lunes, 12 de julio de 2021

IGUALDAD SIN LÁGRIMAS Justicia como copertenencia (Final)

 


IGUALDAD SIN LÁGRIMAS

Justicia como copertenencia (Final)

Gustavo Flores Quelopana

                                                                

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Justicia y Globalización

 

“La extensión y gravedad de la pobreza global plantea hoy un enorme

 desafío a toda persona que albergue una sensibilidad moral”

Miriam Bouiali Brines, periodista que escribe sobre Thomas Pogge

 

La regla de la Justicia como copertenencia es simple, a saber, los ricos deben dar más y los pobres deben recibir más. Por ejemplo, resulta inmoral e inhumano que multimillonarios como Richard Branson, Elon Musk y Jeff Bezos, compitan por conquistar el frívolo turismo espacial, mientras que en el planeta mueren diez mil niños al día por desnutrición, según cifras de la Unicef. La competencia debiera ser por erradicar el hambre, la falta de viviendas, cultura, salud y educación. Esta falta de conciencia social de la gran burguesía mundial refleja la crisis de caridad en el capitalismo cibernético. El mismo fenómeno también se ha visto reflejado en el uso geopolítico por parte de Occidente de las vacunas contra la pandemia del Covid, y la negativa a ceder las patentes para un combate más eficaz del flagelo. Si a esto le sumamos que ningún país del mundo está cumpliendo a la fecha con los Acuerdos de París con respecto a la crisis climática, entonces estamos condenando a nuestro hogar a un diagnóstico terrorífico.

En vez de ello, el objetivo inamovible debiera ser acabar con la desigualdad y la injusticia en todos sus aspectos. Pero, entonces, aquí está en discusión qué modelo de desarrollo ha de seguirse a nivel global. Los abundantes estudios especializados sobre el tema han demostrado que la crisis ecológica vuelve insostenible que las economías desarrolladas se extienden a nivel planetario. Y la razón es sencilla: se necesitarían varios planetas Tierra para generalizar su estilo de vida. El punto de equilibrio a establecer a nivel mundial debería encontrarse entre las economías sostenibles pero subdesarrolladas y las economías desarrolladas pero insostenibles. Se requiere de una economía desarrollada pero sostenible. Se trata de evitar el estilo de vida de carencias, pero también el estilo de vida californiano de abundancia. Si se debe evitar la carencia junto a la abundancia, entonces qué estilo de vida ha de preconizarse. Un estilo de vida austero y sobrio no sólo se asocia a la posibilidad de superación del capitalismo consumista, sino al control de la pasión humana por la riqueza y el lujo. Werner Sombart (Lujo y capitalismo, 1912) estudia cómo el triunfo del amor libre de la lady fomentó el lujo y abrió las puertas al capitalismo exportador; pero en su otro gran libro (El burgués, 1913) demuestra que la esencia espiritual de la sociedad capitalista es la racionalización de la vida en vistas a la ganancia. Este objetivo supremo de la vida, que encuentra su exaltación en el capitalismo, sólo cambiará cuando se deje atrás la civilización capitalista. En ese tránsito civilizatorio resuenan como sendas maestras tres grandes líneas, ya señaladas por Romano Guardini (El poder, 1957), como son: el triunfo de la ascesis, pues no ha habido ninguna gran cultura que no haya comenzado con una nueva ascesis; el restablecimiento de la relación con Dios, que dará marcha atrás a la prometeica deificación humana; el respeto de la esencia de las cosas, que será un giro metafísico respecto al nominalismo y al historicismo; y la realización de la actitud contemplativa, dejando atrás el obsesivo activismo por el activismo de la acelerada vida moderna. En una palabra, para el triunfo completo de un nuevo sentido de la vida habrá que lograr una nueva imagen del mundo.

De forma insólita e incongruente con el todo de su obra, John Rawls, en su libro El derecho de gentes (1999), rechaza la justicia global. Su tratamiento de la justicia internacional es decepcionante porque descarta la igualdad de oportunidades y rechaza la justicia global. Excluye de la justicia global a las dictaduras (sin consenso interno) pero no a los países autoritarios (con consenso interno). Esa es su primera contradicción (admite la no tolerancia de la libertad individual). La segunda gran contradicción es que supone que los pueblos aceptan la política iliberal. De modo que su política internacional es decepcionante al abandonar la igualdad y la libertad que fundamenta los Derechos Humanos. Para Rawls los DDHH no son derechos de los pueblos, sino de los individuos. En pocas palabras, Rawls se opone a la distribución global de la riqueza. Deviene en un defensor de las grandes ganancias de los monopolios transnacionales. Su derecho de gentes es conservador, reaccionario e inauditamente injusto. Debido a ello ha merecido la crítica de comunitaristas, igualitaristas, marxistas y cosmopolitas.

Peter Singer es un filósofo moral australiano que piensa que hay que ayudar sin distinción de nacionalidad. En su libro Un solo mundo. La ética de la globalización (2003) piensa, desde el punto de vista del utilitarismo hedonista, que, si el costo de ayudar a extranjeros es bajo y el beneficio es alto, entonces no existe excusas morales para insistir en la prioridad de los intereses nacionales. Pero resulta que medir la ayuda bajo el parámetro económico de costo/beneficio equivale a subsumir la moral a la economía, lo cual es inmoral. En cambio, distinta es la postura de un igualitarista como Branko Milanovic, economista serbio-americano, conocido por sus estudios sobre el ingreso y la desigualdad. En su libro Desigualdad mundial, una nueva aproximación en la era de la globalización (2016), muestra datos realmente escalofriantes: 830 millones de personas con desnutrición crónica, habiendo suficiente alimento para toda la humanidad. 2,600 millones sin servicios sanitarios básicos. 2,000 millones sin acceso a medicinas básicas. Esperanza de vida en países pobres que es la mitad de los países ricos. 3,000 millones de personas que viven con un dólar al día. La mitad de la población mundial posee el 1.1% de la riqueza, mientras que el 10% más rico acumula el 85% de la riqueza mundial. La pobreza causó 18 millones de muertes prematuras. A lo largo de cinco capítulos expone el futuro posible de la desigualdad mundial. Explica cómo la desigualdad mundial ha cambiado a partir de la Revolución Industrial y de la caída del Muro de Berlín. Realiza un recuento histórico del surgimiento de la clase media y su antagonismo con los súper ricos. Analiza algunos factores de la desigualdad nacional y reformula la teoría de los ciclos de Kuznets. La desigualdad tiende primero a incrementarse y luego a reducirse. Contrasta la desigualdad global a través del tiempo y entre diferentes países. Efectúa la proyección de un posible escenario a futuro de la desigualdad y de posibles alternativas a este problema. En otro libro suyo, Mundos Aparte (2005), expone la disparidad de ingresos entre los ciudadanos del mundo. Y en su obra más reciente, Capitalismo nada más: el futuro del sistema que gobierna el mundo (2019), su conclusión es lapidaria: el capitalismo tiene muchas fallas, pero ha llegado para quedarse. Nuestra tarea es mejorarlo. Su triunfo se debe a que ofrece prosperidad, satisface los deseos de autonomía humana y proporciona bienestar material. Es vulnerable a la corrupción y a la injusticia, pero es un sistema perfectible. El enfoque reformista del igualitarista liberal Milanovic cree que la justicia se puede alcanzar sin salir del capitalismo, mientras tanto los desfavorecidos deben esperar por generaciones el perfeccionamiento del sistema imperante. Además, no repara en que el bienestar material que ofrece el capitalismo no es comparable a la desintegración espiritual y moral que produce. Por ello, su diagnóstico no sólo es inviable, sino inmoral y dañino para alcanzar la justicia social.

No obstante, es entre los cosmopolitas donde más fructifica la idea de una justicia planetaria, un Estado mundial y la ley global. Así, Oswaldo Guariglia, filósofo dedicado al tema de la justicia global, en su libro En camino a una justicia global (2010), estudia las formas de organización para el futuro gobierno universal, que se halla aún en su etapa incipiente. Es, pues, una reflexión filosófica sobre el derecho internacional o derecho de gentes. La renovación que produjo el libro póstumo de John Rawls sobre la filosofía del derecho internacional reabrió viejos dilemas, como los principios de una sociedad de los pueblos, y planteó otros nuevos, que giran básicamente sobre los criterios de justicia en un mundo aún no globalizado, pero sí en camino de un ordenamiento global. Guariglia deja claro que una justicia global exige un Estado global Ya lo decía Hobbes: "Donde no hay un poder común, no hay ley; y donde no hay ley, no hay injusticia". El cosmopolitismo contemporáneo defiende algún tipo de justicia global, afirmando que los individuos son la unidad moral última de la ética; y que las obligaciones morales vinculan siempre a los individuos con independencia del Estado, nación o cultura a la que pertenecen. Lo que no queda claro en su planteamiento es si con un Estado mundial capitalista o no capitalista es posible dicha justicia global. Si por lo visto el capitalismo es incompatible con la justicia social, entonces el Estado global imperante tendrá que ser no capitalista. De lo contrario el susodicho Estado Mundial será otra Naciones Unidas impotente y neutralizada por un Consejo de Seguridad y un sistema que hace depender su toma de decisiones del consenso de los países. Otro pensador que sigue la línea liberal y capitalista es Thomas Nagel, filósofo de la justicia estadounidense rawlsiano, quien en su obra Igualdad y parcialidad. Bases éticas para la teoría política (1996), considera que la desigualdad global es una horrible desgracia, pero no está claro que se trate de una injusticia. Las injusticias sociales competen a los Estados y no se pueden extrapolar de las relaciones internacionales. O sea, repite el credo de Rawls de que los derechos humanos son de los individuos, pero no de los pueblos. Nagel reprocha a Rawls aspirar a corregir las desigualdades, pero no a eliminarlas; y que el estado rawlsiano permite desigualdades intolerables. Pero su punto de vista objetivo no lo extiende a las relaciones internacionales. Simplemente concluye que es necesario crear nuevas categorías filosóficas para atender la pobreza y la desigualdad global.

Thomas Pogge es un filósofo alemán dedicado al tema de la justicia global. En su obra Hacer justicia a la humanidad (2009), Considera que la desigualdad global es una de las peores injusticias de nuestro tiempo y tenemos la obligación política y moral de combatirla con todos los medios disponibles. Su obra atiende el tema de las desigualdades globales, que la filosofía política había descuidado por tan largo tiempo, hasta que aparece el derecho de gentes. Demuestra que globalizar la economía se vuelve criminal y antihumano si no va acompañada de la globalización de los derechos humanos, globalizar la justicia y la ética. Sin embargo, la crítica cosmopolita le ha hecho saber que, si fundamos la ética ciudadana en el principio de responsabilidad, y no en el principio de igualdad, entonces no se ve el vínculo moral que une a los demás. Es decir, no se debe hacer daño no sólo porque ello está mal, sino porque la víctima de la injusticia es nuestro prójimo e igual a nosotros. La justicia es fundamentalmente copertenencia, todos somos uno, y por eso la justicia debe ser aplicada a individuos y a estados.

Como vemos, no tiene sentido rechazar lo obvio, a saber, la necesidad de una justicia extendida a las relaciones internacionales. Los derechos humanos no competen sólo a individuos, sino también a los Estados. Y por ello, el derecho de gentes incluye a los Estados, incluso dictatoriales y autoritarios. No es necesario compartir el individualismo liberal de Occidente para hacer valer los derechos naturales humanos por encima de otras creencias políticas y religiosas. Ni siquiera otros países con diferentes tradiciones religiosas o políticas pueden excluirse del respeto de los derechos humanos, y no pueden esperar que se acepte su autoridad política interna si violan tales derechos. Sólo así se puede evitar la contradicción rawlsiana que tolera a los países que no admiten los derechos humanos. Y es así porque no se puede suponer que los ciudadanos de esos estados rechacen derechos que los protegen. Al contrario, lo contradictorio es suponer ligeramente -como lo hace equivocadamente Rawls- que los ciudadanos aprueban la censura de los derechos del hombre por sus estados. Si todos los pueblos del mundo son firmantes de la Carta de los Derechos Humanos, entonces contraen obligaciones políticas a cumplir y respetar. Pero esto significa también que los pueblos del mundo, especialmente los más ricos, tienen el deber de asistir a otros pueblos que viven bajo condicionas penosas para contribuir a su desarrollo y eliminación de la desigualdad social. El compromiso contra las injusticias globales significa un compromiso moral por la justicia mundial. La intromisión en la soberanía de los estados no sólo debe estar dirigida para combatir los abusos flagrantes de los derechos humanos como los genocidios, sino también el hambre, la miseria, el analfabetismo, la guerra y compartir la riqueza mundial. La desigualdad social y material a nivel internacional es el principal asunto en el derecho de gentes en la justicia mundial, porque no es legítimo ni moral anteponer los derechos de propiedad a la redistribución económica de la riqueza. Rawls, como Kant, se opone a la redistribución global de la riqueza. Lo cual es un absurdo de la democracia liberal que prioriza la libertad a la justicia. La redistribución global de la riqueza es en sí mismo un acto de justicia de carácter supremo, porque compartir a nivel internacional con el prójimo lo que uno legítimamente ha ganado es el acto de solidaridad más moral, dado que es un dar sin recibir nada a cambio. Es un elevado deber moral globalizar los beneficios económicos por igual y según la necesidad de cada país. En una era global hay que globalizar los beneficios económicos, la tecnología, las patentes y la ciencia en beneficio de todos los seres humanos del planeta. El obstáculo para ello en la hora presente es el orden político, militar y financiero que imponen sobre el mundo los monopolios a través de los países ricos.

El predominio del interés común sobre el beneficio personal es la idea central de una economía basada en la justicia por varias razones: 1. Constituye un dique de contención contra la destrucción del medio ambiente en nombre del progreso, 2. Preconiza una economía no consumista donde lo importante no sea la producción, sino la distribución y el arte de vivir, 3. La idea por mejorar la sociedad lo lleva hacia un socialismo reformista donde se elimine la pobreza extrema y la distribución injusta de los productos del trabajo, 4. Incentiva que la producción esté en manos de cooperativas de trabajadores, 5. Abroga por limitar el derecho particular de propiedad para el bien público, 6. Considera imprescindible poner un límite a lo que una persona puede recibir como herencia, puesto que en ella no han intervenido sus facultades, y 7. Une la mayor libertad de acción con la propiedad común de todas las materias primas del mundo y una igual participación en todos los beneficios producidos por el trabajo conjunto.

En conclusión, una economía no consumista que no destruye el medio ambiente, donde lo importante no sea la producción, sino la distribución y el arte de vivir a nivel global, es la pauta principal de una justicia global. En una palabra, hay que reconocer que hace falta una revolución mental, mediante la educación, para superar el egoísmo y abrazar el bienestar general en dimensión planetaria. Lo importante no es la riqueza, sino el arte de vivir de los seres humanos. Por último, una justicia global en la redistribución de la riqueza impediría que los países más ricos impongan su voluntad política y económica al resto. Esto no significa impedir que los pueblos elijan libremente la importancia que dan a su nivel de riqueza, porque nada hay de injusto en compartir la riqueza con las naciones menos favorecidas y azotadas por la pobreza. Así como las personas no son responsables de nacer en una familia rica o pobre, tampoco lo son de nacer en un país pobre. De ahí que justicia global y la redistribución de la riqueza a nivel mundial sea un imperativo moral y político impostergable. Hoy, que las fronteras de la soberanía son mucho más difusas, la justicia global es más posible e improrrogable. 

 

6

Justicia y Perdón

 

“La última y definitiva justicia es el perdón”

Miguel de Unamuno

 

La suprema Justicia es el Perdón. El fenómeno del “perdón” es empírico y al mismo tiempo prerreflexivo. Se trata de la actualización existencial de un contenido esencial. Y por eso mismo abre un horizonte base sobre que el ser se redime de su culpa por el arrepentimiento. Pero la capacidad humana para el perdón no es ilimitada, ni debe serlo, sencillamente por su condición de criatura. De ahí que la humanidad haya establecido en el Estatuto de Roma la existencia de delitos imprescriptibles, como el genocidio o los ataques generalizados y sistemáticos contra la población civil, los cuales conforman un tipo especial del derecho penal, no prescriben, no pueden ser amnistiados, ni indultados.

Los Juicios de Nuremberg y el Tribunal de Tokio, que no estuvieron exentos de controversias, sentaron el precedente y el inicio de una “Justicia internacional” y en ese sentido condenó a los principales jerarcas nazis y japoneses por sus crímenes de lesa humanidad. La tipificación de estos crímenes constituyó un avance jurídico que sería por las Naciones Unidas en el desarrollo de una jurisprudencia internacional específica en materia de guerras de agresión, crímenes de guerra, crímenes de lesa humanidad, conspiración contra la paz y para la constitución en 1998 del Tribunal Penal Internacional. La Declaración Universal de los Derechos Humanos se redactaba al término de los juicios de Nuremberg y por eso no fue alcanzado por la prohibición de leyes retroactivas que se establecía en su estatuto. Por ello, los juicios de Nuremberg no fueron ilegales, ni se trató de la justicia del vencedor; antes bien, se pudo concretar conceptos de delitos anteriormente ausentes o difusamente definidos. Lo cual no niega omisiones clamorosas, como que el principal juez soviético Nikítchenko encabezó las farsas judiciales de Stalin durante la Gran Purga de 1936 a 1938, donde fueron detenidas casi 700 mil personas acusadas de crímenes de estado y ejecutadas 900 diariamente. Por su parte, los aliados eran responsables de lanzar la bomba atómica y de efectuar bombardeo indiscriminado sobre la población civil alemana de sus principales ciudades. A pesar de todo, los procesos de Nuremberg y Tokio fueron decisivos para establecer la Convención contra el Genocidio (1948), la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) y las Convenciones de Ginebra (1949 y sus protocolos de 1977). En la lucha contra los delitos imprescriptibles las naciones del mundo han firmado la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (2003).

En derecho lo imprescriptible es lo que no puede perder vigencia o validez. Es decir, no puede ser objeto de perdón ni prescripción. Esto quiere decir que el marco legal considera que la grave violación de los derechos humanos es imperdonable. Esto es, la humanidad se pone un límite en su capacidad de perdón. Cuando Cristo le dice a María: “Vete y no peques más”, es porque su pecado ha sido contra el honor. Ahora bien, Jesús en la Cruz ama y perdona hasta el límite. Coherente con lo predicado en su vida, su muerte reconcilia al género humano con el Creador. En el Evangelio de Lucas se relata que Cristo durante la crucifixión, dijo al “buen ladrón” llamado Dimas, que antes de que acabara el día, estará con él en el Paraíso porque se arrepintió de sus pecados y lo reconoció como el Hijo de Dios. Incluso en la cruz Jesús perdonó a sus verdugos y pronunció la famosa frase: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23-24). Perdonó todos los pecados, salvo contra el Espíritu Santo, que significa perseverar en el mal. En la propia Biblia se considera que un pecado es imperdonable cuando la mala acción va acompañada de una actitud que hace imposible el perdón. Dios perdona al pecador arrepentido, pero el pecador endurecido que no cambia de conducta es considerado como persona de “corazón inicuo”. Entonces ese corazón que perdió la capacidad de ser moldeado es culpable de pecado imperdonable. En otras palabras, odiar de todo corazón el pecado cometido hace al hombre susceptible de perdón. Pero las Escrituras expresan que el pecado mortal que Dios no perdona es el pecado contra el Espíritu Santo. El pecado mortal tiene de peculiar el hecho que extingue la caridad en el corazón del hombre, porque persiste en el pecado. Lo cual es sumamente preocupante en relación con un tiempo descreído y hedonista como el nuestro, donde se ha obliterado y extraviado el sentido de lo sagrado y de lo divino. No obstante, la Iglesia advierte que son pecados imperdonables el asesinato, la violación, el incesto, el adulterio, el aborto, el suicidio. Ahora bien, en la teología moral católica el pecado venial deja que la caridad siga existiendo en el hombre, a pesar de ser un desorden moral, relacionado con la falta de amor, incredulidad, violencia, burla y ruptura de la Alianza con Dios. La misericordia es el trato amable o perdonador de alguien que podría ser tratado con dureza, mientras que el perdón es dejar la ira y el resentimiento contra una persona. Por último, Cristo confió a la iglesia el don de vencer el pecado y otorgar en su nombre el perdón a la persona arrepentida. Sus críticos argumentan que dicho don perdonador debe ser revisado ante la ola de denuncias de sacerdotes pedófilos y violadores en serie en el seno de la iglesia. La catástrofe de abusos sexuales cometidos por la iglesia provocó la dimisión del arzobispo de Múnich y el propio Papa Francisco I, en su empeño por acabar con la política de encubrimiento, incluyó como delito dentro de la ley canónica el abuso sexual. Pero la lluvia de denuncias no cesa de llegar desde Polonia, Australia, Estados Unidos, Chile y otros países. Además, la oscura historia de los internados indígenas en Canadá, donde abusaron de miles de niños y fueron hallados más de mil cadáveres, provocó que una serie de iglesias católicas fueran incendiadas en comunidades indígenas de Canadá y que el primer ministro de ese país, Justin Trudeau, pidiera perdón en suelo canadiense al Papa por los crímenes cometidos. Posteriormente el Papa expresó su dolor, pero no ofreció disculpas. Igualmente, expertos de la ONU piden al Papa prevenir abusos sexuales de menores, y el organismo europeo de control financiero insta al Vaticano a facilitar el enjuiciamiento de sus altos clérigos. El Papa respondió nombrando nuevos líderes en el Banco Vaticano, hablando de la existencia de una casta pecadora que debe ser erradicada y declarando que no se puede servir a dos señores: a Dios y al dinero. En suma, el líder católico da muestras firmes que la reestructuración está en marcha.

Ahora bien, en el acto del perdón no se efectúa una renuncia a la justicia, al contrario, es el acto definitivo de la justicia, porque en vez del olvido se impone el reconocimiento en el arrepentido de la verdadera aversión e insistencia en el mal o el pecado. Por eso, Jesucristo tiene razón al insistir que debemos perdonar siempre y cuantas veces sea necesario, porque el perdón es una enseñanza de caridad por el arrepentimiento y la conversión del corazón. El perdón no está avocado al pasado, sino que desde el presente atisba reinicio de un nuevo comienzo hacia el futuro. Por eso, el perdón es progresista y humanista, revolucionario y justo. El perdón no destruye al hombre en su error, sino que reconstruye la vida en la esperanza. El pasado es inmodificable, el presente es oportunidad y el futuro es reconstrucción de una vida buena. El perdón es el reconocimiento de que la realidad es reconstruíble. El perdón toca la fibra ontológica como dinamismo creativo del ser como algo moralmente bueno. El perdonar puede poner fin a la violencia, pero no pone fin al daño. El trauma en la víctima no se borra, ni la víctima desaparecida vuelve a la vida. Ese es el aspecto metafísico del perdón, como acontecimiento onto-ético del hombre. El perdón se opone a la muerte porque es la justicia de la posibilidad misma del bien. El perdón deja atrás la venganza, porque se inspira en el amor y no en el odio. Hay niños soldados que han preferido la muerte a matar, no han permitido que la guerra inmoral e inhumana los prive de su humanidad y conciencia moral. Pero hay muchos que mataron para salvar sus vidas. Y por ello el perdón no es olvido, porque no se puede escapar al estrado moral de la conciencia. Pero una cosa es ver el perdón en la víctima, y otra cosa es verla en el victimario. El victimario puede estar convencido que le asisten razones justificadas, por lo cual cree que no tiene nada de qué arrepentirse ni pedir perdón. En cambio, la víctima siente y reclama la vivencia de una injusticia que merece el pedir perdón. En los procesos de Reconciliación por la Paz, que han vivido muchos países que pasaron por violencia interna y violación de derechos humanos de diversa índole, la justicia ha pasado por el diálogo del perdón. Cómo perdonar al responsable de tortura y ejecuciones extrajudiciales. En ese caso el perdón moral no sustituye a la justicia penal. Y en el caso del victimario, cómo perdonarse si no se arrepiente sinceramente de las maldades cometidas. Los familiares de la víctima desaparecida pueden ser capaces del acto de perdón hacia el victimario, pero se da el caso de que el victimario no está dispuesto al arrepentimiento ni al perdón. Y viceversa, se da el caso de arrepentimiento del victimario, pero sin la disposición al perdón de la víctima o de los familiares de ésta. De ahí que el acto del perdón implique una relación de comunidad con el Otro, con el prójimo. De la comunión en el acto del perdón nace la reconciliación. Pero hay reconciliación sin perdón. Mientras que la tolerancia es la reconciliación sin perdón, y en eso se parece la tolerancia a la misericordia, el arrepentimiento es la reconciliación con el bien, y por eso merece la justicia del perdón. También se puede reconstruir el futuro en un contexto de reconciliación sin perdón, pero sus bases no serán tan sólidas como hacerlo sobre el fundamento del perdón.

La lógica de la justica como perdón exige dar prioridad a los derechos humanos en vez de a los derechos económicos o el mercado. Lo prioritario no puede ser la libertad, sino la justicia, porque un corazón arrepentido es la mejor alabanza al bien y al amor. La justicia como perdón es la verdad en acción, porque implica una acción personal basada en un sentimiento de caridad. La víctima generalmente no se siente reparada en el acto de amnistía con el victimario arrepentido, pero posibilitar el diálogo un camino de paz y reconciliación. Lo ideal sería la prevención de la violencia y el sufrimiento, pero una vez ocurrido se debe buscar un proceso de curación dando a conocer el precedente para que no vuelva a acontecer. Muchas veces la abominación y atrocidad de los crímenes son tan grandes que los victimarios no lo confiesan y muchas veces tienen éxito sepultándolo en su conciencia. Muchos criminales de guerra nazi escaparon de la justicia, pero también del perdón. O por ser sus crímenes tan imperdonables jamás clamaron la justicia del perdón. La Alemania de la posguerra tuvo que reconstruirse materialmente sin el indispensable arrepentimiento y perdón que sería la base de su reconstrucción moral. Y la república sudafricana del post apartheid buscó sanar sus heridas sobre la base de un proceso de la Verdad y la Reconciliación. No obstante, es el paro y la pobreza lo que actualmente genera la violencia xenófoba en dicho país. Lo mismo se observa en otros países como Colombia, cuya violencia no tiene que ver tanto con la estrategia de transición desde el conflicto armado a la paz, sino con las desigualdades económicas y sociales imperantes bajo el neoliberalismo. Es decir, cómo perdonar a gobernantes que no se sienten culpables ni responsables de mantener un sistema basado en la injusticia social. Eso quiere decir que, para lograr la paz no bastan enfoques sociales y humanísticos de los conflictos armados si se mantiene una estructura socioeconómica que genera injusticia.

Hannah Arendt, en su obra La condición humana (1958), habla del perdón como él único antídoto contra la irreversibilidad de la historia. Es decir, la posibilidad de nuestro vinculo está en la posibilidad de perdonar y prometer, recomenzar y garantizar no recaer en los mismos errores. Por eso, dice, que el perdón tiene un gran potencial de transformación social. Pero en lo fundamental, Arendt sostiene que, a pesar de la importancia del perdón en la vida humana, es poco realista y hasta inadmisible considerarlo en el ámbito político. Pero para el investigador judío y cazador de nazis Simon Wiesenthal, el acto de perdonar tiene un límite que no sabemos si somos capaces de superarlo. En su obra Los límites del perdón: dilemas éticos y racionales de una decisión (1969), sostiene que hay situaciones que son humanamente imperdonables. Entre ellos están los crímenes de lesa humanidad. Ante estos horrorosos crímenes lo peor es pedir perdón, porque se atenta contra el principio de humanidad. Se puede entender al agresor como víctima del sistema político, pero no hay perdón humano para su crimen, sólo Dios lo puede perdonar. En cambio, para el filósofo francés Jacques Derrida el perdón puro supone perdonar lo imperdonable. En su libro Perdonar lo imperdonable y lo imprescriptible (2015), supone que el perdón sin condiciones es lo más importante. Esto nos plantea el dilema de la posibilidad de lo imposible. Perdonar lo imperdonable no es ético, es abominable, y atenta contra el principio de humanidad. Lo imperdonable atañe a los límites de la humanidad, y no aceptarlos es un galimatías para hacerlo sentir como un pequeño diosecillo capaz de hacer de hacer lo imposible. La vida sin perdón es imposible, pero la vida perdonando lo imperdonable es autodestructiva. Tenemos el deber de perdonar, pero no de perdonar lo imperdonable. El perdón no supone que lo imperdonable no exista, al contrario, lo afirma. Perdonar lo humanamente imperdonable es el desquiciamiento del perdón. Solamente una sociedad del descarte, del usar y tirar, podría admitir lo imperdonable porque el gran crimen sería descartado. Por eso, el perdón pierde sentido en la sociedad de consumo. En la globalización neoliberal del capitalismo cibernético el perdón no es esencial, lo básico es el derroche y la disipación. Falta la conciencia de culpa y sobra la anarquía moral. El perdón ha devenido en algo anacrónico y retrógrado. El darvinismo social consagra la ley del más fuerte, el abuso, la discriminación y la tolerancia de las desigualdades. El “amor al prójimo” ha sido reemplazado por el “competir con el prójimo”. El imperativo práctico kantiano ha quedado totalmente trastocado, porque la relación con la humanidad es guiarse con las personas como si fuesen medios y nunca fines en sí mismos. Los seres humanos son vistos y asumidos bajo el capitalismo como una mercancía más entre las demás mercancías, totalmente intercambiable y sustituible. El perdón es un estorbo para el sentido de la vida capitalista, que no tiene miramientos para escrúpulos morales. Todo es perdonable si contribuye a la ganancia, lo único imperdonable es no producir dividendos. Por eso la reconstrucción del perdón atraviesa por la recuperación de los valores universales que precisamente son rechazados bajo el capitalismo. Filósofos como Derrida, Vattimo, Rorty, representan los caminos de ese perdón pálido de la nihilatría sin absoluto, y del triunfo del tener sobre el ser. En medio de la enorme perdida de las certezas morales e intelectuales el perdón se ha trivializado y devaluado hasta el límite de perdonar lo imperdonable. En la sociedad sin sanciones divinas, el único intérprete del universo es la absoluta libertad del hombre. Entonces, ya no se trata de las auténticas posibilidades de la elección humana, sino de la preferencia personal sin pretensión de universalidad ni permanencia. Al perderse los valores fundamentales de la vida, se pierde también el sentido del perdón y de la existencia.

Es paradójico que la doctrina de los derechos humanos haya alumbrado en la modernidad subjetivista. En realidad, la modernidad tiene las dos caras de Jano, a saber, una progresista, de la libertad, la igualdad y la fraternidad, y otra oscura y mefistofélica, de la racionalidad instrumental y totalitaria. Bajo la hegemonía mundial del capitalismo calculador, cuantitativo y consumista, la modernidad vive el eclipse de toda profundidad, la liquidación de las masas babélicas indiferenciadas, el simulacro de la infinitud y la eternidad, el predominio del mundo neutro moralmente, la periclitación de las esperanzas reformadoras, la anulación de la certidumbre de los hechos, la deshistorización de la experiencia, la escenografía posmoderna del consumo ansioso, la apocalipsis de lo virtual que anula la conciencia humana, la multiplicación de telepolitas domésticos conectados con prótesis tecnológicas, la catástrofe de la memoria, el dominio del espacio egocentrado, un carpe diem estetizante, cínico y ramplón, sujetos mediumnizados en la estupefacción mediática, la sociedad zombi de la risa ante la náusea de lo absurdo, la globalización de la discontinuidad y de la anomia, la biotecnología que borra las fronteras entre lo natural y lo artificial, la disolución de la dicotomía entre naturaleza y cultura, la confusión entre igualdad de las personas con la negación de la diferencia de los sexos, la imposición del consumidor universal, la disolución del sentido del ser, una economía financiera basada en el bandidaje financiero, es decir atravesamos la caverna oscuro del lado demoníaco de la modernidad.

El triunfo del perdón como acto supremo de la justicia no es sencillo en la modernidad. Justamente el siglo veinte fue el comienzo de los tiempos más inhumanos que encontraron su epítome en Auschwitz y el Holocausto, pero que se prolonga en el totalitarismo cibernético del capitalismo. Jankélévitch en su libro El perdón (1967), sostiene que el perdón es el imperativo mismo del amor, pero el genocidio es imprescriptible y nunca podrá cancelarse. El perdón pleno aconteció una única vez con Jesucristo. La justicia como perdón encuentra su situación límite precisamente en el Holocausto, ante el cual la situación de no perdonar es una modalidad política de la política y una posibilidad finita de la conciencia humana. El trauma de lo acontecido ha sido tan profundo que la modernidad aparece desquiciada en su manifestación posmoderna, la cual prefiere la disolución del sentido del ser, la anulación de lo real por lo virtual, refugiarse en una conciencia emancipada de Dios, la Verdad, la Historia, la Razón, a favor de los particularismos, suprime la historia por las microhistorias particulares, y se guarece en la subjetividad presunta. Todavía vivimos bajo las consecuencias traumáticas de las dos guerras mundiales. De poco sirve la educación para la paz si se vive en un contexto hecho para la explotación del hombre y las injusticias sociales. Para que impere el perdón en el corazón del hombre hay que empezar por cambiar el mundo por un orden más justo, igualitario y pacífico. La modernidad ha sido el aumento ilimitado del poder humano mediante el progreso técnico basado en la ciencia. Ahora este poder se muestra destructivo, amenazante y falso. De lo que se trata, entonces, es de resolver el aumento del poder mediante el incremento de la justicia inmanente y trascendente. El hombre es una criatura para la Tierra y para el Cielo. De esta forma el poder recuperará su dominio y control, la justicia no será un mero marco normativo, se cerrará la brecha entre ética y política, y se restablecerá la unión entre la ética privada con el derecho pública. La justicia como copertenencia contribuye a superar los fundamentos formalistas de la justica y la mera ontología teleológica de la misma, a partir de la concepción onto-ética del hombre.

IGUALDAD SIN LÁGRIMAS Justicia como copertenencia (II) Gustavo Flores Quelopana

 


IGUALDAD SIN LÁGRIMAS

Justicia como copertenencia (II)

Gustavo Flores Quelopana

 

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Justicia e Igualdad

 

“La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales,

como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento”

Rawls

 

¿Qué sentido tiene mitigar la pobreza con una agresiva forma de distribución hacia los más favorecidos si no se busca eliminar las desigualdades sociales, sino tan sólo atemperarla?

En 1971 publica Rawls su obra magna, Teoría de la justicia, marcando el derrotero de la ética y la filosofía política. Su propuesta consiste en construir unos principios de justicia alrededor de unos bienes sociales básicos como referencia moralmente significativa para comparar situaciones de desigualdad.  Los bienes son los recursos medibles y comparables entre sí. Su convicción básica es que una sociedad no es más deseable o justa por ser más rica, sino por tener mejor distribuida su riqueza. Para ello se sirve del principio de diferencia, que protege la libertad de las personas contra cualquier intromisión de fines sociales superiores. Con esto consigue la prioridad de las libertades individuales sobre las cuestiones distributivas. Pero el liberalismo político de Rawls tiene tres características: 1. Lo justo debe ser independiente de lo bueno para ser imparcial. Se pone al margen de las doctrinas metafísicas -religiosas, metafísicas o morales- que están generalmente enfrentadas. Este punto ha sido tajantemente rechazado por autores como Alasdair MacIntyre (Justicia y racionalidad, 2001) y Charles Taylor (Las fuentes del yo (1989), bajo el argumento que es lo bueno lo que define lo justo y no al revés. 2. La sociedad es un sistema equitativo de cooperación social de personas libres e iguales. Esa cooperación es la base de la reciprocidad. La sociedad cooperante está conformada por personas racionales y razonables. O sea, la razonabilidad precede a la racionalidad, de lo contrario habría una colisión entre diferentes planes de vida. Contra este punto se han dirigido las baterías de los ultraliberales y marxistas. Unos para reprocharle la negación del derecho natural a la propiedad privada, y los otros por sacrificar una mayor igualdad a su modelo de libertad. 3. Las personas racionales y razonables comparten un acuerdo social al verse a sí mismas como libres e iguales. Las personas libres son autolegitimadoras. Al margen de toda autoridad cada persona autónoma decide su estilo de vida y por qué un acto es moralmente bueno. Es decir, la última palabra la tiene el propio individuo. Este es uno de los puntos más criticados, pues fundar el sentido de justicia en el individuo es una incoherencia con el resto de sus postulados en la medida en que la autonomía moral, de raigambre kantiana, colisiona con la pluralidad de concepciones de bien. En este caso, por ejemplo, ni creyentes -verdad moral es revelada-, ni utilitaristas -verdad es el bienestar colectivo- estarían dispuestos a aceptar que la idea de bien se pueda elegir de forma autónoma. En su segunda gran obra El liberalismo político de 1993, trató de rectificar sus argumentos sobre la justificación de sus principios. Si la justicia no es una concepción metafísica, sino política, entonces, la estabilidad social se justifica pensando la libertad como la condición política de los ciudadanos, en vez de un supuesto ético del sujeto moral. Basta pensar que se tratan de ciudadanos libres e iguales dispuestos llegar a acuerdos. Ya no se trata de respetar la pluralidad de concepciones del bien, sino de hacer reposar la razón pública en el consenso entrecruzado de intereses diversos. La única condición es que se acepten las reglas de convivencia democrática. La cuestión de aceptar la autonomía del sujeto moral es dejada de lado, se vuelve menos kantiano. Renuncia aspirar a una justicia universal como en su primera obra, y ahora afirma que la justicia sólo sirve para las sociedades con una consolidada tradición democrática. Rawls soluciona la incoherencia interna de su teoría, pero no se libra de las críticas de la filosofía comunitarista que señala lo erróneo y nocivo de mantener separada la moralidad pública de la moralidad privada. En realidad, todas las doctrinas incompatibles con la democracia rechazan este punto. 

Pues bien, sobre esas bases Rawls edifica sus principios de la justicia. Recuperando la tradición del contrato social, que se remonta a Hobbes, Locke, Rousseau y Kant, lo reformula para basarlo no en la voluntad general, sino en un mecanismo de representación sostenido en la imparcialidad y el consenso, donde la propiedad es un derecho adquirido y no natural. De manera que la justicia no brota de la negociación entre seres egoístas, sino que emerge del compromiso con la idea de que todos somos iguales para establecer el contenido de la justicia. Han quedado atrás el homo homini lupus de Hobbes, el consentimiento del contrato social de Locke, la voluntad general de Rousseau, y la teoría ética de la dignidad humana de Kant. Para Rawls se trata de saber qué contenidos tiene la justicia si nos interrogamos qué principios escogerían los individuos en una situación inicial de igualdad. Lo que supone vivir en una sociedad con tradición democrática, donde la imparcialidad es una condición de la justicia, y en donde la reflexión pública establece los principios que regulan las instituciones sociales. En ese contexto los individuos, sin considerar si son ricos o pobres, hombres o mujeres, blancos o negros, homosexuales o heterosexuales, establecerían dos o tres principios de justicia. El primer principio es el principio de la libertad, que ya defendió Mill, como derecho a la libertad individual compatible con la libertad de los demás, o sea que los menos poderosos socialmente tengan las mismas oportunidades de participar en política más allá del derecho al voto. Las medidas para asegurar equidad de las libertades políticas son la financiación pública de los partidos políticos, fuertes restricciones a la financiación privada, acceso equilibrado a los medios de comunicación y regulaciones a la libertad de prensa para mantener la independencia de estos medios respecto a las grandes concentraciones de poder económico y político. Pero todas estas son solamente medidas políticas. El objetivo es proteger el acceso al poder, evitando lo advertido por Rousseau, que los que poseen grandes recursos se unan excluyendo a la mayoría. Esto se ha visto durante la “revolución de los ricos contra los pobres” bajo el neoliberalismo. Los marxistas han criticado este principio porque Rawls no extiende el valor equitativo de la libertad política al resto de las libertades, convirtiendo la libertad en algo meramente formal.

El segundo principio es el principio de igualdad de oportunidades, o sea que todos deben tener igual acceso legal a las posiciones sociales ventajosas. A este principio se le objeta que la igualdad formal de oportunidades no contempla que las contingencias sociales desigualan el acceso a esas posiciones sociales. Así se hace necesario una igualdad equitativa de oportunidades que iguale las condiciones sociales que determinan el acceso a esas posiciones. Sólo así, dice Rawls, en todos los sectores de la sociedad habrá las mismas perspectivas de cultura y de éxito para todos los que se encuentran igualmente motivados y dotados. Las dos medidas que contribuyen a ello son la igualdad de oportunidades educativas y la eliminación de las acumulaciones excesivas de riqueza y propiedades, porque la desigualdad económica lesiona la igualdad equitativa de oportunidades. Este segundo principio ha sido impugnado por John Roemer, politólogo liberal estadounidense, en su obra Teoría de la justicia distributiva (1996), sostiene que, si la igualdad consiste en corregir las desigualdades inmerecidas, entonces toda justicia distributiva debería exigir mucho más que lo estipulado en el segundo principio de justicia de Rawls. Las únicas desigualdades tolerables serían las que se derivan de las diferencias del gusto y elección, pero no las diferencias en las capacidades y poderes sociales y naturales. Con ello Roemer convierte en desigualdades inmerecidas las capacidades y poderes sociales naturales más no a los poderes sociales institucionales. Pero hay algo más, las diferencias de gusto y elección no responden solamente al arbitrio del individuo, sino que tienen un condicionamiento social que no puede ser omitido. De manera que lo que Roemer llama desigualdades tolerables resulta siendo una ficción riesgosa que puede terminar justificando desigualdades sociales que quiebran los principios de la justicia.

Y el tercer principio es el principio de diferencia, como la idea que ciertas desigualdades no son injustas si significan la mejoría del más desfavorecido, o sea se trata de asegurar la igualdad de oportunidades para todos. De manera que la justicia como equidad es un deber de reciprocidad entre los conciudadanos. Es decir, sólo es justo un sistema social que beneficie a todos. Rawls reconoce que el principio de igual libertad se condice con el ideal revolucionario de la liberté, el principio de igualdad de oportunidades con la égalité, y el principio de diferencia con la fraternité. Sin embargo, no queda claro si la fraternidad es una virtud de las instituciones o una consecuencia involuntaria del principio de diferencia.

Gerald Cohen es un filósofo político canadiense y en su libro Si eres igualitario ¿Cómo es que eres tan rico? (1996), critica punzantemente el liberalismo desde el marxismo y el liberalismo rawlsiano. Pero también critica el igualitarismo de Rawls desde la filosofía política y la ética personal. La justicia igualitaria no es sólo una cuestión de normas que definen la estructura de la sociedad, como cree el liberalismo y Rawls, sino también es una cuestión de actitud y elección personal. Establece una conexión entre ambos sistemas de pensamiento (socialismo y liberalismo) y las elecciones que configuran la vida de una persona. El libro refleja su profunda creencia en una doctrina socialista fuertemente igualitaria. Piensa que la justicia debe permitir las desigualdades que produce la responsabilidad individual, aunque sean demasiado grandes para el ideal igualitarista. Por esa razón, la igualdad debe ser compensada con la fraternidad. Fraternidad es compromiso con los demás, basado en la reciprocidad no del mercado sino del servicio mutuo. La persona fraterna no busca el beneficio económico, sino satisfacer el deseo de servir a los demás. Y tal acto no es codicia sino generosidad. Fraternidad es ayudar a quien más lo necesita, porque nos importa la suerte de los demás. La sociedad fraterna se basa en la provisión mutua, porque el hombre es una criatura frágil que necesita solidaridad. Justicia y Solidaridad no son ideales éticos incompatibles. Por el contrario, la justicia exige solidaridad, lo cual se sitúa más allá del beneficio propio. La fraternidad es un principio ético y político de ayudar a los más necesitados sin pensar en retribución alguna. A esto llamaba santo Tomás de Aquino justicia distributiva, a diferencia de la justicia conmutativa que rige las leyes del intercambio. En cambio, para Cohen la justicia limita con el egoísmo al implicar la retribución. Y puesto que la sociedad actual es mercantilista y no fraterna, entonces la fraternidad deberá estar a cargo de instituciones caritativas.

Por su parte, se pronuncia Martha Nussbaum en su libro Las fronteras de la justicia. Consideraciones sobre la exclusión (2007), al subrayar que la tradición del contrato social no resuelve algunos de los problemas políticos más importantes de nuestros días y busca sentar las bases de una concepción de la justicia más acorde con la fragilidad humana, la sociedad global y con el lugar que ocupamos en el mundo natural. Dice Nussbaum que las teorías éticas imperantes pasan por alto tres temas importantes: el trato a las personas con discapacidades, el alcance de la justicia más allá del Estado-nación y los deberes hacia los animales no humanos. Su perspectiva se basa en el respeto y la empatía y se enmarca en el deber de reciprocidad entre los conciudadanos. La misma intención guarda Anderson, Elizabeth, filósofa estadounidense, en su obra Gobierno privado: Cómo los empleadores gobiernan nuestras vidas y por qué no hablamos de ello (2017). Abordando el tema de los empleadores opresores en este libro revelador y sobre un asunto generalizado pero que casi todos callan. El ideal supremo del libro es acabar con la opresión. Afirma que las teorías igualitaristas prefieren hablar de una injusticia cósmica, pero han perdido de vista el objetivo claramente político del igualitarismo: el objetivo principal de la justicia igualitaria es acabar con la opresión. Y los empleadores oprimen a sus empleados, en los centros laborales no prima la fraternidad, incluso en las universidades los docentes son oprimidos, violando las relaciones de igualdad con los demás.

Pero Rawls advierte no sólo ventajas -puede eliminar las contingencias sociales-, sino también limitaciones -permite que la distribución final de la riqueza e ingresos esté determinada por la distribución natural de capacidades y talentos- en la igualdad equitativa, pues las barreras naturales afectarían inmerecidamente el resultado social. Para Rawls lo que es inmerecido no es el talento, sino sus resultados en el éxito o fracaso social. Lo mismo sucede con las ventajas sociales, o sea no se puede declarar injusta per se la desigualdad económica y social, sino que es injusto que los individuos utilicen sus privilegios sociales para sacar ventaja en la distribución de ingresos y riqueza. Se trata de evitar la desigualdad heredada que pasa de padres a hijos. Es decir, mientras se respete la institución de la familia no se podrá nivelar las reglas para que los talentos se desarrollen sin barreras sociales. Ante esto Rawls opone el argumento de la arbitrariedad moral del azar social y natural, por el que nadie merece las circunstancias vitales que no ha elegido. Y la justicia debe rectificar esta situación desigual. Con esto la cuestión del mérito parece totalmente cercado. La cuestión de la relación del Mérito y la Igualdad es resuelta por Rawls sosteniendo que merecemos que se cumplan las expectativas que una sociedad justa nos permite tener. Esto es, si existen multimillonarios como Jeff Bezos, Elon Musk, Bernard Arnault, Bill Gates, Mark Zuckerberg, Warren Buffett, entre otros, es porque cumplen con las expectativas que una sociedad injusta permite tener. En el planteamiento de la igualdad equitativa de Rawls se tiene derecho a tener ganancias sólo si se mejora la situación de los que están peor. El principio de diferencia permite distribuir los recursos dando más atención a los mejor dotados, permitiendo mejorar las condiciones entre los menos afortunados. Pero el talento y el esfuerzo no tiene un valor propio que justifique un modelo de justicia distributiva, porque la justicia consiste en “compartir los unos el destino de los otros”. El principio de diferencia busca mejorar las expectativas de los que están debajo de la escala social. Es decir, se trata de establecer prioridades. 

Pero este enfoque es criticado no sólo por autores que no comulgan con la interpretación prioritarista de la igualdad. Así Nancy Fraser, una filósofa estadounidense que ha destacado en su crítica del feminismo liberal y de su abandono de los problemas de la justicia social. En su obra Dilemas de la justicia en el siglo XXI. Género y globalización (2011), sostiene que el problema de la redistribución de la riqueza no da cuenta verdadera de la igualdad que hay que perseguir. La lucha feminista es lucha por el reconocimiento y no solamente por una mejor distribución de la riqueza. Las teorías de la igualdad no están poniendo énfasis en el lugar indicado. Una sociedad igual es la que crea condiciones para el respeto mutuo y suprime toda forma de opresión. Para Fraser la justicia igualitaria priotarista no sólo debe ser distribución de la riqueza, sino respeto mutuo. Por su parte, Harry Frankfurt es un filósofo estadounidense de la mente y de la moral, que en su libro Sobre la desigualdad (2016) problematiza el nivel de desigualdad tolerable, y en el debate de la teoría de la justicia considera que es el prioritarismo lo que está detrás de las decisiones para respetar la igualdad de trato que merecen las personas. El compromiso con la igualdad es compromiso con el hecho de que todos puedan disfrutar de los recursos y el bienestar considerados suficientes para llevar una vida digna. El problema está en establecer cuál es el nivel de suficiencia y de desigualdad tolerable. Frankfurt termina negando que el objetivo de la justicia social sea la igualdad. Pero quien más enérgicamente señala que los igualitaristas son prioritaristas es Derek Parfit, filósofo británico de la racionalidad ética, que en su libro Razones y personas (1984), interviene en el debate sobre la teoría de la justicia con la idea de que los igualitaristas son prioritaristas, pero en realidad no lo saben. Es decir, el principio de diferencia de Rawls no pretende ser igualitario sino prioritarista, o sea está interesado en mejorar la situación de los que están peor, pero no en disminuir las desigualdades sociales y económicas. Y así las desigualdades que no puede impedir pueden ser excesivas. Pero Parfit estancando en la racionalidad sin ética, en realidad se queda en tal señalamiento del prioritarismo rawlsiano, sin lograr unir -como en el capitalismo mismo- ética y racionalidad.

La teoría rawlsiana se estructura en torno a la igualdad y sus principios responden a ello. Por ello, el principio de diferencia tiene el objetivo de rescatar a los que pierden inmerecidamente en la competición social. No se trata de compasión sino de justicia. Pero queda claro que la teoría de la justicia de Rawls no es meritocrática, sino igualitarista, por la inseparabilidad entre el principio de igualdad de oportunidades y el principio de diferencia. Rawls parte del convencimiento que las injusticias sociales tienen su origen en una deficiente normativización de las relaciones sociales. Se podría pensar que ello es un juicio meramente formal, puesto que pueden existir normas perfectas que pueden ser vulneradas por la corrupción y los grupos de poder. Este problema es estudiado por el intelectual Joaquín González, Corrupción y justicia democrática (2000), quien enfatiza que la corrupción viola la normatividad en una lógica perversa que vulnera los principios democráticos y se ha visto alentada por una globalización permisiva. Por su parte, Francisco Laporta San Miguel en su obra La corrupción política (1997) subraya que la democracia está en capacidad de generar dispositivos que frenen este mal. Para Rawls, por su raigambre kantiana, la corrupción no es sólo un problema de ilegalidad, sino un grave problema ético y moral. No se trata de negar que la mejor normatividad pueda ser vulnerada, sino de generar mecanismos que lo prevengan, porque considera que la justicia es una virtud de las instituciones antes que de los individuos. Ahora se comprende que Rawls enfatice que lo injusto no es haber nacido pobre, sino no hacer nada para que esas contingencias moralmente inmerecidas perjudiquen socialmente a los individuos. En una palabra, como lo Justo es considerado superior al Bien no se trata de volver más justos a los individuos, sino de hacerlo con las instituciones. Es por ello por lo que afirma que en última instancia la legitimidad moral de un sistema político -capitalismo, socialismo, etc.- depende del respeto a los principios de justicia. Y esa es su respuesta a la propuesta del marxismo que sostiene la necesidad de transformar directamente la sociedad. Para el marxismo el marxismo y la propiedad privada de los medios de producción son una fuente permanente de injustica que no hace posible que imperen los principios de la justicia. Para Rawls no es así, pues una eficiente normatividad de las relaciones sociales puede hacer que la justicia distributiva funcione en cualquier sistema social, incluso bajo el capitalismo. Su sobrevaloración de lo normativo resulta siendo controvertible.

Los defensores del modelo sueco ponen de ejemplo a ese país para demostrar que la justicia distributiva funciona al haber pasado del estado benefactor al estado solidario. Sus impugnadores lo desmienten arguyendo que mientras la socialdemocracia sueca se mantuvo en su línea política avanzó significativamente en la justicia distributiva, pero desde que viró hacia la desregulación financiera y la liberalización crediticia de los neoliberales años ochenta, desembocó fatalmente en una crisis fiscal que exigió reformas, que finalmente edificaron una economía ordenada, pujante, flexible y con crecimiento sostenido, pero todo ello a costa de desigualdades crecientes y una permisividad moral de sus ciudadanos altamente cuestionable. En 2018 el 1 por ciento más rico de Suecia era propietario del 42 por ciento de la riqueza de los hogares. Resurgió la polarización de clases, la xenofobia y la inmigración al compás de la contrarreforma más capitalista. En suma, en Suecia se acentuó el giro hacia la desigualdad. El resultado es que la socialdemocracia sueca retrocedió estrepitosamente en su caudal electoral. El Índice de Desarrollo Humano (IDH) elaborado por las Naciones Unidas mide el progreso de un país en educación, salud y bienestar económico, pero no mide los avances y retrocesos en la justicia distributiva. Y así el abandono creciente de la preocupación por la desigualdad y la justicia social va en aumento. Lo que demuestra la importancia de la orientación política para avanzar por el camino de la justicia social y la igualdad distributiva, y que, por lo tanto, no es cierto -como cree Rawls- que los principios de la justicia puedan funcionar en cualquier sistema social que la respete, porque sencillamente dicho respeto está en función del sistema político económico que la implemente. Esto significa que en último término los marxistas no exageran cuando sostienen que la interpretación y aplicación de los principios de justicia no son ajenos a la posición de clase del grupo gobernante.

Amartya Sen es un filósofo indio liberal de la justicia y su propuesta más destacada en su libro La idea de la justicia (2010), gira en torno a la idea de la igualdad de capacidades básicas. En ese sentido no coincide con el recursismo de Rawls y Dworkin, y propone un igualitarismo encuadrado dentro de las teorías liberales de la igualdad. Los recursistas -dice- rechazan el bienestar o las preferencias como base de la justicia. El bienestar en Sen no se reduce a la utilidad, sino a la realización de los funcionamientos o acciones elementales -por ejemplo, estar bien alimentado- o complejas -ser feliz, tener dignidad, etcétera-. Para incorporar la libertad a la evaluación moral de la persona hay que llegar al concepto de “capacidades”. El conjunto de capacidades refleja la libertad y permite escoger el bienestar que se desea. A esto se le objeta que los individuos no vienen al mundo con las mismas capacidades básicas y tienen más ventaja los que lo hacen en condiciones óptimas. Por eso la justicia no puede partir de las capacidades básicas, sino que debe procurar en que todos las tengan y desarrollen por igual. Sen piensa que el recursismo fetichiza los recursos y cree que las personas son iguales excepto en sus preferencias. Pero las personas son diferentes en otros aspectos que interesan a la teoría de la justicia. Los recursistas no contemplan la libertad de elección de las personas. Ingresos, riqueza y recursos naturales son cosas que pueden hacer por las personas, pero hay que ocuparse de lo que las personas son capaces de hacer con las cosas. La libertad real debe considerar la capacidad de las personas para elegir el bienestar que desean. Para Rawls la justicia no puede consistir en elegir el bienestar que se desea, sino en ser solidario con el destino del prójimo. En realidad, con la propuesta de Sen se retorna al rechazo de la noción de la justicia social y a la defensa de la concepción tradicional de justicia como respeto a las leyes y a los derechos establecidos, con la variante de enfatizar las preferencias individuales. Es obvia la inconsecuencia de Sen puesto que la igualdad de capacidades básicas supone la justicia distributiva previa que recusa. En su perspectiva individualista la justicia sería una virtud de los individuos antes que de las instituciones. Pero para Rawls sobreponer lo que es justo para los individuos sobre lo que es justo para la sociedad es restringir el poder del gobierno para limitar la concentración de la riqueza. Pues, sin una estructura social justa no existen relaciones interpersonales justas.

El segundo aspecto en Rawls contrario a la meritocracia es el ideal de ciudadanía. Y es aquí donde resalta más su oposición con Sen. Una sociedad meritocrática prioriza más las capacidades, talentos y ambiciones de los individuos, despreocupándose de la magnitud de las desigualdades resultantes. No es casual, entonces, que la India, a pesar de reclamar seguir un modelo socialista, ocupe el cuarto lugar de multimillonarios en el mundo. Sus ciento dos multimillonarios son un símbolo del fracaso de la justicia distributiva en ese país. El Perú ocupa el puesto veinte nueve y suman doce, por ello son llamados los “doce apóstoles”. En buena cuenta la meritocracia no puede evitar se una excelente coartada para la desigualdad social. Pero Ronald Dworkin (Justicia para erizos, 2011) coloca en primer lugar como ideal de ciudadanía su propuesta de igualdad de recursos. Sustituye la idea de ingresos y riqueza por el concepto más general como los recursos. Diferencia entre recursos externos (riqueza e ingresos) y recursos internos (talentos y salud). Todo ello entra en la redistribución para llevar una vida buena. Piensa que el principio de diferencia rawlsiana no logra redistribuir adecuadamente los recursos internos porque sólo presta atención a los recursos externos. La fiscalización distributiva sobre los ingresos cumple el papel de compensar la desigualdad natural y permitir las desigualdades que nacen de la ambición y el esfuerzo de las personas libres. Lo que Sen llama “capacidades básicas”, Dworkin denomina “recursos internos”, a los que supone descuidados en la redistribución rawlsiana. En el fondo se trata de increpar que su teoría de la justicia no es meritocrática, sino igualitarista. Y es que para Rawls sólo una sociedad estructurada en la igualdad y no en el mérito puede asegurar justicia para todos., especialmente para los más desfavorecidos. Además, poner énfasis en los recursos internos sobre los recursos externos no compensaría la desigualdad natural. El principio de igualdad equitativa está pensado para impedir los riesgos de la meritocracia, que casi siempre permite una excesiva concentración de poder económico y social en pocas manos. Si el principio de diferencia distribuye los recursos, el principio de igualdad de oportunidades impide la concentración de poder. De modo que se trata de un principio orientado a formar ciudadanos por igual.

Por su lado, discrepando de Rawls, Samuel Scheffler, filósofo estadounidense preocupado por los problemas de la justicia, enfatiza que la igualdad en primer lugar está al servicio del derecho a una igual ciudadanía, y sólo posteriormente tiene implicancias distributivas. Así, en su libro Límites y lealtades: Problemas de justicia y responsabilidad en el pensamiento liberal (2001), no cree en el igualitarismo de la suerte. Una simple regla retributiva no se puede generalizar, pues el argumento de la retribución del azar no se puede valorar independientemente del conjunto de la teoría de la justicia. Es obvio que el ideal social y político de la igualdad tiene implicaciones distributivas, pero estas están al servicio del derecho a una igual ciudadanía y no son mera compensación por las contingencias inmerecidas. No obstante, cabe preguntar a Scheffler qué sentido tiene poner la igualdad al servicio del derecho a una igual ciudadanía sin reconocer sus implicancias distributivas.  Eso equivale a dar un pasaporte para viajar sin conceder los medios para realizar ningún viaje. En cambio, el filósofo estadounidense Norman Daniels, en su obra Just health. Meething health needs fairly (2008), es conducido por sus reflexiones sobre la justicia a denunciar el fin contrario a la igualdad que se esconde tras el igualitarismo de la suerte, así como también el mismo argumento de la rectificación del azar tomado aisladamente. La igualdad -dice- no es un ideal distributivo y su objetivo no es corregir los infortunios involuntarios. La igualdad es un ideal político y moral cuyo objetivo es presidir las instituciones sociales, resaltando el hecho de que todos los miembros de la sociedad son igualmente importantes y merecen consideración. Otra es la postura de Alex Callinicos, destacado marxista inglés y profesor del King´s College de Londres. En su libro Contra la tercera vía (2009) recrimina a Rawls pretender construir una sociedad más igualitaria sin hacer transformaciones profundas. El capitalismo es incompatible con la igualdad y por eso la justicia no puede realizarse. Hay que cuestionar las estructuras de privilegio económico. Para que la justicia distributiva sea realmente efectiva no basta que la igualdad de oportunidades sea equitativa para todos, sino que disminuir las desigualdades e injusticias supone acabar con el capitalismo. De lo contrario los grupos de poder y el volumen excesivo del Estado moderno termina por opacar y maniatar las libertades políticas de los ciudadanos. Hay que ampliar la idea de libertad de lo político a lo económico para eliminar la desigualdad social. Esta crítica a Rawls es justa y objetiva, puesto que la experiencia histórica contemporánea está demostrando que el capitalismo sólo está en capacidad de administrar la desigualdad sin desaparecerla y que las reformas políticas están orientadas a ese objetivo. Pero el filósofo belga Philippe Van Parijs en su libro al alimón con Yannick Vanderborght, La renta básica (2003), ha estudiado a fondo el tema del mínimo social como renta mínima garantizada. La idea de cómo calcular el mínimo social es clave para brindar protección a los menos afortunados y construir una sociedad más igualitaria. Aunque no busca abolir el capitalismo su propuesta colisiona con la sociedad capitalista de mercado basada en la injusticia de la explotación. Sencillamente un salario ciudadano universal violaría el derecho de explotación del capitalismo. Pero, según Parijs, el salario ciudadano haría factible la justicia distributiva y la igualdad de oportunidades para todos. Pero en realidad, y esta es la crítica a su planteamiento, el salario ciudadano no implanta la igualdad económica, simplemente ayuda a realizar una justicia social más igualitaria. Para construir una sociedad más igualitaria no basta un cambio de rumbo de las instituciones, sino que debe ir acompañado por transformaciones económicas profundas.

El autor belga no se propone, sino, que el capitalismo mismo imponga un salario ciudadano, sin darse cuenta de que allí está la clave para desmontar la estructura del mismo capitalismo. En este sentido la lectura estructuralista por Althusser sobre El Capital de Marx resulta sumamente valiosa. La teología de la liberación también se percató de la inmoralidad de la estructura del capitalismo, no sólo porque genera violencia, sino sencillamente porque los problemas del capitalismo son los del incremento de la ganancia y esos no son los problemas del hombre. El capitalismo nihiliza al hombre, destruye el sentido de la vida y pervierte la vida cultural. Además, encuentra en las crisis oportunidades idóneas para hacer negocios -como lo demuestra Naomi Klein en su libro La doctrina del shock (2007)-. El terrorismo estructural del capitalismo comienza con la expropiación privada de los instrumentos de trabajo y la creación del ejército de desocupados. Sólo desde que comienza a funcionar la ley de la oferta y la demanda del trabajo asalariado empieza el capitalismo. Y esto es así porque el capitalismo tiene una causalidad estructural. La creación de una renta básica ciudadana mundial tendría el efecto de desmontar el punto nodal desde el que nace la estructura monstruosa del capitalismo: la necesidad de trabajar por parte del ejército de expropiados. Esa es la estructura profunda de la economía capitalista. Marx subrayaba que sin el ejército de expropiados es imposible el capitalismo, porque el aniquilamiento de la propiedad privada del trabajo propio es la piedra fundacional de la propiedad privada capitalista. Por eso, negar el derecho natural a la propiedad privada, como lo hace Rawls, tiene un sentido muy limitado, porque no puede ser negado para el trabajo propio de índole no capitalista. Rawls debió ser más preciso y decir que la propiedad privada “capitalista” no es un derecho natural, y no lo es porque se basa en una estructura perversa. O sea, lo que hace capital al capital es la estructura capitalista. El capital no es una cosa, sino que es una relación social, la cual genera sus propias injusticias sociales. Pues bien, liberado el hombre de la necesidad de trabajo por el salario ciudadano, se desmonta la máquina perversa del capitalismo.

Como se ve, se trata de una estructura básicamente injusta, pero que puede ser desmontada también estructuralmente. No se trata de batir el bombo de las fanfarrias ideológicas, sino de reconocer que se aproxima la hora de decidir por el anuncio del hombre sin mercado laboral, y no tanto por el aumento del desempleo estructural, sino por el surgimiento de la renta básica o el salario ciudadano. Esto dejaría atrás al nihilista “último hombre” nietzscheano, sin Dios ni religión, para dejar paso no al superhombre, sino al hombre concreto y religado con sus necesidades auténticas y capaz de reencantamiento del mundo. Sólo desproletarizando al ciudadano se puede lograr la real justicia social, porque las reformas políticas y jurídicas sólo resultan siendo maquillajes para una desigualdad permanente que se administra. Ahora se comprende cómo un autor como el marxista simpatizante de Rawls, Gerald Cohen, vuelva a poner en el debate la cuestión del socialismo. En su libro ¿Por qué no el socialismo? (2011), donde sostiene que, aunque el socialismo parezca inviable sus principios son atractivos. Al socialismo lo define la igualdad de oportunidades y un exigente principio de comunidad. La preservación del interés personal no puede estar desvinculado del interés colectivo. El capitalismo es un sistema que produce injusticias, y una teoría de la justicia respetuosa de las libertades individuales no las puede eliminar. Para no caer en el autoritarismo el paliativo es la generosidad -en contraste con el egoísmo-, la cual debería convertirse en el motor de la economía. O sea, una teoría de la justicia que quiera salir de la lógica del capitalismo tiene que dejar de ser respetuosa con las libertades individuales, para subsumirla a los principios de la justicia.

El tercer aspecto igualitarista tiene que ver con el ideal de reciprocidad, la cual supone la idea del beneficio mutuo, que parte de una relación inicial de igualdad. Al concebir la sociedad como un sistema de cooperación social a largo tiempo, sus normas justas acaban beneficiando a todos. Pero en la práctica se ha hecho notar que esto no sucede así, y que, por el contrario, suele beneficiar sólo a algunos cuando el más fuerte o aventajado impone un pacto social sobre el más débil, recibiendo éstos sólo migajas en la redistribución. Rawls no contempla esos casos porque su idea de beneficio mutuo parte de una situación inicial de igualdad. Pero esa situación inicial de igualdad en la realidad no existe. Lo que hay en su estado inicial es más bien desigualdades de elecciones personales y circunstancias sociales y naturales. Esto fue visto por Will Kymlicka, filósofo político canadiense, que en su libro Filosofía política contemporánea (1995), ha criticado a Rawls en su argumento sobre la justicia, como rectificación de las desigualdades derivadas del azar social y natural, no habiendo sacado todas sus consecuencias verdaderas. El argumento sobre la rectificación del azar implica una distinción entre elecciones personales y circunstancias sociales y naturales, que Rawls no refleja adecuadamente en su teoría de la justicia distributiva. En realidad, las críticas recibidas por la teoría de la justicia de Rawls han venido de casi todos los flancos. Así, los comunitaristas lo critican por mantener la moralidad privada separada de la moralidad pública y porque lo justo no es superior al bien. Los ultraliberales le reprochan negar el derecho natural a la propiedad privada. Los marxistas denuncian a Rawls por sacrificar una mayor igualdad a su modelo de libertad. Los igualitaristas liberales cuestionan los límites de Rawls a la libertad justa, y que la prioridad no sólo es la pobreza, sino acabar con la opresión misma. Otro debate con los igualitaristas liberales es determinar la igualdad de qué y para qué -¿ingresos, recursos, capacidades?-. Por último, los cosmopolitas le reprochan no combatir la injusticia global, que queda intocada en su libro El derecho de gentes (1999), porque piensan que la justicia global no es utópica, indeseable e irreal, sino factible y posible. 

Ante lo examinado se puede afirmar que la filosofía de la onto-ética parte del reconocimiento de que el corazón, antes que la razón, comprende instantáneamente la justicia. El sentido de la justicia está inscrito primero en la razonabilidad del corazón que en la racionalidad de la razón. Esto está lejos de ser una fruslería porque es un poderoso indicador que, si la justicia es la verdad en acción, es porque es la verdad en el corazón. Pero una vez que esta verdad de la justicia ha llegado a la racionalidad de la razón no hay modo de eludir que la igualdad de oportunidades equitativa para todos supone acabar con el capitalismo, porque los grupos de poder aprisionan las libertades políticas de los ciudadanos. Eliminar la injusticia social exige ampliar la idea de libertad de lo político a lo económico. Por ello, la filosofía de la onto-ética interpreta la justicia no como equidad sino copertenencia, donde la igualdad -de libertades básicas, oportunidades y de condiciones materiales primordiales- es la condición para la libertad. Es por eso por lo que la libertad no es superior a la justicia, sino que se supedita a ella. La verdadera libertad no es el derecho a vivir como se desee, porque nunca será libre quien es esclavo de sus pasiones. Tampoco son libres quienes se refugian en la seguridad. La libertad auténtica es el hábito que se adquiere en la práctica de la justicia. Por eso, las instituciones del Estado tienen la misión primordial de educar a los ciudadanos en el dominio de uno mismo para ejercer la verdadera libertad. En la democracia liberal se ha extraviado el sentido de la justicia, porque la normatividad nunca será capaz de cautelar la justicia mientras no se tenga en cuenta que la demasiada libertad es un monstruo que se fagocita a sí misma. Cuando en nombre de la libertad todo se permite, la propia libertad se pierde. El modelo de libertad de la democracia liberal ha fracasado. Esta es la libertad que hay que sacrificar por una mayor igualdad y justicia. En otras palabras, no hay real libertad de espaldas a lo bueno. El nihilismo ontológico y axiológico es parte consustancial de la sociedad liberal antimetafísica e irreligiosa. Es por esto por lo que los igualitaristas liberales se equivocan. Además, la justicia no puede agotarse en la reciprocidad o equidad, porque abarca también a la caridad o la justicia distributiva. La justicia no puede sólo surgir del compromiso de que somos iguales, sino también de que somos desiguales. De ahí que la justicia no sólo debe ser imparcial, sino también parcial con los más necesitados y menos favorecidos por el bienestar. El reconocimiento de la individualidad, que es base de los derechos individuales, no puede hacerse a costa de mantener las injusticias sociales. Esto cobra especial relevancia puesto que la civilización tecnológica marcha hacia la reducción de la jornada laboral y el uso intensivo de la inteligencia artificial tanto en el sector productivo y de servicios. Si quitamos de en medio el capitalismo, como sistema que genera constantemente necesidades artificiales, la riqueza producida globalmente puede ser repartida universalmente de forma equitativa, de manera tal que el debate por la igualdad por ingresos, recursos y capacidades dejará su lugar a la igualdad por el goce de la vida y la realización personal. En aquel reino de la libertad que dejó atrás el reino de la necesidad, y del que habló Marx, el debate de la justicia social continuará, pero en otro nivel, el de las realizaciones espirituales. De modo que no basta un cambio de rumbo de las instituciones, sino la justicia social debe ir acompañado por transformaciones económicas profundas, y especialmente de índole no capitalista.

La filosofía de la onto-ética de la justicia interpreta al hombre no como un ser arrojado y abierto al mundo, sino advocado al mundo y a la existencia desde su esencia valorante. Si el mundo es un horizonte de totalidad de los entes disponibles a la valoración es porque previamente se funda en el horizonte del valor. Porque el hombre es un ser valorante desde su esencia es posible su particular advocación al mundo. La justicia es la valoración de la finitud del mundo, de sí mismo y de los demás como copertenencia. El principio de copertenencia es la base del originario sentido de justicia. La justicia como copertenencia busca superar constantemente el principio de oposición, contradicción o disociación que es base de la injusticia. La justicia como copertenencia no busca anular la contradicción, sino equilibrarla para que continúe el curso de desarrollo de las cosas sin contratiempos. La justicia como copertenencia es una aspiración constante a la identidad en medio de un mundo contradicciones. Naturaleza, historia, técnica, civilización, instrumentalidad, dominio, explotación, normatividad, conocimiento, son diversos campos de la manifestación de la justicia como copertenencia. Pero es especialmente en la sociedad como ideal de justicia donde cobra su significado y contenido más álgido. Siendo el principio de copertenencia la base del ideal de justicia equivale a la unidad de los opuestos, al logos de la armonía, el acceso al reino de lo unitivo ante toda oposición y contradicción. El logos de la justicia como copertenencia es reflejo del logos del Verbo divino, como ley universal cósmica. El logos Padre y Creador es la ratio última del logos humano como copertenencia. Y por su vínculo con el logos Verbo y el logos unitivo, el acceso al reino del logos de la justicia como copertenencia es obra no sólo de la razón sino, en última instancia, de la fe y del amor. El logos de la justicia no sólo se conoce con la mente, sino también con el alma. Y es así porque la justicia pertenece al reino de la verdad, el cual está más en el corazón que en la razón. Es por ello por lo que la justicia no sólo puede ser equidad, pues también es gratuidad, generosidad y caridad. Pues la verdad y la justicia son inseparables, de ahí que sean ambos un gran medio de purificación personal y social. Ser justo es en gran medida renunciar y liberarse de los apegos, porque el que ama la justicia ama una idea eterna que sobrepasa el mundo. En el fondo el logos de la justicia señala una fuerza extrarracional unitiva que lleva a un conocimiento y a una práctica racional. No hay justicia sin fe y amor, porque como logos dice “todo es uno”.

El logos de la justicia como copertenencia corresponde en la dimensión humana a la búsqueda de la justicia social. El fundamento nominalista e historicista en el mundo moderno demuestra su fracaso al separar no sólo la ética de la política, sino al separar a ambos de la ontología. Pero en el hombre lo ontológico es onto-ética, lo cual profundiza el conocimiento del ser, y, en consecuencia, la justicia cobra un sentido eminente y especial en la escala del ser. En la escatología de la justicia los hombres son guardianes de la verdad. Por eso en el logos de la justicia el hombre alcanza una mayor virtud. De ahí que en el logos de la justicia se alcanza un grado mayor del conocimiento de sí mismo. De manera que la justicia no puede ser solamente obra de las instituciones, sino también de los individuos. Si de la ética privada no emerge el derecho público, entonces la justicia se vuelve formal y meramente normativa. Edificar instituciones justas para hombres injustos es como construir un castillo sobre un pantano. La correspondencia entre ambos resulta imprescindible. La ontología de la justicia en el hombre es onto-ética, porque el hombre no es un mero ser ontológico, sino que es un ser onto-ético. La justicia supone unidad, pero no es la unidad misma del logos divino, sino que es la unidad como copertenencia en el mundo finito humano. De ahí que la unidad en la diversidad que implica esta copertenencia, se traduzca en el debate en torno a la justicia social. Por ende, la justicia como copertenencia hace que lo justo no sea superior ni inferior al bien, sino que es una forma del bien. Es por eso que la moralidad pública puede mantenerse unida a la moralidad privada. Si la ciencia puede aportar pruebas empíricas incuestionables sobre la copertenencia hombre-naturaleza es porque la metafísica puede ofrecer razones metaempíricas sobre su ser que se eleva a la altura de la responsabilidad y la justicia. La peculiaridad del hombre en el cosmos es que puede asumir la justicia no sólo en su sentido social, sino en su sentido universal. Pero en sentido social hay que reconocer partiendo que el imperio de la justicia demanda desmontar las relaciones sociales dominantes en la estructura capitalista.

Esto nos lleva ineludiblemente al clásico debate entre la justicia como aplicación coherente de las reglas, y la justicia que exige que las reglas deben ser abandonadas o revisadas cuando sus resultados son injustos. Una teoría de la justicia satisfactoria debe aplicar las reglas monitoreando sus resultados, pues el propósito será evitar consecuencias injustas. Lo mismo concierne al grado considerable de libertad no ilimitada que cada persona puede tener, sin sacrificar la justicia de la distribución general. En esto consistiría la igualdad sin lágrimas de la justicia como copertenencia.  

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Justicia y Poder

 

“El poder político es simplemente el poder

organizado de una clase para oprimir a otra”

Marx

 

El principio de la justicia como copertenencia nos dice algo muy sencillo en teoría: todos nos copertenecemos, entonces seamos justos en nuestras con nosotros mismos, nuestras relaciones sociales y con la Naturaleza. Lo cual no es sencillo ponerlo en práctica y es la causa de las injusticias. Si el derecho está entre el poder y la justicia, y la actual crisis del derecho es la crisis del pacto político del Estado liberal, entonces la relación entre el poder y la justicia deviene en tema central.

El poder es la substancia fundamental de la política. Y la política ha sido concebida como contraposición o conflicto (Trasímaco, Maquiavelo, Marx, Schmitt, Foucault) o composición u orden (Aristóteles, Hobbes, Locke, Rousseau, Kant, Hegel, Rawls). La política como Behemoth o la política como Leviathan, el estado de naturaleza o el estado civil son la disyuntiva, que en definitiva dependen de su visión del mundo. Pero, sin duda, la política es ambas cosas, sólo que cuando la perspectiva es analítico-descriptiva sobresale la política como contraposición, y cuando la perspectiva es normativo-prescriptiva predomina la composición. Marx mismo cuando habla de la sociedad sin clases la contraposición aparece como no-política. Autores como Norberto Bobbio (Teoría general del derecho, 1960), Paolo Prodi (Una historia de la justicia. De la pluralidad de fueros al dualismo moderno entre conciencia y derecho, 2008) y Guillermo Escobar Roca (El derecho, entre el poder y la justicia, 2017) también nos dan luces en ese sentido. Y la pregunta central es si la libertad puede seguir teniendo la prioridad. Prácticamente la característica de la civilización moderna es un sistema de justicia basado en las libertades y en las garantías, junto a la distinción kantiana entre normas jurídicas y normas morales, es decir, entre delito y pecado. Pero el modelo iusnaturalista, dentro del cual todo derecho es justo y si no lo es no es derecho, está en crisis profunda a partir del desmontaje del capitalismo de bienestar y su sustitución por la revolución de los ricos contra los pobres emprendida por el neoliberalismo. La mella neoliberal de la igualdad, por el abandono del perfeccionamiento de la idea de justicia, bajo la bandera de la prioridad de la libertad, ocasionó la quiebra del contrato social y del pacto constitutivo de la sociedad civil. Para Max Weber (Economía y sociedad, 1922) el poder político tiene el monopolio de la coacción legítima mediante el derecho, o sea, como decía San Agustín, se trata de un poder autorizado. Pero también en Hobbes aparecen juntos los requisitos de legitimidad y exclusividad para definir el pacto de unión civil: se supera el estado de naturaleza mediante el poder soberano del poder político coactivo y único por derecho obtenido mediante el pacto social. En términos weberianos se puede afirmar que el neoliberalismo fue poner el poder coactivo del poder político al servicio del poder económico de las megacorporaciones mundiales, escudándose en el control de los medios de persuasión del poder ideológico. Ya Gaetano Mosca, conocido por su teoría del elitismo, en su obra Historia de las doctrinas políticas (1937), señala que la clase política justifica su poder apoyándose en una creencia o en un sentimiento aceptado por la época y el pueblo. En el fondo se trataba de transformar la relación de fuerza, que era el asalto megacorporativo del pacto social consensuado, en una relación de derecho. Y así, el uso legítimo de la fuerza monopolizada por el poder político fue usada de manera indiscriminada en favor de la élite económica mundial para emprender la apología de la prioridad de la libertad económica sin trabas estatales. Lo que demuestra que la noción primordial no es la noción de derecho, ni la noción de poder, sino la continuación de ambas. El hecho de que entre los pueblos civilizados el poder se legitima sobre la base del derecho, significa que el poder sin derecho es ciego y el derecho sin poder es vacío. Es la conclusión a la que llegan Max Weber y Hans Kelsen al aceptar que el poder legítimo es un poder regulado por normas. Esto era lo que perseguía el neoliberalismo, y fue aprovechado para introducir modificaciones constitucionales o redactar constituciones favorables a dicha idea cuyo principal mentor era la élite económica mundial.

El constitucionalismo moderno se basa en el reconocimiento positivo de los derechos naturales del hombre, pero cuando estos derechos no se respetan y el poder rebasa los límites del pacto social, entonces el deber de obediencia cesa y se inicia el derecho de resistencia. Por todo el mundo aumentaron las protestas sociales sin mayor éxito, porque el poder legal, del que habla Weber, o el poder jurídico, del que habla Kelsen, legitimaron y autorizaron constitucionalmente el orden injusto de cosas. La hegemonía en la batalla ideológica por las ideas la han ido ganando los intelectuales de la derecha. La traición de los intelectuales de izquierda ha sido abrumadora. Y la reacción de la protesta popular ha tomado la vanguardia de la lucha anticapitalista. No obstante, parece dudoso que las masas dominadas por el consumo, la producción y las redes sociales. vayan más allá de un programa reformista -nueva constitución, nuevas leyes, más impuestos para las corporaciones, impuesto a las herencias-. Por lo pronto, el cambio revolucionario no está al alcance de unas masas hedonistas, nihilistas, desubstancializadas, narcisistas, rehenes de su propio ego, con una vida a la carta, prestas para la violencia energúmena y sumidas en la sociedad de masas. En una palabra, masas subyugadas, minimalistas, despotenciadas son bien descritas por autores como Gilles Lipovetsky (La era del vacío, 1983), Zygmunt Bauman (La modernidad líquida, 1999) y Chul Han (La sociedad del cansancio, 2010). No obstante, si el cambio social no puede venir de las masas ni de las élites ¿vendrá de la tecnología? Ese era el parecer del economista austríaco Joseph Schumpeter (Capitalismo, socialismo y democracia, 1963). Al pensar que la burguesía capitalista camina hacia su propia destrucción, afirmó que no era el fracaso, sino el éxito del capitalismo lo que provocaría el socialismo, y en el proceso de destrucción creativa sería la tecnología la que impulsaría la evolución del capitalismo al socialismo. Con esto se oponía la idea de Marx de la lucha de clases. Sin embargo, el tiempo demostró que la tecnología no cerró las posibilidades del empresariado, al contrario, la potenció. No obstante, la reducción significativa de la jornada laboral y la renta básica ciudadana son las ideas de avanzada que pueden hacer avanzar al capitalismo hacia su propia disolución. Por lo pronto, China no es un modelo distinto al capitalismo, sino un modelo distinto de capitalismo, sin democracia liberal. El capitalismo gobierna el mundo con matices. La descarnobización, la tecnología verde, la digitalización son ejes de la cuarta revolución industrial en el seno mismo del capitalismo. El capitalismo social de mercado fue sustituido por el capitalismo de libre mercado y el capitalismo se encamina hacia el telemático trabajo en casa, el mercado digital y ecológico. Surgirá con fuerza el homo ecológico, pero sin cortar los lazos con el homo oeconomicus. Este giro ecológico del nuevo capitalismo no significará el revival del derecho natural, sino un derecho natural sometido al derecho positivo. O sea. aun aquí, incluso, se está lejos de la concepción de Hegel (Principios de filosofía del derecho, 1820) del Estado como “totalidad ética”, pues él fusiona en filosofía política el modelo aristotélico de la pareja familia-Estado con el modelo iusnaturalista hobbesiano de la pareja naturaleza-Estado. Es más que probable que el nuevo pacto social necesario como fundamento de la sociedad política futura requiera tomar más en cuenta a la familia en vez de sustituirla por la sociedad de individuos libres e iguales del modelo iusnaturalista. Así, se evitaría ver el atropello de los derechos de la familia con el fin de imponer la ideología de género bajo la democracia liberal. En el modelo hegeliano el Estado es concebido al mismo tiempo como continuación de la familia y como antítesis de la sociedad civil. Además, los experimentos socialistas en pleno imperio capitalista han demostrado el valor que tiene la economía de equivalencias. En otras palabras, no vamos hacia un modelo distinto al capitalismo, no vamos hacia el comunismo, sino que vamos hacia un modelo diferente de capitalismo, cuasi-socialista, que políticamente puede funcionar como socialismo, pero económicamente se sujeta a las leyes del mercado capitalista, con una seria restricción al poder de los grandes monopolios y la prohibición de la usura bancaria, y, finalmente, con un poder político más centralizado, planificador y menos liberal. Pero la mercantilización de todos los ámbitos de la vida agotará las fuerzas espirituales hasta límites insoportables, haciendo que la cultura pierda completamente su esencia humanista, siendo hegemonizada por la inteligencia artificial. En otras palabras, el capitalismo por venir realizará el delirio prometeico de la modernidad, a saber, la conquista del material mundo a costa de la pérdida espiritual de sí mismo. Advendrá un nuevo orden mundial multipolar, pero no anticapitalista. Esas son las grandes mutaciones a las que se encamina la sociedad burguesa. Esto es importante tenerlo en cuenta en el nuevo enfoque de la teoría de la justicia como copertenencia, menos liberal, más igualitaria y ecológica.

Ahora bien, el neoliberalismo impuso el rechazo de la justicia social en nombre de una mayor libertad individual y empresarial, y retornaron al concepto tradicional de justicia como respeto a la ley y a los derechos establecidos. Fue la manera en que legalidad obtuviera legitimidad. Toda la revolución ultraliberal se hizo en nombre de la prioridad de la libertad sobre la justicia social. Y llegados a la media centuria del experimento neoliberal el resultado fue que se despegó la desigualdad social hasta límites desconocidos en tiempos del colonialismo. Fue un poder ilegítimo e injusto que se impuso globalmente, y si fue capaz de lograr consenso y obediencia fue a través del poder ideológico de los medios de persuasión social. Lo que demuestra que el pacto social no puede ser el único verdadero criterio de legitimidad del poder político. Tiene que haber otro, porque el poder de hecho se convierte en poder de derecho mediante la norma que genera la obligación de obediencia, expresando una engañosa voluntad de los asociados. Los procesos de constitucionalización auspiciados por el neoliberalismo fueron procesos de legalización de los poderes del Estado para imponer el nuevo orden a favor de los ricos. Pero la destrucción masiva de la clase obrera y la clase media, la extinción del trabajo por efecto de la inteligencia artificial, la extensión del desempleo estructural, la precarización del trabajo y la conversión del planeta en un casino global tiene el efecto de despertar a las masas, haciendo uso de sus derechos de libertad, para emprender nuevos procesos de constitucionalización.

En la historia no hay marcha atrás y un desmontaje del neoliberalismo no significará un retorno a la burocratización integral de la sociedad porque el avance tecnológico lo impide. En otras palabras, desarmar el Leviathan neoliberal no significará que le volverán a crecer y multiplicar sus tentáculos, poniendo en riesgo la autonomía de los individuos. Y aquí reluce que la constitución es en realidad una restricción de la esfera del Estado, o sea, pone límites al Leviathan. En realidad, el constitucionalismo es heredero del contractualismo moderno, porque la libertad está protegida de diversas maneras frente al Estado, pero lo que avanza incontenible es el potenciamiento de la política en la super-regulación y control telemática de la vida civil. El Estado omniregulador ya fue señalado por Adorno y Horkheimer (Dialéctica de la ilustración, 1944) como resultado del proceso de racionalización y modernización de la razón calculadora. Esto es, la sociedad burguesa moderna del tardo capitalismo tiene carácter totalitario porque desarrolla más los elementos regresivos que progresivos de la razón. Tras el paso del nazismo, estalinismo, maoísmo y reformismo socialdemócrata, se desembocó en la imagen monolítica y uniforme del Estado neoliberal, como la única cara demoníaca del Estado autoritario. Pero se trata de un capitalismo que oprime al hombre no sólo por el consumo y la producción, sino por la técnica. El predominio de las redes sociales, la web y el internet han hecho que se pase de la biopolítica de Foucault y la psicopolítica de Chul Han a la tecno-política de la realidad virtual. Los ciberataques y el ciberespionaje se han vuelto moneda corriente, y las principales agencias de inteligencia pueden acceder a todo el historial de datos privados sin consentimiento alguno. Hasta el momento no existe ninguna configuración que pueda evitar el monitoreo cibernético, ni forma de saber cuándo uno es espiado, y no hay software que pueda detectarlo. La recolección de datos privados afecta a todos, desde ciudadanos comunes hasta a líderes mundiales. La tecnología cibernética terminó fortaleciendo el lado totalitario del Leviathan y sofocando las esperanzas emancipadoras. En el vientre del Leviathan emerge Behemoth. La expansión del poder del Estado no parece cambiar, y así las susodichas libertades individuales se vuelven formales. Ya Foucault (Vigilar y castigar, 1975) había advertido que los sujetos mismos se vuelven creaciones del poder. Así, por ejemplo, instituciones creadas para cautelar el estado de derecho como el Tribunal constitucional, la Defensoría del Pueblo y la Ley de Consulta previa, pueden mantenerse sin que ello signifique que no se sigan vulnerando las libertades básicas y los derechos constitucionales. Es decir, la democracia representativa no siempre impide que el Leviathan fagocite el orden constitucional mediante la corrupción, lo cual hace que el poder legal, del que habla Weber, o el poder jurídico, del que habla Kelsen, sean prostituidos y vulnerados desde dentro para legitimar y autorizar constitucionalmente un orden injusto de cosas.

El neoliberalismo en su avance arrollador echó mano de ese recurso de forma reiterada, fue la manera en que la legalidad inicua obtuviera legitimidad en los hechos. La élite megacorporativa mundial fue una banda de pillos que echó mano del derecho como ordenamiento coactivo para obtener beneficios privados, pero como su normatividad no se apegaba a los principios éticos no podía ser válida por no ser justa. En los hechos no hubo leyes ni constituciones que pudiera resistirse a los poderes financieros del Cuarto Reich. Y así el coágulo del totalitarismo circulaba en las venas de las democracias parlamentarias. Las democracias se volvieron en dictaduras económicas de los grupos de poder mundial. Más, nunca podrá ser moral ni justo un sistema que preconice que el hombre está hecho para la economía, los problemas del incremento de la ganancia no son los problemas del hombre, sino del capitalismo. Es más, un modelo económico que concentra el 80% de la riqueza mundial en el 1% de la población, generando sufrimiento, opresión e injusticia, ha pasado de ser poder legal a poder arbitrario. Por esta misma razón la legitimidad del poder alcanzado por el neoliberalismo se comienza a resquebrajar de manera incontenible. La antigua idea aristotélica de que el gobierno de las leyes es mejor al gobierno de los hombres, ha dejado de ser cierta incluso bajo regímenes democráticos. Esto significa que la legalidad no es criterio suficiente para distinguir el buen gobierno del mal gobierno. Las buenas leyes se apegan a principios éticos, las malas son meros ordenamientos coactivos. Así, poco a poco su poder legítimo se va transformando en poder ilegítimo, pues va perdiendo legitimidad conforme avanza su inefectividad para dar solución a los problemas sociales. Esto es, la teoría pura del derecho kelseniano flaquea en un punto fundamental, y es que la legitimidad del poder no puede derivar ni de su ejercicio ni de su legalidad, sino de su apego a principios éticos. En este sentido, la justicia como ética siempre será superior y fundamento de la justicia como derecho. Ya Hobbes señalaba que el poder político se disuelve no sólo por el abuso del poder, sino también por defecto de poder. Y Niklas Luhmann (Poder y complejidad social, 1979) destaca que el problema del poder en las sociedades avanzadas no es el “demasiado poder”, sino el “poco poder” para resolver expectativas crecientes en sociedades desarrolladas, lo que puede derivar en deslegitimación y desobediencia civil. Por ello, en el accionar del Leviathan hay que distinguir entre Razón y Justificación. Puede justificar su acción, sin que ello signifique que la razón esté de su lado. El derecho queda así atrapado entre el poder y la justicia porque el propio poder se irroga el derecho de interpretar la justicia pasando por encima del pacto social. El sistema de justicia puede ser instrumentalizado para ocultar una crisis generalizada y sistémica que corroe por dentro a las instituciones democráticas. Muchas veces da pábulo a esto un mal diseño institucional junto a la falta de idoneidad de los representantes y líderes políticos. Los índices económicos incluso pueden crecer inercialmente, mientras que el Leviathan va siendo poseído por Behemoth. Una cosa quedaba claro, a saber, que el orden constitucional resulta impracticable bajo las condiciones del capitalismo.

Al parecer el problema es tan profundo que ni creando unas instituciones públicas anticorrupción podrá ser contenido. Para Luhmann el poder carece de subjetividad, es un sujeto objetivo peligroso, caprichoso, que genera un ambiente riesgoso. Pero Habermas y Rawls pensaron que esta maquinaria acéfala y anómala podía ser redireccionada dentro de un espíritu racional. El modelo dialógico discursivo de la racionalidad, que brota de la teoría de la acción comunicativa, pone en primer lugar el tema de la legitimidad. La perspectiva neocontractualista de Rawls va por un camino similar, por cuanto el problema es ubicar principios racionales para justificar o no los fundamentos institucionales del mundo contemporáneo. Pero si Luhmann tiene razón el problema no es la legitimación sino la gobernabilidad, donde la legitimación no es una justificación del poder político sino una prestación que el sistema político proporciona al sistema jurídico. No obstante, la propia gobernabilidad tampoco es el único problema, porque bajo las democracias occidental los comunistas tuvieron y tienen el derecho de presentarse a las elecciones, pero no tienen el derecho a ganarlas. Las democracias socialistas han terminado en golpes de estado, bloqueos, guerras, invasiones, embargos y sanciones. El que los países del llamado “socialismo real” no hayan sido nunca democráticos significa solamente que ningún país en guerra puede darse el lujo de la democracia. Pero ello no quiere decir que el socialismo sea incompatible con la democracia, el republicanismo, el estado de derecho, el imperio de la ley, el multipartidismo, el parlamentarismo, y hasta el mercado en sentido no capitalista. Quizá ese sea el marxismo del futuro. Mientras tanto, el derecho internacional es impunemente burlado por el imperialismo y potencias regionales que se sienten por encima de la ley internacional. Así, por ejemplo, Estados Unidos, China, Rusia, Israel, Pakistán, India y Turquía no son firmantes de la Corte Penal Internacional por diversos motivos políticos. No obstante, principalmente es el capitalismo el que colisiona con los ideales de la Ilustración: liberté, égalité, fraternité. En este contexto, y mientras no llegue la superación no ilusoria en la sociedad sin clases de un mundo sin Estado, sin política y sin poder, se hace patente la necesidad de un nuevo pacto social, un nuevo pacto constitutivo de la sociedad civil, donde el Estado no se convierta en el monstruo de la super-regulación de la vida civil, ni la libertad sea el obstáculo para la justicia social, ni la igualdad atente contra las libertades individuales. O sea, nuevamente la propuesta contractualista parece posible.

En los últimos tiempos las teorías de la justicia buscan combinar las ideas de libertad y de igualdad con el fin de no infringir las exigencias morales de ambas. Pero la justicia como copertenencia se basa en los derechos humanos, que son derechos naturales, los cuales deben ser garantizados por un poder político que garantice los recursos económicos a la libertad. La democracia liberal pone el énfasis en los derechos civiles y políticos, postergando los económicos, sociales, culturales, a la protección del medio ambiente, a la vida, a la paz y al desarrollo. Y esa parodia de la libertad ilimitada fue expresada por Simone de Beauvoir dentro su exaltado existencialismo sartreano ateo, al decir: “Que nada nos defina. Que nada nos sujete. que sea la libertad nuestra propia sustancia”. Esa ficticia libertad ilimitada de la democracia liberal ha sido la base para justificar la injusticia social. La filosofía burguesa pseudoizquierdista de los tiempos posmodernos se regodea con lemas nihilistas como “Adiós a la Verdad” (Vattimo) o “Adiós a la Razón” (Rorty), que se condice con esa ilusoria libertad sin barreras metafísicas que en fondo lo único que justifica es una profunda desigualdad social. Se trata de un nuevo asalto a la razón, que demuestra que la curva irracionalista no se detiene hasta Hitler y Heidegger, sino que prosigue ensanchándose y profundizándose con el puñado de doscientas megacorporaciones y trescientos multimillonarios que gobiernan tiránicamente el mundo en la economía, la política y la cultura. Bajo el engañoso lema liberal de la libertad sin límites, el totalitarismo de la gran burguesía mundial continúa su siniestra marcha imponiéndose un orden más desigual e injusto. Por ello, los derechos humanos de nueva generación exigen una democracia más participativa y original, con una libertad no ilimitada, sino al servicio de la igualdad. En otras palabras, es moralmente inaceptable limitar la defensa de las libertades a su aspecto formal o jurídico sin garantizar a los menos afortunados económicamente el acceso a los recursos económicos que garanticen su libertad. El principio de igual libertad exige igualdad de acceso a los recursos económicos, con ello se impide que sólo un grupo acabe disfrutando del principio de la libertad. Se trata entonces de que una teoría del poder tiene que estar detrás del principio de igual libertad para garantizar la igualdad en el acceso a los recursos económicos de todos. Y esto supone una democracia participativa, en vez de una democracia liberal, que no priorice la libertad a costa de la igualdad, sencillamente porque el principio de igual libertad resulta siendo nominal e ineficaz sin acceso a los recursos económicos para todos por igual.

En una palabra, no hay igual libertad sin igualdad económica. Y por ello la libertad no puede estar sobre la justicia, sino subsumida a ella, sólo así se hace posible la justicia social. Porque lo justo no es superior al bien, la libertad no puede estar sobre la justicia, y porque el bien es superior a la justicia, la justicia es superior a la libertad. La democracia participativa consiste en la participación directa del poder político en la economía, lo cual no significa necesariamente una burocracia central para repartir los recursos, pues bastaría regular instituciones fundamentales como el sistema tributario, el de propiedad y las herencias, para que la forma general de la distribución se adecúe a los principios de necesidad y mérito sin afectar la distribución espontánea de muchos beneficios a través del mercado. Con ello se asegura un grado considerable de libertad, sin que sea ilimitada, en el uso de los recursos sin afectar la justicia de la distribución general. Sin cubrir las necesidades básicas de los ciudadanos, no puede haber una verdadera protección de las libertades ciudadanas. En otras palabras, de poco sirve fortalecer la igualdad en el acceso al poder político si no se hace lo mismo en el acceso al poder económico. Este refuerzo de las libertades políticas fortalecería una mayor justicia social. Por eso no basta establecer comparaciones interpersonales en término absolutos y no relativos, no basta con decir que cualquier cambio en la economía deba beneficiar a los menos favorecidos, porque con ello se justificaría cualquier aumento en los ingresos de los más favorecidos a cambio de que los menos favorecidos mejoren mínimamente. Lo cual sólo justifica desigualdades abismales. En la democracia liberal el acceso al poder se encuentra imposibilitado porque no hay un verdadero acceso igualitario a los cargos públicos, los grupos económicos hacen valer sus prerrogativas sobre las clases mayoritarias y el gigantismo de los estados modernos reduce la importancia de la participación política ciudadana. Esto hace necesario que se sacrifique algo de libertad al modelo de la igualdad. En ese sentido va dirigida la propuesta de la renta mínima como asignación universal que garantice un mínimo social de protección, libertad e igualdad económica. La sociedad debe ser transformada radicalmente si queremos construir una sociedad más igualitaria. No basta cambiar las instituciones, hay que modificar el sistema social entero con sentido ético y solidaridad. El cambio del sistema económico hará posible que las instituciones cumplan con la misión de la justicia social. Una teoría de la justicia limitada a las instituciones que no elimina la injusticia social a nivel económico, que no cuestiona las estructuras de privilegio, simplemente vuelve imposible cumplir con una cabal justicia distributiva. Un poder político que no cambia la economía de mercado capitalista, simplemente se limita a respetar las libertades civiles y políticas de los individuos dejando la injusticia intocada. La sociedad capitalista de mercado es la raíz de la injusticia y de la explotación, y su superación es requisito para la justicia social. Es inhumano e inmoral que la ayuda a los más desfavorecidos se limite a la beneficencia y la caridad. Por ello, redistribuir la riqueza sin consentimiento de los propietarios no es una injusticia, ni un robo, sino un imperativo moral que responde a las necesidades de la justicia social. Rawls negó el derecho natural a la propiedad privada, pero lo que debe ser negado es la acumulación excesiva de riqueza sin reparto social, por ser inhumano e inmoral.  El talento para generar riqueza debe ser puesto al servicio de la humanidad entera.