechos humanos por parte del culturalismo.

 

Por su parte, el Comunitarismo es un movimiento que peligrosamente coquetea con el fascismo y toda clase de extremismo político basado en los valores de la tierra, la sangre y la tradición, porque, sin ser contrario al liberalismo, defiende a las comunidades y sociedades y no al individuo. Su idea básica es que la teoría liberal de la justicia no presta suficiente atención a las comunidades, lo cual compromete la participación ciudadana en el debate público. Destaca así el papel de la comunidad en la formación del individuo. Por ejemplo, el filósofo político Michael Walzer defiende en sus obras: Justicia y tribalismo (1996) y Moralidad en el ámbito local e internacional (1996), que la teoría política debe estar basada en las tradiciones y la cultura concreta de cada sociedad, revitaliza la idea de la guerra justa y piensa que no existe un criterio único para valorar la justicia social.

 

Fue el filósofo Carlos Thiebaut quien, desde un liberalismo universalista, en su obra Los límites de la comunidad (1992), señala que la noción de comunidad ligada a la tradición, la sangre y la tierra, implica peligros retardatarios y totalitarios, y que por ello la crítica del liberalismo por el comunitarismo no da cuenta de la complejidad moral, social y cultural de la sociedad moderna. La alternativa sería un liberalismo permeable que conciba el imperativo de tolerancia junto con el imperativo de solidaridad. En cambio, el comunitarista hermenéutico Charles Taylor, que no lo anima ningún espíritu etnicista y que no se le pasa de largo el peligro totalitario, no llega tan lejos como Walzer, y tiende un puente entre comunitarismo e Ilustración, fe y razón. De ahí que en su obra La ética de la autenticidad (1994) preconice un comunitarismo democrático donde la identidad personal y colectiva es conformada por la comunidad.

 

Paradójicamente, y a pesar de que el multiculturalismo se extendió después de la Segunda Guerra Mundial en medio del horror del racismo institucionalizado del nazismo, un Auschwitz global podría convivir con un enfoque multicultural porque supone -por lo menos en la acepción anglosajona- un racismo intrínseco de respetar el espacio cultural de cada sociedad que se aparta la una de la otra. Por el contrario, América Latina promueve la integración y el mestizaje de las diversas comunidades en una sola y favorece la ensaladera del crisol de razas. Es por ello por lo que en esta subregión se tiene dificultades en avanzar hacia políticas de identidad, políticas de la diferencia y las políticas de reconocimiento, porque la tendencia idiosincrática se da hacia la integración en vez de la segregación. En esta área geográfica el término multiculturalismo encuentra mejor fortuna en referencia a los estados-nación. Pero el énfasis en el estado nacional conlleva a que los diferentes grupos étnicos y culturales se asimilen a una sola identidad cultural, lo que ocasiona la erosión y extinción de su cultura distintiva.

 

No obstante, por más que Habermas diga que lo instrumental no es la esencia de la racionalidad moderna sino su carácter autocrítico, pasando a proponer el paradigma lingüístico de la acción comunicativa y el consenso, a pesar de ello, el mayor dilema para la subregión latinoamericana es que busca insertarse en la modernidad justo cuando se adquiere mayor conciencia de su lado perverso, a saber, la racionalidad instrumental. Esto fortalece el regionalismo, la modernidad mestiza y el Plurinacionalismo. De ahí que esté cobrando cada día más fuerza el Plurinacionalismo, como el derecho de cada grupo nacional de permanecer como tal bajo un mismo gobierno, estado o constitución. Bolivia desde Evo Morales es un ejemplo de estado plurinacional en América Latina. No hay duda de que el Plurinacionalismo es un poderoso dique de contención contra el culturalismo fascista y es otra forma de llevar adelante el consenso sin renunciar a los postulados ontológicos. Es más, el Plurinacionalismo al defender los derechos nacionales de cada grupo nacional, sería reactivo al nominalismo de la pragmática consensual.

 

Todo esto redunda en advertir que el principal enemigo de la repetición de otro Auschwitz no es el liberalismo, ni el comunitarismo ni el multiculturalismo ni el interculturalismo, sino el singular Plurinacionalismo por el potencial regenerador del estado democrático que contiene y que rebasa el liberalismo mismo. Así, el modelo socialista del estado plurinacional de Bolivia, que intentó ser desmontado por la CIA a través del golpe de estado de Jeanine Añez en 2019, demostró que el nuevo marxismo no es obsoleto, no colisiona con las creencias religiosas, puede ser republicano, realizar el estado de derecho, el parlamentarismo, la democracia y hasta el mercado, en sentido anticapitalista. Aunque quedaba pendiente el problema de cómo controlar el progreso técnico.

 

El filósofo español César Rendueles en su libro Capitalismo canalla (2015), destaca la esencia anticapitalista de la modernidad actual. El capitalismo es canalla porque no resuelve el problema de la desigualdad. Entonces la posibilidad misma de la república, el estado de derecho y la justicia se vuelven imposibles. El triunfo de la razón Ilustrada supone una futura victoria anticapitalista. Lo que se precisa es la realización de los ideales de la modernidad -libertad, igualdad, fraternidad- desalojando de la historia al capitalismo mismo.