ARGUEDAS Y
LA NOVELA
Gustavo Flores Quelopana
Hay un misterio en la
novela de Arguedas, el cual es: ¿Es realmente su novela un reencantamiento mágico
del mundo o, al contrario, resulta siendo una impostura en medio de la modernidad
desencantada?
El análisis de su obra
efectuado por el afamado novelista y nobel Mario Vargas Llosa en su La
utopía arcaica (1996) supone que la esencia de su pensamiento es mágico-religiosa.
Mario, que para nada padece de anorexia silogística, se explaya en su
argumentación afirmando que Arguedas conoció los dos mundos escindidos del
Perú, el moderno capitalista y el arcaico indígena-campesino. A ello se suma su
desarraigo y tragedia asociada a traumas personales. A partir de ese contexto
analiza lo que hay de ficción y realidad en la literatura indigenista de Arguedas.
Considera que para nuestro
novelista lo mejor del Perú era la cultura mágica del indio rural, la cual
estaba amenazada por la modernidad industrial. Por eso era un indigenista y no
un marxista. El mundo industrial, la modernidad del cálculo y la eficacia era
el apocalipsis para ese mundo mágico y arcaico. La modernidad sin alma era el
enemigo.
Nótese, como una acotación
marginal, aunque pertinente, que Vargas Llosa en ningún momento se interroga si
podrá el indígena doblegar a la modernidad industrial sin perder su alma. O sea,
si es posible edificar una modernidad a su medida. Asunto que nos llevaría
bastante lejos, obligándonos a abordar el tema de la modernidad, economía y
capitalismo informal que supo ver Hernando de Soto en su El Otro Sendero
(1986).
Es De Soto el que descubre
el instinto de comerciante del indio urbanizado y constituido como informal, el
cual -a su parecer- debería ser incorporado a una verdadera economía de
mercado. Pero hay algo que no pudo prever por su credo mercadólatra De Soto, y
es que la economía peruana en los últimos treinta años ha creció no sobre la
base de la absorción de la informalidad al sector formal, sino por su persistencia
y fortalecimiento. Cerca del 60 por ciento del PBI proviene de ese sector, y el
75 por ciento de la fuerza laboral trabaja allí.
Otra cosa es dilucidar si
el crecimiento peruano se debe en gran parte al desarrollo de los oligopolios y
monopolios y la economía no regulada ni formalizada contribuye a la estabilidad
social a pesar de la deficiente distribución de la riqueza. Tema atrayente, por
cierto, en el cual no ahondaremos, pero que se relaciona con la Otra Modernidad
que busca el indio urbanizado. Al respecto publiqué mi libro La otra
modernidad andina (2024), en el que abundo sobre la problemática.
De Soto tiene en común con
Vargas Llosa el credo neoliberal y la hidrofobia al estatismo colectivizante,
junto al seguimiento distorsionado de Adam Smith -y digo distorsionado porque Smith
también enfatizó con energía la importante mano visible de las instituciones,
entre ellas el Estado-., y puntilloso de Ludwig von Mises, Friedrich Hayek y Milton
Friedman. Por tanto, ninguno de ellos es afecto al ayllu colectivista, ni a
impugnar las posiciones privilegiadas de oligopolios y monopolios. Y aunque
parezca paradójico ambos tienen en común con el marxista heterodoxo José Carlos
Mariátegui una vía de desarrollo no menos materialista y economizante que
refueza la racionalidad económica como entidad dominante sobre la libertad de
los individuos. Ambos bandos -los partidarios del libre mercado y del
socialismo colectivista- se adscriben al imperio de la racionalidad instrumental.
Ahora bien, ¿esta interpretación
del nivel mágico-arcaico se sostiene? Aparentemente sí, y menciona la
recopilación de cuentos en Agua (1931), la cual inaugura la nueva etapa
de indigenismo literario. Luego sigue su primera novela Yawar Fiesta (1941),
donde aborda una fiesta sangrienta de raíz indígena. Para el nobel se trata de
reivindicar el derecho a la existencia de la cultura quechua, la considera una
apología contra la modernización del pueblo andino, el cual es mágico,
colectivista, animista, antes que ideológico.
Esto le parece a Vargas
Llosa una opción por el racismo cultural como Luis E. Valcárcel. Pero a
continuación añade que esto es inventarse un mundo ficticio, una realidad coral
y comunitaria que sólo se corresponde a su sensibilidad atormentada. En suma,
esta ficción conservadora, mágica, irracional y arcaica se repite en Los
ríos profundos (1958), queda apenas suspendida en El sexto (1961),
vuelve con fuerza en Todas las sangres (1964), donde refleja la tensión
entre lo moderno y lo ancestral y destaca el análisis marxista de la sociedad,
para culminar en la multifacética novela póstuma El zorro de arriba y el
zorro de abajo (1971), en el que empleando mitos y leyendas andinas el
indigenismo queda morigerado por la fuerte presencia mestiza y la brutal transformación
capitalista.
Tengo la fuerte impresión
que Vargas Llosa en su dictamen es víctima del sortilegio de su propia teoría de
la novela como ficción y de su nueva opción ideológica neoliberal. Todo ello
extiende un velo de incomprensión de la relación de Arguedas y la novela. Que
un novelista escriba sobre crímenes o sobre fantasmas no significa
necesariamente que sea un criminal ni crea en espectros. En la confusión ha
jugado un rol indudable el propio Arguedas con su labor antropológica,
etnológica y amor a la recuperación de los cantos quechuas. Pero hay algo más
profundo que tiene que ver con la hegemonía cultural.
En nuestros lares fue el
destacado hispanoamericanista Antonio Cornejo Polar en su obra La formación
literaria en el Perú (1989) quien insistió en la idea de que cada periodo
literario reformula la tradición y reproduce su idea de nación. Entre literatura
y sociedad existe una relación multiforme, densa, plural, y heteróclita. Y
advertía que en el Perú existían varias tradiciones culturales -culta, popular,
étnica- dentro de una cultura sin centro y sin proyecto nacional por una
conquista aún prosigue bajo el imperialismo. Entre 1821-41 el discurso
literario hegemónico fue el costumbrismo porque se correspondía al proyecto
nacional republicano racista y anti-indígena. Al costumbrismo le sucede el mesocrático
criollismo nacionalista de Ricardo Palma que asimila románticamente el Virreinato.
A comienzos del siglo XX el oligárquico hispanismo de la aristocracia criolla
adquiere vigor con Riva Agüero, que destaca la raíz no colonial y más bien
hispana de nuestra literatura recusando la corriente modernista e indigenista.
Será con Manuel González Prada que irrumpe el modernismo, hasta que en los años
20-30 brota la nueva tradición con J. C. Mariátegui, Luis Alberto Sánchez y César
Vallejo, que derrotan en la literatura al criollismo e hispanismo oligárquico. Faltaba
derrotarla en el terreno político y económico, cosa que acontece con el
gobierno militar de Velasco Alvarado. El pensamiento hegemónico será
antioligárquico y el impulso modernizador se nivela entre literatura y
sociedad.
En suma, para Cornejo Polar
la literatura peruana es una totalidad contradictoria, la categoría de unidad
fracasa para dar cuenta de la literatura peruana en la cual coexisten la culta,
la popular y la étnica. Pero preguntémonos, ¿la literatura de Arguedas
representó una derrota propinada por el neoindigenismo al hispanismo oligárquico?
No hay mayor dificultad para responder afirmativamente. Su producción fue parte
de la arremetida de la cultura subalterna contra la cultura hegemónica
oligárquica. Sobre ello no cabe duda.
Pero hay algo más hondo que
la totalidad contradictoria que señala Cornejo Polar y que atañe a la propia
novela. La novela es un invento de la modernidad porque refleja la atención a
la subjetividad y psicología de los personajes. Como producto de la modernidad
se acopla perfectamente al mundo desencantado y secularizado, sin mito, ni misterio,
ni magia, del que habló Max Weber. De ahí que Lukács (Teoría de la novela,
1916) en su estudio profundo sobre la novela afirme que la novela es la forma lingüística
de los que ya no poseen la verdad. El hombre moderno ha quedado en la intemperie
metafísica, y en su horizonte postmetafísico nace la novela como maraña de lenguaje.
La novela expresa la verdad acerca de la situación de la modernidad de carencia
de verdad. El hombre moderno sin pararrayos metafísico se desinfla en medio de
un empobrecimiento existencial y lingüístico que lo deja a merced de la prosa
sin verdad y de la poesía de la apariencia.
¿Quiere esto decir que la
prosa arguediana no es verdadera? ¿Qué es pura ficción como afirma el nobel? En
primer lugar, como producto literario la novelística arguediana es ficción. En
segundo lugar, como ficción no posee la verdad. En tercer lugar, la carencia de
verdad no atañe a la susodicha utopía arcaica -Arguedas jamás propuso la
sociedad rural india como modelo de desarrollo social-, sino a la esencia misma
de la modernidad. En cuarto lugar, la modernidad como rechazo de las verdades
absolutas y la instauración de un mundo sin certezas ilumina la psicología
subjetiva de la sociedad moderna sin pretensión de verdad absoluta. Impera el
devenir, lo contingente, relativo, momentáneo y finito.
De modo que cuando el nobel
concluye que la modernidad llegó al Perú de manos del autoritarismo de
Fujimori, en un país que se desindianiza velozmente y una sociedad que se aleja
del arcaísmo utópico, para dirigirse a un futuro mesticista bajo el paraguas
del capitalismo de mercado, lo que hace es sustituir un mito por otro, una
utopía por otra. Ni él ni nadie puede saber hacia dónde se dirige el país y el
mundo. La historia lo hacen los hombres en su praxis. Y si hoy asistimos a un
terremoto geopolítico en el que pugnan el globalismo neoliberal y el soberanismo
de libre mercado de ello no se puede predecir el futuro.
Finalmente intentemos
responder a la pregunta del principio: ¿Es realmente la novela arguediana un
reencantamiento mágico del mundo o, al contrario, resulta siendo una impostura
en medio de la modernidad desencantada? Si fuese un reencantamiento mítico del
mundo no hubieran surgido sus novelas El Sexto, Todas las sangres
y los Zorros. Lo que se nota es más bien un reencantamiento socialista
del mundo, y ello acontece sin asumir el marxismo. De ahí que su novelística no
resulte siendo una impostura, porque lejos de querer restaurar el paganismo
precolombino de la adoración a las estrellas, las momias y otras fuerzas
naturales, y entendiendo cabalmente el carácter sincrético de la religiosidad
andina, con Cristo, la Pachamama y los Apus, lo que encontramos es el
encantamiento socialista del mundo. No se puede olvidar ni pasar por alto lo
que afirmó poco antes de su muerte en la carta a su amigo Alberto Escobar: “Yo
no creo en Dios”.
Efectivamente, Arguedas no
quiso reencantar el mundo ni panteísta, ni animistamente, sino, como ateo
consecuente, socialistamente. Y esto es lo que no se le pasa desapercibido al
olfato neoliberal del nobel procediendo a acusarlo de utópico arcaico. Lo cual
está muy lejos de la verdad. Arguedas distinta de restaurar el imperio del
Tahuantinsuyo entrevió la posibilidad de otra modernidad donde se fusionarán todas
las sangres dentro de un ideal socialista. Y en este sentido no es un
antimoderno, sino un moderno que reencanta políticamente el mundo. O dicho más
precisamente, era un moderno que creía en la posibilidad de otra modernidad de
índole no capitalista y en el que se respetaran las tradiciones culturales.
No está demás añadir que
aquella aspiración arguediana está presente en el ideal del nuevo orden mundial
multipolar de los BRICS.