miércoles, 26 de junio de 2024

El hombre sin humanidad-Ensayo de antropología filosófica teo-cosmo-antropocéntrica (Nuevo libro)

 

Gustavo Flores Quelopana

 

 

 

 

 

 

 

El hombre sin humanidad

Ensayo de antropología filosófica

teo-cosmo-antropocéntrica

 

 

 

 

 

 

FONDO EDITORIAL

IIPCIAL

Instituto de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina

LIMA-PERU

2024

 

 

 

 

 

PREFACIO

 

 

 

Lo humano no se define por lo biología, sino por su esencia ética. De ahí que una sociedad que entrega al hombre una libertad sin responsabilidad y sin justicia decapita la propia humanidad del hombre y lo arroja a su bestialización.

El hombre sin humanidad es la evidencia que se impone en la crisis sistémica que azota la presente hora de transición histórica. Sus efectos más notorios son la promoción del transhumanismo, la ideología de género, la eutanasia, la eugenesia, la liberalización del consumo de drogas, el matrimonio homosexual, el aborto, la disolución de la familia tradicional,, el cambio de sexo en adolescentes sin consentimiento de sus padres, la tiranía creciente de la inteligencia artificial, el valor omnímodo del dinero, la negación de los valores absolutos, la consagración de los valores relativos, el aplauso permanente y la admiración que se incentiva hacia el puñado de la élite que es dueña de la riqueza del planeta, el fomento de la libertad sin responsabilidad y sin justicia.

En suma, todo ese panorama cultural nihilista, escéptico, hedonista y relativista tiene su raíz más profunda en la negación ética de la esencia humana. Y es que la imagen del mundo de la modernidad, la cual es raigalmente antiesencialista, antimetafísica y antieternalista, tenía que culminar en la negación del ético del hombre. La modernidad tardía es la cúspide el hombre sin humanidad, porque el hombre sin ética se convierte en un monstruo, en un criminal sin límites morales, en un ser anético.

El anetismo, que cree neo-nietzscheanamente estar más allá del bien y del mal, es la desmalignización del mal y la malignización del bien que se desarrolla en el seno del humanismo secularizado y ateo encarnado especialmente en la decadente civilización occidental moderna. Y con ello no se ignora la base metafísica diferente y opuesta que representan los países del mundo multipolar. Sin embargo, la peligrosa tendencia planetaria sigue siendo un antihumanismo autoritario que se sirva de la inteligencia artificial y del capital financiero para mantener enajenada a la población. La cultura interconectada entre humanos y máquinas no cesa de avanzar y se va constituyendo en una modalidad de dominación cibernética. Del biopoder se pasó al ecopoder y luego al tecnopoder. Y en éste se define un patrón global donde el hombre sin humanidad, extremadamente individualizado se convierte en un todo sin responsabilidad, y todo ello acelerado por la conectividad cibernética. Tönnies nos iluminó el paso de la comunidad a la sociedad contractual, ahora asistimos al agostamiento de la sociedad contractual por la conectividad cibernética a través del absolutismo tecnocrático de una casta privilegiada.

La conectividad cibernética es el paso necesario para la consagración del hombre sin humanidad, sin ética, anético. Y es que la negación ética de la esencia humana constituye el epítome de la imagen inmanentista de la modernidad. El hombre visto como mera criatura biológica, simplemente como un animal con cierta superioridad -y muchas veces dañina-, merece dejar paso a algo mejor y superior, un homo deus que lo reemplace y consagre sus exequias. Por ende, el hombre sin humanidad es el colofón del inmanentismo de la modernidad que merece ser denunciado y revertido en todas sus falsedades.

De ahí surge la presente propuesta antropológico-filosófica denominada teo-cosmo-antropocéntrica, donde el hombre es parte de Dios y de la Naturaleza y, a la vez, funcionario de ambos. De manera que estamos ante una antropología filosófica que evita tanto el antropocentrismo extremo de la modernidad inmanentista, que ha destruido la Naturaleza y al hombre, como el antropocentrismo meramente teocéntrico que descuida el cuidado de la Creación. Es necesario y perentorio desarrollar una antropología al hilo de una metafísica de síntesis entre lo inmanente y lo trascendente.

 

 

 

 

 

 

 

Primera Parte

 

 

FILOSOFÍA COMO ONTO-ÉTICA

El hombre como ser onto-ético

 

Introducción

 

En la reflexión filosófica de la antropología se yergue un hecho esencial y decisivo, a saber, que el hombre es una criatura que se pregunta por su ser y por el ser de las cosas. El hombre es la única criatura que filosofa, se pregunta por los fundamentos del mundo y cavila por una explicación total de las cosas. Lo cual no es accidental ni coyuntural.

Por el contrario, todo indica que estamos ante un fenómeno esencial o estructural, que condiciona su actuar histórico-cultural en el mundo. El hombre no puede ser un animal simbólico si antes no es un buscador del sentido a través de los símbolos. El símbolo no es la causa sino el efecto del origen de lo humano, que está detrás de lo simbólico. La rica vida simbólica humana es expresión de una esencia estructural que lo lleva hacia ello de forma abierta y libre, pero que revela un fundamento único, singular y decisivo de su ser.

Pero, no se trata de un hecho de nuestro ser que no nos debe llenar de vanidad, sino de misterio y enigma por nuestro ser. Fuimos hechos de barro y en polvo nos convertiremos. Y nuestra vida sobrenatural pertenece a otra dimensión diferente a la presente. No obstante, comprender nuestra esencia terrenal decide en muchos aspectos lo que se vivirá después de esta vida.

De modo que estamos ante un hecho pre-simbólico de carácter existencial que impulsa el descubrimiento de los símbolos para expresar la búsqueda del sentido. Pero este impulso existencial nace de nuestra peculiar estructura esencialmente humana. Se trata de un poderoso signo vital de nuestra existencia y esencia que no puede ser soslayado y que indica que no puede haber antropología filosófica posible sin indagar esta situación raigalmente humana.

La filosofía no es un accidente que le ocurre a lo humano, es su acontecimiento decisivo. Y es decisivo porque interrogarse por el por qué de las cosas y de su acción personal, es el indicador más importante que señala  que  detrás de la búsqueda de sentido está una estructura propia de su ser que lo impulsa en la dirección del filosofar. Su ser es filosofante, pero por qué.

Lo humano filosofa porque es una interrogación abierta. O sea, su ontología no es un simple estar abierto al mundo, sino que es un estar abierto con “responsabilidad” en el mundo. El hombre es un ser cuyo conocer y hacer responde a su estructura ética-ontológica. Su estructura ontológica es ética, se da cuenta de su peculiaridad y de su dignidad, y sin ello retorna a la animalidad, a la naturaleza, a lo biológico y material.

Cómo esta estructura ontológica que es ética lo lleva a la reflexión filosófica. Y es que todo su conocer y hacer lleva una carga de asombro y desconcierto por su propio ser que siente su responsabilidad por lo que conoce y hace. Esta responsabilidad ontológica es el detonante del filosofar.

El hombre es una criatura que conoce y además sabe que conoce. Este darse cuenta de su propio saber responde a la naturaleza onto-ética de su ser. No es que va a proceder conforme a valores o reglas que intuye, sino que antes de conformar su acción a su intuición ética su ser es capaz de intuir dicha esfera ideal, metaempírica, que sobrepasa el mundo externo, pero no su propio ser.

Esto significa que el nivel prerreflexivo de lo humano no es meramente empírico, sino metafísico y transmundano. El fenómeno de “darse cuenta” de lo que se sabe tiene su base en el prerreflexivo nivel metaempírico que lo caracteriza. Lo cual no significa que se trate de un fenómeno meramente subjetivo o ilusorio, sino, antes bien, de un fenómeno propio y objetivo de una criatura cuyo ser es estar en el mundo sobrepasando constantemente el mundo.

Aquel estar constantemente sobrepasando el mundo desde el mundo es lo que es la esencia ética de su ser y que lo lleva hacia el filosofar. Descubrirse como una trascendencia en la inmanencia revela la capa ética de su ser. Ir más allá de las cosas abre el horizonte irrenunciable de hacerme cargo de lo que se sobrepasa. Por eso el hombre es una criatura que afronta la realidad divina.

Esto es, el hombre no es ético porque adopta algunos principios morales previos, sino porque antes de dicha opción su ser está advocado al horizonte del valor, de lo bueno y lo malo. Y desde dicho horizonte prerreflexivo despliega su conocer y hacer empírico. Esta advocación al horizonte metaempírico del valor tiene un hondo significado metafísico, porque siendo una criatura finita no puede ser la fuente de realidades infinitas,  universales  y  necesarias.  De manera que dicha fuente tiene que tener su fuente de una realidad infinita, de un Ser que origina la realidad y lo dota de sentido. Dicha realidad tiene que ser Dios.

Porque el ser humano tiene un horizonte ontológico prerreflexivo de carácter ético y, por consiguiente, metaempírico, se convierte en una criatura metafísica destinada a filosofar desde el fondo de su ser. Lo humano tiene la actitud del filosofar, aun cuando su aptitud tenga que depender del estudio y formación disciplinaria.

Esto significa que la interrogante sobre el “por qué” es posible sólo porque surge en una criatura que es una trascendencia en la inmanencia. Los animales pueden resolver problemas complejos, mostrar inteligencia asombrosa e incluso enseñar a sus congéneres, pero no pueden crear cultura, inventar símbolos abstractos, fundar escuelas, ni graduar maestros. Carecen del horizonte ontológico de la responsabilidad ética. O sea, no son trascendencias en la inmanencia.

Esto podría ser interpretado como una justificación para ejercer crueldad contra los animales, como podría pensar el veganismo con su condena de ver a los animales como mercancías. Pero los animalistas más sensatos admiten que los derechos animales no coinciden con los derechos humanos. De modo que el principio utilitarista de minimizar el sufrimiento debe ser matizado evitando paralelismos con lo humano. Pero el matiz principal generalmente excluido por el naturalismo del animalismo es que sólo el hombre posee espíritu, y a partir de allí caen en los extremismos ridículos de festejar cumpleaños, matrimonios y enterrar en cementerios a sus mascotas.

El animalismo extremo es la deformación secularizada de la etología y la incomprensión de la esencia humana. Así, por ejemplo, si en la faena taurina debería ser proscrito el sacrifico de la bestia, no es por el dolor que sienta el toro, sino por acostumbrar al hombre al sacrificio violento y al espectáculo sangriento, por más adornado de arte que se encuentre. A este argumento el animalismo aduce que se incurre en antropocentrismo. Lo cual es cierto a medias porque no se trata del antropocentrismo ateo, sino del antropocentrismo teísta que reconoce el cuidado de la creación.

El animalismo es una reacción extrema al antropocentrismo ateo que diviniza dionisíacamente al hombre. Pero lo que se advierte es que lejos de humanizar al hombre el animalismo lo deforma, convirtiéndolo en una criatura que otorga al animal una condición que le es extraña y que extravía el horizonte de lo humano. No es difícil advertir que el animalismo fácilmente puede derivar en un antihumanismo en sus expresiones más extremas dentro de una sociedad atea, materialista y nihilista. Es más, el animalismo se encuentra atrapado en las redes subjetivistas del inmanentismo moderno. Pero por lo mismo enseña la importancia de no perder de vista lo especial de la condición humana.

Sólo los seres que son trascendentes en la inmanencia pueden filosofar. Porque tener el deseo de saber es previamente valorar lo que se quiere saber. Se conoce lo que se aprecia. Pero lo humano conoce incluso lo inútil, mientras el animal conoce y aprecia sólo lo que le es útil. La condición humana no es esencialmente utilitarista, porque su condición metafísica lo eleva sobre ello. Y es así porque la estructura trascendente de la inmanencia humana habita el horizonte de lo universal y permanente, atisba siempre más allá de lo contingente y relativo. Justamente por ello su impulso metafísico es irrenunciable e ineludible.

 

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Trascendencia en la inmanencia

 

El hombre es una criatura filosofante porque es una trascendencia en la inmanencia. Esto lo señala como un ser metafísico, entregado desde el principio a la intuición metasensible de lo inteligible. También se puede afirmar que el hombre es lo inteligible en lo sensible, porque siendo finito y contingente su ser va más allá de lo temporal y relativo. Filosofa porque su ser está en el horizonte ontológico del filosofar.

No sólo vive en el mundo, se da cuenta de que está en el mundo y que hay un mundo. Su llamado a la filosofía es ontológico, porque su ser es ético. El “darse cuenta” de que está en el mundo le abre la puerta al fenómeno ético de la responsabilidad. En el fenómeno del “darse cuenta” que está en el mundo se dan unidos el acto cognoscitivo y el acto ético. Su separación no se da nivel páthico espiritual, sino en el nivel logocrático narrativo explicativo. Y es que el hombre vive simultáneamente en ambos planos, a saber, el metafísico y el empírico.

El fenómeno del “darse cuenta” es empírico y al mismo tiempo prerreflexivo. Se trata de la actualización existencial de un contenido esencial. Y por eso mismo abre un horizonte base sobre el que se elaboran contenidos cognoscitivos y morales. Es una estructura trascendente incrustada dentro de otra estructura inmanente. Onto-ética es la estructura misma de la naturaleza, a la vez, trascendente e inmanente del hombre. Por ello, el hombre es una es una trascendencia en la inmanencia y también una inmanencia en la trascendencia. De tal modo que cuando decimos filosofía como onto-ética aludimos a aquel horizonte metafísico que hace posible el fenómeno del filosofar en el hombre.

Pero ese horizonte metafísico no lo vuelve un ser hermenéutico, sino, antes bien, un ser estimativo. El hombre para ser una criatura hermenéutica necesita primero ser una criatura estimativa. Se interpreta lo que valora como importante. Primero es la valoración estimativa, luego es la interpretación. De ahí que sea más primigeniamente valorado el amor, la amistad, el liderazgo, el lenguaje universal de la música, que el conocimiento, y que más importante que el tiempo cronológico sea el tiempo estimativo.

Antes que seres hermenéuticos somos seres estimativos. O sea, el hombre no se siente llamada a filosofar por casualidad, azar o formación académica, ni por razones académicas, sino porque su ser tiene la advocación irrenunciable para el filosofar, el hombre filosofa por un impulso existencial.

El hombre es un ser filosofante porque es una criatura metafísica. Pero ser una criatura metafísica no significa ser enteramente trascendente, sino que el hombre es una conjugación singular entre lo trascendente y lo inmanente. No somos seres angélicos sin cuerpo, no somos inmateriales, invisibles ni inmortales, ni podemos ver de continuo la faz de Dios, nuestro ser se da unido a un cuerpo y nuestra inteligencia no es intuitiva sino conjetural. De modo que nosotros, así como en ningún momento dejamos de ser inmanentes, tampoco dejamos de ser trascendentes, a pesar de nuestra mortalidad, corporalidad e inteligencia conjetural. Esa es su condición especial que lleva hacia la transformación de la ontología meramente natural por la ontología moral.

La dimensión ética no es contrapuesta, ni está por encima de lo ontológico, sino que en el hombre es lo particular de su ser. Es su propio ser onto-ético el que lo convierte en criatura filosofante, porque es una condición ontológica abierta, libre, consciente y responsable al mundo. El hombre sin ética no tiene humanidad, la pierde, sólo conserva la forma humana pero no el contenido humano. Lo propiamente humano se identifica con lo ético y lo moral, carecer de ello es carecer de humanidad. Lo humano no se define por lo biología, sino por su esencia ética. De ahí que una sociedad -como la neoliberal- que entrega al hombre una libertad sin responsabilidad y sin justicia decapita la propia humanidad del hombre y lo arroja a su bestialización y egoísmo extremo. Sin ética tiene vía libre el hombre sin humanidad.

 

El desalmado es un inhumano precisamente porque es la persona que comete acciones bárbaras, crueles, sin pena ni compasión, sin empatía alguna, pero se da cuenta de sus acciones. Tiene la conciencia moral atrofiada hasta tal punto que no le impide hacer el mal y es llevado a rechazar el bien. El desalmado es canalla, pérfido, perverso, inhumano y sanguinario. Por eso la inteligencia no garantiza la humanidad, sino la funcionalidad social. Aquella frase heideggeriana que “un gran pensador se equivoca en grande”, no es más que el ejemplo más claro de luminosidad intelectual acompañada de oscuridad moral.

Por lo cual, la ontología humana se completa y realiza a través de su esencia ética y no de la esencia intelectual. Es en su esencia ética donde realiza su humanidad, donde se efectúa la peculiaridad de su ser. El hombre puede optar libremente por ser anético, transgredir su esencia ético-moral, pero no puede desprenderse de su ontos de índole ética. La dignidad de su ser es de índole ética y desde esa base se despliega todo su mundo cultural y material.

Para los animalistas los animales muestran comportamiento moral. Lo cual es mera ilusión al confundir ciertos comportamientos altruistas y cooperativos con un sistema de normas y comportamientos que guían la conducta racional. Un proceder conducido por la razón es muy distinto a un comportamiento gobernado por instintos, necesidades biológicas y adaptación al entorno. Es por ello que el desalmado cobra rasgos animalescos al ser conducido por sus instintos y sin gobierno racional. No es casual que las visiones del infierno estén repletas de seres horribles con rasgos bestiales. Ese espectáculo dantesco es iluminado por Leopoldo Chiappo en sus estudios sobre Dante y la psicología del infierno (1987, 1988, 1990), estudio que sólo atiende a su aspecto moral. Pero la infiernización de la vida no sólo representa la deformación moral del hombre auténtico, sino también su deformación física o corporal, ya sea en esta o en la otra vida.

 El ámbito de la ética es el campo de la libertad, lo que significa que su ontología depende de su libertad finita. El hombre no es una criatura ética porque es libre, sino que es un ser libre porque es esencialmente una criatura ética. Y con ello me refiero a un nivel fundamental de la ética, a saber, el ontológico humano. Si no lo fuera respondería a los condicionamientos de su ser biológico. Como no es el caso, el ser del hombre es onto-ético. Esto quiere decir que su ser está advocado a cumplirse dentro de su esfera ética. Pero tal cumplimiento de su ser onto-ético es su efectuación como ser pensante y juicioso.

No obstante, su ser onto-ético tiene dos niveles. El primero responde al ethos como pathos o la advocación, y el segundo al ethos como logos o la vocación. En otras palabras, el ser del hombre es un ser ambiguo, lábil y falible, porque tiene la posibilidad de incumplir el destino de la realización de su esencia advocativa, llevado la efectuación existencial de su ser hacia el abismo de su deshumanización infernal.

Su base estimativa es la más fundamental, pero a la vez la más frágil por ser susceptible de incumplirla por depender de su libertad. Pero a pesar de la anomalía el proceso moral ha continuado por la asistencia de la razón natural y de la razón sobrenatural de la gracia divina. Lo que significa, que, a pesar de las tendencias regresivas, su ser ha seguido cumpliéndose como una trascendencia en la inmanencia y una inmanencia en la trascendencia. Tal cumplimiento no garantiza nada, su salvación como especie no depende de sí mismo, porque porta en sí mismo algo que lo sobrepasa y señala lo infinito, del cual depende, en definitiva.

Si embargo, siendo el hombre una criatura tendida entre el abismo de la materia y la torre del espíritu, experimenta un decurso histórico en el que su realización ontológica depende de su cumplimiento ético. Es por ello por lo que su avance técnico le puede brindar dominio sobre el mundo, pero no le garantiza dominio sobre sí mismo. El Fausto de Goethe grafica el hombre que domina el mundo pero que se pierde a sí mismo. En otras palabras, se puede ser perfectamente un bárbaro civilizado tecnológico y, a la vez, una decadente moral. La decadencia de las grandes civilizaciones es testimonio de ello y cuenta sobre esto la tragedia de Sísifo en la odisea prometeica humana.

La capacidad natural para juzgar rectamente, con acierto, la llamada sindéresis es antes que un juicio intelectivo un juicio estimativo. Por eso, brota directamente de la estructura onto-ética del hombre. La sindéresis es sin duda la capacidad racional que permite ver como moralmente buena la acción que preserva nuestra existencia. Pero es una capacidad racional que tiene por base y va unida a la capacidad valorativa. Es por ello por lo que la razón cobra nuevo brillo, hondura y vuelo en la particular estructura humana. Es la base onto-ética la que permite a la razón elevarse hacia lo universal y necesario del conocimiento y de lo moral. Es esta base lo que permite a la razón trascender el orden de lo sensible y elevarse al orden de lo inteligible.

Ahora se comprende mejor por qué ningún animal es moral. Es decir, no es capaz de examinar sus motivaciones y acciones porque carece de esa capacidad racional de autoexamen que surge de la estructura onto-ética. Ónticamente el hombre es una criatura ética que lo diferencia del resto de las demás criaturas. Ciertamente que una cosa es la capacidad valorativa y otra son los valores. La capacidad valorativa está ínsita en la estructura onto-ética humana, mientras que los valores siendo objetivos y teniendo polaridad -según la axiología de Max Scheler (Ética)- son actualizados por las relaciones sociales.

En épocas de apogeo cultural hegemoniza en las relaciones sociales la actualización de los valores, mientras que en épocas de decadencia cultural hegemonizan los antivalores. Así, por ejemplo, en la actual cultura relativista y nihilista posmoderna del neoliberalismo predominan los antivalores, el individualismo extremo, la libertad sin responsabilidad, lo cual se manifiesta en la desmalignización del mal y la malignización del bien. No obstante, hay valores universales y básicos, como el amor, la amistad, la libertad, la justicia. Conocida es la concepción de John Rawls (Teoría de la Justicia) de la persona como libre y desvinculada de un contexto ético particular. A esto los comunitaristas han objetado que la persona moral rawlsiana es un fantasma, un formalismo abstracto, porque no hay persona que sea independiente de los valores de una comunidad determinada.

Los filósofos comunitaristas como Michael Sandel (El liberalismo y los límites de la justicia), Alasdair MacIntyre (Justicia y racionalidad) y Charles Taylor (Las fuentes del Yo) han dirigido sus críticas en este sentido: los valores no son independientes de la comunidad que los crea. En su afán por refutar el egoísmo del neoliberalismo han caído en el otro extremo en el que los valores son relativos a la comunidad. Por un lado, es cierto que hay valores que son propios de un contexto ético particular, pero, por otro lado, también no es menos cierto que hay valores que trascienden el origen comunitario y que son de carácter universal, estando presentes en todos los hombres. Es más, la persona en su condición óntica de libertad puede optar por valores contrarios a los de su comunidad y así puede desvincularse de su contexto ético particular. Pero en todo caso, dada la polaridad del valor, la persona libre no puede permanecer indiferente ante el valor, aun asumiendo su polaridad negativa. Cosa que acontece en la actual cultura nihilista posmoderna.  

De modo que aceptar la existencia de valores universales e independiente del contexto ético comunitario no es incurrir en formalismo abstracto ni en interpretación deficiente de los fenómenos morales. El punto es que el nominalismo e historicismo implícito en el determinismo ético-sociológico del comunitarismo no puede explicar satisfactoriamente el origen, naturaleza y estructura de los valores. Se podría pensar que ese no es el tema del comunitarismo, sino establecer si el valor de la justicia, la libertad personal e igualdad social es independiente del contexto ético comunitario. Y su respuesta es que no lo es. Pero de aquí a pasar a sostener que los valores no son independientes de la comunidad que los crea, hay una enorme distancia, que nos coloca en el dilema del realismo axiológico o del subjetivismo moral.

Ahora bien, los animales pueden tener un sentido del bien y del mal, pero ninguno es capaz de formular principios abstractos para juzgar el bien y el mal. Los animales expresan emociones de amor, sacrificio, bondad y compasión, pero sus sentimientos de simpatía y empatía se mantienen arraigados a su biología, que los vuelve incapaces de convertirlos en norma de conducta para su especie. De modo que lo que se observa es un comportamiento proto moral. Partidario de esta opinión es el primatólogo, etólogo y psicólogo holandés Frans de Waal en su libro Primates y filósofos (2006). Aunque cree que hemos heredado mucho de los primates y que existe una evolución de la moral, no atribuye a los primates pensamiento moral, sino una proto moral. Reconoce que no existe entre los animales una preocupación explícita por definir el sentido del bien y del mal. Para de Waal la moral sería consecuencia de tendencias cooperativas dentro de la estrategia de supervivencia.

Lo cual parece plausible, aunque no del todo satisfactorio. La neurología, por su parte, ha demostrado que la toma de decisiones morales activa centros emocionales muy antiguos en el cerebro. Pero de ahí a atribuirlo a meras conexiones neuronales existe una gran distancia. La moral podrá tener algunos aspectos biológicos, naturales, materiales, históricos y hasta cooperativos, pero su validación universal no proviene de ello.

No es necesario afirmar que los animales tienen moral para sentir obligaciones morales hacia ellos, como erróneamente sostiene el profesor de filosofía de la Universidad de Miami, Mark Rowlands en su libro ¿Pueden tener moral los animales? (Oxford University Press, 2012). Se puede sentir obligación moral hacia los animales llevados por el sentimiento de caridad y justicia hacia la otredad de la naturaleza, sin que necesariamente éstos sean agentes morales. Además, que ciertos animales puedan elegir entre el bien y el mal tampoco los hace seres morales. Sus códigos sociales ligados a un nivel de reflexión siguen en el umbral de los instintos biológicos. Y el hecho de que haya personas que sean morales sin mediación reflexiva, no pone a la especie humana en las mismas condiciones de los animales. Pues, ni aun así su acción deja de tener un estatus moral, mientras que el animal no actúa moralmente.

La acción moral no sólo implica la capacidad de pensar en lo que hacemos, sino de valorarlo como norma universal. Y esa capacidad no puede provenir de la naturaleza biológica, como piensan los empiristas y evolucionistas, sino de la naturaleza espiritual. Efectivamente, a esa naturaleza espiritual particular en el hombre la hemos llamado estructura onto-ética. De manera que nuestra moral no está asentada ni en la biología ni en el intelecto, sino en la diferente estructura ontológica que singulariza al hombre y que le permite trascender lo meramente inmanente y ser lo inmanente en lo trascendente.

No es que el hombre nace con una prescripción moral en la mente ni en los genes, pero sí con una predisposición en el alma hacia lo universal. Lo cual es suficiente para edificar conocimiento, ciencia y moral. O sea, el hombre nace con una estructura ontológica innata y flexible que sobrepasa los fundamentos biológicos y que permite la validación universal. Se parece a las tortuguitas marinas que al romper el cascarón en la tibia arena de la playa se dirigen inmediatamente rumbo al mar sin haber estado allí nunca antes. Una reconstrucción evolutiva del comportamiento moral es indudablemente valiosa, pero esto no significa que todo en el ser sea una concatenación de causas y efectos, azares y contingencias.

Este inevitable reduccionismo temporalista y naturalista es propio de la racionalidad historicista de la ciencia, pero el saber excede a la ciencia y abre el campo a consideraciones de tipo eternalista, donde sea la razón universal de Dios la que crea un orden inteligible superior al orden sensible. La Naturaleza no es la expresión máxima ni fundamental de la realidad, al contrario, la realidad sobrepasa la naturaleza, la cual viene sólo a ser una de sus manifestaciones. Para Hegel el ser es dialéctico, dinámico, está su jeto a contradicción. Pero en realidad, la contradicción, el devenir, no tiene que ser la vía regia del ser -como también cree erróneamente el posmodernismo-. Hegel no salta del orden temporalista y del marco histórico, y en él el problema del ser sólo conoce el cauce del devenir.

Por más que Hegel afirme que Dios es esencia, anterior a todo desarrollo, siempre queda colocado en un tiempo anterior al tiempo histórico. Y esto hasta tal punto es cierto que en Hegel Dios es la racionalidad, es el ser posible del mundo. Su ontología es una teología especulativa, donde Dios se oculta desde que aparecen los seres del mundo. Sólo así se entiende que la frase “Dios ha muerto” sea de Hegel antes que de Nietzsche. El error del hegelianismo es poner a Dios y a sus criaturas en el mismo plano ontológico -argumento clásico del panteísmo-. Ya Aristóteles argumentaba contra Parménides que el Ser no puede ser planteado como género supremo. Dios no es esencia, es el Ser fundamental del cual participan la sustancia y la esencia de los entes finitos. Partir de una metafísica de las esencias y no de una metafísica trascendental es el error del panlogismo panteísta hegeliano, donde lo existente es la absoluta enajenación de la esencia. Por eso, en Hegel cuando aparecen los seres del mundo Dios se eclipsa. En este sentido Hegel es más tributario de la metafísica de las esencias de los griegos que de la metafísica trascendental del cristianismo. La filosofía cristiana se atiene a la crítica peripatética de Parménides.

Pero mirando por la claraboya de la historia preguntamos, cómo esta trascendencia en la inmanencia, como esencia onto-ética, puede cometer actos de enorme maldad, bestiales, inhumanos, bárbaros y monstruosos. Justamente ese es su sino, poder dar la espalda a su propia esencia.          

 

 

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Onto-ética y metafísica trascendentalista

 

El planteamiento de una estructura onto-ética se enmarca dentro de una metafísica trascendentalista, donde la sustancia y la esencia de los seres finitos participan del ser sin enajenarse.

Dios es el ser fundamental que no enajena a sus criaturas, porque no está en el mismo nivel categorial. Todo ser causado es un ser compuesto y la causa creadora es el fundamento absoluto del ser. Esa causa creadora es Dios, el cual es trascedente e inmanente. Por eso, cuando decimos que el hombre es una trascendencia y una inmanencia en la trascendencia estamos afirmando su semejanza con la Causa creadora, porque es la criatura que tiene una participación eminente en él, pero su infinita distancia se mantiene por ser un ente compuesto y causado.

La estructura onto-ética en el hombre lo vuelve en una trascendencia en la inmanencia con capacidad creadora, pero en un sentido finito, falible, contingente, y en distancia inconmensurable respecto a la Cauda Infinita y creadora que es Dios.

Pero cuando el marxismo desde el materialismo dialéctico e histórico mantiene el concepto de alienación hegeliano, el existencialismo desde el idealismo subjetivo convierte al hombre en el creador de valor y de sentido, el posmodernismo de Vattimo desde el nihilismo declara que la realidad no es un dato sino una mera operación interpretativa, o el pragmatismo rortyano desde el escepticismo convierte al sujeto en un ironista que flota permanentemente en la contingencia social, entonces el mensaje final de todo ello es que impera lo que Zygmunt Bauman (Tiempos líquidos)  llama la “realidad líquida”, sin raíces en ninguna parte.

Esta disolución completa de lo cualitativo en lo cuantitativo, por el predominio de la economía dineraria, es llamada por Georg Simmel (Filosofía del dinero) “la tragedia y patología de la cultura”. Abandono que está en el origen de la ciencia moderna y del predominio del pensar funcional sobre el pensar substancial. Y precisamente porque en la Modernidad todo lo cualitativo quedó transformado en cantidad, cifra, número, código, algoritmo, entonces aparece como trasnochado y anacrónico presentar en clave esencialista y trascendentalista la estructura onto-ética del hombre.

  La economía dineraria del capitalismo maduro ha cosificado lo social, su esencia metafísica es convertirse en energía pura que reduce lo sustancial y lo real a lo nominal y formal, es indiferente a los fines, y la acción humana queda contagiada de su propia impersonalidad, homogeneidad, atomización, desintegración, indiferencia, cuantificación y neutralidad ante el valor.

En ese proceso anético el hombre queda distanciado de su propio núcleo onto-ético, toda la lucha por el tener y el ser queda convertido en un acercarse y retirarse de los valores. Todo vale, todo es interpretación, viva la ética mínima, adiós a la razón, adiós a la verdad. La vida se torna prostibularia, inescrupulosa, infame, corrupta. No se puede ignorar que el dinero tiene una repercusión metafísica profunda en la vida y en la historia humana, que afecta la estructura onto-ética del hombre. Casi siempre hubo dinero, pero siempre fue hegemónico, hubo otras formas de intercambio. No obstante, la hegemonía de la economía dineraria apenas lleva desde fines de la Edad Media y cubre toda la Modernidad. Al quedar comprometido el hombre al valor presuroso y móvil del dinero entonces su propia existencia corre tan deprisa como éste sin dejarle tiempo para la realización personal de su esencia. Una filosofía personalista que no repara en este hecho raigal está arando en el mar.

Desde ahí se constituye lo que el filósofo coreano Byung-Chul Han (La sociedad del cansancio) califica como persona emprendedora a la que se autoexplota hasta el límite, que ha internalizado los mecanismos de enajenación social y los cánones brutales de la sociedad del rendimiento. En ese proceso se pierde el contacto profundo con las cosas, se reproduce agitadamente lo ya existente, la dialéctica de la negatividad se pierde por completo, y sólo impera la manía de trabajar sin parar. Para colmo y como expresión de la degradación cultural imperante prosperan las universidades empresariales, que en el gusto obsceno por exhibir el extravío del sentido humanístico de universidad exaltan el emprendorismo de las carreras que por doquier ofrecen. De este modo representan el embrutecimiento académico del humanismo.

Es una supresión del ocio y del aburrimiento por considerárselas no productivas. Y esa mentalidad lucrativa imperante promueve la condena y proscripción de la filosofía por ser la disciplina por antonomasia más desinteresada y sin utilidad práctica que existe. Pero para Han es el arte y no la moral lo que nos rehumaniza. Cosa muy dudosa, dado que el arte también nos puede conducir hacia la insensibilidad moral. En realidad, la salvación de lo bello no garantiza la salvación de lo bueno, porque lo bello y lo ético no necesariamente coinciden. Han se despista en el esteticismo estéril. Lo ético puede resguardar lo bello, pero bello ni siquiera cuando acontece como reencuentro y reconocimiento es garante de lo ético.

En cambio, para el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría (La modernidad de lo barroco) es el capitalismo lo que destruye el principio del placer y sofoca el mundo de la vida y lo humano, mientras que lo humano es el retorno a la diversidad. Y recomienda salir del ethos realista del capitalismo oponiéndole el ethos de lo barroco, como modernidad alternativa no-capitalista. No obstante, resulta problemático salir del ethos del capitalismo sin recuperar la dinámica de lo trascendente con lo inmanente en la propia estructura onto-ética del hombre. Dinámica que no sólo es remitida a lo privado por el capitalismo, sino que fue sofocada por el ateísmo militante del comunismo clásico y que el ecuatoriano no señala. O sea, no sólo es necesario rechaza el ethos pragmático del capitalismo basado en la voluntad de verdad, sino también el ethos ateo basado en la voluntad de poder del comunismo clásico. Ambos comulgan por igual en la misma fuente contaminada del inmanentismo de la modernidad.

Si el hombre se ha convertido en una máquina de rendimiento del poder total, no es por haber perdido lo estético, sino por haber extraviado lo ético. Si el hombre se ha convertido en enemigo de sí mismo, si internalizó la disciplinariedad foucaultiana del otro, si el deber fue reemplazado por el poder, si deprimidos y fracasados tomaron el lugar de los locos y criminales, si la maximización de la producción responde a la maximización de los beneficios económicos, si la dispersión aniquila la contemplación, si el panóptico digital tomó el lugar de las cadenas externas, si el sentido común es arrasado por la interpretación de la posverdad, si la positividad ha tomado el lugar de la negatividad, si el toque instantáneo toma el lugar del disfrute de la vida, si el hiperconsumo se vuelve portátil y desplaza el contacto con el prójimo, si el poder se manifiesta sin límites, si un sistema manipula a las personas reprimiendo su espontaneidad, es porque en todo ello la permisividad es sinónimo de relajo y quiebra moral.

Entonces, lo humano en ese alejamiento de su esencia onto-ética provoca que su inmanencia fagocite su misma trascendencia. Y esa es la nota distintiva de la modernidad occidental, a saber, una inmanencia que va devorando constantemente el horizonte de la trascendencia en lo humano. La mesa queda servida para la barbarie civilizada. El emprendedor autoexplotado, el intelectual sin compromiso y sin principios, el pensador sofístico, el técnico sin humanismo, el político presupuestívero, y el científico sin ética son los que llevan la voz cantante.  

Es cierto que sin salir de la hegemonía de la economía dineraria no es posible volver a los valores permanentes. Sin salir de la civilización relativista y pragmática no es posible evitar que el Ser sea visto como eminentemente relativo y en devenir. Pero también se puede escapar del dinamismo del dinero sin volver a la recuperación de la trascendencia y manteniéndose en el horizonte de la mera inmanencia. Lo cual no soluciona la obliteración y ocultamiento de la esencia onto-ética humana, sino que lo profundiza. Es lo que sucede con el Principio esperanza de Ernst Bloch (El principio esperanza), como ontología dinámica del ser. Al ser su esperanza un trascender sin trascendencia metafísica, se encuentra imposibilitado de provocar una verdadera revolución humana desde su propia esencia. Y todo el cambio que suscita se limita a lo sociológico e histórico, sin afectar la estructura ontológica permanente del hombre.

Pues, el ser humano no es esencialmente una tendencia hacia el placer, ni hacia la voluntad de placer, sino hacia lo ético. De ahí que lo más peligroso del discurso optimista de la Inteligencia Artificial (IA) sea porque se dirige a sustituir nuestra esencia ética por el algoritmo cibernético, dejando que las decisiones sean tomadas por las máquinas. La inteligencia artificial no nos hace más inteligentes, porque la máquina no es inteligente ni creativa sino simplemente operativa. Al contrario, al acostumbrarnos al cálculo rápido de la IA la inteligencia humana se vuelve más perezosa y menos creativa. Por tanto, el optimismo en la IA es gratuito y erróneo. Los que están detrás de la promoción optimista de la IA es la élite que sabe que con ella tiene una pueblo más dócil y domesticado por la facilidad de la cibernética. Esto planea el llamado transhumanismo, vender hijos por encargo, con la inteligencia, el color de cabello, piel y ojos que elijas, ya no son tus hijos, sino hijos de la probeta de laboratorio. y como la desigualdad reina en el mundo, los que gozarán de la crio-preservación será la élite. Si la sustitución de lo natural por lo artificial no se somete a control estamos perdidos y condenados a la extinción. No será el homo deus el que tome nuestro lugar, sino el ciber deus. No habrá sonado la hora del superhombre nietzscheano, sino de la super-IA que controla el mundo.

Pero no es el placer ni la voluntad de placer -a través de la voluntad de poder- lo que humaniza al hombre, sino su advocación hacia lo ético. Incluso la posibilidad de cuestionamiento de la costumbre y de la moral no puede supeditarse al placer, sino a lo bueno. No se trata de conseguir otra modernidad como alternativa civilizatoria. De lo que se trata hoy es que no hay modernidad ni civilización alternativa sin recuperar la estructura metafísica onto-ética que devuelve al hombre su posibilidad de rehumanización.

Por ello, la verdadera revolución no consiste en lograr abundancia, emancipación y bienestar material para todos, sino que la real subversión del capitalismo consiste en atar el trascendentalismo con la trascendencia de la inmanencia humana. Sólo invirtiendo radicalmente la metafísica inmanentista de la modernidad se puede hallar el cambio profundo del hombre.

Que Dios sea trascendente e inmanente no significa que esté en todo, pues el acto de creación -que no es continuada ni temporal- y las criaturas son libres. O sea, la estructura onto-ética del hombre no es una comunicación de Dios de su existencia, sino que proporciona a cada criatura existencia propia. Dios no comunica su existencia, como supone el panteísmo de Spinoza y Hegel. Por eso aquí no se da el falso dilema sartreano de que la criatura se vuelve independiente de Dios o se reabsorbe en la subjetividad divina.

Nuevamente hay que repetir lo apuntado por Aristóteles, que Dios y sus criaturas no se oponen porque no están en el mismo nivel ontológico, pues el ser no es el género supremo. Sin embargo, el fenómeno empírico, por ejemplo, del ansia que tiene lo humano por Dios no puede provenir del tiempo, la historia, los genes, ni de algún fundamento biológico, sino que constituye un signo poderoso que nuestra trascendencia en la inmanencia está arraigada en la trascendencia absoluto de Dios.

Es decir, la estructura onto-ética de lo humano, que se prolonga hasta el remoto homo habilis, no sólo antepone lo estimativo a lo intelectivo, sino lo universal a lo estimativo mismo. Y dicha universalidad es de origen inteligible y no sensible. No es posible pensar la universalidad desde la propia naturaleza, de modo que su propia existencia no puede provenir de lo material por una suerte de continuidades y discontinuidades, ni tampoco puede proceder del propio pensar porque como proceso lógico no crea el proceso ontológico. Se puede pensar lo universal, pero no es posible pensar que lo universal no existe porque se puede pensar la cosa misma, o sea, la universalidad. Por tanto, ésta en su existencia ha de provenir de un orden superior a lo meramente natural y pensable.

La inteligibilidad de lo universal y necesario es un indicativo poderoso que la inteligibilidad del Ser trascendental es la razón suficiente de la verdad. El pensamiento humano trasciende lo temporal-espacial y se eleva a lo espiritual, no sin la asistencia de la gracia divina. No sólo existe la verdad natural, sino que también existe la unidad trascendental en toda la realidad, que está más allá de la experiencia empírica. Por eso, la metafísica en general o la metafísica del ser se justifica. Por ende, la estructura onto-ética en el hombre no sólo es la base del contacto con lo universal, la experiencia mística y toda verdad metaempírica, sino también con Dios.

Por ello, la razón alcanza un nuevo nivel a través del concepto y la fe. Dios no alien a su criatura humana, como afirma Hegel, porque ésta es libre, aunque no de modo absoluto. Pero el valor de la fe puede ser puesta en duda desde diversos ángulos. Lo han hecho Feuerbach, Marx, Sartre, Vattimo y Rorty. Para todos ellos Dios es una idea contradictoria y fantástica, la que hay que abandonar definitivamente. Vivimos la era de la apostasía, la increencia, la secularización. Estamos en el siglo sin Dios, y, no obstante, la globalización posmoderna se encuentra fuertemente estremecida por los fundamentalismos religiosos.

Habermas presta atención al fenómeno de la ortodoxia religiosa para rescatar de ella lo que considera lo mejor que contiene, a saber, su ética comunicativa. O sea, orillándose a un neo pelagianismo ilustrado que insta a aceptar la razón secularizada como la verdadera senda histórica de occidente. En otras palabras, el sesgo nihilista, antimetafísico y antiesencialista de la sociedad postmetafísica occidental sólo tiene oído para narrativas escritas en clave naturalista, secularista, posmoderna y pragmatista.

El nihilismo es la alienación contemporánea donde sólo se busca imponer al hombre una ideología que esté más allá de la razón y de la verdad. El hombre queda convertido en pequeño diosecillo, en un homo in terris, indiferente a Dios, la verdad y la razón. No obstante, la estructura onto-ética del hombre no responde al estancamiento espiritual del nihilismo, porque es una realidad objetiva que se impone ante la evidencia de lo universal. El mismo que no se explica por lo natural, lo lingüístico, ni lo sensible, sino por lo inteligible que trasciende lo inmanente en el hombre.

No se trata de que el hombre tenga ideas innatas, sino que innato es la estructura espiritual desde la cual efectúa juicios universales de índole moral y cognoscitivo. Así como es imposible el pensamiento sin la palabra pensada, del mismo modo es imposible la referencia a lo universal sin la existencia de lo inteligible. Aun cuando el hombre no se acuerde de lo universal, tiene lo universal en la estructura de su alma. En última instancia, lo universal existe no por los hechos, ni por las ideas, ni por la estructura onto-ética del hombre, sino porque existe una razón universal que es la absoluta trascendencia de Dios.

Esto también significa que la estructura onto-ética del hombre existe no por obra de la naturaleza, la evolución, los genes, la materia o la historia, sino por obra del orden divino. Sin verdades universales y necesarias no hay naturaleza humana. Puede haber forma humana, pero vaciada de su propio contenido humano. En otras palabras, tendríamos hombres sin humanidad.  Que esto sea así es otra prueba de la existencia y realidad de los fundamentos metafísicos trascendentes.

Lo universal en las ideas no se forma por inducción, ni por el carácter sintético del juicio existencial (agnosticismo kantiano), ni por la inseparabilidad entre la cosa y la existencia de la cosa (empirismo humeano), sino porque lo trascendente es la fuente misma de lo necesario y universal. Precisamente por ello el hombre es una criatura filosofante porque su ser está advocado a la intuición metasensible de lo inteligible. Esto lo señala como un ser metafísico, como una trascendencia en la inmanencia. Pero, además, indica que la misma filosofía nace de la estructura onto-ética como una condición existencial del hombre.

Pero el nihilismo es posthistoria, disolución de valores, imperio de la temporalidad, hipervaloración de la voluntad de poder, falta de sentido, estancamiento espiritual, malestar global de nuestro tiempo, que, consagrado la ruptura entre teología y filosofía, pone epitafio sobre la filosofía misma, y sepulta en lo más hondo el sentido ontológico del ser. La filosofía desciende a algo menos que a un discurso edificante, porque la aspiración es ir más allá de la razón y de la verdad.  La erosión e invalidación de los fundamentos metafísicos trascendentes pretenden ser vistos como el derrotero natural del logos, cuando en realidad es la expresión de la decadencia de la racionalidad burguesa.

El nihilismo es un pensar el Ser desde la Nada., sometiendo todo a la transitoriedad del devenir, de lo contingente, efímero, en un vaivén desde la nada hacia la nada. Pero bien visto en lo finito o ser subsistente la esencia y la existencia son principios del ser. La sustancia es la cosa que deviene, donde la estructura de potencia y acto son correlativos y responden a la participación en el Ser. Por ello, el devenir no es -como supone el nihilismo- un ir del ser finito de la nada a la nada. La exagerada importancia que la cultura nihilista concede a la Nada es de raíz ideológica y no teórico-científico. Esto es, la negatividad no puede dar cuenta del Ser absoluto, ni agotar el ser finito.

El ser tiene un sentido unívoco en lo absoluto y un sentido multívoco en las cosas finitas. Pero el pathos nihilista es utopía inmanente, refractaria a una ontología fuerte, y se dirige a su consumación, que en el fondo es la consumación de la racionalidad instrumental de la burguesía decadente y del capitalismo cibernético. Así, en el actual contexto desfundamentador escéptico, relativista y agnóstico del relativismo contemporáneo, hablar del hombre como la trascendencia en la inmanencia y la inmanencia en la trascendencia se volvió irrelevante. Afirmar la existencia de una estructura esencial ontoética que posibilita lo humano es visto como un sueño metafísico que añora la verdad eterna, que persigue espejismos, cuando hoy la filosofía es asumida como una simple forma de comunicación y no como espejo de la naturaleza.

Esta crítica que proviene del pragmatismo rortyano, en realidad, es heredera de la epistemología neopositivista (Frege, Tarski, Russell, Wittgenstein, Carnap, Ayer, Quine, Davidson) con su abandono de toda especulación metafísica. Pero sólo en este aspecto, porque también está enlazada al abandono del análisis lógico de las proposiciones científicas por la estructura histórica del descubrimiento científico (Lakatos, Kuhn, Feyerabend, Nagel, Hempel, Putnam, Hanson, Hintikka, Toulmin, Chomsky). Aunque en el abandono actual de la metafísica también cumple un papel destacado la tendencia anti epistemológica de la corriente hermenéutica (Heidegger, Ricoeur, Gadamer, Habermas, Otto-Apel, y el mismo Rorty). Se hizo común hablar que toda observación está cargada de teoría, que era mejor reemplazar la teoría verdadera por la teoría adecuada, la inconmensurabilidad de la teoría, y que no existe paradigma único de racionalidad. La suerte de la razón quedó echada.

Entonces, no fue paradójico que toda esta corriente inmanentista, que insistió en el abandono de la metafísica, desembocara en el abandono de la verdad y de la razón, en la abolición de la universalidad, quedando atrapado en un infructuoso idealismo subjetivo, el solipsismo y el escepticismo radical, donde reina a sus anchas el nihilismo de la decadente racionalidad burguesa, sin ética y sin valores.

En realidad, los que se hallan atrapados en la telaraña de esta nueva superstición de la oscura era cibernética son quienes se sienten en poseedores de la visión privilegiada que abraza lo edificante, la persuasión, la narración, la confianza y la tolerancia como el nuevo fuego fatuo de la sociedad postsecular, algo muy parecido al brillo opaco del infierno. El poder totalitario de la sociedad postsecular se asienta ya no en la biopolítica de Foucault -control de la vida y del cuerpo-, ni en la psicopolítica de Han -control de la mente y de las ideas-, sino en la tecnopolítica -control de los medios telemáticos-, donde lo digital, como instancia superior, dirige el mercado, el pensamiento y la vida.

     En la hiperrealidad digital las personas reales que existen pueden ser desaparecidas simplemente borrándolas de la red, y personas inexistentes pueden cobrar vida apareciendo en la red digital y en los bots. La imagen ocupa el lugar de la realidad en la era digital, lo humano es sustituido por algoritmos. Este triunfo del simulacro y la apariencia acontece en desmedro del valor moral del hombre, porque implica la desaparición de la verdad, el valor y la espiritualidad.

La seducción se impone sobre la racionalidad dialéctica y preside la racionalidad sin ética de la sociedad de la postverdad. Baudrillard (Cultura y simulacro) llamó la atención sobre el reemplazo de la lógica de los hechos por la lógica de la simulación y subraya que las masas, que son inerciales, absorben el ocultamiento de la realidad sin resistencia. Pues bien, aquí hay que resaltar que el carácter inercial de las masas y la sustitución de los hechos por el simulacro responde a un distanciamiento previo que se ha operado en el hombre respecto con su propia esencia ontoética, esencia que hace posible la verdad y la realidad.

El resultado de esta alienación respecto a su propio contenido esencial es que la credibilidad racional se desplazó de lo ideológico a lo semiótico. La creencia se trasladó de lo interpretado a lo presentado, a la imagen. En el imperio de la hiperrealidad lo normativo pierde sustancia y se torna sustituible. Siendo la simulación lo que administra la realidad no existe la necesidad de lo ético ni de los valores.

La estructura ontoética del hombre ha sido sepultada por el totalitarismo de las imágenes digitales. La descomposición de la racionalidad sin ética de la burguesía decadente culmina extraviando el principio mismo de lo real, para poner en su lugar una hiperrealidad, un simulacro de realidad, que acelera a profundidad la alienación tecnopolítica del hombre.

Aquel paso de la biopolítica a lo psicopolítico y de éste a lo tecnopolítico, no es más que el ahondamiento del idealismo moderno que ha desempeñado un rol protagónico en la crisis de la conciencia occidental moderna, el cual termina clausurando el horizonte de la trascendencia para la razón. De manera que la ontoética se inscribe dentro de la metafísica trascendentalista, porque no sólo parte de la constatación realista que el ser antecede al pensar, el ser no implica que el conocer sea la causa de su existencia, lo ontológico es el trasfondo de lo epistemológico. Pues, la evidencia primera es que las cosas son y no el pensar. El ser es lo previo e indemostrable para la razón. El ser no se encuentra en el pensamiento. El ser sobrepasa el pensar. Y todo ello permite postular desde la existencia de las cosas a un ser supremo, que no es género supremo, está más allá del mundo, no es temporal, sino Creador y fundamento eterno.

 

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Filosofía y Onto-ética

 

El hombre es un buscador de la verdad porque su esencia misma está abocada a la verdad. La filosofía como saber fundamental es consecuencia de nuestro propio ser arraigado en la verdad. Tradicionalmente la filosofía es vista como un saber y conjunto de reflexiones sobre los fundamentos del mundo. Estas reflexiones han sido descritas como una búsqueda de la verdad.

Heidegger ya había señalado que el hombre es un “buscador” y añade que el movimiento hermenéutico de interpretación está determinado por el hecho de que la vida fáctica está siempre encubriéndose a sí mismo. Pero la ontología fundamental de Heidegger deja de lado que no basta que el Dasein esté abierto al mundo, sino que dicha existencia no es nada sin una previa esencia que la particulariza. José Ortega y Gasset solía decir, en una frase muy gráfica y característica suya, que la tortuga no puede destortugarse, ni el tigre puede destigrarse, en cambio el hombre sí puede deshumanizarse. Sólo que no reparó en que si puede deshumanizarse es porque tiene una esencia y, por tanto, su ser no sólo es historia. En otras palabras, no es posible que la realidad fáctica se de encubierta, ni que el hombre sea un buscador si previamente no está dado el horizonte metafísico de dicha búsqueda. Es más, si el hombre es un “buscador” y si la realidad se encubre es porque en el ser del hombre hay algo que lo limita y lo condiciona. Y ese algo es su propia esencia. Pero Heidegger antepone a la esencia la existencia, y Ortega hace lo mismo, pero con la historia.

El hombre es un buscador de la verdad porque su esencia misma está advocada a la verdad. Pero la filosofía no está asociada a una búsqueda cotidiana, sino a otra esencial. La filosofía como búsqueda esencial es signo de una existencia problematizada desde y con su esencia. La filosofía como búsqueda de la verdad es un fenómeno empírico singular, porque señala una existencia asida por el movimiento de una trascendencia en la inmanencia. Pero la verdad misma no es algo meramente inmanente, sino la mirada trascendente en la inmanencia. El animal carece de esa mirada trascendente en la inmanencia. Su interés es biológico y está en función de la supervivencia. En cambio, el hombre está dominado por esa mirada trascendente en lo finito. Y gobernado por el mundo de los fines es capaza de edificar cultura.

El hombre es un buscador de la verdad porque su esencia onto-ética lo eleva a estar presidido por una mirada trascendente de sí mismo y de las cosas que lo impulsa hacia lo universal y valorativo. El hombre busca la verdad porque está dotado previamente para estimar la verdad. La verdad no le es un accidente sino una necesidad de su ser. La estimación de la verdad es un bien del alma humana que se encuentra asociado a su destino preternatural. Y desde el fondo particular de su ser estima la verdad porque no es simplemente una inmanencia en la inmanencia, sino una trascendencia en la inmanencia.

La estructura estimativa ontoética de su ser lo vuelve capaz de ser un buscador de la verdad. Pero como señala Ortega, el es capaz de deshumanizarse, no obstante, dicha deshumanización no es una renuncia completa de su esencia ontoética, sino un darle la espalda a la responsabilidad de asumir su propia humanidad. El hombre tiene la posibilidad de traicionar su propio destino ontológico porque su propia libertad señala ser una trascendencia en la inmanencia. Es por ello por lo que su deshumanización nunca puede ser una animalización completa, sino que en definitiva resulta ser un dar la espalda a la realización libre de su propia esencia.

A esto se objeta que el brujo mediante pacto diabólico sí consigue una transformación animalesca real. Y esto no sólo se conoce en la tradición mesoamericana donde el nahual se convierte en burro, jaguar, puma, perro, coyote o lobo, sino en todas las tradiciones chamanísticas del globo. Aun en estos casos, donde los brujos se convierten en animales, la deshumanización no es total, pues conservan la esencia humana y por la cual lleva a cabo su propósito. El bestiario del Averno que presenta la mitología y la demonología presenta criaturas que combinan elementos zoomorfos y antropomorfos de apariencia horrible. El Cerbero o el fiero perro de tres cabezas que vigilaba el infierno griego es una pequeña muestra de ello. Es decir, la horripilación y la animalización siempre acompaña la mengua de la esencia humana y de la esencia angélica. El elemento repulsivo y caprino siempre acompaña este demoníaco daño ontológico-moral.

El hombre jamás puede volver a la animalidad, cosa observada en los “niños salvajes”. En la literatura son ejemplificados con Enkidu en la Epopeya del Gilgamesh, y Rómulo y Remo en el mito fundacional de la Antigua Roma. Los casos documentados de las niñas-lobas de Amala y Kamala han sido desacreditados como un fraude montados sobre casos reales de autismo. Sin abundar en más casuística el resultado de los estudios arroja que se produce una deficiencia intelectual severa, capacidad lingüística limitada y conducta extraña. Los niños sometidos a encierro y abuso presentan un desarrollo cerebral diferente al de las personas normales. Su lenguaje puede expresar ideas, pero sin desarrollo gramatical. Generalmente cuanto más largo ha sido el aislamiento y más tardío el hallazgo más difícil se hace su inserción social y su reeducación. Aunque se tiene bien documentado y estudiado el caso del niño ugandés John Ssabunya, que vivió con un grupo de monos verdes en 1991, y tuvo una buena rehabilitación. Estos casos demuestran que el hombre no retorna a la animalidad, a lo sumo presenta una humanidad atrofiada. Cosa muy distinta a los casos de los monstruos morales, verdaderos bárbaros y capaces de cometer los peores crímenes y abusos sin sentir empatía, o el mínimo sentido de culpa.

Pero la monstruosidad moral tampoco es un retorno a la animalidad, pero sí retrata la inhumanidad más representativa de la deshumanización. Es por ello por lo que la teratología del infierno está plagada de seres monstruosos y deformes. Los demonios suelen estar representados por una morfología antinatural, como indicador del lugar descrito por Dante como fuego que arde para los condenados por sus grandes crímenes. Pero los condenados son otra cosa, y no corresponde a los humanos físicamente anormales sino moralmente normales.

Los santos que describieron sus visiones sobrenaturales del infierno -Ana Catalina Emmerich, Sor Josefa Menéndez, Beata María Serafina Micheli, San Juan Bosco, María de Santa Cecilia Romana, Santa Verónica Giuliani, San Alfonso María de Ligorio, entre otros- coinciden no sólo en el gran abismo oscuro con un horno hirviente, de seres que entre gritos, hedores y tormentos se agitan por la ira y la violencia que allí cunde. Es decir, el hombre condenado no lo es por su animalización, sino por su deshumanización representada en la maldad. Incluso las almas condenadas pueden convertirse en bestias, tomar formas de animales, pero su castigo es sentir la penalidad como humanos.

Tan fuerte es la presencia de la esencia humana que no la pierde ni aun en el infierno, por más que puedan tomar formas bestiales. El bestiario horrible y repulsivo de los condenados en el infierno nunca pierde su alma humana. Pero el castigo de esa maldad es que ya no pueden conocer la muerte para escapar de los sufrimientos. Por eso, en Apocalipsis (9,6) se dice que “la muerte en esta vida es lo que más temen los pecadores, pero en el infierno será la cosa más deseada”. El réprobo no tiene escape. Y santo Tomás de Aquino (I, 2, Q. 87) resalta que incluso en el juicio humano la pena no se mide según la duración del tiempo, sino la cualidad del delito. Pero, además, todas estas visiones del infierno tienen un significado muy profundo para la filosofía como estimación de la verdad. Y sólo puede representar que en el ser humano la verdad es un hacerse presente de lo eterno en lo finito. Edith Stein, en su obra Ser finito y ser eterno, había justamente destacado que comprender el ser finito sólo desde la temporalidad lleva hacia la muerte. Y ese fue el gran yerro de Heidegger. Por eso, el ser finito exige ser comprendido desde la altura del ser eterno y no al revés.

Lo cual significa que si hay tiempo y verdad humana es porque hay eternidad y verdad divina. Recién ahora se puede entender plenamente por qué el hombre es una trascendencia en la inmanencia. Y es porque su trascendencia es en definitiva un abrirse del ser finito al ser eterno. El designio de la trascendencia humana porta el designio de la trascendencia divina. De ahí que un adecuado rescate de la antropología filosófica no puede dar cuenta solamente del puesto del hombre en el cosmos, sino primordialmente de su vínculo con Dios. La antropología filosófica no puede limitarse a la dimensión de la temporalidad humana y descuidar su vínculo con la eternidad. De ahí que el enfoque que corresponde a la antropología filosófica sea teo-cosmo-antropocéntrica. Teo por estar vinculado su ser a Dios, cosmo por ser un ente material y temporal, y antropocéntrico por la importancia de su papel en el orden la creación.

La realización ontológica humana no es independiente de su ethos, sino que consiste en el cumplimiento de su propio ethos. Ethos que a su vez expresa la religación con la divinidad. Por ello, sólo se puede comprender cabalmente la filosofía cuando se la entiende como la estimación de la búsqueda de la verdad que no se limita a la luz natural de la razón y que rebasa el mundo hacia la verdad revelada. La filosofía no tiene por qué dar la espalda a las verdades suprarracionales de la fe. El origen ontológico de la filosofía señala una dirección trascendente porque nace de la propia esencia humana que es trascendencia en la inmanencia. No en vano el sentido del ser humano es unir lo inmanente con lo trascedente.

Por ello, se comprende también que la pregunta fundamental de la filosofía sea la pregunta por el ser, porque es el ser finito el que se percata que sólo en el Ser primero coincide la esencia (ousía) con la existencia (on), mientras que el mundo -incluido él mismo- es una realidad contingente, no necesaria, donde la existencia es el acto de ser que tiene una primacía sobre la esencia.

Cierto que esta formulación corresponde a santo Tomás de Aquino, pero independientemente de ello el hombre es desde muy antiguo la criatura que intuye a Dios y a lo divino. Cosa que explica los más antiguos enterramientos prehistóricos correspondientes al hombre de Neandertal de hace 120 mil años. Y ello sin descartar que hayan existido otras creencias y ritos funerarios de homínidos más antiguos cuyas evidencias no han resistido la prueba del tiempo.

En otras palabras, el homínido es el que siente la separación radical entre él con lo divino y el mundo. Siente lo profano y lo divino. Situación existencial suficientemente fuerte para emprender la búsqueda filosófica de la verdad. Es por ello por lo que la filosofía está ínsita en la situación existencial humana. El hombre es una criatura filosofante porque siente y estima la separación ontológica radical de su ser en el Ser.

Sin duda que la filosofía moderna a través de la razón secularizada se ha desprendido de la tradición que valora la verdad revelada y que se atiene solamente al mundo de la experiencia y de la razón natural. Los principales exponentes de la filosofía moderna han pensado como verdaderos vampiros de Dios, mellando la creencia en él hasta límites impensados. Y el resultado de todo este proceso ha sido el hombre sin humanidad, sin piedad, caridad, ni misericordia. Pero con ello se abre un hiato del hombre consigo mismo, con su esencia onto-ética. Hiato que posibilita los procesos de deshumanización y anetismo. Es difícil exagerar un ápice al respecto y el siglo veinte -con sus dos guerras mundiales, el genocidio, las dictaduras infames, y la inmoralidad rampante- junto al siglo veintiuno -que se orilla demencialmente hacia un apocalipsis nuclear, donde un grupúsculo de ricos se ha preparado para sobrevivir- da testimonio de ello.

Es verdad que toda ciencia tiende hacia el ser verdadero, pero no es menos cierto que el ser verdadero se halla por encima de toda ciencia. Es más, contra la soberbia racionalista del ateísmo cientificista se yergue la propia ciencia física al reconocer que no encuentra explicación satisfactoria ante la incompatibilidad de la física relativista y la física cuántica, no sabe qué es la energía oscura -que acelera la expansión del universo- ni la materia oscura -que representa el 27 por ciento de la materia existente-, mientras que la materia ordinaria sólo representa el 5 por ciento. Lo que significa que el 95 por ciento del cosmos está compuesto de cosas que apenas conocemos. Otro misterio grato es cómo Dios puede amar con predilección a la criatura humana, la cual apenas ocupa los cuatro últimos segundos de la Edad del Universo que se extiende más de 13,770 millones de años. Lo que parece absurdo en el orden del tiempo no lo es en el orden de la eternidad. Lo que provoca escándalo a nuestra razón es el mismo que afrontó san Pablo en el Areópago de Atenas. Lo que revela la importancia que tiene para la propia razón aceptar las verdades suprarracionales de la fe revelada.

Por ello, cuando se rechazan las verdades suprarracionales se impide entonces la perfección completa del ideal de sabiduría. La sabiduría es la que pierde en perfección sin el horizonte de la creencia que posibilita la fe. Es la propia base ontoética del hombre en cuya valoración primigenia del ser requiere creer y confiar. El salto de lo estimativo a lo cognoscitivo se da incompleto sin la creencia, afectándose la vida moral y normativa.

De manera que el hombre deshumanizado no es el monstruo físico, sino el monstruo moral. Georges Canguilhem (Lo normal y lo patológico) es el filósofo que subraya la idea de que el hombre es un ser normativo, concibe al monstruo como el anormal, sólo cualitativamente diferente al normal. Y Michel Foucault (Vigilar y castigar) lo hizo en sentido jurídico, abriendo las puertas a su consideración biopolítica.

Sin duda que existe el monstruo biopolítico no sólo en la figura de los dictadores genocidas, sino también en el monstruo tecnopolítico, como aquellas personas que sobreponen la realidad digital a lo real. Pero en estos casos tampoco hay retorno a la animalidad, sino que constituyen formas de deshumanización. Es por ello que cuando Alexander Kojéve (La dialéctica del amo y del esclavo en Hegel) habla del final de la historia como un retorno del hombre a la animalidad, como era en el principio, desaparecerán las guerras, las revoluciones y la filosofía, lo hace en sentido figurado y no literal. Pero Kojéve como buen hegeliano pensaba que las repeticiones eran nefastas en la historia.

Los síntomas de la repetición histórica también lo señalan Bataille (Teoría de la religión): revival religioso, indiferencia ante la muerte, pérdida de valores, pasividad. Sólo que aquí Bataille no repara en que dichos actos corresponden a la fatiga de la civilización burguesa, y, en general, de cualquier civilización. Por su parte, Giorgio Agamben desde una perspectiva hegeliana nos habla (Lo abierto. El hombre y el animal) que el hombre al alcanzar su telos histórico tienden las sociedades a despolitizarse y a retornar a ser animal. Ante lo cual dice que quedan sólo dos alternativas: dominar mediante la técnica nuestra animalidad o abandonarnos abiertamente a ella. Su punto de vista temporalista, naturalista y cientista le impide ver toda la dimensión metafísica de la propia humanidad. Y ello no lo deja ver que el hombre jamás puede volver a la animalidad, porque sencillamente nunca lo fue.

Ni siquiera desde el ángulo evolucionista es posible dejar de advertir la gran diferencia existente entre el homínido y el animal. El tema va más allá del eslabón perdido y de las intrincadas circunvoluciones cerebrales de la mente humana. El apartamiento del hombre de la evolución orgánica ni siquiera puede resolverse con la hipótesis de la coevolución gene-cultura, que exponen E. O. Wilson y Charles J. Lumsden (El fuego de Prometeo). La sociobiología no puede explicar que la influencia de los genes es sólo tendencial y no sustituye el libre albedrío. Además, a pesar de que el genoma humano completo fue publicado en 2003, la genómica -que abre nuevas fronteras para la cura del cáncer, las enfermedades raras, test prenatales no invasivos, medicamentos a la carta y que la genómica se convierta en derecho constitucional para evitar la discriminación genética-, sigue desconcertando.

Persisten un cúmulo de misterios desconcertantes. En 2019 se pudo penetrar en los centrómeros o el corazón oscuro del genoma y se descubrió un ADN de un ancestro desconocido de hace medio millón de años, donde también hallaron fragmentos de ADN neandertal, pero causó perplejidad hallar que la nasa de los 46 cromosomas del genoma humano no coincide con el peso del cromosoma en el que está, pesa veinte veces más que el ADN que hay dentro de ellos, ante lo cual no hay explicación.

Menos aun lo explica el etólogo y biólogo evolutivo Richard Dawkins (Evolución: el mayor espectáculo sobre la Tierra) que no resuelve con éxito los intrincados problemas de la evolución biológica. Dawkins reduce la conducta a lo biológico y en reacción a su postura se contrapone otro enfoque que sostiene que la conducta dirige lo biológico. El reduccionismo biologista de Dawkins resulta insostenible ante la complejidad de los procesos selectivos no biológicos, uno de ellos es la dimensión objetiva de la cultura, desembocando así en graves reduccionismos ontológicos, metafísicos y epistemológicos, que sólo agradan a los ateos, materialistas y naturalistas.

La postura sociobiológica, por su parte, insiste en que la conducta marca la pauta de la evolución, y la conducta se guía por el gusto. Pero convertir el gusto en teleología operante de la evolución no es menos problemático porque supone el sentido estético como lo predominante en la Naturaleza, la cual devendría en una obra de arte en su totalidad. Lo que al final equivale a ver en la Naturaleza como una estructura material autosostenible. Cosa parecida a lo que ocurre en la segunda parte de la Crítica del juicio de Kant, llamada crítica del juicio teleológico.

Lo que aquí está en discusión es el principio de finalidad interna, que en Kant se completa con la prueba ética del Creador moral del mundo, y lo que Hegel en su Lógica cree verlo en la energía interna absoluta de la razón. Pero en nuestro caso, la esencia ontoética de lo humano designa una teleología interna de índole ética, que corre paralela a la teleología física de lo corporal. El cuerpo, como la naturaleza, tiene un fin en sí, se hace subjetividad. En realidad, no hay impedimento para admitir la subjetividad en la propia naturaleza sin romper con la hipótesis teísta, o sea, sin incurrir en el panteísmo de la razón universal hegeliana, la imaginación creadora schellingiana o la voluntad schopenhaueriana.

De modo que el acaecimiento de la verdad en el hombre es ontológicamente necesario, teórico-pragmáticamente posible, y teleológicamente contingente. La estimación de la verdad está incrustada en el ser del hombre, su realización depende de su libertad y su finalidad, pero su existencia depende de la Inteligencia creadora. Por consiguiente, el acontecimiento de la verdad sobreviene sobre un ser que es sensible a la misma, que está destinado a tomar conciencia de ésta. No es algo accidental ni coyuntural, sino algo esencial que incide sobre su destino.

Para que la verdad sobrevenga a un ser tiene su inmanencia que ser sobrepasada por su propia trascendencia. Por eso sobreviene la verdad al hombre, porque es una trascendencia en la inmanencia y una inmanencia en la trascendencia. Esto es, la verdad no sólo es un término predicable al conocimiento y a la existencia, sino a una esencia particular, a saber, la humana. De manera que la esencia de la filosofía no es cognoscitiva o existencial, sino que es ontológica, metafísica y teleológica, porque está unida a su estructura ontoética, la misma que está advocada a lo universal y verdadero. En el hombre la finalidad es interna y externa. Su finalidad interna responde a la necesidad de su esencia que le abre el horizonte de lo estimativo, y su finalidad externa surge de su libertad en la naturaleza. El horizonte de lo estimativo de la base onto-ética se abre de modo necesario, pero su asunción depende de la libertad. El no hacerlo da comienzo a diferentes procesos de deshumanización. El malvado moral es el deshumanizado que puede haber perdido contacto con su núcleo onto-ético, pero no puede eliminarlo de su propia naturaleza. El psicópata, por ejemplo, carece del sentido de culpa y de empatía, pero intelectivamente sabe de lo censurable de sus actos; y el sadomasoquista puede sentir placer del dolor que infiere y sufre, pero no deja de sentir culpa por ello. Por ello, no puede dejar de ser legal, moral y ontológicamente responsable de sus actos.

La verdad ontológica se define como la correspondencia de una cosa con su idea genuina. Ahora bien, esta correspondencia sólo puede darse en un ser que se plantea el valor de la verdad y, por consiguiente, la busca deliberadamente. Sin ese ser que se plantee el valor de la verdad no existe el problema de la verdad. El horizonte del valor de la verdad se da dentro de la esencia onto-ética del hombre. Es decir, el horizonte estimativo de la esencia onto-ética es la posibilidad misma del valor de la verdad y del subsiguiente planteamiento del problema de la verdad.

Si el hombre es una criatura filosofante es porque el horizonte estimativo de su esencia onto-ética abre la posibilidad de lo universal y de lo verdadero. De manera que la esencia de la filosofía es el horizonte ontológico estimativo de la esencia onto-ética humana. La filosofía es búsqueda de la verdad porque su esencia es posibilitada por la estructura onto-ética humana, donde lo universal y lo verdadero se hace posible. Lo universal y verdadero se hace patente no sólo en las ideas, sino también en las creencias. Y ello no es óbice para que paralelamente existan ideas y creencias falsas, que no se basan en la verdad de lo universal sino en certidumbres. Es por eso que la filosofía brota de una criatura cuya inmanencia es sobrepasada por su trascendencia. Trascendencia que lo delinea como un ser metafísico. La filosofía es metafísica no porque se cultiva como disciplina, sino porque emerge de un ser que es constitutivamente metafísico.

En su constitución metafísica está el sentido ontológico del ser, el sentido de lo divino, el sentido de la verdad, el sentido de lo universal, o sea, el contenido mismo de la filosofía. Nada impide que dicho contenido pueda ser velado, obliterado e incluso rechazado por diversas razones, entre ellas las civilizacionales, pero el fenómeno básico está ahí y no puede ser negado. Cuando la civilización avasalla la cultura, entonces los medios predominan sobre los fines y se extravía el sentido del ser. En consecuencia, la verdad ontológica como “correspondencia” es el resultado de un ser que es ínsitamente filosófico y que puede intuir sin ser filósofo los problemas de la verdad, lo universal y el valor.

La verdad como correspondencia requiere el fenómeno esencial estimativo de la verdad. Y es así porque la ontología porta la verdad, la tecnología hace el acceso a la verdad, y la epistemología enuncia la verdad. El filósofo italiano Maurizio Ferraris (La posverdad y otros enigmas) ante la hipoverdad de la hermenéutica y la hiperverdad de la filosofía analítica postula un realismo de la mesoverdad. En vez de decir “no hay hechos sino interpretaciones” dice “hay hechos porque hay interpretaciones”.

En realidad, Ferraris exagera el papel de lo tecnológico declarando que la verdad no es ontológica ni epistemológica, sino tecnológica, que es algo fabricado por la voluntad de poder. Cae bajo el hechizo de la voluntad de poder de la modernidad. A diferencia de ello hay que decir que lo que es importante en la concepción esencial de la filosofía no es su presencia encarnada, sino percibir su capacidad para representar el horizonte estimativo sobre el que se proyecta lo universal, el valor y la verdad. Como la filosofía nace en un ser trascedente en la inmanencia e inmanente en la trascendencia, entonces el filósofo tiene como papel principal alcanzar tanto el saber absoluto como el saber en devenir. Pues de poco le sirve al filósofo identificarse sólo con el devenir o sólo con el absoluto, en tanto que el hombre mismo es un ser que intercepta y une lo finito con lo infinito, lo contingente y lo necesario, el devenir y lo permanente. Ni solo temporalismo, ni solo eternalismo, sino ambos, porque se trata de un ser que pertenece tanto al devenir como al Ser.

El filósofo debe sumergirse en el mundo para descubrir la verdad, pero el mundo humano no sólo es el mundo en devenir, sino también el mundo de lo universal y permanente. Esto es así porque su ser pertenece tanto al mundo del devenir como al mundo del Ser permanente. El filósofo no debe renunciar a su pretensión de saber del absoluto, de lo verdadero, universal y necesario. Ese es su rasgo distintivo, fundamental y decisivo. Sin ello la esencia de su ser permanece oculto, porque el ser del hombre es una advocación a la verdad. Advocación que puede ser traicionada, pero que no puede ser extirpada. La traición a la Verdad es la traición a nuestra propia esencia, cosa que acontece en las crisis de decadencia civilizatoria. Traición que llena de culpa, ignorancia, injusticia y responde a patologías individuales y sociales diversas.

Pero jamás dicha traición puede borrar la verdad que está impresa en la estructura de nuestro propio ser. El contenido onto-ético de la esencia humana no es compulsivo, sino señalador de un camino a transitar libremente. El no recorrerlo casi siempre abre las puertas al escepticismo y las ventanas de la deshumanización. La pretensión filosófica de alcanzar el saber universal no lo aparta del ir y venir entre el saber y la ignorancia. Todo lo contrario, lo adentra aún más en la docta ignorancia del que habla Sócrates y el Cusano.

Por nuestra propia finitud el saber de lo absoluto no es un simple saber estático, sino dinámico, porque exige la realización práctica y un compromiso valorativo incesante y permanente. Dios es lo absoluto y éste es el Ser, que está más allá de todo género supremo, participa de nosotros y nosotros participamos de él. Lo cual lleva de lo ético a lo cognoscitivo y de lo cognoscitivo a lo moral y de lo moral a lo teológico. La filosofía de la razón natural gana con la fe, porque se trata de una verdad que proviene del ser supremo. Por eso, la perfección completa de la filosofía se encuentra en la sabiduría divina. De ahí que muchas veces la filosofía se encamine y aspire a la visión mística. Visión mística que es unión con Dios y operada por él en la esencia onto-ética del hombre. El hombre es un capax dei porque no sólo tiene la posibilidad inteligente de conocimiento teórico de Dios, sino porque su propia esencia es capax dei. El hombre es capax dei antes que por su inteligencia por ser el ser sintiente de Dios. Su propia esencia es un irse poniendo en camino de fe. Y tiene que ser así, porque al penetrar en la fe aumenta la tiniebla para el entendimiento.

El homo capax dei en su mayor profundidad es oscurecimiento de la inteligencia por penetración de la fe. Aquí ya no se está ante la verdad que se descubre y que es propia de la filosofía, que se está ante la verdad que sobrepasa, sobrecoge, es inexpresable, inefable y que es propia de la fe. Es la luz clara de Dios que hizo que a Santo Tomás de Aquino le pareciese paja todo lo que había escrito. En la luz oscura de la fe el hombre capta a Dios mismo sin ver, porque como explica San Juan de la Cruz (Subida al Monte Carmelo) la fe es una oscuridad profunda frente a la claridad eterna de Dios.  

Dentro de la pedagogía divina hay que considerar las religiones precristianas, como el chamanismo y la gnosis oriental ancestral, las cuales hablan sobre la luz interior que existe como centro de nuestro ser y la cual hay que recuperar. Aquí se trata de la idea de la existencia de un yo, un mundo y un destino intemporal. Y por eso en su meditaciones místicas y curaciones psíquico milagrosas acuden a seres intemporales intermedios entre Dios y la humanidad, a diferencia de las curaciones de los santos cristianos que recurren directamente a Dios.

Mircea Eliade (Chamanismo: técnica arcaica de éxtasis místico) y Henri-Charles Puech (En torno a la Gnosis) permiten advertir que el chamanismo y el gnosticismo, respectivamente, son un fenómeno general de la historia de las religiones, un tipo distinto de religiosidad con un tiempo quebrado, donde lo importante es lo intemporal. Todo lo cual no tiene nada que ver con la meditación trascendental fraudulenta, con ostentación de supuestos poderes paranormales, que se ha convertido en mercancías de modernos gurús que gratifican con la simple relajación mental, autohipnosis y uso de afrodisíacos. Es que el capitalismo aumentó la incertidumbre y la ansiedad, y disminuyó hasta límites pasmosos la insolidaridad humana. Lo que provocó la abundancia de supuestos curanderos y gurús engañosos.

No es casual que ante tal debilitamiento espiritual y el potencial incremento de las prácticas satánicas y ocultistas se registre una emergencia pastoral ante el aumento de posesiones demoníacas, lo cual demanda más exorcistas en el mundo y en la Iglesia católica. Iluminadoras al respecto son las obras de los demonólogos y exorcistas como el Padre E. Milingo (Contra Satanás), y el Padre José Antonio Fortea (Exorcística: Memorias de un exorcista, y Summa daemoniaca). El diagnóstico es certero: la pérdida de la fe va de la mano con el aumento de dicho mal.

En suma, en la estructura esencial onto-ética del hombre hay una luz particular, la llamada “chispa divina”, privativa de la humanidad. Luz que es luz oscura en la fe y que puede ser tocada por la luz clara de Dios. Pero por desgracia dicha idea es actualmente pervertida y explotada por los gurús de la meditación en la luz y el sonido interno, por la gnosis, el esoterismo, y el platillismo ufolátrico actual, éstos últimos sostienen que somos seres que evolucionamos en diferentes mundos y dimensiones, experimentando supuestamente las diferentes regiones espirituales de conciencia. Se trata de toda una ofensiva de última hora para apartarnos de Dios ofreciéndonos toda una retahíla de pseudo-religiones en plena era de la apostasía e increencia.

Por ello, no es la filosofía ni la teología la que se encuentra más cerca de la sabiduría divina, sino la fe. La esencia onto-ética humana está religada a Dios y por ello puede dar lugar al crecimiento de las virtudes. Bergson como Hegel representan al filósofo que aprehende el ser en su devenir, pero el devenir no agota al ser, pues éste trasciende el devenir en lo permanente y universal.

El descubrir el sentido primario del ser evita no sólo que nos hundamos en el devenir mediante la percepción sensible y que podamos ir más allá mediante la intuición trascendente. Esta revela nuestra pertenencia al Ser. El filósofo como cualquier hombre debe sumergirse en el mundo porque es en el mundo el lugar donde se ha de dar su unión ética, religiosa y pública con los Otros y con la Otredad divina.

No obstante, el hombre moderno habiendo extraviado el sentido del ser, lo divino, lo sagrado, y de su voz interior, se sumerge en la alteridad prometeica de la luz pálida del inmanentismo autodeificante, donde impera el orgullo y la soberbia, que lo aleja de la verdad tanto en la vida como en el pensamiento.

 

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Onto-ética y filosofar

 

Si la filosofía es una necesidad existencial es porque responde a la estructura onto-ética del hombre. Si el hombre en su existencia filosofa es porque contesta al llamado de su propia esencia de índole filosófica. Y su responde a dicho llamado entonces el hombre es criatura filosófica no a partir de los griegos, sino a partir de su propia condición humana. O sea, muchísimo tiempo más atrás.

Pero cómo respondió el hombre al llamado filosófico desde tiempos remotos. El hecho de que la criatura humana haya contestado de distinta manera a la convocación de la filosofía no significa incurrir en un relativismo filosófico, porque histórico y relativo habrá sido la respuesta humana a la filosofía, pero su llamado es permanente e invariable. Y ese fondo invariable que está detrás de la búsqueda de la verdad es la estimación misma de la verdad.

El hombre es una criatura filosófica por excelencia porque estima y aprecia la verdad, siente la necesidad espiritual de la verdad desde el fondo de su ser, pero su respuesta es variable. Y esto se dio desde la prehistoria hasta el presente. En mi libro Filosofía prehistórica abordé la más remota manifestación del homínido. Su expresión la denominé filosofía numinocrática, y quedó dividida en tres periodos: pre-animista, animista y espiritualista. Y en otra obra (Teoría General de la Filosofía) organicé la exposición en torno a tres teorías sobre el origen de la filosofía, la saber, la Teoría restringida -origen griego-, Teoría ampliada -hay filosofía en el mito-, y la Teoría general -filosofía como necesidad existencia-. En este sentido distingo cinco formas que asume la respuesta histórica ante ese fondo filosófico del hombre, a saber: la forma numinocrática, la forma mitomórfica, la forma mitocrática, la forma logocrática y la forma virtual.

La primera gran forma filosófica desde la estructura onto-ética es lo numinocrático. Lo numinoso es la primera noción de lo trascendente como lucha de la vida y la muerte. Aquel fondo de la vida en lucha contra muerte es percibido como algo numinoso, sagrado y misterioso. Se percibe el mundo como una extraña mezcla entre lo que es inmanente y lo que es trascendente, en una realidad que se presenta como numinosa. Esa idea de lo numinoso como lo sagrado en un horizonte mental de hace dos millones de años supone una no distinción entre un dios personal y un dios suprapersonal, ni entre lo sagrado y lo profano, ni lo sagrado y lo divino. Todas las manifestaciones sobrenaturales se dan en la naturaleza y son vistas como pertenecientes a ella. Será recién en la concepción animista donde se tendrá presente la presencia clara de un alma o un principio vital en todos los seres, objetos y fenómenos. Lo numinoso es más bien un presentimiento pre-animista de orden metafísico, donde lo numinoso se extiende misterioso sobre el mundo entero. La forma numinocrática se remonta al homo habilis, el cual muestra haber pensado sobre el sentido del mundo y de la vida en su intensa actividad de pulido y tallado de las piedras. Brotará allí lo filosófico no sólo como actitud sino también como aptitud. El homo habilis pensaba y mucho, porque no sólo es el primer gran inventor, sino el primer pensador. No tiene respuestas conceptuales ni complejas, pero implicaban ideas que concernían al sentido mismo de la vida. El ser un gran fabricante de herramientas es habituarse a tener el “ser a la mente”. El ente intramundano lo lleva a avizorar el ente extramundano. No es impensable, sino lo más probable, que la actuación de Dios (teofanías sobrenaturales) como las del demonio (acción preternatural) estén presentes en esta temprana era homínida, sobre todo porque es el comienzo de la era humana y el Tentador tiene interés en introducir confusión y problemas. Es un misterio cómo respondería el homo habilis ante aquellas manifestaciones, pero de seguro que el era capaz de afrontarlas y dar alguna explicación estaba involucrado con la aptitud filosófica.

Con el homo habilis nace el ser ideal que proyectado sobre el mundo le permite un mejor dominio del mundo. Al pensar en la forma de tallar las piedras pensaba también en el significado de la vida y de la muerte. Con el homo habilis brota el primer horizonte pre-animista. No sólo talló piedras, sino que elaboró un pensamiento arcaico sobre el sentido del mundo. El homo habilis con la invención de la industria de piedra opera un descubrimiento de tres niveles: la existencia, la verdad y lo bueno. En el orden de la razón su intelecto aprehende la importancia privilegiada de un determinado ente, a saber, la piedra cortante. En segundo término, su intelecto aprehende que conoce el ente. Y, en tercer lugar, aprehende lo que desea. Lo primero es la razón del ente, lo segundo la razón de lo verdadero, y lo tercero la razón de lo bueno. Hay un cuarto nivel que pertenece a lo que no puede explicar, a saber, explosiones volcánicas, caída de cometas, cambio de clima, sequías, hambrunas, ataque de fieras, pérdida de seres queridos, presencia de entidades sobrenaturales. Pero lo verdadero y lo bueno están en la realidad, los encuentra en ella. Así, la especie homínida desde los tiempos inmemoriales ha sentido esa dulcísima eucaristía de unidad universal que es la filosofía. Está en su ser, es su ser, como sello indeleble de una criatura destinada a conocer y sujetar el mundo con su razón.

Para conocer la universalidad de la filosofía es preciso cercar las huellas de la criatura filosofante en su proceso de humanización y hominización. La paleoantropología reserva la existencia de ideas trascendentes al hombre moderno, al homo sapiens, luego ha reconocido su extensión al homo neandertal. Pero abundan los animales que crean herramientas, pero no crean cultura. Por tanto, no es el bipedismo, ni el mayor tamaño cerebral, ni la capacidad de fabricar instrumentos, ni la posesión de lenguaje gramatical, lo que lleva a la condición humana al pensar filosófico, sino su esencia onto-ética. La cual tuvo que estar presente en aquellas fábricas líticas del homo habilis y sin la cual hubiera sido imposible la tarea en común, con propósito y de manera constante.

Si hay algo de fascinante y encantador en el homo habilis es el poder imaginárnoslo sentados labrando lascas, sino anticipando la forma a la materia. He aquí la manifestación de su espíritu intelectivo y racional, aquello que lo lleva hacia la humanidad. El descubrimiento de un universal perceptual -probar el cortante-, intuitivo -seleccionar la piedra correcta-, y lógico -tallar para cortar- sería lo característico del homo habilis. Pero ser carroñero supone una distinción meridiana entre lo que está vivo y lo que no lo está, es decir, lo muerto. Lo vivo y lo muerto son las dos categorías opuestas que necesita distinguir el carroñero homo habilis. El poder que la conferido la piedra tallada sobre lo muerto para convertirla en medio de vida tuvo que haber labrado un ideario sobre el sentido de la vida y del mundo.

El homo habilis no era un autómata que descarnaba y deambula hacia su próximo carroñeo, sino que era un ser pensante. No sólo pensó en la forma de tallar piedras, sino también qué significaba vivir y morir. No se han hallado manifestaciones de pensamiento simbólico ni enterramientos del homo habilis, pero ello no significa que no hayan tenido una idea de la muerte y de la vida, o que no hayan homenajeado a sus muertos. Pero un canto, un dibujo sobre la arena, una danza, no son rastreables, ni dejan evidencias duraderas. Es improbable que no haya elaborado alguna idea sobre el sentido de la existencia cuando lo que caracteriza al hombre es justamente ello, pensar.

Aquí hallamos cómo en la metafísica más arcaica de la humanidad la idea de la Vida debe imponerse en su lucha contra la Muerte. En el homo habilis se daría la primera noción de lo trascendente como lucha de la Vida y la Muerte. No vemos configurarse en el homo habilis un mito sobre la Piedra, sino otro, sobre un dualismo básico que gira en torno a la vida y la muerte. Ese sería el significado de dejar piedras talladas junto a osamentas. La paleoantropología científica nos ofrece una imagen estereotipada del homo habilis, como mero galeote del tallado pétreo, sin el más mínimo rastro de vida espiritual. Pero la imaginación es la bisagra entre la percepción y el pensar. Y el resultado gnoseológico es el concepto-imagen, distinto al concepto lógico.

Esto significa que las dos caras de la percepción están dirigidas a pensar el ser del ente intramundano que sale al encuentro no sólo como “ser a la mano” y “ser a la vista”, sino como “ser a la mente”, y, en consecuencia, metaempírico y universal. Por la imaginación el homo habilis tienen el “ser a la mente” de la piedra que requiere. Aquello no está en el mundo, pero lo estará a través suyo. La importancia de la vida sobre la muerte para el homo habilis es el fondo mismo de su mundo percibido. Ese fondo de vida en lucha contra la muerte es percibido como algo numinoso, sagrado, misterioso. Lo numinoso definido por Rudolf Otto (Lo santo) como “experiencia no racional y no sensorial o el presentimiento cuyo centro principal e inmediato está fuera de la identidad”, se presta de modo incomparable para describir la experiencia que tiene el homo habilis de aquello invisible que debe continuar siendo llamado Vida y Mundo. Lo numinoso es la manifestación más arcaica de lo sagrado y por eso es aplicable a la experiencia del homo habilis.

El homo habilis representa el primer periodo de la Edad de la metafísica numinocrática. No es que tuviera la idea de lo trascendente, sino que aquello que configura la idea de lo trascendente es lo numinoso en lo inmanente. Para el homo habilis el mundo no es inmanente, tampoco es trascendente, es más bien numinoso, extraño y misterioso. De entre todas las cosas extrañas le concita mayor atención la Vida. El centro de su atención no es lo humano, ni lo inerte, sino lo vivo. Para comprender esto se requiere una paleofilosofía presidida por una hermenéutica metafísica.

No se puede hablar en general de la conciencia del hombre del paleolítico sin abarcar formas de conciencia tan disímiles como las del homo habilis, homo erectus, homo neandertal y homo sapiens. Todas ellas tienen sus matices diferentes, sin perder el rasgo homínido común. Identificar lo paleolítico con lo inmanente sin ninguna clase de trascendencia aparece demasiado forzado, secularista y racionalista. Y esto es justamente lo que intenta hacer el historiador de la cultura Morris Berman (Historia de la conciencia. De la paradoja al complejo de autoridad sagrada) y todo para concluir en una visión angelical del paleolítico sin poder vertical ni religión autoritaria, donde la civilización es responsable de crear ideología, religión y poder autoritario. Cree que los pueblos civilizados son religiosos y no los primitivos. Se trata de una visión maniquea de la prehistoria que termina secularizando su viuda y su pensamiento.

El homo habilis percibe lo numinoso pero el mismo no es todavía configurado como el Gran Espíritu en la naturaleza, no vive aun en una atmósfera animista como sucede desde el Neandertal, sino pre-animista. El homo habilis no es un ser ontológico como el griego y medieval, ni epistemológico como el moderno, ni nihilista como el posmoderno. El homo habilis es un ser vital asido por lo numinoso que está en él y en el mundo. Ello no se vierte en una preocupación cosmológica ni antropológica, sino en una preocupación vital-existencial, asociada con el no morir y preservar su vida. Por eso, no es cierto que las grandes preguntas filosóficas que afectan al ser humano sólo comienzan con la escritura y el pensar conceptual abstracto. Esta confusión conceptolátrica no entiende que el hombre de todos los tiempos, incluido el prehistórico, siempre estuvo asediado en su existencia y pensamiento por las preguntas límite del misterio del mundo.

 Por ende, el pensamiento humano no necesita llegar a la fase del concepto lógico para afrontar las preguntas últimas sobre el sentido del universo. Pues el pensamiento-imagen y el pensamiento simbólico también lo hacen. La filosofía es una necesidad existencial que brota de su estructura onto-ética. Y las necesidades existenciales son de carácter espiritual y no biológico, teórico, psíquico o social. La filosofía prehistórica tiene como segundo periodo la llamada Edad de la metafísica numinocrático-animista, propio del homo erectus de hace dos millones a 70 mil años. Con ello adviene el animismo. Tres son los grandes avances de esta nueva especie de hombre: cambio en la tecnología de la piedra o la llamada industria achelense, el uso del fuego y el inicio de la caza. Todo lo cual sería una revolución mental sin precedentes para el homínido hasta el momento.

Pero el desarrollo de nuestra estirpe no sólo se caracteriza por el despliegue de la razón funcional a través de las herramientas líticas, sino también por el avance de la razón substancial y simbólica en su vida espiritual. Se va desplegando la dimensión de su esencia onto-ética. Por primera vez lo numinoso ve adquirir una manifestación concreta en objetos inanimados y fenómenos naturales, y ya no de manera tan difusa como en la etapa anterior. El antropólogo E. B. Tylor (Cultura primitiva) lo propuso como definición mínima de religión y creencia en seres sobrenaturales. Entraña la creencia en almas, fantasmas, posesión demoníaca, brujería y magia. Una cosa es ver un alma o un demonio y otra cosa es creer en él. Quizá esto le faltó precisa a Tylor. El homo habilis los vio, pero no creyó en ellos de modo diferenciado sino formando parte de un todo numinoso indiferenciado. Cosa que cambia desde el homo erectus.

Da la impresión de que Tylor da un salto muy brusco desde el animismo a la creencia en las almas. El paso de la conciencia pre-animista -que ve lo numinoso de modo difuso en la naturaleza- a la conciencia animista -que ve lo numinoso en determinados fenómenos concretos- no implica necesariamente de golpe la concepción de la idea del alma individual, ni la creencia definida en seres sobrenaturales. Se corresponde con un estadio intermedio, donde la definición mínima de religión signifique la creencia en un símbolo icónico general de relación con la naturaleza. El ser animado o inanimado del que dice descender la tribu del homo erectus implica una relación especial con las fuerzas naturales, animales o plantas. Se trata de adoración de una religión de integración sin religión de servicio.

Todavía no aparece el brujo o el chamán del que habla Claude Lévi-Strauss (El pensamiento salvaje), sino lo que se tiene es un proto-chamán o proto-brujo, que determina de modo grupal el tótem en cuestión. Incluso el dominio del fuego por el homo erectus puede llevar a esta fuerza natural a una especie de adoración totémica singular. Lo que representa un salto mental significativo. Se trata de una filosofía numinocrática de primera instancia, o sea, adoración sin religión de servicio, ni creencia en seres sobrenaturales, ni idea del alma individual. Sin embargo, ello no es óbice para que el fuego pueda ser adorado en el contexto de una religión de servicio, como parece haber ocurrido en la plaza central de la pirámide de Caral.

El animismo de primera instancia es la apertura de un mundo mágico con proto-brujos y proto-chamanes, y esto se puede afirmar en contra de las ideas de Frazer (La rama dorada). El proto-mago fue el filósofo numinocrático del homo erectus por milenios. El animismo no alumbra de inmediato la idea del alma individual después de la muerte. Esta idea compleja requiere una separación más nítida entre el mundo trascendente y el mundo inmanente, lo cual está ausente en el homo habilis y el homo erectus. Las visiones en el sueño del hombre muerto no llevarían al homo erectus de forma inmediata a concebir la existencia del alma después de la muerte. Esta idea compleja requiere una separación más nítida entre el mundo inmanente y trascendente. Lo cual no aparece con el homo erectus. Con él no finiquita la filosofía intuitiva numinocrática, la que se expresa con conceptos-alegóricos y no mediante conceptos-representativos. Pero los conceptos alegóricos son transreales, van más allá del mero sentir y es identificación del alma con las fuerzas creadoras de la vida.

El tercer periodo, y final, de la filosofía prehistórica la denomino Edad de la metafísica numinocrática espiritualista, corresponde al hombre neandertal y se extiende de 230 mil a 28 mil años A.C. Con el homo neandertal adviene el descubrimiento del espíritu y del alma, como entidades sobrenaturales presentes en el mundo. Es una instancia superior en la concreción de la experiencia numinosa del hombre prehistórico. Ya no se trata de la metafísica perceptual-imaginativa de lo numinoso como lo sagrado difuso del homo habilis, ni de lo numinoso como metafísica intuitiva de lo sagrado concreto en el tótem del homo erectus, sino de lo numinoso como metafísica de lo sobrenatural que está en el mundo. De este modo se abre paso a la idea trascendente del alma y los seres espirituales.

El paleolítico inferior culmina con éxito evolutivo del homo erectus. Ahora la exégesis del pensamiento simbólico del neandertal se ha dividido en dos frentes: la inmanente naturalista y la trascendente sobrenaturalista. De ahí que el llamado arte prehistórico rupestre sea más bien canal de comunicación chamánica con las fuerzas sobrenaturales, tal como últimamente lo ha expuesto Jean Clottes y David Lewis-Williams (Los chamanes de la prehistoria). Su pensar estético es pensar metafísico-religioso. Representar lo sagrado como mera inmanencia sin trascendencia no requeriría de tanto rito, se lo abandonaría en el campo, la estepa o en la cueva sin mayor detalle. Algo tuvo que cambiar en la idea misma de lo sagrado en el neandertal. Y ese algo fue la profundidad metafísica de lo numinoso. Todo indica que así surge la idea del alma, del espíritu. Esta idea no es la primera idea metafísica del hombre prehistórico, sino que es un salto cualitativo como criatura metafísica dentro de la especie humana. Con el Neandertal la especie humana expresa su capacidad para percibir lo sagrado separado de lo inmanente y profano.

El cuarto periodo de la filosofía prehistórica es la Edad de la metafísica numinocrática mitomórfica y corresponde al hombre moderno Cromañon del paleolítico de 40 mil a 10 mil años A-C. La filosofía del paleolítico inferior con el homo habilis y el homo erectus, y la del paleolítico medio con el homo Neandertal, está signada por una metafísica de la presencia que se deriva del sentimiento de unidad con la totalidad de lo viviente, muy propia del periodo de la religión de integración. Pero la filosofía del paleolítico superior con el nuevo hombre moderno, encarna la decadencia de la metafísica de la presencia y del sentimiento de unidad con la totalidad de lo viviente y su reemplazo por una metafísica de la evocación, que brota del sentimiento cósmico de alejamiento respecto a la totalidad de lo viviente.

No otra cosa representa las figurillas femeninas de las Venus líticas, como objetos mágicos para asegurar la fertilidad y la fecundidad, y la conversión de las cavernas en catedrales o santuarios para pinturas rupestres evocativas. Es el comienzo del fin del sentimiento de unidad con el todo y su sustitución con la evocación chamánica y mágica. El nuevo hombre moderno del paleolítico superior echó las bases de la filosofía mitomórfica del chamanismo que imperará durante el mesolítico y el neolítico y que echará las bases de la religión de servicio.

El punto final del paleolítico superior será la revolución mesolítica -hace 10 mil años-. Durante este periodo y con la llegada del clima templado advienen los bosques, nace el sedentarismo, amaina el nomadismo, pululan las aldeas, el dominio de animales, el perro se vuelve en fiel mascota del hombre, y se produce la expansión demográfica. La revolución neolítica se gestó en los avances tecnológico del mesolítico y transformó la forma de vivir. En realidad, los periodos mesolítico y neolítico son considerados como las partes finales de la Edad de Piedra. Pero el fin de la prehistoria abarca la Edad de los Metales (Cobre, Bronce, Hierro). Pero mesolítico y neolítico son parte del desarrollo de este nuevo hombre moderno del paleolítico superior.

Por tanto, se justifica mencionar que el hombre moderno durante el mesolítico inventa el arco y la flecha, su vida es sana y relajada, trabaja dos horas al día, tiene mucho tiempo para pensar. Lo numinoso prístino de sus congéneres arcaicos ha empezado a desvanecerse. Aquel sentimiento de unidad con la totalidad de lo viviente se está apagando y necesita existencialmente recuperar la seguridad en el mundo supliéndolo con algo que le devuelva la tranquilidad y confianza. Entre todas sus invenciones la más decisiva será la del arte totémico-chamánico. Los pueblos paleolíticos no buscaban trascender en el más allá, sino atar el más allá en el más acá. Experimentaban que se les escapaba de la vida inmanente algo que se les aparecía como vida sobrenatural. Estaban viviendo la tensión entre lo profano y lo sagrado en su grado máximo, que llevaría hacia la ruptura entre lo inmanente y lo trascendente. Así, las Venus paleolíticas no son simples ídolos ni amuletos de la fecundidad, sino que representan la virtud mágica de la procreación.

Esta magia propiciatoria del paleolítico superior duró 30 mil años y no se repitió. Ajuares funerarios, amuletos, santuarios, señalan una criatura metafísica asediada por preguntas que atañen al sentido último de las cosas. Detrás del fenómeno religioso está el fenómeno filosófico, lo mágico-totémico se deriva de esta condición humana de filosofar como necesidad existencial. Finalmente, al concebir la filosofía como una forma de vivir en busca de sentido antes que, como una forma de conocer, muestra es que el problema raigal de la razón humana no es lógico sino ontológico-moral.

La segunda gran forma filosófica desde la estructura onto-ética es lo mitomórfico. Allí culmina la religión de integración de la prehistoria, aún cuando sobreviva en los pueblos primitivos actuales. Caracterizada por la apertura de diferencia metafísica entre lo profano y lo sagrado. Lo protagoniza el chamanismo mistérico con poderes paranormales reales. Es sabiduría de lo divino y lo demoníaco. Es búsqueda deliberada del éxtasis. Constituye la primera indagación por el ser del ente. Lo suprasensible predomina. Es logos participativo. Se busca la manipulación mágica y horoscópica del destino. La experiencia de la muerte cobra importancia fundamental. El descenso al infierno y el ascenso al cielo se convierte en técnica extática. El reino de lo metafísico y espiritual está en primer plano. Se razona con ideas sin conceptos. Aparece con el Neandertal, pero se desarrolla con el Cromañon. El hombre prehistórico y arcaico del paleolítico superior filosofía bajo la forma de la filosofía mitomórfica. Pues, lo mitomórfico al abrir la diferencia metafísica entre lo profano y lo sagrado lo que hace es inaugurar la diferencia metafísica entre el Ser y el mundo físico. La Naturaleza visible o la physis sensorial no agota la realidad y oculta la naturaleza invisible o la physis espiritual más allá del tiempo y del espacio de los sentidos externos. El contenido del filosofar mitomórfico gira en torno de la palabra performativa, la mántica, lo horoscópico, escatológico, oracular e iniciático. Lo mitomórfico es horizonte ontológico de lo sagrado y del misterio en el chamanismo. En el mundo arcaico se indagó filosóficamente viajando por el cosmos espiritualmente, los fenómenos y poderes paranormales abundan, y entre ellos los de bilocación, levitación, precognición, psicovisión, clarividencia, visión de fantasmas. Por ello, la filosofía mitomórfica se constituyó en su forma primordial como teoría del destino.  

Si la filosofía mitocrática, propia de las altas culturas y civilizaciones antiguas, es un saber de los entes divinos, la precedente prehistórica filosofía mitomórfica del chamanismo es un saber del ente sagrado. El éxtasis chamánico es éxtasis natural de carácter artificial, inducido pero real. Para Mircea Eliade (Iniciaciones místicas) el consumo de alucinógenos muestra un “estadio degenerado” del fenómeno chamánico, porque intenta lograr en “lo real” un viaje místico que se realiza en lo imaginario. Es más que probable, tal como testimonian ciertos chamanes del Amazonas, que el chamanismo neandertal y homo erectus se diera sin alucinógenos. El chamanismo es la forma arcaica del filosofar, entendiendo siempre la filosofía como búsqueda de respuestas últimas de la realidad, ya sea mediante lo sagrado arcaico, el mito ancestral o mediante la razón griega. Es decir, la filosofía es universal y multiforme, cambia de forma, pero no de contenido. Lo que significa que el logos humano no sólo es conceptual sino también participativo, el cual es un ver y oír por encima de la conceptuación. Si el filósofo ancestral mitocrático corre tras la indagación del destino, por su parte el filósofo arcaico corre tras la manipulación mágica de dicho destino. Y todo esto responde a una determinada capacidad de participar en la epifanía del ser. La arcaica idea sin concepto, el ancestral concepto-imagen, el heleno concepto-lógico, y la monoteísta idea suprarracional de la fe, son capítulos ontológicos de la epifanía del ser.

El tema central es que la muerte no concluye con el enterramiento del difunto, sino que se hace presente con un rico material onírico que se acentúa en los chamanes, magos, brujos y hechiceros o en los hombres visionarios de la prehistoria del paleolítico superior. Sería en ellos en que el material onírico aparece no como un elemento psicológico, sino de una fuente extramental. Esta fuente extramental se referiría a mundos sutiles de los muertos, ángeles, demonios, semidioses y dioses, que universalizan la experiencia humana de la vida hacia realidades que explicarían la ruptura de lo histórico con lo ontológico. Esta experiencia desde la vida hacia la muerte y desde la muerte hacia la vida constituye el horizonte mitomórfico que precede al horizonte mitocrático y al horizonte lógico. Concebir la idea de la muerte es un acto de la mayor complejidad. No sabemos con exactitud cómo era, pero se puede columbrar que representa en el hombre un acto espiritual que trasciende la naturaleza y tiene una función metaempírica. Si naciera de un acto biológico instintivo, entonces habría animales efectuando entierros, oraciones y ritos funerarios. Los animales “están” en el mundo, pero el hombre “es” en el mundo. Por ello, el hombre siente el Ser no sólo en su ser sino en todos sus congéneres y en el de otras especies.

Esta es otra razón para poner en cuestión la filosofía del “estar” del hombre americano de Rodolfo Kusch (América profunda). Esto es un signo que indica que el hombre pertenece al reino de lo metafísico y lo espiritual, porque su ser no sólo está en el mundo, sino que es en el mundo. El enterramiento del Neandertal es la primera evidencia de modalidad ontológica postmortal y post personal. Captó intuitivamente la primera idea metafísica de la historia: la idea del alma.

La tercera gran forma filosófica desde la estructura onto-ética es lo mitocrático. La filosofía mitocrática es propia de las primeras grandes civilizaciones, justamente de las que inventan la megamáquina del Estado. Lewis Mumford (El mito de la máquina) con acierto destaca que es engañoso considerar invención sólo a los artefactos mecánicos, pues la primera invención del hombre y la más importante, ha sido el mundo simbólico de la cultura. Y en este sentido, arte, filosofía y religión han ido por delante de todo lo útil e instrumental. En las civilizaciones antiguas la esencia de su pensar es el mito, la misma que se explaya en las religiones de servicio del politeísmo. La metáfora posibilita la visión filosófica. Predomina el logos mítico. El Mito se convierte en la forma explicativa que tiene la razón para dar cuenta del mundo. Está imbuida de imaginación y religión. Está centrada en la multivocidad y plurisignificación. Su saber está en función de la armonía del cosmos.

Esto abate la definición monocultural de filosofía de la cultura moderna. Su comprensión es a través de imágenes metafóricas. Es central la intuición religiosa de lo absoluto, aun cuando dicho absoluto esté rodeado de deidades menores. Esa forma de religión se llama henoteísmo. El hombre mitocrático es el pastor del ser mediante el símbolo. Está asido por el anonadamiento ante el Todo divino. Pero tiene la experiencia de la necesidad cósmica, por lo que su deidad suprema no es libre, sino que está sometida a un necesitarismo cósmico universal y a ciclos de regeneración del universo. Se trata de un hombre eternalista dentro del eterno retorno. Tiene preferencia por la intuición mística. Predomina el absoluto dinámico o sometido al devenir universal. Su logos es estetizante. Unidad y Multiplicidad aparecen compatibilizados. Se vive rodeado de alteridad. Y domina el principio de traducción multívoca junto a la armonía de los contrarios.

Lo que hace posible llamar “filosofía” al pensamiento mitocrático es la justificación de que lo metafórico, analógico, multívoco, polisémico y alegórico del mito permite postular una visión total y última de las cosas. Lo mitocrático no deja de ser lógico, y, por tanto, los principios lógicos siguen siendo los mismos, pero la hegemonía no la tiene el principio de no contradicción, cosa que ocurre desde Parménides y lo consagra Aristóteles, sino que dichos principios lógicos se subordinan al principio de la armonía de los contrarios. Cosa que hace posible el pensamiento metafórico, analógico, multívoco, polisémico y alegórico, los cuales permiten con toda pertinencia postular una visión total y última de las cosas. Es decir, permite alcanzar un pensamiento filosófico en términos míticos.  

El mito es otra forma que tiene la razón para dar cuenta con sentido de las cuestiones últimas de la existencia y del mundo. El pensar metafórico y simbólico mitocrático ciertamente imbuido de imaginación, pero parte de una base empírica que no se desliga de las creencias religiosas. Aun cuando los principios lógicos de la mente humana sean los mismos, sin embargo, el principio lógico ancestral dominante es el principio de contradicción o armonía de los opuestos. Se trata de un tipo de pensar que muestra una estructura isomórfica mediante la aplicación de un principio que podemos llamar “principio de traducción multívoca”. Mientras la lógica formal es el alma de un tipo de pensar que se maneja con el “principio de traducción unívoca”, por otro lado, existe una lógica heterogénea que preside el tipo de pensar que se maneja con el “principio de traducción multívoca”. Según este principio existe un orden representativo de carácter abierto, de múltiples significados, que posee relaciones de ordenación iguales a las que posee el hecho misterioso expresado. La forma lógica del filosofar mitocrático y de la religión rebasan la hegemonía del principio de identidad y no contradicción, y van hacia la armonía de los contrarios.

Ni la metáfora, ni la alegoría son un obstáculo para el pensar filosófico, pues la filosofía se expresó arcaicamente bajo estas formas. La diferencia entre filosofía y religión recién madura con el mayor dominio del mundo a través de la revolución agrícola. El horizonte del preguntar filosófico se modifica por la pregunta por el ser del ente como oposición del espíritu a la physis. Si en edades anteriores la trascendencia se revela como totalidad, ahora se muestra como principio o arjé superior y organizador de la naturaleza. Esta percepción de dos tipos de realidades -el ser y el mundo físico- va emergiendo paulatinamente desde el homo Habilis hasta madurar en el homo Neandertal y el Cromañon. Por ello, la tesis de Heidegger que borra la diferencia entre ser y physis no se condice con la maduración de la mentalidad homínida. La expresión acabada de la distinción entre Ser y physis la presentará Parménides en su famoso Discurso. La diferencia más notable que presenta Parménides con sus remotos antecesores es que identifica el Ser con lo permanente y la physis con la ilusión empírica.

La cuarta gran forma filosófica desde la estructura onto-ética es la logocrática. Con los griegos, especialmente con Parménides, adviene la filosofía logocrática bajo el imperio del concepto lógico presidido por el principio de identidad y no contradicción. Su cuna es mitológica, tanto que vemos a Jenófanes despotricando contra ella. Impera el uso de la razón lógica. Lo racional es lo comunicable. La razón es concebida como fundamento. Y así tenemos hasta aquí tres significados históricos de la filosofía. Por su naturaleza: se supone un origen divino o un origen humano. Por su finalidad: es contemplativa o activa. Por su saber: sintético-divina o analítico-humana. La filosofía logocrática como imperio del concepto lógico está expresada en la definición tradicional de filosofía como aquel saber que es concebido como producto típico de la tradición occidental, que surge en las colonias griegas del Asia Menor, en la Jonia, con manifestaciones bien definidas de un pensamiento que propone una explicación de la naturaleza y de la vida sobre bases racionales.

Pero mientras el “concepto griego” es una realidad a la vez de dos dimensiones -ontológica y epistémica- el concepto moderno lo será exclusivamente epistémica. La filosofía logocrática conoce dos etapas bien definidas: primero, como metafísica de las esencias (Grecia), y, segundo, como metafísica de la representación subjetiva (Modernidad). Donde la esencia se reduce a lo mental y a lo empírico. A esto podríamos añadir un tercero, a saber, como metafísica del deseo subjetivo (Posmodernidad), en el que lo mental y lo empírico responde a la voluntad de poder del deseo individual. Tampoco esta definición encuentra dificultades en admitir que la cuna de esta reflexión es ese pasado religioso, las antiguas mitologías, conocida más comúnmente por el mal llamado nombre de pensamiento prefilosófico o pensamiento mítico. Los griegos fueron los primeros en usar la razón de manera sistemática, en sentido lógico y ontológico para alcanzar el conocimiento de la realidad. Pero no hay acuerdo unánime sobre lo que significa el término “Razón”. Se señala que una de las grandes diferencias que existe entre el concepto griego de razón y el concepto hindú es mientras para el primero lo que no es comunicable no es racional, para los segundos la razón nos comunica conocimientos inefables. Lo común es que en ambos el mundo es presencia del ser, lo diferente es que en Oriente lo suprarracional es inefable y el Occidente es Aleteia o desocultamiento por la razón.

También se admite que si el mito era considerado como fundamento último que permitía comprender el origen y estructura de la realidad, con los griegos el nuevo fundamento será la razón, cuyo análisis permitía descubrir lo permanente tras lo transitorio. La filosofía logocrática culmina con la hegemonía de la subjetividad y de la objetividad junto con la conversión del mundo en representación.  Esta situación propia de la modernidad tuvo su preludio en los escépticos griegos de la gran crisis de la razón durante la helenística romana. Con acierto Víctor Brochard (Los escépticos griegos) señala que el escepticismo al negarse a especular sobre la cosa en sí, negar que se pudiera alcanzar la verdad, el conocimiento y la ciencia, fue precursora de la ciencia moderna, aunque sólo presintieron y no crearon el método experimental. Aunque parezca contradictorio fue la filosofía de la Edad Media la que restauró los fueros de la razón, al emplearla intensamente para demostrar las verdades sobrenaturales. Por ello E. Gilson (La filosofía de la Edad Media) sostiene que la filosofía de dicho periodo se caracterizó por ser la conquista de la razón y Bréhier (La filosofía en la Edad Media) la caracteriza como una filosofía de la libertad frente a las filosofías antiguas de la necesidad cósmica.

Ahora bien, para Heidegger la conversión del mundo en representación es olvido del ser y de la diferencia ontológica, ante lo cual plantea volver a los presocráticos para recuperar el mundo como presencia del ser. Su solución anacrónica y antihistórica se fundamenta en una visión secularizada del ser. Pues no se trata de salir del mundo como imagen, ni de volver a cualquier otra etapa pasada de la filosofía, sino de reconocer el fondo suprarracional de la razón, reconciliando el logos humano con el divino.

La onto-ética y el filosofar señalan que la filosofía tanto en su forma como en su contenido está en relación con la base estructural humana, aún cuando su manifestación esté condicionada por su tiempo. En su forma porque es una manera epocal de ver el mundo desde una misma base esencial. En su contenido porque el llamado por la verdad permanece inalterable a través de los tiempos. Dicho llamado a la verdad incluso puede ser desoído, pero no puede ser eliminado.

El hombre es un ser advocado a la verdad por la naturaleza de su propio ser. El ser del hombre no es solamente existencia, sino que es una existencia en la verdad. Por ello es un ser ínsitamente ético. En él no se puede dar una separación entre ética y ontología sin daño de su propio ser. Al serlo no puede dar la espalda a su advocación por la verdad. No es que la verdad sea humana, sino que la verdad se abre al hombre porque el hombre es una criatura espiritual. Lo espiritual eleva al hombre hacia lo universal, inteligible, verdadero, absoluto y supremo. El hombre es el ser que busca la verdad justamente porque no la tiene realizada, sino señalada, pero la percibe, la atisba y oye su llamado.

 

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Colofón

La filosofía como onto-ética señala que el hombre es una criatura filosofante porque es una trascendencia en la inmanencia. Es un ser metafísico entregado desde el principio a la intuición metasensible de lo inteligible. El planteamiento de una estructura onto-ética se enmarca en una metafísica trascendentalista donde la sustancia y esencia de los seres finitos participan del Ser sin enajenarse.

El hombre es un buscador de la verdad porque su esencia misma está advocada a la verdad. Si la filosofía es una necesidad existencial es porque responde a la estructura onto-ética del hombre. Si el hombre en su existencia filosofa es porque responde al llamado de su propia esencia de naturaleza filosófica. Su potencial filosofante está en la estructura onto-ética de su ser. Esencia que no se agota en la temporalidad, sino que apunta a lo eterno, universal y verdadero. Y por eso es un ser cuyo existir se dirige al Ser.

Nada indica que la existencia humana fuera del tiempo signifique el fin de la historia. Su esencia onto-ética cubierta por la gloria santificante no suprime la búsqueda por la verdad del filosofar, sólo que se dará más unida al amor de Dios. La fe no suprime la razón, al contrario, la transforma y perfecciona.

En la nueva dialéctica el inmortal espíritu filosofante humano verá verdades más esenciales y vivirá para comprenderlas. En la otra vida no se suprime la filosofía, se la vivirá con mayor intensidad, profundidad e íntimamente unida al amor de Dios.

 

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Segunda Parte

 

ÉTICA, VALOR Y VIRTUD

Ante la modernidad nihilista

 

 

Introducción

 

Lo que corroe las entrañas de la ética, los valores y las virtudes es el propio nihilismo de la modernidad. Pero el nihilismo es el fruto natural que nace del Regnum hominis instaurado por la modernidad. A esta ligazón inextricable entre metafísica y ética se presta especial atención en este libro.

Basta echar una mirada somera sobre el mundo actual para constatar una verdad incontrastable, a saber, éste se está deshaciendo normativamente. Y cuando se indaga la razón por la cual sucede todo el descalabro que desfila ante nuestros ojos, se encuentra una respuesta casi unánime: No hay valores. O por lo menos los valores han sido abandonados. Casi resuenan las palabras milenarias de Cicerón: ¡Oh tempo, oh mores! (¡Oh tiempo, oh costumbres!). La casa humana se ha vuelto invivible. El hombre se siente arrojado de su morada y el desamparo de su existir crece. Es casi la misma sensación que invadía al cronista indio Guamán Poma cuando escribía “el mundo está al revés”.

Pues bien, valga la presente oportunidad de hablar ante un auditorio universitario para sostener que tal diagnóstico no es descaminado, pero tampoco es enteramente cierto. Estamos ante una situación parecida a los teoremas de limitación de Gödel y Tarski. Casi godeliana, esto es, no podemos tener toda la verdad y ser al mismo tiempo consistentes.

El diagnóstico no es descaminado porque es verdad que vivimos una crisis de valores. Pero es incompleto porque también es verdad que desde la modernidad el mundo occidental vive una transvaloración de todos los valores. Ambas cosas son contradictorias y a la vez no lo son. Lo son porque por una parte se tiene la sensación que se reclama la vigencia de los valores premodernos y no lo son porque, por otra parte, se percibe que los nuevos valores aun no logran asentarse, son disolventes y, por ende, no pueden lograr conformidad.

Estamos en una situación paradójica de la condición humana, que por una parte reclama una base firme de creencias desde un ángulo relativista y, por otra, la renovación de las mismas. Ante esto hay que decir que la presente crisis de los valores supera la normal crisis generacional –tan bien explicada por Ortega y Gasset- que también implica una crisis valorativa. Más bien, la actual crisis de valores encuentra su peculiaridad en una situación más profunda y que tiene que ver con el marco general de ideas y creencias que sirven para ver el mundo.

En otras palabras, la presente crisis de valores va más allá del marco relativista, economicista, funcionalista, empirista y racionalista que caracteriza el desarrollo de la modernidad. Tiene que ver con algo más fundamental que está en la base de la modernidad. Estamos hablando de un “giro copernicano” histórico y metafísico que acontece desde fines de la Edad Media con la filosofía terminista de Duns Scoto y la filosofía nominalista de Guillermo de Occam y se desarrolla con el racionalismo de Descartes y el empirismo de Bacon, Locke y Hume.

Se trata de la base metafísica de la civilización occidental que cambió en su creencia de valores absolutos por la instauración de valores relativos. El paso de la metafísica de las esencias greco-cristiana por la metafísica de lo fáctico es el signo que domina los tiempos modernos. La gran ruptura con la metafísica tradicional está en la base de la transvaloración de todos los valores de la modernidad. Negar las verdades inmutables, eternas y trascendentes llevó a convertir en lo único válido a lo fáctico, relativo y temporal. El reemplazo de la concepción esencialista del ser por la visión funcionalista tenía que llevar del objetivismo hacia el subjetivismo, donde la crisis de los valores se constituye en un resentimiento metafísico hacia todo lo permanente y absoluto.

En ese sentido, la postmodernidad con su rechazo de la razón, la ciencia y la verdad, no es más que un capítulo terminal del nihilismo que fue criando en su seno la modernidad pragmática y hedonista. No es por ello menos original. Porque trae como novedad un nihilismo integral.  Nos explicamos.  Ahora no se dan separados el nihilismo metafísico de Gorgias, el nihilismo epistémico de Pirrón y el nihilismo moral de Protágoras. Al contrario, en la posmodernidad se dan integrados. Y ello se condensa en su lema: Todo vale. El Reino de Dios –Regnum dei- fue desterrado por el Reino del hombre –Regnum hominis—. En esa nueva cruzada de la inmanencia contra toda trascendencia los gurús son Derrida, Rorty y Vattimo como nuevos profetas.

Por lo tanto, la crisis de valores de la modernidad no es una crisis más y como las demás épocas históricas de decadencia. Al contrario, es una crisis peculiar y única. Fue el tudesco O. Spengler quien señaló la decadencia de Occidente con gran acierto, salvo por su visión organológica naturalista. Pero además nosotros advertimos que en la decadencia del mundo occidental se ha atravesado por tres etapas: la metafísica (siglos XVI-XVII), la epistémica (siglos XVIII-XIX) y la ética (siglos XX-XXI).

En la primera se hicieron cuestión los valores metafísicos de permanencia e inmutabilidad, el deísmo se impuso sobre el teísmo y las esencias fueron sustituidas por el concepto de función. Desde Descartes hasta Newton ese cambio se abre camino en la filosofía y en la ciencia. En la segunda la visión naturalista, empirista y observacional se impone con el desarrollo de las ciencias empíricas y las matemáticas. La visión del mundo se vuelve decididamente científica, positivista, funcionalista. Ahora son los ingenieros y los científicos quienes llevan la voz cantante del mundo intelectual. Los pensadores de índole sustancial no cuentan en un mundo nihilista, sólo cuentan los de índole funcional. Y en la tercera, cuando ya se encuentra madura la visión secular y científica del mundo con la teoría de la relatividad de Einstein y la teoría cuántica de Heisenberg, sobrevienen los nefandos acontecimientos de la Primera y Segunda Guerra Mundial.

La consecuencia casi inevitable fue la pérdida de fe en el hombre mismo y en todas sus conquistas materiales. Los valores se disolvieron, se licuaron. La vida normativa contrajo la enfermedad del nihilismo. El nihilismo es la tercera fase de disolución de la modernidad occidental. Sin valores a la vista, no había necesidad de sentirse virtuoso, ni de llevar una vida virtuosa. Lo disoluto y el hedonismo es la norma decadente. Pero da la casualidad que sin virtud no hay valor. Y sin valores permanentes no hay posibilidad de vida virtuosa. O mejor, sin la esfera de lo absoluto no hay una base firme para una vida virtuosa y el valor se vuelve invisible. Así se derivó hacia el irracionalismo. El irracionalismo es la enfermedad del pensamiento moderno en su fase terminal.

De ahí que la presente crisis de valores sea mucho más grave y honda que la de otras épocas históricas. Al menos en la crisis del mundo helenístico-romano la pérdida de fe en la razón fue compensada en la búsqueda de soluciones de carácter religioso y de fe. Así se explica el carácter místico del neoplatonismo de Plotino que competía con las religiones orientales y con el cristianismo. En cambio, la crisis actual supera en gravedad a todas las anteriores porque carece de tabla de salvación a la cual anclarse. No hay certezas en el mundo. Se tiene la sensación de que la vida flota en la Nada. Y desde la nada la vida moral naufraga. El existencialismo ateo de Heidegger y Sartre había adelantado en mucho el nihilismo integral que socava la vida humana presente.

¿Pero si se tiene la sensación de que la vida no vale nada, que el hombre ha perdido consistencia, que no hay certezas, entonces ese triunfo de la Nada sobre el Ser significa que la modernidad ha fracasado con su orgullosa razón autónoma? Se dice, por ejemplo, que la honestidad, la responsabilidad, la confiabilidad y la eficiencia son los valores de la modernidad. Pero no se dice que estos valores son inviables y que carecen de sentido cuando lo que verdaderamente predomina es el egoísmo privado consagrado por un sistema económico que pone de cabeza la relación de fines y medios.

Es cierto que en todas las épocas de la historia –incluso en el paleolítico- hubo personas malas, egoístas, mentirosas e irresponsables. Pero lo que no es cierto es que siempre estuvieron en la cúspide de la hegemonía social, como acontece ahora. Efectivamente, nunca como hoy el egoísmo ha sido exaltado como una virtud bajo el capitalismo. Se podrá decir que esto ya estaba presente en el siglo XVIII con el defensor del utilitarismo Bernard Mandeville y su obra La fábula de las abejas, donde se consagra el nihilismo moral de la burguesía que desvincula la economía de la ética.

Pues bien, esta misma ausencia de códigos divinos y humanos es lo que brilla en la lista de los primeros diez megamillonarios del planeta. Lo inmoral es acumular riquezas que sirven al bien común. ¿O alguien puede explicar que no resulta inmoral retener una fortuna incalculable mientras millones de seres humanos mueren evangélicamente de hambre, de frío y de sed? ¿Puede caber a alguien alguna duda de que se vive en un mundo inhumano cuando la economía, la política y las leyes viven divorciadas de la moral y de espaldas a lo que es justo?

No falta aquella espuria defensa de la iniquidad que como Pilatos se lava las manos diciendo cínicamente: ¿Pero ¿qué es la moral, si cada quien tiene la suya? ¿No basta con tener las mejores leyes, pero no hay que exagerar cumpliéndolas? Estas interrogantes parecen hechas expresamente para América Latina, donde en medio de argentinas leyes acaecen los más altos índices de desigualdad social, corrupción y donde la prepotente riqueza parece ostentar patente de corso para estar por encima de la ley y de la moral. Pero no nos engañemos. La inmoralidad e injusticia es global, más aún cuando impera una economía de mercado que tiene como eje principal no al hombre sino a la riqueza. Las élites económicas, políticas e intelectuales han perdido autoridad moral justamente por ello. Porque lejos de constituirse en faros del bien común han decantado por convertirse en orfeos del mal general.

La gran pregunta que se impone es idéntica a una de las obras de Lenin: ¿Qué hacer? Salvo por el detalle, nada pequeño, que atañe a la crisis de valores. Nada sería más impudoroso que enlistar una fórmula como solución, como si se tratase de una receta de cocina. Vano sería enrostrar al hombre de hoy que se tiene una gran gama de alternativas éticas. El hombre moderno está enfermo. No tiene ni casa cósmica ni morada moral. Y en medio de su inseguridad normativa proliferan los sistemas éticos.

En la reflexión ética contemporánea se habla de éticas analíticas (Moore, Wittgenstein, Ayer, Stevenson), axiológicas (Scheler, Hartmann), existencialistas (Heidegger, Sartre), procedimentales (Apel, Habermas, Rawls), hermenéutica (Gadamer), de la alteridad (Levinas), débil (Vattimo), de la responsabilidad (Jonas), pragmática (Rorty) y sustancialistas (Walzer, MacIntyre, Taylor). Pero aquí no se trata de escoger el mejor producto para vivir a sus anchas. Esa es la consumista mentalidad de boutique.

El problema es más hondo y amplio. Por un lado, se trata que nuestro tiempo nihilista tiene que terminar se sorber su copa envenenada. Esto es, el hombre es una criatura metafísica que lucha en la modernidad contra su propia constitución trascendente. El resultado es una obliteración existencial que lo destruye desde dentro. Y, por otro lado, también se trata de oponer una activa resistencia a la ola de desintegración moral que nos avasalla. Sin esa resistencia estaríamos viviendo sin queja ni pasmo la presente crisis moral. Pero hay dos formas de resistir: la activa y la pasiva. La pasiva es demagógica, falsa y licenciosa. Es la capitulación de nuestra libertad ante las fuerzas negativas que asedian desde el exterior y desde el interior. Ve el mal, lo denuncia, pero inconsecuentemente lo comparte. Tolera el mal, pero no el escándalo. En cambio, la forma activa no solo no tolera el mal, sino que, a su vez, asume una forma distinta de vivir.

Y desde esa base se predica con el ejemplo. Eso es lo que falta en el mundo actual: vidas ejemplares.

Pues, de qué vale saber lo que es el mal si no se lleva una conducta buena. No sirve de nada. El Maligno sabe del bien y del mal, pero elige siempre el mal. El mal es una conducta, no una entidad metafísica. Toda la creación es buena, el mal adviene al mundo por el pecado. Y este punto no es sólo de importancia teológica sino de gran trascendencia moral. Si se quisiera en pocas palabras decir su sentido más profundo habría que sostener que: Sin virtudes de poco sirven los valores.

Pero qué es la virtud. Es el poner nuestra libertad al servicio del bien. Implica un cambio interno. Un cambio en el corazón, diría San Agustín. La práctica hace al maestro, reza un viejo adagio. Y en verdad si la práctica del bien no se vuelve en amor al bien, o sea si no se vuelve en acto gratuito y desinteresado desde el corazón, no es moral. Kant, que como un rigorista pietista no llegó a comprender la importancia del amor cristiano, decía que todo acto moral tiene que ser desinteresado, de lo contrario es inmoral. Pero fue Scheler el que dio en el blanco, cuando al postular una ética no formalista advirtió que sin amor todo acto moral es incompleto. Y Adela Cortina habla de la justicia en sentido cordial o compasivo, o sea llena de amor, como núcleo de la moral, la política, el derecho y la economía[1].

En otras palabras, al tratar de responder la interrogante ¿Qué hacer? Lo primero que es necesario advertir, es. Pues ningún cambio externo hace al hombre mejor, solo lo maquilla. Ninguna utopía social funciona si no opera un cambio interior positivo. Pues también hay valores negativos que se introyecta en el interior del individuo. Y ese cambio interior involucra la libertad, la voluntad y la formación de buenos hábitos.

En verdad, la historia del capitalismo en el primer mundo es la muestra más palmaria que de nada sirve darle al hombre todas las comodidades materiales cuando resulta empobreciéndolo espiritualmente. Es más, pareciera que existiera una ley invisible según la cual a mayor bienestar material le corresponde un mayor deterioro espiritual, y viceversa. Todo indica que la humanidad necesita de una dosis razonable de sufrimiento para madurar. Pero el capitalismo de bienestar es la demostración de su efecto disolvente sobre la conciencia moral del ser humano. No menos dañino resultó ser para la libertad humana el fenecido comunismo. Con esto no estamos incurriendo en ningún catastrofismo ni pose apocalíptica para vender una nueva solución terrenal. Berdiaev decía que para liberarse de toda seducción del Anticristo era necesario renunciar a toda pretensión de poder terrenal. Y efectivamente, la crisis del humanismo ideológico, tanto materialista como liberal, no puede ser afrontada con los encantamientos de una nueva utopía social. En ambos casos se trata de una libertad que rechazando a Dios termina repudiando al hombre y destruyéndose a sí misma.

La modernidad secularista, arreligiosa, escéptica y nihilista demostró categóricamente que sin Dios reina la arbitrariedad, el holocausto, la barbarie y la imposición. Negar a Dios y la inmortalidad del alma facilitó el crimen del fallido superhombre. Los valores no pueden asentarse sobre el pantano sinuoso del relativismo. Reclaman por su propia naturaleza la existencia del absoluto. Por eso, el cambio interior implica de suyo la renuncia a toda pretensión de poder terrenal. El virtuoso no busca servirse sino servir.

Al menos contamos con esta primera verdad: la necesidad de un cambio interior. La cual consiste en: Sin virtudes de nada sirven los valores. Pero de poco nos sirve si no la empleamos de atalaya para columbrar más lejos. Y ciertamente, las virtudes son la puerta de entrada a la objetividad del valor. O sea, los valores no son arbitrarias invenciones humanas –como piensa el formalismo nominalista- sino parte de un mundo más allá del humano y para lo humano. Esto es algo extraordinario, porque permite la recuperación de la negada metafísica de las esencias con sus verdades permanentes, trascendentes y eternas. En otras palabras, no hay otra forma de superar el nihilismo disolvente de la modernidad sin superar su metafísica inmanentista. Y así obtenemos una segunda verdad: Sin recuperar la trascendencia de poco sirve la recuperación de los valores. 

Esto puede sonar a añoranza de una nueva Edad Media –título de una de las obras de maestras del existencialista ruso Berdiaev-. Pero nada en la historia se repite y más bien impera la novedad. La dialéctica histórica toma cursos inéditos. En otras palabras, en perspectiva optimista se puede pensar que, si predomina la sensatez, evitando de ese modo el riesgo de autoexterminio nuclear, la humanidad recapacitará comprendiendo que vivir un mundo sin Dios es mucho más peligroso y nocivo al convertir el hombre en pequeño diosecillo totalitario, narcisista e idolátrico.

Pues a la luz del daño ecológico y humano de una civilización guiada por la racionalidad funcionalista e instrumental, no sería extraño que la próxima era histórica se caracterice por una más fuerte espiritualidad religiosa. Y así obtenemos una tercera convicción: Sin recuperar la fe no se puede fortalecer la razón en el reconocimiento de las verdades suprarracionales. Lo cual implica no el fin de la ciencia sino del cientificismo, y un renacimiento de las humanidades.

En conclusión, el extravío de la ética, los valores y las virtudes en la modernidad nihilista podrá ser superado desde el trípode del: cambio interior, la recuperación de la trascendencia y el reconocimiento de las verdades suprarracionales.

 

I

Cambio interior

 

1. La interioridad anética

La interioridad humana en la modernidad tardía luce sin valores. Obliterada, alicaída, confundida, desorientada y destruida queda convertida en una interioridad anética. Extraviada entre las cosas padece de cosificación aguda. En tal contexto no puede encontrar, sin dificultades de envergadura, su camino de reconstrucción. Tan grave es la situación de la interioridad humana que la filosofía misma no podrá ser reconstruida sin que se reconstruya la propia interioridad humana. Esto es tan cierto que la vida espiritual de la razón ha sido afectada con el extravío de la interioridad humana.

La trascendencia en el cosmos y en la razón fue clausurada por la modernidad racionalista y positivista en su surgimiento –siglos quince, dieciséis y diecisiete- y en su apogeo –siglos dieciocho y diecinueve- a través del racionalismo, el empirismo y el cientismo. Pero el cielo y el infierno cerrados en el exterior, se volvieron a abrir en el alma durante la modernidad tardía e irracionalista –siglos veinte y veintiuno-. La chata metafísica de la inmanencia desarrollada por la modernidad lejos de responder a la metafísica naturalista y al gnoseologismo positivista, la ha profundizado. Peor aún, está impidiendo una metafísica de la interioridad. Por el cuerpo enfermo de la modernidad occidental las mismas puertas del infierno se han instalado en el alma humana con el nihilismo. El nihilismo de la modernidad tardía ha extendido el sinsentido de la vida. En esas condiciones el cambio interior se dificulta y exige su análisis previo. ¿Qué ha cambiado en la vida humana para que se vuelva insatisfactoria y avance pletóricamente el sin sentido en la interioridad humana?

En el otrora sistema comunista la falta de libertad hizo que la justicia misma terminara por desplomarse. Y en el desaparecido capitalismo de bienestar la abundancia y la prosperidad aceleraron el consumismo y menoscabó los valores humanos. En cambio, hoy ¿Es el sistema hipercapitalista el responsable de la concentración de bienes materiales en un puñado de mega ricos y de la penuria de bienes espirituales? ¿La globalización neoliberal de los últimos treinta años, y que hoy se tambalea gravemente, al reducir el gasto social, eliminar el salario mínimo, descartar el seguro de desempleo, incrementar la pobreza en el mundo, desmontar el capitalismo de bienestar, multiplicar el trabajo precario bajo la línea de pobreza, y aumentar la brecha entre ricos y pobres, no ha acelerado acaso el sinsentido de la vida? ¿Una sociedad que se sigue rigiendo por patrones cuantitativos, que pone lo económico sobre lo humano y social, que entroniza el consumismo pero que acentúa la desigualdad social, no genera acaso desesperanza, desilusión, y el achatamiento de las aspiraciones humanas?

¿Acaso la crisis del sentido de la vida no se traduce en una vulgar libertad para consumir, que se convierte en lo que Castoriadis [2] llama el “avance de la insignificancia”, “la crisis de las significaciones imaginarias”, “la necesidad de reorganizar las instituciones sociales” y crear nuevas significaciones de índole humanista? ¿Es el sinsentido de la vida una forma de anomia social e individual? ¿Es el sinsentido de la vida un problema eminentemente sociológico antes que filosófico? ¿Agota su manifestación fenomenológica todo su contenido esencial?

Berger y Luckmann [3] han señalado que grupos civiles religiosos, ecologistas, de derechos humanos, asistencialistas, etc., constituyen “depósitos sociales de sentido” que permiten que las sociedades modernas sigan funcionando impidiendo la propagación pandémica de la crisis de sentido. Esta visión optimista e ingenua ignora que estos grupos civiles son más bien “amortiguadores del sinsentido”, que desprovistas de una visión de cambio estructural son incapaces de promover un real cambio del sentido de la vida y constituyen así un elemento “bisagra” en la consolidación del mundo irracional.

¿Acaso las transgresiones morales de las iglesias, instituciones caritativas y diversas ONGs, vistas generalmente como “reservas sociales de sentido”, no minan también el sentido de la vida convirtiéndose en “depósitos sociales del sinsentido”? ¿Es la modernidad occidental, al colocar la subjetividad humana en el centro, la responsable del sinsentido de la vida? ¿Representa el escepticismo, el hedonismo y el nihilismo las expresiones culturales más legítimas de una vida sin sentido? ¿Es el sentido de la vida solamente una variante sociológico-antropológica o expresa algo más profundo? [4]. ¿Es el sinsentido de la vida lo mismo que la anomía? Si tomamos la anomia, como lo sugirieron Durkheim y Merton[5], como la desintegración cultural y social y como falta de integración grupal, local y nacional, entonces habría una correlación entre anomía y sinsentido de la vida. Fue lo que sucedió, por ejemplo, cuando se impusieron condiciones de explotación o de esclavitud en el derruido contexto social andino, cuando el equilibrio premoderno incaico se vio sustituido por la nueva cultura española conquistadora. Imperó el sinsentido de la vida, las enfermedades, fallecimientos y suicidios fueron masivos y lo que sucedió fue una verdadera hecatombe del mundo andino premoderno.

Lo singular es que este tipo de anomia puede ser considerada como una fase de destrucción de lo viejo (mundo andino premoderno) y desarrollo de lo nuevo (mundo andino moderno) que va desde la ruptura de una determinada solidaridad cultural (ayllu) hasta la asimilación de una nueva cultura (competitiva) por parte de la población dominada. A este tipo de anomia correlacionada con el sinsentido de la vida podemos llamarla anomia o sinsentido de la vida de tránsito histórico. Ya los análisis freudianos [6] habían sugerido lo determinante de la relación entre libido y cultura, en el sentido de que al aceptar los límites que impone la sociedad a la expansión espontánea de la libido es condición esencial para poder construir la civilización, la moral y la religión. En otras palabras, los complejos procesos psicológicos entrañados son consecuencia de la causación social del malestar cultural. Quizá la raíz socio-psicológica más profunda del sentido de la vida esté en la rapidez del cambio del sistema económico y en las crisis de sentido que provienen de la anarquía que produce tal sector. En efecto, la aparición de inestabilidad familiar y profesional, la violencia, la criminalidad, la conducta irregular evidencian signos de anomia y sinsentido de la vida a nivel psicológico cuyo origen está en el origen social del proceso.

Lo cual nos conduce a la afirmación de que el sinsentido de la vida, aun cuando no se identifique exactamente con el fenómeno de la anomia, sin embargo, está latente en la estructura latente misma de toda sociedad e individuo, como fenómeno transitorio y sintomático que amenaza en cobrar dinamismo y desarrollo en aquellas sociedades que carecen de instituciones mediadoras de solidaridad social. Si el sinsentido de la vida crece desorbitadamente en la globalización neoliberal actual es porque muestra que no se trata de un fenómeno coyuntural sino estructural de la dinámica de las sociedades competitivas estratificadas. Y es aquí que podemos advertir con más claridad la mayor amplitud del sinsentido de la vida respecto al fenómeno de la anomia. Pues la anomia entendida como desviación no podría surgir en sociedades autoritarias, ni en sociedades solidarias, sino tan sólo en sociedad competitivas, donde la desigualdad de oportunidades sea la nota característica. No obstante, también hay formas de sinsentido de la vida en las sociedades autoritarias y en sociedades solidarias, aunque en menor escala social.

Por ejemplo, si Gorbachov no hubiese puesto en marcha la Perestroika y el Glasnost en su país –el cual era una sociedad autoritaria a pesar de sus mecanismos de solidaridad social- difícilmente se hubiera derrumbado la Unión Soviética y se hubiese puesto fin al sistema burocrático muy organizado, pero el descontento social si bien no tenía formas políticas ni ideológicas de escape sin embargo conseguía hacerlo a través de un altísimo índice de alcoholismo, entre otras desviaciones existentes. Y en las sociedades solidarias, como las escandinavas, la amenaza de las conductas desviadas y del sinsentido de la vida no deja de estar presentes siquiera en mucha menor escala, tanto social como individual. Por ejemplo, suicidas hay por todas partes, pero no todo suicida es anómico o ha perdido el sentido de la vida. Si nos atenemos a las tres formas de suicidio durkheimianas: egoísta, altruista y anómico, sólo el primero y el último es susceptible de ser calificado de sinsentido de la vida. El suicida altruista (el héroe, el mártir) no carece de sentido de la vida ni es anómico.

Esto es, se dan manifestaciones autodestructivas que no implican sinsentido de la vida porque ponen su muerte al servicio de una causa noble y humanitaria. Aquí el sentido de la vida implica el sacrificio de la propia vida.

Nuevamente hay que subrayar que el sinsentido de la vida y la anomia coinciden al ser a la vez una característica latente de los sistemas sociales y un estado de los individuos, pero no coinciden al comprobar que no todo sinsentido de la vida es conducta desviada o anómica. Por ejemplo, las clases inferiores son presa fácil de la anomia o conducta desviada, pero existen otras formas de desviación y desorientación de las clases medias y de las clases superiores que presentan procesos distintos al de la anomia. En otros términos, si la anomia es desviación, no toda desviación es anómica. Así las desviaciones de desorientación, frecuentes en las clases medias y superiores, sin ser anómicas implican un sinsentido de la vida.

En otras palabras, tanto la anomia como el sinsentido de la vida tienen una raíz distinta según sea la sociedad imperante (autoritaria, solidaria, competitiva). En la sociedad competitiva surgirá de la desigualdad de oportunidades, en la sociedad autoritaria de la falta de oportunidades, y en la sociedad solidaria de la latencia inevitable en los individuos y disfunciones sociales estructurales. Tampoco se puede subestimar las motivaciones ideológicas en el fenómeno del sinsentido y de la anomia. Así, cuando el consumismo mercantilista de las clases medias y superiores determinan el contenido de la cultura, entonces las metas de éxito, eficiencia, promoción social se convierten en moral social, lo cual crea las condiciones artificiales para la condena de los fracasados o los rebeldes, como proyecto punitivo para marginar a los inconformistas.

Una mirada más atenta al fenómeno de la inconformidad permite apreciar sutiles variaciones según la relación entre fines y medios: el conformista es el que acepta los fines y medios que la sociedad le ofrece; el inconformista ritualista es que acepta los medios aunque rechaza los fines; el inconformista renunciante es el que no acepta ni los medios ni los fines pero de modo pasivo; el inconformista rebelde es el que no acepta ni los medios ni los fines de modo activo y propugna otro orden social; el inconformista innovador es el que acepta los medios pero no los fines, buscando nuevos fines; y el inconformista creador es el que es el que no acepta ni los medios ni los fines y propone nuevos fines y medios.

Esto lleva a distinguir entre grados de sinsentido de la vida: la simple, que refleja un estado de confusión de un individuo, un grupo o una sociedad que viven sometidos a conflictos entre sistemas de valor, y se manifiesta como inquietud o como sentimiento de inseguridad y hasta desesperación; y la aguda, que refleja deterioro y hasta desintegración de sistemas de valores y que se experimenta con una angustia notable.

En este último caso se ubica al hombre auténtico de Heidegger, el cual repara en las estructuras inauténticas de la cotidianidad para descubrir nuevas estructuras existenciales posibilitadas por la angustia. Lo cual implica que en el fenómeno de la inconformidad hay presencia del sinsentido de la vida y según el grado de manifestación puede jugar su presencia un rol positivo o negativo. La tipología del inconformismo describe conductas desviadas no sólo de personas sino también de instituciones, pero tal desviación puede ser positiva o negativa, así, no todo sin sentido de la vida es negativo y no todo sentido de la vida es positivo. Elijamos, por ejemplo, el caso de las universidades que optan por ofrecer una formación técnico empresarial con total descuido de la formación humanística.

No es difícil darse cuenta aquí de la orientación economicista y mercantilista que la promueve dando la espalda al espíritu de formación integral que es consubstancial a la universidad. No es muy diferente el caso de un profesor de filosofía que se supone que ha seguido dicha carrera por amor a la sabiduría y sin afanes subalternos, pero a mitad de su carrera universitaria cambia de objetivos y mercantiliza su profesión para sólo conseguir comodidad material y placeres efímeros. Aquí estamos ante un inconformismo regresivo, ritualista, que acepta los medios (el saber cómo una forma de erudición) pero rechaza los fines (el saber cómo una forma de ser)[7]. Por eso, el arte de vivir en su auténtico sentido subordina siempre los medios a los fines, mientras que toda vida inauténtica supedita los fines a los medios.

Ahora bien, el sinsentido de la vida aguda puede, así, tener dos manifestaciones centrales: la patológica, de carácter negativo, que señala un estado avanzado de alienación social, personal y mental, y que puede degenerar en neurosis, misoneísmo, fanatismo y consumismo sin freno; y la creativa, de carácter positivo, que implica renunciaciones valorativas muchas veces sucesivas que implican un avance ético, mental y volitivo notable, que se traduce generalmente como autorrealización personal y descubrimiento de un nuevo sentido de la vida. Lo que caracteriza a la crisis de Occidente es la patológica o la alienación cosificante. Aquí ya no se trata de un sentimiento de desesperación, de abandono y consternación, propio del capitalismo en su fase de acumulación originaria de los siglos XVI-XIX; ni de un sentimiento de rechazo de los objetivos que prescribe la cultura de consumo, propio del hippismo de los años sesenta de la guerra fría; sino de la sensación de que los líderes, el orden social, las metas, los roles, las relaciones interpersonales, son ficticios, narrativos, voluntaristas, propio de la nueva fase cultural posmoderna y de la económica del capitalismo global y cibernético llamado hiperimperialista[8] de las megacorporaciones privadas. Esta sensación ficcional de la realidad social y personal aumenta la ilusión de que todo es posible, el “cielo es el límite”, propio de un proceso de desorientación personal donde el vaciamiento interior va acompañado de un injustificado sentimiento de omnipotencia de la voluntad individual. En esta fase de desarrollo de la sociedad competitiva la anomia, la desviación y el sinsentido de la vida pertenecen tanto a las clases inferiores, clases medias y superiores, esto es, son parte orgánica de una civilización enferma. Esto es que de coyuntural se ha vuelto en fenómeno estructural. Pero así como el tipo de sociedad condiciona el mayor o menor desarrollo del sinsentido de la vida, de modo similar el tipo de personalidad básica también desempeña un papel importante.

Etnólogos, sociólogos y psicólogos, cuyos representantes más destacados son Ralph Linton y Abram Kardiner, hablan de la personalidad básica. Se trata de captar de qué modo se influyen mutuamente individuo y sociedad. Desde este punto de vista se establece una distinción entre instituciones primarias, que forman la personalidad básica, disciplinan las necesidades fundamentales y las necesidades sociales, produciendo frustración (educación, economía, etc.), y las instituciones secundarias, que se forman por las reacciones de la personalidad básica como mecanismos de defensa y seguridad (mitos, tabúes, etc.). El resultado son sistemas que determinan el grado de integración del individuo con su cultura.

Con la globalización actual se experimenta una homogeneidad de la cultura de consumo, esto es, que las instituciones primarias y las instituciones secundarias desembocan hacia una integración del individuo en la sociedad competitiva. Pero las bases de esta integración son en sí misma frágiles, por cuanto en vez de tomar en cuenta las necesidades profundas del individuo antepone las   necesidades   de   la   economía   y   del   mercado.   La consecuencia es el aumento de la frustración personal y la pérdida creciente del sentido de la vida. La alienación económica se lleva a su pináculo, se vive para trabajar, se trabaja para gastar y se gasta para olvidar que ahora lo importante es el dinero, la fama y el éxito y ya no la autorrealización personal.

La cosificación humana galopa como caballo desbocado en la sociedad de consumo, la cual reduce al mínimo la fuerza laboral humana en el sector industrial sustituyéndola por robots, pero también mediante la telemática va disminuyendo la fuerza de trabajo del hombre incluso en el sector terciario o de servicios. Esto es, que el hombre en el capitalismo cibernético se va experimentando como sustituible, prescindible y no indispensable. Y lejos de constituir la sociedad del conocimiento lo que se forma es una sociedad de la cosificación, donde el hombre es una cosa entre las demás cosas. Su experiencia de sujeto se pervierte, su subjetividad se oblitera y el sentido de la vida se extravía. La robótica en vez de estar puesta al servicio de la liberación del hombre, está al servicio de los egoístas intereses corporativos y a favor de la destrucción espiritual humana.

Para que el hombre se sienta cosa entre las demás cosas se tiene que haber operado el vaciamiento de su realidad interior, y esto se hace con gran eficacia a través de los medios de comunicación social que dictan al hombre lo que debe pensar, sentir y soñar. La despersonalización del hombre va de la mano con su cosificación, ser una pieza de un gigantesco mecanismo social que lo manipula externa e internamente es la culminación del totalitarismo intrademocrático en los mercados de occidente. La cosificación humana llega a su verdadera cumbre yendo más allá de lo que previó el marxismo, por cuanto el hombre ya deja de ser una mercancía del aparato productivo y se vuelve en mero reproductor del sistema de consumo.

Y la manifestación más perversa de este proceso de cosificación del hombre se encuentra en el tráfico de drogas, señalada como el negocio más lucrativo del mundo y muy lejos de la industria turística y de armamentos. La industria de las drogas inutiliza al hombre productor, al homo faber, y lo reduce a ser un hombre consumidor, claro está, de su propia autodestrucción. La división del trabajo internacional del narcotráfico funciona concentrando al alto consumo en los países del llamado Primer Mundo y la alta productividad en los países en desarrollo. Es en estos últimos donde se constituye el narco poder, que corrompe las instituciones del Estado y la moral de la sociedad en su conjunto. El Occidente de la modernidad tardía está culminando con más de un tercio de su población adicta, sumida en la corrupción, con el desbocamiento del sistema de los deseos humanos y la perversión de la vida misma. Y todo este desquiciamiento acontece teniendo como telón de fondo al hiperimperialismo, como fase superior del capitalismo megacorporativo privado, donde el capital diluye todo valor y toda humanidad. En este mefistofélico triunfo del tener sobre el ser se yergue toda una pavorosa realidad humana y social donde el prójimo se torna en enemigo y el amigo en cómplice. Dinero, poder y placer son los nuevos ídolos que tiranizan en una subjetividad hecha jirones. La mediocridad triunfa y las élites desertan de su misión directriz. La chatura mental y moral es la norma.

La universalización de la sociedad de consumo, donde se extiende como plaga el sinsentido de la vida, se da en la comunidad global. La comunidad global es un producto tardío de la comunidad misma. A la comunidad tribal le siguió la comunidad campesina, a ésta la comunidad urbana y luego vino la comunidad global. Las naciones crean sus tipos nacionales, aun cuando el nacionalismo es ya un particularismo para el hombre de la comunidad mundial. Y desde el seno mismo de la comunidad mundial surge un tipo único de hombre, interiormente vacío, superficial, consumista, descreído, pragmático, anético[8], desespiritualizado, hedonista y nihilista. Y así como el carácter nacional es un sistema típico de conductas que influye sobre el tipo de personalidad de un Estado-nación (por ejemplo, se considera que Alemania es excesivamente teórica y emocional, Inglaterra es práctica y sin complicaciones teóricas, Francia es racionalista y a la vez romántica, España es pura pasión, Italia es humanista y erótica. Rusia es mística y autoritaria, Norteamérica es práctico, moralista y organizado, Latinoamérica es vital, impulsivo e intuitivo, etc.), del mismo modo el carácter global es un sistema típico de conductas que influye sobre el tipo de personalidad de un Estado que se globaliza. Esto es, que el individuo de la modernidad tardía se encuentra actualmente presionado en sus conductas, actitudes y pensamientos tanto por la personalidad atávica del Estado-nación como por la personalidad que impone el Estado-global, lo que incide indudablemente en su desorientación vital. El sentido de la vida nacional se va disolviendo paulatinamente. Pero la nueva autoconciencia global prosigue su avance secundado por la economía, la política, los medios de comunicación y la contribución filosófica de los posmodernos (Lyotard, Baudrillard, Lipovetsky, Vattimo y compañía) y pragmáticos (R. Rorty) se va consolidando la síntesis cultural del mundo de masas mundial.

En la autoconciencia global mundial vuelve a representarse el drama del hombre de Occidente, a saber, responder a las necesidades simultáneas de expresión y razón, sólo que en la presente hora histórica el hombre prometeico occidental pone dionisíacamente la teoría al servicio de la práctica y con ello se quiebra la tensión entre las necesidades teóricas y prácticas. ¿Acaso esto significa que el sugestivo tema weberiano del “desencantamiento del mundo” se ha detenido? No, por el contrario, prosigue, pero en clave irracional.

O, mejor dicho, las pautas racionales y no racionales que exhibe la sociedad global siguen el constante impulso de desencantar el mundo hasta en los aspectos fascinantes de lo irracional, los medios normativos se debilitan y lo único importante es el placer, el poder y el éxito, sin importar los medios institucionales ya disminuidos. Entre las instituciones arrugadas, hasta hace poco pues con Francisco I Roma ha tomado un cariz más crístico y cercano al pueblo, está la Iglesia católica. Su otrora enorme fuerza espiritual y moral se ha visto mellada, no tanto por sus escándalos financieros, de pederastia y homosexualismo, que obviamente son graves, sino por un proceso de secularización creciente, que no ha sido enfrentado con resolución porque se ha percibido nítidamente que en el fondo es un reclamo, de imprevisibles consecuencias políticas, por una nueva imagen de Dios, menos lejano, inmutable, trascendente, y más humano, sufriente e histórico, que sólo puede salir de un nuevo concilio ecuménico. Desde Nicea hasta Vaticano I y II esta imagen no se ha modificado y refleja un retraso grave para responder a los desafíos de los nuevos tiempos. Se ha cedido la iniciativa a los movimientos carismáticos por todo el mundo, pero éstos por su misma estructura, fines y objetivos son incapaces de resolver el asunto a nivel teológico, el cual es el decisivo pensar crítico ante la parte dogmática. No hay duda que fuerzas políticas conservadoras también hacen su tarea para que estos cambios en la Iglesia no prosperen, sobre todo por los indeseables efectos sociales, económicos y culturales que traería consigo sentir a Jesús andando junto al oprimido en la lucha por un orden social sin opresión ni explotación.

 ¿Hasta cuándo, por ejemplo, seguiremos viendo insensiblemente un Primer Mundo en que los niños revientan de obesidad mientras que en el África negra millares de esqueléticas criaturas dejan de respirar por la falta de un exiguo alimento? ¿Por qué nunca hubo un Plan Marshall para tal subregión, en medio de astronómicos y demenciales presupuestos militares hegemónicos de la primera potencia del mundo? Al mundo cristiano, y no creyente también, le urge escuchar una condena de la Iglesia a estos desquiciados gastos militares improductivos que deberían ser destinados a los pobres de la Tierra. No hay que tener mucha clarividencia para darse cuenta que toda esta situación injusta socava la moral, la fe y el sentido de la vida. O, en otros términos, sentirse bien en una sociedad profundamente oprobiosa es ya estar afectado por el mal imperante. Y todo esto es demasiado en un mundo globalizado donde las dos terceras partes de la riqueza mundial se concentran en manos de menos de 1% de la población mundial. Esta afrentosa situación anticristiana ya ha sido señalada por las teologías de la praxis[9]: procesal, de la liberación, de la esperanza, de la política, del mundo, de la reconciliación, etc. y constituyen el pensar crítico que pugna por una nueva imagen de Dios, como Dios liberador interesado profundamente por las cuestiones vivas de la tierra y la historia.

Cristo no vino a construir un reino terrenal en sustitución del reino celestial, pero tampoco fue indiferente a las injusticias del poderoso y a los sufrimientos del pobre y oprimido. Un enorme gentío que percibe que en vez de que se imponga el mensaje de amor y solidaridad de Cristo ve, por el contrario, que la Iglesia se alió muchas veces con el absolutismo político y la desigualdad social, olvidó en la práctica al hombre de las sandalias, que despreció reinos y tesoros mundanales, observa triunfar a las fuerzas que toleran, promueven y fomentan el mal, la injusticia y la opresión, tenía casi por fuerza que dejar de ser cristiana, perder su fe, dejar amortiguar el sentimiento de lo sagrado, desembocar en el sinsentido de la vida.

Y lo que es peor, que los opresores en Occidente han utilizado la imagen del Dios tradicional, jerárquico, inmutable, lejano al hombre, unidos con una curia reaccionaria, para defender un orden social profundamente irracional y anticristiano. ¿Deberíamos entonces sorprendernos por la profunda desespiritualización y descristianización que acontece en la civilización occidental, cuna del cristianismo? ¿No es acaso la propia institución religiosa romana responsable y cómplice del descalabro espiritual de Occidente? ¿No fue su afán por aferrarse al poder temporal lo que acabó descalabrando su poder espiritual?

El hombre común, que no puede olvidar la inmensa compasión del Hijo de Dios, su encarnación, crucifixión y resurrección, aun percibe que la institución romana no respalda en la práctica al Hijo del Hombre, encarnación del amor divino. O que es muy tibia en sus intentos por hacerlo. Entonces, no llama la atención que una muchedumbre sin esperanza pierda la fe y deje abrir las puertas de sus corazones al gélido y luciferino nihilismo, cuando no al fanatismo sectario.

En estas horas dramáticas para la civilización occidental, en el orden humano y espiritual, es ineludible vincular el sinsentido de la vida con el hondo deterioro de una de sus instituciones clave. Sin duda que ella ha influido en el derrotero de la conciencia occidental de los últimos cinco siglos de forma decisiva, la ha preformado, le dio objetivos, una promesa y una sinuosa conducta que alejó a sus fieles. Esta conducta tiene sus raíces en una determinada lectura teológica sobre la doctrina de Dios, demasiado trascendente, lejano, absoluto, jerárquico y desconectado de la historia humana. Versión que en su momento fue necesaria en la lucha contra las herejías cristológicas pero cuya actualización goza de un retraso considerable.

En suma, la interioridad en la modernidad tardía ha cumplido su ciclo nihilista desde el fin de la Segunda Guerra Mundial y aceleró su marcha con tres fenómenos históricos específicos: el triunfo del hiperimperialismo global del neoliberalismo, la cultura posmoderna y la derechización de la Iglesia romana –recientemente interrumpida por el Papa izquierdista Francisco I-. El materialismo consumista se impone en las masas y élites, provocando un brillo opaco de la trascendencia en el alma y favoreciendo un inmanentismo avasallante que oscurece la presencia de Dios en ella. El ateísmo teórico, por su parte, busca justificar un humanismo secular que haga posible una vida buena. Pero naufraga por dos motivos: primero, porque mitologizando a la humanidad queda convertido en una nueva religión. Y, segundo, porque al volverse en una religión inmanente demuestra que el impulso humano hacia lo trascendente no ha desaparecido, sino solamente ha sido desviado hacia lo terrenal.

 

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El hombre anético

 

Azorados nos interrogamos sobre la real existencia del hombre anético. ¿Acaso es posible semejante engendro antropológico? ¿No sería de suyo autodestructivo? A ello es posible responder que sí es posible su existencia al sentirse como un superhombre que determina lo que es bueno y malo según sus conveniencias. Es un relativista puro. Por ello que es autodestructivo no solo a nivel espiritual sino además físico. La toxicomanía es su expresión más patética.

Pero cuál es su sistematización teórica. Qué hizo el pensador posmoderno, desde Lyotard hasta Vattimo, al elaborar una doctrina que vierte una actitud vital que disuelve la necesidad de lo Absoluto. Lo que hizo fue configurar antropológicamente un tipo humano nuevo, el nihilista integral, que se enseñorea por el mundo como un pequeño diosecillo o deus in terris que con su voluntad de poder va decretando lo que es bueno y malo. Es decir, han sonado las trompetas apocalípticas de la disolución de la vida normativa para la humanidad y su reemplazo por lo puramente convencional y pragmático. A este nuevo tipo humano lo denomino el “hombre anético”.

En el fondo del escenario contemporáneo hubo un acontecimiento político decisivo: el poder del comunismo europeo se esfumó y el poder del capitalismo hegemónico neoliberal se regodea como la fuerza capaz de estabilizar a la sociedad. En su frío y cuantitativo racionalismo instrumental lo que importa es la estabilización de las cifras y no los seres humanos. Por su parte, éstos han trocado su dignidad por el salario, o dicho, en otros términos, los hombres de hoy prefieren no tener dignidad sino precio. El dinero es el omnipotente santo sanctórum ante el cual no hay ser humano capaz de no inclinar su cerviz.

Pero ambas utopías sociales decepcionaron, y sin utopías no hay metafísica posible. Por lo demás, ambas utopías eran de antemano antimetafísicas. El mundo se ha achatado, dejando ver solamente su vientre hinchado de placer y cornucopia para el tipo humano frívolo y vacío, que sin sentido de su vida vive estragado en el consumismo y el hedonismo. En las urbes capitalistas centrales y periféricas se vive una sobrevaloración del presente en términos materiales y una infravaloración del futuro en términos espirituales. El resultado es el endiosamiento de lo material y el enanismo espiritual. Su expresión intelectual es la filosofía posmoderna, la cual emergió gracias al vidrioso postulamiento hecho por Lyotard que debajo de lo que llamamos mundo está la voluntad interpretativa del hombre. En este sentido los posmodernos son los herederos legítimos de la hermenéutica de lo finito de Gadamer. Sin embargo, la filosofía posmoderna sólo se desarrolló porque encontró el suelo apropiado en la era neoliberal y el derrumbe de la utopía socialista. Nada de extraño tiene pues, que teorías parecidas en Wittgenstein, Merleau Ponty, Barthes, Lacan, Serres, Habermas y Arendt, por no encontrar el terreno social apropiado no pasaron de ser nociones correspondientes a una fase de la historia de las ideas. No obstante, la utopía socialista trata de revivir en aquel sector de Occidente que no se desangró con dos guerras mundiales ni conoció el capitalismo de bienestar de las potencias, esto es, América Latina. Aquí todo un conjunto de países integrados en el Mercosur gestiona una utopía social que trata de desmarcarse del capitalismo neoliberal imperante y anético, cuyo peso abrumador se deja sentir a través de la ubicua economía de mercado.

En realidad, El Informe sobre el saber –subtítulo de la obra de Lyotard-, fue condenado por el Gobierno de Quebec, sobre todo por la conclusión aquella de que “es la sociedad la que legitima el saber científico, porque quiere una ciencia ejecutiva en vista del beneficio”. Es más, esto ocurre, dice, con todo el saber, sea científico o narrativo. Y así devienen en metarrelatos o grandes mitos, que el cuerpo social sostiene como fundamento para su pensar, creer y vivir. Esta conclusión del Informe tenía un fuerte cariz de denuncia sobre la manipulación del saber por parte de la sociedad de consumo. Por lo demás, hecho fácilmente constatable, por ejemplo, en la metamorfosis de la universidad humanista por la universidad empresarial.

Para Lyotard el cuento que está detrás de todos los cuentos resulta siendo una invención en vista de su eficacia social.  El saber, en consecuencia, se deslegitima por su “ejecutividad”, que consiste en que “nosotros decidimos acerca del mundo”. La consecuencia inevitable de estas afirmaciones es el relativismo ontológico, el escepticismo gnoseológico y el cinismo moral. Y la condena del Gobierno de Quebec no debe interpretarse como una descalificación, sino, al contrario, como una ruborización provocada por enfrentarse a su propia verdad. Tenía que conmocionar al elemento más anquilosado del aparato oficial, a saber, el homo burocrático. Esto explica que es más fácil entender la filosofía posmoderna considerándola en conexión con los fenómenos sociales antes que verla simplemente como una abstracta fase de la historia de las ideas.

En Lyotard la filosofía posmoderna expresa a la izquierda filosófica anglosajona, frente a la derecha filosófica que no cuestiona la legitimidad del saber científico y narrativo. Pero qué es la modernidad considerada humanamente. No es una actitud eminentemente intelectual dirigida a las minorías, sino que es una postura primordialmente vital dirigida a las mayorías, que manifiesta una pronunciada tendencia a ser asimilada por las sociedades de consumo. Habiéndose esfumado la pretensión de verdad de la razón en el metarrelato científico y narrativo, entonces el hombre ni siquiera queda abandonado a su propio capricho individual y subjetivo, sino a la voluntad impersonal de un mercado que lo gobierna todo.

El hombre despersonalizado del imperio del mercado por fin se libera de las ataduras trascendentales normativas, ontológicas y cognoscitivas, tiene a sus pies un mundo a su medida, sin imperativo superior y espiritual alguno, sus caprichos hedonísticos están expeditos a ser satisfechos en la cornucopia de las vitrinas de los grandes supermercados. Él se ha vuelto en una mercancía con apetitos, que va sin freno en pos de otras mercancías con o sin apetitos. Su alienación está completa. Al vivir orondo y lirondo en una alienación que ya no le incomoda, entonces pasa a la siguiente fase más profunda de la alienación, esto es, la cosificación humana. La cosificación humana es la condición natural del hombre anético en la fase nihilista de la civilización occidental.

Por consiguiente, lo posmoderno es también una actitud para enfrentar la crisis de ausencia de referentes absolutos. Pero es una actitud negativa, que relativiza mediante la interpretación todo referente fijo y estable. En esto tiene un parentesco con la diatriba de los cínicos Antístenes, Diógenes y Salustio. Su abandono de las ideas y creencias de la modernidad –fe en el progreso, la ciencia y en la razón- ha dado lugar a la resurrección de la carne, el hedonismo, el narcisismo y la indiferencia socio-moral.

De esto último, se puede dar cuenta en el país más neoliberal de Sudamérica, a saber, Chile. Aquí el capitalismo monopólico emergente suprimió la gratuidad de la enseñanza pública, en los hechos no existe, la salud pública es desatendida, la estabilidad en el empleo quedó suprimida, el gasto militar es exorbitante y no fiscalizado, la arbitrariedad y abuso del capital no tiene límites. Es decir, la cultura posmoderna destila una sociedad donde la libertad se sobrepone sin límites a la justicia, lo que termina deslegitimando a la propia libertad y va incubando su propia destrucción, aunque no por el camino de la revolución, pero sí por la senda de la anomia.

En la cultura posmoderna la forma suprema es la vía corpore, que nos pone en contacto con los impulsos más elementales, sobre todo, el del egoísmo. De ahí que el cuidado del cuerpo tenga tanta importancia hoy, la cultura sobra y estorba. En el Perú, por ejemplo, los escritores somos difuntos en vida y los libros permanecen casi siempre inéditos, porque aquí sólo se lee por moda y obligación escolar. Arona decía que cuando entre nosotros se publica un libro pareciera que siguiera inédito. Razón tenía Mariátegui cuando señalaba que el poco interés por la cultura es debido a que hemos asimilado de Occidente la técnica, pero no su humanismo y civilización.

No obstante, nuestra tierra está preñada de fervientes, contumaces y afiebrados creadores de cultura. Demás está aquí llenar estas líneas con sus nombres. De modo que, es plausible pensar que cuando nuestra identidad mestiza asimile el humanismo que nos falta, entonces nuestro barroquismo ingénito –que como certeramente lo señaló Martín Adán es un romanticismo inveterado- será completo. Qué duda cabe, somos románticos hasta el tuétano, por eso no nos calza la horma del zapato clasicista, ni el voluminoso tratado teutón. Será recién el momento en que será posible enarbolar como hecho consumado el sueño de Antenor Orrego sobre el humanismo americano. En cambio, en el corazón de Occidente el mal es peor, porque siendo la fuente del humanismo le da descaradamente y dramáticamente la espalda, y en su difusión ni los mismos medios cibernéticos sirven. Aquí se trata del propio factor humano que da la espalda al acervo humanista. El internet, el Facebook, los blogs, etc., son en su mayor parte puestos al servicio de la frivolidad, lo informativo y de lo insustancial, que de lo formativo, profundo y reflexivo.

“No creéis ya en nada, normal nomás, actuad, has caso a tus apetitos, y sed como sentís”, es el lema posmoderno. Es la fase en la cual los hombres descubren que pueden dejar de ser hombres sin experimentar remordimientos, ni pesares, desarraigándose de su propia espiritualidad y vertiéndose a su propia sensualidad. Babélicos y sin más convicción en el alma, que la importancia de arribar en la escala social para tener dinero y poder, arrastran por el mundo la destrucción de la era dorada de la modernidad, a saber, la Ilustración.

Si el hombre moderno se constituye en torno al problema de emanciparse del dominio de la Iglesia como depositaria de la verdad revelada, el hombre posmoderno se instituye alrededor del problema de emanciparse de la emancipación misma, esto es, dejar de creer en la importancia de la libertad cuando lo que interesa es la otra libertad, la corporal. Sintomático es que nunca como antes la humanidad padece de obesidad, por no saber contener sus apetitos gastronómicos. Lo mismo sucede con la ola de crímenes, toxicomanía, prostitución, pornografía, alcoholismo, crimen   organizado, abuso infantil y de todo tipo, los cuales tienen una misma raíz, es decir, los deseos desbocados por la sociedad del imperio del consumo. Vivimos la abolición del ideal kantiano donde el ideal de libertad es inseparable del ideal de la justicia. En la sociedad del imperio del consumo poco importan ambos, porque el único que se irroga la libertad es el impersonal mecanismo del mercado, donde los seres humanos quedan subsumidos como meros mecanismos en su funcionamiento.

Y la destrucción de la libertad es la destrucción misma del hombre. Cuando Hannah Arendt estudió el caso del nazi capturado en Argentina por los judíos, Adolf Eichmann, cerebro de la solución final, se dio con la ingrata sorpresa de que se trataba de un hombre normal y corriente. El filósofo Karl Jaspers la apoyó en su conclusión de que no era un ser demoníaco. Pero era un hombre sin voluntad, sin carácter, llenos de slogans en su cabeza, que no pensaba por sí mismo, un ser totalmente manipulable por el totalitarismo del nazismo. Pues bien, el ejemplo viene a cuento porque hoy vivimos el totalitarismo del mercado, que a millones de seres humanos le dice a qué hora despertar, cómo vestir, qué comer y pensar, cómo trabajar, qué comprar, cómo amar, y pretende dominar hasta sus sueños, su vida subliminal. Esto es, que en nuestra época posmoderna estamos repletos de pequeños Eichmann, que no sólo no saben pensar por sí mismos, sino que no saben pensar empáticamente.

Es decir, el hombre de hoy tiene simpatía, pero carece de empatía, justamente la cualidad necesaria para que exista en el mundo la libertad y la justicia. La capacidad de sentir los sentimientos del prójimo nos faculta para construir un mundo mejor. Y quién es la primera persona que inculca empatía sino la madre. Pero las madres tienen apenas entre cuatro meses a dos años, según las distintas legislaciones del mundo, para estar con sus niños recién nacidos. Y la formación de la empatía es permanente. La ausencia en el hogar de las madres que trabajan es un problema, porque contribuye a crear seres fríos y glaciales aptos para el consumismo del totalitarismo del mercado.

Los economistas quieren achacar el meollo de la crisis europea a la disminución de la tasa de natalidad y al aumento del envejecimiento de la población con gran cobertura social. En otras palabras, preconizan como solución el desmontaje del capitalismo de bienestar. Sin embargo, ello no alentaría que las mujeres tengan más hijos y que la familia salga de la crisis que atraviesa. Una sociedad que evita tener más de un hijo a la larga se encamina a fomentar una sociedad egoísta, donde el compartir se hace más difícil. Si tener hijos es ya una escuela para que los padres salgan de sí mismos y aprendan a amar, el tener hermanos también lo es. Pero sucede que el hijo único se va proliferando en el mundo, en especial China, lo cual incuba un explosivo social de consecuencias catastróficas.

En la cultura posmoderna el “mal radical” se ha transformado. El concepto proviene de Kant, el cual lo asocia con el “egoísmo”, y luego Arendt lo vincula al “totalitarismo”. Nosotros aquí lo hemos hecho con la carencia de “empatía”, lo que impide en pensar en el Otro.

Hoy podríamos repetir lo dicho por Cicerón: “Oh tempora, oh mores” (Oh tiempo, oh costumbres), pero esta vez no para condenar las perversas costumbres de los conciudadanos, sino para advertir sólo el alma extirpada por la indiferencia y la sensualidad, la cual olvida su radicación en Dios, porque se resiste a la unión ontológica espiritual con él, desprecia el sentido de lo divino, y con ello desarraiga el punto de partida más poderoso para el reconocimiento de los valores absolutos. Y esta resistencia es más pasiva que activa, porque carente de voluntad constructiva se deja arrastrar por las inercias de su libertad. Las lecturas de autoayuda seudo espiritual de Osho, Chopra y Coelho lejos de representar la presencia vigorosa de una vida espiritual y de Dios, son en realidad fiel exponente de la ausencia de Dios y de la deformación manipuladora del sentido de lo divino. El Dios verdadero es insobornable, y si bien es cierto que hace falta una nueva imagen de dios, más unida con el destino humano y no solamente con la naturaleza y la historia, ello no es óbice para hacerse una religión a la carta y al gusto personal.

En este sentido, la posmodernidad represente el avance a un nivel superior de la cultura de la increencia. Increencia que no sólo afecta a las cuestiones sacras, a la muerte de Dios, sino también a las cuestiones profanas, involucra la muerte del hombre. En la posmodernidad no sólo “Dios ha muerto” –como lo proclamó Nietzsche-, también “el hombre ha muerto” –como lo señaló Foucault-. Y sobre sus exequias danza la nueva divinidad del totalitarismo del mercado. El deus in terris termina agonizando en el endiosamiento de la mercancía y del mercado.

El hombre posmoderno, a diferencia del ateo, no cree por desinterés e indiferencia, columbra, más bien, un ateísmo práctico. Su grito de guerra: “¡Abajo los Absolutos!”, es sin embargo la expresión más perfecta de autodeificación. Pues, quien se siente en un presentismo e inmediatismo autosatisfecho simula la placidez omnipotente de la divinidad. Sintiéndose diosecillo es la mejor manera de dejar de sentir nostalgia por lo divino. El anético hombre posmoderno, en consecuencia, realiza este prodigio cultural y engañoso de la culminación autodeificante. Siendo alguien que no admite más que transitorio y lo contingente le es fácil prescindir de la condición ontológica infinita y autosuficiente que es Dios. Pero fuera de sí mismo no hay, sino, más que un pavoroso vacío. Por tanto, el mundo de la diversión, el goce material y el éxtasis corporal es el principio y el final de una galopante sabiduría del cuerpo. Terapias, dietas, ejercicios, masajes, vitaminas son el abecedario y nuevo evangelio de la resurrección de la carne y de la muerte del espíritu. Se desemboca, así, en una cultura narcisista, donde lo más importante es prolongar la vida relativa ignorando la eterna, conservarse joven y lograr a como dé lugar las mayores ganancias.

Sin voluntad, con abulia y sin capacidad para establecer lo incondicionado, absoluto y perenne, los anémicos posmodernos proclaman insulsamente las miserias de la razón inmanente para entronizar en   su lugar la tiranía de la sensibilidad y la subjetividad humana. Lo paradójico del caso es que esta tiranía de la subjetividad va de la mano con una abolición ética y ontológica del sujeto. Pues, el sujeto posmoderno no es el sujeto de la modernidad, o sea el portador de la iluminación racional, sino de la obscuridad del pensamiento y de los sentimientos altruistas, lo que le impide penetrar en las esferas profundas de la realidad.

En definitiva, son los intereses de la voluntad interpretativa del hombre lo que va a determinar la deslegitimación del saber humano. Esta subjetividad débil es lo único que queda en las manos posmodernas. Y es precisamente ésta la que da sustento a su nihilismo integral, es decir, metafísico, gnoseológico y moral. Por ello, el hombre posmoderno es también un sujeto anético, escéptico e inmanentista, porque se siente más allá del bien y del mal, niega la verdad y lo trascendente. Y todo esto está implícito cuando se le concibe como “el hombre sin absolutos”.

El hombre posmoderno se queda así en la caverna de su propia subjetividad débil, sin advertir que no puede cumplir con la fascinadora promesa de acabar con la realidad, la verdad y lo absoluto. Lo único que logra en su solipsismo vital es que desaparezca en él el amor, como potencia divina y anhelo humano. Sin amor en el corazón, al hombre posmoderno le es más fácil desterrar la nostalgia y la esperanza. Habiendo desarraigado de su alma el sentido de lo divino, deja de experimentarse como criatura, como hijo del Padre, haciendo innecesario recuperar la esperanza en el Paraíso. En su lugar deposita su confianza en las maravillas de la revolución tecnológica, sueña con lograr la inmortalidad a través de la biotecnología, convertirse en un poderoso ciborg, lograr la sabiduría infusa por algún implante cerebral, es decir, por cualquier medio que no le exija esfuerzo ni elevación interior. Y así, su confianza, que destierra la esperanza y la nostalgia de ultratumba, se va encerrando en un solipsismo vital, nihilista e inmanente.

No es extraño, de este modo, que el hombre anético posmoderno con su proverbial indiferencia a lo superior y absoluto cree haber llegado a esa vida perfecta de la naturaleza, al primitivo edén panteísta. Se ilusiona con vivir enteramente en una vida, su refrán favorito, en consecuencia, es: “Sólo se vive una vez”. En su universo todo está en acto, como la vida participada por el Motor inmóvil aristotélico a la physis que mueve. Sin creer en la vida perfecta trasmundana cree en la vida perfecta cismundana, terrenal. Vive sin perturbadoras ideas metafísicas. La idea del alma es otro estorbo, sólo se cree en la inmortalidad genética y cultural.

Y tenía que ser así. Por cuanto tener alma es tener memoria y, en consecuencia, historia; pero la historia es tiempo, y el posmoderno en tanto que suprime la nostalgia y la esperanza, también suprime el pasado y el futuro. Ilusionándose con un presentismo fatuo de confort y placer, no sufre el tiempo como el hombre oriental, ni lo piensa como en la antigüedad, tampoco lo diferencia como en la Edad Media, ni lo calcula como en la modernidad, sino que lo disfruta sin responsabilidad, preocupación o conciencia. La experiencia del tiempo para el hombre posmoderno estás desprovista de utopías, de milenarismos, escatologías, reduciéndose tan sólo a la experiencia anética de un presentismo de máximo goce y utilidad. 

En todas las épocas de la historia estuvo presente el hombre anético, desde Caín, Herodes, Calígula, los Borgia, Hitler, Stalin, hasta los hombres inmensamente ricos, todos los cuales sin espasmo alguno pueden provocar efectos dañosos al prójimo. La diferencia estriba en que hoy, este tipo humano, carece de freno normativo, culturalmente está entronizado en la hegemonía social, poniendo en peligro el destino de la humanidad, incluso con herramientas de la tecnociencia[9]. El hombre posmoderno es la inversión de las fuentes en que nace la cultura Occidental: la actitud religiosa del hombre oriental que está presente en el cristianismo, la justicia romana como ideal recogido en las utopías sociales, y la actitud racionalista del hombre griego. Sin amor, justicia y verdad, se inicia el imperio de la de voluntad egocéntrica del hombre anético, símbolo de la desfundamentación nihilista de la cultura occidental.

 

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La interioridad virtuosa

 

El hombre no es una criatura indoctrinable. De lo contrario ningún esfuerzo educativo seria fructífero. La educación tampoco es la panacea a todos los problemas humanos. De lo contrario no serían tan decisivos en muchos casos las condiciones innatas –especialmente en los genios-. La interioridad virtuosa es posible formarla, o sea ser fruto de la educación, del medio, de lo institucional. Pero también existe el genio moral, de innato comportamiento ético, y muchas veces fundador de un camino hacia el bien. La pregunta en la modernidad nihilista no sólo es cómo formar personas virtuosas sino cómo hacerlo en medio de un medio anético.

El hombre es una criatura compleja y contradictoria y como tal requiere de un enfoque múltiple. Esto significa que la interioridad virtuosa no es solo fruto del esfuerzo personal y disciplinado. Si fuese así sólo algunos o muy pocos bien dotados podrían ser seres virtuosos. Buda, Confucio y Jesús –cada cual con sus singularidades- fueron seres excepcionales, genios morales, portadores de una nueva fe moral al mundo. Fueron faros luminosos de la interioridad virtuosa. Y a su vera permiten advertir que una cosa es ser capaz de poner la propia libertad en aras de la práctica habitual del bien y otra cosa es hacerlo por inercia o porque todos lo hacen. Esto significa que la interioridad virtuosa aparece por dos vías. Ya sea por influjo interno de la propia voluntad, o por el influjo externo del medio externo. No es poca cosa reconocer que un medio virtuoso influye en la formación de conductas virtuosas. Es más, hay seres de tan pobre voluntad que necesitan la presión del medio externo para provocar un cambio interno por imitación.

Pero también hay de aquellos que son movidos por el amor, el deber y la convicción personal para emprender el cambio interno. A lo que vamos es que no se debe subestimar ambos elementos para la formación de una interioridad virtuosa: lo interno y lo externo, lo innato y lo institucional. No todas las personalidades responden a los mismos intereses y afanes. Los hay quienes sólo se interesan por lo práctico e inmediato y otros arrastrados por la fuerza superior del ideal.

Es por ello que en la formación de la interioridad virtuosa debe ser tomado en cuenta tanto el componente interno como el componente externo. Hay épocas históricas intensamente espirituales que incentivan la interioridad virtuosa, como las hay también épocas planas, horizontales, sin afanes trascendentales, que solo motivan intereses pragmáticos, egoístas e individualistas. Tampoco se puede esperar que una época histórica sea solamente de ascenso o descenso espiritual. Pues ha de conocer su momento de declive y descomposición, donde abundan las personalidades viciosas y no virtuosas.

Esto significa que en la formación de la interioridad virtuosa confluyen diversas líneas entrecruzadas que la favorecen o la perjudican. Nada de ello exime a la persona de la responsabilidad personal de decidir libremente su acción moral y ser responsable de ella. El hombre no es el robot de Dios ni el robot de la sociedad, pues actúa libre y responsablemente, salvo atenuantes de enajenación mental. Esto resulta sumamente interesante porque revela que en el acto libre de la interioridad humana está inscrita la ley moral que el Creador ha puesto en nosotros. De lo contrario de dónde nos viene la alerta en la conciencia de que se hace una acción mala. Lo biológico nos lleva a celebrar un acto egoísta, pero es lo espiritual lo que sanciona como malo dicha acción.

De manera que el hombre no es solo impulsividad biológica sino que también es espiritualidad. Y en esta espiritualidad se descubre lo que Víctor Frankl llama la presencia ignorada de Dios. Por lo demás, este principio superior de integración, organización y síntesis, no solo está en la conciencia humana sino también en la materia. A esta forma de conciencia presente y distinta en la materia misma se le puede llamar telos. Pero en ambas formas, tanto en la conciencia humana como en la materia, representa la tendencia inconsciente hacia Dios, que es el bien.

Pero hay algo más profundo todavía en esto. Y es que la existencia humana no solo no puede dejar de ser libre, sino que no puede dejar de afrontar el dilema del libre albedrio. Su misma probabilidad consiste en ser un ser posible. Y su propia posibilidad conoce solamente dos movimientos: uno de ascenso –acción responsable- y otro de descenso –acción irresponsable-. Lo singular es que la responsabilidad hacia el bien es lo que define el crecimiento de su interioridad. El otro camino es desintegrador. De manera que la unión inextricable entre lo ontológico y lo ético es inoculable. Lo cual no significa que la responsabilidad se diluye en lo sustancial, sino que ayuda a dar cumplimiento posible a su propia sustancialidad. Todo aparece como si el Ser en la propia existencia humana cuenta con un amplio margen de contingencia, pero para actualizar lo universal y necesario de su propio ser. Con ello se desmiente que el hombre sea pura posibilidad y proyecto. También es cumplimiento libre y contingente de su propio ser. Pero lo más recóndito de su movimiento existencial es que aun en el cumplimiento de su propio ser queda siempre como una totalidad imperfecta. Ese fue el aspecto resaltado por el neocriticismo y el realismo. Este es el sino por ser criaturas finitas. Si el romanticismo dio al hombre conciencia de su naturaleza infinita, el existencialismo hizo sólida la conciencia de su naturaleza finita. Pero el postmodernismo, yendo más allá del pragmatismo –que resaltó el carácter incierto de la existencia humana en el mundo-, del neopositivismo –que subrayó el carácter esencialmente falible del conocimiento-, y del estructuralismo –con su representación binaria de la realidad-, proclama que la existencia humana es pura creencia en el juego del lenguaje, dado que no existe ningún tipo de verdades fuertes. El hombre sin verdad se contenta con un juego lingüístico meramente útil para propósitos determinados. Con ello la interioridad virtuosa queda reducida a mera ilusión pragmática. Con ello la modernidad tardía concluye en un idealismo subjetivo radical. Ya con el empirismo la “idea” –incluso el valor- se volvió en contenido de conciencia. Con el posmodernismo se culmina en la negación más radical de la verdad objetiva y el valor es reducido a convención.

Este giro de la filosofía contemporánea hacia el relativismo, historicismo y cientismo se refleja en la reflexión ética contemporánea donde se habla de diversos tipos de éticas. Las éticas analíticas (Moore, Wittgenstein, Ayer, Stevenson), axiológicas (Scheler, Hartmann), existencialistas (Heidegger, Sartre), procedimentales (Apel, Habermas, Rawls), hermenéutica (Gadamer), de la alteridad (Levinas), débil (Vattimo), de la responsabilidad (Jonas), pragmática (Rorty) y sustancialistas (Walzer, MacIntyre, Taylor). Nuestra modernidad nihilista está privada de verdad, ha extraviado el sentido del ser y del valor. Con ello hace problemática y difícil la interioridad virtuosa. La trayectoria del pensamiento moderno demuestra que sin Dios no se piensa racionalmente y se termina destruyendo la vida buena.

La ética de las virtudes de Tomás de Aquino sobrevive por sí sola y a través del Magisterio de la Iglesia, pero también está presente en la ética comunitarista del filósofo escocés MacIntyre. Echemos un vistazo a la ética de las virtudes del tomismo.

Es propio de la criatura racional obrar por un fin.  Los actos humanos se especifican por un fin.   Hay   un   fin último en la vida humana. La voluntad del hombre no tiende a varios fines últimos. El Bien perfecto es el fin último del hombre. Dios es el fin último del hombre y de todos los seres intelectuales, las demás criaturas la alcanzan por participación. Además, el Aquinate afirma que la Bienaventuranza no consiste en la riqueza, honores, fama, poder, placer, o el alma. Pero es algún bien del alma. Tampoco está en un bien creado.  La bienaventuranza humana está sólo en Dios. Dios es el bien universal que aquieta la voluntad humana. No deja de advertir sobre la importancia de la formación del hábito. El hábito es una cualidad de primera especie que implica cierta duración y orden a los actos. El hábito es indispensable para que las potencias se determinen al bien. Las virtudes humanas son hábitos. La virtud es el buen uso del libre albedrío. Es un acto operativo, es un hábito bueno. La virtud es un buen hábito de la razón por la que se vive en rectitud, de la cual nadie puede hacer mal uso, y que Dios obra en nosotros sin nosotros, pero con nuestro consentimiento.

Resulta así que la formación de buenos hábitos es indispensable para el ejercicio de la virtud. La virtud pertenece a las potencias del alma. Puede residir en varias potencias del alma, pero según cierto orden. El entendimiento es sujeto de la virtud, tanto en cuestiones especulativas como prácticas, pues perfecciona el conocimiento de la verdad. El apetito irascible y concupiscible en cuanto participan de la razón es sujeto de la virtud. Las virtudes cognoscitivas residen en la razón y no en alguna facultad interna del conocimiento. La voluntad es sujeto de virtud cuando se dirige a un bien extrínseco (el bien divino, el bien del prójimo). Los hábitos intelectuales especulativos son virtudes para considerar la verdad. Sabiduría, ciencia e inteligencia son hábitos intelectuales especulativos.  El arte es una virtud. La prudencia es una virtud distinta al arte, porque la rectitud de la voluntad le es esencial. La prudencia es la virtud necesaria del buen vivir.

Pero no toda virtud es moral. La virtud moral es distinta a la virtud intelectual. Toda virtud humana es intelectual o moral. La virtud moral puede darse sin la intelectual (sabiduría, arte o ciencia), pero no puede darse sin entendimiento o prudencia, por eso implica a la recta razón. Las virtudes intelectuales pueden existir sin las virtudes morales, excepto la prudencia. Las virtudes cardinales son cuatro: prudencia, justicia, templanza y fortaleza. Estas virtudes se distinguen entre sí en virtud de su objeto.

Además, la criatura humana cuenta con virtudes teologales dadas por Dios. Se distingue de las virtudes intelectuales y morales. Son: Fe, Esperanza y Caridad. En el orden de la generación la fe es anterior a la esperanza y a la caridad; pero en el orden de la perfección la caridad es primera porque las vivifica y recibe de ellas perfección de virtud. La Gracia pone en el alma el don concedido y el reconocimiento de este don. La gracia es una cualidad del alma intelectual, pero no es una virtud. Siendo anterior a la virtud la gracia está en la esencia del alma racional y por ella participa de la naturaleza divina. Esto es en lo esencial la doctrina tomista sobre la virtud.

Muy bien, frente al existencialismo que desemboca en una ética atea, a la fenomenología que lleva hacia una ética de los valores, a las tendencias analíticas que hiperbolizan lo experimental, al procedimentalismo que conduce hacia una ética de la tolerancia intersubjetiva, a la ontología débil y al pragmatismo que deriva a un relativismo ético, son en realidad los enfoques sustancialistas los que recogen mejor la ética de las virtudes del tomismo. Su superioridad reside en que aborda al hombre tanto en su realidad inmanente como trascendente. No mutila su naturaleza.

Los valores son objetivos, existen en sí, son entidades ideales, en cambio las virtudes son subjetivas, es una potencia del alma que se desarrolla con el buen uso del libre albedrío. De ahí que sin el desarrollo de las virtudes de poco sirve señalar la existencia de los valores. Las virtudes son como el radar, la puerta y el imán de los valores. Esto es, que puede haber valores sin virtudes, pero no virtudes sin valores. Por eso que es arar en el desierto el predicar los valores sin el inculcar las virtudes.

Pero hoy vivimos en una sociedad dividida desde el alma, y en su comportamiento esquizofrénico pretende combatir la extendida corrupción institucional con una rancia vocinglería de los valores, pero sin comprometerse con el hábito de las virtudes. Eso es pura cháchara vacía. Las virtudes son superiores a los valores porque implica la inclinación libre y voluntaria del alma hacia el bien, y sin lo cual lo valores se quedan como frías entidades sin vida. Las virtudes son la actualización de los valores, por ello une lo antropológico con lo ontológico. Los valores son ontológicos, son objetos ideales de nuestra voluntad percibidos por la intuición emocional. El valor vale y la virtud trae al valor a la existencia temporal por un acto libre y racional. O sea, la interioridad virtuosa se forma como una silenciosa revolución existencial donde el hombre efectúa la trascendencia objetiva del valor en el devenir. El devenir no hace del valor un objeto situacional. El valor es una esencia cuya objetividad se completa en la realización libre del hombre. El valor señala lo que hay de eterno en el hombre. El valor revela la unión que existe entre metafísica y axiología. Es más, le recuerda al hombre que la peculiaridad de su ser depende de la realización virtuosa de los valores. No es casual que el hombre merma su humanidad cuando se deprava y practica una conducta viciosa. El valor descubre que el espíritu humano está inserto en una metafísica de la trascendencia.  

La ética de las virtudes de santo Tomás de Aquino muestra una filosofía equilibrada que admite tanto la dimensión inmanente como la dimensión trascendente del hombre, confía en la razón sin desconocer sus límites, subraya la responsabilidad individual y social del hombre sin olvidar que su fin último es la vida sobrenatural y la visión de Dios. Pero la antropología positivista, vitalista, marxista, utilitarista y posmoderna prefiere el cercenamiento de la dimensión metafísica del hombre para reducirlo a mero interés temporal, pragmático e inmediato borrando de un plumazo aquello que de eterno hay en su existencia. Cuando el valor queda encerrado en la mera inmanencia terrenal concluye asfixiado de puro relativismo. Cuando los valores dejan de ser esencias y son asumidas protagóricamente como convenciones útiles resulta siendo imposible la propia existencia humana. Se entiende, por consiguiente, lo decisivo de comprender los valores en su carácter absoluto para edificar una interioridad virtuosa.

Max Scheler escribió: “Las cosas son percibidas, los conceptos pensados y los valores sentidos” y además añadió que “los valores son absolutos y sólo cambia el hombre histórico”. Todo lo cual es cierto, no obstante, los valores sentidos no garantizan su asunción ni seguimiento, menos en una época como la nuestra con generalizado indiferentismo moral. Por eso es que hormiguean las éticas relativistas (procedimentales, hermenéuticas, existencialista, pragmática), que al final subsumen el valor y la virtud a la armonía social, a la tolerancia, consagrando en el derecho lo que en la moral transgrede la ley natural.

Es más, la ética de las virtudes recalca que incluso la ética aristotélica basada sólo en las virtudes morales son pecado y muerte sin las virtudes teologales. Y contra quienes repiten sin sentido que Tomás de Aquino asume entero a Aristóteles, hay que recordarles que el dominico acepta de Platón la idea del Bien Supremo y difiere de la noción aristotélica del Estado, al cual subordina el individuo y la familia, y defiende la esclavitud. Lo cual es punto de partida para subsumir a la persona humana al Estado y al mercado totalitario.

En realidad, la secularización hizo imposible la vida ética porque al vaciar al hombre de lo absoluto puso a los valores en tierras movedizas, incapaces de sostenerlo y hacerlo crecer. La religación existente entre metafísica y axiología indica que no hay sistema ético posible sin sentido religioso. No hay ética del bien posible sin el reconocimiento de la absolutividad de los valores. Ni el bien de Aristóteles, ni la razón autónoma de Kant, ni la mística de la unión indiferenciada con la divinidad de índole oriental, son capaces de salvar al hombre del estrangulamiento de la vida ética. La desmalignización del mal y la malignización del bien no podrán ser atajadas sin reconocer que la absolutización del valor va unida al reconocimiento de Dios. Pero de una divinidad personal y providente dentro de una filosofía teísta y realista. Esto no significa ningún trascendentalismo neohegeliano manifiesto, porque el anti-inmanentismo es tan carente de sentido cuando la realidad humana ética consiste en la realización terrenal del valor absoluto.

Es parte del curso formalista del pensar moderno dejar al hombre sin valores firmes, porque el nihilismo es en el fondo un irracionalismo, esto es, el descaminamiento más profundo de la razón que abandona todo fundamento trascendente.

 

II

 

Recuperación de la trascendencia

 

4

La obsesión por el ente

En la modernidad nihilista el hombre anético vive obsesionado por las cosas. Vaciado previamente de sí mismo, como culminación de la negación del ser, el absoluto y la trascendencia, prefiere entregar su libertad al imperio de los entes. Pero el ente también ha sufrido una desvalorización de su profundidad metafísica. Ha sido reducido a pura objetividad. De modo que todo se mueve en un universo sin verticalidad, se vive en la bajura de la inmanencia horizontal. El consumismo no es más que la expresión vital de la inversión metafísica del valor. Si nada trascendente sobrevive entonces el dominio del ente inmanente se expande ilimitadamente. Este dominio se agudiza con la presencia del ente virtual de la informática. El cual sólo visto desde el ángulo de la inmanencia resulta relativizando aún más la realidad misma. El idealismo subjetivo se profundiza.

¿Estaremos en la fase final del mundo moderno? En el mundo antiguo se afrontó el final con el desprecio de los cínicos, la resistencia de la morada interior de los estoicos, la huida contemplativa de los neoplatónicos, la esperanza en Dios de los futuristas hebreos y el cristianismo de Jesús hecho hombre.

Hoy, en cambio, la fase terminal del mundo moderno coincide con la crisis profunda de la filosofía que, tras haber dado definitivamente la espalda a los temas de lo infinito y de la totalidad perfecta del Romanticismo, se centró en los de la finitud, alteridad, trascendencia y problematicidad, primero en un sentido constructivo con Kierkegaard, que señaló la existencia como posibilidad que puede no ser; el pragmatismo, el cual acentuó el carácter incierto de la existencia humana; el neopositivismo lógico, que enfatizó la falibilidad esencial del conocimiento; el existencialismo, que hizo sólida la conciencia de su naturaleza finita; y del espiritualismo, neocriticismo y realismo, que señalaron la realidad como totalidad imperfecta. Pero en un segundo momento la filosofía contemporánea parece mostrar su significado último mostrando una especial incomprensión de la categoría de la “trascendencia” y de la “posibilidad”. Lo que estamos presenciando con las filosofías antirepresentacionalista, y de la hermenéutica posmoderna es el triunfo de la subjetivización solipsista, el ego único y soberano de los años 45 explotó en multiplicidad de mónadas que reclaman el imperio del relativismo, el hedonismo y el nihilismo. Es la vivencia de la libertad desorbitada porque es asumida erróneamente como una necesidad ineluctable, “el hombre está condenado a ser libre”. En otras palabras, de la pérdida del sentido de la vida también se hace eco el desarrollo de la filosofía que no ha podido salir de la humanización de la identidad entre el sujeto y el objeto, la hemorragia de subjetividad y el colapso de la verdad extrahumana. Si la Segunda Guerra Mundial concluyó con el indescriptible y descabellado Holocausto de seis millones de judíos, gitanos, razas llamadas inferiores y de opositores políticos, en cambio la modernidad tardía culmina en algo peor, a saber, el paroxismo del para-mí y el olvido del ser.

Es decir, la fase final del mundo moderno muestra su significado último de pérdida del sentido de la vida en el fenómeno nihilista. La época moderna intentó construir la ciudad de Dios en la tierra (siglos XIX y XX), fue un tiempo de ampliación del voluntarismo, individualismo e intelectualismo, para terminar con el desencanto de las utopías sociales y el avance arrollador de la manipulación técnica de los hombres (siglo XXI).  Heidegger lo había señalado certeramente al indicar que la técnica moderna es una desocultación del ser como lo “disponible” y este intento de convertir toda la realidad en disponible es el destino nihilista de nuestra época, que concluye en el olvido del ser. En este sentido, no es casual que la pérdida del sentido de la vida se experimente como una merma del sentido del ser. Lo cual revela que el problema del sentido de la vida no es una cuestión meramente óntica sino ontológica, tiene que ver con los fundamentos de la realidad y su aprehensión.

La dirección solipsista de la modernidad estaba ya dada con el cogito ergo sum cartesiano, que supeditó el sum al cogito. El Romanticismo fue un breve momento reactivo con su afán de infinito y totalidad perfecta. Pero la reivindicación del individuo volvería por sus fueros hasta extralimitarse en una multiplicidad de mónadas con una autárquica voluntad de verdad. De modo, que si el problema de la vida es un problema social con raíces culturales, entonces se trata más de un problema sociológico que filosófico. Pero si las raíces culturales hunden sus fundamentos en el horizonte occidental del preguntar filosófico, entonces se trata de un problema metafísico. Y esto es precisamente la cuestión.

En otras palabras, el hombre de la modernidad occidental no se sume en el nihilismo meramente por razones socioculturales, las cuales son su manifestación fenomenológica, sino por razones metafísicas, las cuales son su fundamento ontológico. El nihilismo es parte del problema del encubrimiento metafísico del ser. De manera que poco se avanza señalando que la modernidad aisló al individuo dejándolo en el limbo relativista, siendo su resultado el fracaso personal, el suicidio y el vacío existencial. Esta descripción da cuenta de la fenomenología del nihilismo, pero obvia su aspecto fundamental, a saber, su base metafísica.

Es decir, si no marchamos hacia la recuperación metafísica de la trascendencia y del extraviado sentido del ser, no será posible revertir la pérdida del sentido de los valores, la vida y de la interioridad. Lo terrenal sin lo atmosférico luce yerto.

Pues el nihilismo, como negación del sentido del ser, no encuentra su manifestación primaria en la ola de suicidios, alcoholismo, pornografía, lumpenización social, sicariato, drogadicción creciente, falta de sentido ético en los negocios, la política y en las relaciones personales, todo esto es parte de la fenomenología de la pérdida del sentido de la vida, pues su manifestación esencial es metafísica y tiene que ver con la negación del sentido del ser. Este fundamento no es una entelequia divorciada de lo concreto, lo cual parte de una mala comprensión de la metafísica antigua de las esencias, pues una correcta interpretación ubica el eidos ideal como la luz que hace posible lo real.

El nihilismo produce anetismo. Llamo anetismo al acto moral por el cual la mentalidad moderna convierte al hombre en una criatura sin absoluto, haciendo que se pierda el nexo ontológico entre Dios y la criatura. Esto no afecta la capacidad humana de sentir lo divino sino su voluntad hacia lo divino. Por ello, no se trata de la muerte de Dios sino de la muerte del hombre hacia Dios. El anetismo también señala el tránsito de la cultura del increencia a la cultura del nihilismo integral, donde ser, verdad y valores son relativizados. En una palabra, el anetismo al despojar al valor de su absolutez se centra en lo finito cismundano obviando lo transmundano. El nihilismo anético es la negación de la realidad substancial, por eso Hamilton usó el término para calificar la doctrina de Hume como nihilista. Y es empleado para calificar la doctrina de Nietzsche que se opone radicalmente a los valores y creencia metafísicas tradicionales. Todo esto se configura en la “obsesión por el ente”.

Sin embargo, lo singular del nihilismo de la modernidad tardía es que integra en uno solo las tres formas tradicionales de nihilismo (el gnoseológico pirrónico, el moral nietzscheano y el metafísico protagórico). La consumación nihilista del sentido de la vida en su significado último representa el triunfo del perspectivismo, la dogmatización del escepticismo, el reino del hedonismo, la insensibilización del sentimiento de lo divino, el dominio del pensar técnico, el divorcio profundo de la libertad con la justicia y el olvido del ser. Es una crisis metafísico-existencial a la vez, donde luce obliterado el mundo externo y el mundo interno simultáneamente. Esto nos lleva inevitablemente a una discusión con la tesis heideggeriana sobre la pérdida del sentido del ser en el pensar occidental, el cual reza: el pensar técnico y objetivista que impera en la modernidad nace en el conceptualismo socrático-platónico griego. La bomba atómica ya comienza a existir desde que  el ser es entendido como Razón y cálculo. Así, para Heidegger la filosofía fue originariamente un corresponder que traduce a lenguaje el llamado del ser del ente. Luego devino, desde Aristóteles, en un pensar ontoteológico del ente en cuanto tal.

La filosofía antes que búsqueda (Platón) fue armonía (Heráclito) y el temple de ánimo que lo posibilitó fue el asombro, en cambio para el hombre moderno es la angustia ante el ser. Este cambio de pensar acontece con Sócrates y Platón. El ser ya no es entendido como lo que suscita el decir y el pensar sino como Razón, Principio y cálculo. El dominio del principio de razón determina el ser de la era técnica. La filosofía como metafísica (estudio del ente) ha encontrado su final en el desarrollo de las ciencias. La tarea del pensar consiste en abandonar el pensar ontoteológico, precursor de la era técnica, y replantear la posibilidad de un pensar que se interrogue no por el ser del ente, sino por el ser en cuanto ser, por la posibilidad de la presencia en cuanto tal.

Estas consideraciones las vierte Heidegger en tres conocidas conferencias[10], en las cuales se refleja que se encuentra lejos de su abandonada vía de analítica existencial de Ser y Tiempo de 1927. Es decir, corresponde a un periodo que deja atrás lo que un estudioso como R. Kroner clasifica como “filosofía de la muerte” (1927), “filosofía de la nada” (1929) y “filosofía del ser” (1930); para arribar luego a una “filosofía de la gracia” (1942), donde sigue una vía análoga a la del idealismo romántico alemán que mitologiza el ser. En realidad, en los últimos escritos abandonó el tema de la existencia para centrarse en el ser. El ser no puede entenderse, ni describirse, sólo evocarse. Predomina un tono profético y apocalíptico, que anuncia una nueva era para el hombre enajenado, el olvido del ser, la necesidad de destruir el pensar hecho y la llegada del nihilismo. Heidegger como profeta del nihilismo en realidad visualizan, con clarividencia, el gran desconcierto en que se sume la humanidad en una era dominada por el pensar técnico y objetivista.

En primer lugar, resulta esquemático suscribir la opinión heideggeriana sobre que la ontología antigua trabaja con conceptos de “cosas” y que, en cambio, la ontología contemporánea arriba al concepto de “existencia” y cosas. No es cierto que Platón tome el ser como esencia, idea o concepto, pues la verdad total nunca será posesión del concepto. No otra cosa representa la alegoría de la caverna. Por lo demás, neoplatonismo, agustinismo y Eckhart se propusieron conocer sin conceptos, objetividad y representación, sin olvido del ser. Buscar el ser en sí que está más allá de toda esencia, en la negación de la negación que no termina en un puro concepto trascendente.

En cambio, Heidegger en su última etapa termina en una supermetafísica mística, poética y estética, donde la filosofía queda convertida en un arte y la razón filosófica no tiene nada que decir. Recordemos que afirma “el ser no puede entenderse, ni describirse, sólo evocarse”. En segundo lugar, su abandono de la analítica existencial resulta precipitado, porque si no puede brindar una ontología es más por su estrecho marco inmanentista del Dasein, cuya temporalidad se ve restringida a la cotidianidad, historicidad y la intratemporalidad, sin considerar la transtemporalidad o la vida eterna. Lo cual significa que todo ser en general se basa en el tiempo. Más bien, el concepto de eternidad lo considera sacado de la comprensión vulgar del tiempo, en el sentido del ahora ininterrumpido. Heidegger incluso se llega a preguntar si el “ser en el mundo” tiene una instancia más alta que el ser para la muerte, pero deja incontestada dicha posibilidad[11]. En tercer lugar, también es notoria su excesiva atención al “temor” y la “angustia”, y su escasa aplicación a la fe, la esperanza y el amor como estructuras existenciarias genuinas del Dasein. De ahí que la “cura” termine en una temporalidad finita, es decir, para la muerte, que no puede dar respuesta a la cuestión del ser en general. Y en cuarto lugar, como para él no hay ningún absoluto como elemento superior al tiempo primordial, entonces culpa al pensar ontoteológico de la pérdida del sentido del ser.

Pero ¿Acaso la ontología tradicional no preguntó también por el sentido del ser en general a través de un ente privilegiado (Dios, infinito, pensar)? La tarea del pensar, nos dice el filósofo tudesco, consiste en abandonar el pensar ontoteológico, precursor de la era técnica. Pero a lo que en realidad se refiere es al pensar al ser en cuanto ser como ente, no obstante Dios, que puede ser pensado como un ente, no es un ente y por consiguiente resulta ilegítimo confundir el Dios-idea con el Dios-viviente. Se trata de una falsa identificación. El pensar ontoteológico precisa ser denunciado y rectificado, pero ello no justifica confundir la realidad teológica con el pensar entificante del pensar ontoteológico.

En otras palabras, el inmanentismo fundamental que entroniza el culto a la humanidad de su primera etapa, es tan incapaz de generar el reclamado nuevo modo de pensar, como el retorno a la ontología objetivista de su última etapa, que sólo busca místicamente un pensamiento que “deje que el ser sea” [12], convirtiéndose exactamente en un fatalista quietismo oriental. Todo su pensamiento está dominado por un abandono quietista a la realidad fáctica. En consecuencia, la filosofía está incapacitada de poder salir del hoyo del nihilismo si antes no replantea originariamente un corresponder que traduce a lenguaje el llamado del ser del ente teniendo en cuenta tanto la dimensión de la inmanencia como de la trascendencia. Finitud, falsabilidad y totalidad imperfecta son las nuevas categorías por las cuales la filosofía contemporánea acentúa el ocaso del romanticismo para abordar descarnadamente al hombre y a la realidad. Pero por lo visto ha llevado muy lejos su pretensión de negar la rigidez estática de la verdad, la naturaleza infinita del hombre y alcanzar verdades permanentes e inmutables. Es decir, se pasó al otro extremo, el de la inmanencia solipsista. Y tenía que ser así para poder mostrar su significado último, demostrar que no pudo superar dialécticamente la categoría hegeliana de “totalidad” ni la kierkegaardiana de “posibilidad”, y hacer ver la necesidad de un nuevo pensar filosófico y teológico que integre lo finito y lo infinito, lo inmanente y lo trascendente, la totalidad imperfecta y la totalidad perfecta, la posibilidad y la determinación. A pesar de que el romanticismo ha sido rechazado en sus aspectos más interesantes, las nuevas categorías ya están presentes, como las de alteridad y trascendencia, sólo hace falta integrarlas con nuevo sentido.

De todas formas, el romanticismo, demolido, pero no superado, todavía actúa a través de su herencia más engañosa, esto es, el primado de la presencialidad del hecho, el predominio de lo empírico, el factum. Por consiguiente, el obstáculo no es el pensar ontoteológico del ente en cuanto tal, sino aquel pensar que se limita a la realidad fáctica y al opresivo primado de los hechos empíricos. En una palabra, el obstáculo es el pensar empirista. El empirismo se ha convertido en un prejuicio ambiente no sólo porque es la tendencia natural de nuestra inteligencia de entrar en contacto con el mundo, sino porque el clima cultural lo promueve como el medio privilegiado para conocer el mundo y deducir los conceptos y las existencias. De modo, que, en la crisis nihilista de la modernidad tardía o posmoderna, la salvación del hombre deberá empezar por la reconstrucción de su propio pensamiento, y esto es tarea de la filosofía. La filosofía es búsqueda de la armonía entre el ser y el ente a través del pensar. Pensar que tiene tanto una dimensión objetivista, identitaria y logocrática, como otra dimensión transobjetiva, armonía de contrarios y mitocrática[13]. Este cambio de pensar debe suscitar una nueva jerarquización entre los saberes, en donde el pensar humanístico guíe el pensar como Razón, Principio y cálculo. Esta nueva conjunción entre las dos dimensiones de la razón deberá determinar el ser de la era técnica, evitando que así la ciencia y la vida pierdan su sentido humano. La filosofía como metafísica del ente ha encontrado su realización en el desarrollo de las ciencias y la eclosión de la era nihilista.

La tarea del pensar consistirá en subordinar la metafísica del ente, precursor de la era técnica, a la metafísica del ser, reedificadora de un nuevo despertar religioso.  Replantear la posibilidad de un pensar que se interrogue tanto por el ser del ente como por el ser en cuanto ser, es la salida al callejón sin salida del nihilismo y al sinsentido de la vida. Hasta tal punto es cierto e imperativo la necesidad de un nuevo pensar para superar el sinsentido de la vida, que se puede afirmar que el pensar de la modernidad tardía ha devenido en fatigado y “viejo pensar”, no pudiendo haber dado un desarrollo creativo a la contribución fundamental de Kierkegaard con su categoría de lo posible. La enérgica afirmación de la realidad finita del hombre por parte de Kierkegaard y Marx, tras la disolución del hegelianismo, no ha desembocado en una mejor comprensión de la estructura de la persona humana. Mientras para Kierkegaard existir es fundamentalmente establecer una relación privada, singular e irrepetible del hombre consigo mismo y con Dios, para Marx existir es esencialmente coexistir determinado en la estructura social.

El marxismo concluyó en la conocida capitulación de la libertad personal, y las dificultades que el existencialismo de Heidegger, Jaspers, Barth y Sartre encontró en la categoría de lo posible fue que la entendió como imposibilidad radical. El hombre está condenado a ser libre, y, con ello, se olvidó lo entrevisto por Kierkegaard sobre la libertad como posibilidad de no ser, de hundirse en la nada, de extraviar la finitud en el apartamiento de lo que otorga el ser, a saber, Dios. Es decir, la libertad coincide con la necesidad y por tanto se anula a sí misma, esto es, revive el fantasma hegeliano de la reducción de la realidad finita a la infinitud de la razón.

El pensar posmoderno cruzó la frontera hacia el otro extremo, recargó la categoría de lo posible desvinculándolo del ser infinito, y afirmó el divorcio completo entre la libertad y la necesidad, exageración que también termina anulando la libertad misma en una libertad sin sentido, anética, donde el coexistir queda en segundo plano respecto al existir finito y único, debilitándose las responsabilidades personales de solidaridad, amor y justicia. Por consiguiente, habiéndose entregado al existir finito una voluntad de verdad desproporcionada, la consecuencia inevitable era que la vida perdiera su sentido en un demencial solipsismo egolátrico del yo único y soberano propio de las decadentes sociedades liberales. La libertad finita como posibilidad de no ser en la inmanencia y en la trascendencia ha quedado reducida a posibilidad de no ser meramente en la inmanencia. El horizonte ontológico de la propia finitud quedó afectado por la reducción nihilista de la historia de la modernidad tardía. En la erosión nihilista de la sociedad postmetafísica el hombre sin absoluto vive la fantasía de una libertad autárquica sin Dios, pero una lectura escatológica del Hijo Pródigo lleva a descubrir que no faltaran quienes en medio de las tinieblas de esa autonomía extraviada sean capaces de descubrir a Dios.

No es accidental que la radicalización del subjetivismo de la modernidad tardía coincida con la filosofía del mercado del capitalismo cibernético. El mercado exige para su triunfo completo una nueva racionalidad única, a saber, la racionalidad histórica interpretativa, donde se disuelve todo principio de autoridad y objetividad y se opone hermenéutica a violencia anómica. Al disolverse la idea de un significado de dirección unitaria de la historia de la humanidad, que fue guía de la tradición moderna, la historia no sólo es asumida como un hecho complejo, sino que se afirma una ética sin imperativo absoluto, donde sólo es ético respetar la opción de la multiplicidad. En la ética postmetafísica cada individuo haría valer su propia idea moral en el diálogo social. El hombre se queda solo con su actitud pragmática de prueba y error, es el fin del filósofo consejero del príncipe. Como se observa, el problema del hombre moderno sigue siendo su libertad, una autonomía sin centros ontológicos fuertes en el subjectum y en el objectum desembocó en el nihilismo. El fin de la metafísica tiene una lógica engañosa y una dirección antihumana. El paulatino predominio desde la modernidad de la afirmación de la vida y del mundo con un sesgo empirista ha desembocado en una pragmática cultura occidental vaciada de interioridad y de espiritualidad.

El nihilismo de la modernidad tardía vuelve a los hombres contra lo humano no sólo porque la tecnocracia es profundamente nihilista y arruina el espíritu de abstracción -como lo destacó Gabriel Marcel[14], sino, porque la devastación de la reflexión se apodera de las masas y ellas mismas no sólo proceden a hacer la abstracción del prójimo y más bien lo extienden a sí mismos. Es decir, el extremo peligro que vive el mundo de hoy radica en que la despersonalización y el envilecimiento han rebasado los márgenes de la tiranía burocrática y tecnocrática para identificarse con el hombre masa del mercado, que se degrada en la atmósfera anti espiritual desfavorable a la reflexión y a la toma de conciencia. El tecnificado mundo contemporáneo convirtiendo al hombre en un código vuelve al pensamiento en innecesario y a la vida con sentido en superfluo. Su libertad debe ser manipulada, neutralizada y sometida finamente con los mecanismos de una falsa libertad, mientras poderes anónimos corporativos del dinero manejan los hilos de un mundo nihilista donde el hombre ha sido reducido a una abstracción vacía y sin valor, su precio es ínfimo y su dignidad es retórica. Foucault y Deleuze hablaron de la agonía del hombre, pero en la modernidad tardía se trata de las exequias del hombre. El hombre desquiciado de hoy trabaja para ser sustituido por humanoides robóticos que trabajen y hasta piensen por él. El ciclo de la auto aniquilación cultural se va cerrando en una profunda cosificación humana. La obsesión por el ente dibuja una macabra carcajada luciferina en el hombre anético de la modernidad nihilista. Y el camino regio para ello es la negación de la absolutez del valor. En este sentido, no hay posibilidad de revolución ética sin una previa revolución metafísica. En ese sentido, la ética mundial debe surgir de un cambio metafísico en los fundamentos y no meramente de una ética unitaria, como sostiene Hans Küng[15]. Una ética unitaria sin modificación de las bases metafísicas de la civilización moderna sería de carácter totalitario. Pero para no serlo debe brotar de las nuevas bases anti subjetivas y anti nominalistas de la modernidad nihilista.

 

5

La recuperación del valor por su reversibilidad ascendente y descendente

El hombre anético de la modernidad nihilista establece un relativismo valorativo que en el fondo es la negación de la ley de la jerarquía horizontal-progresiva del valor y de su reversibilidad ascendente y descendente. El objetivo es justificar únicamente la polaridad negativa del valor.

Sobre la superioridad de los valores existe una precisión que es necesario establecer y esta consiste en su relación con la polaridad del valor mismo. Y lo mismo sucede en sentido negativo con el valor ético, lógico, económico vital y útil. Ley de la jerarquía horizontal y progresiva del valor. Si los valores máximos, como son el estético y religioso, tienen polaridad negativa, entonces no tiene sentido hablar de una jerarquía vertical sino horizontal del valor; puesto que incluso los valores máximos también tienen una polaridad negativa.

De este modo se comprende cómo incluso en la práctica de los valores religiosos se puede estar en la experiencia de su polaridad negativa, en este caso demoníaca, o en el ejercicio del valor estético se puede practicar su polaridad negativa, esto es lo horrible. En el valor ético el altruismo es la polaridad positiva y el egoísmo la polaridad negativa. En el valor lógico la verdad es la polaridad positiva y la falsedad la polaridad negativa. En el valor económico la igualdad de oportunidades para todos constituye la polaridad positiva y la discriminación para el progreso su polaridad negativa. Según la cual el ejercicio de la polaridad positiva de los niveles inferiores del valor capacita para la práctica progresiva de las restantes polaridades positivas en la escala de los valores. Pero la práctica de la polaridad negativa de cualquier tipo de valor es una poderosa fuerza que impele al ejercicio descendente de las demás polaridades negativas de los valores.

Se comprende de suyo que generalmente la práctica de la polaridad negativa del valor económico vaya acompañada de otras polaridades negativas de las demás esferas valorativas de lo útil, lógico, ético, estético y religioso. De modo que hay: Ley de la polaridad del valor, Ley de la reversibilidad en la autoconciencia del valor y Ley de inercialidad del valor. La inercialidad del valor indica que en toda cultura libre y racional se mantiene irreductible la polaridad de los valores. Sobre la superioridad de los valores existe una precisión que es necesario establecer y esta consiste en su relación con la polaridad del valor mismo. Se puede vivir en el nivel máximo del valor religioso sin practicar necesariamente su positividad divina y estando más bien en la práctica de su negatividad sagrada. El caso se configura con toda nitidez en los conocidos grupos religiosos satanistas. Aquí tenemos con toda claridad la práctica del valor religioso en sentido inverso; del mismo se puede cultivar el valor estético sin necesariamente practicar lo bello y más bien desarrollando lo horrible. Y lo mismo sucede en sentido negativo con el valor ético, lógico, económico vital y útil. De ahí que es posible plantear cuatro leyes que dan cuenta de la compleja relación, no advertida hasta ahora, entre la jerarquía de los valores y su polaridad valorativa. He aquí las respectivas leyes:

1°. -Ley de la jerarquía horizontal y progresiva del valor. En la cual se da cuenta que la ordenación de los valores junto a su práctica presenta un progreso horizontal y no vertical, en tanto que se trata de ejercer las polaridades positivas de cada uno de los valores (Valor de lo útil, vital, económico, lógico, ético, y religioso). Si los valores máximos, como son el estético y religioso, tienen polaridad negativa, entonces no tiene sentido hablar de una jerarquía vertical sino horizontal del valor; puesto que incluso los valores máximos también tienen una polaridad negativa:

Valor         útil--vital--económico--lógico--ético--estético-religioso

Polaridad      +/-      +/-           +/-             +/-       +/-      +/-           

De este modo se comprende cómo incluso en la práctica de los valores religiosos se puede estar en la experiencia de su polaridad negativa, en este caso demoníaca, o en el ejercicio del valor estético se puede practicar su polaridad negativa, esto es lo horrible. En el valor ético el altruismo es la polaridad positiva y el egoísmo la polaridad negativa. En el valor lógico la verdad es la polaridad positiva y la falsedad la polaridad negativa. En el valor económico la igualdad de oportunidades para todos constituye la polaridad positiva y la discriminación para el progreso su polaridad negativa. En el valor vital la satisfacción de las necesidades personales sin dañar la de los demás es la polaridad positiva y la satisfacción de las mismas dañando el bien ajeno es la polaridad negativa.

En el valor de lo útil la polaridad positiva lo constituye el equilibrio entre lo conmutativo y lo distributivo, y la polaridad negativa está representada por el predominio unilateral de uno sobre el otro. Así por ejemplo, en el capitalismo liberal el principio conmutativo rige los intercambios económicos haciendo que una libertad sin límites dañe el principio distributivo de la solidaridad, mientras que en el socialismo comunista el principio de solidaridad daña en nombre de la justicia social el principio conmutativo de la libertad.

2°. - Ley de positividad progresiva y de negatividad descendente. Según la cual el ejercicio de la polaridad positiva de los niveles inferiores del valor capacita para la práctica progresiva de las restantes polaridades positivas en la escala de los valores. Es decir, incluso practicar lo beneficioso en el valor económico predispone para un ejercicio de las demás positividades valorativas en sentido progresivo. Pero la práctica de la polaridad negativa de cualquier tipo de valor es una poderosa fuerza que impele al ejercicio descendente de las demás polaridades negativas de los valores.

Se comprende de suyo que generalmente la práctica de la polaridad negativa del valor económico vaya acompañada de otras polaridades negativas de las demás esferas valorativas de lo útil, lógico, ético, estético y religioso. Desde este punto de vista es curioso cómo se puede constatar empíricamente la existencia de racionalizaciones religiosas que justifiquen una vida personal girando en torno a la riqueza. La multiplicación de iglesias que pregonan prosperidad económica y riqueza para los fieles es una perversión en la polaridad negativa del valor religioso. En el cobro de la deuda externa de los países subdesarrollados también se puede advertir que junto al agio y usura de la banca internacional se acompaña la mentira y la falacia en las argumentadoras de tal indebida exacción.

3°.- Ley de la reversibilidad en la autoconciencia del valor. Según la cual la existencia humana es susceptible de padecer ofuscamientos valorativos aun cuando su práctica precedente haya sido de una constancia en la polaridad positiva del valor. Esto se conoce en lenguaje teológico como la naturaleza pecadora del hombre y en el lenguaje filosófico como la naturaleza lábil o contingente de lo finito.

El que esté libre de pecado que tire la primera piedra dice Jesús en los Evangelios, palabras reveladoras de la naturaleza ambigua de las pasiones humanas. Jorge Luis Borges decía que no se puede contemplar sin pasión; quien contempla desapasionadamente no contempla. Y Benjamín Disraeli remarcaba que el hombre es verdaderamente grande sólo cuando obra a impulsos de la pasión. Una mejor frase a favor de las pasiones le corresponde a Séneca cuando dice que un hombre sin pasiones está tan cerca de la estupidez que sólo le falta abrir la boca para caer en ella. A lo que vamos es que el hombre es una criatura que es víctima de sus pasiones, puede apasionarse por el mundo de lo útil, lo económico, lo vital, lo estético, lo lógico, lo ético, y lo religioso y en ninguno de éstos está libre del error y de la polaridad negativa del error, e incluso de su degradación. Cierta vez, se cuenta, el gran Miguel Ángel no completaba algunos rostros de un fresco en la Capilla Sixtina en Roma, e interrogado por tales vacíos dijo que no encontraba el rostro angelical de un hombre. Una vez que lo halló lo pintó, pero dejó otro rostro sin pintar, y lo tuvo así varios meses. Hasta que lo completó. Interrogado por tal demora explicó que el rostro de la maldad que buscaba la encontró en el mismo hombre que tiempo atrás le sirvió de modelo para el rostro angelical.

Esto es, que el hombre en la autoconciencia del valor experimenta una reversibilidad ascendente como descendente, puede redimirse como puede corromperse. Cuando Jesús libra a Magdalena de ser lapidada le dice a ésta que se vaya pero que no peque más. Y es justamente esta capacidad de reincidencia lo que falla continuamente en la voluntad humana. De ahí que los textos sagrados de las grandes religiones coincidan señalando que no hay hombre bueno, el único bueno es Dios.

4°.- Ley de inercialidad del valor. Según la cual todos los valores ejercen una determinada influencia pasiva tanto en su polaridad positiva o negativa sobre el carácter virtuoso como vicioso del individuo. De ahí que el hombre, mientras viva en este mundo, no sea completamente bueno ni enteramente malo, que en los buenos existe un grano de maldad y en los malos un residuo de bondad.

La inercialidad del valor indica que en toda cultura libre y racional se mantiene irreductible la polaridad de los valores. En el hombre más santo, el mal se hace también presente de una forma más violenta, y en el hombre más infame no se extingue jamás un rastro de humanidad. Se cuenta del Papa Borgia que amaba intensamente a su hija, sobre la cual sus enemigos hicieron circular el rumor de incesto. Los aliados doblegaron el poder industrial militar del Tercer Reich de Hitler bombardeando inmisericordemente las poblaciones de civiles alemanes, y los americanos en la confrontación con el Japón lanzaron dos bombas atómicas para lograr la capitulación incondicional del Imperio del Sol Naciente. En la sabiduría de la lengua popular estas acciones se conocen bajo el proverbio de que “no hay mal que por bien no venga”, o “no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista”.

Para un hombre práctico todo lo que tiene valor tiene precio, para un hombre espiritual todo lo que tiene precio tiene poco valor. Es curioso cómo a Nietzsche se le moteja de pragmatista cuando es de la segunda opinión. En todo caso hay que recordar a John Ray cuando afirmaba que el precio más alto que puede pagarse por cualquier cosa es pedirla por favor.

Es decir, el reconocimiento de la polaridad del valor y su reversibilidad ascendente o descendente, contribuye al ejercicio de la virtud como realización del valor en su polaridad positiva. El hombre anético de la modernidad nihilista se jacta de también ejercitar valores, pero no precisa que son éstos de polaridad negativa y de carácter descendente. La interioridad virtuosa se forja en lucha permanente con los valores negativos en pos de la realización de los valores positivos. Esto significa que el hombre no está libre de caer en ofuscamientos de valor, pero su grandeza reside en emprender el ejercicio del valor positivo. Lo cual significa que el hombre siempre tiene ante sí abierto el camino de ascensión progresiva del valor. El cual es una operación combinada de las virtudes intelectuales, morales y teológicas.

El hombre anético mantiene una activa mística del pecado que convierte al inmoral en héroe. Es la manifestación purulenta de la mentalidad inmoral y de la crisis de valores del relativismo actual. La raíz más profunda de este caos normativo es el idealismo subjetivo y el nominalismo moral. Es incluso la herejía ética de muchos creyentes de diversas confesiones, que han perdido el contacto vivo con sus libros sagrados. Viven la deformación burguesa del cristianismo y de otras religiones. Siendo amigos del éxito mundano relegan el mundo del bien. El valor moral es reemplazado por los derechos y la moralidad por la legalidad. Esta despersonalización profunda que adapta lo moral a lo jurídico es la aberración que busca librarse del yugo de los valores. La glorificación del mal es la consecuencia de desterrar a Dios de la base moral. Sólo hay un tipo de hombre positivo que hace el mal, y éste es el que se arrepiente. Todo lo demás es degeneración moral.

 

III

Reconocimiento de las verdades suprarracionales

 

6

El escéptico “nihilismo blando” de la modernidad descreída

Llama la atención cómo en los siglos veinte y veintiuno el problema moral de la modernidad nihilista y de la sociedad burguesa se agravó hasta límites alarmantes. Cada día se vive en un mundo más peligroso, sin valores, donde se desmaligniza el mal y se maligniza el bien. Y esta cruzada luciferina se dio primero montado sobre el caballo del nihilismo duro del totalitarismo. Pero ahora prosigue indetenible sobre el lomo neoliberal del nihilismo blando. Lo que nos lleva a pensar que el fenómeno trasciende las diversas formas de regímenes políticos y ahonda sus raíces a lo hemos llamado la base metafísica de la modernidad escéptica y descreída.

 ¡Nihilismo! es el nombre de la enfermedad espiritual del presente que nos agobia y amenaza. Estamos ante un peligro mortal. El vacío del alma ha crecido hasta límites peligrosos. Por siglos el cristianismo proporcionó esperanza en los valores. Ahora, en nuestro tiempo descristianizado y en descomposición la lógica conmocionante del nihilismo se orienta hacia la formación de ídolos más agresivos y violentos. Nihilismo como sinónimo de secularización integral hizo su debut más brutal con el nihilismo duro del nacionalsocialismo hitleriano. Pero esta fe en la nada con su intento de erigir una forma cultural puramente terrenal y anclada en lo irracional se ha apoderado de los países democrático-liberales con su civilización económica bajo la forma de nihilismo blando. El nihilismo blando ha encontrado su expresión más cabal en la cultura posmoderna y la destrucción de países enteros en Medio Oriente. Se trata solamente de un cambio de forma, pero no de contenido: enaltecimiento de los valores terrenales hasta lo sagrado. Cuando el hombre vive preso de meros intereses terrenales y sin valores superiores, cuando la secularización convierte lo finito y contingente en el precario nuevo absoluto, entonces el mundo y el hombre se vuelven más agresivos, indolentes y amenazantes por la negación de todo contacto con lo permanente. Pero lo que obscurece el siglo XXI es la capacidad inaudita de autodestrucción de que dispone esta humanidad relativista y anética.

La humanidad está muriendo por su negación con todo contacto con lo ético y lo religioso. La declinación de la fe es pérdida de la espiritualidad. Con ello la cultura se ha tornado hedonista, relativista, pragmática y nihilista. En medio de la cultura de la transitoriedad se fabrican sin cesar ídolos. Estos ídolos terrenales ocupan el lugar de la fe en lo trascendente, fueron absolutizados y emprendieron la guerra contra los valores superiores. La secularización es la conversión de lo finito en nuevo absoluto. Si en el siglo XIX las fuerzas conservadoras estaban en lo político-económico y las fuerzas disolventes dominaban la vida espiritual, en el siglo XX la relación se invirtió y lo disolvente se ubicó en lo político-económico y lo conservador en lo espiritual. Más, desde la segunda mitad del siglo XX, la desintegración del bloque socialista, hasta las dos primeras décadas del siglo XXI lo político-económico y la vida espiritual conformaron una sola fuerza disolvente. Esta posición está conformada por la llamada Generación X y la Generación Y, con su característico retraso de asumir la vida adulta, egocentrismo y presunción, suele circunscribir la realización personal al consumismo y al exitismo hedonista. Respecto a la generación de entreguerras esta generación a partir de los ochenta presenta un retraso notorio en cuanto a madurez y realización personal. Y es difícil ver en estas generaciones la fuerza de la renovación civilizacional. El espíritu científico de la generación de entreguerras ha sido reemplazado por el espíritu sin valores y sin responsabilidad de las generaciones Peter Pan. Y en ninguna parte como aquí se encuentra una concentración estrecha de peligros globales. Entre ellos el principal: la disolución total de la cultura.

Ahora con mayor serenidad podemos ver que fue falso y erróneo lo afirmado por Nietzsche sobre el ocaso de los ídolos. Muy por el contrario, el mundo secular se sigue desenvolviendo dentro de los ídolos inmanentes y la lógica de lo religioso. Es decir, la secularización es fe en lo terrenal. Esa es la fe de Nietzsche, convertir al superhombre en nuevo ídolo y darle valor absoluto. Lo cual confirma que el hombre puede alejarse de lo religión, pero no del acto religioso. Al hombre no le es posible vivir sin religión, aunque sí sin confesión determinada.

Pero el relajamiento de las ligaduras religiosas no es un fenómeno exclusivamente europeo y la profecía de Spengler sobre la decadencia se ha extendido sobre todo el orbe. La cultura mundana se ha impuesto no sólo en el occidente europeo y latinoamericano, sino con la globalización neoliberal y el avance científico-tecnológico avanza arrolladoramente en todo el globo se impone su dictado sobre todas las civilizaciones (judía, árabe, china, hindú, africana). La misma lucha interimperialista actual entre el mundo unipolar (EEUU) y el mundo multipolar (Rusia y China) y el surgimiento de nuevos países nucleares (Pakistán, India, Israel, Corea del Norte) no son sino parte del mismo desarrollo del proceso de secularización. Es posible afirmar que el nihilismo se ha perfeccionado con el surgimiento del nihilismo blando. Y justamente por ello el peligro y la amenaza son mayores que antes. Si el nihilismo duro de ayer con Hitler adoptó todo el aspecto apocalíptico demoníaco, con el perfeccionamiento actual el nihilismo perfeccionado de hoy guarda una apariencia angelical. Y justamente por eso es doblemente mortal. La mayor profundización de la desintegración cultural y espiritual de la hora presente asegura que el holocausto de ayer no es accidental, patológico o criminal, sino que es parte orgánica y consecuencia natural e inevitable de la formación de ídolos terrenales donde el nihilismo es la clave mortífera de una destrucción asegurada.

En una palabra, nuestra época nihilista y secularizada ha dado un paso hondo más en el perfeccionamiento de la desintegración espiritual y con ello se ha profundizado la enfermedad de la época: la increencia, la negación de los valores, lo absoluto y de las verdades suprarracionales. Somos y vivimos en una era espiritualmente enferma. Pero este perfeccionamiento desintegrativo es altamente peligroso porque acostumbra a una crueldad fría y callada entre los seres humanos, como consecuencia del explosivo aumento del poder de todas las formas de secularización. Nadie se excluye de la responsabilidad de dicho proceso. Luteranismo –con la racionalización del dogma-, calvinismo –con si disciplina económica-, catolicismo –con sus técnicas de gobierno-, judaísmo –con su extremismo sionista-, islamismo –con su fundamentalismo genocida-, hinduismo –impotente para detener el armamentismo nuclear- y el confucianismo –burocrático y centrado en lo inmanente-. Y a pesar de todo ello es necesario esperar una renovación que parta de lo espiritual. Pero como el hombre no puede alejarse de la trascendencia porque Dios es ineliminable (De lo eterno en el hombre, M. Scheler), entonces la propia cultura mundana conserva un fondo religioso que se traslada a lo que A. Müller llama el proceso de “formación de ídolos” (El siglo sin Dios).

En filosofía la destrucción de toda teoría por la hermenéutica posmoderna no es más que la implosión de la verdad a la que lleva la hermenéutica historicista. Ante el relativismo posmoderno y el utilitarismo pragmatista que proclaman que no es relevante saber cómo es el mundo en sí, no queda sino romper con el infame monopolio de la hermenéutica misma. ¿Pero acaso el mundo secularizado está preparado para emprender dicho camino? ¿O por el contrario apura su copa para beber hasta la última gota letal de nihilismo?

 Vivimos la plena disolución espiritual de la humanidad, el henchido relajamiento, pérdida y descenso del nivel ético. Un mundo entregado a los valores meramente terrenales, efímeros y transitorios abrió las puertas infernales de su disolución ética. La actual humanidad está enferma de un luciferino vacío espiritual. Y esto lo ilustra la caída estrepitosa de la tasa de natalidad en el primer mundo y el auge de los medios masivos de comunicación –léase mejor “medios masivos de estupidización social”- social entre las masas. Ya lo apuntaba Sombart, la voluntad de procreación es una decisión espiritual. Y no es casual que el desplome de la tasa de natalidad coincida con la disolución de la fe en lo trascendente.

Vivimos el auge de ídolos terrestres cada vez más efímeros y fútiles. Por ende, en el horizonte se cierne el letal contexto de un mundo sin tolerancia ni paz porque el mundo está preso de intereses terrenales –no es casual que Obama ha sido el presidente norteamericano que más países ha destruido y más guerras ha provocado-. Si por las dos guerras mundiales el siglo veinte se llenó de culpa y destrucción, el siglo veintiuno no tendrá oportunidad de arrepentimiento alguno por la letalidad de su arsenal químico-nuclear.

La idolatría terrenal y la pérdida de fe trascendente generan el caos espiritual del presente y los antagonismos severos en política, economía y cultura. Verdaderamente que es en la hora presente cuando estamos más cerca de la autodestrucción nuclear como nunca antes. La fe no se ha extinguido porque es inextinguible en el hombre. Solamente se ha desplazado hacia lo terrenal. Pero lo terrenal no es fundamento firme para valores permanentes. La consecuencia es el caos valorativo. En otras palabras, en ninguna otra etapa de la historia como la presente la humanidad ha estado tan cerca de su propia destrucción porque al entregarse a lo inmanente, terrenal y secularizado se abre las puertas de su disolución ética y espiritual.  

Entonces, qué obscurece el cielo del siglo veintiuno. La más completa descristianización del mundo. En este charco pestilente del mundo anticristiano la disolución de la fe ya no es patrimonio de las clases cultas, como en el siglo diecinueve; ya no solamente alcanza a las mujeres, jóvenes, trabajadores y artesanos, como en el siglo veinte; sino que en el siglo veintiuno incluso los campesinos y los niños son parte de él. Esta total renuncia a los valores cristianos tiene también expresión en el orden jurídico. El Derecho natural fue sustituido por el derecho positivo y el derecho decisionista. También este proceso de disolución se advierte en la cultura. Así, si en el siglo dieciocho el arte y la poesía alientan la incredulidad, en el siglo diecinueve su avance está a cargo de la filosofía y la ciencia, y en el siglo veinte lo impulsa el derecho y la política. Ahora en el siglo veintiuno cabalga sobre los hombros de la guerra, la economía y la tecnología.

El nihilista siglo XXI se comprende desde la sustancia relativista del siglo XX, el siglo XX se le entiende desde el movimiento de masas del siglo XIX, el siglo XIX por el desarrollo educativo-racionalista del siglo XVIII, el siglo XVIII por el deísmo mecanicista del siglo XVII, el cual se explica por el surgimiento del protestantismo del siglo XVI, y a éste por el humanismo renacentista del siglo XV. Pero en todas ellas el núcleo es el declive de la fe y el avance de la secularización. En otras palabras, la modernidad es el despliegue de la autonomía de la razón, la erosión de la metafísica de las esencias y de la Persona trascendente. Pero lo racional autónomo descansa en valores confesionales. Así, en el propio terreno católico cobran autonomía los valores estéticos y los valores del Estado, en el calvinismo la libertad política y el progreso económico y en el luterano los valores del sentimiento y el valor del espíritu. Se va abriendo paso la fe en valores inmanentes y cosas terrenales. Al ídolo se le da dignidad de absoluto como signo del declive la fe. En la secularización el acto religioso es separado de su razón existencial. Así, el siglo XIX y el XX son épocas de luchas confesionales secularizadas.

El culto al genio del siglo XIX, y el culto al Estado del siglo XX han sido reemplazados por el culto a la máquina del siglo XXI. La revolución virtual del internet está revirtiendo el ascenso que las masas tuvieron otrora. El humanismo va siendo desplazado por el poshumanismo de los ciborg y chips cibernéticos de memoria.

El totalitarismo que se avizora ya no es de hombres contra hombres, sino de la megamáquina contra el hombre. A la idolatría del pueblo le sigue la idolatría de la máquina. La autolegislación del Estado será sustituida por la autolegislación de las máquinas. Pero toda esta absolutización metafísica de la historia es producto de la absolutización de la razón autónoma. Si la comunidad tradicional está siendo devorada por la sociedad contractual, en el sentido de la distinción entre Gemeinschaft y Gesellschaft de F. Tönnies, ahora la propia sociedad humana se está subsumiendo por la sociedad cibernética. A la idea decadente del Progreso le reemplaza la nueva teleología escatológica de la idea cibernética autorregulada. Todo lo cual representa un paso posthumano de la secularización y su fe en los valores de lo terrenal e inmanente.

Las máquinas autorreguladas y pensantes se convierten en el nuevo ídolo absoluto en ciernes. Las máquinas como valor redentor y la técnica como moderna utopía no es sino el triunfo de un nuevo ídolo que refuerza la declaración de guerra a los valores superiores. La última guerra de los ídolos contra los valores superiores que conocerá el hombre es la absolutización de los valores terrenales mediante la máquina.

Así, los orígenes espirituales de un mundo sin Dios han recorrido sin pausa un largo camino desde el humanismo, estatalismo, nacionalismo, economicismo, biologismo, evolucionismo, historicismo, materialismo, utopismo social hasta el utopismo cibernético. Vattimo, Rorty, Davidson y compañía comparten el mismo pelaje inmanentista de Kierkegaard, Schopenhauer, Stirner, Feuerbach, Marx y Nietzsche. Todas estas metafísicas sustitutas tienen en común el reemplazo de todos los valores e ideas de procedencia cristiana. Se trata de un enaltecimiento irracional del valor terrenal. La cual es una forma secularizada de fe. La humanidad actual está enferma de vacío espiritual. El mundo de lo terrenal entregado en alma y cuerpo a lo contingente y finito ha cavado su propia tumba. La consecuencia natural de la disolución espiritual y del nihilismo integral –metafísico, epistémico y ético- es la generación de toda clase de antagonismo graves y severos. Esta es la tóxica nube gris que obscurece el cielo de la humanidad en el siglo veintiuno.

¿Es posible ser optimistas sobre la posibilidad de un renacimiento espiritual en medio de la máxima disolución y mayor radicalidad nihilista del siglo veintiuno? Todos los sucesos del presente describen el prólogo de un renovado capítulo tenebroso que se cierne sobre la humanidad. Ya hemos descrito el camino espiritual que se ha preparado para este nuevo holocausto. Nuevamente aquí la violencia, lo   criminal y lo patológico no es la esencia sino la consecuencia. En otras palabras, ni la crisis ecológica, la sobrepoblación, el agotamiento de los recursos energéticos, la crisis alimentaria, la escasez de agua dulce, entre otros, será capaz de desencadenar el caos final, sin que en el corazón de la cultura terrenal lata plenamente el nihilismo.

Heidegger interpreta a Nietzsche en el sentido de que en su nihilismo el ser queda reducido a valor, a punto de vista, el hombre vaga en una nada infinita sin saber a qué atenerse. Así, creerá Heidegger en un nihilismo fuerte capaz de cambiar la historia, en el que basa su proyecto del Estado como obra de arte total. Esta pseudo-religión heideggeriana como cuasi metafísica de salvación felizmente fracasó, de lo contrario nos hubiese esperado la esclavitud racial. Lo erróneo de estas convicciones no tardará en demostrar que no hay futuro en ningún nihilismo fuerte, ni en la engañosa justificación del arte como la única actividad metafísica. El nihilismo solamente conduce a la hegemonía de falsos ídolos. No es casual que Hitler se impusiera sin dificultad en las zonas de máxima disolución del luteranismo –Turingia y Sajonia- y hallara máxima dificultad en las áreas donde la iglesia se hallaba firmemente arraigada.

Pero si los presagios no engañan actualmente se produce un cambio decidido que alimenta las fuerzas de la renovación espiritual. En matemáticas y en ciencia física el indeterminismo, los números irracionales, la probabilidad, la topología y el método estadístico demuestran que se derrumbó el pensamiento deductivo de su trono absoluto. La matemática del futuro se encamina hacia un pensar más cualitativo, menos cuantitativo, más combinatorio y menos lineal, más imaginativo e intuitivo. En lógica y filosofía es improbable imaginar el porvenir sin un acercamiento metodológico entre razón y fe, lógica identitaria y lógica heterodoxa, ciencia y metafísica. 

En lo urbanístico el ser humano debe retornar al campo, la ciudad causa y fortalece el impersonalismo y se debe procurar el reemplazo del actual hombre artificial por el hombre natural. En lo político hay que volver a entenderlo como un medio para servir a valores espirituales superiores. Las variantes secularizadas del liberalismo apolítico y el colectivismo político deben ser evitadas mediante valores eternos trascendentes. Y ello implica el reconocimiento que sólo el derecho natural es firme fundamento del Estado de derecho. Igualmente hay que subrayar que es imposible alcanzar una economía social de mercado sin valores espirituales centrales. Sólo así es posible recuperar la ética en la economía más allá del individualismo y del colectivismo. No hay otra forma de superar el molde nihilista histórico terrenal en que vive la humanidad actual. Molde que se retrotrae a Kant. Para Kant[16] la razón es incapaz de juzgar la existencia de o no de Dios. Dios tiene un papel práctico indispensable, como Soberano Bien garantiza el esfuerzo moral. En este sentido va más allá de la filosofía deísta de las Luces. Pero su religión moral no depende de ninguna revelación ni culto instituido. Su único fundamento es la conciencia humana. Esta religión de la razón como voluntad orientada hacia el bien, tiene como objeto amar el bien como fin en sí mismo y no como obligación para agradar a Dios. Pero esta es la única forma legítima de agradar a Dios. La fe en la gracia divina apenas es aceptable. Esta consideración pelagiana de la religión como moralidad será la base de la disolución de Dios en lo inmanente por Hegel y del rechazo de la prueba objetiva de la existencia de Dios por Kierkegaard. Al convertirse Dios en un formulismo moral puso la base de la humanidad descreída moderna y el nihilismo blando. Ética sin religión crea envidia y resentimiento, y religión como moralidad hincha el ego humano a límites monstruosos. Es por ello que contra la antropología posmoderna de la utilidad del Otro es necesario oponer la antropología del amor. Sin el amor misericordioso de Cristo no se puede lograr la fraternidad, la paz, los valores, la virtud y la justicia. Pero hay que señalar que más allá del capitalismo es la secularización la que hace imposible la vida ética porque el hombre vaciado de Dios estrangula la normatividad moral en el relativismo. Advirtiendo que el capitalismo es una sociedad sin ética Luc Ferry propone una revolución del amor, Javier Gomá de la ejemplaridad y Johan Leuridan Huys el sentido ético de las dimensiones de la vida[17].

Sin la superación del característico antagonismo de la modernidad entre ciencia y religión, razón y fe, deducción e intuición, ciencias naturales y ciencias espirituales, no es posible atisbar el camino de la reconstrucción espiritual. Sin superar la eliminación del pensamiento metafísico-religioso-trascendental dentro de los principios medulares de la inmanencia y la autonomía, no se podrá soslayar la catástrofe del vacío espiritual actual. Por eso la crítica de Alasdair MacIntyre (Tras la virtud, 1981) es incompleta porque considera que el discurso moral moderno no es racional pero tampoco irracional. Por el contrario, el proyecto autotélico de la razón ha demostrado ser mortalmente antropocéntrico e irracional. Es mejor un proyecto cosmo-antropotélico. La única ruta de retorno y superación del nihilismo cultural es el realismo metafísico con valores trascendentes. Esto ofende a la arrogante autonomía de la razón moderna como sustancia misma de la secularización en marcha.

 

7

Sin amor las virtudes no son perfectas

 

La modernidad nihilista del hombre anético es profundamente legalista, farisea, funcionalista. Por ello mismo le resulta bastante fácil posponer lo moral, los valores y el amor. En ese sentido pregona que la vida buena es posible con un marco legal adecuado. El amor es asunto privado y de segundo orden. Nuevamente sale a flote el credo utilitarista de Mandeville: virtudes públicas y vicios privados.

Pero da la casualidad que justamente en medio del materialismo imperante el amor resulta etéreo e inasible. Se prefieren las relaciones sin amor. Basta el mero frío contrato impersonal, caducable y rescindible. Precisamente, Ferdinand Tönnies ya había adelantado en su famoso libro Comunidad y sociedad, sobre el reemplazo de la primera por la segunda. Y la consecuencia era el reemplazo de las relaciones humanas naturales por las artificiales. Pues bien, en la anética, posmoderna y nihilista modernidad actual tal situación ha llegado a su pináculo. Y al hacerlo el primer gran sacrificado ha sido el amor. Y sin ese pegamento duradero los valores y las virtudes se desmoronan.

Son numerosos los pensadores actuales quienes hablan de que vivimos en el presente en una sociedad amoral (Peter Sloterdijk, Luc Ferry, Javier Gomá, Zygmunt Bauman, Benedicto XVI, Comte-Sponville, Luigi Giussani, Hans Kung, Niklas Luhmann, Fernando Savater, Adela Cortina, entre otros).

Por mi parte propuse hace algunos años la categoría antropológico-filosófico del hombre anético, el cual no distingue el valor absoluto del bien y el mal y se siente con derecho a determinar lo bueno y lo malo según sus necesidades. Al propio hombre común le caben pocas dudas sobre la instalación cotidiana de la sociedad de la amoralidad, donde se efectúa la malignización del bien y la desmalignización del mal.

En una palabra, la pérdida de valores exhibe impúdicamente su patente de corso en la actual sociedad globalizada. La gran pregunta filosófica que golpea nuestras testas y que se deriva de la presente crisis ética es: ¿Es acaso posible emprender la formación de una sociedad de valores en medio de una época de la Modernidad que se funda en la relativización de la verdad? Veamos. En el mundo antiguo Aristóteles considera a la justicia como la virtud por excelencia porque mientras las otras virtudes se limitan a perfeccionar al ser humano, la justicia ordena al hombre en su relación a los demás (Ética nicomáquea, libro V, p. 1). En el cristianismo sin el amor las virtudes no son perfectas, entonces con cuánta razón afirma Tomás de Aquino que el amor es forma de todas las virtudes (S. T., II-II, q. 23, a 8). Sin amor no puede haber buena vida. Esta diferencia normativa está señalada por una profunda diferencia metafísica. Nos explicamos. La tesis ontológica de la tradición clásica antigua concibe un agón cósmico que corre hacia lo divino, el premio es la participación en la esencia y la posesión del saber. Es decir, la esencia del amor antiguo no ama sino simplemente atrae.

En cambio, como señala Max Scheler (El resentimiento en la moral, III), el cristianismo invierte el sentido del amor antiguo (aspiración de lo inferior a lo superior), ahora lo superior desciende a lo inferior para hacernos igual a Dios. Y es que, en el cristianismo, Dios no tiene sobre sí ningún logos, sino que debajo de su acto amoroso está el logos.

Por el contrario, en Heidegger –como en los griegos- el agón cósmico corre hacia lo divino, porque el ser no desciende, sino que asciende, no hay acto creador sino únicamente participación. En Heidegger el ente aspira del no-ser al ser. La postura heideggeriana es un aparente retorno al paganismo griego, pero en realidad está íntimamente enlazada con la filosofía moderna, la cual lleva en sí la renuncia al ser y su reemplazo por lo óntico. El extravío metafísico heideggeriano está más próximo al panteísmo, donde no hay amor de Dios al hombre sino de Dios a sí mismo. Salvo por un detalle muy significativo, en Heidegger el Ser no es Dios, sino que es un Supraser que está por sobre todo lo divino. Heidegger no se interesó por la ética, pero su postura ontológica está más relacionada con el amor ilimitado del ethos chino e índico, que con el ethos ascético del cristianismo primitivo, el ethos del amor a Dios y al mundo de la Edad Media.

Pero el Ser heideggeriano no es trascendente, sino inmanente, el ser es el tiempo, está en el mundo, es el fundamento del mundo, no es el ente creador ni el ente creado, sino el Supraser que fundamenta lo existente. En su ateísmo no es Dios el que hace posible que exista el ente y en su última etapa de mitologización del ser éste ocupa el lugar de lo divino en el sentido que no puede entenderse, ni describirse, sólo evocarse.

Esta postura heideggeriana donde el ente aspira del no-ser al ser, el ser no desciende más bien asciende, no hay acto creador y se problematiza la existencia como nihilidad, está íntimamente enlazada con la filosofía moderna, la cual lleva en sí la renuncia al ser y su reemplazo por lo óntico. Heidegger refleja la filosofía moderna donde el ser no es Dios ni una substancia cósmica, es más bien un ontologismo puro del ser indeterminado como funcionalismo de la realidad fáctica.

Efectivamente, el funcionalismo de la realidad fáctica es la pauta que marca el paso del mundo moderno y hace imposible una vida valorativa ascendente y el amor mismo. En este sentido la virtud por excelencia es la eficiencia y el valor supremo la utilidad. Como la vida espiritual luce extinta entonces los valores y virtudes que se exigen y priorizan no tienen que ver con el perfeccionamiento del ser humano y la vida buena, sino con el acrecentamiento de la vida material y el perfeccionamiento de las prótesis tecnológicas.

Del mismo modo como en el mundo moderno la justicia antigua se supedita a una inversión del valor y de las virtudes, lo mismo sucede con la virtud del amor, el cual es innecesario para los valores y virtudes imperantes. La médula del ethos moderno es la comunidad en el egoísmo, donde el ser real es valorado individualistamente. Pero el amor es lo contrario, es entrega sin condiciones. En Occidente la unificación afectiva sigue siendo activa pero limitada a los valores materiales, en contrapartida el escapismo cultural es asumir la unificación afectiva pasiva de Oriente, donde el ser real es valorado negativamente.

De este modo la teoría ética del ejemplo (Javier Goma, Ejemplaridad pública, Madrid 2009) no puede prosperar en un medio donde lo humano está desvalorizado y subordinado a una inversión valorativa profunda. Ni la fuerza del ejemplo ni la redefinición de la virtud son suficientes para revertir el proceso descomunal del espíritu decadente de la modernidad. Hace falta algo más profundo y que tiene que ver con el esquema metafísico del contexto histórico.

Es cierto que el hábito modifica el carácter y también es verídico que la virtud es el hábito de optar libre y racionalmente por el bien, pero también es cierto que las instituciones sociales o la educación inintencional tienen un peso gravitante en momentos en que el individuo vive extravertido en un horizonte sanchopancesco, habiendo reducido al mínimo su vida interior.

En la modernidad el carácter y la virtud son modelados desde   tres   movimientos poderosos que los perfilan, a saber, la desaparición de la imagen organológica del mundo, el triunfo del mecanicismo y la apoteosis del antropomorfismo (ahora llamado “antropoceno”). Estas fuerzas han impulsado en el individuo la inversión de los valores y de las virtudes y han sido los encargados de la liquidación de los valores superiores. Si a estas fuerzas le sumamos el impacto espiritual del protestantismo entonces entenderemos la pendiente descendente y acelerada en la que se encuentra el decadente mundo occidental. El protestantismo con su teoría del servo arbitrio es el principal responsable de la eliminación del amor al prójimo, el rebajamiento de la naturaleza, la abolición de la espiritualización del eros, el repudio del monaquismo y el amor burgués. No por azar Max Weber halló la correspondencia entre desarrollo capitalista y protestantismo[18].

Sobre este suelo de tramonto ha brotado el poshumanismo, el cual se profetiza la simbiosis del hombre con la máquina, la superioridad al cabo de la máquina misma y la sustitución de la misma humanidad por máquinas con chips deliberativos y dotados de libertad. Esta muerte de lo humano es producto mismo del hombre, pero de un tipo peculiar de humanidad, aquella que está supertecnologizados y seducida por la tecnología. Los valores y virtudes de los artificios libres serán racionales, pero diferentes a los requeridos por el hombre, porque deben responder a la exactitud de la razón funcional sobre la profundidad de la razón substancial. Todo esto significa que el deterioro ecológico, ético, económico, político y cultural actual, tiene que ver con un giro metafísico que está en la raíz del mundo moderno, a saber, la reducción del ser a lo óntico y a lo fáctico mensurable como lo único válido. Lo cual presidió la negación de las verdades eternas, inmutables, trascendentes, de los valores y virtudes superiores para poner en su lugar valores y lo fugaz y efímero, el evento, y virtudes práctico-utilitarias. Sólo el hundimiento de este mundo materialista y desespiritualizado y su reemplazo por otro que retorne al objeto, al ser y a la existencia, será capaz de hacer salir a la humanidad del naufragio definitivo de la trascendencia. Mientras nadie conozca la hora del apocalipsis escatológico todos tenemos la misión histórica y el deber moral de luchar por un mundo verdaderamente fraterno y lleno de amor. Como reza el Evangelio: Quien permanece en el amor, permanece en Dios. El amor es la cumbre de todas las formas del valor y de la virtud superior y es el acto moral por excelencia que nos lleva hacia la trascendencia.

En suma, qué tiene el amor para hacer perfecta la virtud y realizar plenamente el valor. Tiene la característica suprema del Ser: la entrega gratuita de sí. Amar no sólo es participar sino sobre todo crear.

 

8

Valor y Ser

 

En nuestra presente era de la posmodernidad se dice que vivimos sin valores, que todo vale, que no es necesaria una vida virtuosa y que tan sólo basta el nivel estético-instintivo de la libertad sin responsabilidad para ser feliz. Es la ideología luciferina de la malignización del bien y la desmalignización del mal, por lo demás, tan necesaria en una sociedad globalizada del neoliberalismo basada en la competencia más feroz, el egoísmo más ruin y la insolidaridad más clamorosa.

Esta degradación del valor en la filosofía de la época moderna ha ido de la mano con la desubstancialización del ser operada desde el empirismo y el avance arrollador de la racionalidad funcional impulsada desde la ciencia, la tecnología y el capitalismo.

La separación entre ontología y axiología es característica de la secularizada época moderna. La desvalorización y paulatina supresión del horizonte de lo trascendente que revolucionó ab imis (desde la base) las conciencias e instauró la autonomía del regnum hominis, es la que no ha cesado de establecer la oposición entre el ser y el bien, el valor y la existencia, lo real y lo ideal.

La modernidad comenzó descalificando el ser en provecho del valor, para concluir desautorizando el valor en beneficio de la interpretación. Antaño, con el fundamento metafísico clásico-cristiano, donde se rompía la relación entre el ser y el bien dejaba el ser de ser el ser, es decir, acto para convertirse en fenómeno. En cambio, ahora, al identificarse el ser con el fenómeno eventual todo queda reducido a las exigencias fundamentales de la conciencia, donde el ser en sí es incapaz de fenomenalizarse, quedando todo reducido a lo real como creencia subjetiva de la interpretación.

La dualidad fundamental que se establecía antaño entre el ser y el fenómeno y que establece hoy entre el ser y la interpretación o el valor subjetivo, es en el fondo la distinción del acto y el dato, que antes se interpretaba en provecho del ser y hoy en provecho del valor subjetivo y en contra del ser. La cuestión es saber si el ser queda descalificado en provecho del valor o si el valor queda justificado como la afirmación del ser. Mientras tanto lo indubitable es que destruido el fundamento metafísico clásico-cristiano ya no es posible salvar ningún valor de orden espiritual.

Ahora bien, en el acto puro del ser se destaca el carácter ontológico del bien. Esto es, el bien no está más allá del ser, como pensaba Platón, sino que es el ser mismo en su querer puro y que se extiende hacia todo lo que puede querer. El ser y el bien no son una cosa, un ente, sino la fuente de todos los entes y de las cosas, es decir, es una actividad y una voluntad que se produce por sí eternamente y acorde a un plan. Quiere esto decir, que no es una voluntad ciega, como pensaba Schopenhauer y el panteísmo, ni una voluntad inconsciente, como suponía E. von Hartmann, sino una voluntad providente y omnipotente, como postula el teísmo en contra del deísmo.

De modo que el Bien es ontológico y como bien absoluto carece de contrario, no así el bien relativo al cual se le opone el mal. Incluso no hay mejor modo de entender la razón práctica de Kant como teniendo carácter ontológico, porque la voluntad pura es el mismo ser. Sólo así se puede comprender plenamente la significación nouménico en el kantismo, porque en la libertad independientemente de toda sensibilidad encontramos el verdadero ser. La libertad del individuo es libertad absoluta no porque es en sí absoluta, sino porque participa en acto de la voluntad absoluta del ser.

Sólo así se puede entender que lo práctico es más profundo que lo teórico, porque mientras la primera apresa la interioridad creadora del ser la segunda aprehende la universalidad representativa. De modo que la voluntad pura de Kant es el ser mismo en participación. Eso fue lo que vio nítidamente Schopenhauer, salvo por su impersonalismo voluntarista de índole oriental. No sucede lo mismo con Nietzsche, el cual convierte la voluntad de vivir de Schopenhauer en voluntad de poder, insta a reformar e invertir los valores eternos del cristianismo por los valores dionisíacos vitales. Pero el nietzscheanismo es una filosofía inacabada donde la interpretación queda presa de la voluntad de poder. Voluntad de poder que en el Regnum homini de la modernidad nihilista consolida el anetismo. La postmodernidad neonietzscheano sólo acentuó la tendencia reaccionaria de su pensamiento nihilista en locura del solipsismo radical relativista.

Ahora bien, si el bien es al ser ¿el valor es a la existencia? ¿Pero si el valor es a la existencia no estaríamos cayendo nuevamente en la tesis nietzscheana de la estrecha relación del ser del valor con el hombre? Esto sería caer nuevamente en la interpretación empirista o subjetivista del valor. No es casual que el relativismo de los valores haya surgido en el seno del historicismo. Simmel lo afirma en relación a la historia, mientras Troeltsch intenta recuperar el absolutismo de los valores en el ámbito mismo del historicismo. Lo cual significa que el ser del valor es absoluto, pero su captación en la historia es relativa. Max Weber prefirió enfatizar la lucha entre los valores ofrecidos a la elección humana, y Frondizi destaca la relación entre valor y situación.

Por nuestra parte podemos afirmar que el primer indicio de la independencia del valor mismo respecto al hombre es su pretensión de bondad, universalidad y permanencia. Lo cual explica justamente el carácter ontológico del valor. El valor absoluto es simétrico al ser y bien absoluto, mientras el valor relativo se corresponde a la disociación entre existencia y esencia. Esto es, hay que considerar al valor en su doble aspecto: en sí y en participación.

La existencia participa del valor, lo prefiere como norma posible de elección. La virtud es el hábito de la libre voluntad de la existencia en la práctica del bien, y el vicio es el hábito libre de la existencia en la práctica del mal. Participación, preferencia, elección, hábito y libre voluntad, son las cinco categorías de la existencia que definen su relación con el valor.

Lo cual significa que el valor en relación a la existencia es la estimación del ser, es la actualización del bien del ser en grados relativos. En sí y por sí el valor es absoluto y trascendente porque atañe a la identidad entre lo ontológico y lo axiológico que corresponde al ser y el bien. En participación y en su ser para otro el valor se relaciona con una existencia disociada de la esencia y cuya ambigüedad de ser de la existencia hace posible su rechazo del valor. Los valores están en el tiempo, pero su ser no se agota en lo temporal porque pertenecen a lo eterno. La jerarquía del valor es solidaria con el grado de participación de la existencia en referencia al bien y al mal.

De modo que el valor participado es a la existencia y a la realidad, como el valor absoluto es al ser y bien absoluto. El valor es una ventana de lo absoluto en lo relativo e histórico. La existencia en una posibilidad de elección virtuosa actualiza la bondad, la universalidad y la permanencia del valor en el tiempo. La esencia toda del ser es ser, bueno y valioso; después del acto cósmico de la Creación la participación ontológica y axiológica de lo real depende del misterio escatológico de la libertad humana; acontecido el acto cósmico de la Caída se agiganta la brecha entre existencia y esencia, el cual es cubierta   por   el   otro acto cósmico de la Redención; y cumplido el tiempo el existir, según sus actos, dejará de ser el separarse al todo del ser y el oponerse a la realidad.

La relación final entre el valor y el ser en el orden del tiempo no es de carácter transhistórico sino histórico, y será cuando lo ideal deje de oponerse a lo real. Esto solamente ocurre a través de las virtudes. Por eso, la existencia de las virtudes es ontológicamente superiores a la existencia de los valores, porque la virtud es la actualización del valor absoluto en el orden den tiempo. La virtud es participación de lo finito en el carácter absoluto del valor y esta experiencia constituye una puerta regia de entrada en las verdades suprarracionales. Las mismas que en vez de limitar la razón la expanden y efectúan su verdadero crecimiento axiológico y cognoscitivo. Es más, la plena actualización del valor no se da en las virtudes morales, las cuales son pecado y muerte sin las virtudes teologales. El cese de la oposición expresa entre el valor y el ser se da de la manera más perfecta a través de las virtudes teologales, lo cual hace posible la continuidad más perfecta del acto ontológico-axiológico de participación y creación del ser virtuoso. Más, la oposición en términos absolutos continuará, porque a lo eterno nada se le puede igualar, pero será una oposición sin exclusión.

El ideal de una vida virtuosa lo más perfectamente posible a lo finito se identifica con el atractivo del valor absoluto del ser que es el bien, con el poder dinámico de lo Absoluto como modelo viviente del ser. La visión beatífica de los escolásticos y de los místicos alcanzará a las almas y su perfección a toda la realidad.

 

C O L O F Ó N

 

Cuando Nietzsche en la segunda mitad del siglo diecinueve proclamaba la muerte de Dios, la transvaloración de todos los valores y el ocaso de los ídolos, jamás imaginó que el hombre mismo se entronizara en deidad terrestre. Y el autoproclamado superhombre cabalgaría en el siglo veinte sobre la monserga bestia del nihilismo. Desde ella la modernidad tardía emprendería la negación de los valores, las virtudes y la moral. En el siglo veintiuno el sofisma de turno de la posmodernidad pregona el “todo vale” y como tal “nada vale”. Qué lejos ha quedado la hora agnóstica de Kant y sobre los hombros del escepticismo se instaura el reino del relativismo protagórico. La modernidad está culminando, y completando su triste círculo amenaza al hombre mismo con el credo del transhumanismo. La misma realidad humana está en peligro.

El ocaso de los ídolos se convirtió en realidad en ocaso de los valores.  Desde aquí el espíritu humano agoniza. El terreno del alma se ha tornado árido para el cultivo de las virtudes. El hombre en ese contexto ha perdido dignidad. La aspiración kantiana de poner el Estado de derecho sobre el Estado de bienestar no ha culminado en triunfo de la justicia, como se esperaba, sino en la omnipotencia de una razón práctica que se coloca por encima del bien y del mal. La modernidad en su fase de apogeo creyó en la promoción de una nueva humanidad sobre la base de la idea pura del derecho. Pero el derrotero histórico de la modernidad demostró que la justicia que no se basa en el amor, que la ética sin religión culmina en holocausto material y espiritual.

El problema no es sólo que el capitalismo es una sociedad sin ética, sino que las bases metafísicas mismas de la modernidad conducen a ello, a saber, a lo anético. Y es que el problema de fondo de la autonomía de la razón es la negación de las verdades suprarracionales como camino regio para reconocer que la condición humana requiere tanto de la dimensión inmanente como trascendente. Cuando se rompe o quiebra esa unidad es la propia realidad la que se trastoca y conduce hacia una secularización disolvente. La filosofía moderna ha desempeñado un rol protagónico en la crisis de la conciencia occidental y en la crisis de los valores. Rechazando la Trascendencia, negando el Ser que funda todo ser, ha derivado hacia el irracionalismo e impedido que la razón conquiste las verdades suprarracionales. Y es que sin Dios no se piensa racionalmente ni se puede vivir una vida virtuosa, ética y valorativa. 

El idealismo subjetivo imperante en la modernidad nihilista se vuelve en enemigo letal de la verdad objetiva. De esa forma no se puede asegurar ni la felicidad ni la dignidad de la humanidad, porque es intrínseco a la estructura ontológica del hombre el problema de la verdad y divinidad. Nuestra época está privada de verdad y ha extraviado el sentido del ser. Ello acarreó la pérdida del sentido de la vida, de la moral y de los valores. El valor necesita del ser como las flores necesitan el líquido elemento. Por ello la reestructuración ética exige una revolución metafísica. La modernidad clausuró primero la trascendencia en el cosmos y entonces ésta se refugió en el alma. El cielo y el infierno se abrieron en ella. Mas ahora, la está desalojando del alma misma. Y en un panorama verdaderamente luciferino cielo e infierno son echados al tacho colero por una conciencia que se siente exenta y omnipotente respecto a toda trascendencia. Se ha configurado el contexto para vivir libre de toda norma universal. Fracasan con su pura idea de derecho tanto el Estado jurídico como el Estado de bienestar. Ambos son elementos de la misma fórmula que conducen hacia la desintegración de los valores.

Hace falta volver tanto hacia una metafísica de la interioridad de índole agustiniana como a una metafísica de la exterioridad de índole tomista. No es posible recuperar el sentido de las dimensiones éticas de la vida sin restaurar el fundamento trascendente que insufla una verdadera interioridad del alma y exterioridad del cosmos. El drama del pensamiento moderno con su excrecencia nihilista es la demostración más palpable que es necesario asumir una razón abierta a la fe y a lo sobrenatural. El logos humano exige de ambas alas para llegar a la verdad y llevar una vida buena. Sin justicia no hay humanidad, más sin fe no hay justicia ni humanidad. La humanidad en la modernidad nihilista yace extraviada porque tenía que perder la justicia al perder la trascendencia. Y la razón humana no sólo es pensar sino también sentir una situación existencial que necesita el ámbito de la inmanencia entrelazada con la trascendencia. De lo contrario su desorientación está garantizada.

El hombre puede emprender el cambio interior de lo anético a lo virtuoso porque la verdad habita en su alma.  Desde ella puede comenzar a abrirse a la recuperación de la trascendencia y culminar en el reconocimiento de las verdades suprarracionales. Esta forma de sobreponerse a la modernidad nihilista quizá no sea la única, pero conserva toda su validez desde el momento en que la libertad y la autonomía de la voluntad no es absoluta sino relativa y su centro es una moral unida a una metafísica de lo trascendente. Pues el origen de la sociedad no es el derecho y la ley, sino el sentimiento natural humano de bondad. Cuando ésta se pervierte o complica –generalmente desde la aparición de la civilización- se requiere de la ley. Esa inclinación del hombre hacia el bien es el centro de la moral y es de índole metafísica.

La apelación constante a la metafísica no es resultado de una reflexión teológica, sino ontológica. Ahora fortalecida desde la ciencia a partir del experimento de Aspect de 1982. Este experimento pionero verificó las predicciones más paradójicas de la mecánica cuántica, haciendo decir a algunos que la metafísica se hizo experimental. La comunicación instantánea o superlumínica entre el espín de dos partículas dio paso a hablar del “efecto de Dios” o entrelazamiento entre la mecánica cuántica y la metafísica experimental. Es casi como hablar de la presencia de la mente en la materia o de la presencia de una sincronicidad entre ambas.

 

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Tercera Parte

 

ONTOLOGÍA DE LA ALTERIDAD

 

La racionalidad ética

 

 

Introducción

 

La ética ontológica no es una reducción del deber ser al ser, de lo ético a lo ontológico, sino que es la afirmación que lo ético no es una instancia por encima ni por debajo de lo ontológico, sino que es una manifestación superior de lo ontológico mismo en el hombre. Es decir, la manifestación ontológica del ser en lo humano es la ética.

Por ello, en el hombre la metafísica del ser y la metafísica de lo ético coinciden. Es decir, en lo humano no es que lo ético se subsume al Ser, ni el ser se subsume en la ética, sino que el ser se vuelve ético en lo humano. La esencia metafísica del hombre es ética y con ello no se está negando su territorio propio en lo ontológico. En consecuencia, el territorio ético es al mismo tiempo territorio ontológico particular del ser. La esencia metafísica del hombre no es excluyente de la fusión de lo ético con lo ontológico.

Si la barbarie nazi fue posible fue porque obró una racionalidad sin ética, o sea la ontología de la raza superior colocada por encima de lo ético. Para negar dicha distorsión ontologista, no hace falta desvincular la ética de la ontología, sino concebirla en su verdadera relación metafísica con el ser.  

El bárbaro moral no es el que carece de la dimensión ontológica de la ética sino el que a pesar de captar la objetividad del valor permanece indiferente a su realización praxiológica. O sea, la persona malvada no es que no tenga noción de lo que es el bien y el valor, sino el que realizando fraudes, purgas, masacres y genocidios puede seguir llevando una vida aparentemente normal. El desquiciamiento de la naturaleza ética humana no anula la existencia de la dimensión ontológica de la ética, sino lo que bloquea es la realización de los valores supremos del bien y el amor. Esto es, si lo ético es el plano ontológico que posibilita la captación del valor, ello no garantiza su cumplimiento y realización.

Incluso el cumplimiento formal del deber moral puede llevar a monstruosidades éticas cuando lo moral se identifica con lo legal y la obediencia estatal -justo lo que sucedió bajo el régimen nazi-. Es por ello de que la racionalidad sin ética se puede escudar en el simple cumplimiento del deber. Pero aun así no desaparece el horizonte ontológico de la ética como dación del valor. Y justamente por ello es posible el fenómeno de la culpa moral.

La culpa moral se produce porque la naturaleza ontológica de la ética es imborrable. Es decir, la dación y captación del valor no se puede ocultar. Pero su realización praxiológica sí se puede esquivar. Se es inmoral y anético no porque no se capta el valor, sino porque no se realiza el bien y el amor en la acción. Es más, la racionalidad sin ética del bárbaro moral se siente con la patente de corso de establecer un nuevo código moral, de desmalignizar el mal y malignizar el bien, de invertir los valores, pero lo que no le está dado a la naturaleza humana es suprimir su horizonte ético ontológico.

 

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Ética y Ontología

 

La Modernidad inaugura la era del hiato más profundo entre ética y ontología. Impulsada por el pensar calculador de la racionalidad científico-técnica configura una racionalidad sin ética, que pone los medios sobre los fines, tritura la vida individual en la masificación, reduce al hombre a productor y consumidor, impone un estado policiaco, tecnológico, propagandístico y totalitario, y en lo cultural pulveriza el ocio y el tiempo libre en actividades enajenantes y cosificadoras. El hombre, para decirlo kantianamente, quedó convertido en un simple medio para un fin externo.

Todo esto representa el profundo foso que en la modernidad se ha cavado entre la ética y la ontología. Las dos guerras mundiales y el Holocausto fueron la plasmación madura de aquellos nacionalismos agresivos que ponían la sangre, la tierra y la tradición sobre los valores universales de la Ilustración -Fraternidad, Libertad, Igualdad-. Con ello la ética se subsumía a la ontología, el Ser se contraponía al Bien. El abismo entre ambos estaba trazado, pero no correspondía a lo mejor de la modernidad ni a la real relación entrambos, sino a su degeneración instrumental. Lo que vino después fue la masificación de la cultura de la vulgaridad, el capitalismo inmoral, la ruina de la ejemplaridad pública y el imperio de la antropología de la utilidad. Era la consecuencia natural del extravío de la virtud, el desquiciamiento de la libertad, la destrucción de los valores, la corrupción de la secularización y la anarquía moral. Por eso, lo fundamental no es -como cree Byung Chul Han- cómo se motiva una acción, sino bajo qué valores se lo hace.

Pero en un mundo diseñado para el mal la gente no deja de sentir el impulso de obrar bien y en su imposibilidad lo compensan con las vías de escape tipo mentalista. En este escapismo de la autosugestión se repite la fórmula “Yo pienso que estoy bien, por tanto, estoy bien”. Pero las cosas no cambian y siguen mal. En el fondo se trata de una estrategia de adaptación social que haga al mundo más llevadero y que incluso me haga soportable mi propia indiferencia ante la práctica del bien.

La Indiferencia moral es un fenómeno crucial para darnos cuenta de que, en el Yo, la Conciencia o la Existencia, hay algo permanente que nos dice cuándo algo es bueno o es malo y, sin embargo, permanecemos indolentes. El fenómeno de la indiferencia moral remite a la comúnmente llamada “voz interior” o “voz de la conciencia”. Justamente se trata de una apatía ante la voz interior. La doctrina tomista afirma que la ley natural moral está ínsita en la dignidad de la persona humana. Esta fue recuperada después de las tragedias de las dos guerras mundiales en el Declaración Universal de los Derechos Humanos, e incide en la existencia del hecho moral y de la ley natural moral como universal e inmutable. La cual exige obligación y sanción moral.  Lo cual lleva a preguntarnos si ¿acaso pudiera haber “indiferencia moral” en el hombre si en el fondo de su ser no hubiera algo permanente como la ley natural moral? No. Lo que no es permanente ni constante no produce indiferencia, simplemente es efímero, transitorio y fácilmente pasa al olvido. Pero la falta moral no se olvida, produce remordimiento y genera el sentimiento de culpa.

O sea, a contrapelo de lo que sostiene el convencionalismo y el historicismo, la conciencia moral no crea la ley moral, la enfrenta, ya sea para asumirla o para rechazarla. Este enfrentar el valor es indicación de su objetividad. O sea, no dependen de las preferencias individuales. Y esto es común en todas las épocas, sociedades y en todos los códigos morales. Se trata de un fundamento que los trasciende, que no depende de la historia ni del tiempo. Dicha base transtemporal y transhistórico no puede ser sino de carácter ontológica. O sea, el mundo del valor es otra forma de manifestación de lo ontológico. Y esa otra forma se llama Ética. La ética no está divorciada de la ontología, ni se le contrapone, ni se le subsume, ni está sobre ella, simplemente es la forma natural que tiene el Ser de aparecer en la naturaleza valorativa humana.

La Ética es la aparición del ser en el hombre a través de los valores. La criatura humana es por antonomasia un ser ético, un realizador de valores, como aquella dimensión que lo hace humano. Aquella contraposición entre ser y valer es sólo válida en la medida en que se contrapone el mundo humano al mundo no humano. Lo cual no es óbice para que la universalidad del valor se explaye hacia realidades no humanas, por ejemplo, la ecología. Lo cual implica que el valer, según Lotze, es un reino ontológico independiente frente al ser real y al ser ideal. Pero el valer no deja de ser una forma del Ser, esto es, el valor no es independiente porque está siempre adherida a las cosas o a los actos. Por ello, el fenómeno de la indiferencia moral sería imposible si la naturaleza humana no tuviera como fundamento antropológico la universalidad natural de la ley moral.

Por el contrario, desde la sofística griega hasta el historicismo débil de Vattimo y el neopragmatista de Rorty, no existe nada universal en la ley moral. Los valores son vistos simplemente como el ideal regulativo de las acciones. Y dentro de su convencionalismo social denuncian que concebir a los valores como un reino independiente conlleva hacia un reino platónico de las ideas que acarrea el peligro del absolutismo. Si lo valores tienen ser entonces se corre el riesgo del autoritarismo del líder, del iluminado capaz de contemplarlos. Los valores simplemente se tienen como se tienen ideas o normas.

El nominalismo del valor remite el fenómeno de la indiferencia moral a la constatación de que justamente es la mejor prueba de que no hay ningún fundamento ontológico universal en la ley moral, ni que éste sea natural sino mera convención. La consecuencia inevitable de esta postura es que la vida valorativa no sólo sea mutable sino subjetiva y relativa. Y ese es el riesgo que corre el hombre gnoseológico de la modernidad a diferencia del carácter ontológico de la filosofía antigua y medieval.

Es cierto que con Nietzsche el valor se descubre como el fundamento esencial de las concepciones del mundo. Y con ello se dio lugar al carácter axiológico del pensamiento contemporáneo. Tres fueron las corrientes que dieron respuesta a la cuestión del valor: la escuela de Brentano -Ehrenfels, Meinong, Münsterberg- que encontró el valor por la vía de la reflexión de los actos de preferencia o repugnancia; la escuela de Dilthey -por el camino de la meditación sobre el fundamento de las concepciones del mundo y la filosofía de la filosofía; y la línea de Lotze-escuela de Baden-Scheler-Hartmann, que ante el peligro de disolución de toda verdad proponía la superación del relativismo historicista.

Pero lo que el historicismo posmoderno y el neopragmatismo ofrecen es un sistema de preferencias estimativas en vez de una teoría pura del valor. En cambio, la axiología pura -como lo señaló Scheler (Ética)- trata de los valores como entidades objetivas, irreales, pero diferentes a las entidades ideales, porque no son percibidos de modo intelectual sino emocional. Sobre este rechazo historicista de la universalidad del valor en la filosofía contemporánea, hay que decir que tiene que ver tanto con la anormalidad morbosa como con la anormalidad adquirida que habló Scheler.

Con la anormalidad morbosa porque, aun cuando ésta tiene que ver con la enfermedad congénita y lo psicofísico, los rasgos psicopáticos de la sociedad basada en criterios utilitarios tienden a acentuarse desequilibrando mentalmente a las personas, desarraigándolo de sus auténticas necesidades humanas de relación, trascendencia, identidad y orientación. Esto lo señala muy bien Erich Fromm (Psicoanálisis de la sociedad contemporánea).

Más recientemente el filósofo español Antonio Marina en su libro La inteligencia fracasada, con sinceridad descarnada trata de encontrar explicación de por qué incluso los más inteligentes son también tan estúpidos. Reclama una teoría científica de la estupidez. Serviría de profilaxis por su urgente necesidad. ¿Por qué́ nos equivocamos tanto? ¿Por qué́ nos empeñamos en amargarnos la existencia? ¿Por qué́ las personas inteligentes hacen cosas tan estúpidas? ¿Por qué́ tropezamos cien veces con la misma piedra? Presenta una taxonomía de la inteligencia fracasada, una herborización de los mecanismos de la estupidez. Hay fracasos cognitivos y afectivos, lenguajes fracasados y fracasos de la voluntad, hay fracasos personales y políticos.

El fanatismo, el desamor, la incomprensión de las parejas, las adicciones, la injusticia, la rutina, el miedo y la sumisión, los heroísmos criminales, la ferocidad glorificada, todas son derrotas de la inteligencia. Convencido que la inteligencia puede triunfar, la finalidad del libro es ayudar a reducir la vulnerabilidad humana. Lástima que su interesante enfoque se centre más en el fenómeno de la estupidez y de lo intelectual en vez de lo valorativo y lo emocional. Pero lo señalado por Marina tiene que ver con la anormalidad morbosa.

Ahora bien, en lo que concierne a la anormalidad adquirida hay que señalar que sobre todo tiene que ver con la sumisión del espíritu con la mentalidad científico-técnica y la racionalidad sin ética. Estas encuentran los aparatos ideológicos idóneos de difusión en la televisión, la web, el internet, la cultura de la vulgaridad, la masificación social, la cosmovisión práctica, las instituciones amorales y la época narcisista de la posmodernidad. Se trata del imperio de un clima espiritual y cultural donde la idea de persona sufre un menoscabo profundo, porque ya nadie quiere hacerse con la tarea de que su ser es un esfuerzo permanente y que libertad no es ilimitada sino asunción valorativa en el cosmos.

El individuo posmoderno no cree en valores objetivos, ni siquiera en valores formales -como en Kant-, sino que los rechaza para verlos como meramente convencionales. La filosofía contemporánea ha ido acentuando su tendencia antimetafísica y temporalista, y tras experimentar los diferentes giros -fenomenológico, existencialista, semiótico, estructuralista, lingüístico, posmoderno, pragmático- ha ratificado su rumbo nihilista en la sociedad postmetafísica. Con ello el problema axiológico y ético lejos de quedar sepultado sigue en primer plano, porque se tratan de posturas que lejos de dar respuesta coherente al sentido de la vida, la vacían y dejan al hombre en la incertidumbre.

Esto nos devuelve al fenómeno de la indiferencia moral, y se puede señalar que ésta justamente revela que la ética es de modo emocional en la naturaleza humana. Se es indiferente ante algo que nos llama, que nos hace sentir su urgencia no intelectual sino emocional. Esto es, lo emocional percibe el ser del valor. Lo ético es un acontecimiento singular del ser en el hombre. Por esto mismo no está fuera ni dentro de la ontología, sino que es otra forma de ser de lo ontológico. Es lo ontológico emocional.

La metafísica de la ética pertenece al horizonte de lo ontológico emocional. Mientras que la metafísica del conocimiento de las cosas pertenece al ámbito de lo ontológico intelectual. Lo ontológico emocional es el lenguaje de la ética. Lo ontológico intelectual tiene que ver con la universalidad representativa, lo ontológico emocional con la universalidad emocional. Ser y Acción se juntan, tanto en el devenir de las cosas, los entes y seres irracionales, como en el existente racional humano. Y es así porque el ser no tiene contenido sino en el acto. Pero el acto humano es especial por la vida consciente. Bien lo expresa Rubén Darío en su poema Lo Fatal:

Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,

y más la piedra dura, porque ésa ya no siente,

pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,

ni mayor pesadumbre que la vida consciente.

 Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,

 y el temor de haber sido y un futuro terror... Y el espanto seguro de estar mañana muerto, y sufrir por la vida y por la sombra y por

lo que no conocemos y apenas sospechamos, y la carne que tienta con sus frescos racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,

y no saber adónde vamos,

 ¡ni de dónde venimos!...

Lo reproduzco completo no sólo por la fuerza intensiva de su belleza, sino porque nos comunica verdades emocionales de carácter ontológico punzantes, hirientes y de índole ético. Efectivamente, en el hombre la unión de ser y acción tiene una altura axiológica única. Lo práctico humano se vuelve interioridad creadora, crisol de nuevo ser, nuestro ser es un acto ético que se produce a sí mismo, es un bien. Por eso que en el hombre lo práctico tiene más profundidad que lo teórico. Los fundadores de las grandes religiones universales así lo testimonian. El logos de la ética es recreación ontológica del ser.

Si en el hombre lo decisivo no es el ser con que viene al mundo sino el ser que construye, actualiza o realiza en el mundo es porque la persona humana es un esfuerzo permanente de construcción ética. Pero este esfuerzo permanente de construcción ética no está de espaldas a la metafísica -como ocurre en el historicismo lingüístico de Otto-Apel, Habermas y Luhmann-, porque si bien la esencia está en el fenómeno y no hay cosa en sí en el mundo finito, no obstante, lo finito no agota la realidad del ser y éste se abre a lo infinito y eterno, donde se aprecia que el Bien absoluto es ontológico y el bien relativo es óntico. Si el primero carece de contrario, el segundo no. Pero lo importante aquí es señalar que el parentesco profundo que existe entre el Bien y el Ser, y que hace que el bien no esté más allá del ser. Mientras que la razón práctica kantiana tiene carácter ontológico porque la voluntad pura es el ser mismo, en cambio hay que reparar que la razón práctica humana tiene sólo carácter óntico porque la voluntad subjetiva no es el ser mismo.

De manera que el bien relativo del espacio y el tiempo sólo puede tener su fundamento en el bien absoluto eterno e infinito. En el Absoluto ser y bien se identifican, en lo finito no. Esta dicotomía entre esencia y existencia en el hombre la captó bien la escolástica. El hombre es un ser cuya existencia es ir hacia la realización de su esencia. La esencia humana es ética, pero ética entendida como horizonte ontológico existencial. O sea, el hombre realiza su humanidad en la medida en que realiza ónticamente el contenido ético de su esencia.

Levinas, en Totalidad e Infinito, concibe al hombre como una existencia que va hacia lo existente. Ve al hombre como una criatura metafísicamente moral. Lo cual es verdadero. Pero de ahí da un salto al afirmar que lo ético está más allá de lo ontológico. Lo cual es erróneo, porque si lo ético está más allá del ser entonces ¿cuál es su consistencia ontológica?

Por el contrario, la existencia humana consiste en un ser, es ontológico, y su ser ontológico es ético, pero su existir ontológico no implica una realización a priori de la ética. Todo lo contrario, implica la realización libre del valor. Esto es, que la revolución de Levinas no sustituye en realidad la pregunta de la ontología: ¿Por qué hay ser en vez de nada?, sino que la profundiza en: ¿Por qué hay un ético en vez de nada? El ser ético no se puede restringir a la comprensión del Otro porque tiene en primer lugar la comprensión de su eticidad y de su libertad.

De manera que no es posible afirmar que la filosofía es ética antes que ontológica, porque la ética como filosofía primera o metaética es también ontología, pero ontología del hombre. Quizá Levinas impactado por el horror y el cautiverio nazi tomó la decisión radical de separar ética de ontología. En realidad, los nazis no son ajenos al reconocimiento de la Otredad. Su consciente y deliberada decisión de exterminar a los judíos y a otras minorías así lo demuestra. En cambio, no son capaces de asumir el valor de la vida sobre la muerte porque previamente han abrazado la racionalidad no ética del superhombre ario, han optado por los valores inferiores de la biología sobre los de la cultura. Pero afirmar, como hace Levinas, que la ética surge de sí misma y no del ser es un contrasentido, porque el ser de la ética es un nivel ontológico especial del ser.

El hecho básico del ser humano es su naturaleza moral y la misma no existe ni subsiste de espaldas a lo ontológico. Además, dicha naturaleza moral es de índole emocional pero que no está divorciada de su capacidad racional. Al contrario, se dan juntas. Lo emocional sin lo racional es ciego y lo racional sin lo moral está cojo.

El principio del sujeto se despierta con la relación no sólo intersubjetiva sino también con la resistencia de las cosas. Y en la actualidad la crisis ecológica ha puesto en evidencia la Otredad natural, la de la Madre Tierra. La Otredad abarca el Otro moral y la otredad de lo cósico inerte y lo cósico con vida. Nos preguntamos si un antiguo Templo griego es otro. Y la respuesta es sí. Es una Otredad que forma parte del Patrimonio Cultural de la Humanidad, merece respeto y cuidado y conservación. Es, como le llamaba Sartre en su Crítica de la Razón Dialéctica, una estructura práctico inerte que condiciona nuestra praxis.

De manera similar un majestuoso y gigante árbol secuoya, que llegan a vivir hasta tres mil años, es parte del universo de la Otredad natural de la Madre Tierra, es lo cósico con vida que exige responsabilidad de nuestra parte. Por eso, la amarga experiencia del Holocausto no sólo nos remite al fondo ético ontológico disperso en todo lo existente, sino también al nivel del ejercicio libre del valor. Porque se puede saber que el Otro exige responsabilidad de mí mismo, pero la indiferencia moral hacia el Otro sólo es posible salvarla con el ejercicio libre del valor.

O sea, se trata de diferenciar dos niveles éticos distintos: el nivel ontológico metafísico, por el que el hombre está advocado a lo ético y siente su llamado en todo lo que le rodea; y el nivel de la realización ética por la voluntad libre, en el cual el hombre vive zarandeado por sus inercias o potencias internas y los condicionamientos sociales. Lo cual significa que la ontología de la alteridad es de índole ética. La alteridad es una ontología porque el mundo se presenta como una inmensa predestinación de esencias.

 

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Ontología de la alteridad

 

La fenomenología de la alteridad de Levinas, que busca evitar el solipsismo, se ubica más allá de la fenomenología trascendental de Husserl y de la ontología fundamental de Heidegger. Pero de lo que se trata ahora es de saltar la valla fenomenológica para reconocer la estructura ontológica de la alteridad, centrada en el ser ético.

El existente siente el impulso ontológico de salir de la existencia, inconforme y asediado de contradicciones irrumpe en lo Otro y en los Otros. Pero en esta irrupción hacia la alteridad se da la otredad del sí mismo. La otredad del sí mismo alude al misterio del propio yo para el existente. Sófocles decía: “Nada hay más misterioso que el hombre”. Y Freud y luego Lacan ahondaron en esta verdad. La conciencia moral no sólo se desconcierta ante la otredad del mundo y la otredad del prójimo, sino también ante la otredad de sí mismo. Se percibe a sí mismo como un logos insondable y profundo, lleno de misterios y enigmas, frente al cual debe asumir y adaptarse.

No se trata de ninguna división esquizofrénica de la persona, se trata de los vericuetos insondables del alma, que apenas afloran en el sueño nocturno, las fantasías conscientes, el dormir sin soñar y el soñar despierto. Extendiendo las elaboraciones teóricas de Ernst Bloch, en El Principio Esperanza, se podría decir que el hombre es una utopía viviente. El principio esperanza es una ontología dinámica del ser y en ese dinamismo entra la acción ética. Sólo que en ese dinamismo de la acción ética se inscribe no en el horizonte blochiano de lo trascendente sin trascendencia, sino en el de lo trascendente con trascendencia. El deseo de utopía está presente no sólo en todas las edades del hombre, sino en el corazón mismo de la razón ética, porque el deseo de bien finito es insostenible sin el Bien absoluto.

Hay que afirmar que lo ético es irreductible a lo ontológico es negar la particular naturaleza ontológica de la existencia humana. El hecho de existir es algo bueno, si no lo fuera nos hundiríamos en la nada, pero esa bondad del existir es común a todos los entes. Sin embargo, en el hombre cobra una relevancia especial porque le da sentido a su ser. En el hombre la bondad del existir se vuelve inversamente proporcional a la realización valorativa de su existencia. A mayor realización valorativa menos importancia cobra su simple naturaleza ética, porque lo importante en el hombre no es su estructura ética-ontológica, sino la realización práctica de la misma. Y en esa realización práctica de la estructura ética-ontológica del hombre está el sentido religioso de la unión con el Bien Supremo.

En otras palabras, de poco sirve emprender la realización del sentido ético al margen de su unión con el sentido religioso. Y esto es así porque el pináculo del sentido de las dimensiones éticas de la vida es el sentido religioso de unión con el Absoluto. Es por ello por lo que la secularización empobrece la realización plena del sentido ético de la vida, porque al vaciar al hombre de la sed de Dios estrangula su vida ética en vanagloria y narcisismo soberbio. El sentido religioso de lo ético no es sustitución de la clave ética por la clave teológica, sino que es su cabal cumplimiento porque se trata de elevarse hacia la Otredad suprema que es Dios.

Dios es el Otro absoluto, incognoscible, santo y puro, que nos remite a la identidad completa del Bien con el Ser. Es por eso por lo que la existencia ética finita humana tiene que ver no sólo con el valor, sino también con el Bien y el Ser. Es más, el valor perdería peso y sentido sin éstos últimos.               

Así, cuando el multimillonario Warren Buffett afirma con orgullo sobre la revolución de los ricos contra los pobres: "Naturalmente que hay lucha de clases, lo que pasa que es la mía la que va ganando", lo que se entiende es que no sólo se está faltando al sentido ético con el prójimo sino también con la Otredad absoluta que es Dios.

Ahora se entiende por qué la izquierda se ha vuelto conservadora, logrando aliarse con el sentido común. Lo que hoy pide el pueblo es conservar los derechos a estudiar, a tener familia, a trabajar en su lugar de origen, a la sanidad, a la pensión, a mantener sus derechos laborales. Pero todo eso fue arrasado por la ofensiva salvaje del neoliberalismo y la oligarquía financiera. Entonces, ahora se concibe que ser conservador se ha convertido en algo muy de izquierda. Ser conservador se convirtió en la mejor forma de ser antisistema. Pero de poco servirá ser de izquierda y antisistema si no se repara en que el sentido ético se diluye en las manos del hombre cuando anda divorciado del sentido religioso de lo ético.

La modernidad no se salvará en sus principios fundamentales de Fraternidad, Igualdad y Solidaridad mientras que no se alíe con el sentido religioso de lo ético. Mientras tanto seguirá precipitándose en el abismo mortal de la disolución nihilista.

El hombre es un ser ambiguo, acosado de contradicciones, su existencia es un valor condicional, el valor a su vez es secreto y manifiesto, todo lo cual hace posible que rechace el valor. Lo que nos hace éticos no es el encuentro en la otredad, sino el encuentro y la realización libre de los valores. Lo ético ya es en sí metafísica porque revela un trascendente en lo inmanente con la misión cósmica de enlazar la inmanencia con la trascendencia. Y ello sólo es posible con los valores máximos del Amor y el Bien. Pero parece que vivimos en una época postmoral, en el que bastan el Derecho y la política.

Como sostiene Adela Cortina, en su libro Ética sin moral, la ética sin religión y sin metafísica ha sido vaciada de contenido, se ha quedado sin objeto en nuestros tiempos. Utilitaristas y partidarios de la ética discursiva han adelgazado tanto la ética que en las manos solamente queda el Derecho y la política. El resultado es una ética sin moral. Su apuesta es por la autonomía personal y la solidaridad social, capaz de llevar adelante la ética moderna y legitimar la democracia auténtica. Es más, en otro libro suyo titulado Ética mínima, sostiene que en tiempos en que nadie ambiciona descubrir la verdad, el bien y la justicia, sino solamente pasarla bien, es necesario que la cultura recupere su sentido respondiendo las preguntas por la rectitud y la justicia. Por lo menos busca alumbrar una ética de mínimos con el consenso y la autonomía humana como ejes centrales. No obstante, hay que señalar que son justamente estos ejes acentuados al máximo los que están conduciendo a la modernidad al gris nihilismo decadente y disolvente del sentido moral.

Los filósofos éticos que se aferran al ídolo de la secularización, a saber, la razón autónoma, jamás entenderán que es justamente ésta la que hay que derribar para dejar a una razón que reconozca las verdades suprarracionales. Prácticamente se vuelven filósofos anéticos. O sea, no se trata de sustituir la razón por la fe, sino de reconocer a ambas como herramientas indispensables que tiene el hombre para elevarse a la verdad. Al contrario, el insistir en la razón autónoma ha llevado a la racionalidad sin ética hacia la negación de la razón y de la verdad.

Por ello, el camino no es salir de lo ontológico para entrar en lo ético. Pues lo ético es una forma superior de la ontología. Y en esta forma superior el ideal cumple un papel relevante. Lo humano no es el ente que se supedita al ser real, porque opone el ideal a lo real. El ideal se identifica con el atractor del valor, pero ya es el poder dinámico y viviente de la idea persiguiendo al valor. Pero en esta oposición del ideal a lo real se expresa la continuidad del acto de participación ontológica. Es una oposición ética que no excluye lo ontológico. La relación ética no está más allá de la ontología, no es extra ontológica, porque el Yo es morada del ser valorativo. Pero la aparición del Otro no impone responsabilidad al Yo, sino a condición de determinados ideales y valores.

Por ello la relación ética es asimétrica en cuanto a la responsabilidad, pero simétrica en cuanto a la identidad -reconocerse a sí mismo en el Otro-. La Conquista de América por el imperio español se ilustra bien la relación ética asimétrica entre el español conquistador y los autóctonos vencidos. Mientras que la relación ética simétrica se aprecia cuando los autóctonos reparan que los invasores son humanos en vez dioses y pueden ser destruidos.

Como no se da el camino de separación entre ética y ontología tampoco es necesario ir hacia otro tipo de lenguaje distinto de lo ontológico. En De otro modo de ser o más allá de la esencia, Levinas se propone ir más allá del lenguaje conceptual para instalarse en el corazón de la ética. A su modo de ver las cosas la comprensión del prójimo exige instalarse lejos de la comodidad lógica de lo “dicho” para tender campamento en lo “dicho”. El prójimo es prerreflexivo e invoca responsabilidad moral. Pero ya hemos visto que todo este esfuerzo por la búsqueda de otro tipo de lenguaje no ontológico se deriva de un malentendido de base: lo ético está más allá de lo ontológico. Pues, la responsabilidad que exige el encuentro con el prójimo no sólo plantea la primacía de la acción sobre la teoría, sino también la asistencia de la teoría sobre la acción. En otras palabras, el prójimo será prerreflexivo en cuanto a su existencia, pero no en tanto existente. Y por ello mismo plantea el problema racional de la justicia.  

La ontología de la alteridad es ética ontológica porque ve el sujeto como ente en relación y como ente que se observa en sí mismo dentro de un todo referencial que no se desentiende el Ser, sino que es una forma particular del ser. Los hechos vitales y empíricos del amor, la indiferencia, el gozo, el dolor, la muerte, la paternidad, la amistad, entre otros, son atendidos justamente porque este ser en relación no puede sumirse en el solipsismo del yo trascendental husserliano, ni en la incomunicación del Dasein heideggeriano, ni en el divorcio ontológico de la alteridad levinasiana. En la ontología de la alteridad la ética no se supedita al Ser, sino que es manifestación de la transformación misma del ser.

El ser ético no es una supeditación del ente al Ser, sino que es una realización del ser en lo ético. El ser ético está irremisiblemente arrojado a la relación con la otredad, no puede esquivarla, ni en las mayores atrocidades que se pueden cometer contra el prójimo desaparece aquella condición ontológica de ser ético, ya sea para asumirla o negarla. El ser ético es una condición, no una determinación, y por ello mismo expresa la ambigüedad de la propia condición humana siempre dependiente de su decisión libre.

Justamente por ello la adhesión de Heidegger al nazismo no sólo fue de índole contingente y personal, no se trata de una simple falta de coraje, sino de una decisión libre que no deja de estar acorde con sus presupuestos filosóficos, como del Dasein abstracto y solitario, cuyo encuentro fundamental no es con los otros sino con el Ser o su idea del hombre como ser para la muerte. Ahí sí hay supeditación inhumana del hombre al Ser. Pero en la ontología de la alteridad no lo puede haber, salvo deliberadamente por razones ideológicas, porque el hombre es ese ser rodeado en el mundo de alteridades, otredades, que no puede ignorar, porque incluso la indiferencia frente a ellos ya es un tomarlo en cuenta.

Por ello, cuando Gadamer (Verdad y método) afirma que la “facticidad de la vida” no son las cosas sino las creencias, costumbres y valores, o el ethos, olvida señalar lo fundamental a todo ello, a saber, el vínculo ontológico-ético con los demás. Gadamer se limita al ethos-logos o argumentativo intelectivo, pero lo anterior a ello es el ethos-pathos o lo emocional prerreflexivo.

La muerte es un hecho empírico y vital que sacude al hombre desde los cimientos del ethos pathos hasta el ethos logos. La muerte impacta y enlaza con la otredad de una manera muy especial. El “ya nunca lo veré” o “lo veré en otro mundo” es un signo del fuerte vínculo prerreflexivo y emocional que guarda el hombre con su prójimo. Al morir el otro la capa ética más profunda, el ethos páthico, recibe el golpe de su ausencia de un modo desconcertante, humillante y enigmática. Siente no sólo que se le ha quitado algo, una compañía apreciada, y que no puede hacer nada, se siente impotente, sino que, además, se le hace patente su propia mortalidad y desintegración en la muerte del prójimo.

La experimentación propia e intensa de la finitud por la pérdida de un familiar o allegado lo llena de angustia y desesperación. Ama la vida y se resiste a ser un ser para la muerte. Y la falta de sentido y la incomprensibilidad del hecho pasa a ser asistido por el siguiente nivel de la conciencia ética como es el ethos logos. De ahí saldrá la comprensión valorativa, el consuelo y la esperanza moral para el hecho luctuoso. Las reacciones de los niños ante la muerte son de lo más reveladores y significativas de aquella capa prerreflexiva y emocional del ser humano. El niño siente impresión, orfandad, tristeza, ansiedad, enojo, culpa.

El pensamiento concreto de los pequeños expresa con más claridad ese estrato profundo del ethos pathos que ve la muerte como un viaje del que se ha de volver. La valoración de la partida mortal como momentánea, no entiende su carácter irrevocable, inevitable e irreversible. Esa limitación de la comprensión de la muerte se encuentra fuertemente enlazada al estrato emocional que responde a una percepción especial del tiempo. El niño de edad preescolar casi no siente el transcurso del tiempo. Es similar a la sensación mágica que se cobija en el alma del poeta. En su mundo mágico las fronteras del espacio y del tiempo aún no han cobrado su rigidez posterior. Se experimenta el tiempo como un devenir continuo donde apenas cambia el color del cielo. Así, de leve le parece la muerte, apenas un ligero cambio del que luego se ha de volver. Esa percepción está ligada más pronto a la capa del ethos pathos de la esfera valorativa, la misma que imprime el sello de la imposibilidad de un no retorno en medio de la sensación de la existencia como algo bueno.

El filósofo sudcoreano Byung Chul Han reflexiona sobre la muerte en su obra Muerte y alteridad. Tomando en cuenta a Kant, Heidegger, Levinas y Canetti, entre otros, afirmará que concebimos la muerte como la extinción sin residuos del yo personal, como la imposición absoluta de lo totalmente heterogéneo. La inminencia de la muerte puede despertar un amor heroico, en el que el yo deja paso al otro y se promete una supervivencia. Así en torno a la muerte surgen complejas líneas entrecruzadas de tensión entre el yo y el otro. Una de ellas es tomar conciencia de la mortalidad para asumir la serenidad y la afabilidad.

En la explicación de Byung Chul Han sobre la muerte se puede advertir nítidamente que el esfuerzo por tematizar la experiencia de la finitud en la mortalidad pertenece a lo que hemos llamado el ethos logos, al ethos discursivo, mientras que las reacciones prerreflexiva de énfasis del yo y el amor heroico ante ésta tienen que ver con la capa del ethos páthico. Pero la valoración páthica de la muerte no adelanta la conclusión de que somos un “ser para la muerte” o “para la inmortalidad”, ello acaecerá luego con la valoración del logos.

Ahora bien, el tema de la guerra es otro empírico y vital que corre parejo al de la muerte. Pero es muy diferente una “guerra que se sufre” a una “guerra que se emprende”. Una guerra que se padece asalta el estrato emocional más profundo de la existencia, el ethos pathos, que está ligado a la supervivencia misma. El deseo de no morir domina en ella. En cambio, en la guerra que se emprende predomina el ethos logos, ligado a la asunción discursiva de determinados valores justificatorios o condenatorios. El deseo de matar predomina en ella. De lo contrario cómo explicar la adhesión a la guerra de mentes lúcidas de intelectuales como Spengler, Jünger, Schmitt, Jaspers, pero también Max Weber y Thomas Mann, a la "ideología de la guerra".

El filósofo e historiador italiano Domenico Losurdo, en su obra La comunidad, la muerte, occidente, examina dichas afecciones que calificaban a la guerra como "grande y maravillosa". Primero estudia la configuración filosófica centrada en la idea del ocaso de Occidente junto al tema de la comunidad y la muerte en la guerra. De lo cual emergerá produce en Alemania la ideología de "tierra y sangre" de la ideología nazi. Luego compara el tema del destino occidental-alemán, frente a los opuestos "mercantilismos" de las democracias y de la Unión Soviética. Pero el propósito de todo este recorrido de Losurdo es explicar los elementos ideológicos en la teoría filosófica de Heidegger y contextualizarlo sin recurrir a apología ni a demonización. De su examen se extrae la conclusión de que el “ser para la muerte” del Mago de Friburgo respondía al ethos del logos como discurso predominante en el contexto social de la Alemania de entreguerras.

Lo interesante aquí es apreciar que Heidegger nunca supo procesar los horrores del Holocausto como censurables. Su filosofía nunca tuvo oído para la ética, sino tan sólo para el Ser abstracto. Ese divorcio profundo entre el ethos del pathos y el ethos del logos en Heidegger es una característica de la sociedad nihilista divorciada de los valores superiores, es un mal de nuestro tiempo.

Esa comunicación defectuosa entre la captación emocional del valor y su efectuación práctica, hasta el límite de su negación, no tiene que ver con la naturaleza humana, sino con la presión social y el deterioro cultural de la sociedad imperante. Un sistema social que sustituye las auténticas necesidades humanas por otras artificiales, como sucede en el capitalismo, termina aniquilando los reales valores humanos e imponiendo una civilización material. Al trastocarse los órdenes teleológicos lo cuantitativo termina sometiendo a lo cualitativo, el valor se reduce a objeto, avanza arrolladoramente la tragedia de la cultura, donde un ímpetu demoníaco orilla a la humanidad a una especie de demencia social.

La barbarie de la civilización materialista desemboca en la hegemonía de lo técnico-científico, donde lo importante no es pensar seriamente, ni conocer la verdad, ni valorar sustancialmente, sino vivir sin responsabilidad y actuar con ironía lúdica.  

 

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Ethos páthico y Ethos logos

 

La ontología de la alteridad parte de esta diferencia entre ethos páthico y ethos como logos. El primero atiende a la estructura ontológica de lo ético, como forma especial de la naturaleza humana. El segundo a las manifestaciones discursas en la historia de dicho fondo. El primero no es extratemporal, pero tampoco es enteramente histórico, es esencia que depende la existencia para manifestarse. En cambio, el segundo es temporal e histórico.

Pero la estructura ontológica de lo ético, el ethos-pathos, no obliga, sólo condiciona la obligación. Si obligara dejaría de ser ético y se volvería en el algo determinado y no libre. Es por ello por lo que el hombre es una existencia que marcha como existente. Y en su marcha encuentra que la filosofía no es una opción sino una implicación existencial.

Esto tiene que ver con la afirmación de Heidegger en Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles, donde indica que el hombre a pesar de su apertura permanece oculto. Pero lo oculto en el hombre no es una determinación de su finitud ontológica sino una condición de su ontología ética. Justamente lo oculto preserva su libertad y lo hacer ser lo que es, a saber, un ser libre, capaz de amor y odio, de bien y mal. El hombre como ser finito es un ser contingente y falible pero también libre. Esto no significa que la ética precede a la metafísica por medio de una praxis vital, sino que es ya una manifestación metafísica de la criatura humana que está entre los Otros.

La categoría mundanal de la vida, admitida por Dilthey, Husserl, Heidegger, Ortega, Gadamer y Habermas, es el contexto del ethos-logos donde se toma posición frente a los valores, pero previa a ella se da la categoría a priori-trascendente de la vida, como el contexto del ethos-pathos donde el sujeto está situado ante la Otredad y la dación de los valores.

Es por eso, que la ontología de la alteridad no es simplemente ética de la alteridad, porque no se limita a ver que los sujetos son seres en relación, sino que, además, señala que esa relación es posibilitada por una estructura ontológico-ética como horizonte metafísico donde aparece la Otredad y se dan los valores, mucho antes de la toma de posición ante ellos.

Por eso, es un horizonte prerreflexivo y prejudicativo, metafísico y ontológico, pero de naturaleza ética. Por eso, no es el comprender lo propio del hombre sino, un acto prerreflexivo previo, el recibir la dación del valor. Ciertamente que la mera dación del valor es inoperante sin el comprender, pero la dupla “dación del valor-comprender el valor” -con la primacía del primero- es lo propio de la existencia humana.

Es por eso por lo que quienes afirman desde una ética discursiva -Habermas, por ejemplo, en su obra Ética del discurso y la cuestión de la verdad- que el mundo se funda en estructuras lingüísticas intersubjetivamente compartidas, tienen razón sólo a nivel del ethos-logos, pero no del ethos como pathos. El hombre no sólo es un ser que conversa -Aristóteles decía que es el ser que tiene lenguaje-, porque si se abarcan gestos estaríamos a nivel de los animales como las ballenas y los delfines. No sólo somos diálogo y prudencia -como prefiere Gadamer-, sino que somos lenguaje porque habitamos en un previo horizonte extralingüístico de índole ético-valorativo.

El Ser habla al hombre, pero también nos habla nuestro propio ser en clave ético-valorativa. En realidad, el Ser habla al hombre bajo el tamiz de esta clave. Todo el interés humano por las cosas del mundo pasa por el cernedero de lo ético-valorativo. Hay otra forma de decir lo mismo: ninguna gran idea llega al hombre sin antes haber estado en su corazón.

Quizá sea otra forma de leer la lógica del corazón de Pascal. Pero Pascal con su cristianismo individualista del siglo diecisiete sea ajeno al tiempo natural y en ello se aleje de nosotros, pero es contemporáneo no por su tiempo de la gracia, sino por advertir -como Dostoievski- que la cuestión de Dios es una cuestión decisiva del hombre, quizá el asunto existencial más importante que condiciona nuestra relación con el prójimo. El hombre será una nada frente al infinito, un todo ante la nada, pero un medio para evitar con el prójimo la nada y elevarse juntos al infinito.

La ontología de la alteridad no reclama una actitud pascaliana, porque ya está instalada en la ontología del bien y del mal que anida en el corazón del hombre. Si cada uno encuentra lo que es en el fondo de su corazón, es porque no todos venimos al mundo con la misma capacidad para percibir el ethos como pathos y realizar el ethos como logos. De qué depende esa capacidad de nuestra alma. No hay duda de que somos misterio para nosotros mismos. Y es mejor reconocer que nuestra razón es tan poca cosa que es locura pretender tener respuesta para todas las preguntas.

Por lo pronto lo más prudente será acogernos al consejo de Pascal: Hay que cuidarnos de dos excesos, excluir la razón y no admitir más que la razón. Sin duda que la comprensión e interpretación de la ontología de la alteridad es temporal e histórica, porque el hombre lo es. Pero de ello no se deriva necesariamente que no pueda comprender ni interpretar lo intemporal y transhistórico. Incluso puede darse que el Ser y el Valor no siempre converse con el hombre o que su conversación no sea escuchada. La intersubjetividad del diálogo no se siempre y en todo momento de la misma manera.

De aquí estamos a un paso de sentirnos tentados a repetir gadamerianamente que la hermenéutica no es un método sino el modo de ser del hombre. Pero no es necesario reincidir en la ontología fundamental heideggeriana porque la ontología de la alteridad pone énfasis en que antes que seres interpretantes somo seres captadores de los valores. Los valores asedian al ser del hombre porque su ontología es ética. Ni en la depravación y denigración el hombre pierde su sentido ético, incluso puede perder la vergüenza, pero no el sentido de lo malo y lo bueno. Esto es importante, porque señala el grado de enlace que existe entre el ser y lo bueno. Como ya lo destacó la escolástica, el acto de existir es algo bueno, ni el demonio puede desprenderse de ello. En cambio, la realización del valor, la práctica del bien o del mal, depende del desarrollo de los hábitos virtuosos o viciosos. Lo que significa que aun siendo la ética el ser de lo humano puede, no obstante, obrar anti éticamente. Pero no es la libertad lo que hace posible la ética, sino que es la ética lo que hace posible la libertad ética. La libertad para hacer el mal o el bien nunca da la espalda a nuestro ser ético, al contrario, siempre está confrontada con ella.  

Es por eso por lo que se puede desconfiar de la ética cuando no se promueve la virtud y se extiende la cultura de la vulgaridad. En este sentido la ontología de la alteridad no es ninguna garantía para el triunfo del bien y la edificación de una sociedad y civilización ética, sino tan sólo la indicación que lo ético no se desentiende del ser, ni es su opuesto ni se subsume ni le es superior. Simplemente en la jerarquía de los seres lo ético es la forma correspondiente al ser del hombre. Su desarrollo no depende de esta base, ni de la toma de conciencia intelectiva respecto a ella, sino del desarrollo de virtudes que hagan posible la realización efectiva del bien y del valor superior del amor.

Es por ello que la ontología de la alteridad no puede limitarse a una interpretación y comprensión temporalista del ser, el bien, la verdad, la historia, porque el hombre no es sólo temporal, hay en él algo de lo eterno e infinito. No se trata de caer en un nuevo nominalismo y relativismo proclamando que el hecho supremo es la interpretación, porque no es el lenguaje el que constituye la conciencia sino lo moral, lo ético y el valor. Pero a pesar de que es el horizonte ético el que constituye la conciencia, ello no significa siquiera que tener conciencia moral implique la consecuente práctica de los valores.

Existe una conocida anécdota sobre Max Scheler al respecto: un alumno le preguntó por qué no vivía los valores con la misma pasión con la que los exponía, sólo atinó a responder que el poste indicador del camino no necesariamente se mueve en ese sentido. El peligro de tal actitud lo hemos visto en el desarrollo subsiguiente de la filosofía en la línea posmoderna y en el neopragmatismo donde incluso el poste indicador ha sido arrancado para sólo quedarse con la actitud interpretante. En la racionalidad práctica discursiva se cruzan la ética y la hermenéutica en un contexto donde no hay normas universales, sino solamente modos de vida. El resultado es un relativismo inevitable.

Todo indica que la verdad, el bien y el valor no pueden quedar bajo el horizonte del intérprete. Ello está basado en una errónea comprensión de la esencia humana, como existencia interpretante en vez de existencia sintiente del valor. Pues el fundamento ontológico del valor y del bien no es la existencialidad del ser humano interpretante. No es que haya verdad porque lo interpreto, sino que interpreto porque hay verdad. De la misma forma no hay bien y valor porque existo, sino que existo porque hay bien y valor. Lo afirmado también colisiona frontalmente con la ética discursiva habermasiana que sostiene que ni la tradición ni el diálogo son garante del libre acuerdo, porque son distorsionadas por fuerzas que violentan la relación intersubjetiva. Por lo cual, únicamente el “consenso” garantiza la verdad. Lo cual es absurdo y representa la crucifixión de lo ético.

Sin embargo, hacer como los habermasianos que el conocimiento de la realidad sea una construcción lingüística no supera la valla del subjetivismo y del historicismo. Lo ético no puede depender del consenso social sino del valor universal. En este sentido, la ontología de la alteridad al hacer comprender que el hombre es una criatura ética, que no crea el valor ni el bien, sino que lo capta en su capa primordial ética del pathos y que pugna por expresarlo en la capa ético del logos, evita caer en la trampa del subjetivismo, el historicismo y el relativismo moral.

La revolución filosófica de la ética de la alteridad levinasiana es concebida como una ética que surge autónomamente respecto a la ontología, en la que el Otro es una alteridad radical y trascendente a la que denomina infinito. Considera que la ontología occidental ha estado dominada por el concepto de totalidad, la cual ha promovido la libertad egoísta y la dominación del Otro. Con lo cual la ontología impide la relación con el otro basado en la justicia. El Otro no es una idea sino un rostro que evoca conversar, pero que también cuestiona la conciencia. El rostro es el primer discurso que interpela. Es la presencia del Otro lo que provoca la corriente ética de la conciencia. El deseo es infinito, pero el deseo de ser más allá de la esencia es acción humilde que va a lo infinito del Otro. Lo Otro cuyo término no es el ser sino Dios. Es decir, la Otredad de Dios que se encuentra más allá del ser y de la ontología.

Lo que aquí propongo como ontología de la alteridad es que es un error concebir la ética más allá de la ontología. La ética no está subsumida ni más acá pero tampoco más allá de lo ontológico. Lo que hemos afirmado es que la ética es un modo particular de lo ontológico. La ética es una ontología de la persona, diferente a la ontología de las cosas. La ética es la ontología de un ser dotado de libertad, capaz de captar el valor y de llevarlo a la práctica. No es la ontología y el concepto de totalidad lo que lleva necesariamente a la dominación del Otro e impide la justicia y el diálogo con el Otro, sino que son los vicios y pasiones desenfrenadas. No será concebir al Otro como un infinito lo que promoverá el diálogo justo con él, sino atenerse a las virtudes. Por otro lado, poner a Dios por encima del ser como bondad suprema resulta sumamente controvertible.

Más coherente resulta Hans Jonas, en su libro El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, al afirmar que imponerse sobre la ética antropocéntrica que se basa en el obrar tecnológico significa una nueva metafísica que rescate el ser sin antropocentrismos y coloque la vida como finalidad propia y bien ontológico. El principio de responsabilidad se plasma en una ética ecológica que subsume la tecnociencia a una ética que ve con claridad que el futuro de la naturaleza es una responsabilidad metafísica.   

Otro autor que se empeña en una ética sin sustento universal en una metafísica del ser es Vattimo. Desde una ética débil, en su libro Ética de la interpretación, rechaza la postura de Levinas que considera que el respeto al otro se funda en la absoluta alteridad del otro, porque también el otro ha perdido su alteridad absoluta por la occidentalización del mundo y la cultura de masas. También considera la ética como la época del final de la metafísica. Busca fundar su ética hermenéutica en el horizonte de la ontología nihilista, sin valores supremos, donde sólo queda la devoción por lo limitado y lo efímero. Piensa que ello conduce a la solidaridad y el respeto. Pero en realidad su cóctel de esteticismo schopenhaueriano, superhombre nietzscheano y estética negativa de Adorno, resulta un poderoso vomitivo de los principios orientadores para quedar purgado de toda moral.

Por último, la ética pragmática del liberal Richard Rorty, en su libro ¿Esperanza o conocimiento?, y en su empeño por avanzar hacia una segunda Ilustración que supere el sueño por lo universal de la razón, asegura que llegó la hora de que los hombres dejen de buscar ideales universales y se conformen en resolver problemas específicos que nos separan. La ética en vez de servirse de la ficticia razón universal debe servirse de la real imaginación. No existe fundamento universal de los derechos humanos, todo es cuestión de ampliar la simpatía. La moral empieza donde el autointerés termina. Lo que en buena cuenta hace Rorty es sustituir lo que llama el egoísmo patológico universalista por el egoísmo patológico individualista. Su triste y patológico pragmatismo moral concluye concibiendo a la misma como un simple ajuste biológico de la especie. Ese biologismo primitivo y simiesco es reflejo de la decadencia de razón burguesa sumida en el nihilismo y el anetismo.

Si Levinas se las emprende contra la ontología occidental, la ceguera metafísica del inmanentismo moderno es un mal generalizado de la presente época nihilista que señala el rumbo de pensadores como Vattimo y Rorty, los cuales resuelven todo el debate ético a nivel del discursivo ethos logos sin fundamentos fuertes y universales, propio de un tiempo finisecular y patológico.

 

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La Otredad Absoluta

 

La ontología de la alteridad hace ver que el hombre no sólo es una criatura asediada por el otro de la finitud, sino también por el Otro infinito, el Otro absoluto, el Bien Supremo, Dios. El hombre no tiene forma de no sentir a Dios, ya sea para afirmarlo o para negarlo. Pero siempre es una finitud plantada ante lo infinito. Pero hay una pregunta de hondo significado para definir la relación con aquel Prójimo supremo: ¿quién es el Otro absoluto, es el Ser o el Bien? ¿Hay contradicción entre ambos conceptos? ¿Se vivencia al Otro absoluto como idea o como persona? Si Dios no es el Ser, como asegura Levinas, sino el Bien supremo, entonces la Nada mantiene su primacía no sólo sobre el ser finito y contingente sino incluso sobre el Ser mismo. Aceptar que la trascendencia divina no es Ser, sino el Bien Supremo, exige pensar a Dios mismo como antes de la aparición del ser. Lo cual es poner a la nada antes del ser en cuanto tal. En su empeño por profundizar radicalmente la separación entre Ética y Ontología, Levinas piensa el tema en dos cursos impartidos durante el año académico 1975-1976, en su último año de docencia regular en la Sorbona. Los cursos, aunque no los haya redactado como libro, son parte integrante de su pensamiento. Los cursos tratan de tres temas principales, a saber, Dios, la Muerte y el Tiempo. Y con ese título han sido publicados por la editorial Cátedra, en su colección Teoremas, en 1994 y 2012, con una nota de Advertencia firmada por Jacques Rolland. Son las ideas expuestas en estos cursos, y no su libro De Dios que viene a la idea (1982), los que mejor expresan su proyecto de una ética divorciada de la ontología.

Para Heidegger la ontoteología es Dios como ente, es olvido del ser. Entonces, hay que pensar el Ser sin el ente, sin Dios. El desafío del Mago de Friburgo es tomado por Levinas en el sentido de que la salida a la relación ontológica es la relación ética. Mientras que el propósito de Heidegger no es salir de la ontología, el de Levinas sí lo será. Para Levinas el ser no determina el sentido, sino que es el sentido es el que determina el ser. Piensa que hay que testimoniar a Dios sin llevarlo al Ser y ello es estar en terreno ético. Su conclusión será que Dios es anterior al ser porque es el Bien Absoluto. Y el Bien absoluto es anterior al ser. Nos preguntamos si Levinas no se encuentra atrapado en el razonamiento de Heidegger de considerar a Dios como un ente. Al parecer sí lo está. Estima que uno de los grandes aportes de Heidegger es haber advertido en la filosofía occidental su interpretación ontoteológica del ser como Dios o fundamento de los entes. Además, considera que la nueva época dominada por la ciencia y la técnica será el fin de la ontoteología. O sea, será el fin de la creencia en Dios por el avance del secularismo y del ateísmo. Pero no advierte, señala Levinas, que la raíz del error es haber asumido a Dios como el ser. Para Levinas Dios no nos remite al Ser sino a algo previo, a saber, el bien, lo ético original. Esto es, Levinas cae en la trampa heideggeriana por no entender a Dios como el ser absoluto y dejarse llevar por una diferencia ontoteológica que no comprende la naturaleza de Dios.

El propósito de Heidegger es cambiar la clave teológica de la comprensión del Ser como fundamento, por otra clave inmanentista. Por tanto, su crítica no sólo apunta al Dios de la metafísica sino también al Dios de la fe. Sartre ya lo había advertido al incluir a Heidegger dentro del existencialismo ateo. Y esa consideración no se limita a su producción de los años veinte, sino que se extiende a toda su obra, porque lo divino queda subsumido a una de las formas del Ser. Sus consideraciones podrán haber nacido de motivos cristianos pero su propósito fue siempre apuntar a una ontología libre de Dios. Su agnosticismo no desaprueba la existencia de Dios ni desmiente que el ser no es Dios. “Al fin y al cabo, los dioses son los del pueblo: no hay un dios universal para cualquiera, es decir, para nadie”, expresaba en los años treinta y luego no se desmentiría. Incluso cuando afirma: “Sólo un Dios puede salvarnos”, lo hace desde su perspectiva de la desfundamentación de la teología. Los estudios de Lorenz Puntel, Néstor Corona, Alejandro Lezama, apuntan en ese sentido.

Cierto que Heidegger es muchas veces evasivo, no es un prodigio de claridad expresiva y gusta jugar con frases misteriosas. Pero lo que dejó expresado y escrito puede ser tomado en consideración para una evaluación seria de su pensar sobre Dios. En ese sentido, ni para Levinas ni para Heidegger Dios no nos remite al ser. sino al Bien supremo para uno y al ente para el otro. Pero Levinas al estimarlo así no se escapa de la jaula ontoteológica tendida por Heidegger.

El tema de la ontoteología es Dios como fundamento del ser. Ello significa para Levinas que es Dios el fundamento de todo sentido. Pero repara que, para Platón y Plotino, Dios está más allá del ser. Hay un más allá del ser, una trascendencia anterior al ser: el Bien. Y es aquí donde la ética no se subordina a la ontología. El ser es manifestación, la trascendencia no lo es, se la intuye por la teología negativa. Declara, entonces, que buscar otra fuente de sentido que no sea el ser es también filosofía. La otra fuente de sentido es la trascendencia que está más allá del ser. No obstante, lo primero que suscitan estos razonamientos es por qué el ser no ha de ser considerado como trascendencia si es manifestación. No hay manifestación sin trascendencia. Si Dios no es solamente lo no manifestado sino también lo manifestado, por qué no ha de ser el Ser que trasciende. Las aseveraciones de Levinas, congruentes con Platón y Plotino, sólo pueden prosperar si se acepta que lo no manifestado es Dios y lo manifestado es el Ser.

Por ende, si Dios no es el ser, sino algo que lo trasciende, entonces el ser proviene de algo que no es el ser ni la nada. Ese algo es el Bien, pero cómo concebirlo al margen del ser. Para Platón la idea de Bien no es Dios, como para Plotino, sino que es causa de la realidad. La idea de Bien es fundamento del mundo inteligible y causa de toda la realidad. En Plotino Dios es lo Uno, la anterioridad absoluta del primer principio, y ello es la razón divina, lo cual es el Bien. La teología negativa en Platón y Plotino se manifiesta en su común negación de que se pueda comprender propiamente el Primer Principio. Aquí se enlaza Levinas con esta tradición sosteniendo que lo que está más allá del ser se la intuye por la vía negativa. Y lo hace para afirmar que sí es posible una inteligibilidad sin referencia al ser.

La negación del ser en la contradicción afirma, fue el gran descubrimiento de Hegel, mientras que para Husserl la lógica formal necesita mantenerse basarse en una lógica u ontología material. Incluso Heidegger intenta sin éxito destruir la identificación entre la presencia y el ser. De ahí deduce que la obra racional de la conciencia es reminiscencia o reconstrucción de la realidad. De modo que su proyecto de afirmar una inteligibilidad sin referencia ontológica al ser lo estima posible. Pero pensar sobre Dios a partir de la ética significa para Levinas reconocer que en Heidegger el ser es un abismo sin fondo. Y por ello representa la racionalidad de la no quietud. Pero el ser de los griegos, especialmente de Platón, es un ser de la quietud. En cambio, para Aristóteles el único teólogo es Dios. Reconoce que en la Edad Media es ligeramente distinto, porque lo ético es una capa que recubre la capa ontológica.

Con ello avanza hacia el tiempo. El tiempo es el otro, significa la diferencia entre el Mismo y el Otro. La misma duración del tiempo es paciencia o responsabilidad por el prójimo y en esa responsabilidad hay trascendencia hacia el infinito. En el prójimo el infinito tiene significado sin perder su sentido trascendente. Hay un sentido antes del saber (Pascal, Kierkegaard, Buber, Marcel, Wahl). En el conocimiento hay contacto, pero en la intersubjetividad hay afectación. En la relación con el prójimo se descubre el infinito. Pues el Yo está en un mundo con otros yoes que cuestionan su inocencia. Pero el yo ya está alterado por la alteridad. La subjetividad se borra delante del ser, se revela revelando. Pero la subjetividad desaparece ante la presencia, el aparecer, el fenómeno. Más nadie remplaza al yo en su responsabilidad. En ese sentido, Kant es el comienzo del fin de la ontoteología al concebir a dios como una idea trascendental. Pero ¿es el ser lo que más interesa al hombre? ¿No es más sensato que le importe lo bueno y lo correcto? ¿No es el hombre algo distinto del ser?

Efectivamente, en el significado existe una subjetividad. Pero el yo no es un concepto, es un compromiso que supone una conciencia teórica y un ascenso de lo pasivo hacia lo activo. La subjetividad no es simple facticidad de un Dasein. Así, en la responsabilidad por el otro la subjetividad se deporta, se exilia, se desgarra. De manera que para Levinas la subjetividad ética intenta imaginar a Dios como un más allá del ser. La ontoteología es Dios como ente, es olvido del ser.

Para Heidegger hay que pensar el ser sin el ente, no hay que pensarlo como fundamento. Dicho olvido tiene su paralelo con la enajenación de Marx. Pero en Hegel el desarrollo del ser en la conciencia es parte de la historia del ser. En la filosofía ser es saber, teoría. ¿Pero es posible otro modelo de inteligibilidad? Y Levinas se responde que el yo siempre es un exponerse sin límites, es acercamiento al prójimo. Se trata de una paradoja intersubjetiva que es gloria del infinito.

Por tanto, está en el yo la posibilidad misma de una inteligibilidad sin recurrir a la ontología. El hombre es algo distinto del ser y por ello está en él la posibilidad de una inteligibilidad que supere el ser. Esa convicción de Levinas se deriva de su punto de partida ontoteológico heideggeriano. Ello se condice con su esfuerzo de marchar más allá de la esencia. Todo lo cual para nosotros es un malentendido, dado que lo ético no supone necesariamente abrir una brecha en el ser, sino, más bien, entender otra forma ontológica presente en la ética.

Levinas es un pensador de la secularización, para el cual existe un sentido filosófico de la técnica. Dice que de la trascendencia espacial nace la idolatría. El saber de occidente es la secularización de la idolatría y va desde la negación de la metafísica hasta el ateísmo. Levinas no rechaza la metafísica. Al contrario, piensa en una ética metafísica, pero que no sea ontológica.

La modernidad es la secularización de la idolatría hecha ontología. El Ser no es Dios. Y con ello alude directamente a la ontología fundamental de Heidegger, sin omitir la fenomenología trascendental de su maestro Husserl. Para Levinas no pasa desapercibido que Heidegger seculariza la diferencia ontológica, alineándose con ello con la demencia de la modernidad. Por más que después de su visita a Grecia, el Heidegger otoñal haya insistido en la idea de que el olvido del ser impide el acceso a lo sagrado, a lo divino, a Dios, siempre insistió de que se trataba de dar un nuevo camino al pensar en vez de tomar empuje al camino de la religión. Nunca transigió que Dios pudiese ser tema de la filosofía ontológica fundamental, pues ese lugar lo ocupaba el ser puro. En una palabra, Heidegger había secularizado el tema de Dios con su ontología fundamental.  Pero Levinas en vez de enmendar la exageración de la diferencia ontológica abarcando a Dios, la mantiene para sacar a la ética de su dominio.

Cuando en su lección del 13 de febrero de 1976 aborda el tema de Don Quijote, destaca que el mundo es embrujo y en el nivel humilde de la misma se perfila la trascendencia. La secularización a través del hombre se perfila como una pregunta sobre Dios. Esto es también hallar una trascendencia no ontológica. Esto es como decir que en el corazón del antropocentrismo de la modernidad hay un movimiento de trascendencia no ontológica. Lo cual es hasta cierto punto cierto, pues es un esfuerzo de trascender en el plano puramente inmanente. Pero tampoco excluye que se pueda enlazar dicha inmanencia mundanal con la trascendencia de Dios. Salvo que se trate de la moral de situación que excluye lo divino.

Las lecciones subsiguientes pondrán énfasis en el papel de la subjetividad para alcanzar la ética sin ontología. La subjetividad como anarquía señala un ámbito previo a la intencionalidad y a la libertad. Por eso es irreductible a la conciencia trascendental. Es una libertad sin responsabilidad, es un puro juego. Esta libertad como anarquía describiría perfectamente la que pregona la filosofía posmoderna con Vattimo a la cabeza. Pero Levinas enfatiza que la situación de responsabilidad condiciona una libertad limitada.

Ser responsable es sufrir por los demás. Algo idéntico a lo que experimentó Buda al abandonar su palacio y constatar el sufrimiento de sus congéneres, lo que le produjo una profunda transformación interior. Pero Levinas verá una salida de la ontología en la relación ética. La salida a la relación ontológica es una relación ética. La novedad del imperativo categórico es que no pertenece a ella ni Dios ni la inmortalidad. Se trata del imperativo de una moral autónoma. Y así el ser no determina el sentido, sino el sentido determina el ser. Y es así porque por encima del ser está Dios, el Bien absoluto.  Pero nos preguntamos si este Dios por encima del ser no falsifica a Dios mismo.

Nótese que Levinas no está consagrando el subjetivismo de la modernidad con aquella apreciación del imperativo categórico kantiano. Pero decir que así se constata que el ser no determina el sentido, sino que el sentido determina el ser, porque por encima del ser está no la subjetividad humana sino Dios, es reinterpretar la razón práctica kantiana fuera de su marco contextual. Lo cual es original, porque permite observar que lo extraordinario de la responsabilidad es que permite flotar por encima de la ontología. O sea, no imaginando a Dios como causa del mundo sino como la bondad del mundo.

Por eso cuando en su lección sobre “La sinceridad del decir”, sostiene que el decir no es para disimular el pensamiento, sino para autenticarlo. El decir sin dicho, de los gestos y acciones, son comunicación no intencional. Así, testimoniar a Dios sin llevarlo al ser es estar en terreno ético. Y aquí es inevitable volver a interrogarnos si ese testimoniar a Dios por encima del ser no distorsiona a la misma divinidad. Acaso no nos estamos deslizando por el peligroso camino del nihilismo ontológico con apariencia ética al renunciar ver a Dios como causa del mundo. Pero sacar a Dios del terreno ontológico para justificarlo en el terreno ético ¿no es acaso incurrir en monoteísmo ético estricto? No obstante, Levinas insiste para luego hablar de la gloria del infinito y del testimonio. Exceder el presente es gloria que produce el infinito. Pero hay desproporción entre la gloria y el presente. Ningún presente tiene capacidad de infinito. Pero Dios escribe derecho con renglones torcidos. O sea, el lenguaje no reproduce el pensamiento. En la ética hay la paradoja de un Infinito en relación y a la vez sin correlación con lo finito.

Todo esto lo lleva a Levinas a sostener en sus tres últimas lecciones que la historia de la filosofía es la destrucción de la trascendencia por la ontología. Si Dios está más allá del ser entonces hay otra racionalidad, la de la trascendencia. Dios es anterior al ser porque es el Bien absoluto. Fuera de la experiencia está la idea cartesiana de Infinito. Eso significa que la experiencia no es el origen de todo sentido. En Descartes la idea de Dios o el Infinito es una pasividad sin receptividad que se impone al espíritu. La idea de Dios hace estallar el pensamiento, es el cogito cogitatum. Y en su última clase afirma: Infinito es antes de la aparición o sea un Dios trascendente hasta la ausencia. Un más allá del ser es un algo mejor que el ser. el Bien absoluto.

Aquí quiero intercalar una digresión que está relacionado con la trascendencia de Dios hasta la ausencia. Me refiero al hecho empírico de la “desolación”. En la desolación la subjetividad se siente a una distancia infinita de Dios, del mundo y de los otros. No hay más que tú y tu propio dolor, todo lo demás desaparece. La intensidad de la interioridad de la subjetividad alcanza tan hondos límites que encuentra dónde descansar los pies. Es la desolación que sienten los padres al perder a un hijo, o el esposo al perder a la esposa. La mujer lleva mejor el luto que el esposo, porque el hombre siempre está más próximo con la soledad ensimismada y la mujer más cercana a la sociabilidad. Yo mismo experimenté la desolación a la muerte de esposa. Sentí que se abría un foso tan profundo en el alma incapaz de ser llenado por nada. Fue similar a un desgarramiento tectónico que dejaba un vacío en lo más profundo de mí. Esa desolación suele ser recurrente como incomprensible.

Pero el hecho es que en la desolación la trascendencia de Dios está presente en la ausencia. Pulsa un dolor sin consuelo, frente al cual Dios sólo es testigo. Es otra forma de estar ante Dios, pero en completo silencio abrazado al propio dolor. La desolación es monologante, no tiene que estar ligado al rencor, se parece a un silo, es como un entorno peligroso e implacable que sólo se amaina ante la presencia del testigo divino. La desolación es un desgarro infinito de soledad dolorida exasperante. En la desolación se pone en el asadero a la subjetividad como puro dolor. En la desolación hay trascendencia hacia la ausencia de una otredad querida y añorada. También hay la desolación metafísica donde se siente el propio ser asido por las garras de la nada.

La desolación siempre es metafísica, porque remite el ser a la nada. Y lo único que impide el cabal cumplimiento de la nada es ese testigo mudo de la divinidad. El hecho empírico del suicidio es el vecino próximo de la desolación. Siempre amenazante y cuasi presente tienta con el fiel cumplimiento de la nada. Es lo más alejado del Bien absoluto por la acción y lo que más cercano se encuentra por la desesperación. Desolación, desesperación y suicidio son hechos empíricos de la subjetividad entregada a su propia infinitud, donde Dios es una trascendencia en la ausencia. Experiencias que encuentran su antípoda total en el éxtasis, que es lo más cercano que se puede colocar la subjetividad a la trascendencia divina. Del arte literario se pueden extraer los mejores ejemplos del sentimiento de la desolación. Y lo hallamos en Gabriela Mistral y su poema Desolación:

La bruma espesa, eterna, para que olvide dónde
me ha arrojado la mar en su ola de salmuera.
La tierra a la que vine no tiene primavera:
tiene su noche larga que cual madre me esconde.

El viento hace a mi casa su ronda de sollozos
y de alarido, y quiebra, como un cristal, mi grito.
Y en la llanura blanca, de horizonte infinito,
miro morir intensos ocasos dolorosos.

¿A quién podrá llamar la que hasta aquí ha venido
si más lejos que ella sólo fueron los muertos?
¡Tan sólo ellos contemplan un mar callado y yerto
crecer entre sus brazos y los brazos queridos!

Los barcos cuyas velas blanquean en el puerto
vienen de tierras donde no están los que no son míos;
sus hombres de ojos claros no conocen mis ríos
y traen frutos pálidos, sin la luz de mis huertos.

Y la interrogación que sube a mi garganta
al mirarlos pasar, me desciende, vencida:
hablan extrañas lenguas y no la conmovida
lengua que en tierras de oro mi pobre madre canta.

Miro bajar la nieve como el polvo en la huesa;
miro crecer la niebla como el agonizante,
y por no enloquecer no encuentro los instantes,
porque la noche larga ahora tan solo empieza.

Miro el llano extasiado y recojo su duelo,
que viene para ver los paisajes mortales.
La nieve es el semblante que asoma a mis cristales:
¡siempre será su albura bajando de los cielos!
Siempre ella, silenciosa, como la gran mirada
de Dios sobre mí; siempre su azahar sobre mi casa;
siempre, como el destino que ni mengua ni pasa,
descenderá a cubrirme, terrible y extasiada.

Estos estremecedores versos de increíble belleza retratan la bruma yerta del morir infinito en la desolación, donde se oye el eco de Vallejo en Dados Eternos cuando dice:

Dios mío, si tú hubieras sido hombre,
hoy supieras ser Dios;
pero tú, que estuviste siempre bien,
no sientes nada de tu creación.
Y el hombre sí te sufre: ¡el Dios es él!

Es el pobre hombre que se estremece ante el Bien absoluto de la Otredad divina           que azora y desconcierta, mientras pende sobre nuestras cabezas la promesa de salvación. De nuestra ética dependerá nuestra ontología. O sea, como hemos enfatizado en la ontología de la alteridad, la ética no se divorcia de lo ontológico, más bien es su cabal expresión en la naturaleza humana. En nuestra relación con el prójimo la ética no es una capa que recubre lo ontológico, es lo ontológico mismo en su naturaleza ética. Y el prójimo absoluto, que es Dios, no puede ser lo ético puro, como pretende Levinas, porque su ser supone la perfecta unión entre lo ontológico y lo ético.

Como se vio, el objeto del último curso de Levinas en la Sorbona era pensar a Dios fuera de la ontoteología. Se trata de hallar una trascendencia no ontológica en la ética, en el Bien Supremo. Su afirmación de que no es el ser el que determina el sentido, sino el sentido el que determina el ser se dirige a reforzar la idea de que por encima del ser está el Bien absoluto, que es Dios Providente, omnisciente y omnipotente. Levinas por su fe judía abraza un monoteísmo estricto, diferente al monoteísmo trinitarista del cristianismo católico.

Es decir, Jesucristo no será para él Dios hecho hombre y representado por el Espíritu Santo, el Paráclito. Pero justamente la Encarnación y la Resurrección son los hechos decisivos para sostener que Dios no puede ser pensado fuera de la ontología. Ambos no son acontecimientos meramente éticos sino también ontológicos. Dios-Hombre es de significado soteriológico. Por eso, la trampa de la diferencia ontoteológica de Heidegger no puede extenderse a Dios. El malentendido de Levinas tiene su origen en este punto de partida falso.

Es decir, afirmar que Dios es anterior al ser porque es el bien absoluto, rompe no sólo con la espiritualidad de occidente, que ha sido una aventura del ser, para convertirlo ahora en una aventura del bien absoluto, sino que es incurrir en una postura pagana neoplatónica al intentar colocar a Dios más allá del ser. Pero el judaísmo no tiene que llevar a la postura de Levinas, que en defensa de la ética abjura del ser, pues otro filósofo judío como Buber afirma que el ser es el acceso al prójimo, la esencia humana es la estructura yo-tú. Ni Heidegger ni Levinas han comprendido que en Dios el Ser no es la primera participación, sino la perfección fundamental. El no hacerlo llevó también a otro filósofo en el siglo IX, Juan Escoto Erígena, a sostener que Dios se sitúa por encima de todas las categorías como hiperesencia que está por encima de toda afirmación y negación.

 

5

Ontología de la alteridad y liberación

 

La ontología de la alteridad ha completado su recorrido por sus dos vértices principales, a saber, la otredad finita y la otredad infinita. Ahora se trata de interrogarse si puede estar en función de la liberación concreta del ser humano. Sólo enlazando lo axiológico con lo ontológico se resuelve la oposición entre el ser y el valor. Pues el valor nos hace penetrar en la interioridad del ser.

La ontología de la alteridad al concebir el binomio ética-ontología como una unidad que singulariza a la realidad humana, no puede limitarse en la racionalidad práctica a una promoción del diálogo y la escucha de los excluidos convertidos en objetos por la dominación, sino que reconoce que todo esto es estéril e infecundo para cambiar realmente las condiciones de vida si previamente no se elimina la estructura de injusticia que rebasa lo eurocéntrico y abarca a todos los seres humanos. Escuchar atentamente y dialogar con el oprimido no resolverá su situación injusta si no se desmonta la estructura social injusta que la mantiene y promueve. Es esa su diferencia fundamental con la Filosofía de la liberación de Enrique Dussel. Pues, el diálogo, por el contrario, puede volverse hasta peligroso para mantener el statu quo con la apariencia del consenso. En este punto es muy lúcida la filósofa Chantal Mouffe cuando observa el peligro del consenso en la política contemporánea, en su libro La paradoja democrática. El consenso es utilizado como arma ideológica en los tiempos actuales antirrevolucionarios, porque niegan el conflicto como lo esencial de la democracia. En lugar de la discrepancia y el conflicto promueve el consenso y la unanimidad social. Con ello se busca aletargar la lucha social e ideológica y mantener el discurso dominante del neoliberalismo. De ahí el interés de la derecha populista en promover el consenso y se posiciona como la única fuerza de oposición contraria al sistema.

La ontología de la alteridad no puede cerrar los ojos a la revolución de los ricos contra los pobres que actualmente acontece bajo el neoliberalismo. Ya John Kenneth Galbraith había hablado de la llegada de la "revolución de los ricos contra los pobres". Ahora que es una realidad se constata que la batalla por las ideas la guerra la están ganando los corifeos de Hayek y Friedman, quienes fueron los que iniciaron la verdadera reforma revolución económica a favor de los ricos contra los pobres.

Es por ello por lo que la ontología de la alteridad no permanece indiferente ni neutral al hecho decisivo de la importancia de apoderarse del discurso hegemónico para desmontar las estructuras injustas de la sociedad. Lo que aquí está en juego no es el diálogo ni el consenso, sino la batalla por las ideas que promuevan el cambio de estructuras. Lo que aquí está en litigio son las ideas. Un ejemplo de ello es el libro de Ernesto Laclau, La razón populista, pensador gramsciano que sabe que la partida en la lucha política se gana cuando se logra apoderarse del discurso hegemónico.

La idea central de Laclau es que el populismo es un signo de una democracia incompetente. En América Latina el populismo se justifica como forma de construir lo político. El populismo de izquierda es democrático y se atrajo el odio de los oligarcas y de los serviles del imperio. Laclau ejemplifica la resignificación del término "populismo", porque está inserto en una laboriosa guerra de trincheras dentro de la batalla ideológica y cultural por apoderarse del sentido común en contra del control ideológico de los intelectuales neoliberales. El libro es un excelente ejemplo de la impronta actual de Gramsci y su enorme importancia con su concepto de "guerra de posiciones" en la lucha ideológica por la hegemonía cultural.

Y la ontología de la alteridad no permanece indiferente a la lucha por apoderarse del discurso hegemónico porque la explotación y exclusión del prójimo proseguirá si no se atiende al hecho ético de la ejemplaridad. La ejemplaridad como principio ético de confianza en la virtud pasa por el cedazo del triunfo de las ideas contra la injusticia. El libro de Javier Gomá, Ejemplaridad pública, tiene el mérito de demostrarlo. Propone una filosofía política basada en la ejemplaridad de la virtud y no en la barbarie del nihilismo. Sólo la fuerza persuasiva del ejemplo virtuoso puede generar virtudes cívicas y promover la emancipación del ciudadano.

Lo único cuestionable sobre Gomá es que piense que ello pueda darse en medio de la secularización. O sea, en el increencia en el principio fundamental de la metafísica, Dios.  Y tampoco queda claro cómo la ejemplaridad pública pueda cambiar las estructuras cuando se limita al ejercicio profesional de su función burocrática. Al contrario, su énfasis en el ejemplarismo de la virtud puede devenir en conservatismo que cohesione el poder injusto.  

De manera que la ontología de la alteridad en la racionalidad práctica no puede cerrar los ojos a la existencia de una violencia estructural. Y en ese sentido está más próxima a la Teología de la Liberación de Gutiérrez, Sobrino y Boff, porque resulta fundamental darse cuenta de que existen estructuras sociales malas y perversas, generadoras de la opresión y explotación del prójimo, encarnadas en La racionalidad sin ética del capitalismo. Existe un pecado estructural llamado capitalismo, el cual es un terrorismo estructural contra el hombre.

La teología de la liberación se dio cuenta que la estructura misma del capitalismo es violencia contra el Otro. La capacidad de ser inmoral y corrupto está ínsita en la inmoralidad de las estructuras. Aquí no basta el diálogo, el consenso ni la escucha del oprimido. Lo que se impone es luchar revolucionariamente contra el capitalismo que hace del nihilismo un modus vivendi antihumano. Cada prójimo es un Cristo, sea pobre o rico, explotado y explotador, y la continuidad de lo injusto afecta a ambos, al amo y al esclavo.

En este sentido la ontología de la alteridad tampoco puede ignorar el imperio del amor en el proceso del cambio social, hasta tal punto que conciba la eliminación de las estructuras injustas como el acto de amor más sublime al alcance del hombre. El filósofo francés Luc Ferry, en su obra Sobre el amor, llamó la atención sobre el paso de los matrimonios concertados a los matrimonios por amor, lo que dio paso a un segundo humanismo de la fraternidad y la solidaridad, donde se dejan de lado las grandes masacres en nombre de unos principios mortíferos para preparar el porvenir para quienes más amamos. Lo cual suena hermoso, pero distante con la realidad. Se supone que ello llevaría al hombre a un tratamiento más compasivo y misericordioso con su prójimo, pero nada de ello ha sucedido. La hegemonía por la lucha de las ideas puede ser decisivo para distorsionar la vivencia del amor.

Por ende, para que el amor pueda construir pacíficamente su cauce de hermandad global requiere previamente extirpar las estructuras materiales injustas. Ni el amor, ni la virtud, ni la ejemplaridad, ni los valores, son fuerzas suficientes para contrarrestar el mal en el mundo. ¿A un poder material habrá que oponerle otro poder material? ¿No fue Cristo el primero que expulsó del Templo a los que habían convertido en casa de ladrones la casa de su Padre?

La doctrina social de la Iglesia no cesa de condenar en sus diversas encíclicas al capitalismo. Especialmente Caritas in veritate. Sobre el desarrollo integral humano en la caridad y en la verdad, pone énfasis en que no basta la intención redistributiva del Estado, sino que hace falta civilizar la economía incluyendo en ella la lógica de la solidaridad, la gratuidad y la fraternidad. Benedicto XVI preconiza crear una economía solidaria y enfatizar la dimensión social de la empresa.

Una globalización sin caridad en la verdad sólo crea superdesarrollo material acompañado de subdesarrollo moral. Pero gestionada con caridad puede generar una gran distribución de la riqueza acompañada de crecimiento moral. Algo muy coincidente expresa el teólogo Hans Küng en su libro Hacia una ética mundial. Pero el capitalismo no sólo impide una economía humana sino también destruye desproporcionadamente la naturaleza. Y esto es denunciado de modo alarmante por el Papa Francisco I en su encíclica Laudato si exalta el Canto a las criaturas: “No podemos legar a nuestros hijos una Madre Tierra convertida en un desierto”. Los límites de la destrucción ecológica del planeta desautorizan la legitimidad actual del capitalismo.

En un planeta finito no es posible un crecimiento infinito. El capitalismo ha perdido legitimidad y suprime la libertad porque el dinamismo estructural que preconiza colisiona con la solidaridad ecológica que impone límites. La Madre Tierra se ha convertido en la gran Otredad natural que también exige un trato caritativo. La ontología de la alteridad es sensible a ese otro vértice de la otredad finita junto a la otredad finita intersubjetiva y la Otredad infinita. Por ello rechaza moralmente la contaminación ecológica a escala planetaria del capitalismo. La otredad ecológica es una nueva toma de conciencia que condena la estructura antihumana y antiecológica porque sólo están en función de la ganancia y no de la solidaridad ni de la conservación natural. La izquierda actual se debate en un dilema. Por un lado, la línea “progresista” ha abandonado la lucha anticapitalista, se volvió liberal y, por otro, la línea “republicana” reclama un marxismo republicano que emplea el parlamentarismo, la democracia e incluso el mercado, para transformar las estructuras. Obviamente, el segundo tiene que enfrentar la colosal e implacable guerra de embargos y sanciones unilaterales por parte de un imperio encargado de poner toda serie de obstáculos para que dicho programa de izquierda no prospere. En todo caso la violencia viene del lado de la derecha y no de la izquierda. Pero el discurso dominante es optar por el mal menor y mantener la uniformidad simultánea.

El filósofo francés Jean Claude-Michéa en su libro El imperio del mal menor. Ensayo sobre la civilización liberal, justamente describe el comportamiento esquizofrénico de un sistema de incita a optar por la mayor libertad y al mismo tiempo hacerlo en una dirección determinada. En su opinión ello es derivado de las guerras de religión y políticas que han llevado hacia la aspiración a hacernos el menor daño posible, dejando al margen la virtud, el bien público y los elevados ideales. Pero da la casualidad de que el imperio del mal menor no se cumple hacia los que el imperio considera sus enemigos. Así mantiene por más de cincuenta años el bloqueo a Cuba y los ilegítimos embargos a activos financieros a Venezuela, Irán, Corea del Norte, Rusia, China, entre otros, son de índole criminal e ilegal. Entonces existe un sesgo en la apreciación del imperio del mal menor, porque la política internacional muestra el desarrollo a gran escala del imperio del mal mayor. Es decir, la racionalidad sin ética del capitalismo se expresa en todas las dimensiones de la vida.

La ontología de la alteridad como racionalidad ética de liberación es, en principio, una ontología real porque atiende tanto a la dimensión inmanente como a la dimensión trascendente de la Otredad. Pero ello no basta. Tiene que ser una ontología de la revolución tanto interior como exterior. De lo interior reconociendo la presencia de la Otredad absoluta en el ethos páthico donde reside la captación del valor y la posibilidad del encuentro con el prójimo. De lo exterior admitiendo la responsabilidad ante el prójimo finito en el ethos del logos, como una necesidad ínsita en la necesidad del cambio de las estructuras que impiden una vida justa con el otro.

La ontología de la alteridad no se hace ilusiones con el perfeccionamiento de la naturaleza humana, la misma que está instalada en una ambigüedad, el tedio y falibilidad existencial que lo hace proclive a la indiferencia ante la práctica de las virtudes a pesar de la captación de los valores. Pero justamente en ello reside la gran prueba para la libertad humana. El hombre es una inmanencia en la trascendencia y una trascendencia en la inmanencia. Y por eso su responsabilidad se extiende hacia el cuaterno de sí mismo, el prójimo, la otredad natural y la Otredad absoluta. Y de cualquiera de esas aristas puede ser asaltado por el agobio. El Otro incita su responsabilidad, pero también puede producir agobio, cansancio y aburrimiento. De modo que se puede ignorar el cuaterno, pero no se puede eludirlo porque su ser es ético.

En otras palabras, su ser ético vive amenazado permanentemente y es el más difícil de sobrellevar. Pero el mayor agobio es el agobio de sí mismo, el del propio existir. Se puede escapar del agobio del prójimo en la soledad, pero no se puede huir del agobio de sí mismo salvo durmiendo o soñando. Particularmente en la sociedad enajenada, donde a la gente se le hace creer todo el tiempo que es libre pero que en realidad se le conduce por un camino predeterminado, un ritmo de vida apresurado, el agobio -conocido como estrés- se traduce en no poder hacer lo que a uno le gusta, no realizar su personalidad en su verdadera vocación, y así la vida se vuelve insípida, incolora y dolorosa. La terapia que se recomienda es mantener una actitud positiva, pero en realidad de poco ayuda cuando el contexto vital se mantiene igual. Nuevamente el problema es cambiar la estructura tirana.

Pero existe otra dimensión de la ontología de la alteridad en relación con la liberación y tiene que ver con la mística. La mística está estrechamente unida con la naturaleza ética del hombre, porque es un ser advocado a Dios. Se manifiesta como deseo de unión con la divinidad desde la mística primitiva, precristiana y cristiana. Para las grandes religiones universales es el hombre el que preside el retorno de la creación a Dios. La mística está ligada a formas particulares de liberación del alma. La mística chamánica supone la muerte mística que libera momentáneamente de esta vida. La mística neoplatónica es unión con lo Uno y liberación del alma respecto al cuerpo. La mística islámica insiste en la absoluta trascendencia de Dios. Y la mística judeocristiana es presencia interior de Dios y unión por el amor. Sin obviar que el misticismo no es incompatible con el desequilibrio nervioso e incluso psicológico, hay que afirmar que siempre está asociado a un estado de liberación. En la mística judeocristiana la sustancia del alma no es el ver -teoría- sino el creer -poner el corazón- y sólo por fe el alma se une a Dios. O sea, la mística es la contemplación de la verdad más íntima asequible a la criatura. Pero la fe está más allá de la razón y el sentido, es un liberarse de éstas. Lo cual significa que para arribar a la unión con Dios -como destaca San Juan de la Cruz- hay que hacer pasar al alma por la noche del sentido y la noche espiritual. Se trata de liberar al alma de todas las cosas sensuales y temporales, incluso de los es parte del espíritu. Por eso los actos heroicos de caridad son peligrosos sin una íntima unión con Dios. Sin esa liberación previa o vaciamiento completo no hay unión ni morada con Dios -como asevera Santa Teresa de Jesús-. En el ascenso a la perfección no hay que llevar carga. Se trata de una viva muerte de cruz sensitiva y espiritual, exterior e interior. Para unirse con Dios hay que liberarse o rechazar los prodigios naturales sensitivos y sobrenaturales-espirituales con los que el demonio tienta para apartarnos de Dios. Durante la “edad de la fe” los místicos presentaban éxtasis espectaculares, pero en la “edad de la apostasía” los místicos fuera y dentro de los conventos exhiben vocaciones accesibles a la vida ordinaria.

Entre los filósofos no sólo Orígenes, San Agustín, San Bernardo, Santo Tomás de Aquino, sino también Raimundo Lulio experimentó éxtasis místicos, teniendo cinco veces la visión de Cristo en la cruz. Y la lista sigue con Eckhart, Suso, Ruysbroeck, entre otros. La liberación que representa la mística en la ontología de la alteridad significa que muy por encima del acto moral del hombre está la acción de la gracia divina, la misma que transforma el alma humana y la une a Dios. Es más, en la época de decadencia de la mística, que se inicia en el siglo XVII y se prolonga hasta nuestros días -donde no deja de haber algunos grandes místicos, como, por ejemplo, el Padre Pío-, se pone de manifiesto la importancia de la oración y lo sacramentos no sólo para la vida apostólica, sino para robustecer la vida moral. Nuestro tiempo postmetafísico, nihilista y hedonista es testigo que el bien moral sin Dios tiende a marchitarse, adelantándose el mal.

La ontología de la alteridad es una defensa de la unidad entre ética y ontología, y por lo mismo no puede desligarse de cuestiones de religión, estética, política y economía. Y en este sentido cobra especial importancia ética el hecho empírico de la “sensatez”, como cualidad del buen juicio, prudencia y madurez en acciones y decisiones. Y esta cualidad del ser ético es lo que hace falta con urgencia en el mundo actual.

Por ejemplo, la inmigración de los pobres hacia los países ricos se podría evitar si con sensatez los beneficios económicos obtenidos por la globalización se repartieran a todos los países según sus necesidades. Una era global exige un reparto global de la riqueza, la tecnología, las patentes y la ciencia. La insensatez del orden político, militar y financiero que imponen sobre el mundo los monopolios a través de los países ricos es el obstáculo. La sensatez impone el predominio del interés común sobre el beneficio personal como idea central de una economía estacionaria. La ontología de la alteridad enfatiza que lo importante no es la producción sino la distribución y el arte de vivir. Esto hace imperativo eliminar la pobreza y distribuir los productos del trabajo mundial. Hay que impulsar la producción en manos de cooperativas de trabajadores. Hay que limitar el derecho particular de propiedad para el bien público. Poner un límite a lo que una persona puede recibir como herencia, puesto que en ella no han intervenido sus facultades. Y unir la mayor libertad de acción con la propiedad común de todas las materias primas del mundo y una igual participación en todos los beneficios producidos por el trabajo conjunto. En una palabra, hace falta una revolución mental para superar el egoísmo y abrazar el bienestar general. Lo sensato e importante no es la riqueza, sino el arte de vivir. Con este reparto de la riqueza mundial se podría superar tanto la xenofobia y la xenofilia -amor a lo extranjero-, para empezar así la reconstrucción moral del hombre.

En suma, el problema de la ontología de la alteridad es el problema del hombre en sus relaciones totales con la inmanencia y la trascendencia, en vez de desvivirse en la recortada dimensión inmanentista de la modernidad.

 

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Vattimo, G. Ética de la interpretación. Paidós, Barcelona, 1991.

Cuarta Parte

 

ANTROPOLOGÍA

SIN ANTROPOCENTRISMO

El mundo como bondad y compasión

 

LIBRO PRIMERO

El mundo como bondad

 

§ 1.

No hay mundo malo, hay malas acciones que equivocadamente se alejan de la virtud. Esta verdad no sólo tiene que ver con la realidad ética del mundo humano, sino también con la realidad óntica del mundo material. Y porque atañe de este modo no sólo al hacer sino también al ser, se trata de una verdad universal de un profundo sentido filosófico. Desde el punto de vista del hacer supone la existencia de un ser libre capaz de decidir por sus acciones y ser responsable de las mismas. Desde el punto de vista del ser implica que su manifestación como ente no está dominada por la nada, sino por la bondad de manifestarse fenoménicamente.

De manera que la realidad ética del mundo humano es lo que lo configura como tal, y que la realidad óntica del mundo material está penetrada de bondad ontológica. En realidad, si no existiera la bondad ontológica en todo lo existente la misma existencia de todos los entes sería imposible. Sin ello todo sería engullido por la Nada. Ello significaría el primado de la Nada sobre el Ser. Pero como la nada nada es, y como el ser finito no puede ser origen ni causa de sí mismo, ello nos lleva a reconocer que la bondad ontológica tiene su fuente en un Ser infinito completamente bueno que hace posible la existencia misma.

Cuando un hombre conoce esta verdad estará para él claramente demostrado que no es ni el robot de Dios ni el autómata de las leyes de la materia. O sea, que es un ser libre responsable de sus actos y no se verá afectado por el determinismo científico de una filosofía secularizada. Para ello es necesario reconocer que la bondad ontológica no remite a una fuente metafísica concebida como sustancia infinita y eterna que determina el mundo a lo Spinoza. Todo lo contrario, alude a una deidad voluntarista, como en Descartes, pero cuya comprensión exige no sólo la dimensión de la razón sino también la dimensión de la fe, como exigía Pascal. De otra forma insistiríamos en la idolatría de la ciencia y de la razón, que ha llevado a la indiferencia religiosa y al rumbo prometeico del hombre moderno.

Eso, por un lado, pero por la otra dicha bondad ontológica tiene que ver con el hecho de que el ser prima sobre la nada. La pregunta sobre por qué existe el universo no se desvincula con este misterioso problema metafísico que conduce a una reflexión simultánea entre lo ontológico y lo ético. Y si todo lo que existe es posible por una bondad ínsita en el ser, en el hombre dicha bondad ontológica cobra un profundo sentido óntico porque al hombre le es dado ser consciente del papel crucial de sus actos para la conformación de su ser. Levinas acertó al ver al hombre como un ser metafísicamente moral, pero erró al pensar que lo ético está más allá de lo ontológico.

En este sentido hay dos niveles éticos en el ser: el óntico, relacionado con la posibilidad de que la existencia no se hunda definitivamente en la nada, y el ontológico, vinculado con la asunción consciente del bien en la práctica de la virtud. El ser de lo ético no se agota en el ente finito de naturaleza libre llamado hombre. Va más allá de él, Tanto hacia abajo como hacia arriba. Hacia abajo, en los demás seres finitos que existen con menor o nula conciencia. Y hacia arriba hasta llegar a la fuente infinita y eterna, en la cual lo Bueno no puede sino identificarse plenamente con el Ser. Lo cual hace que el mundo no sea malo ni en sí mismo ni por las acciones humanas desviadas del bien. No hay mundo malo, hay malas acciones que equivocadamente se alejan de la virtud. Ahora bien, nuestra tesis de que no hay mundo malo, hay malas acciones que equivocadamente se alejan de la virtud, bien visto tiene un presupuesto metafísico de base que la posibilita, a saber, que el origen del ser no es la nada sino el Ser Supremo personal y providente.

Si el punto de partida metafísico fuese otro -la naturaleza impersonal del Ser supremo del hinduismo o la Nada absoluta del budismo- nuestra tesis sería completamente insostenible, pues el mundo se torna ilusión o dolor y sufrimiento. Hay un fondo metafísico antitético entre Oriente y Occidente, que en su momento fue subrayado por Walter Schubart (Europa y el alma de Oriente), y que tiene que ver con la desvalorización o revalorización del cosmos, con un pesimismo u optimismo ético de distinta profundidad metafísica. El alma china es armónica, el alma hindú es ascética y el alma occidental es prometeica. El hombre de Occidente es antropocéntrico, el de Oriente es cosmocéntrico. Claro, vivimos actualmente un nuevo proceso de la globalización del mundo, aunque en marcos neoliberales, y ello renueva la pregunta: ¿Algún día dichas tradiciones antitéticas llegarán a sintetizarse? Quizá, pero ello significará una reconfiguración de las savias culturales milenarias y pasará por la decadencia de la modernidad occidental. La decadencia cultural y civilizatoria siempre fue requisito para nuevas reconfiguraciones culturales.

Toynbee pensaba que nuestra civilización occidental no estaba destinada a morir porque sobrevaloraba sus elementos creativos, Spengler pensó un esquema organológico y biologista de las culturas, pero no es necesario coincidir con ellos para admitir la decadencia cultural fuera de esquemas organológicos. Este razonamiento no tiene relación alguna con la tesis neoliberal de Samuel Huntington sobre el choque de civilizaciones, según el cual el choque de ideologías sería sustituido por el choque de civilizaciones, culturas, religiones entre el Occidente democrático y las civilizaciones no occidentales. Tal manida argumentación neoliberal ha conocido su más completo y definitivo hundimiento en el conflicto en Ucrania, donde el Orden mundial unipolar está comprobando su más cumplido y definitivo fracaso ante el surgimiento del Orden mundial multipolar. Otro autor que se da la mano en una tesis similar es Francis Fukuyama, donde en su obra El fin de la historia y el último hombre (1992), sostiene que la lucha de ideologías ha terminado con el triunfo de la democracia liberal. Fukuyama y Huntington fueron, contra lo que sostienen, exponentes del triunfo de la ideología neoliberal en los años noventa y primera década del siglo veintiuno. Triunfo que desde la segunda década empezó de derrumbarse definitivamente en Occidente.

De manera que es cierto que la tesis del mundo como bondad pertenece a la tradición del mundo occidental, pero con la diferencia que ello no significa negarse a admitir que nuestra cultura moderna no está destinada a morir, pero para reformular palingenésicamente sus presupuestos metafísicos mismos. Y esto no puede significar otra cosa que romper con el sesgo inmanentista, secularizado y antimetafísico de la modernidad occidental. En este giro civilizatorio del propio Occidente se trata de que recupere su espiritualidad perdida por el imperio de lo profano, y que junto a Oriente se recupere la religiosidad para salvar al mundo de la oscuridad del nihilismo secularista.

 

§ 2. 

El aserto del mundo como bondad es aparentemente contrafáctico, debido a que lo que la filosofía contemporánea afronta son problemas complejos que tienen que ver con un mundo que no luce como un dechado de bondad, sino lleno de maldad, peligro e incertidumbre. La filosofía en el mundo actual se debate en el esclarecimiento de las interrogantes en torno a la moral, la libertad, la ecología, la ciencia, la tecnología, el imperialismo, el armamentismo, la guerra, y la paz mundial. Debord lo describe como la sociedad del espectáculo, Lipovetsky como la era del vacío, Baudrillard como cultura del simulacro, Castoriadis como el avance de la insignificancia, Vattimo como tiempos del pensamiento débil, Bauman como modernidad líquida, Byung-Chul Han como la sociedad del cansancio, y, por mi parte, como el imperio del hombre anético. Es innegable que resulta chocante hablar del mundo como bondad cuando sin esfuerzo se respira una atmósfera sin valores absolutos y permanentes, la realidad se esfuma en la hiperrealidad de las redes sociales, la perplejidad existencial socava la vida con sentido, la democracia ya no protege al ciudadano, las urbes se vuelven guetos, la posverdad impera, la inmoralidad cunde, la corrupción campea, los medios de comunicación manipulan la mente humana y los hombres se atomizan y deprimen. Lo cual no nos debe llevar a una actitud maniquea ni discriminadora. Jesús mismo dijo no venir por justos sino por pecadores (Lucas 5:32), y comió en casa de Zaqueo, el publicano recaudador de impuestos, corrupto pero arrepentido (Lucas 19:1-10). Todos estos son síntomas de una profunda decadencia de la modernidad y capitalismo tardío, como totalidad que supura irracionalidad por todos los poros del sistema imperante. Toda la podredumbre de un mundo en declive actúa con fuerza sobre la subjetividad humana, y no permite ver la presencia ignorada de la bondad en el mundo.

Esta bondad es metafísica, física y moral, en el hombre no sólo luce como impulsividad inconsciente sino también como espiritualidad consciente. Pues, no sólo es el hombre el que experimenta la bondad, también es la bondad el que experimenta como hombre. Es más, el hombre es radicalmente bondad, pues sin su realidad ontológica pierde su humanidad. Pero si un hombre sin bondad no es hombre sino un monstruo, es así porque la bondad ontológica viene de la fuente del ser, que es Dios.

El problema metafísico de un Dios sin bondad no es Dios, no es un problema teórico sino práctico, y su solución se dará en la historia. Lo cual no justifica la completa historización de la bondad divina. La gratuidad de la bondad divina se plasma en la realidad del ser. Lo que lleva a que el hombre debe practicar la bondad por amor al bien y sin esperar recompensa alguna. Ver el mundo como bondad es recuperar lo bueno en la realidad metafísica, física y moralmente determinante para la felicidad humana. Por ende, no es tema meramente ideatorio sino eminentemente práctico, que exige su historización, pero sin justificar su completa inmanencia. El abordaje del mundo como bondad puede parecer ingenua, cándida o exagerada para la mentalidad incrédula, materialista, naturalista, cientificista, hedonista, nihilista y escéptica del hombre secularizado de hoy, que entroniza la ciencia y que extraviado el sentido de lo sagrado y del ser. Pero la Verdad no se sujeta a esquemas epocales relativistas y obra a su modo. La modernidad es al mismo tiempo un nihilismo que empobrece el espíritu espantosamente, y un nihilismo que muestra la vanidad del hombre, mostrando la posibilidad de practicar el bien, recuperar la bondad del mundo y volver hacia Dios, con toda la libertad del que dispone el hombre antropológico actual. La esencia del bien no es meramente humana, sino divina, es metafísica, ontológica, moral y religiosa. Está unida al goce del existir.

Pero a la modernidad le caracteriza un enfoque culturalista, donde todas las cosas son reducidas a su origen social y humano. Todo se vuelve en constructo de la praxis social. Ya no hay sexo sino género, ya no hay sujeto sino exilio del sujeto por el algoritmo cibernético. De manera que el hombre prometeico de la modernidad se empecina en negar la esencia de las cosas para sentirse en la criatura todopoderosa que determina el ser de lo real. La voluntad de poder ha carcomido las raíces de la voluntad de servir. O dicho con más precisión, el problema no es el poder sino el poder para dominar.

La voluntad de servir también es poder, pero poder de darse a sí mismo por amor al prójimo. Lo satánico de la modernidad es que exacerbó la voluntad de querer lo bueno sólo para sí mismo. A eso se llama egoísmo, y fue de la mano con el desarrollo del capitalismo desde el siglo XIII y XIV, llegando a sus extremos paroxísticos en el actual decadente imperialismo neoliberal y cibernético. De manera que no es difícil comprender la importancia de ver el mundo como bondad en vistas de evitar el desastre. Desastre del enorme poder humano asistido por la ciencia y la tecnología. Recuperar la visión del mundo como bondad es la piedra de toque para lograr una nueva imagen del mundo. Nueva imagen del mundo que se hace urgente y perentoria en momentos de tránsito histórico desde el orbe imperialista unipolar hacia el orbe multipolar. El mundo como bondad exige basarse en una nueva ascesis cultural, respetar la esencia de las cosas, realizar la actitud contemplativa y reestablecer la relación con Dios. El mundo como bondad implica todo un giro metafísico en la imagen del mundo, desde la desontologización antimetafísica del culturalismo hacia la asunción ontológica tanto de lo inmanente como de lo trascendente.

Sólo así puede darse una antropología sin antropocentrismo. El antropocentrismo subjetivista de la modernidad desembocó en el atropello de la realidad natural y humana. Brotó amenazante la paradoja antrópica en un marco donde el hombre antimetafísico sin Dios destruye todo lo que toca por su visión objetivante y cosificadora. En realidad, no es el antropocentrismo mismo, sino aquel antropocentrismo moderno sin Dios, sin metafísica y sin trascendencia, el que se yergue como la principal causa de la destrucción del medio ambiente y que orilla las relaciones internacionales hacia la hecatombe nuclear. De manera que cuando aludimos a una antropología sin antropocentrismo nos referimos a esta clase de antropología destructiva, apocalíptica, demencial y antinatural, que se sume en el ateísmo, anticristianismo y el nihilismo después de Hegel.

Ya hemos afirmado más arriba que el alma de Occidente es antropocéntrica, porque su sentimiento metafísico es optimista y afirmador del mundo y de la vida. Por ello, cuando hablamos de una antropología sin antropocentrismo nos referimos al antropocentrismo sin Dios y ateo que viene con fuerza desde Hegel en adelante. En otras palabras, en la tradición de la racionalidad occidental el antropocentrismo no tiene que ser necesariamente negativo, sino que también puede estar presidido por el espíritu de caridad y justicia con todas las cosas y seres existentes. De esto justamente habla la teología de la ecología, reconciliada con Dios y su creación. De modo que el problema no es el antropocentrismo mismo, sino el antropocentrismo sin caridad, justamente el que preside la modernidad tecnologizada y cientificista. Pero alguien podría intentar refutarnos para decirnos: ¿Pero por qué un antropocentrismo con Dios y no sin Dios? Volvemos al tema de Dios y del ser. Mientras Oriente piensa lo increado y la nada pura antes de la creación, Occidente piensa a Dios creador y providente. Ante esto sólo cabe hacernos la siguiente disquisición: Si hay Dios tiene que ser el único ser necesario, pues los seres son contingentes y la Nada nada es. O sea, no hay Nada pura, pero sí se puede admitir la nada potencial del ser indeterminado, aquel estado donde el ser y la nada son lo mismo, porque están en la mente de Dios y aún no vienen al mundo. De algo parecido partía Hegel en su Lógica, pero era algo sólo parecido porque para él no había Dios trascendente. Su dialéctica es el despliegue de la contradicción en el plano inmanente.

Ahora bien, también hay nada en la degradación del ser finito existente, y como ausencia. De modo que sólo hay nada relativa en relación con la propia existencia del ser finito, pero no del Ser infinito. Si hay Ser necesario ese ser necesario es Dios, de modo que no puede haber la Nada absoluta, como piensa el budismo, y si ese ser necesario es creador entonces no es de naturaleza impersonal, como sostienen el hinduismo. Sin duda que el devenir como paso del ser finito al no-ser y nuevamente al ser es presencia anonadante del ser categorial, pero nunca es la nada absoluta. Ni siquiera en la muerte ni en la entropía se hace presente, porque la temporalidad es sólo una parte de la historia de la Creación por el Ser infinito y providente.

Ahora bien, el tipo secularizado de antropocentrismo antropológico tiene su expresión nítida en la filosofía kantiana. El hombre pone el ser a las cosas como fenómenos. La idea del hombre como sujeto activo del cosmos que sólo conoce los fenómenos y no las cosas en sí, se traduce en la idea de Libertad. Ese fue el legado kantiano conocido como giro copernicano. Con ello partió el mundo filosófico en dos. Por un lado, Platón con las esencias trascendentes, y Aristóteles con las esencias inmanentes. Y por otro, Kant con el ser racional autónomo y libre como fundamento del mundo. Su racionalismo crítico sistematizó el espíritu autárquico de la modernidad. La gran paradoja es que el hombre no se suele comportar de modo racional ni ético, y las guerras mundiales junto a otras catástrofes que acomete a menudo, hacen meditar hacia dónde ha ido a parar el gran legado kantiano. El hombre como centro activo del cosmos señala una responsabilidad moral tan elevada como incumplida. La desmitificación fenoménica del mundo junto al énfasis en una ética del deber inmanente, ha desembocado en los caminos extraños del endiosamiento nihilista y prometeico del hombre. El concepto de autonomía del espíritu que se dicta su propia ley hace que la idea de la Libertad sea el punto inicial y final de su filosofía. Pero el hombre concreto de la modernidad fracasa constantemente con tanto poder en sus manos y se muestra como una amenaza para sus semejantes y para la Naturaleza.

La libertad humana se muestra incapaz de regirse solamente por la Razón. Kant se olvidó del amor y de lo espiritual, el hombre también es capaz de hacer el bien por amor y de sentir a Dios en su corazón. En ese sentido Rousseau vio más profundamente la naturaleza humana al percatarse de la importancia de los sentimientos y del corazón. Meditar críticamente la cumbre kantiana es urgente ante los peligros hedonistas, narcisistas y nihilistas del endiosamiento humano en que ha desembocado la actual civilización atea de la antropología antropocéntrica.

 

§ 3. 

Naturalmente que al hacer tal afirmación -el mundo como bondad- estamos colisionando con importantes interpretaciones que afirman lo contrario. Entre ellas resalta el budismo con su consideración del mundo como sufrimiento y dolor, el discurso mítico con el origen cósmico del mal, a Leibniz con su apreciación de que el mal y el bien son necesarios para la armonía del mundo, a Kant con su planteamiento de que el mal pertenece al dominio del deber ser, a Hegel con su idea de que el mal está en todos los dominios del ser, a los teólogos Karl Barth y Paul Tillich que piensan que el mal pertenece al lado colérico o demoníaco de Dios, o a Hannah Arendt que piensa que el mal es una realidad banal. Y naturalmente que también se colisiona frontalmente con el predicamento narcisista, relativista, hedonista y nihilista de la filosofía posmoderna. Esto, por un lado, y por el otro aparentemente se estaría reproduciendo lo que pensaba San Agustín que consideraba que el mal no es sustancia ontológica sino resultado posible y ético de nuestra libertad; e igualmente a Santo Tomàs de Aquino, estipulando que el bien es algo propio del ser.

En realidad, la postura de Tillich, como la de Bultmann, es presentación del ateísmo en lenguaje teológico, y la de Barth acaba negando la Revelación al afirmar que Dios sólo es cognoscible por la gracia y misericordia, y no por la razón. Barth y Tillich forman parte de la controvertida teología protestante contemporánea de Brunner, Bultmann, Bonhoffer, el obispo Robinson y T. J. J. Altizer, que contradicen en el plano doctrinario al dogma defendiendo confusos sincretismos que ponen en duda la revelación y niegan que por la razón natural se pueda conocer a Dios. Se tratan de desviaciones teológicas que difícilmente se concilian con el testimonio de las Escrituras y descaminan su verdadera comprensión.

 

§ 4. 

Al respecto quisiera empezar por lo último, para sostener que el mal no es sustancia prima sino sustancia secunda. Y como sustancia secunda es totalmente contingente, tiene término, es dependiente y su tiempo de vigencia no es indefinido. La muerte y la entropía, sólo por dar dos ejemplos, son manifestaciones de la tendencia del ser hacia la nada sólo relativamente en el orden del tiempo, pero no en el orden de la eternidad, la cual es el orden de la bondad ontológica de Dios. De manera que el aserto de San Agustín es completamente exacto, aunque incompleto, pues el mal no es sustancia prima pero sí sustancia secunda.

De ahí que siempre para la mente occidental no dejará de llamar la atención la apología de la nada que se encuentra en diversos credos y filosofías. Así, tenemos que en la mística del budismo se alcanzan sin duda virtudes sublimes -abstinencia, autocontrol, silencio, desprendimiento, moderación, entre otras-, pero mientras en la celda del monje cristiano está Dios personal y providente en la del monje budista está la Nada, el nirvana y el todo indiferenciado. Mientras que la pregunta de la filosofía occidental es ¿por qué hay ser en vez de nada?, la de la filosofía oriental, especialmente budista, es ¿por qué hay nada en vez de ser? No estamos cuestionando el derecho de otras tradiciones culturales a existir, sino sólo tratamos de atender la lógica interna de su racionalidad. Que existan otros contextos culturales pueden explicar otros tipos de racionalidad, pero esto no lleva a pensar que la verdad sea inconmensurable. Ciertamente que la racionalidad occidental es solo una posibilidad, no una necesidad, la racionalidad y la experiencia no son neutras, pero esto no nos debe llevar al anarquismo epistemológico que sostiene que la verdad no interesa sino la felicidad. No, todo lo contrario, la verdad es lo que interesa, y esto vale por más que se reconozca que no hay hechos escuetos, sino que están atravesados de teoría y del paradigma dominante. Otros tipos de racionalidad son otras maneras de acercarse o alejarse de la verdad.

Cuando se afirma que hace falta la ampliación de la racionalidad no se está afirmando que todas las racionalidades son irrefutables, sino que junto a la razón está la fe, y ambas deben ser tomadas en cuenta en el afán del conocimiento humano. Así, en el budismo chino actual de Nishida, Tanabe y Nishilani, la nada mantiene la primacía sobre el ser. Se piensa la nada antes de la creación o del ser categorial. El origen del ser no es el no-ser, y de esa forma se rechaza la idea de la trascendencia divina. Rescatan la unidad entre filosofía y teología, el logos de la ratio y el logos del mytho, y subrayan que la filosofía no es griega, sino que pertenece a la condición humana.

En suma, la tradición oriental budista -a la que se adhirió Schopenhauer- piensa la Nada antes de la creación, porque no piensa a Dios mismo antes de la Nada de la creación. Ese es el punto de inflexión: pensar la Nada antes de la creación equivale a no pensar a Dios antes de la nada de la creación. En la otra gran tradición de la tradición oriental, la hindú, el universo creado no es producto de la Nada, sino que es resultado de la naturaleza impersonal del Ser supremo. La naturaleza material es ilusión, es maya, pero no es la Nada. Si el budismo piensa la Nada absoluta, el hinduismo piensa el ser absoluto divino de modo impersonal, pero en ambos hay un rechazo del mundo real. De ahí que Albert Schweitzer, en su obra El pensamiento de la India, tenga razón al afirmar que las religiones occidentales son afirmadoras del mundo y de la vida, mientras las orientales son negadoras. De manera que sostener la afirmación del mundo como bondad resulta insostenible dentro de la lógica oriental. Valga esta acotación para afirmar que tampoco nuestra idea de que el bien es algo propio de todo ser que existe es nuestra, sino que fue planteada por Santo Tomás de Aquino, el cual añadía una observación ontológica clave, a saber, que el mal es algo que se aleja del bien y, por tanto, del ser. Ante el agudo apunte del Aquinate sólo añadimos que tal alejamiento ontológico del mal como sustancia secunda, permanecerá en el orden final de la bondad ontológica -el Juicio- no porque el Bien Supremo así lo desee, sino porque habrá seres que no soporten su luz, viéndose impelidos a la oscuridad de la sustancia secunda. De manera que nuestra contribución es pequeña pero necesaria. Los teólogos Barth y Tillich yerran y cometen un exceso al pensar que existe un lado demoníaco de Dios. Porque, por un lado, reconociendo que el mal no es sustancia prima sino sustancia secunda, y por el otro, añadiendo que siendo el mal algo que se aleja del bien, sin embargo, no deja de existir, de manera que el mal también es algo propio de un modo particular de ser, pero no de Dios sino del que se aparte de él.  

 

§ 5. 

Que exista el mal como sustancia secunda más allá del tiempo sería una refutación a nuestra tesis de que no hay mundo malo, sino acciones malas. Y esto nos haría pensar en las afirmaciones de los teólogos Karl Barth, protestante calvinista, y Paul Tillich, existencialista cristiano. Mientras Barth hace alusión al mal como la cólera de Dios, Tillich repara en el lado demoníaco de Dios. Lo que tienen en común ambos es que terminan identificando el mal con la sustancia divina. Naturalmente que no se trata de un mal guiado por la injusticia, sino por la justicia como castigo incurrido. No puede ser de otro modo, y diversos versículos de la Biblia aluden al castigo divino como correctivo dado a los que ama (Proverbios 3:11-12; Lucas 12:48; Apocalipsis 3:19; Romanos 2:12; Hebreos 12: 11, etc.). Pero bien visto el correctivo por amor tiene poco que ver con el mal y no soporta verse identificado como el lado demoníaco de Dios. No obstante, la existencia de un lugar de castigo eterno, llamado infierno, puede aparentemente verse como su lado demoníaco. Pero no es así realmente. Dios aborrece el pecado, pero no al pecador. Y aunque la frase no está en la Biblia refleja cabalmente la prédica de la Cristo.

Eterna felicidad o eterno sufrimiento son las antípodas escatológicas de la geografía y topología divina. El mal es un misterio divino, no obstante pensar en un lugar de tormento por el fuego corpóreo eterno corresponde a una separación de los elementos morales. Así, los malos que se arrepentirán no por odio al mal sino al dolor del castigo físico -pena de fuego- y espiritual -pena de daño- dan lugar al castigo eterno en aquel lugar denominado infierno. Lo que se trata en el fondo es del remordimiento de conciencia que aflige punzando sin cesar y sin remedio alguno. El malvado huye de la luz principalmente porque se avergüenza de los horrores de sus faltas que ofenden la majestad de la pureza de la bondad divina. Por ende, hay eterno sufrimiento en la topología divina.

Pero el lugar de suplicio y de castigo eterno no se da porque Dios tenga un lado demoníaco, sino porque la culpa, la ofensa, y el odio a Dios es permanente y no da lugar a arrepentimiento. El castigo es equivalente al suplicio que dura eternamente. Es decir, el que persevera en el mal es responsable de alejarse lo más posible del bien. Si en el orden del tiempo lo que es el mundo depende de nuestras acciones, en el orden de la eternidad existe un mundo bueno -el Cielo- y un mundo malo -el infierno- por siempre. Pero si existe este mundo malo no es porque Dios, que es el Sumo Bien, lo ha querido, sino por la mala voluntad de seres racionales perseverantes en el mal. Es por ello que fue rechazada la doctrina de la apocatástasis -ilustrada originariamente por Orígenes y Clemente de Alejandría- o enseñanza que todas las criaturas libres compartirán la gracia de la salvación, incluso los demonios y las almas de los réprobos. Pero esta doctrina de la salvación universal está más vinculada al necesitarismo platónico de la gracia y al esquema puramente natural de la justicia divina, como lo señala San Agustín. Al mismo tiempo se puede sostener que la existencia del mundo mal es sustancia secunda y no sustancia prima.

Pero hay algo más importante respecto al lugar tenebroso donde van los réprobos. Y se refiere al envío del Hijo Unigénito por el Padre al mundo para poner fin al reino lóbrego de Satanás sobre los hombres. No hay que olvidar que en las religiones antiguas se practicaba el sacrificio humano y de animales, y esto cambió radicalmente con Cristo, “…que se entregó como ofrenda y sacrificio flagrante para Dios (Efesios 5:2), y que quedó instituido en la Eucaristía. El Evangelio nos informa del poder extraordinario que Jesús demostró en la expulsión de los demonios y que entre las potestades que quiso transmitir a los apóstoles y a sus sucesores fue el de expulsarlos de los cuerpos poseídos (Mt. 10: 8; Mc. 3:15; Lc. 9:1). También Dios ha dotado de poderes sacramentales para efectuar el llamado exorcismo y ha elegido como antídoto permanente a la Santísima Virgen.

Lo grave del asunto es que existen teólogos, que siguen a la cultura secularizada, propensos a subestimar la existencia e influjo de los ángeles rebeldes sobre las cosas humanas considerándolos como cosas ilusorias o pertenecientes a las patologías psíquicas. Pero Satanás no es una idea abstracta del mal, ni una idea delirante de psicóticos o neuróticos, es un ser espiritual dotado de inteligencia, voluntad, libertad e iniciativa, pero es el príncipe de la mentira y del mal. Fue creado bueno por Dios, pero se volvió diablo con su corte por su propia culpa. Así es descrito en la Biblia como Acusador (Ap. 12.10), Enemigo (1 P 5.8), Serpiente antigua (Ap. 12.9), el Gran dragón (Ap. 12.9), el dios de este siglo (2 Co. 4.4), Príncipe de la potestad del aire (Ef. 2.2), Tentador (Mt. 4.3).

Bien subraya Concilio Vaticano II que “toda la historia humana está penetrada de una tremenda lucha contra las potencias de las tinieblas, lucha iniciada en los orígenes del mundo” (Gaudium et Spes 37).

Felizmente que el diagnóstico de la demonopatía tiene sintomatología propia y está fuera de toda duda (refractario a fármacos y desaparecen con socorros religiosos). Un poseso puede hablar lenguas muertas, tener conocimiento de sucesos personales ajenos, expulsar por la boca materializando ranas, clavos, tornillos y tijeras, deslizarse como serpiente por el piso, mostrar fuerza extraordinaria, hacer contorsiones imposibles, etc., sin explicación psicológica y científica posible. Simplemente no responde a causas naturales, sino sobrenaturales. De entre todos los estudiosos son los filósofos modernos, con su idolatría a la razón supuestamente autónoma, el que desestima la realidad de tales fenómenos. A ellos hay que invitarlos a hacer frente a lo que un exorcista ve y hace. Estoy seguro que no sólo recuperarán la fe, sino que su visión de la realidad cambiará radicalmente. Aquí cabe la salvedad que un demonólogo no es precisamente un exorcista, el primero es más teórico y el segundo le añade la práctica. Los estudios más reconocidos son cuatro: El diablo (1988) de monseñor Balducci, La plegaria de liberación (1985) del padre Mateo La Grua, Cronista en el Infierno (1990) de Renzo Allegri, Habla un exorcista (1990) de Gabriele Amorth, y Memorias de un exorcista (2008) del padre Fortea.

Se tratan de verdades reveladas, contenidas en la Biblia, ahondadas por la teología, enseñadas por la Iglesia y realidad constatada por el exorcista. Sólo resta decir que la expulsión de los demonios es parte del restablecimiento del plan divino, echado a perder por la rebelión de una parte de los ángeles y el pecado de los progenitores. Ahora se entiende lo dicho por Pablo: “nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino… contra los espíritus del mal que están en las alturas” (Ef. 6:12). Pero en la comprensión del mundo como bondad debe entenderse que el mal, el dolor, la muerte y el infierno, no son obra de Dios, y que todo el plan unitario de la creación estaba orientado a Cristo. Y el demonio sabiéndose derrotado, y que “le queda poco tiempo” (Ap. 12:12) intenta atraer hacia él a cuanta gente pueda. Derrotado por Cristo, el demonio combate contra sus seguidores. Y la vida terrenal humana se convierte en un estado de lucha contra él. Al llegar al fin del mundo se sabrá quién comparte la vida o la condena eterna. O sea, todo ha sido hecho por Cristo y para él. El sentido cristocéntrico de la creación es incuestionable.

 

§ 6. 

Interesante de considerar es la opinión de Hannah Arendt sobre la banalidad del mal, sobre todo porque se refiere a la existencia de un mundo malo en lo terrenal o inmanencia. En su obra Eichmann en Jerusalén no describe a dicho criminal de guerra como un psicópata, ni un malvado, sino como una persona vulgar, incapaz de pensar por sí mismo, muy próximo al hombre masa que tiene la cabeza llena de eslogans y verdades consabidas. Sus descripciones son muy próximas al célebre libro El hombre mediocre de José Ingenieros y al hombre masa de Ortega y Gasset.

Su libro fue repudiado no sólo por señalar la mediocridad de Eichmann, sino porque destacó el papel activo de los Consejos judíos en los guetos nazis y su corresponsabilidad en el exterminio. Ellos eran los que hacían cumplir las órdenes de los nazis, fueron sus colaboradores eficaces. Por hacer estas revelaciones los colegas en la universidad ni le hablaban, la gente se mostraba irritada y furiosa por evidenciar la propia traición de prominentes judíos. Y para colmo reclamó un tribunal penal internacional y no judío. El punto que nos concierne es que nuestra filósofa abordó un mundo malvado existente en el tiempo histórico, aquí en la tierra. Lo cual es incuestionable si revisamos lo que sucedió en Treblinka, Sobibor, Auschwitz y demás campos de exterminio nazis. Aquí la pregunta es: ¿el campo crea al criminal o el criminal crea el campo? Si es lo primero, entonces el mundo malo preexiste al mal moral, pero si es lo segundo es el mal moral lo que crea el mundo malo. También se puede dar una opción intermedia que considere la conjunción de factores externos e internos.

Así, el sobreviviente judío italiano Primo Levi, autor de su Trilogía de Auschwitz, subraya que las víctimas reducidas a la bestialidad y a la demencia tienden a volverse en un monstruo moral. O sea, antes de ir al crematorio ya es previamente deshumanizado. Y lo más inquietante es su afirmación de que los salvados fueron los peores, los más egoístas, porque los hundidos fueron los mejores, los que tuvieron el valor de enfrentarse al opresor, y por ello murieron. Y esto lo dice sin excluir al pueblo alemán de cargar la culpa de haber seguido hasta el final al gran histrión de Hitler.

Valga esta acotación para volver a Arendt y su análisis de ese hombre que viajó por toda Europa para detener y deportar judíos a las cámaras de gas, dentro de un régimen monstruoso que hizo colapsar la conciencia moral de los alemanes en el Tercer Reich. Sin duda que el antisemitismo no fue un invento nazi y era una fobia muy extendida por toda Europa desde hacía un buen tiempo. La propia Arendt constata este hecho en su obra Los orígenes del totalitarismo (1951), diciendo que el antisemitismo, el imperialismo y el racismo conducen al totalitarismo. Sin duda, un Estado criminal y un orden jurídico criminal genera criminales entre la gente normal. Es el mismo racismo que sobrevive en nuestros días y constituye la perversión de la condición humana contra la humanidad. Esa confluencia de factores es lo que señala Arendt y que crea un nuevo tipo de delincuente que comete actos malvados sin percibirlos.

Una nueva revisión del tema por el filósofo italiano Giorgio Agamben tiene lugar en su libro Homo sacer, neologismo con el que alude al poder soberano del Estado que se extiende sobre la vida de las personas que considera que pueden ser eliminadas con impunidad, tal como ocurre actualmente con los refugiados. Pero retornando a Arendt nos recuerda que la defensa del criminal de guerra Eichmann aludió al cumplimiento de su deber y por ello procedió como un fidedigno kantiano. En realidad, la postura del mismo Kant es ambigua, porque a pesar tener máximas de indudable valor moral -rescata a la persona como fin en sí mismo y nunca como medio-, no obstante, nunca autorizó la rebelión ni la oposición al poder, sino la obediencia y la sumisión. Sus ideas de obediencia al soberano que siguió a pie juntillas constituyen un fuerte contraste y un retroceso ante un Tomás de Aquino y la neoescolástica española del barroco que con el Padre Mariana justifican el regicidio.

Por este motivo Michel Onfray, en El sueño de Eichmann, le reprocha a Arendt no entender a Eichmann. En realidad, es a la luz de la Metafísica de las costumbres del propio Kant que se puede comprender que se puede cumplir con el deber jurídico sin cumplir con el deber moral. Y es que en el fondo estamos ante el cumplimiento de la separación inmanentista entre ética y política que comenzó con Maquiavelo y que Kant lleva a una nueva cúspide. Este sesgo formalista de la filosofía kantiana fue advertido lúcidamente por Max Scheler en su Ética, al concebir la existencia de valores objetivos y no únicamente formales. La gran conclusión de Scheler es que no es el valor sino el amor y el odio los que descubren el valor ético.

En realidad, la gran paradoja de la ética kantiana reside en que Sólo es moral cuando se actúa por deber, esa es la máxima de la ética kantiana. Si lo hace por deseo o amor no tiene calificación ética. Esto equivale a pensar que el hombre carece de inclinaciones hacia lo virtuoso. Es como decir que sólo los malvados, depravados, desalmados y perversos, son capaces de acción moral porque lo hacen llevados por la idea del deber. El propio Kant trató de resolver este absurdo afirmando que sólo es moral lo que no se hace por satisfacción. Pero su respuesta es totalmente insatisfactoria, porque niega que el hombre puede alcanzar un desarrollo ético superior que lo haga coincidir con lo moral al margen de la idea del deber. En otras palabras, la voluntad estará dentro de la moral no sólo acatando el mandato de la razón sino también el del corazón. Y esto es así porque la buena voluntad no sólo actúa por deber sino también por amor al bien.

Algo no muy diferente nos dice Marx al denunciar al capitalismo como una estructura que debe ser abolida porque condena al hombre a una vida sin esencia humana. Lo que nos lleva a constatar que el mundo social puede ser malo sin que ello comprometa otras dimensiones del mundo, incluso sin que se vuelva malo todos los ámbitos del mundo social. Cosa por el estilo se observa actualmente en el terremoto geopolítico entre el declinante orden unipolar presidido por el imperio norteamericano y el ascendente orden multipolar encabezado por China y Rusia. Pero al fin y al cabo el mundo social es hechura de las acciones humanas. Y acciones guiadas por la avaricia, el afán de poder, la ambición, entre otras, son decisiones de un ser libre. No hay duda que la adicción más aberrante es la adicción al lucro y la ganancia. Esa es la lepra que carcome a la civilización capitalista y que enmohece el corazón del hombre desde tiempos antiguos.

Elocuentes resultan las palabras del Evangelio al decir: “¡Vamos ahora, ricos! Llorad y aullad por las miserias que os vendrán. Vuestras riquezas están podridas, y vuestras ropas están comidas de polilla. Vuestro oro y plata están enmohecidos; y su moho testificará contra vosotros, y devorará del todo vuestras carnes como fuego. Habéis acumulado tesoros para los días postreros. He aquí, clama el jornal de los obreros que han cosechado vuestras tierras, el cual por engaño no les ha sido pagado por vosotros; y los clamores de los que habían segado han entrado en los oídos del Señor de los ejércitos. Habéis vivido en deleites sobre la tierra, y sido disolutos; habéis engordado vuestros corazones como en día de matanza. Habéis condenado y dado muerte al justo, y él no os hace resistencia.” (Santiago 5:1-6).

Esto es, el origen de aquel mundo social malo o bueno es de índole moral o decisiones libres que se distancian o aproximan a la práctica del bien y la virtud. El totalitarismo conduce a la sociedad totalitaria, al implante del terror y la aniquilación. En consecuencia, el orden social conforma un mundo a partir de las decisiones morales de la voluntad libre. Y por ello, su bondad o maldad depende de la realización en la historia de la justicia y la caridad, sin las cuales la vida política se pervierte y la vida social se degrada. El mundo malo en la tierra existe y es real, pero tiene un origen moral, nace en el corazón pervertido por las malas pasiones exacerbadas por un mecanismo social inhumano.

 

§ 7. 

Hegel es un caso aparte al considerar que el mal está en todos los niveles del ser, donde coincide lo lógico y lo trágico. Por lo demás, está en todos los niveles del ser porque la negatividad de la dialéctica se despliega en la inmanencia, no hay trascendencia. Todo deviene en la inmanencia. Naturaleza y Espíritu son puramente fenoménicos, finitos y perecederos en el devenir de la Idea. Así como en Spinoza la idea de Dios sobra y es superfluo en un mundo donde la necesidad lo rige todo, del mismo modo en Hegel la idea de Dios sobra en un mundo donde la contradicción dialéctica lo rige todo. Todo lo que existe merecer perecer y renacer enriquecido, incluso el Absoluto. Se trata de una reflexión dialéctica que discurre en el nivel cósmico como en el antropológico, y por ello el mal es visto como parte necesaria y estructural tanto de la Aufhebung como de la sociedad humana.

La dialéctica hegeliana consiste en el proceso de negación de una realidad para dar lugar a otra, donde se guarda dentro de sí algo negativo. Lo suprimido es conservado. Por ello Hegel no propone una moral alternativa a la kantiana. Su teoría de la eticidad concibe el deseo como el principal constructor de la sociedad humana, y jamás una determinada conciencia moral. Su concepción historicista y genética de la moral humana considera indispensable la necesidad del mal y lo lleva a la rotunda afirmación: “No existe realidad moral efectiva alguna” (Fenomenología del Espíritu).

Esta y otras consideraciones hegelianas fueron las que llevaron, por ejemplo, a Marx a valorar la Fenomenología por su método y rechazarla por su sistema, donde se confunde objetivación y enajenación. El hombre no existe sin objetivarse, pero Hegel creía que toda objetivación era enajenación, siendo las circunstancias históricas las responsables de esta confusión. Así objetivación y enajenación resultan inseparables de hecho. Como lo señala Lukács, con esta confusión Hegel se ve empujado al ridículo resultado gnóstico de considerar el espacio y la materia como una enajenación del espíritu. La solución que propone es una reconciliación de las enajenaciones en el Saber Absoluto, donde se resuelven todas las contradicciones. Para Marx justamente esta reconciliación a través del pensamiento es ficticia, conservadora e ilusoria, pues considera que las contradicciones en el mundo sólo podrán resolverse mediante la Revolución. Y para Kierkegaard el historicismo dialéctico hegeliano es denunciado por olvidar el individuo y priorizar el proceso abstracto del pensamiento de la Idea Absoluta. Por más que la publicación de los Escritos de Juventud por Nohl sea considerado como una demostración que el sistema de Hegel no es una catedral de conceptos, sino el camino del individuo humano, persiste la convicción de que sea trata de una filosofía que glorifica la realidad.

En realidad, la disolución de la efectividad ética en Hegel nace del reduccionismo de la realidad al mecanismo dialéctico de lo finito, y esto se da a tal punto que el Absoluto sólo se encuentra completo al final del proceso dialéctico.

La circularidad del ser en la Ciencia de la Lógica afirma que el Absoluto es esencialmente resultado. Lo cual no es más que una consecuencia de su concepción unívoca del ser, panteísta, junto a una deidad inmanente, que conduce al concepto del hombre que se desaliena cuando se reconoce como absoluto, negando a Dios. Bien se advierte que su sistema es una teodicea donde al mismo tiempo que se niega el mal mismo, se le reconoce en todos los niveles del ser. Con ello el hegelianismo quedó unida a una realidad antropológica que conquista el mundo, pero se pierde a sí misma. La astucia de la razón no puede dar el salto más allá del delirio prometeico de la modernidad porque su naturalismo panteísta está atado en el horizonte inmanente del devenir universal. Su ubicuidad del mal resulta inmoral e insostenible.

 

§ 8. 

Para Leibniz el bien y el mal son necesarios para la armonía del mundo y corresponde a él la creación del término Teodicea, título de una de sus obras, a fin de demostrar la justicia divina. Desde él la teodicea es considerada parte fundamental de la teología natural. Sus consideraciones son una respuesta a los planteamientos de Bayle expuestas en su Diccionario (1697).

La solución de Leibniz es la tradicional: el mal no existe y su responsabilidad no es imputable a Dios. Y sobre la libertad rechaza el determinismo teológico del protestantismo de su tiempo, reivindicando para el hombre la libertad como autodeterminación. La libertad humana es inclinación de Dios sin necesidad, y no es indeterminación absoluta. Pero para Leibniz lo real es un orden racional y sólo puede ser comprendido a partir de un sistema de principios racionales, pero nunca llegó tan lejos como Hegel. Por eso el orden racional de lo real se expresa en el hombre de forma confusa y limitada (Monadología § 61).

El dios leibniziano no crea arbitrariamente las leyes de la lógica, sino que se somete a ellas. Se trata de una filosofía basada en tres principios: el principio de contradicción, que da cuenta de las esencias de la matemática; el principio de razón suficiente, que explica las existencias físicas; y para dar el paso de la física a la metafísica se echa mano del principio de perfección, fundamental en su complejo sistema. Del segundo principio había recurrido en su Teodicea para explicar que los acontecimientos futuros tienen un motivo para ser de una determinada manera. En su Discurso de Metafísica (§ 13) precisa que las verdades de hecho dependen del principio de razón, pero estas verdades contingentes dependen, en definitiva, de la voluntad divina de crear el mundo, el cual encarna el principio de perfección.

De esta manera, si el principio de identidad o no contradicción fundamenta las verdades necesarias, el principio de razón suficiente fundamenta las verdades contingentes, pero no puede demostrarlas porque son indemostrables. La razón por la cual existe algo en vez que nada tienen su fundamento último en un ser que existe que existe necesariamente y que es su causa (Teodicea § 7), y que expresa el principio de perfección. De modo que el principio de contradicción (lógico), de razón (ontológico) y de perfección (metafísico) convergen en todo su pensamiento. Estos principios tienen una validez lógico-ontológica, porque lógica y metafísica están íntimamente ligadas en su filosofía. Su afán es poner una piedra basal común a la realidad y al conocimiento, tal como escribe a la princesa palatina Isabel en 1678.

El principio de no contradicción explica las verdades necesarias de las esencias, el principio de razón las verdades contingentes de las existencias, y el principio de perfección la verdad absoluta del Ser perfecto e increado, causa de sí, creador y que existe necesariamente. El principio de perfección es la corona del principio de razón, por la cual Dios es la primera razón de las cosas, explica sus elecciones y sus fines. Se trata de una razón moral para realizar lo mejor.

El dios de Leibniz elige lo mejor, por ello no es el dios voluntarista de Descartes que actúa arbitrariamente, ni el dios determinista de Spinoza que está sujeto a la necesidad natural. Su solución es un esfuerzo por salvar, a la vez, la libertad, la omnipotencia y la bondad divina, cosa que carecen la solución cartesiana y spinosista. Al distinguir el ámbito lógico, metafísico y moral, coloca la razón moral como el ápice por la cual Dios toma sus decisiones, porque es imposible que no escoja lo mejor. El dios leibniziano no puede dejar de elegir lo mejor, y no hace nada sin una razón suficiente eligiendo lo mejor después de haber comparado todos los mundos posibles (Teodicea § 52 y 124). Refiriéndose a la posibilidad de las cosas expresa que la esencia tiende a la existencia, pero quien decide su existencia es Dios, a través de su voluntad y sabiduría divinas.

Las esencias no son un torrente incontenible, son posibles que no son autosuficientes, y por ello dependen de la voluntad divina de crear. Y esto lo dice Leibniz contra Spinoza, en quien el excesivo dinamismo de las esencias vuelve el acto creador en innecesario; y también contra Platón porque ahora son las ideas las que exigen materializar su ser como existentes.

En suma, es la bondad divina la que permite el paso de lo posible a lo actual, del no-ser al ser. El entendimiento divino es lugar de las esencias, y la voluntad divina es fuente de las existencias, pero toda la realidad del mundo es resultado de la bondad divina. Así Leibniz conjura la necesidad absoluta de Spinoza y la arbitrariedad voluntarista de Descartes. Toda la realidad es resultado de un entendimiento divino determinado moralmente por la voluntad de crear lo mejor.

Algunos de sus críticos han puesto atención a su proximidad con Plotino, puesto que habla de emanación en vez de creación (Sobre el origen último de las cosas, W. 350; Monadología, 47, W. 542, 42, W. 541; Discurso de metafísica, XIV, W. 309; Carta a Samuel Clarke, W. 239) resultando una teología natural que pone a Dios dependiente de su propia esencia.

Dejaremos ese punto crítico -no sin alguna observación- para los exégetas de su pensamiento. No se puede obviar que Leibniz sólo publicó Teodicea y varios artículos, todo los demás es póstumo. Su heredero Christian Wolff no lo trasmitió fielmente. Kant y Hegel lo tergiversaron. Diderot, Lessing y Herder lo revaloraron. Socarronamente y con humor Voltaire ridiculizó su optimismo metafísico en Cándido y en su Diccionario (“…De modo que ser expulsado del paraíso, es vivir en el mejor de los mundos posibles…”). Se trata de la misma cáustica sonrisa que pudieran exhibir nuestros críticos ante nuestra tesis: “No hay mundo malo, sino…”.

En todo caso lo que nos interesa aquí es que para Leibniz el mal se divide en tres dimensiones: metafísico, físico y moral, siendo el primero, fuente del que se derivan los otros males. El mal es permitido por Dios, no es un obstáculo para su bondad y está en función del libre arbitrio, o sea es una prueba para el ser finito libre. Ahora bien, cuando más arriba hemos hablado de la bondad ontológica ésta se puede vincular a la razón moral divina para realizar lo mejor. ¿Pero cómo podemos afirmar que “no hay mundo malo” si se admite tres dimensiones del mal? En primer lugar, admitimos esas tres dimensiones del mal -pues un terremoto, una pandemia, las guerras o nacer con un defecto físico no son precisamente un bien-, pero, en segundo lugar, lo que tenemos que añadir es la dimensión moral de lo metafísico, que también lo señala Leibniz, aunque sin demasiado énfasis.

En otras palabras, el mal y el bien son necesarios no tanto para la armonía del mundo, sino como prueba para la virtud de nuestra libertad y como demostración de que ser es bueno porque la bondad se identifica con el ser. Un mordaz razonamiento volteriano diría que pongamos a ese ser todos los males posibles para ver si es bueno como afirmamos. Y podemos no sólo responder con una frase del propio Voltaire (“Lo perfecto es enemigo de lo bueno”), sino también señalar que lo imperfecto en el mundo hace posible el avance del sentido moral. Suprimida la perspectiva de lo imperfecto, los actos del hombre pierden sentido y significación, puesto que carecen de consecuencias y de relevancia. La vida humana perfecta sería irrelevante. Sería equivalente a una muerte en vida, todos se abandonarían a la inactividad por ser perfectos. Los humanos perfectos vivirían en perfecta quietud. La perfección de su ser llevaría a la pérdida del sentido moral por innecesaria. Pero a lo finito le es intrínseco lo imperfecto, por ello es susceptible al ser racional finito, que es el hombre, de dar libremente un sentido moral a su ser. La perfección ontológica y moral sólo pueden coincidir en el ser infinito que es Dios, porque es autosuficiente y perfecto. Por ello, cuando el Evangelio afirma que seamos perfectos como nuestro Padre (Mateo 5:48), no se refiere a su perfección absoluta, sino a que seamos cada día mejor, poniéndonos en camino para que el Espíritu disponga un corazón libre y dispuesto a amar.

 

§ 9. 

El mundo como bondad afronta actualmente una amenaza muy grave y que es un obstáculo para asumir el mundo como bondad, es el llamado “nihilismo”. Ese pensar el ser desde la nada, sometiendo todo a la transitoriedad del devenir, sólo un impulsa un movimiento de la nada a la nada, nunca hacia el bien. Pero nada viene de la nada, y no como piensa Hawking, en un contrasentido evidente, que el Universo vino espontáneamente de la nada.

Erosionando e invalidando los fundamentos metafísicos trascendentes y dejando la inmanencia suspendida de la propia arbitrariedad del deseo individual, lo único que consigue es vaciar el mundo de sentido, disolver los valores, abrir el imperio de lo relativo, temporal y descartable. Se trata de una utopía inmanente que disuelve la vida normativa con pretexto de dejar ser a la diferencia, y con ello sólo logra promover una alteridad pervertida, estancada espiritualmente. Nietzsche diría que este es el nihilismo del “último hombre” pero no del superhombre. A lo que le responderíamos que su superhombre también encarna la negatividad de la inmanencia desatada, enloquecida y sin freno. Si para Hegel la verdad es lo absoluto en lo finito, para Nietzsche la verdad es interpretación (“no hay hechos sino interpretaciones”). ¿El triunfo total de la voluntad de poder equivale al final de la verdad y la razón? Al parecer sí. La verdad será sustituida por la certeza, porque será vista como creación humana, Ahora con el transhumanismo, la tecnociencia, y la ingeniería genética, la ciencia se enrumba hacia la creación de superhumanos, con técnicas de edición de ADN. Y no se podrá resistir la tentación de crear al superhombre, una raza de seres que se diseñan a sí mismos y con una perfección mayor. Modificar genes dañinos y agregar nuevos creará problemas muy serios a la convivencia humana, generando una lucha de todos contra todos por ser los mejores. Si el sistema capitalista se prolonga la creación de superhumanos será una prerrogativa de los adinerados, y el clasismo llevará al exterminio eugenésico de los seres aparentemente inferiores.

El exterminio masivo de pueblos enteros mediante virus salidos de laboratorios biológicos secretos será una moda. Esta posibilidad del surgimiento del superhombre a través de la creación de superhumanos también se asocia al perfeccionamiento de la inteligencia artificial, el cual puede tornarse incontrolable por la humanidad, condenándola a su exterminio. O sea, no sólo los superhumanos amenazando a humanos, sino también la inteligencia artificial incontrolable amenazando a los superhumanos.

El hombre superior del nihilismo termina en la cháchara bufonesca de la apoteosis del instinto y del deseo. Ni Freud ni Marcuse están lejos de este mensaje en su búsqueda de una vida sin barreras represivas. Nietzsche odiaba a los antisemitas, pero la mancha nazi lo alcanza por el repudio del humanismo, la caridad, la compasión, la piedad, el desprecio al débil, y el culto del fuerte, la voluntad de poderío, y lo señorial. Nietzsche remite la ontología al valor, pero en sentido peyorativo, porque lo que preside la dialéctica de la diferencia es la voluntad de poder. Y por ello en todo su predicamento se resiente el mundo como bondad, porque no comprende que el verdadero poder no reside en dominar sino en servir y amar. Pero todo este movimiento nihilista arranca de Hegel, porque identificar lo absoluto con la naturaleza lleva al panteísmo, ateísmo y nihilismo. Este nihilismo es la base del antropologismo antropocéntrico, y símbolo de su rotundo fracaso fue Auschwitz y la desigualdad sin precedentes ocasionado por la globalización neoliberal. El nihilismo es el principio aniquilador del mundo, encarnado en Zaratustra como contrafigura de Cristo.

El neonietzscheanismo levanta cabeza en la filosofía contemporánea a través de los temas del deseo, el poder, la interpretación, lo antimetafísico, el relativismo individualista, la alteridad y la diferencia en la hermenéutica, el postestructuralismo, la deconstrucción, el neopragmatismo y el feminismo y el posmodernismo. Así Lyotard afirmará que no hay narraciones totalizantes, los discursos son inconmensurables, promueve el diferendo, la heterogeneidad, no hay objetividad ni ley del pensamiento, el criterio es el placer estetizante, el sentimiento.

Y su otro pensador referente, Gianni Vattimo, sostendrá que la opción es la ontología débil, proclama el adiós a la verdad, aunque en su última etapa procura escapar infructuosamente del relativismo mediante la piedad. Al final no puede evitar dejar la impresión que su ontología débil le hizo el juego al libertino capitalismo de consumo y tecnológico. Por eso no deja de ser significativo que ya provecto afirmara que su propuesta era vigente para los años setenta y ochenta, pero no para nuestros días de derrumbe del mundo unipolar. No obstante, su “adiós a la verdad” guarda un profundo vínculo pragmático con el segundo Wittgenstein de Investigaciones filosóficas (1949). Se trata del mismo inmanentismo relativista que sostiene que “no hay verdad” sino juegos ficcionales del lenguaje.

Lo que pende sobre nuestras cabezas hoy no es sólo la amenaza de un conflicto termonuclear, sino algo más profundo que le da origen, a saber, el nihilismo. Si el terremoto geopolítico que nos sacude logra sofocar el peligro de un enfrentamiento nuclear aún quedará como espada de Damocles la fuente desde la cual nace, a saber, el nihilismo. Veamos. Nuestra encrucijada tiene un nombre preciso, y es: NIHILISMO. Ahora bien, el nihilismo pensado en su esencia no es la historia fundamental de Occidente -como cierto prestigioso pensador afirmó-, sino el movimiento fundamental de la civilización misma. La civilización humana se inicia como un poderoso movimiento de voluntad de poderío a través del ropaje de las monarquías divinizadas. La lucha de clases es su consecuencia, no su origen.

Esto no significa satanización alguna del proceso civilizatorio mismo, pues ésta puede tomar otro cariz bajo presupuestos distintos. De lo que se trata es de ver con claridad que el nihilismo como voluntad de poder, como negación y comienzo de la erosión del ser, tiene un principio acelerado con la invención de la civilización. La civilización humana ha sido desde su comienzo remoto hasta la actualidad, voluntad de poder en vez de voluntad de servir. Voluntad es deseo, pero el deseo no tiene que ser necesariamente vorágine sin término de acrecentamiento del dominio sobre los hombres, la naturaleza y las cosas, como ha venido siendo. También la Voluntad puede ser acrecentamiento del servir, dar y amar, como no lo ha sido sino en personajes excepcionales (santos, héroes y profetas).

No obstante, nuestra encrucijada tiene perfiles singulares desde que está atravesada e identificada con la técnica moderna. Bien se ha señalado por Heidegger que la técnica es el predominio del ente y el olvido del ser. Su reflexión sobre la técnica fue su mayor éxito en los años cincuenta. Con esto toma parte de un debate en curso con Huxley, Anders, Jünger, Weber y Bense. Pero Heidegger concibe erróneamente la esencia de la técnica de manera estática -como también erróneamente sustituyó el problema del significado del ser por el problema del sentido del ser, como si todos los seres finitos tuvieran comprensión del ser-, y, de este modo, no pudo advertir lo que Lewis Mumford (Técnica y civilización) hizo notar, a saber, que la técnica va dejando atrás su fase paleotécnica e ingresa a su fase neotécnica, donde es más orgánica, teleológica y finalística. Sin embargo, la médula de la técnica es el imperio nihilista del devenir. Si la cosa técnica es la tachadura del ser, si es el ámbito donde el ser se vuelve nada, ¿significa ello que el pathos de la técnica no pueda salir nunca de la ontología débil del nihilismo? Ello es dudoso. Si nihilismo es falta de sentido, decadencia civilizatoria, disolución de valores, imperio de la temporalidad, poder de la nada, poshistoria, secularización, utopía inmanente y estancamiento espiritual, ello no significa que el sentido unívoco del ser -el de las cosas finitas- tenga que imperar para siempre. Al parecer el problema de la técnica no es que convierta a todos los seres en objetos, sino que sin el contrapeso cultural de lo religioso conforme una imagen del mundo desespiritualizada y materialista. O sea, no es que se trata de retroceder a lo pre-técnico, sino de sobreponerle otra forma de pensar que no agote el ser en la inmanencia y admita la trascendencia de Dios. Ese sería el camino para superar la dualidad objeto-sujeto, salir del olvido del ser y rescatar el sentido de lo sagrado. Sólo rompiendo el encierro en la pura inmanencia puede contrapesarse el influjo de la técnica en la imagen del mundo.

Además, el devenir tampoco tiene que ser exclusivamente un ir del ser finito hacia el no-ser. Como la negatividad no puede consistir en un ir de la nada a la nada, entonces ni agota el ser finito ni niega definitivamente el ser absoluto. Ciertamente que el nihilismo es el malestar global de nuestro tiempo y el pensamiento científico-técnico es su factor acelerador, pero ello no significa que terminemos negando la posibilidad de la ontología positiva, pues partir del reconocimiento de la interrupción ontológica del tiempo lleva también al reconocimiento del ser infinito y eterno.

Sin ello no hay posibilidad ni de salir del nihilismo, ni de poner término a la identificación entre ser y ente finito, ni de reconducir la técnica por la senda de una nueva historia de la metafísica. El paso temerario dado por la Modernidad de adentrarse en el abismo de lo finito está llegando a su término, y para evitar un desenlace catastrófico hay que ver que el problema de fondo es de naturaleza metafísica. Nuestra actualidad es nihilista, lo es la historia, por eso mismo es metafísica, pero no es la única metafísica posible -como no lo ha sido nunca-. El nihilismo metafísico de la historia es relativo y no absoluto.

 

§ 10. 

Aunque de la exposición hecha resulta que el mundo como bondad es algo así como un desiderátum, pues la verdad es que no lo es. Y no lo es por tres razones: metafísica, ontológica y moral. Metafísica, porque la fuente del ser es la bondad misma del principio absolutamente bueno que es Dios. Ontológica, porque el ser es un bien y la existencia es la manifestación de dicha tendencia ontológica. Y moral, porque todo espíritu racional tiende a lo bueno no sólo como aspiración a la conservación y realización de su propio ser, sino por su tendencia a unirse al bien superior. La principal demostración que estas no son palabras sin sentido es que la nada se no engulle al ser y no prime en el universo. De lo contrario éste nunca hubiese surgido.

Sin duda, existe la enfermedad, la muerte, el mal, la magnitud termodinámica de la entropía por la cual un sistema tiende al desorden, la periódica precipitación destructiva de un asteroide que cause extinciones, los rayos letales que disparan las supernovas a través del espacio, los choques entre sí de las galaxias y los agujeros negros, pero que así sea en el tiempo no significa que sea por siempre. Estos fenómenos hacen que el mundo como bondad no suene verídico y real, sino la alucinación de una mente extraviada en ideales y fantasías. Pero no es así. Veamos.  

Es verdad que la estructura del espacio tiempo está ligada a la irreversibilidad, pero no existe sólo el tiempo como irreversibilidad, devenir y evolución sino también lo eterno. No se trata de afirmar como Ylia Prigogine que el tiempo preexiste en el vacío fluctuante como tiempo potencial, no, eso no. El tiempo potencial simplemente no es tiempo. Por consiguiente, no tiene sentido decir que el tiempo precede a la existencia, porque la existencia misma es tiempo. Y todo lo que se da como existencia en el tiempo es ser finito. Cosas, hechos y relaciones son eventos de la existencia temporal del ser finito. El sentido común de eternidad es el de tiempo infinito, pero ello es incorrecto. Pues el sentido filosófico de lo eterno como lo que trasciende el tiempo refleja cabalmente su contenido. Platón atribuye a las Ideas duración a través de todo el tiempo, Aristóteles habla de infinita duración, Plotino del ser estable y pleno cerca de lo Uno y Proclo de lo que es siempre. Desde San Agustín cambia el sentido como aquello que es propio de Dios, Boecio habla de lo sempiterno, como aquello que transcurre en el tiempo, y lo eterno, fuera del tiempo. Santo Tomás diferencia entre tiempo (sucesivo), eviterno (duración propia de las almas y los espíritus puros) y eterno (simultáneo). En la modernidad sufre otro cambio. Así Bruno piensa la eternidad del mundo, Spinoza habla de la existencia de la cosa eterna, Locke y Condillac de la idea del tiempo perdurable, y Hegel de la intemporalidad absoluta del Espíritu.

La filosofía contemporánea es eminentemente temporalista por acentuar el inmanentismo de la modernidad, pero no han faltado reflexiones sobre lo eterno, como es el caso de Rougés que lo concibe como temporalidad sin tiempo, Alquié habla que no pertenece al individuo, y Lavelle que lo aborda como hontanar creador del tiempo. Hawking, por su parte, afirma que en las profundidades de un agujero negro no existe el tiempo. Nosotros añadimos que tampoco en el agujero negro existe la eternidad.

¿Pero se puede predecir el futuro, viajar al pasado, en suma, se puede transitar por el tiempo? Los estoicos y el mundo antiguo pensaban que eso se hacía a través de la mántica, como facultad de ver signos mediante los cuales los dioses manifiestan su voluntad a los hombres. La religión católica distingue entre profecía, como anuncio de recompensas o castigos divinos por voluntad de Dios, y videncia, como anuncio de cosas por suceder por voluntad de dominaciones celestiales o principados de las tinieblas. Los profetas son hombres santos y gran espíritu religioso que interpretan la voluntad de Dios, como Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel, etc. Y los videntes son los brujos, magos, sibilas, nigromantes o chamanes que interpretan la voluntad de entidades no celestiales.

La Iglesia reconoce que el demonio puede seducir con subterfugios sobrenaturales, por ello es muy prudente para evitar el profetismo equívoco. Esa cautela se extrema en las llamadas apariciones marianas, habiendo reconocido sólo nueve de las cuarenta y tres apariciones. Y el reconocimiento se realiza bajo el criterio de que las apariciones reconocidas recuerdan la misión de cristo Redentor, no se opone a la fe ni a la moral, y son hechas en función de que Revelación se cerró, pero la historia de la Salvación continúa. En el mundo moderno es la parapsicología moderna, que investiga los fenómenos mentales y la percepción extrasensorial, la que ha intentado explicar la precognición, retrocognición y la clarividencia como anuncio de sucesos del futuro o del pasado, la bilocación como presencia física de una persona al mismo tiempo en diferentes lugares, y otros prodigios que se asocian con fenómenos que trascienden el tiempo y el espacio.

Por su parte, la ciencia moderna admite que las leyes naturales permiten predecir el futuro de ciertos eventos, resultando muy difícil hacerlo a nivel cuántico. Sobre el viaje al futuro se admite su posibilidad y se enfatiza que hace falta la tecnología adecuada, y respecto al viaje al pasado implica que el espacio y el tiempo pueden curvarse, es todavía una simple posibilidad teórica. Si algún día ello se lograse se podría cambiar la historia, y se abriría un debate moral al respecto. ¿Se podría viajar al pasado para evitar todos los grandes males de la historia? Eso equivaldría a dirigir el destino humano y adquirir poderes sobrehumanos. En todo caso esto pertenece a un ámbito de caso límite, sin olvidar que jugar con el pasado puede estropear funestamente el futuro.

No obstante, San Agustín señalaba que no tiene sentido preguntarse qué había antes del tiempo. Pues con la creación empieza el tiempo y el espacio. Y ello no precisamente porque estaría la Nada, pues la nada nada es. Sino porque estamos hablando de otro orden del ser, a saber, del ser infinito y eterno, que es Dios. Las tres concepciones fundamentales del tiempo -como orden mensurable en Aristóteles, devenir en Hegel y posibilidad en Heidegger- se unen en una sola: el tiempo como existencia de lo finito. Pero lo finito no sólo es temporal, sino también eviterno, como aquella entidad que comienza en el tiempo pero que no tiene fin temporal, por ende, media entre lo temporal y lo eterno. Las almas de los mortales racionales y los ángeles son dichos entes eviternos. Hawking burlonamente negó la existencia del alma asociándola a cuentos de hadas de gente que le tiene miedo a la oscuridad. Dijo que si el cerebro es una computadora y no hay inmortalidad para las computadoras que dejan de funcionar, entonces tampoco existe alma inmortal. Para él somos simple seres biológicos, y nada más. Pero lo contradice otro connotado científico, Roger Penrose (La mente nueva del emperador), para quien la mente humana no es la encarnación de un algoritmo complejo, sino que se basa en el libre albedrío capaz de ver las verdades necesarias porque puede conectarse con el mundo trascendente. En realidad, podemos añadir que el alma siempre es transparente, son los ojos entenebrecidos los que impiden descubrirla. Además, espacio y tiempo son uno con la cosa finita. Por ello, la ciencia podrá prorrogar la muerte y prolongar la vida, pero jamás alcanzar la inmortalidad.

Pero el hombre de la cultura técnica está afectado de irracionalismo mental, no ejercita la lógica por tres fuerzas colosales: el robot, el eslogan y la masa. Esos elementos sustituyen el elemento lógico. La lógica de la religión requiere un tipo de lógica no bivalente, distinta a la científica. Y con esa atingencia necesaria se comprende cómo en la presente época de la vida acelerada la antropotecnia impone su decadencia lógica.

 A lo que vamos es que el mundo como bondad exige ver la existencia en su plenitud finita e infinita, temporal, eviterna, y eterna. El orden metafísico conduce a la existencia eterna de la fuente del bien que es el Ser infinito, el orden ontológico da cuenta de la existencia temporal del ser finito, y el orden moral atañe a la existencia eviterna de la realidad espiritual.

¿Pero porqué Dios permite el mal en el mundo? Por la argumentación de nuestra exposición no cabe una respuesta subjetivista que considera el mal meramente como objeto negativo del deseo o del juicio de valoración. Cabe una respuesta metafísica, que tampoco desestima el factor subjetivo, porque la práctica de la virtud en definitiva implica un acto valorativo. La respuesta tradicional ha sido que Dios permite el mal y la adversidad en el mundo porque ello fortalece la virtud en el hombre y pone a prueba su libertad. Son pruebas de la Providencia para conocerse a sí mismo. El mal es apariencia, en el sentido de no-ser, porque todo lo que sucede en el mundo va dentro del orden recto de la Providencia. Al final Dios establece la recompensa a las acciones humanas.

Ello implica el supuesto que la obra divina no tenga que ser entendida plenamente por la inteligencia humana. Esto se relaciona con el profundo mensaje del libro del sabio hebreo Job, perteneciente a la etapa helenística, el cual expresa que incluso la confianza en Dios proviene de él, de su iniciativa y revelación. En este sentido sentirse religado y religión no sería comprender, sino confiar. Esa es la respuesta particular al sufrimiento del justo. Ahora se comprende cuando afirma: “El temor del Señor es la sabiduría, y el apartarse del mal, la inteligencia” (Job 28:28). En un sentido similar, Bossuet, que creía en la causalidad natural en vez de explicaciones sobrenaturales, en su Discurso sobre la historia universal (1681) sostiene que Dios no es ignorante, por tanto, no hay azar, fortuna o contingencia, hay finalidad inmanente al devenir histórico, astucia dé la razón, pero no como en Hegel, sino de la Providencia.

Esto tiene que ver con la urgencia de la ampliación de la razón, verdad que se ha hecho tan evidente en los tiempos actuales de destrucción ecológica. Es ingenuo seguir pensando que la ciencia es objetiva y racional, cuando está sometida al interés económico y a la función del poder. La ciencia no es nunca un conocimiento neutro, cierto e indudable. Más bien, será inevitablemente el mito de mañana. Con esto no se está alentado ningún irracionalismo o anarquía epistemológica a lo Feyerabend. No, lo que se denuncia es la tendencia autoritaria y dogmática de la ciencia que no tiene una real justificación. No es racional, no tiene método infalible y debe respetar los límites con otras formas de conocimiento. Ni la experiencia ni la razón son más fiables uno que el otro. La experiencia ni la racionalidad son nunca neutras, sino ricas en contenidos irracionales. Por ende, la noción de racionalidad debe ser ampliada para comprender los diversos tipos de conocimiento.

En este sentido la actitud de Job es de fe y confianza en una razón superior a la humana. El agnosticismo considera inaccesible para la razón humana la noción de absoluto y todo lo que no puede ser experimentado o demostrado por la ciencia. Con esto sigue el predicamento del nominalista franciscano Guillermo de Occam, que consideraba que la religión no es un asunto de razón, sino de fe. El agnosticismo podría suscribir sin problemas el presupuesto básico del nominalismo, a saber, nada universal existe fuera de la mente. Algo parecido se experimenta en la teología protestante del siglo veinte, donde la negación del conocimiento natural de Dios llevó al escepticismo religioso. Por ende, el agnosticismo es una doctrina que no considera la fe como fuente de conocimiento, desestima el conocimiento natural de Dios y sobrevalora el conocimiento empírico-científico.

Por lo demás, el escepticismo y agnosticismo basado en la ciencia y filosofía moderna responde a la fragmentación del saber, a la desestructuración de las humanidades y a su separación de la verdad revelada. En realidad, la oposición entre ciencia y fe no es real, sino filosófica. Pero el camino científico es inapropiado para llegar a Dios, pues cada tipo de conocimiento tiene su propio terreno ontológico, epistémico y ético. La universidad secularizada ha dejado de ser una babel intelectual, ya no integra los saberes, al contrario, los desintegra, no pone fin a la ignorancia del científico por la filosofía y la teología, fracasa al crear solamente especialistas y técnicos, personas sin saber universal, no comprende que el saber técnico necesita ser complementado por su saber con sentido y finalidad.

Es cierto que por parte de la teología también hubo errores, así los teólogos se equivocaron al interpretar el alcance de las Sagradas Escrituras y Galileo acertaba afirmando que las verdades de la Biblia son de otro orden. No obstante, eminentes estudiosos han dejado en claro que el cristianismo al concebir a Dios como racional y encarnado fue la base de la ciencia moderna. Monasterios, escuelas catedralicias y universidades se sumaron al esfuerzo. Ni la Iglesia se opone a la ciencia ni todos los científicos son ateos o agnósticos. Sobre el propio origen del Universo hay tres explicaciones -religiosa, filosófica y científica- y en la explicación científica la teoría del Big Bang no niega la Creación de Dios, salvo Hawking que sin evidencia empírica propone el Universo autocontenido. En lo que respecta a la teoría de la evolución darwinista, que nación en oposición a la fe particularmente en el origen del hombre, no se ha llegado a precisar cuándo surgió el primer hombre con alma espiritual y como persona, ni dónde ni cómo surgió. Tampoco hay acuerdo sobre las características humanas (bipedismo, encefalización, herramientas y lenguaje). Menos aún coinciden a quién lo pueden remontar (habilis, erectus, neandertal, sapiens). Pero son las querellas entre evolucionistas y creacionistas los que han presentado falsamente que la religión y la ciencia son incompatibles.

La Escritura es un libro de fe y no de ciencia, y la única afirmación tajante, no refutada por la ciencia, es que el alma no es producto evolutivo. Desde aquí no es difícil identificar los temas que escapan a la ciencia, como son: Creación, Providencia, alma espiritual y los milagros. Y es así porque la ciencia sólo puede explicar comportamientos, pero no adoptar posiciones fundantes o últimas. La metafísica es el territorio donde se hacen afirmaciones de carácter último. La filosofía posmoderna en su postura rabiosamente antimetafísica imita erróneamente a la ciencia moderna en este punto. Pero hay posturas metafísicas en la ciencia, por ejemplo, cuando propone el diseño inteligente o el principio antrópico. Sin embargo, con la inteligencia artificial, la manipulación genética, la neurofisiología y la mecánica cuántica aumenta la interacción entre Razón, Fe y Ciencia.

En realidad, la fe ayuda a la razón en el rescate de la verdad, tan relativizada por la posmodernidad. Y la razón ayuda a la fe en el rescate de la actitud crítica, tan olvidada por el fundamentalismo y el fanatismo religioso. El cientificismo al absolutizar el conocimiento científico lo que hace es ideología. Pero la ciencia necesita ser complementada por otro tipo de conocimiento. Cuando el ideólogo interfiere en la ciencia surge la pseudociencia (gen egoísta, gen homosexual, memoria del agua, clonación humana, raza superior, ciencia comunista, ciencia liberal, ideología de género, etc.). Ahí tenemos a tres personajes que dominan el discurso antirreligioso y ateo a comienzos del siglo veintiuno: Dawkins (memes culturales), Hawking (universo autocontenido) y Dennet (dawkiano a ultranza). Ciencia, Filosofía y Religión son tres saberes distintos y con metodología propia. Pero la Verdad es única. El camino hacia Dios no es la ciencia sino la filosofía y la teología. Y es así porque lo que la revelación nos comunica no es simplemente algo incompresible, sino algo comprensible que no puede ser probado ni percibido por los hechos naturales. No obstante, a pesar de ser algo inconmensurable es algo comprensible en sí y para nosotros.

Bien visto se puede decir que la filosofía no es pura ni autónoma, sino que está en dependencia con la fe y la teología como condiciones externas. Así, los presocráticos y especialmente Platón y Aristóteles son considerados como padres de la teología natural ante la desintegración de la teología mítica, y Jaeger trata de la teología de los primeros filósofos griegos. De modo que la filosofía se consuma por la teología y no como teología. Desde la modernidad dicha teología natural griega y la teología revelada medieval, será reemplazada por la teología secularizada en la razón. Y actualmente, tras el desgaste del posmodernismo, asistimos a una nueva síntesis entre las tres (natural, revelada y secularizada).

En realidad, el ideal hacia el cual tiende la filosofía en su perfección es la sabiduría divina. Pero no se puede tener fe en Dios sin creer en Dios. La fe es una gracia que nos permite tener la percepción de Dios. Pero la fe exige de Dios más que verdades particulares, ella quiere a Dios mismo, busca “captar sin ver”, como la noche de San Juan de la Cruz. La fe está más cerca de la sabiduría divina que toda filosofía y teología. “Si no os volvéis y haced como niños, no entraréis al reino de los cielos. Así que cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos” (Mateo 18:3-4). Esa es la tiniebla que Job vio en el entendimiento humano. Pero, aun así, es un paso adelante del propio entendimiento. Por eso, la filosofía cristiana aun cuando busca ir a la simple aprehensión de la verdad única, superando los conceptos particulares, sin embargo, reconoce que la filosofía es preparación de la razón natural en el camino de la fe.

La razón científica ha impuesto una racionalidad sujeta a lo empírico, al factum, ocasionando con ello un reduccionismo empobrecedor de la realidad. Pero los conceptos de las teorías científicas no son todo lo cognoscible. Así se puede reconocer que la puerta de entrada a la Metafísica no es necesariamente conceptual, sino intuitiva. Esto permite el acceso a la esencia íntima del mundo. La cosa arroja sombra por la luz.

Muy significativo resulta reconocer que la gran paradoja de nuestro tiempo es que la misma ciencia que negó a Dios ahora lo confirma al reconocer la naturaleza sobrenatural de sus manifestaciones (Virgen de Lourdes, Virgen de Fátima, Garabandal, y otros). Aquí es donde con más nitidez se muestra la religión como un tipo de racionalidad no instrumental, y la ciencia tiene de reconocer la realidad de otro ámbito de lo real al que no tiene acceso. Lo cual significa reconocer que lo fáctico no es lo único válido y que hay que admitir las verdades eternas, inmutables y trascendente de la metafísica. El hombre sin fe, verdad y razón se asentó en la modernidad en la perspectiva de la filosofía nominalista, empirista y racionalista, todas las cuales comulgaban en el naufragio de la trascendencia y el olvido del ser. En ese contexto el mundo como bondad no tiene cabida, y en su lugar impera lo situacional, como glorificación del relativismo y subjetivismo. Así reinan las falsificaciones del fariseo sin misericordia, del auto justo que se glorifica, el timorato con amor servil, el pecador sin fuerza para corregirse. El vicio y el pecado degeneran moralmente, y suprimen la obligatoriedad y el carácter general de la norma moral.

Esta perspectiva cobró fuerza inusitada desde el existencialismo sartreano y llegó a su cúspide con el posmodernismo de Vattimo y Rorty. La ilimitada libertad del hombre sin jerarquía de valores llevó al paroxismo difuso del “todo vale” de la sociedad dionisíaca nietzscheana. Detractores de la razón, de la moral y de la trascendencia forman una misma tropa entregados al desenfreno de los instintos, la adoración idolátrica y el sexo pornográfico. La sociedad secularizada se enfermó de inmoralidad, rompió la visión unitaria del hombre entre sentimiento, pensamiento y voluntad. Así entra en decadencia y engendra su propia destrucción. La salida es recuperar lo trascedente e insertarlo en la historia. Tal como lo preconizó, por ejemplo, la teología de la liberación enfatizando la opción preferencial por los pobres en medio de un mundo sin solidaridad, egoísta e injusto. La separación absoluta entre Dios y el mundo, lo temporal y lo eterno, resulta inconcebible.

Por ello, la metafísica es el lugar de la mirada indisociable de la conexión entre los dos mundos: el empírico y el metaempírico. La filosofía moderna deslumbrada por el avance de la ciencia quiso convertirse en ancilla de la ciencia, pero los desastres guerreristas conocidos en el siglo veinte y el ambiental del siglo veintiuno ha producido un profundo desencanto. Se vuelve a tomar conciencia que la filosofía debe recuperar su fuero perdido y repudiado: la Metafísica. La filosofía es metafísica porque es descubrimiento de la esencia íntima de lo real. La filosofía comienza donde acaba la ciencia, lo causal y objetivo. El plano metafísico es una imposibilidad epistemológica, pero una posibilidad ontológica, porque es posible vivirla antes que conocerla. El hombre tiene acceso a dos mundos: material -sujeto empírico-, y espiritual -sujeto metaempírico-. El pensar intuitivo sin el concepto es incomunicable. Salvo a través del amor. La realidad se conoce por la intuición y se expresa por el concepto o el afecto. En ese paso de la intuición al afecto hay menos pérdida de realidad que lo que hay en el concepto.

De manera que filosofar sobre el mundo como bondad requiere ver que la filosofía antes que conocimiento abstracto es conocimiento intuitivo. De lo contrario se vuelve un repetir ideas prestadas. La materia prima de la filosofía no son los conceptos, sino la visión personal del mundo. El filósofo trabaja con ideas abstractas, pero que tienen su origen en una visión intuitiva de la realidad. Filósofo no es aquel que repite ideas librescas, sino el que tiene disponibilidad para captar la naturaleza extraña de la realidad. Por ello, la filosofía libresca es falsa, la auténtica no proviene de los libros. Filósofo es el siente asombro ante el existir y vértigo ante el morir. En el plano metafísico no es el sujeto espiritual el que ilumina, sino el que resulta iluminado. El hombre empírico tiene el amor, la fe y la intuición para recibir la iluminación metafísica. La esencia íntima de lo real no es la materia, el pensar o el querer, sino lo que posibilita el ser finito, o sea Dios. El Ser absoluto, es decir Dios, es inmanente y trascendente. Pero el hombre es también bidimensional, porque es el ser finito que vive en la inmanencia la trascendencia. En este sentido se puede decir: Soy realista porque acepto la materialidad del mundo, idealista porque el sujeto determina el ente de razón, y metafísico debido a que la esencia no se deriva de lo conceptual, sino de la visión directa de lo real. Lo cual es posible porque el conocimiento intuitivo no es puro pensar, es contacto con otro nivel de realidad, no causal, transobjetivo y metaempírico.

De todo lo expuesto se deduce que el mundo como bondad depende en su dimensión moral de nuestra voluntad y libre albedrío, en su dimensión ontológica del designio de la Providencia divina, y en su dimensión metafísica de la existencia infinitamente buena de Dios. Nuestra relación con el mundo es ético-ontológica porque en el hombre lo ético y lo ontológico van unidos. No podemos decir que la verdadera relación con el ser sea ética antes que ontológica -como cree Levinas-, dado que la sustancia misma del ser del hombre es de índole ética. Lo cual no nos hace filósofos de lo ético ni de lo ontológico, porque ambas dimensiones están entrelazadas en lo humano.

Jean Baudrillard en su texto sobre De la seducción (1979) afirmaba que la simulación generalizada es la muerte de todos los esencialismos, la hiperrealidad borra la diferencia entre lo real y lo imaginario. Esta es la seducción que prioriza el objeto sobre el sujeto. Pero hay otra forma de seducción, y la que prioriza el sujeto sobre el objeto. O como dice el Evangelio: “El sábado fue hecho para el hombre, y no el hombre para el sábado” (Mateo 2:27). Efectivamente, el papel activo del sujeto a través de la virtud o de la libertad responsable, caritativa y solidaria destruye no sólo la estrategia fatal del conformismo, sino que construye la asunción del hombre como bondad.

Contra el existencialismo ateo de Sartre (El ser y la nada) hay que sostener que el hombre no es el ser supremo para el hombre, y su ser no se resuelve en la pura inmanencia. Contra el anti existencialismo nihilista de Cioran (Historia y utopía) se puede afirmar que la naturaleza humana no es el mal, sino el bien, y que las utopías no sólo nacen de lo malo sino también de lo bueno. Y contra el neopragmatismo ateo de Rorty (La filosofía y el espejo de la naturaleza) hay que aseverar que a pesar de lo relativo hay absolutos, y que el respeto al prójimo (Contingencia, ironía y solidaridad) jamás tendrá la profundidad y el alcance que el amor al prójimo.

Decir que no estamos obligados a ser solidarios, que incluso se puede ayudar sin solidaridad, y que la solidaridad no tiene que basarse en la moral virtuosa, ni en la política, ni en lo antropológico, ni en la razón, sino simplemente en la tolerancia, equivale a fundar la justicia en el interés y no en la justicia. Esta reconceptualización John Rawls y de los comunitaristas como Taylor y McIntyre sobre la solidaridad, representa el corazón de un mundo sin corazón. Rortysmo es reducir el mundo a interés del lucro privado.

Richard Rorty, como seguidor del antiuniversalismo de Hume, llevó al secularismo lo más lejos que se podía llevar, representa el absoluto inmanentismo no sólo de los derechos humanos, sino de todo lo real. Y al final se puede constatar que por más que sostuvo que para un liberal lo más repugnante es el sufrimiento y la crueldad, aspirando a minimizarla, en la práctica portó el ideario subjetivista, egolátrico, y prepotente del colonialismo liberal occidental, que se hunde con el mundo unipolar. Jamás se distanció del idealismo subjetivista de Williams James y Sanders Pierce.

En suma, el mundo como bondad es resultado reactivo del triste espectáculo de un mundo enclavado en un antropologismo sin Dios, enjaulado de inmanentismo. Nace del rechazo al luciferino estancamiento espiritual. Es una ruptura con el antropocentrismo inmanente, brota en plena decadencia moral de un mundo sin caridad ni compasión, y está lleno de deseo por justicia y amor. Esto no es idealismo subjetivo porque rechaza que sólo existan las mentes o contenidos mentales. De manera que se niega que la única realidad sea inmanente. Tampoco es idealismo objetivo, dado que niega que las ideas existan por sí mismas y que sólo podemos descubrirlas por la experiencia. De forma que no se admite que la única realidad sea trascendente. Se trata de un realismo metafísico teísta que concibe la existencia del mundo independiente del sujeto que lo concibe, pero que junto al ser finito admite la existencia del ser infinito, personal y providente. La filosofía transforma el mundo transformando el corazón del hombre.

 

LIBRO SEGUNDO

El mundo como compasión

 

§ 11.

La compasión es el amor al prójimo en acción. Por ello, es superior y más intensa que la empatía. Compasión es acción de misericordia y solidaridad para aliviar el sufrimiento ajeno. Resulta siendo el principal signo de la índole moral de la criatura humana. El ser de lo ético es compasión que lleva a una existencia a salir de sí para realizarse en el otro. Por eso, es más grande y de repercusiones más hondas que la responsabilidad. Mientras que la responsabilidad puede ser formal, la compasión es material y ontológica. Mediante la compasión se devuelve al ser moral al estrato superior al que pertenece. El hombre es un ser moral no por la responsabilidad, sino por la compasión. Si la compasión no moviliza a la responsabilidad, ésta última se pervierte en mera obligación moral. La compasión moviliza el mundo del amor, la obligación sólo se limita al mundo del deber. Y como el amor es mayor que la fe y la esperanza, cuán mayor no ha de ser al deber. La compasión es tener a Dios en el corazón, vivir su amor por toda la creación, y luchar a brazo partido por el bien y la bondad en el mundo. Compasión no sólo es aliviar el sufrimiento del prójimo, también es trabajar para que el sufrimiento no exista. Compasión es santidad, porque en vez de retraimiento o huida del mundo es lucha por el bien temporal y espiritual de la humanidad. De manera que compasión es amabilidad y paciencia (Colosenses 3:12) para compartir alegrías y tristezas con el que sufre (Romanos 12:15). La compasión no maquina el mal en su corazón, ni de los unos contra los otros (Zacarías 7:9,10). La compasión no puede ser egoísta, porque siente el impulso de compartir sus propios bienes con el más necesitado (1 Juan 3:17).

§ 12.

La compasión no tolera la división entre ética y ontología, porque es unión ontológica con Dios y su creación. Es posible que una madre olvide a su hijo, pero el Creador nunca lo olvida (Isaías 49: 15-16). La justicia de Dios es la compasión, la piedad, y no el castigo (Isaías 30:18). Compasión no sólo es caridad, sino, también, justicia, en la solidaridad ontológica de darnos a nosotros mismos por el bien de todo lo creado. Por ello, no hay compasión sin humildad y sed de Dios, porque el sentido del ser va acompañado del sentido de lo sagrado. El hombre moderno para recuperar la fe necesita, más que justicia, compasión. Sin compasión la propia justicia social pierde su más rico contenido que la liga con todo lo existente. Pero la compasión del creador no tiene comparación con la compasión del hombre. Pueden cambiar las montañas y tambalearse las colinas, pero el amor del Creador a su criatura no se moverá (Isaías 54:10).

Por ello, el problema principal de la filosofía no es el problema del ser, sino por qué es el ser el problema. O sea, es el problema de la compasión del creador por su criatura. Pues siendo su ser lo increado, de suyo se desprende que en el ser infinito lo bueno es inseparable del ser.

Y ello ya tiene una connotación ética. Si el propio ser es un problema es porque su existir tiene una justificación que está más allá de la pasividad de su presencia, y que alcanza la justificación de su existencia. De modo que la interrogante de porqué hay ser en vez de nada, se retruca en cómo se justifica que en vez de nada haya ser. En otras palabras, el problema del ser es de índole ética, el propio ser es de naturaleza ética. Si no fuese bueno existir no habría ser. El ser y el bien andan juntos. De lo contrario hablaríamos de un necesitarismo del ser, donde la acción y el propio Dios queda sobrando. Es más, ese maridaje es un acto de compasión, compasión del creador por lo existente.

La compasión es el cordón umbilical que une creador y criaturas. Y como su sustancia es el amor, dicho cordón umbilical nunca desaparece. Ni el mal lo daña, sólo lo suprime para su propio haber. De manera que es comprensible decir que sin caridad y compasión no hay sabiduría, sino jactancia y conocimiento externo. El ser ético de Dios hace posible el ser finito, y el ser ético del hombre hacer posible la preservación del ser ajeno en la solidaridad y misericordia universal. Pero la compasión no es abstenerse de decir la verdad ante los hechos históricos. Así lo testimonia la expulsión de los mercaderes del templo por el propio Jesucristo (Juan 2: 13-25). Es decir, sólo enlazando lo ontológico con lo axiológico se resuelve la oposición entre el ser y la apariencia, el problema del mal, y el ser como devenir.

Es la compasión lo que contiene la llave de la comprensión de la oposición entre el ser infinito y el ser finito, lo eterno y lo temporal, creador y criaturas, empíreo y mundo, necesidad y contingencia, libertad divina y libertad humana. La compasión es el enlace entre lo ontológico y lo axiológico. Si el ser finito compasivo mediante el valor penetra intelectivamente en la interioridad del ser, mediante la virtud la hace parte de su propio ser. No es este el lugar para tratar el nexo entre el ser, lo bueno, lo bello y la verdad, pero de suyo se comprende la relación intrínseca que guardan como realidades trascendentales en el ser infinito. Sólo una breve atingencia sobre la verdad.

En los últimos tiempos del neoliberalismo ha surgido la versión de la posverdad, como la privatización en favor de los intereses de las megacorporaciones del hiperimperialismo mundial. En términos sencillos, se difunde la falsa opinión de que lo bueno es vivir en la burbuja privada de la verdad individual. El resultado es una hemorragia de subjetividad y la multiplicidad de mónadas particulares, que suprimen la verdad universal. Se trata del aparente triunfo del para-mí y el olvido del ser acompañado del extravío del sentido de lo sagrado. Es casi el perfecto plan luciferino de la satanocrática élite capitalista mundial, a saber, arrojar al fondo del mar la verdad universal. El constructivismo filosófico, con su mito culturalista, se ha impuesto en la teoría de la posverdad. Como todo es un constructo social y personal, la verdad queda incluida en ella.

El resultado es la negación nihilista de la verdad, que tiene que ver más con la voluntad de poder que con la voluntad de verdad. Es un intento cínico de hacer pasar que la verdad no es ontológica ni epistémica, sino tecnológica. La verdad sería algo que se hace. Contra lo que sostiene Maurizio Ferraris (Posverdad y otros enigmas, 2017) la posverdad no es legítimo del yo individual, sino, todo lo contrario, es narcisismo y vanidad en la enfermante era del exhibicionismo digital. Ya Feyerabend había publicado Adiós a la razón (1987), en el sentido de la necesidad de ampliar la razón misma. Y Richard Rorty con su característico neopragmatismo publica Para qué sirve la verdad (2005). Luego, Vattimo con su ontología nihilista hace lo mismo con su Adiós a la verdad (2009). Toda esta cantinela sofística y escéptica se agota con Ferraris cuando dice que en vez decir: “no hay hechos sino interpretaciones”, hay que sustituirlo por: “no hay hechos porque hay interpretaciones”. Ferraris lleva al extremo el hombre como ser hermenéutico de Heidegger y Gadamer. Y hay que responderle que la tecnología no hace la verdad, así como la partera que lo trajo al mundo no lo hizo a él. La verdad ontológica reside en la realidad, la verdad epistémica en su conocimiento, y lo tecnológico es un mero instrumento que ni hace, ni fabrica la verdad.

Este sobredimensionamiento de lo tecnológico es consecuencia del industrialismo que canceló la libertad individual del hombre, manipulándolo en todos los terrenos, sobre todo en el pensamiento. La cibernética abre para el hombre nuevas posibilidades a su libertad, pero en el contexto del capitalismo digital lo que se disparó vertiginosamente es la superficialidad de la mente y la debilitación del pensamiento profundo. La restauración del cerebro, dice por ejemplo Nicholas Carr en su sugestiva obra Superficiales ¿qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (2010), pasa por volvernos a contactarnos con la naturaleza, probar motores de búsqueda más inteligentes, reducir al mínimo el uso del internet, y sacarlo de la escuela y la universidad. Sólo así se recuperará la atención, la concentración y la creatividad.

No hay duda que con mentes superficiales es inviable un mundo de bondad y compasión, porque lo primero que se ve afectado es la empatía y la solidaridad. Al mismo tiempo las redes sociales y el internet no sólo han dañado la mente humana, sino también han deteriorado la realidad del mundo. Así, bien destaca James Bridle en su estudio La nueva edad oscura. La tecnología y el fin del futuro (2020), que la tecnología computacional es oscura y opaca, y a pesar de la abundancia de información tiene la propiedad de simular lo real.

Efectivamente, es conocido el hecho de que, en las campañas electorales, de un mundo que se torna más posdemocrático, son contratadas empresas cibernéticas para simular ciudadanía con bots. El objetivo es manipular la opinión pública con falsos ciudadanos, que en realidad son robots. De esta forma se vuelve indistinguible lo real de lo virtual.

Además, y quizá sea lo más grave, el pensar computacional asfixia el pensar creativo, debilita lo cognitivo, acentúa el avasallamiento del individuo, el pensar se tecnologiza, se degrada la reflexión, y lo real se vuelve falsificable. El resultado es que el mundo moderno antimetafísico desde la raíz acentúa lo inmanente hasta límites inimaginables. Para los tecnófobos la solución reside en el abandono pre-técnico de la técnica (Heidegger), para los tecnófilos (McLuhan, Toffler) hay que dejar que la técnica evolucione por su cuenta, para los humanistas modernistas (Reich) hay que profundizar el concepto nuevo de individuo, y para el humanismo metafísico hay que preconizar una nueva imagen del mundo recuperando la trascendencia en la inmanencia, sin confundir a ambos. En esta última solución no habrá verdadera revolución de la conciencia, ni cambio de metas del tener al ser, ni surgirá una nueva forma de vivir, sin que se dé una nueva metafísica que supere el inmanentismo de la modernidad. Se seguirá bajo el oprobio mientras no se cambie la base exclusivamente inmanente del actual proceso civilizatorio.

Hay quienes temen que la asunción de un humanismo trascendente signifique el anclarse hacia una quietista metafísica abstracta de las esencias, y por eso prefieren el fenomenalismo crítico de la identidad abstracta de la razón, que exalta la energía interna de la razón. Esta sospecha conservadora de los modernistas hay que disiparla sosteniendo que el humanismo metafísico no es un retroceso hacia la metafísica esencialista conservadora, pero que el fenomenalismo tampoco es la solución al quedarse encerrado en el inmanentismo. Se trata, por consiguiente, de una metafísica concreta, en el sentido en que lo trascendente y lo inmanente son indesligables, manteniendo su diferencia, donde la acción transformadora del mundo es consustancial e insoslayable en el sentido de la bondad y de la compasión.

No caben soluciones regresivas hacia el pasado, ni siquiera respecto a la técnica. Y si algo ha de sobrevivir de la modernidad es el descubrimiento de la energía interna de la razón y de la praxis humana, sólo que debe dársele una nueva orientación que enlace lo inmanente con lo trascendente. Y ese enlace es la bondad y la compasión, donde la razón y la fe están permanentemente presentes y enlazadas. Así se librará el hombre de las cadenas del cientismo.  

Pero en un mundo enajenado y manipulado no se siente la necesidad de un nuevo estilo de vida, ni de la revolución de la conciencia. Por el contrario, lo único que se dispara vertiginosamente es el hedonismo, la desocialización, almas desubstancializadas, nihilistas, narcisistas, egoístas, indiferentes, consumistas que no toman en serio ni su propio ego, pero que se corresponden con la violencia primitiva y energúmena de la decadente sociedad de masas. Si en los años 40 del siglo diecinueve insurgen las masas con un franco cariz revolucionario, que se incrementa hasta la segunda mitad del siglo veinte, en cambio desde la caída del muro de Berlín, la disolución de la Unión Soviética y el triunfo global del neoliberalismo las masas giran hacia el conservadurismo anestesiante, individualista y nihilista. Una auténtica barbarie civilizada.

 Lo que está quedando demostrado en el actual conflicto en Ucrania, con líderes políticos europeos que se comportan como verdaderos vasallos del imperio anglosajón, aún a costa de quebrar su economía provocar inflación, devaluación y carestía energética, mientras que sus masas apenas vuelven a reclamos salariales, pero sin energía revolucionaria.

En realidad, el poder omnímodo del Estado ha crecido y se ha perfeccionado a tal punto con las nuevas tecnologías de control ciudadano que el mundo se está llenado de positividad y vaciando de negatividad. Ni siquiera el mundo multipolar, en su advertible triunfo sobre el mundo unipolar, augura un cambio de espíritu en las masas. Lo cual es peligroso, porque cuando los cambios no llegan desde abajo sino desde arriba, ello significa que la decadencia civilizatoria no ha terminado, y simplemente entra a una nueva fase de vacío e incertidumbre existencial edulcorado de nuevo bienestar, restitución de la tradición y crecimiento extensivo de la tecnología. El mundo como bondad y compasión no pierde de vista que, si el Estado y la tecnología no se ponen al servicio del hombre, y no al revés, entonces la curva decadente de la civilización proseguirá sin freno, aunque con nueva forma.

 

§ 13. 

El mundo como compasión también es la clave para restablecer el equilibrio y armonía con la naturaleza. Es el quid de la antropología sin antropocentrismo ateo. Y es que el antropocentrismo ateo trata todas las cosas como entes manipulables, objetos a disposición, negando su rica esencia fenoménica y transfenoménica. Lo cual en el fondo es una negación del significado del ser. Por el contrario, el antropologismo teísta tiene un punto de partida diametralmente opuesto. Arranca de que Dios no es una voluntad cósmica enloquecida que engulle a sus criaturas, sino ser perfecto, bueno, personal, racional, espíritu puro y que ama. Admite que Dios es un término original, que no procede la facultad lingüística, emocional, ni cognoscitiva, sino de la cosa misma llamada Dios. Por eso no se trata de una mera idea subjetiva, sino de una idea que no proviene de la mente, pero sí de su propia realidad. En ese sentido, San Anselmo (Proslogion, II) tenía razón cuando defendía su argumento ontológico afirmando que la idea de Dios no es una idea cualquiera, sino que la idea del ser perfecto es la más eminente de todas.

San Agustín no tenía este problema, no contraponía pensamiento y ser, pero era más propenso a poner en duda su propia existencia que la de Dios (Conf. VIII, 10, 16). Pero sí puntualiza que Dios es más verdadero en su existencia que en cuanto es pensado. Aporta lo que llama la prueba noológica de la existencia de Dios: si la razón encuentra la verdad absoluta, entonces existe el ser eterno e inmutable, es decir, Dios. Pero si Dios es la verdad, abarca no sólo el pensamiento sino también la realidad. Lo lógico y lo ontológico proceden de Dios. Y como Dios supera el pensamiento humano, entonces lo que el hombre conoce no es Dios.

En suma, su prueba noológica identifica la verdad absoluta con Dios. Pero a pesar de las diferencias, tanto en San Agustín como en San Anselmo el pensamiento de Dios está ligado a nuestra conciencia, pero también existe objetivamente.

Pero Kant rechazó tajantemente el argumento anselmiano porque partía de la premisa de que la unidad de ser y el pensar es lo más perfecto. Para el filósofo criticista la existencia no tiene sentido fuera de la sensibilidad, y el mero concepto de un objeto puede probar su posibilidad, pero jamás su existencia real. Ser es la posición de una cosa, no un predicado real o un concepto que pueda añadirse al concepto de una cosa (CRP, A 592/B 620-A 602/B 630).

No obstante, para Hegel las objeciones dirigidas contra el argumento ontológico anselmiano no tienen valor porque se trata de una noción con valor lógico y ontológico a la vez (Lógica, III, C, CXCIII, γ). O sea, la genialidad de San Anselmo es advertir que “el ser no entra en contradicción con el concepto” (Lecciones…, III, 126). De manera que lo verdadero, dirá Hegel, no es solamente pensamiento, sino también ser.

Mientras para Kant las ideas de razón son solamente regulativas, no constitutivas, funcionan en el vacío, son directrices de la investigación hasta lo infinito, no son leyes de la realidad y permite que se planteen problemas y soluciones; para Hegel, mientras la primera relación del pensamiento es la metafísica tradicional, que se queda en la representación de la identidad abstracta, que supone al objeto como un objeto acabado, en la segunda relación se busca lo verdadero en la experiencia en la fenomenalidad externa e interna. Ese es el momento de la filosofía crítica de Kant, cuyo mérito, afirma, es señalar la contradicción en la esencia misma del pensamiento, y cuyo yerro fue reducir a pura identidad abstracta a la razón.

Así, Kant queda reducido a un momento dialéctico de la filosofía, la misma que no se detiene en el mismo. No hay que olvidar que mientras la Fenomenología mantiene un matiz existencialista, la Lógica y la Enciclopedia tienen un tono esencialista. Por lo demás, Hegel en su intento de presentar el despliegue dialéctico de la omnipresencia presente de lo absoluto encallará en el panlogismo, donde todo lo real es racional. Schelling le objetó que desplegar las ideas de Dios antes de creación equivale a una contradicción, porque disuelve todo en una síntesis de devenir permanente. Y Marx advirtió que la doctrina del desarrollo de la dialéctica hegeliana reconoce el derecho infinito del hombre a cambiar el mundo, de modo que potenció su relación práctico revolucionaria y la utopía social.

El punto es que la antropología teísta es también filosofía, pero no gira en torno a lo gnoseológico, como en el constructivismo crítico de Kant, sino que antepone lo ontológico a lo gnoseológico, el ser es primero que el pensar, asume como evidencia primaria que las cosas son, y no el pensar. Lo cual, en vez de retroceder hacia una metafísica abstracta del quietismo, o engolfarse en el fenomenalismo inmanentista, asume la energía interna de la razón y de la acción humana para lograr un mundo con bondad y compasión. Tiene en el realismo metafísico el basamento de que el ser es lo previo e indemostrable para la razón, pues el ser no se encuentra en el pensamiento. Por ello, sólo el realismo metafísico le permite al pensamiento moderno superar su esterilidad metafísica en cuanto reconoce que el ser sobrepasa al pensar, y postula desde la existencia de las cosas a un ser supremo que está más allá de lo temporal, es creador y eterno. En una palabra, este realismo puede ayudar al hombre moderno a superar la trampa del cientismo, escepticismo, el increencia, y el nihilismo, asumiendo una metafísica trascendente.

Por ello, el antropocentrismo teísta no tiene problema en basarse en la revelación. Así, concibe que la imperfección del mundo no niega a Dios, sino que describe la historia misma de la salvación. Llama a la humildad y al servicio con toda la creación, porque entiende que a un corazón vanidoso, soberbio y orgulloso no se acerca Dios. De tal forma que se hace nítido que en el panteísmo sobra la idea de Dios, porque la necesidad de la ley natural lo rige todo. Estas consecuencias que implica el antropologismo teísta predisponen a una relación de caridad y justicia con el prójimo y con la naturaleza.

A estas alturas hay que reconocer que es mejor proceder a la demostración racional de la fe con los no creyentes, pero con los creyentes el punto de partida es la fe, porque teología y filosofía se fusionan. Demostración filosófica para los primeros, teológica para los segundos. Pero en ambos resalta la energía interna de la razón y de la praxis para la transformación del mundo en la dirección de la bondad y compasión.  

 

§ 14. 

Cuando en 1961 Adorno polemiza con Popper, quien negaba que las ciencias humanas tengan un carácter científico por apoyarse en la categoría de totalidad, le responde que la totalidad no es un hecho social sino un concepto necesario para combatir el carácter totalitario de la sociedad de masas. Efectivamente, la sociedad de masas del capitalismo tardío se caracteriza por su superficialidad, consumismo, materialismo, hedonismo y exhibicionismo narcisista. En ella la edificación de la luciferina sociedad sin compasión exige eliminar en la mujer el rol de madre. Pues, una madre ausente del hogar engendra una casa carente de amor y compasión. No es extraño así, que, habiendo sacado a la mujer del hogar, introducida en el aparato industrial, gozando de mayor libertad sexual, pero manteniéndola el aparato económico como mujer-objeto, se hayan proliferado en las principales megalópolis del mundo un mundo despiadado, inmisericorde y sin valores. No sólo asedian las bandas criminales, sino que los jóvenes pasan más tiempo en pandillas que en familia. La descomposición del tejido social es consecuencia de la descomposición de la familia, y ésta es resultado de una estructura económica donde lo principal no es el hombre sino la ganancia económica de un aparto perverso y destructor de lo humano.

En realidad, la sociedad de masas es el epítome de la Ilustración, porque con su meta última del “dominio” trató de convertir al hombre en amo y terminó transformándolo en esclavo. Esta alienación y reificación humana es descrita por Adorno y Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración (1944). Y allí Auschwitz es presentado como el sumario de ese movimiento cultural, pero bien visto, es el alma misma de la sociedad de masas. Incluso bajo los regímenes comunistas de los llamados países del socialismo real, las ideas de liberación condujeron a lo opuesto. Adorno (Dialéctica negativa) y Marcuse (El hombre unidimensional) subrayaron que la historia no sólo hay que construirla sino también negarla.

De resultas lo que se tiene es una razón instrumental sin la fuerza de la negatividad, y así avanza la tendencia totalitaria en la entraña misma de la historia moderna. Pero esta meta del dominio es fortalecida mediante la técnica, la que encarna una dialéctica inmanente sin negatividad. De manera que la autodestrucción del iluminismo estaba implícita no sólo en el propio pensamiento iluminista, sino también en la técnica como potenciadora de la teoría del progreso. Todo lo cual confluyó en el incremento de la voluntad de poder y el declive de la caridad.

Que siendo la razón un poder subversivo haya desembocado en la peor opresión imaginable, desconcierta muchísimo más que los horrores del Holocausto judío y los campos de concentración nazis. Pero bajo los tiempos de la fe también se cometieron atrocidades inimaginables. Quizá el defecto no sea de la razón ni de la de fe misma, sino, más bien, de la falta de un contrapeso que de espacio a la dialéctica negativa. De forma que, más que la razón o la fe, fue una inmanencia o una trascendencia sin contrapeso, omnímoda y prepotente la que provocó las degeneraciones en la razón y la fe. La pura trascendencia sin inmanencia, como la pura inmanencia sin trascendencia tienden a degenerarse en sociedades totalitarias. Es decir, no se trata solamente de no cerrar el ciclo de la razón dialéctica, sino de complementarla con la razón eterna. Si esto es así, entonces para que el individuo desarrolle su esencia universal es necesario un marco espiritual y material donde inmanencia y trascendencia estén vinculados.

No basta descubrir la negatividad como fuerza que garantiza la liberación, es necesario también reconocer la positividad de la razón eterna como fundamento de toda la realidad. Esto no es una fórmula ni el recetario para extirpar el mal en el mundo e instaurar el reino de la bondad y la compasión, pero puede ser un poderoso estímulo atemperar el corazón del hombre, siempre traído en vaivén entre el vicio y la virtud. Se puede pensar que la propuesta es meramente ilusoria porque tan pronto establecido el nuevo paradigma cultural el hombre vertería todo su potencial totalitario sobre los inmanentistas puros y trascendentalistas puros. O sea, el circulo de violencia no cesaría.

Pero esta visión pesimista no debería impedir pensar en un nuevo paradigma civilizatorio. También podría pensarse que el humanismo teísta es una negación de la historia moderna, y una repetición de la historia medieval. No obstante, no es así porque se rescata de la modernidad la energía activa de la razón y de la praxis. De manera que resulta siendo una realización más completa del propio cristianismo. Y ese es el sentido profundo de estas palabras del Evangelio: “Misericordia quiero y no sacrificio” (Mt. 9, 13).

§ 15. 

Ama a Dios quien siente la necesidad de socorrer al necesitado. Quien da la espalda a un pobre, da la espalda a Dios. En un mundo donde la desigualdad social se ha disparado bajo la globalización neoliberal del orden unipolar es imperativo abrazar la caridad y la compasión para aliviar el sufrimiento humano. El aumento de la injusticia está en razón inversa a la disminución del amor al prójimo. Bien se afirma que, debido al aumento de la iniquidad, el amor de muchos se enfriará (Mt. 24:12). Y es que la iniquidad es maldad e injusticia grande, por consiguiente, una ofensa muy grave contra Dios.

No falta razón al ver que los multimillonarios del planeta se preocupan de viajes turísticos al espacio en vez de aliviar el hambre en el mundo. Jeff Bezos gastó 28 millones de dólares para ir al espacio. Richard Branson lo hizo antes, estando cuatro minutos fuera de la Tierra. Elon Musk, Jared Isaacman, entre otros, se sumaron a la lista de despilfarro. Sólo en un mundo donde se vive una profunda crisis de caridad puede celebrar tal exhibicionismo egocéntrico de frivolidad. Ahora se entiende mejor cuando se sostiene que de los pobres es el Reino de los Cielos (Mt. 5:3), porque careciendo de lo material tendrán abundancia de lo espiritual.

Otra demostración obscena de la profunda crisis de caridad que se vive en el mundo contemporáneo es la ayuda militar a Ucrania que asciende a 50 mil millones de dólares en menos de un año, la mitad de esa cifra corresponde al país promotor de los conflictos mundiales y centro del imperialismo guerrerista: los Estados Unidos de Norteamérica. Mientras que la ONU tiene que mendigar a los países ricos para que cumplan la promesa de proporcionar 100 mil millones de dólares al año para enfrentar el cambio climático desde el 2020. Esta verdad ominosa se agrava cuando se difunde que sólo el 0,36% del patrimonio de los multimillonarios acabaría con la hambruna mundial. La única verdad es que cerca de 42 millones de personas están al borde de la inanición.

Pero la irresponsable danza sin preocupaciones de gastos superfluos prosigue sin pausa. Se deja de gastar en enseñanza, salud, educación, pensiones, salarios, vivienda social, hospitales, escuelas, alimentación, para dar prioridad al egoísmo, la avaricia, lo superfluo y el mal. A propósito, es pertinente la siguiente historia. Se cuenta que en una localidad de la Toscana se celebraban solemnemente los funerales de un hombre muy rico. San Antonio de Padua estaba presente en tal acto, y movido por una inspiración se pone a gritar que dicho difunto no puede ser enterrado en lugar consagrado, porque tal hombre no tenía corazón. Turbados los presentes llaman a los médicos, los cuales abren la caja toráxica y, efectivamente, no estaba el corazón. El cual fue encontrado en la caja fuerte donde el avaro guardaba su fortuna. “Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (Lc. 12, 34).

En verdad, la caridad humilde no ofende, consuela. En cambio, la caridad arrogante es cínica, humillante por ostentosa, y sólo busca prestigiar el ego. Pero el amor a la pobreza se hace sensible a las necesidades del prójimo. De ahí que la verdadera libertad es servir y nunca dominar. Es más grande el que sirve, que el es servido. “El Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para servir” (Mt. 20. 28). Las paradojas del Evangelio son verdades tan profundas que desafían el razonamiento común. Así, se dice que Cristo “siendo rico se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza” (2Co 8, 9). Los excéntricos y derrochadores multimillonarios actuales siendo ricos materialmente, sin embargo, están arruinados espiritualmente porque al no estar con la caridad y la justicia no están con Dios. De suyo se entiende por qué la élite global del Reich Bilderberg incluye en su agenda el anticristianismo junto a la ideología de género, la eutanasia, la eugenesia, la liberación del consumo de drogas, el aborto, la iglesia del diablo, la manipulación genética, y otras abominaciones.

 El corazón soberbio se yergue sobre la absoluta bancarrota espiritual y el apartamiento radical de Dios. Pero poco importa si tu vida espiritual fue un túnel de obscuridad, si al final un corazón arrepentido lo encuentra a Dios. No obstante, el réprobo se contenta con adaptarse y ser agradable al mundo, en vez de renovar el entendimiento y el corazón. El necio en su arrogancia supone que el reino de Dios es una propiedad para ser reclamada o asegurada, cuando en realidad es un regalo a ser apreciado. El amor es gratuidad, y Jesús mismo se convierte a sí mismo en rechazado, ignorado y crucificado como fruta colgada. Se ama a Dios sin condición porque se trata de la suma bondad. Esta condición de gratuidad del amor mismo luce obscurecida en los corazones de los avaros.

A muchas mentes corrientes les sorprende que personas tan emprendedoras y exitosas no puedan ver su miseria espiritual. Que una gran inteligencia tenga un corazón egoísta no llama la atención, cuando se ve que justifica la codicia ilimitada del rico y el abuso del pobre. Es que el tesoro del corazón no es el oro, sino la piedad. Dios está en tu corazón, escucha tu corazón y seguirás su consejo. Pero para encontrar a Dios se necesita paz interior y calma exterior.

 

§ 16. 

Muchos son los malos que quieren ser buenos, porque la maldad es un lastre insoportable. Entonces para no sentir la angustia se sumen en una vorágine de guerra interior y de rapidez exterior. Diluyen su ser en el tener y así nunca se encuentran a sí mismos. Es cierto que no basta creer en Dios, también hay que creer en sí mismo. Pero el malo no cree en sí mismo, ha perdido la fe en sí mismo. Así se va sumiendo en el egoísmo insaciable, que lleva a la crueldad a la tiranía y a la injusticia.

Muchos se vuelven orientalistas, tranquilizando su conciencia en la supuesta experiencia de la Nada. Pero aspirar a la calma de la Nada no es ético ni santo, pues santidad no es huida, sino lucha por el bien temporal y espiritual de la humanidad. La injusticia es una actitud espiritual, en el que prima un corazón egoísta. Entonces adopta una moral de situación, relativista y farisea, y se parapeta en valores morales desvinculados de las virtudes teologales. Así es más fácil llevar una vida que implementa el mensaje de Bernard Mandeville en La fábula de las abejas, o sea, los vicios privados hacen la prosperidad pública. Cuando, en realidad, sin la caridad ninguna virtud moral supera la vanagloria. En realidad, los multimillonarios no son culpables, pero sí son responsables por la crisis de caridad, porque pudiendo aliviar el sufrimiento no lo hacen. Culpables son los dirigentes políticos que pudiendo gravar con impuestos especiales la fortuna de los ricos, no lo hacen. Así como el totalitarismo violento del fascismo creó multitud de burócratas a lo Eichmann, de modo similar el totalitarismo de las posdemocracias crea sociedades que plasman con banalidad el mal. Es el mismo mal sin motivación personal del que nos describe Arendt. De manera que una sociedad banal que celebra las exoticidades de los multimillonarios son testigos indiferentes del conformismo social que cierra los ojos a todo el mal que engendra la crisis de caridad.

Se trata de una violencia instalada de forma cotidiana y rutinaria que tiene su raíz en la pérdida del sentido de lo sagrado y la pérdida del sentido del ser. O sea, en la enfermedad cultural del nihilismo. Sin duda, la contundencia en que la crisis de caridad se manifiesta en el mundo contemporáneo llevan a pensar que estos son tiempos más oscuros que los de Auschwitz porque se trata de un mal que se ha normalizado.

Esto tiene que ver con el polémico tema sobre cómo es posible hacer política. Las revoluciones nacen desde abajo y terminan siendo asesinadas desde arriba, cuando los partidos despojan del poder a los consejos populares. Este argumento es el analizado por Arendt en su obra Sobre la Revolución (1963), y concluye pensando en la democracia directa y la autogestión. Pero el problema se vuelve más grave cuando se identifica el poder político con la violencia, la cual no es solamente una idea marxista. Arendt también meditó en sus últimos años sobre cómo evitar la degradación de la política, y concluyó que sí es posible separar el poder de la violencia. Mientras el poder se basa en el consenso y en el grupo, la violencia lo hace en el autoritarismo de las élites o vanguardias. Lo cual no es fenómeno exclusivo del comunismo.

Así, por ejemplo, la globalización neoliberal fue en realidad la dictadura de clase de los ricos contra los pobres en los últimos cincuenta años. A esto lo llamé el Hiperimperialismo de las megacorporaciones privadas, con soberanía propia (La globalización del Hiperimperialismo, 2009; Hiperimperialismo global en llamas, 2020).

Pero han sido tres mujeres intelectuales las que han puesto el dedo en la llaga de esta forma de poder perverso en el seno de la democracia occidental: Naomi Klein (La doctrina del shock, 2007), Naomi Wolf (El fin de América, 2007) y Shoshana Zuboff (La era del capitalismo de la vigilancia, 2019). Las tres han puesto en evidencia toda la violencia contenida e implementada con furor y rigor por las oligarquías mundiales en esas funestas décadas para los intereses populares. Se trató de un plan muy completo, que abarcó lo ideológico y no sólo lo económico político. La teología de la liberación perseguida y anatemizada, las ideologías fueron declaradas cosas caducas, mientras que cínicamente se hacía amplia propaganda a la ideología neoliberal, no faltó ni la tortura, el genocidio y las dictaduras fascistas, como las del Cono Sur latinoamericano. En una palabra, se desató la violencia en toda la línea porque la élite capitalista mundial quedó sin contrapeso geopolítico tras el derrumbe de la Unión Soviética. Fue una violencia sistemática y organizada que degradó la política de la democracia occidental al someter el poder a la violencia de clase. Actualmente, con Rusia, China y los Brics ha surgido un contrapeso que se catapultó con la guerra en Ucrania, y bajo un modelo nacionalista y basado en la tradición cultural propia, ha declarado el fin de la hegemonía del orden mundial unipolar y el nacimiento de otro multipolar.

No hay que hacerse ilusiones que bajo un orden mundial multipolar se tiene asegurado el ejercicio del poder sin violencia. Sobre todo, porque el fenómeno del poder genera violencia y no sólo consenso. Y el problema, al parecer, no es sólo pensar en cómo hacer para que el poder sólo produzca uno sin el otro. Habermas con su Teoría de la acción comunicativa (1981) trató de fundamentar la democracia deliberativa en el consenso, pero ya hemos visto cómo fue arrasada ésta por el poder del neoliberalismo. Joseph Stiglitz en su libro El malestar en la globalización (2015) describió con claridad que el capitalismo de libre mercado desmontaba impunemente el capitalismo social de mercado europeo basado en el consenso. Pero fueron Hardt y Negri, en su obra Imperio (2002), quienes demostraron que cuando la soberanía estatal es subyugada por la soberanía transnacional de las megacorporaciones privadas, entonces lo que se tiene es un Leviatan cuyo poder genera violencia. A este poder de las empresas transnacionales las llamé Hiperimperialismo, para diferenciarlo del imperialismo de la época de Lenin basado en la soberanía de los Estados nación. Con ello la violencia se ha vuelto más sutil, pero no menos ominoso e indesligable del poder político imperante. El resultado es un mentís a la teoría económica del liberal Hayek, porque el abandono de la planificación económica y su sustitución por la iniciativa y conocimiento tácito de todos los individuos, también puede generar otro camino de servidumbre: la servidumbre consumista del mercado dictada por las megacorporaciones. Un Estado que minimiza la coerción, para supuestamente brindar una red segura de bienestar, demostró en los hechos dejar la coerción a manos de las propias transnacionales privadas.

El mundo comandado por las megacorporaciones privadas hizo trizas el sentimiento básico de decencia y justicia social, se centró en la atención de los poderosos y se marginó más a los pobres. El darvinismo social imperó arrasando el bienestar social y poniendo en su lugar el interés personal. A esto le hizo el juego ideológico la filosofía posmoderna que robustecía el individualismo, el hedonismo y el narcisismo. No es extraño, entonces, que en ese contexto se impusiera la cultura nihilista en todos los campos de la vida. La violencia del mercado fue destilada en violencia hacia los valores. Todo vale y nada vale. La desubjetivación del individuo fue de la mano con el capitalismo digital que potenció la nueva revolución copernicana que todo lo hace girar en torno al algoritmo y el chip. En ese sentido, el capitalismo megacorporativo se dirige directo a la muerte del hombre y su remplazo por la inteligencia artificial, más barata, eficiente y productiva.

En suma, el hiperimperialismo de la globalización neoliberal impulsadas por las megacorporaciones privadas demostró que la antropología antropocéntrica secularizada basada en el individualismo sólo fue capaz de generar injusticia y desigualdad mundial, que el homo economicus es incapaz de presentar una imagen completa y cabal del hombre, institucionaliza la injusticia social, impone una libertad negativa que disocia la libertad de la responsabilidad social, promueve desmedidamente un egoísmo que genera sufrimiento y dolor en los más débiles, legitima la exclusión, extravía el sentimiento humano de solidaridad, impide el amor al prójimo, y sume en una crisis profunda la caridad y la compasión. El luciferino concepto antropofilosófico del hiperimperialismo es hijo legítimo de la modernidad sin Dios.

 

§ 17. 

La globalización neoliberal en la práctica multiplicó los conflictos, las diferencias y las injusticias. Su promesa de traer la paz mediante la maximización de las ganancias quedó como un grotesco mohín del avaro, que pisotea la compasión en el mundo. Pero, como allí donde abunda el pecado, sobreabunda la gracia (Rm 5, 20), se alzaron voces buscando luchar por la justicia en el mundo globalizado.

En primer lugar, destaca la filósofa política feminista estadounidense Nancy Fraser (Escalas de justicia, 2008), influida por Honneth, Arendt, Foucault, Rawls y Habermas, con su propuesta de volver a prestar atención al problema de la mala distribución, que había quedado relegada por los problemas de identidad y que desvió la atención sobre los efectos del neoliberalismo, la acumulación de capital y la desigualdad económica, para afrontar la injusticia social de la mala distribución de los recursos materiales y el no reconocimiento identitario de los grupos sociales. Su teoría de la justicia plantea el nuevo paradigma de una justicia democrática poswestfaliana, que aborde la falta de representación metapolítica en el mundo globalizado. Sobre lo económico y lo cultural está la dimensión política, como ámbito que decide la lucha por una democracia metapolítica.

En otras palabras, Fraser advierte bien que las élites transnacionales escapan al marco de las políticas internas de los Estados y globalizan una nueva forma de injusticia ante la falta de representación metapolítica. Lo cual es cierto, pero ¿Lograr una democracia metapolítica, proyectos transfronterizos y la solidaridad transnacional, será suficiente para resolver la injusticia social? ¿Es la política la arena suprema donde se resuelven los problemas de la justicia? ¿Puede la democracia metapolítica contrarrestar el imperio del hombre anético, apático, consumista, hedonista, indiferente, narcisista y sin fe?

¿Contribuye a forjar un hombre nuevo o, por el contrario, adula el gusto del decadente hombre individualista y nihilista del presente? ¿Dicha democracia metapolítica no es en el fondo, sino, la globalización de la perspectiva hedonista que rechaza los valores universales? ¿No es la democracia metapolítica una solución demasiado blanda, neopragmática y relativista para tiempos que exigen un giro metafísico profundo, con una ontología y una axiología fuerte? ¿No es necesario, acaso, reorientar la democracia metapolítica con un giro hacia la espiritualización del hombre y la cultura? ¿Acaso basta el rediseño de la democracia, en un mundo donde impera el egoísmo, para recuperar la ansiada solidaridad? A todas luces la propuesta de Fraser sin dejar de ser valiosa es insuficiente por inmanentista, secularista y no advertir la dimensión la metafísica que vincula la solidaridad y la justicia con la Trascendencia.

Martha Nussbaum (La tradición cosmopolita) y Amartya Sen (Desarrollo y libertad) ponen énfasis en el precepto kantiano que lo esencial es el respeto al prójimo y la aspiración a un ideal cosmopolita. La idea que la economía y la política, respectivamente, tratan con seres humanos y no meramente con consumidores o electores, está detrás de un rechazo al subjetivismo y a una concepción objetivista del valor. Así Sen afirmará que lo que define el desarrollo no es la riqueza sino la libertad y la justicia, las reformas sociales preceden a las reformas económicas y si hay hambre es porque hay desigualdad en su distribución. Sen es un ateo inclinado por el socialismo que insiste en los valores. Y Nussbaum, por su parte, sostiene que la libertad debe partir de un consenso entre Estado e individuo, para que éste pueda desarrollar sus capacidades en condiciones normales y óptimas. Injusticia social sería para Nussbaum que el Estado no ayude a que el hombre sea más humano mediante el desarrollo de sus capacidades.

A Sen habría que preguntarle: ¿Basta acaso el sentimiento de la responsabilidad colectiva para lograr la justicia? ¿Es dicho sentimiento lo suficientemente autónomo o, por el contrario, está preformado por condiciones sociales y de clase? ¿No resulta ingenuo hacer depender la justica del sentimiento de responsabilidad de origen dudoso? ¿No están las reformas sociales condicionadas por los intereses de quienes las promueven? Nussbaum, por otro lado, nos hace pensar en una verdad que puso en evidencia Marx, a saber, que el Estado es un instrumento de opresión de la clase dominante, por ende, ¿No resulta iluso confiar en el Estado para lograr un consenso con el individuo para el desarrollo normal de sus capacidades? ¿Qué ha de entender dicho Estado por las capacidades “convenientes” a desarrollar? ¿Puede confiarse en el Estado para el desarrollo de las capacidades humanas?

¿Es acaso el Estado una entidad neutra, al margen de los intereses de clase y del contexto racional de la época? ¿Y si nuestra época es de indiferentismo moral, puede el Estado estar interesado en el desarrollo de una moral basada en la objetividad de los valores? ¿Si el Estado representa la conquista política del poder, puede dejarse en sus manos el porvenir de las capacidades humanas? Un fuerte tufillo de ingenuidad hay en estas ideas.

Otra variedad antropológica contemporánea que pretende tener una solución a los problemas humanos es el transhumanismo de Nick Bostrom (Mejoramiento humano, 2017) y el poshumanismo de Donna Haraway (Manifiesto Ciborg, 1984). Para el primero hay que utilizar la tecnología para perfeccionar los seres humanos. Toda su argumentación recala en el lado biológico y hasta psicológico, pero elude la problemática y la implicancia moral. ¿Qué será del mundo con una élite mundial ciborg y perfecta materialmente, pero espiritualmente egoísta y decadente? Para la segunda, ya no hay que hablar de humanidad sino de híbridos que resultan del compuesto hombre-máquina. Preconiza el abandono del esencialismo por la identidad funcional del ciborg. Se tratan de propuestas tecnofílicas y cientistas de Frankenstein, de una abismal miseria moral, que no advierten que cuanto más de sí se le atribuye a la máquina, menos deja el hombre para sí mismo. ¿Qué garantiza que los ciborgs no se constituyan en el nuevo poder político organizado para oprimir a los humanos que quedan?

¿Esa nueva fantasía de la burguesía decadente no representa la desvalorización de todo lo humano? ¿No es el ciborg convertido en el ser supremo para el hombre, la abolición del propio hombre? ¿Qué impediría que el híbrido decidiera prescindir de la parte humana para quedarse únicamente con la maquinal? Nada. El superhombre daría paso al superciborg. Sería la venganza perfecta del demonio contra Dios. Esta pesadilla tecnofílica es como si después de haber matado a Dios hubiera que matar al hombre. La muerte de Dios signa la muerte del hombre. Ese es el destino y el desiderátum de la modernidad nominalista, secular y atea.

Esta antropología antropocéntrica de la modernidad nominalista culmina no sólo con la foucaultiana proclama de la muerte del hombre, sino que avanza hacia la celebración de su sustitución por la inteligencia artificial en su sentido fuerte. En esta lógica perversa no habría que preocuparse por la injusticia en el mundo, ni por los pobres, ni por el reconocimiento, ni por la desigualdad global, ni por la crisis de caridad, hay poner todos los esfuerzos, más bien, en el logro del ciborg.

¡Qué paradójico destino de una modernidad que empezó celebrando la libertad y dignidad humana, para terminar, promoviendo poner el último clavo en la tumba de lo humano! Pero, acaso, Foucault en una de sus últimas obras, Historia de la sexualidad (1976), ¿no termina en una postura anética y nihilista que refleja el extravío moral de la humanidad postmetafísica? ¿Una conclusión que justifica que cada persona puede desarrollar sus propios códigos de conducta, incluido el sexo perverso, no manifiesta todo el extravío moral y espiritual de un mundo que se le extravió el alma? A propósito, no es el cuerpo el que mancha el espíritu, sino que es el espíritu esclavizado al mal el que mancha el cuerpo.

El propio Heidegger está inserto en esta danza antihumanista de modo claro y definido cuando en respuesta a Sartre escribe en su Carta sobre el Humanismo (1946) que el problema es el humanismo, porque allí se opera un giro de su pensamiento, pues ya no se trata de los entes sino del ser que tiene lugar en cada cosa. La ontología de Ser y tiempo era un fracaso, porque arribaba al ser-ahí que es un ente. Pero ni la Idea, ni la Substancia, ni la voluntad de poder, ni el ser-ahí es el lugar del ser. El nihilismo es la plena identificación errónea entre ser y ente, eso es la técnica como consumación de la historia de la metafísica. Ahora se trata de entender el lugar o el claro del ser, que no es el hombre. O sea, la ontología como ser en general. Ya no se trata de categorías del ser, sino de sus rasgos de ocultarse y desocultarse.

El hombre ya no es el centro de la génesis del ser, ahora es su deudor, es el pastor del ser. Pero el lugar o ahí del ser es irrepresentable, por eso se trata de pensar fuera de la lógica. El logos es anterior a la lógica, y hay que pensar el hombre a partir de las cosas. Lo que viene después de esto ya nos es conocido: el ser se hace patente en el propio lenguaje, conocer y decir son diferentes, hay términos que proceden no del lenguaje sino de las cosas, pensar más allá de la ontología es pensar lo poético, inefable e indiscernible. Su negación final de que exista una ontología positiva y que la poesía tiene un valor trascendental pero no trascendente, representa la interrupción ontológica secular del tiempo. El Heidegger antihumanista desemboca en un limbo sin humanidad y sin Dios.

Cuando un poder maligno rige el mundo, la mayoría se vuelve malvado, es necesario extirparlo, pero no es sencillo hacerlo. Por eso es comprensible que las soluciones planteadas dentro de un contexto secular e inmanentista pierden de vista que se trata de un profundo problema metafísico que carcome a la modernidad misma. Al filósofo le corresponde en esta crisis de caridad advertir sus bases metafísicas. El filósofo es como el poeta, crea metáforas, y como el religioso cree en ellas. El genio filosófico se distingue por dos cosas: es capaz de intuir la esencia, y de expresarla conceptualmente. Y sobre el hombre debe advertir que no basta ser hombre para ser humano, pues hay que obrar con humanidad. Y obrar con humanidad no es precisamente lo que se aprecia cuando el neoliberalismo y las sanciones económicas del imperio norteamericano son una afrenta a la caridad. Para nadie es un secreto que el amor a los bienes materiales deteriora la fraternidad humana y destruye el espíritu comunitario. Y hay verdades tan evidentes como: Quien no se solidariza con la causa de los pobres, lo hace con la injusticia y con el egoísmo; sólo hay una única forma de ser buen rico: ser rico en buenas obras; los pobres tienen derecho a la justicia, aun cuando ésta no sea le meta final de la vida; ama el oro y convertirás tu corazón en piedra; y solamente existe una sola empresa que supera a todas las demás: la empresa de ser bueno. Y es que la caridad no consiste en los sentimientos, sino en las obras.

Pero la humanidad posmoderna asiste al prólogo de “la noche de la nada”, donde reina la impiedad, el abismo y la maldad. La humanidad posmoderna que se aparta del amor a la verdad y abraza la iniquidad, anuncia la última prueba a soportar: el mesías de la impiedad -el Anticristo-.

El hombre de hoy vive como en automático, dejándose embaucar por las certezas del pensamiento subjetivo. No hay que olvidar que antes del 11 de setiembre del 2001, incluso en la crisis del 2007-2008, se hablaba del fin de la globalización, enterrar la liberalización, y reformar el capitalismo. Todo lo cual tiene que ver con la reestructuración del capital transnacional anglosajón y la búsqueda de un nuevo modelo con países vasallos, para evitar el crecimiento de rivales reales, porque nunca creyeron en el mito del libre mercado y la competencia perfecta. Ahora el gran capital echa por la borda la globalización para sustituirla por un mundo dividido en bloques, lo cual produce -según la OMC- la reducción del PIB restringiendo la competencia e incrementando la carestía, las hambrunas, la pobreza. Y para ello era necesario aislar a Rusia, que instrumentalizó con eficacia integración económica, y se columbraba como un fuerte competidor. La misma percepción se tiene hacia China, como perturbadora de su capitalización y hegemonía mundial. La globalización cedió su lugar a los bloques “amigos” -mejor dicho “vasallos”-, que en realidad es pasar de una globalización abierta hacia una globalización cerrada. Toda la preocupación gira en torno al riesgo de menor ganancia para la élite transnacional anglosajona.

La Rusofobia responde a la avaricia anglosajona que vio mermar sus ingresos ante el auge de una Alemania alimentada por el gas barato ruso. De manera que era necesario acabar con la integración económica entre Rusia y Alemania, aún a costa de llevar a la bancarrota la economía europea. La salida de Merkel gatilló el desmontaje de la alianza ruso-alemana y la ofensiva geopolítica anglosajona, con la complicidad de la mansedumbre de Olaf Scholz, lo que concluyó con el sabotaje terrorista del gasoducto Nord Stream I y II, y el desconcierto e improvisación total de los políticos del Viejo Mundo.

El desafío a la geopolítica de la globalización por bloques viene representado por la desdolarización del comercio del petróleo por parte de Turquía, India, China y Arabia Saudita. Y aun cuando no pudieron destruir la economía rusa, y los norteamericanos salen con otra derrota militar más en Ucrania, el objetivo principal lo consiguieron, a saber, anclar la economía europea como dependiente energética del imperio.

 

§ 18.

El mundo como compasión luce seriamente afectado en el momento en que vivimos el paso de la globalización abierta hacia la globalización cerrada, por obra y gracia del gran capital transnacional. Pero las nuevas circunstancias no le son del todo favorable a este último, que luce como el que abusa de sus propios aliados para sobrevivir. Mientras tanto la depresión, la hiperactividad, la ansiedad, la incertidumbre y los trastornos alimenticios son señalados como las primeras afecciones mentales que asolan casi la mitad de la juventud de los países ricos, donde el capitalismo ha triturado la mente y el cuerpo humano. La destrucción de la familia tradicional y la adicción a las drogas acompañan el proceso social desintegrador. Calles de calles de las principales ciudades estadounidenses y de los principales países occidentales son presa del triste espectáculo de miles de personas adictas que lucen paralizadas y retorcidas como zombis ambulantes en un pavoroso espectáculo de decadencia de una civilización que antepuso el lucro sobre hombre. Ideología de género y transhumanismo son signos inequívocos del final de los tiempos. La tan defendida eutanasia -poner fin a la vida disminuida, enferma o moribunda- es inmoral, atenta contra la dignidad humana y constituye un homicidio. Al final lo que se ve es que el paraíso terrenal sin Dios y la deificación humana moderna han mordido polvo. Cinco veces la vida se extinguió sobre la Tierra, fueron cinco infiernos de hielo y fuego, una devastación colosal e inmisericorde que dio testimonio de la perseverancia de la vida sobre nuestro planeta. Y ahora estamos nosotros, la humanidad, que se siente predestinada en su paso por la vida en este mundo. ¿Por qué? ¿Qué nos hace únicos? ¿Lo somos realmente? Primero fue la revolución astronómica con Copérnico y Galileo y luego el cientismo naturalista de Darwin, Marx y Freud los que se encargaron de dinamitar el puesto privilegiado del hombre en el cosmos. Fue un duro revés a su egolátrico narcisismo antropocéntrico.

Y, sin embargo, pasada la fiebre del materialismo biologicista vuelve a resurgir la idea del hombre como criatura con un especial puesto en el cosmos. La modernidad cientista y subjetivista no pudo sofocar la visión humanista del hombre. Por un momento quedó claro la diferencia entre hominismo y humanismo, que el verdadero humanismo no es antropocéntrico, objetivista, secular, inmanentista y secularista, sino que reconoce la dimensión metafísica del hombre, porque el hombre es un ser finito plantado ante lo absoluto, es el buscador de Dios, es libre y trascendente, su libertad no se basta a sí misma por estar ligado a la divinidad. En el hombre hay algo más que el hombre.

Pero tras arreciar la darwinista globalización neoliberal y la cultura relativista de la posmodernidad la esencia humana se volvió a evaporar hasta convertirse en el mero hálito del mito culturalista del constructivismo, donde no hay identidades fijas, lo natural es sustituido por lo cultural, lo ideológico termina disolviendo al sujeto moderno, todo es invención de la praxis históricamente condicionada. Ese constructivismo cultural marcadamente antiesencialista representado por la tercera ola del feminismo (Judith Butler, El género en disputa, 1990) es en realidad el disparo en la sien por la modernidad misma. Del adiós al hombre (Foucault), a la razón (Feyerabend) y a la verdad (Vattimo), ahora se pasa al adiós al sujeto (Butler) y bienvenido sea el ciborg (Haraway). La razón burguesa de la modernidad naturalista y objetivista concluye su actuación capitulando del sujeto en toda la línea con un canto de cisne, cuyo prólogo fue el nominalismo de Occam y Scoto, su primer acto el cogito ergo sum cartesiano, el segundo acto el ser es poner del fenomenismo kantiano, y el acto final el nihilismo del bufón posmodernismo. Fausto, el hombre de ciencia moderno desengañado y cansado de la vida termina en el precipicio del suicidio. Ello significa entregar su alma a Satanás. Mefistófeles está de fiesta, sus pociones mágicas fueron efectivas, embriagado de orgullo danza desenfrenado con sus huestes victoriosas lanzando maldiciones. Pero un coro de ángeles avanza para salvar a las almas del abismo. A lo lejos a un grupo de hombres se les oye decir: “Dios revela sus misterios a los sencillos, porque juzgan con el corazón. Mientras el santo es implacable con el pecado propio, el fariseo lo es con el pecado ajeno. Al malo hay que ayudarlo y no condenarlo. Otra cosa es el perverso que se empecina en el mal. El sabio en su arrogancia niega a Dios, cuando la propia ciencia ante el milagro termina admitiendo lo sobrenatural y a Dios.”

Y lo lejos unas voces femeninas profieren: “Si deseas la destrucción del malvado en vez de su conversión, entonces te has vuelto como él. La humildad hipócrita es jactancia disimulada. La pérdida de la humildad, la pureza y la generosidad trae la incredulidad y olvido de Dios. Sin la soberbia del corazón se entiende que el hombre no es sólo razón, sino también fe. La paz de Dios es interior y viene del corazón; la paz del demonio es exterior y viene de las cosas. El Ser es al Amor, como la Nada es al Odio. Se llega al ser a través de Dios y del prójimo, porque Dios es la Verdad y el prójimo refleja la Vida. Una vida sin oración es como una habitación a oscuras. El lenguaje del corazón de Dios es la dulzura, la humildad y la caridad. Cómo temer a un Dios que se abajó para hacerse hombre. A Dios se le habla con el corazón, porque su amor es infinito. Si no se avanza en la vida espiritual, se retrocede.

La oración es el alimento del alma, porque es la conexión con la fuente de la vida que es Dios. Las cosas del Cielo se sienten, pero no se pueden expresar.” La filosofía no da verdades, pero nos mantiene atentos. Y en esa atención se advierte que esta sociedad dominada por el sacrilegio, ateísmo, la maldad, la depravación y la inmoralidad, al final será aplastada por los poderes de la luz. También que, en esta época hedonista, tan falta de fe, confusión, materialismo e incertidumbre, es un privilegio poder creer. Los filósofos de la academia dicen lo contrario, pero no importa, la filosofía es para los pensadores, y no es patrimonio de los diplomados de filosofía. Me sale al encuentro uno de ellos y a boca de jarro me espeta: “Tú qué sabes. Dime, para ti qué es la filosofía y el hombre”. Miro con compasión su arrogancia y soberbia, respondiendo: La filosofía es el autoanálisis universal del absoluto, en cuanto como meditación sobre lo creado y lo increado. La criatura que puede dialogar con el Eterno es el hombre.

El hombre, ese ser ambiguo y lleno de claroscuros, sólo sale del turbio subsuelo por medio del control del apetito por la razón y la fe. El hombre es un compendium de lo eterno y lo temporal. El hombre es el ser en constante vilo entre el abismo profundo y el elevado cielo. El hombre hasta que no retorne a Dios seguirá siendo astro de lejos y fango de cerca. El hombre hedonista al final reconoce que se ha perdido el tiempo si se cree que se viene al mundo para divertirse, ser rico, sabio o admirado, porque lo único que cuenta es hacer el bien. Nuestro tiempo, hedonista, anético y nihilista consagra la forma sobre el contenido, la existencia sobre la esencia y así extravía el sentido del ser.

 

§ 19.

Ser en el mundo y ser fuera del mundo. Es el hombre un ser de materia y espíritu, está en el mundo porque reúne los cuatro estratos de la realidad: inorgánico, orgánico, psíquico y espiritual. Y es un ser fuera del mundo porque estando en el mundo y viviendo rodeado de cosas y otros seres finitos siente el llamado de lo absoluto y lo eterno.

Ser espiritual. El hombre es un ser espiritual por su recogimiento, meditación, conciencia de sí, libertad, ser creador de cultura y tener un alma inmortal. Pero también porque percibe que el significado del ser no se agota en lo inmanente, sino que da cuenta de una fuente fundamental en lo trascendente. Y lo percibe porque es la criatura que entabla una relación con Dios por el amor. Es el ser finito en el que desciende el Dios creador. El hombre como ser espiritual está destinado a la visión beatífica de Dios, tras una breve prueba.

Temporal y sempiterno. El hombre es un ser temporal por su existencia finita en la creación, caída, redención y juicio, y un ser sempiterno por su existencia sin fin tras el Juicio escatológico. Se recibe la salvación en el tiempo, pero podemos perderla. Por ello, el hombre no es un ser para la muerte. Al contrario, es un ser para gozar de lo sempiterno. De resultas que lo inauténtico es absolutizar lo temporal, extirpando de la realidad la dimensión de lo eterno. El hombre de la modernidad y su filosofía fue predominantemente temporalista y anti eternalista, pero se trató de un sesgo ideológico pautado por el cientismo y el naturalismo objetivista.

Ser onto-ético. El hombre no sólo existe en éxtasis temporales, no es pura existencia, sino que también tiene una esencia. De ahí que humanidad como valor no sea igual que humanidad como especie. Como especie el tiene ciertas características naturales, pero como valor es lo que lo convierte en hombre. Por ello, lo humano va más allá de lo natural, para asumir una dimensión ética. La esencia ontológica de lo humano es ética, no son en él dos dimensiones que va por separado. Lo ético realiza su verdadera naturaleza, su auténtica esencia. El hombre es un ser onto-ético. Un hombre sin responsabilidad, bondad y compasión no es un hombre, sino un monstruo.

Ser para Dios. El hombre es una naturaleza cuya esencia es la libertad. Pero su libertad no es una imposibilidad total de ser, porque es una criatura finita. Suponer su libertad absoluta es caer en la individualidad luciferina y ebria de sí misma. Como ser de libertad finita advierte la libertad infinita del ser supremo. Su propia libertad da cuenta del amor del creador. Desde su libertad es un ser para Dios. Y como la libertad humana no es ilimitada, le es inherente reconocer racionalmente la existencia de la ley natural y la ley moral.

 

§ 20.

Habiendo descrito las características de una antropología sin antropocentrismo ateo, secular, antiesencialista y antimetafísico, nos preguntamos cómo serían, finalmente, sus repercusiones para la nueva imagen del mundo que requiere esta modernidad que naufraga.

La música es la materialización sonora de una época del mundo. Y la música que deja oír la modernidad es el cientismo naturalista. El error central antiesencialista de la modernidad es agotar la realidad en el concepto, la conciencia, lo temporal, la naturaleza. El propio Kant arrepentido del subjetivismo afirmará en la “Crítica del Juicio” que la naturaleza tiene su propia finalidad y autoorganización. Y la actual ruina del subjetivismo y antropocentrismo moderno demuestra que la naturaleza no es cosa inerte, presta a la manipulación técnica.

La crisis ecológica es un disparo a los pies de la propia modernidad, porque desmiente la cosificación de la naturaleza. La crisis climática niega la piedra basal del idealismo subjetivo-objetivo: la naturaleza no depende para existir de la representación del yo. El devenir de la naturaleza está repleto de situaciones violentas y odiosas que precisan nuestra intervención reguladora. La naturaleza no es sagrada, pero es parte de lo divino, es reflejo de la dimensión trascendental de la vida. La naturaleza no es mera materia, es espíritu divino en la naturaleza creada.

La naturaleza invita a extasiarse en la contemplación antes de extraviarse en la abstracción. Esto nos lleva a reparar de que a la razón humana le es posible acceder al orden natural y al orden sobrenatural hasta determinado límite. Cuidar la naturaleza exige comprender que ella también es poesía. Pues, aceptar el misterio no es negar la ciencia, ni la razón, sino ensancharlos. Los ojos de la razón permanecen ciegos si no son tocados por la fe. El nuevo oscurantismo es creer solo en la ciencia y en la razón rechazando la fe. La razón se pierde cuando desconoce la necesidad del misterio. Sólo mediante la fe se puede conciliar la parte humana, racional, y científica con la parte espiritual. Si al propio Dios se acerca el hombre no sólo por la razón natural, sino también por la fe, hay que reconocer que a través de las cosas del espíritu es como se reconoce que la metafísica es lo más real de la realidad. De ahí que no sea extraño que la Verdad primero sea sentida y luego comprendida. Pero la verdad es humilde, por eso se ocultó a la soberbia razón moderna.

En conclusión, el mundo como bondad y como compasión sirve de base para una nueva imagen del mundo, dentro de una antropología sin antropocentrismo destructor, al poner énfasis en que, así como sólo vemos una cara de las cosas, igualmente hay cosas que no comparecen ante el hombre -lo sagrado, por ejemplo-, sino que es el hombre el que comparece. Es así porque Dios no es cosa iluminada, es cosa iluminante. Lo inefable es indefinible e inexpresable, pero no incognoscible. Hay un camino para superar la descomposición anti metafísica y antiesencialista de la modernidad y es mediante la recuperación del sentido ser aunado al sentido de lo sagrado. Inmanencia y trascendencia en una nueva alianza por la reestructuración de la cultura y el surgimiento de una nueva civilización. El camino para la reestructuración de la antropología no transita hacia un cosmocentrismo sin humanismo, ni hacia un teocentrismo sin mundo, sino hacia un antropocentrismo donde el hombre es funcionario de Dios en el mundo. Bien canta Antonio Machado:

Moneda que está en la mano/Quizá se deba guardar,

La monedita del alma/Se pierde si no se da.

 

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Quinta Parte

 

LA PARADOJA ANTRÓPICA

La hecatombe de la crisis ambiental

 

Introducción

 

La defensa de la Tierra es una causa por el bien común, que sobrepasa cualquier ideología, religión y filosofía. Y a lo cual sólo se opone el inmediatismo de la rentabilidad económica y la codicia del corazón extraviado.

 

0. La crisis ambiental plantea una paradoja antrópica[19], a saber, cómo un ser que puede dar cuenta de la naturaleza, se percibe diferente a ella, y comprender sus leyes, puede convertirse en la principal amenaza para la ecología humana y natural.

0.1 Ciertamente, la ciencia registra que la paradoja antrópica ha estado presente de forma muy desigual a lo largo de la historia humana. No siempre fue determinante y depende, muchas veces, de factores exógenos. El hombre de por sí es una criatura paradójica y contradictoria, pero su impacto sobre la naturaleza no siempre fue antes que el impacto sobre sí mismo. La dificultad de hablar sobre el hombre es que apenas nos podemos referir al homo sapiens y al homo neandertal, pues de los otros homínidos (homo habilis, homo ergaster, homo erectus, homo antecessor y homo heidelbergensis[20]) apenas se sabe algo.

0.2 No obstante, es notorio que la ecología natural influye poderosamente sobre los primeros homínidos señalando su camino evolutivo. Pero la respuesta de los homínidos desde el homo habilis resulta muy particular desde el momento en que da muestras de instalación de industria lítica. Pues, una cosa es un chimpancé empleando una piedra como instrumento, y otra cosa es modificar la piedra y perfeccionarla para darle usos determinados. Desde el homo habilis comienza la aparición de la técnica y la modificación teleológica del medio ambiente. La industria lítica del hombre prehistórico del paleolítico inferior representa el inicio de la paradoja antrópica en su etapa inicial. Lo ayudará a afirmar una cultura cazadora que abandonará paulatinamente la carroña.

0.3 Sin embargo, se puede advertir dos clases de paradoja ecológica: una inconsciente o natural, y otra consciente o humana. La paradoja natural y la paradoja antrópica. Dos tipos de paradoja ecológica que interactuarán incesantemente. Siendo determinante en un primer momento la paradoja ecológica, hasta llegar a ser en nuestro tiempo tecnológico la paradoja antrópica. Y lo ha llegado a ser en tal grado que ya se habla de la Era del Antropoceno[21], que lo hacen coincidir con la revolución industrial y donde los humanos ya han llegado a cambiar el funcionamiento de la Tierra de modo tan profundo dando término a la Era del Holoceno. En realidad, la colonización humana del planeta terminó abriendo una nueva era geológica, haciendo de la Humanidad el principal agente del cambio medioambiental y despertando fuerzas telúricas insospechadas.

0.4 Ahora bien, la paradoja natural plantea sus propios desafíos al medio ambiente, la flora y demás especies vivientes. Su manifestación son los grandes cambios geológicos (movimientos de placas tectónicas, grandes terremotos, inversión de polos magnéticos, activación de cadenas volcánicas, presencia periódica de grandes extinciones, ciclos de glaciaciones por la excentricidad de la órbita terrestre, impacto de rayos cósmicos, cambios en el nivel del mar, incluso impacto de asteroides devastadores) y cambios violentos y sucesivos en el clima, que afecta seriamente y por largos ciclos la vida sobre el planeta. Desde el Ordovico-Silúrico (hace 439 millones de años) hasta el Cretácico-Terciario (hace 65 millones de años) se conocen grandes cinco grandes extinciones masivas[22], donde desaparecieron hasta el 95 por ciento de especies terrestres, como en el Pérmico-Triásico hace 252 millones de años. Visto así la paradoja natural es más antigua y de incomparable impacto frente a la paradoja antrópica.

0.5 La paradoja ecológica se presenta como grandes ciclos de destrucción, muerte y resurrección de todo lo forjado en la naturaleza. La dualidad vida y muerte se presenta como constante del ente finito en la paradoja ecológica. Ahora bien, si esta paradoja ecológica la inscribimos dentro de la paradoja del universo la dualidad tiende a romperse y desaparecer dentro de millares eones de eones en la entropía de la materia y la energía. Después que el último agujero negro se consuma y desaparezca del cosmos, y sobrevenga la disolución del último protón en la Era Degenerada del Universo sobrevendrá la nada cósmica, la desolación, donde dicha dualidad dejará de existir por siempre jamás. Lo que en un comienzo fue una espesa sopa de átomos de hidrógeno acabará envuelta en la total oscuridad del aplastamiento de las fuerzas fundamentales de la materia. Será el final de la dialéctica de los opuestos en el seno de la materia contingente y finita, que se consume en el vacío obscuro universal. Pero nada es comparable con el desprecio de la naturaleza que luce el hombre de la modernidad.

0.6 La secularización de la ciencia nos conduce hacia la visión ametafísica y ateológica del Universo, pero nada de esto tiene que negar necesariamente el orden sobrenatural y espiritual que las grandes religiones nos describen escatológicamente. En realidad, la paradoja ecológica lleva a interrogarse sobre el significado profundo que tiene la desintegración de la materia en el universo. Es un límite que rebasa la ciencia e ingresa terreno teológico y metafísico. La paradoja ecológica del Universo es como una gran aporía que nos dijera que nada es el ser finito y temporal sin el Ser Infinito y Eterno. Es un ámbito en que la metafísica abstracta y dialéctica de Hegel es rebasada por la vida eterna del Absoluto que es Dios.

0.7 Pero limitándonos a la paradoja antrópica se puede discutir el carácter de su impacto desigual. Por ejemplo, hasta ahora se discute y se cree, más bien, que el hombre prehistórico fue la estocada final y no la causa determinante de la extinción de la fauna del pleistoceno (mamut, megaterio, tigre dientes de sable, caballo, hipopótamo, buey almizclero, rinoceronte lanudo, etc.), ya seriamente afectada por cambios climáticos. O sea, dichas especies se extinguieron por su falta de capacidad de adaptación a los drásticos cambios climáticos, aunada a la presión de su caza por el hombre del paleolítico superior. Es decir, no fueron las comunidades humanas depredadoras del pleistoceno final el principal vector de su extinción, sino solamente su factor final sobre unas especies que no tuvieron tiempo para adaptarse a rápidos cambios climáticos. Muy diferente a lo que sucede hoy, donde el 90 por ciento de las especies del mar pueden morir por el calentamiento global.

0.8 Hubo un tiempo hace dos millones de años, en que hasta tres de las ocho especies de homínidos estuvieron conviviendo juntos y la causa de su súbita desaparición sigue siendo un misterio. Quizá lo más extraño y que sigue intrigando a la comunidad científica es la extinción del Neandertal -el cual surge hace 230 mil años- a finales del pleistoceno, hace 28 mil años. El neandertal fue la especie que dominó la Edad de Hielo, y que desapareció al acabar ésta. Anatómicamente modernos y los más cercanos al homo sapiens, con lenguaje y arte, es un misterio aún si fueron los cambios climáticos o la competencia de los humanos modernos lo que los llevó hacia la desaparición[23].

0.9 Otra relación es la que presenta el hombre de los bosques y de las selvas tropicales, cuya abundancia de especies vegetales y animales favorece un retraimiento de la paradoja antrópica hacia el ámbito de lo humano a su mínima expresión. La evidencia antropológica y etnográfica demuestra que la preocupación principal del hombre salvaje es mantener la armonía con la naturaleza y con otros congéneres tribales. Tanto así que la paradoja antrópica se mantiene como tensión permanente de mantener una política y jefes sin poder, salvo en casos de guerras. Y todo con el propósito de mantener a raya el demonio de la desigualdad social[24]. La resolución desigualdad social resulta siendo crucial en la paradoja antrópica de la crisis ambiental actual.

0.10 Otra cosa sucede cuando surge en la historia humana el fenómeno de la civilización. La emergencia de la civilización en la historia humana se va a constituir en el principal factor de la paradoja antrópica, mucho antes del desarrollo de la tecnología moderna. Y aunque su impacto sobre la naturaleza se deja sentir -con la realización de megaobras hidráulicas, pirámides, grandes centros de adoración y construcción de ciudades sagradas, por ejemplo- se advierte, generalmente, un cuidadoso régimen de control de los ciclos naturales mediante calendarios, cálculos del tiempo lunar y del movimiento solar, y demás observaciones astronómicas. Se busca mantener todavía la armonía con la naturaleza, muy presente en el hombre salvaje del paleolítico. En el surgimiento de la civilización se evidencia que la paradoja antrópica se dispara causando un desequilibrio profundo en las relaciones humanas con la aparición de la megamáquina del Estado[25], el surgimiento de las clases sociales, y la teocracia divinizada con su clase sacerdotal sacrificial y una opresiva clase guerrera.  

0.11 En otras palabras, por largos milenios la paradoja antrópica va dejar sentir su impacto profundo, primero, sobre todo en la ecología humana y después sobre la ecología natural. Es cierto que desde la invención de la agricultura comienza la deforestación, la destrucción del hábitat, los problemas del suelo (salinización y pérdida de fertilidad) y los problemas de la gestión del agua. Pero, muchas veces la baja densidad poblacional, permitía la sobrevivencia mediante la mudanza de las comunidades, aunque a costa de la disolución de su cultura. Estos casos son bien conocidos en el ámbito precolombino, mesoamericano y andino, donde agotados los recursos grandes ciudadelas piramidales tuvieron que ser abandonadas.

0.12 Pero, a lo que vamos, es que la paradoja antrópica se hace presente, primero y especialmente, desde el brote de la civilización en la historia humana, y es en el seno de la naturaleza humana que tiene su impacto profundo con la división de la sociedad en clases y la invención de la megamáquina del Estado. Pasarán milenios hasta que el hombre moderno lleve la paradoja antrópica, con la invención de la tecnología, la ciencia y la revolución industrial, hasta un punto de grave colisión con la naturaleza. Estamos envenenando la naturaleza con gran desprecio, y así la Humanidad tiene garantizada su extinción en el más corto plazo.

0.13 El hombre es una criatura paradójica, pero la paradoja antrópica sólo es una amenaza ambiental al asumir un estilo de vida consumista y antiecológico basado en un antropocentrismo antiesencialista, inmanentista, relativista, hedonista y nihilista.

 

C A P I T U L O   I

La Raíz Metafísica de la modernidad antiecológica

1.0 Entonces, que quede entendido que trataremos de la paradoja antrópica actual. Sí, la producida por la revolución industrial. Estamos actualmente insertos en el apocalipsis ambiental no porque el hombre sea incapaz de revertir los procesos de destrucción de la naturaleza que ha provocado, sino porque vivimos en medio de un sistema insostenible que muestra una reacción lenta y desganada de políticos y corporaciones ante la gran velocidad que cobra la degradación ambiental. Muchos de los compromisos adquiridos en la Cumbre del Clima -desde la Declaración de Estocolmo de 1972, la Cumbre de la Tierra de 1992 en Brasil, el Protocolo de Montreal hasta la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el desarrollo sostenible en Río en el 2012- quedan simplemente sin cumplir.

1.1 Pero la pregunta más inquietante es: ¿de dónde nace este sistema insostenible? ¿Cuál es la verdadera raíz de la destrucción ambiental? ¿Simplemente tiene que ver con un sistema económico-político? ¿Es parte de una forma particular de pensamiento? ¿Es consecuencia de un giro del pensamiento metafísico? ¿Hay que ver su surgimiento con un enfoque integral? No es ningún secreto que el capitalismo no cabe en el mundo y en un conocido ejercicio de reflexión[26] se ha demostrado que harían falta cinco planetas Tierra para generalizar en todos los países del mundo el estilo de vida californiano. En otras palabras, las economías desarrolladas muestran su insostenibilidad, mientras que hay economías sostenibles pero subdesarrolladas y otras subdesarrolladas pero insostenibles. ¿Cómo hemos ido a parar en esto? ¿Cuál es su origen? ¿Encuentra el capitalismo su matriz en alguna teoría antropológica? Veamos.

1.2 Podemos echar mano de las teorías antropológicas. Me referiré, en primer lugar, a una de ellas y es una de las más extremas. La teoría del homo decadente afirma que somos una criatura con una incurable incapacidad de evolución biológica y que nos configura como una criatura enferma. Todo lo creado por el hombre es mero sucedáneo. Incluso el espíritu es visto como un parásito metafísico que se introduce en la vida y en el alma para destruirlo todo. La historia es así vista como un proceso de destrucción protagonizado por el hombre. En ella se inscriben pensadores como Klages, Lessing, Daqué, Frobenius, Spengler y Vaihinger. Esta teoría del hombre como “plaga” de la naturaleza no sólo es extrema y pesimista, sino que no es objetiva ni verdadera y tiene su base en un naturalismo que exalta lo instintivo.

1.3 Otra teoría es la del homo faber, según la cual somos criaturas instintivas, de hábitos, activas y transformadoras del medio, que nos construimos, entre otras cosas, la razón. Estamos predeterminados por lo fáctico (empirismo), lo económico (Marx), lo sexual (Freud) o la sobrevivencia (Darwin). Y nuestro afán dominador de la naturaleza nos ha conducido a la contaminación del medio ambiente. Es el homo faber el que desbordó la capacidad de recuperación del medio ambiente. Esta idea naturalista, materialista, positivista y pragmatista deriva hacia la estigmatización de la praxis humana, olvidando no que no es la praxis por sí misma la que tiene que resultar destructiva del medio ambiente. Ejemplo de lo contrario lo hallamos en las culturas de recolectores y cazadores aborígenes, que viven perfectamente adaptados y en armonía con su medio ecológico. De modo que en esta clase de sociedades no se presenta la paradoja antrópica.

1.4 Otra ideología sobre el hombre es la del homo sapiens, como mente, ratio, logos o razón, aparece en Grecia como agente específico del hombre. Es un agente divino que da forma al mundo con poder y fuerza racional, sin el predominio de los instintos ni la sensibilidad. Mediante la razón el hombre conoce el ser y puede vivir en armonía con el mundo. Es la fórmula de Anaxágoras, Platón, Aristóteles, Descartes, Kant, Hegel. Y el actual apocalipsis ambiental se debe a que el hombre no ha seguido las reglas más racionales respecto a la naturaleza. Esta idea antropológica percibe lo no racional como la enfermedad de la vida y como la causa que desvía al hombre del orden cósmico. Se trata de un enfoque intelectualista de la victoriosa soberanía del intelecto. Pero desde las dos guerras mundiales este grandioso fondo metafísico, que sustentaba la idea del progreso, dejó de ser evidente. La razón por sí misma no puede conducir los destinos del hombre ni de la historia.

1.5 La antropología del existencialismo, tras el calamitoso hundimiento del racionalismo en las dos guerras mundiales, arguye que el hombre es existencia antes que esencia, es ser-ahí, proyecto, trascendencia y libertad. Implica un enfoque voluntarista de la victoriosa soberanía de la libertad en situación. Sin embargo, su aplicación desde estructuralistas, posestructuralismo, neomarxistas, feministas, neonietzscheanismo, posmodernos y semióticos, derivó hacia un ateísmo postulativo, la negación de todo lo natural, la hegemonía del mito de lo cultural y la supresión nihilista del sujeto mismo. El capitalismo digital encarna así el giro metafísico de lo antropológico a lo cibernético[27]. Se constituyó en el triunfo de lo artificial, lo virtual, el avatar, la inteligencia artificial y el transhumanismo. Fue con el triunfo del antropologismo moderno que aparece la paradoja antrópica. Por ende, no brinda un camino para la superación de la crisis ambiental y es una de las raíces de su catástrofe.

1.6 Sin más rodeos es necesario reconocer que los diferentes modelos de teorías antropológicas no son suficientes para comprender la presente paradoja antrópica de la crisis ambiental. Hay que ir hacia la base metafísica de la mentalidad moderna, como aquello que condiciona el avasallamiento humano del planeta. Lo que diferencia al hombre ontológico de la Antigüedad y Medioevo respecto al hombre epistémico de la Modernidad es la asunción -por parte éste último- del mundo como objeto manipulable. Lo cual significa que este sistema insostenible no refleja simplemente la dinámica del capitalismo ni de la mera hegemonía de la economía dineraria, sino que nace del algo más profundo.

1.7 En realidad, el capitalismo es un proceso nihilista, porque si el dinero -según Simmel- es la negación de todo valor, entonces se trata de una estructura social que disuelve la racionalidad substancial por la racionalidad funcional y da comienzo no sólo al reemplazo de lo cualitativo por lo cuantitativo, sino del ser por el ente. No olvidemos que en el mundo antiguo la realidad no es vista de modo impersonal, no es un “ello”, sino un “tú”. El mundo no está inanimado, por el contrario, está animado por todas partes. Tales de Mileto decía: “todo está lleno de dioses”. Ese era el espíritu de la filosofía mitocrática. Por eso el mundo y las cosas eran vistas con respeto. Hasta que, con el racionalismo, la Ilustración y el cientificismo se desespiritualizó el mundo, se nos secó el alma y todo se sometió a cálculo y leyes naturales. Ese es el desafío de la civilización neotécnica, a saber, la superación del objetivismo y subjetivismo metafísico de la modernidad, que ha reducido el ser a lo manipulable y lo útil[28]. El desencantamiento del mundo está detrás de la destrucción del ambiente llevado a cabo por la modernidad. El daño más profundo que se autoinfirió la modernidad capitalista es no haber respetado el espacio sagrado del mundo. A esto Max Weber lo llamó “desencantamiento del mundo”. Yo lo llamo “imperio satanocrático” o la modernidad luciferina[29]. Pero, particularmente, en la labor arqueológica del área andina es donde se experimenta que la Tierra está viva. Si antes de la labor de exploración arqueológica no se hace el llamado “pago” o tributo a la Tierra, simplemente las cosas comienzan a salir muy mal. Aquí encontramos un caso límite donde el hombre de ciencia se encuentra ante fenómenos que trascienden la explicación racional y científica, y que resulta mejor transar que ignorar.

1.8 La paradoja antrópica nace de la episteme desontológica del mundo llevada adelante desde la modernidad capitalista. Es el hombre epistémico de la modernidad el que ha llevado adelante la desrealidad de lo real desde una hermenéutica antiesencialista. Y ahora bajo el capitalismo digital del capitalismo cibernético se consuma el giro epistémico cumbre sin objetivo humano ni natural. Ya no es el hombre ni la naturaleza el centro de la subjetividad, ahora lo es algoritmo del computador. De manera que el nihilismo y la desubjetivización del hombre es consecuencia de este giro metafísico que representa la desrealización de lo real por la desontologización del mundo. La modernidad se caracteriza por una vigorosa desontologización del mundo y su reducción a ente manipulable y calculable. El resultado no podría ser otro que el empobrecimiento de lo real. Viveiros de Castro[30] habla del perspectivismo amerindio, según el cual la naturaleza es nuestra hermana, porque contiene espíritus que fueron humanos, es decir, lo común que tiene el hombre con la naturaleza es su humanidad y no su animalidad.

1.9 La desontologización del mundo preside la modernidad antiecológica de la actualidad. Consiste en el imperio del ente virtual, no real ni humano, y el olvido consumado del ser. La desontologización del mundo es el olvido del sentido del ser, el cual se abre camino desde el nominalismo, el olvido del sentido de Dios, y el fortalecimiento del logos del empirismo y del logicismo. Sin la desontologización del mundo no puede prosperar la destrucción de la naturaleza y el medio ambiente. Constituye su prerrequisito. El verdadero humanismo con Dios está unido a la conservación de la naturaleza, de modo que sin este humanismo se abren de par en par las puertas de la franca extinción del mundo natural en pleno auge cibernético. Hay que advertir que ha sido con el humanismo sin Dios el que se asentó en la antiecológica modernidad tardía desde Feuerbach, Marx, Nietzsche, Comte, Nietzsche y Freud. La naturaleza dejó de ser vista como algo sagrado y ello significó su muerte.

1.10 Efectivamente, dicho objetivismo se expresa en el racionalismo -cogito ergo sum-, empirismo -lo real es lo fáctico, lo nouménico o la cosa en sí no existe-, el existencialismo -la existencia precede a la esencia- y el posmodernismo -todo vale-, que configuran una imagen del mundo donde el ser se reduce a lo útil y manipulable. Incluso la fenomenología con su lema de “ir a las cosas mismas”, que despertó esperanzas de una vuelta a la metafísica, terminó decepcionando al engolfarse en el inmanentismo de la conciencia pura. El chato fenomenismo empirista ha impuesto su hegemonía en detrimento de la riqueza ontológica del ser. Y dicho proceso reduccionista comienza con el nominalismo de Occam y el terminismo de Scoto. Las esencias son reducidas a meras ideas mentales, constructos culturales, el nominalismo extiende su imperio configurando una realidad individualista, inmanentista y secularizada.

1.11 El giro copernicano del kantismo lo expresa bien: el ser es el poner humano de la razón. Ser es posición, se dirá en la Crítica de la razón pura[31]. En otras palabras, sin un cambio de la imagen metafísica del mundo de la modernidad, no habrá salida verdadera a la crisis ambiental que nos azota. Tan grave es la crisis ambiental que nos flagela que no hay salvación sin un giro desde el existencialismo individualista actual hacia el esencialismo del posible mañana. No es casual que el mundo moderno se iniciara con la aspiración inmanentista de la comunidad perfecta.

1.12 Kant reduce todas las esferas de la objetividad a conciencia pura. Ello conduce a ver la conciencia humana como la actividad radical que crea todas las actividades objetivas. Así en Fichte el universo es actividad dialéctica de la conciencia en acción, en Schelling se trata de penetrar la esencia del universo por el medio intuitivo y artístico, y en Hegel el cosmos es desarrollo dialéctico de la Idea absoluta. En centro de toda esta metafísica moderna no es la naturaleza sino el, hombre como ente de razón. Lo que viene después será el materialismo positivista y el desdén por la filosofía. Lo cual lejos de remover el antropocentrismo lo afirma con Feuerbach, Stirner, Marx y Nietzsche y Dilthey.

1.13 Con las guerras mundiales la filosofía del hombre como ser supremo parecía condenada al fracaso y al desastre, pero ni la fenomenología, ni el existencialismo logra librarse de la hegemonía del inmanentismo. Al contrario, el inmanentismo filosófico se intensificó a partir del estructuralismo, para llegar a sus cuotas más altas con la filosofía posmoderna de Lyotard, Baudrillard, Foucault, Castoriadis, y Vattimo. Salió adelante la propuesta nihilista de la desrealización del mundo. Una episteme desontológica que llevó a sus extremos el mito culturalista que todo es producto cultural. Toda la filosofía que vendría después hasta el pragmatismo de Rorty no sería sino una nota a pie de página del viraje hacia la antropología atea[32].  

1.14 Es la metafísica de la hemorragia del para-mí o de la subjetividad aunada al imperio del dato empírico lo que preside la destrucción del medio ambiente y da comienzo a la paradoja antrópica. La paradoja antrópica también puede ser vista como el triunfo de la voluntad de poder a través de la técnica. O sea, supone la “muerte de Dios” en tanto subjetividad humana que reduce el ente a lo manipulable y dominable. Esto significa que la paradoja antrópica tiene lugar cuando la subjetividad instaura la aparición soberana del hombre como configurador de la realidad.

1.15 Relativismo, hedonismo, nihilismo son las banderas de esta ofensiva antiesencialista del Occidente finisecular. No resulta extraño, entonces, que al lado de la destrucción de la ecología natural esté la destrucción de la ecología humana en un Occidente decadente, a través de la colonialidad mental de su agenda del aborto, la eutanasia, la eugenesia, la ligadura de trompas, la ideología de género, el libre consumo de drogas, el lenguaje de género, el ataque a la estructura de la familia tradicional, la ofensiva contra la religión cristiana. Es toda una agenda antiecológica, que agrava la situación ambiental.  

1.16 La paradoja antrópica es la erosión nihilista de la sociedad postmetafísica, el hombre como deus in terris o diosecillo terrenal, como raíz última de la modernidad capitalista -que entroniza el dinero, la rentabilidad, la eficiencia, el exitismo, como último valor-, lo que protagoniza la destrucción del medio ambiente. Mientras impere el opresor inmanentismo del hombre prometeico de la modernidad, que desligó su vinculación con la trascendencia divina, no habrá manera de recuperar el respeto a la naturaleza humana y natural. El hombre y la naturaleza quedaron disueltos en la tiranía antiesencialista.

1.17 El enorme poder de la Nada es lo que se hace sentir en la calamitosa crisis ambiental. Lo que aquí se experimenta no es simplemente el poder de la Nada en el ser del ente, como diría Heidegger, sino el poder nadificante de la razón instrumental y funcional en el mismo ser. Ernst Jünger ve más profundo cuando afirma que la técnica produce nihilismo y el vórtice de la aceleración tecnológica absorbe a la presente civilización y disuelve todos los valores. Pero añade que ha llegado el momento del cruce de la línea del nihilismo cuando señales para su superación: la inquietud metafísica de las masas, el nacimiento de las ciencias particulares fuera del espacio copernicano, y la aparición de temas teológicos en la literatura mundial.[33]

1.18 Pero lo que él vio sólo como un síntoma es hoy una realidad de un amplio territorio postnihilista que se abre tras la gravedad de la crisis ambiental, la cual es lo más notorio del vórtice del nihilismo. Parafraseando a Jünger se puede decir que ya no estamos sobre la línea, sino que estamos cruzando la línea con un desfase entre las condiciones subjetivas -estilo de vida no ecológico- y las condiciones objetivas -imperiosa necesidad de cambio de estilo de vida-. Pero se trata de un desfase que no es por completo culpa del hombre, sino también de las condiciones tecnológicas, que no permite a la estructura económica sustraerse de los combustibles fósiles como fuerte de energía, y del sistema económico, que incentiva el consumismo desenfrenado. También a la falta de decisión por la tecnología ecológica.

1.19 El hombre es metafísico porque trasciende los entes. De tal modo que el olvido metafísico del ser es también el olvido metafísico del ser del hombre. El nihilismo metafísico, en el cual el ser “es nada”, es parte ideológica del hombre epistémico de la modernidad subjetivista. Pero si en un primer momento la racionalidad científica disolvió las esencias y reforzó el pensar funcional con el pensar matemático, eso fue el tenor durante la fase paleotécnica, pero no en la fase neotécnica[34], donde se descubre el carácter orgánico, teleológico y esencialista de la realidad. De modo que resulta siendo el orden político y financiero el obstáculo que impide cruzar sólidamente la línea del pensar postnihilista. Esto significa que el camino de la reconstrucción humana y natural está abierto, pero para transitar y edificarla hay que derribar las posibilidades perversas que aún subsisten en la técnica, como en el sistema político-económico del capitalismo. Sería un error buscar en la técnica la solución a todos los problemas que plantea y, menos aún, en la crisis ambiental.

1.20 En este sentido, no es cierto lo afirmado por Heidegger que lo esencial de la subjetidad como aparición soberana del hombre surge con el platonismo, porque es una verdad elemental que para Platón la verdad está en otra parte, a saber, en el mundo de las Ideas, concebidas éstas como esencia de las cosas. Su teoría de las Ideas, como ejemplares arquetípicos por cuya participación existen las cosas, inaugura el idealismo objetivo donde el pensar queda identificado con lo real. Pero dicho pensar no agota la realidad. El acceso a la verdad no es resultado de un proceso racional, pues a las Formas se llega por vía mística o contemplativa, algo parecido a una “iluminación”. Ese es el verdadero Platón, donde la subjetidad no es la aparición soberana del hombre, ni el dominio del concepto. Ese es el sentido originario -y no el que señala Heidegger- de la doctrina de la iluminación en la alegoría de la caverna.[35] El Platón de Heidegger luce desfigurado y lejos de su prístino sentido de la metafísica de la presencia.

1.21 Por ello la superación de la paradoja antrópica no transita por esquivar a Platón y un retorno a los presocráticos, como sugiere Heidegger[36], porque se puede recuperar el mundo como la presencia del ser mediante una metafísica del ser que una lo inmanente con lo trascendente. Esa metafísica de la presencia pasa por la reespiritualización del mundo. Además, lo esencial de la subjetidad como aparición soberana del hombre acontece desde Descartes y no con Platón. O sea, ello sucede con el idealismo subjetivo de la modernidad y no con el idealismo objetivo del platonismo.

1.22 Así, para recuperar el mundo de las esencias no hay necesidad de volver a la metafísica de las esencias de los griegos, ni a la metafísica trascendental de los escolásticos, sino que hay que avanzar hacia una metafísica de la síntesis que supere los extremos esencialistas (Antigüedad), trascendentalistas (Edad Media) e inmanentistas (Modernidad) del pasado. No hay que confundir el respeto a la esencia de las cosas y otra, muy diferente, retornar al esencialismo metafísico.

1.23 La historia no admite imitaciones. No hay salidas antihistóricas ni anacrónicas para la crisis presente. No se trata de salir del mundo como imagen, ni de señalar que la esencia de la técnica es la voluntad de poder[37], que según Heidegger es propio de la modernidad de la subjetividad y de la objetividad, sino de reconocer el fondo suprarracional de la razón para reconciliar el logos humano con el logos divino. Y ello no es posible hacerlo con la perspectiva secularizada de la modernidad.

1.24 De modo que a estas alturas resulta irrealista y desfasado afirmar que la ciencia, en su actual fase neotécnica, sigue siendo el proceso de olvido del ser. Lo es más bien la estructura política y financiera del capitalismo. Por ello, decir -como Heidegger- que el olvido del ser no depende del hombre sino del ser, resulta siendo un juicio hipostasiado e irracionalista de la propia historia humana. La técnica y la ciencia ya no sigue siendo la última forma de metafísica subjetiva, o sea de cartesianismo, porque su fase neotécnica colisiona profundamente con el racionalismo antropocéntrico que se sustenta en la subjetidad. Es el capitalismo como sistema político y financiero el que consuma el primado del hombre como subjetidad. De modo que el nihilismo resulta siendo el destino del capitalismo y no del ser mismo. De ahí que el enorme poder de la Nada sólo se puede evitar derribando el capitalismo mismo.

1.25 En otras palabras, el hombre epistémico de la modernidad no está en condiciones subjetivas para superar la paradoja antrópica de la crisis ambiental, porque está sumido en la visión inmanentista, secularizada e instrumental del mundo. Ese proceso es dirigido por las fuerzas del capitalismo. El mismo que ya quedó desfasado del proceso técnico. Para superarlo hay que abrir el camino para el hombre síntesis -ontológico/epistémico- del futuro, capaz de reconciliarse con la trascendencia y reconocer la sacralidad de la inmanencia. El camino no es de retroceso hacia el pasado sino de avance hacia el futuro, para recuperar el mundo como la presencia del ser sin desdeño de la representación conceptual y de la ciencia misma.

1.26 La filosofía es el pensar del interrogar fundamental. Por ello hay que ir hacia la raíz. Y la raíz metafísica de la modernidad antiecológica es, como hemos visto, un antropocentrismo pragmático, un racionalismo subjetivo-objetivo, un empirismo fáctico, la razón autónoma, el imperio del deus in terris o diosecillo terrestre, la hegemonía del inmanentismo, el humanismo sin Dios, la secularización radical, una desontologización de la realidad, la imagen desacralizada del mundo, la supresión del sentido del ser, lo divino y de la vida, la negación de los valores absolutos, el historicismo relativista, el ateísmo, hedonismo, individualismo y nihilismo. Todo lo cual desemboca en la imagen metafísica desrealizadora del mundo presidida por la razón funcional en desmedro de la razón substancial, la Trascendencia y la metafísica, donde las cosas -incluido el hombre- devienen en entes manipulables e instrumentales. Dejan de ser fines en sí mismos. Ese es el marco espiritual de la modernidad, a través del cual, y desde la Revolución industrial, hemos envenenado el aire, el agua, la tierra, hemos contaminado el Planeta entero, no hemos respetado el equilibrio de la vida y hemos llevado al mundo al borde la extinción masiva de las especies, incluso la nuestra. La modernidad llevó a sus límites a la paradoja antrópica y la falta de respeto a la esencia de las cosas.

 

C A P I T U L O   I I

La razón funcional

 

2. 0 Esta falta de respeto por el mundo de las esencias hace que no haya ecología cotidiana (urbanismo inhumano, falta de viviendas), ecología cultural (irrespeto a las culturas locales), ni ecología cotidiana (negación de las diferencias sexuales, libre consumo de drogas, aborto, eutanasia, eugenesia, ideología de género y negación de la familia tradicional) y ecología generacional (falta de consideración por los viejos y los niños del mañana). El deterioro ambiental exige un cambio en el estilo de vida consumista y materialista que retroalimenta el sistema capitalista.

2.1 En realidad, la agenda del capitalismo neoliberal es el de imponer sobre todas las cosas el criterio de renta y beneficio. Cosa que sería imposible con el reconocimiento de las esencias de las cosas. Pero la mentalidad moderna es el triunfo de lo cuantitativo sobre lo cualitativo y, por consiguiente, la negación de la razón substancial en favor de la razón funcional. En el presente tanto el orden político financiero capitalista global como la revolución científico-técnica son expresiones del triunfo de la razón funcional sobre la razón substancial. Pero ambas han llegado a un punto de desarrollo en que sus tendencias colisionan, se estorban y exigen una resolución definitiva. Lo cual pone en entredicho también, la otrora relación conflictiva entre razón funcional y razón substancial, empirismo y metafísica.

2.2 La razón funcional es más antigua, va más allá de la dialéctica instrumental del iluminismo, porque dicha identificación de la razón con el dominio, que acaba reificando por completo a la humanidad y destruyendo su subjetividad, se retrotrae no sólo al empirismo moderno y al nominalismo de la Edad Media decadente, sino que ya manifiesta su vigorosa presencia en los criterios pragmáticos de los sofistas griegos. Y en realidad aparece con fuerza desde la invención de la civilización.

2.3 Y es así porque la civilización es la invención de la megamáquina del aparato estatal, que moviliza una ingente mano de obra en favor del monarca divinizado. La diferencia es que desde la Edad moderna la razón funcional se convierte en la dialéctica hegemonizante de la razón humana. Pero dicha hegemonía está llegando a su término dejando oír las campanadas de un tiempo finisecular.

2.4 Pero la razón funcional cuando aparece en la historia lo hace siendo aliada del sentido de lo divino, que es mucho más antiguo, y se pone al servicio del monarca divinizado de las grandes civilizaciones antiguas. Cuando la razón funcional se desliga de lo sagrado y lo moral mediante la secularización, recién es cuando se fusiona con la racionalidad de la técnica para dar lugar a la racionalidad instrumental de la lógica de la modernidad industrial.

2.5 Efectivamente, la modernidad es el triunfo de la secularización. Pero la secularización es por encima de todo el triunfo de la razón autónoma, no obstante, por debajo es la abolición del sentido de lo divino y del sentido del ser. Es por eso que luce envejecida, porque en la superficie todo luce normal, pero en el fondo se desarrollan procesos de franca declinación espiritual.

2.6 Cuando el mundo neoliberal luce agresivo y prepotente en las relaciones internacionales frente a China y Rusia en plena guerra de Ucrania, es cuando bajo la mesa se desatan procesos tormentosos que llevan los signos de irremediable decadencia. Nos referimos no sólo al aumento vertiginoso de la desigualdad social entre las masas que se sumen en el hiperconsumismo, hedonismo y relativismo moral, sino, también, a la crisis ambiental que se profundiza en hoyo que dibuja un apocalipsis global. Los últimos informes de las Naciones Unidas reportan que el cambio climático exacerba la desigualdad social global (Informe ONU sobre la desigualdad global 2022).

2.7 Así hemos arribado en la modernidad a la civilización neotécnica, donde se abre camino una ideología orgánica que desplaza a la ideología mecánica al interior de la técnica. Se retorna a lo vital, ecológico, teleológico y orgánico, lo cual abre la posibilidad de un mundo más humano y natural. El único obstáculo es político, o el orden mundial que impone el mundo unipolar en defensa de los intereses de las megacorporaciones privadas.

2.8 Es decir, la propia razón funcional llega a un benéfico punto de intersección con la razón substancial, metafísica y esencial. Pero, entonces, qué es lo que estorba a esta síntesis moral, epistémica y ontológica. Estorban los propios resabios y tendencias perversas de la razón funcional propias de la fase paleotécnica. En este caso la lógica de la apropiación privada de la riqueza social del capitalismo es el principal obstáculo civilizatorio para afrontar de modo coherente e integral la crisis ambiental.

2.9 Es innecesario responsabilizar a la razón funcional del actual desastre climático. Razón funcional siempre habrá y es indispensable para el hombre como criatura cultural. Sencillamente somos una criatura que la requerimos porque lucimos insuficientes y en desventaja ante la naturaleza. Comprender este hecho óntico-ontológico resulta necesario para no incurrir en ingenuas posturas tecnofóbicas. Pero encuentra su dificultad en el mito culturalista que reduce lo humano y natural a ser un mero espejo social. En realidad, es la visión antiesencialista de lo real lo que vuelto agresivo y antiecológico a la razón funcional. Expurgado de esta se puede superar el puro formalismo moderno, que elimina dañinamente el orden ontológico y axiológico.  

 

C A P I T U L O   I I I

 

La solución integral: la Política

3.0 Ni el hombre es una plaga, ni la tecnología por sí misma es la solución. La crisis ambiental es de tal dimensión que exige una solución integral (social, política, económica, cultural y humana). No habrá defensa del medio ambiente mientras los políticos se sigan sometiendo a los dictados de las finanzas mundiales.

3.1 Ante esta verdad resulta inaudita la crítica conservadora que reprocha al Sumo Pontífice Francisco al haber señalado en su Carta encíclica Laudato Si a los responsables del desastre climático, esto es, la racionalidad instrumental del capitalismo reinante[38]. La doctrina social de la Iglesia es justamente la demostración de que la fe en Dios trascendente está íntimamente enlazada y comprometida con los problemas inmanentes. Por ende, esa teología de Dios desvinculada de los problemas concretos del hombre no comprende el sentido de la creación ni de la Encarnación de Cristo.

3.2 El enfoque conservador de la crisis ambiental busca limitarse a fomentar recomendaciones en la superficie sin calar más hondo en el problema de la crisis climática. Sobre todo, promueve evitar la alusión a los principales responsables del desastre ecológico, sin que ello signifique emprender costosas campañas negacionistas que reflejan la dimensión monstruosa de su afán de lucro y egoísmo amoral.

3.3 El cambio climático es el problema más grave que haya enfrentado la humanidad porque implica su solución un enfoque integral como nunca antes se ha tenido conciencia. Si para el 2050 no reparamos en el daño infligido a un planeta que respira y vive, es posible que hayamos puesto punto final a nuestro futuro.

3.4 Sin un enfoque integral el aire no volverá a ser puro, la naturaleza no recuperará terreno y las poblaciones empeorarán su calidad de vida, sentenciando el futuro para las generaciones venideras.

3.5 Las opciones para enfrentar la crisis y asumir un enfoque integral están presentes y para asumirlas no basta el compromiso internacional, sino que hace falta un giro político en Orden Mundial.

3.6 No se podrá llevar adelante un enfoque integral, y no meramente técnica o tributaria, del cambio climático sin un Nuevo Orden Mundial que ponga lo político sobre la economía.

3.7 Es el Viejo Orden Mundial Unipolar el que, coludido con los intereses económicos de las megacorporaciones privadas, impide la implementación de medidas efectivas y reales que salven al planeta de la catástrofe ecológica.

3.8 Sólo un Nuevo Orden Mundial, que recupere la soberanía de la política sobre la economía, puede implementar medidas efectivas para sobrevivir a la crisis climática, pues sin ello no habrá futuro por decidir.[39]

3.9 La civilización humana ha llegado a tal punto de incidencia de lo político que es posible afirmar que se trata del factor más importante para poder revertir la temperatura de la superficie de la Tierra. En otras palabras, es el principal factor que influye en el medio ambiente. De ahí que para revertir la crisis ecológica es imposible soslayarlo.

3.10 En vez de esperar las consecuencias políticas del cambio climático es urgente un giro profundo de la política misma.

 

 

C A P I T U L O   I V

El antiesencialismo civilizatorio

4.0 No obstante, dicha solución integral parece escapar de las posibilidades de la presente civilización sometida al consumismo y a las finanzas de las multinacionales. Cosa remarcada por el Sumo Pontífice Francisco en la Carta Encíclica Laudato Si. El capitalismo y su mezquina lógica de rentabilidad son una amenaza para la solución ambiental, porque el medio ambiente -incluido los humanos- no pueden someterse al cálculo financiero de costos y beneficios. Debe ponerse fin al sometimiento de la política a la economía con su perversa obsesión por el máximo beneficio.

4.1 La lógica de la rentabilidad presidió el capitalismo desde sus orígenes en el siglo XIII, XIV, XV y XVI, a través del préstamo interés y la predominancia de las transacciones comerciales a través del dinero. El dinero es una invención anterior a la hegemonía de la economía dineraria, y estuvo presente en las civilizaciones antiguas. Pero la predominancia de la economía dineraria es un fenómeno de la modernidad. Por ello, la revolución industrial no fue la fuente del moderno desarrollo económico, sino el resultado de una organización económica eficaz, con un marco institucional y una estructura de propiedad que canaliza los esfuerzos económicos individuales hacia actividades que aproximan la tasa privada hacia la tasa social de beneficios. El siglo XVII o del Barroco será de confrontación y derrota del proyecto moderno cristiano ante el proyecto moderno secularizado de la lógica del capital. Lo cual en el fondo significó el fracaso del capitalismo para ofrecer un modelo de desarrollo humano y cristiano.[40]

4.2 El imperio de la lógica de la rentabilidad responde a la entraña del dinero mismo. Es la negación de todo valor cualitativo y la decadencia del valor moral y humano. Esta negación del orden ontológico y del orden axiológico es consecuencia del antiesencialismo moderno. Por ello, la abolición del capitalismo se columbra como un imperativo, porque convierte los valores en mercancías (Simmel) y condena al hombre a una vida sin esencia (Marx). Es un sistema al que le es intrínseco el fetichismo de la mercancía. La razón autónoma es la expresión del fetichismo en lo filosófico, cuya fuente es el condicionamiento económico capitalista. Ahora se entiende que el comunismo no puede ser un Estado ni un ideal, sino el movimiento mismo de lo real en la historia. Schumpeter también lo advierte, pero prefiere hablar de socialismo por efecto del desarrollo predominante de la tecnología en las fuerzas productivas.

4.3 Lo interesante es advertir que el abandono de lo cualitativo en la hegemonía de la economía dineraria también está presente en el origen de la ciencia moderna, como avance decisivo del pensar funcional sobre el pensar substancial. Es un proceso que preside la tragedia de la cultura porque el valor se reduce a objeto, todo se diluye en cálculo y cuantificación, y las relaciones humanas se destruyen y despersonalizan. Prima la cultura de las cosas sobre la cultura subjetiva. Los estilos de vida se vuelven nihilistas, caóticos y plurales, se desata la tragedia y patología de la cultura. Es lo que Bauman llama modernidad líquida y lo que Byung-Chul Han denomina la sociedad de la transparencia.[41] Si el dinero representa un gran cambio civilizatorio es porque se desarrolla sobre la base de la metafísica de subjetividad y de la objetividad del hombre epistémico moderno.

4.4 Sólo que aquí hay que hacer una salvedad. Para Bauman la modernidad sólida terminó y la modernidad líquida es la que comienza con el capitalismo industrial. Y con ello refiere a que flota todo en la incertidumbre existencial. A mi parecer la modernidad líquida termina con el capitalismo neoliberal, y con el capitalismo digital comienza la modernidad gaseosa, donde la realidad se esfuma en el metaverso de la hiperrealidad de la web. Por su parte, la sociedad de la transparencia se corresponde bien con el capitalismo neoliberal, que creó la norma cultural de la transparencia, pero no con el capitalismo digital, donde predomina lo opaco de un comportamiento narcisista que sólo exhibe lo que conviene a la mirada pública. Por eso, el capitalismo digital instaura la norma cultural de las Fake news y la posverdad. “No hay hechos sino interpretaciones” reza el adagio relativista nietzscheano, y sobre esa piedra se edificó el nihilista discurso posmoderno, que en pocas palabras simboliza tres negaciones de sentido: del valor, lo divino, y del ser.

4.5 La posverdad como la privatización de la verdad lejos de ser un reconocimiento del individuo es una justificación para profundizar la destrucción del mundo real. Es censurable vivir en la burbuja privada de la verdad, porque te desconecta con el prójimo, lo otro natural y la Otredad absoluta que es Dios. Pensar que ya no se vive en la era del capitalismo, sino en la era medial de la posverdad, lejos de ser reconocimiento legítimo del yo individual -como cree Ferraris[42]- es vanidad y narcisismo. Para él la verdad no es epistemológica ni ontológica, sino tecnológica, la verdad es algo que se algo que se hace y no se descubre. Pero para Ferraris se trata de un “hacer” que no tiene que ver con la interpretación posmoderna, porque lo tecnológico lo concibe como nexo entre lo entre lo ontológico y lo epistemológico. Esa concepción pragmática de la verdad, que tiene que ver con la “voluntad de poder”, es el olvido de que la verdad ontológica reside en la realidad, la verdad epistemológica en el conocimiento, y lo tecnológico es el instrumento que media entre ambos, pero no “hace ni fabrica” la verdad.

4.6 De modo que, si la lógica de la rentabilidad ha triunfado y contribuido decididamente a la crisis ambiental, lo ha hecho sobre la base del nihilismo integral (ético, religioso, gnoseológico y metafísico).[43] El extravío del sentido del ser, de Dios y del valor, preside el extravío de la razón moderna. Su consecuencia más grave es la pérdida del sentido de la vida y del sentido de comunidad con la naturaleza. Hombre y naturaleza han sido reducidas a cosas, objetividades manipulables, con las cuales se puede instrumentalizar objetivos externos.

4.7 El antiesencialismo metafísico termina convirtiendo todo en medios para fines externos. Es el triunfo de la razón instrumental. Entonces, ello significa que la superación de la metafísica moderna transita por el rebasamiento del capitalismo mismo. Si el capitalismo es resultado de la visión inmanentista de la modernidad, todo ello desemboca en la conclusión que sin trascender la visión metafísica de la modernidad no es posible resolver la crisis climática que nos azota. La crisis climática tiene un presupuesto de base, a saber, la naturaleza es mera cosa disponible y explotable, nada espiritual ni sagrado. O sea, tiene como escenario del fondo el espíritu secularizado, inmanente, pragmático, materialista y desespiritualizado de la modernidad imperante.

 

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El ecocidio de la Naturaleza

5. 0 El desastre ecológico se hace evidente en la contaminación de mares, ríos y lagos, extinción masiva de especies animales y vegetales, emisión indetenible de gases de efecto invernadero, deforestación para la agricultura, liberación del gas metano, agotamiento de la fertilidad de las tierras agrícolas, la pérdida de las selvas y bosques, la contaminación por agrotóxicos, la destrucción de los pulmones del planeta, desaparición de manglares y barreras de coral, descongelamiento de glaciales y de los polos, aumento del nivel del mar, grandes tormentas, calor y sequías.

5.1 Donde con más claridad se deja apreciar la paradoja antrópica es cuando se ha señalado que tres factores calientan más el planeta, a saber, la contaminación electromagnética, la contaminación ambiental del agua, y las líneas eléctricas de superficie. Por la contaminación electromagnética la Tierra no gira a la velocidad debida y por eso se calienta más; por la contaminación ambiental del agua la parte contaminada del océano deja de generar oxígeno aumentando el dióxido de carbono; y por las líneas eléctricas de superficie el poderoso campo electromagnético forma un escudo de iones que no permite pasar el aire húmedo, reduce la lluvia y seca los ríos. La consecuencia es que los océanos se desbordan y se acerca el apocalipsis del metano. Pero todo ello provocaría una nueva Edad de Hielo.

5.2 Por otro lado, es bien conocido que la ciencia destaca que la actividad solar afecta el clima de la Tierra, y constantemente se prueban modelos matemáticos para probar las más fuertes predicciones de disminución de actividad solar. En el 2015 los científicos de la Universidad de Northumbria previeron una Pequeña Edad de Hielo, similar a la que congeló el planeta durante el siglo XVII y principios del XVIII, para el 2030 y 2040. Si las actuales teorías sobre el impacto de la actividad solar no se equivocan entonces tendremos una atmósfera terrestre más fría. No sabemos si la baja actividad solar hará que los icebergs lleguen hasta el Caribe, pero lo más seguro es que esa Pequeña Edad de Hielo pasará en una década sin impedir que Groenlandia sea más verde en el 2100 por el cambio climático de origen humano.

5.3 O sea, si los glaciales del mundo han caído por debajo de los mínimos de los 5 mil años anteriores, la llegada de una menor actividad solar no significa que los glaciales se recuperarán. Más bien continuará su disminución afectando la provisión de agua dulce en todo el planeta. La cultura del descarte y de consumo junto a la demanda de combustibles fósiles siguen acelerando el cambio climático a nivel mundial. Y todo ello es provocado por el hombre del capitalismo industrial.[44] Ya estamos inmersos en el apocalipsis ambiental, pero el cambio aún no es irreversible. El deus in terris o diosecillo terrestre aún no se convence del todo de su fragilidad extrema a pesar de que ya empezó a ser castigado con nuevas pandemias.

5.4 Pero todavía hay esperanza, lo cual abarca medidas concretas e inmediatas como: reducir el consumo de plástico, reducir la materia prima y reutilizarla, encaminarse hacia un modelo de producción ecológico y priorizar lo humano sobre la rentabilidad. Sin tomar conciencia de que el capitalismo se basa en la creación ilimitada de necesidades artificiales será predicar en el desierto para reaccionar ante la emergencia climática. El cambio de hábitos humanos y la conciencia del peligro actual de nuestro planeta pasa por el cedazo de que el capitalismo debe ser superado junto a su lógica del beneficio. Superar el afán sin límite del hombre moderno no es posible sin superar el capitalismo mismo. La emisión descontrolada de gases de efecto invernadero, la destrucción masiva de masas forestales, la contaminación insostenible de aguas continentales y oceánicas, y demás medidas, no podrán concretarse si no se pone límites, control y modificación profunda -en vistas a su sustitución- a la estructura del capitalismo imperante.

5.5 Si se quiere saber qué está pasando realmente con la Tierra que está siendo diezmada por una Humanidad que se encamina hacia su autodestrucción, hay ubicar el dilema en el contexto real y concreto, el cual es la crisis terminal de un capitalismo decadente y desbocado, que está fuera de control y muestra un comportamiento irracional. Así, el miedo de los animales frente al ser humano no sólo es un distintivo del antropoceno, sino de la ferocidad que asume el comportamiento del hombre bajo un sistema depredador de los recursos. Nos hemos convertido en el Infierno de la flora y fauna natural, y del hombre mismo. No es casual que el negacionismo climático sea un esfuerzo coordinado por la multimillonaria industria de los combustibles fósiles. El cinismo moral asienta sus reales en el condumio financiero de la estructura capitalista que pervierte el sentido mismo de la vida. El turbio negacionismo se encuentra en problemas ante la ola de incendios, huracanes, sequías, inundaciones, tormentas y demás consecuencias climáticas, pero cuando lo peor esté por llegar, es decir, hambrunas, migraciones climáticas, aire irrespirable, plagas globales, colapso económico y guerras mundiales, la devastación será tan grande que no habrá margen de reacción.

5.6 Ya es muy tarde para salvar el mundo solamente dejando de comer carne. Aprender a comer de forma responsable es una medida elitista con tres cuartas partes del planeta que apenas tiene un ingreso de tres dólares diarios para alimentarse al día. La hora cero ha llegado y no bastan dietas y meros cuidados del ambiente natural, hay que ir hacia el cambio profundos de estructuras sociales y mentales para salvarnos. Miles de barcos fábrica vacían los océanos. El hombre capitalista rompe el ciclo de la vida natural. Estamos agotando los recursos escasos. Los grandes ríos se han convertido en hilos de agua. La escasez de agua es dramática, las capas subterráneas se están secando.

5.7 Desde Dubái hasta China se copia el modo de vida insustentable de los países altamente industrializados. Pero todo esto es un espejismo que no tardará en desplomarse. No hemos tomado conciencia que estamos agotando lo que la naturaleza nos ofrece. Rompiendo el equilibrio climático de la biodiversidad, mediante un desarrollismo insustentable el principio antrópico bajo el capitalismo, estamos cavando nuestra propia tumba. La deforestación masiva es un ejemplo de la destrucción de lo esencial para producir lo superfluo. Todo lo que tardó miles de años en formarse está desapareciendo. Estamos ingresando a un cataclismo del cual no sobreviviremos. ¿Por qué no reaccionamos a tiempo? Porque el desarrollo capitalista se basa en la concentración de la riqueza en pocas manos, y esta desigualdad implica la búsqueda de riqueza, beneficio y rentabilidad a todo costo, incluso bajo el precio del agotamiento de los recursos. Y esta búsqueda de rentabilidad es la expresión más elocuente de la mentalidad subjetivista, inmanentista, individualista y egotista del hombre moderno que se concibe libre, sin Dios y sin norma moral que lo controle.

5.8 En este contexto no es difícil predecir la catástrofe. Sabemos que la explotación desmesurada de los recursos nos pone en peligro, pero no nos detenemos. La avaricia, la sed de riqueza, de confort, la voluntad de poder, resulta siendo más fuerte que la razón. Vivimos en un mundo desquiciado porque hemos perdido el juicio, y hemos perdido el juicio porque la soberbia del hombre moderno ha demostrado que es principal enemigo.

5.9 La autonomía de la razón ha degenerado en irracionalismo de las pasiones ciegas. Ni qué decir del corazón, porque el sistema capitalista es una estructura que en vez de incentivar el amor o la caridad retroalimenta el egoísmo, narcisismo e individualismo. Con la crisis de la razón autónoma quedó demostrado que ésta sin el corazón se desboca en monstruosidades que amenazan la misma existencia humana. El cambio climático lo expresa con toda nitidez como consecuencia de la explotación despiadada de los recursos del planeta. El sistema que regula nuestro clima está completamente perturbado porque la propia razón moderna está perturbada. La causa no es el mismo pensar abstracto y analítico, sino su perversión por divorciarlo de la intuición, la fe y la trascendencia.

5.10 El hombre y sus instituciones son un agente de cambio en los procesos naturales de la Tierra. El progreso debe continuar bajo un modelo de desarrollo sostenible. Pero los países occidentales desarrollados, principalmente, exhiben un modelo de desarrollo insostenible que acelera el violento cambio climático. Es cierto que las verdaderas causas de las variaciones del clima del planeta son aún un enigma, y que el clima de la Tierra cambia de modo constante sin intervención humana. Pero lo que no es cierto es que el actual calentamiento esté ocurriendo sin ayuda del hombre.

5.11 Por tanto, nuestra responsabilidad es ineludible e irremplazable, y la falta de reacción sólo agrava el problema ambiental. Somos los únicos responsables de la presente crisis ambiental, y nuestros hábitos y modos de pensar no cambiarán si no detenemos y cambiamos la estructura económico-social que los genera: el capitalismo. Lo cual será ya romper con el espíritu antiesencialista, antimetafísico y nihilista que lo preside. El ecocidio de la Naturaleza constituye el pecado capital del arrogante hombre de la modernidad tecnológica y desafía a asumir la humanización del desarrollo y de la individualidad.

5.12 Es justamente la acentuación del antiesencialismo de la modernidad tardía lo que acentúa la incertidumbre existencial mediante la disolución nihilista de los valores absolutos y permanentes. Sin el antiesencialismo moderno no es comprensible la galopante destrucción de la ecología natural, porque previamente se ha vaciado a la Naturaleza de toda esencia y sustancia a respetar. Se la ha reducido previamente a mero ente manipulable y subsumible a la racionalidad instrumental. Sin ese desencantamiento previo del mundo no podría habría expoliación desmedida de la Naturaleza.

5.13 El ecocidio de la Naturaleza tenía que ser la consecuencia natural de la radicalización de la paradoja antrópica en términos antiesencialistas. El espíritu inmanentista de la modernidad conlleva al tratamiento inmisericorde de la Naturaleza. El dominio y explotación ilimitada de los recursos naturales sin medir sus efectos es parte de la lógica del antropocentrismo despótico que sostiene una racionalidad técnica separada de la ética y de cualquier consideración moral. Es más, no es posible promover energías renovables meramente con una mentalidad científica que no proporciona un sentido de la vida. Es decir, pretender detener el ecocidio natural con un mero contexto inmanentista es una contradicción in situ, porque lo que se necesita es una reconciliación con lo sagrado.

 

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El ecocidio de lo humano

6.0 Al desastre ambiental se suma el desastre humano con el crecimiento desordenado de las megalópolis, sin áreas verdes ni contacto con la naturaleza, repletos de contaminación visual y acústica, hábitos dañinos de consumo, desperdicio de un tercio de los alimentos que se producen, exiguo nivel de acceso a energías limpias y renovables, crecimiento de la pobreza y malnutrición, deterioro del nivel educativo, retroceso de la capacidad cognitiva por el abuso de tecnología digital, privatización del acceso al agua potable, imposición de la cultura del descarte, degradación social con el crecimiento del narcotráfico y consumo extensivo de drogas, exportación hacia los países en desarrollo de los residuos líquidos y sólidos tóxicos, la expansión de laboratorios secretos químicos y biológicos como armas militares.

6.1 En este sentido, la geopolítica no puede estar exenta de responsabilidades ambientales. Debería prohibirse la instalación extraterritorial de armas nucleares en otras regiones, países y continentes no nuclearizados. Y de las armas ya instaladas se debería exigir el retiro inmediato de las mismas de los países que han cedido bases militares al imperio del Norte. El retiro de más de 2 mil quinientas cabezas nucleares de los países europeos, sin armamento nuclear, significaría no sólo disminuir la tensión política y el peligro de confrontación militar, sino que podría hacer desaparecer el peligro de exterminio de nuclear de un continente entero. En cambio, mantener una Europa como rehén nuclear de los Estados Unidos de Norteamérica aumenta las posibilidades de una catástrofe inevitable en caso de conflicto entre las grandes potencias. Al mismo tiempo se debe impedir la política intervencionista de la potencia del norte, por ser la causante de que los países emergentes perciban que para defenderse deben hacerse de armamento nuclear, y con ello se proliferan las armas nucleares. Detrás de todo ello está la diseminación de la voluntad de poder de la modernidad inmanentista, como una enfermedad indetenible que es retroalimentada por la política hegemónica, belicista e intervencionista de la potencia del norte.

6.2 El hegemonismo intervencionista es parte del deterioro de las relaciones internacionales entre los Estados, pero también es un componente esencial de la crisis ambiental porque el ambiente también lo componen el tipo de relaciones que establecen los países entre sí. Y las relaciones basadas en la fuerza son parte del desastre ambiental humano. En la guerra de Ucrania la amenaza de ataque a la central nuclear de Zaporiya por las fuerzas de Zelenski, ejemplifica la amenaza de una gran y letal contaminación radioactiva latente. De las cuatro plantas nucleares de Ucrania la de Zaporiya es la que colinda con los territorios del Donbass, pero las amenazas de radicación tras el ataque serían colosales. Atacar una central nuclear no tiene precedentes en la historia y sería un criminal acto terrorista, comparable al ataque mortal con bomba a la hija del filósofo ruso Alexander Dugin por parte de las fuerzas de seguridad de Kiev. Pero lo más preocupante es que la amenaza de un ataque nuclear por parte de Rusia incrementa el riesgo de su suceso calamitoso ante la arremetida guerrerista y provocadora de Occidente. Esta conducta irresponsable de EEUU y sus aliados de jugar con fuego, también se extiende hacia el Océano Pacífico ante las provocaciones constantes a China por apoyar la independencia de Taiwán.

6.3 Los problemas de paz y el peligro de una nueva guerra mundial forman parte del deterioro de la ecología humana dentro de la crisis ambiental. Occidente se conduce como si hubiese ingresado a una etapa delirante e imprudente de su hegemonía mundial, cuando todo indica que su dominio global es cosa del pasado y está condenado a desaparecer. La verdad es que nadie esperaba que el fin de la hegemonía del mundo unipolar y el tránsito hacia la hegemonía del mundo multipolar fuera pacífica, pero al menos se guardaban esperanzas que subsistiera un mínimo de sensatez y sentido común para impedir un enfrentamiento nuclear entre las principales potencias. Rusia se contiene al máximo a pesar de las descaradas provocaciones, pues en Ucrania prácticamente es Occidente el que se enfrenta a Rusia e impide un diálogo de paz. Su constante suministro de armas, a pesar de la falta de ánimo de combate de las tropas ucranianas que se suple con mercenarios terroristas, prolonga el conflicto innecesariamente. Han transcurrido seis meses de guerra y si Occidente estuviera obstaculizando hace tres meses el conflicto hubiese acabado. Se puede pensar que la crisis económica, monetaria, energética y social que se cierne sobre Occidente puede propiciar el fin de sus absurdas sanciones, que más daño ocasiona a su propia economía que a la rusa, y puede aproximar el fin del conflicto. Pero se divisan a las oscuras fuerzas del viejo orden que apuestan de forma temeraria y suicida por todo lo contrario, buscan acentuar el conflicto y provocar una intervención directa de la OTAN desencadenando otra guerra mundial. Lo cual significaría el fin de la civilización conocida y señalaría que la humanidad tecnológica no pudo superar los peligros que engendró.

6.4 Las dos guerras mundiales del siglo veinte son un signo de la historia humana, sentenciaron a la razón burguesa del capitalismo imperante, señalando el ocaso de la civilización pragmática, materialista y utilitaria, que orgullosa se hizo del poder político desde la Revolución francesa bajo los lemas de Igualdad, Fraternidad y Libertad, pero transcurridos dos siglos y algunas décadas, luce desvaído, roído y desgastado. Para los teóricos de la Escuela de Frankfurt de la primera generación, Adorno y Horkheimer[45], la autodestrucción del Iluminismo estaba previsto en el propio pensamiento iluminista con su dialéctica positiva de la teoría del progreso. Al identificar la Razón con dominio acabó reificando por completo esa humanidad que en principio estaba destinada a ser “amo del mundo”. Prácticamente la crisis ambiental estaba inscrita en sus entrañas.

6.5 Para Adorno la subjetividad humana está siendo destruida por el capitalismo, acentúa el lado regresivo y no progresivo de la Razón. Aprovecha su ambivalencia para expandir la razón instrumental y calculadora, y una vez que deja al hombre sin Dios, se erige en su divinidad. Esa es su dialéctica, la cultura y la ideología se convierten en anestésicos. En cambio, la segunda Escuela de Frankfurt con Habermas, ya no funda la racionalidad en una teoría de la conciencia, sino en una teoría del lenguaje. El resultado es una razón comunicativa al servicio de la democracia demoliberal. Su enfoque reformista del ideal transnacional y cosmopolita fue arrasado por el capitalismo neoliberal que desmontó el capitalismo social de mercado de la economía de bienestar europea y fue incapaz de oponerse a la galopante crisis climática que alentó. Lo cual demostró que su secularismo e inmanentismo no era el camino para superar la crisis de la modernidad.

6.6 En realidad, la filosofía posmoderna ha sido la desmalignización del mal y la malignización del bien. Así, Lyotard y Vattimo, parapetados en un neonietzscheanismo nihilista y cabezas visibles de la filosofía relativista de la hermenéutica posmoderna, celebran la destrucción de la subjetividad y la desintegración del contenido ontológico. Prácticamente promovieron la alteridad pervertida y antinatural y la desmalignización del mal y la malignización del bien, con su cháchara bufonesca de “dejar ser a la diferencia”. Estos pensadores, incluido Foucault en su última etapa -donde concluye de forma anética y nihilista que cada persona puede desarrollar sus propios códigos de conducta, incluido el placer perverso[46]- reflejan el extravío moral al que arriba la modernidad postmetafísica, inmanentista y antiesencialista.

6.7 Es por ello que Giorgio Agamben puede advertir que el poder soberano se extiende impune sobre la vida en un contexto secularizado e inmanentista de la modernidad. el Homo sacer[47] representa la deshumanización y aniquilamiento de la individualidad en la modernidad. Es más, la modernidad es la que vacía de significado y significación a la vida misma del hombre, fortaleciendo el poder soberano que es dueña del poder sobre la vida y la muerte. Si Agamben no hubiera estado tan fuertemente influido por Foucault, Benjamín y Schmitt, y más por Marx o la primera Escuela de Frankfurt, habría puesto énfasis en que el aniquilamiento de la individualidad en la modernidad es resultado directamente del capitalismo, porque condena al hombre a una vida sin esencia. Su excesivo énfasis en la teoría del poder le hace perder de vista a Agamben la importancia de la estructura inhumana de la modernidad capitalista. Y es esta propia estructura perversa el factor central de la crisis ambiental del presente.

6.8 Lo más lamentable es que desde las mismas entrañas de la ideología dominante se supura la teoría deshumanizadora del transhumanismo, como utopía tecnológica para volver hablar del “superhombre”. El capitalismo neoliberal y el capitalismo digital proporcionan el motivo subjetivo, a saber, el individuo egoísta. Los nazis impusieron sistemáticamente un programa de eugenesia, eutanasia y aborto para las razas indeseadas. Ahora el neoliberalismo capitalista lo promociona como algo bueno y de libre opción.

6.9 Primo Levi[48], sobreviviente de Auschwitz, nos cuenta que sólo hace falta el líder carismático para que se nos imponga un programa de exterminio de la población del planeta con el pretexto de la sobrepoblación. Su libro es un testimonio sobre la condición humana. Sobre cómo son reducidos a la bestialidad y a la demencia las víctimas del campo de concentración, y cómo el hombre común es peor que un monstruo cuando se convierte en un burócrata obediente. Las víctimas antes de ir a la cámara de gas son previamente deshumanizadas. Una vez aplastado el régimen de terror del nazismo la gente volvió a la normalidad, abandonando su rigidez psicológica.

6.10 Los salvados fueron los peores, los más egoístas; los hundidos fueron los mejores, los que tuvieron valor. Los SS eran gente normal, pero bestializada por la deseducación nazi. La Solución Final puede volver a ocurrir si las circunstancias vuelven a confluir. Y parece que es así. Y para ello no sólo hay que recordar al régimen genocida de Pol Pot y Yeng Sari en Camboya, ni a los truculentos regímenes dictatoriales del Cono Sur latinoamericano, sino a algo más siniestro. Me refiero al divorcio de la ciencia respecto a la ética y su servidumbre a la política. El avance de la biotecnología hace posible el terrorismo biológico que hace imperceptible el régimen de terror.

6.11 No es casual que en las actuales sociedades posdemocráticas de Occidente la democracia se va fusionando con el totalitarismo fascista.[49] Se atribuye a la élite globalista planes conspirativos para alentar a programas de despoblación mundial, todo dentro de una trampa para el dominio global.[50] Las llamadas democracias liberales han girado cada vez más hacia democracias autoritarias, a sociedades posdemocráticas, a fenómenos intratotalitarios, donde la clásica distinción entre dos tipos de regímenes políticos característicos de nuestro tiempo no concuerda con esquemas simples.

6.12 El ecocidio de lo humano coincide con la disolución de la antítesis que opone frontalmente la democracia con el totalitarismo. La democracia ha dejado de ser una amenaza exterior a la democracia, para convertirse en una cizaña interior. El ejemplo más elocuente lo tenemos en el neoliberalismo global que impuso la llamada doctrina del Shock o políticas impopulares e indeseadas contra el pueblo. Aquel auge del capitalismo del desastre fue la reconfiguración fascista del mundo democrático capitalista.  

 

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La desigualdad social

7.0 Es irracional culpar de la degradación del ambiente natural y humano al crecimiento poblacional de los pobres y excluidos del planeta mientras los países ricos y la élite plutocrática se irrogan el derecho de consumir de modo desproporcionado y de un modo que es imposible generalizar. En la hora actual es monstruoso hablar de ética sin denunciar los poderes económicos que justifican el deterioro ambiental y que prosiguen sin pausa en la destrucción ecológica. Nuevamente se impone aquí la lógica de la renta beneficio antes que el ambiente.

7.1 Un pequeño ejemplo lo constituye una agricultura mecanizada dedicada la producción de cereales, soya y gránulos hiperconcentrados para alimentar a un ganado destinado al consumo de carne de las ciudades. O sea, se prioriza el negocio de la carne antes que una sana agricultura dedicada al consumo humano. El resultado es que la agricultura industrial desembocó en el reemplazo de la diversidad por la estandarización. No hay enfoque alimenticio ecológico, sino consumista.

7.2 No son los pobres de la Tierra quienes contaminan el medio ambiente, a pesar de que talan los bosques buscando una agricultura de subsistencia, sino que son los poderes económicos los que empujan a tal actividad concentrando la riqueza en pocas manos. En el 2015, 3 mil 600 millones de personas poseían una riqueza igual que 62 personas ricas.

7.3 Ni en la época del colonialismo la desigualdad social fue tan grande. Es un modelo insustentable para el planeta que el 99 por ciento de la población mundial posea menos riqueza que el 1 por ciento más pudiente de la gente del planeta. La desigualdad mundial es actualmente el principal factor socio-económico de la crisis ambiental. Y es inconcebible afrontar la crisis climática sin atacar el problema de la desigualdad social.

7.4 Se señala que las causas de la desigualdad son: la globalización, la irrupción tecnológica, los empleos y salarios, los sistemas fiscales, la evasión fiscal, la corrupción, la escasez de política antiigualitarias, la inequidad en el acceso a la educación, agua potable y bienes y servicios, se ha llegado a culpar hasta a la religión católica para ponerla en contraste con los países protestantes. Pero todo esto oculta un enfoque extraclasista, que sigue dejando al gato como despensero. Lo que en realidad impide la lucha contra la pobreza y la desigualdad social es la estructura social capitalista, que no tiene como prioridad al hombre sino al lucro.

7.5 De modo que lo que tenemos es una necropolítica[51] que oculta las verdaderas causas de la crisis ambiental, porque está imbricada íntimamente con la explotación capitalista del planeta. Pero de poco sirve señalar que la necropolítica se asienta en el servicio a grupos privados de poder cuando éstos no son vinculados con un sistema económico que les da consistencia y racionalidad. Matar a los pobres mediante el hambre, la exclusión social y la desigualdad porque no son rentables para el neoliberalismo, es valioso señalarlo, pero de poco sirve cuando no se le vincula para solución con política anticapitalista y socialista.

7.6 La necropolítica es un derivado de la cultura tanatocrática del capitalismo. Y lo es porque la estructura del capitalismo consiste en la destrucción de la esencia humana. En filosofía quien más expresamente manifestó lo tanatocrático fue el pensamiento fascista del existencialismo heideggeriano: somos seres para la muerte. Y tuvo que ser una filósofa cristiana quien hubo de responderle, me refiero a Edith Stein[52]: somos seres para la vida eterna. Con la última pandemia del COVID se sospechó que fue un arma biológica creada para el exterminio mundial de la población más vulnerable -ancianos, y personas con enfermedades preexistentes-. El beneficio sería que la carga de pensiones de los países ricos se vería seriamente disminuida por el fallecimiento masivo de ancianos, además de muchos enfermos en el sistema de salud, todo lo cual es visto por el Estado liberal como una carga. El gerontocidio fue públicamente manifestado por el vicegobernador de Texas en 2020 para aliviar la carga económica de los Estados Unidos. Estas ideas necrofílicas se destilan del sistema perverso capitalista que prioriza la renta y el beneficio sobre el hombre. Demostración palmaria que el capitalismo es en su entraña un sistema deshumanizado y sin ética.

7.7 La necropolítica del capitalismo transforma al hombre en mercancía desechable. Pero esto no es un descubrimiento de la biopolítica de Foucault porque ya estaba contenido y desarrollado a profundidad por el marxismo. No se trata de reivindicar ningún comunismo burocrático y autoritario, sino de reconocer teóricamente que la idea de la reducción del hombre a mercancía está presente en la abolición marxista del capitalismo porque vacía al hombre de su propia esencia. Porque si no partimos del mundo real, y no meramente de premisas teóricas, entonces no seremos capaces de coger la raíz de la crisis ambiental.

7.8 Es natural que el énfasis nuestro en la esencia humana le resulte indigesto al marxismo ortodoxo por considerarlo como un tufillo idealista burgués, propio del humanismo ético, sentimental y utópico del Marx de los Manuscritos, pero no del Marx maduro. A lo cual se puede responder que los Manuscritos son la primera elaboración de la concepción comunista del mundo y su posible revaloración no significa privilegiarla sobre la etapa posterior. Por el contrario, lo que significa es que la rehumanización del hombre enajenado por el capitalismo no puede transitar por un socialismo burocrático que nace directamente del comunismo de Marx.

7.9 En otras palabras, si se vincula la necropolítica con la crítica socialista no es para repetir a Marx, sino para incidir en la necesidad histórica de construir un socialismo democrático. Es más, sin la construcción una utopía socialista democrática no será posible superar la crisis ambiental. Y sencillamente es así porque la misma requiere de la superación del capitalismo en unos términos socialistas nuevos, no autoritarios ni burocráticos, sino democráticos.

7.10 Es más, la esencia misma del socialismo exige de la democracia. Tarea menudamente complicada, puesto que se puede incurrir en un izquierdismo menos ideológico y centralizado, pero más pragmático y exitista. Dicho caso lo tenemos en el reformismo de la socialdemocracia europea, que demostró un relativo éxito por algunas décadas, pero demostró su incapacidad para resistir el embate ideológico y real del capitalismo neoliberal que la terminó liquidando.

7.11 Incluso su versión soviética con Mijaíl Gorbachov, terminó sucumbiendo por errores internos y la conspiración del imperialismo. Con ello tanto la heterodoxia socialista como la heterodoxia marxista fracasaron. No obstante, queda en pie la primera crítica neomarxista a la ortodoxia emprendida por Georg Lukács[53], a saber, el proletariado debe convertirse en sujeto de la historia. Es decir, no hay cambio integral del hombre si la revolución no es concebida como cambio cuantitativo (abundancia) y, a la vez, cualitativo (libertad).

7.12 Esto significa, que no habrá cambio real de la crisis ambiental mediante meras reformas que gestionen la crisis, cuando lo que se requiere es de una visión integral que no excluya el factor político como la verdadera llave de la comprensión integral del apocalipsis ambiental. La solución es revolucionario y no meramente reformista. En este sentido las recomendaciones de la ONU para solucionar el problema de la desigualdad social global son valiosas y verdaderas pero incompletas. Veamos cuáles son las recomendaciones para que se logren paulatinamente hasta el 2030:

1.     Mantener el aumento de las ganancias del 40% más pobre de la ciudadanía en un índice por encima de la media nacional.

2.     Impulsar la ayuda oficial al desarrollo para los países con más necesidades.

3.     Fomentar la inclusión social, política y económica de toda la población sin ningún tipo de discriminación.

4.     Asegurar la igualdad de oportunidades.

5.     Aprobar políticas (de protección social, salariales y fiscales) en pos de esa igualdad.

6.     Mejorar la regulación y supervisión de los organismos y mercados financieros, y reforzar la aplicación de esas leyes.

7.     Garantizar más representación y participación de las regiones en desarrollo en la toma de decisiones de los organismos financieros y económicos internacionales.

8.     Favorecer la migración y movilidad seguras de las personas.

9.     Emplear el fundamento del trato especial y diferenciado a las regiones en desarrollo, de acuerdo con los pactos de la Organización Mundial del Comercio (OMC).

10.   Acotar por debajo del 3% los costes de transacción de los envíos de las personas migrantes y acabar con los agentes de remesas de un valor superior al 5%.

7.13 ¿Estas recomendaciones son valiosas? Lo son. ¿Son imprescindibles? También. ¿Son certeras? Lo son. ¿Son realistas? No, no lo son. No todo lo valioso, imprescindible y certero llega a ser realista. Y no lo son porque sencillamente mientras no se haga nada para sacar del poder a los poderes económicos que manejan la política global, las recomendaciones quedarán en letra muerta, sin efectividad alguna. Simplemente se seguirá contaminando el planeta por le rinde ingentes ganancias a la élite mundial. ¿Pero puede brotar la revolución en un mundo donde las masas se han vuelto hedonistas, nihilistas, relativistas e individualistas? No, no se puede. Por esto, la revolución no es un capricho de cabezas calenturientas.

7.14 Sin embargo, ¿puede contribuir a su cambio un Nuevo Orden Mundial? Sí, sí puede, y de modo decisivo. Un Nuevo Orden Mundial Multipolar de sesgo nacionalista y no imperialista puede contribuir a un cambio político decisivo del orden de cosas respecto al cambio climático. Esa es la piedra de toque que requiere urgentemente la solución de la crisis ambiental, a saber, la derrota de los poderes económicos hegemónicos que prosiguen con la destrucción planetaria en todo orden de cosas, de la naturaleza y del hombre. Además, un Nuevo Orden Mundial donde la política recupere su soberanía sobre la economía puede ser el punto de inflexión de la revitalización de la conciencia social de las masas sumidas en la indiferencia de la cultura posmoderna, amén de un serio combate de la desigualdad social. Pero si a ello no se une un cambio de la base energética y un nuevo estilo de vida no consumista, poco se alcanzará.

7.15 En otras palabras, es iluso pensar que la cooperación internacional contra la desigualdad puede dar fruto al margen de cambios políticos, vitales y tecnológicos profundos en el mundo. El Planeta ha llegado a tal punto de deterioro ambiental que el combate de la desigualdad social representa el paradero insoslayable de una verdadera revolución política que la enfrente. Y esto sólo es posible con un Nuevo Orden Mundial, pues el mantenimiento del mismo Orden Unipolar solo garantiza el sometimiento de la política a los poderes económicos de las multinacionales que sólo priorizan el lucro sobre la salvación de la Humanidad.

7.16 En la década de los setenta del siglo veinte los teóricos de la teología de la liberación vieron con toda lucidez que el capitalismo era una estructura socioeconómica que pervierte al hombre. De ahí enfatizaron, dentro del espíritu de Concilio Vaticano II y la Conferencia de Medellín, la opción preferencial por los pobres y que la Iglesia es el pueblo de Dios. Concluyeron que sin practicar la justicia social y amor real al prójimo no hay verdadero amor a Dios.

7.17 Es natural la ofensiva contra la teología de la liberación que emprendieron orquestadamente juntos el Papa Juan Pablo II y el neoliberalismo de Thatcher y Reagan. Se le acusó de marxistizar el cristianismo, se alertó contra la politización con excesivo interés temporal. Tuvieron que pasar décadas y venir un nuevo siglo para que su verdadero sentido fuera comprendido. En 2013 el teólogo de la liberación Gustavo Gutiérrez fue recibido por el Papa Francisco en señal de espaldarazo y ratificando que la opción preferencial por los pobres es medular y está vigente en su pontificado.[54]

7.18 En realidad, la teología de la liberación cristianizó el marxismo, denunció la opresión del mundo pecaminoso, puso en primer lugar la caridad, rescató el profetismo bíblico, subrayó la propuesta emancipatoria del cristianismo y destacó que Dios es inseparable del amor al prójimo. La teología de la liberación volvió a conciliar lo temporal con lo eterno, y acabó con la separación absoluta entre el mundo y Dios. Todo un ejemplo de síntesis entre lo inmanente y lo trascendente.

7.19 No es posible solucionar la crisis ambiental soslayando el tema neurálgico de la desigualdad social, asunto tan desestimado por el insensible neoliberalismo dogmático. Todo esto exige un nuevo enfoque de justicia que sólo es dable en un marco de relaciones no capitalistas. Se necesita de una idea de justicia como copertenencia. Fuera de ese contexto se podrán recuperar los cuatro aspectos fundamentales que lucen extraviados en la actual civilización materialista y nihilista: el respeto a la naturaleza, el sentido de la vida, el sentido de lo divino y el sentido del ser.

7.20 El credo liberal clásico predica contra el combate de la desigualdad social que las políticas igualitaristas coactan la libertad individual, y que el Estado no debe financiar las políticas públicas de igualitaristas porque se trata de una idea romántica insostenible.[55] Esta propuesta ya fue respondida en su momento por John Rawls[56], el cual pensó la justicia en términos democráticos, sin renunciar a la igualdad y a la libertad. Su logro indiscutible en medio del neoliberalismo es que revitalizó el concepto de igualdad. Es posible que para que la teoría moral de Rawls sea menos jurídica y más política, debe ser complementada con una teoría del poder, capaz de neutralizar a los grupos económicos que existen al interior de la democracia.[57]

 

C A P I T U L O   V I I I

La Triple alianza

8.0 Hay que decir con toda claridad que son los países ricos, y no los países pobres, los responsables del deterioro ambiental y humano originado por un sistema que privilegia sobre el hombre a las finanzas y al consumismo. La civilización práctica poniendo todo al servicio de las finanzas, el consumismo y la rapidez nos ha llevado a una destrucción ambiental terrorífica. Lo cual tenía que suceder, porque la civilización pragmática se ahoga en ambiciones, pero carece de ideales.

8.1 La contaminación atmosférica tiene lugar en primer lugar por parte de los países ricos. China Estados Unidos e India, en ese orden, son las naciones que más contaminan por sus emisiones de dióxido de carbono. Es decir, los países más industrializados del mundo son los que exhiben un desarrollo insustentable en términos ecológicos. Le siguen Rusia, Japón, Irán, Alemania, Corea del Sur, Arabia Saudita y Canadá. Esos son los diez países más contaminadores. De los cuales tres son de los BRICS. Entonces, cabe interrogarse: si China y Rusia son países contaminantes ¿cómo pueden garantizar un Nuevo Orden Mundial más ecológico? Es un contrasentido, tal como están las cosas no son una fuerza real de cambio de la crisis ambiental.

8.2 Si ni el capitalismo neoliberal, ni el capitalismo nacionalista ruso y chino garantizan el combate efectivo a la contaminación ambiental, entonces eso significa que, a corto plazo, justo lo que se necesita, no hay esperanzas reales de revertir las dramáticas condiciones del planeta.

8.3 El caso de China es preocupante. Ya es la primera potencia económica del mundo y en vez de mostrar una decidida política ambiental ha destinado ingentes recursos a imitar el consumista estilo de vida occidental. China ya es parte del reducido grupo de países de ciencia y tecnología de avanzada, por lo que no se deben perder las esperanzas de un giro en su preocupación ambiental.

8.4 Alemania, por su parte, es el país europeo con mayores emisiones de CO2 por su gran dependencia del carbón. Pero si sumamos las toneladas de CO2 que se arrojan anualmente a la atmósfera entre todos los países del mundo industrializados del mundo junto a los países emergentes, tenemos una cifra pavorosa y desesperanzadora. Los países subdesarrollados casi han igualado en porcentaje de CO2 a los países desarrollados. No obstante, hay que reconocer que los países más limpios del mundo son Bangladesh, Chad, Pakistán y Tayikistán. Mientras que Islandia, Finlandia y Bahamas son los menos contaminadores. Suiza tiene el mejor aire del mundo demostrando que las políticas de protección climática y geográfica son efectivas. En Latinoamérica lo es Costa Rica. Mientras que Perú es el más contaminado de la subregión, Brasil e Indonesia son también contaminadores prominentes al tomarse en cuenta la deforestación masiva. La impactante cifra de árboles calcinados en incendios alcanza a dieciséis canchas de futbol por minuto. Ahora se comprende mejor la advertencia científica sobre el riesgo de extinción humana por una catástrofe climática.

8.5 La huella ecológica por país se refiere a la exigencia que ejercen los humanos al planeta para satisfacer sus necesidades. El resultado es que actualmente se necesitarían 1,7 planetas Tierra para satisfacer las necesidades de todas las personas. Algo sencillamente inconcebible. Simplemente estamos agotando los recursos.

8.6

Aumenta constantemente el déficit de biocapacidad que permite el territorio a los países. Lo que significa que la huella ecológica de la humanidad está cada vez peor. La contaminación por CO2 acumulada en la atmósfera que hay en el mundo causa un calentamiento global de alrededor de 1°C desde la revolución industrial. Lo que hace imperioso implantar urgentemente la medida anual de la huella de carbono personal y empresarial, con recompensas tributarias. Hay que generalizar el uso de energía verde y de placas solares en todos los domicilios particulares y empresariales. Extender intensivamente los parques de energía eólica. Y todo esto en el más breve plazo.

8.7 No obstante, la verdad que es reconocida actualmente es que el 1 por ciento de la población más rica del planeta contamina el doble que la mitad más pobre. Los grupos poblacionales más pobres son los menos responsables de la crisis climática. La responsabilidad global por la contaminación mundial corre a cargo de una minoría supremamente enriquecida.

8.8 En otras palabras, el cambio económico está irremediablemente unido a la desigualdad económica, porque son los ricos los que impulsan las emisiones de gases de efecto invernadero. Pero los más afectados no son ellos, sino los pobres de la Tierra.[58]

8.9 Si el cambio climático está unido a la desigualdad económica, entonces lo está también a una estructura socioeconómica que la sustenta, tal como es, el capitalismo. El consumo excesivo de los ricos exacerba la crisis.

8.10 Si no se unen tres factores: el cambio del estilo de vida, un Orden Mundial no capitalista, y una base energética ecológica, la humanidad tendrá asegurada su propia extinción. Sólo dándose esa Triple alianza se podrá superar la crisis ambiental.

 

C A P I T U L O   I X

La deuda ecológica

9.0 Existe una deuda ecológica de los países ricos con los países pobres. El origen de la degradación humana y ambiental es la inequidad planetaria impuesta por la modernidad capitalista con su racionalidad instrumental, calculadora, rentista, relativista, anética y nihilista. Los efectos más graves del deterioro ambiental recaen sobre los pobres de la Tierra.

9.1 La pérdida de la biodiversidad, la creciente contaminación por la extracción de petróleo, la contaminación de ríos y lagos por la actividad minera, la expoliación maderera a escala industrial, la contaminación de la atmósfera con CO2, la falta de inversión extranjera en países emergentes, el aumento de la migración por el desempleo y falta de promoción del desarrollo por los países ricos, entre los principales efectos, constituyen el pasivo ambiental de una deuda ecológica que debe ser canjeado por la deuda externa de los países pobres. Es la agricultura moderna de los países ricos, frente a la agricultura tradicional de los países pobres, los que tienen un alto gasto de combustibles fósiles y son responsables de la contaminación ambiental creciente.

9.3 Son los países ricos los que tienen una descomunal deuda ecológica con los países pobres. Y su atención debe ser parte del nuevo derecho internacional a constituirse de modo urgente. Si los países ricos contaminan el ambiente natural y humano de los países emergentes están en la obligación moral de resarcir el daño de modo permanente y sistemático. Son los países ricos los que llevan adelante una política de expoliación de los recursos naturales de los países pobres, y por ello son los directos implicados en la pobreza, miseria y sufrimientos que causan a millones de seres humanos en el planeta. Lo justo es imponerles el canje de la deuda externa de los países emergentes por la deuda ecológica que tienen los países desarrollados[59].

9.3 La sostenibilidad ecológica y la justicia ecológica está de lado de los países pobres, y lo contrario de lado de los países ricos. El ecologismo de los pobres exhibe una sociedad ecológicamente sostenible, que favorece la conservación de los recursos, dentro de una relación tradicional y sacral con la Naturaleza.

9.4 La deuda ecológica representa la deuda de la modernidad con el espíritu de la Humanidad tradicional. Demostrando su superioridad incuestionable en términos ecológicos.

9.10. La deuda ecológica de la modernidad retrata el resquebrajamiento integral de los ideales de Igualdad, Libertad y Fraternidad. Los mismos que han devenido en el retrato fidedigno de un mundo nihilista donde el mayor peso de la crisis y sufrimiento cae sobre las espaldas de los pobres de la Tierra.

 

C A P I T U L O   X

La cultura del descarte

10.0 La cultura del descarte solamente es la punta del iceberg de la crisis presente, que hunde sus raíces en la crisis de caridad de la racionalidad deshumanizada de Occidente. La modernidad occidental con su recalcitrante inmanentismo ateo y su sociedad postmetafísica, irrespetando la esencia de las cosas, privilegiando lo artificial sobre lo natural, ha llevado de forma incontenible al mundo al desastre.

10.1 La cultura del descarte tiene su base cultural y material en la supresión de la esencia por la modernidad antimetafísica y el capitalismo cosificador. No sólo el capitalismo sino el espíritu de la modernidad misma es la que condena al hombre a una vida sin esencia.

10.2

Al espíritu de la modernidad le es intrínseco no sólo el fetichismo de la mercancía sino del hombre mismo. La cultura del descarte no es un Estado, ni un ideal, sino el movimiento mismo de la realidad moderna que suprime las esencias y todo lo vuelve funcional. Al convertirse todo lo real en natural y prosaico se convierte en descartable y sustituible. El propio hombre deja de ser único e irremplazable. Por el contrario, es otra cosa más a sustituir en beneficio de la lógica de la rentabilidad imperante en el espíritu pragmático de la modernidad.

10.3 La cultura del descarte está íntimamente vinculado a la cultura de la muerte, el imperio de la Nada, a la tanatocracia a la necropolítica, y no sólo a la explotación capitalista. Una vez que la mentalidad antimetafísica vacía la realidad del mundo de las esencias, deja las compuertas abiertas para que todo lo real sea visto como meras relaciones y nada substancial. Y la mentalidad relacional sometiendo todos los entes al devenir y a lo procesual tiene el camino expedito para reconfigurar la realidad a sus anchas y sin limitaciones.

10.4 La cultura del descarte antes de brotar del capitalismo, surge del espíritu antimetafísico y antiesencialista de la modernidad misma. Por eso que su supresión supone no sólo la superación del capitalismo sino de la modernidad inmanentista, antiesencialista y secularizada.

10.5 La verdadera fuente de la cultura del descarte que ha presidido la destrucción medioambiental no es la voluntad de poder, ni el pensar funcional, ni la racionalidad científico-técnica, sino el giro moderno antiesencialista y antimetafísico que preside todas las manifestaciones culturales y materiales de la modernidad divorciadas del ser, del valor y de la ética.

10.6 La cultura del descarte tiene su más descarnada y obscena manifestación en la importancia inusitada que ha cobrado el cuidado del cuerpo, el entretenimiento y el juego en el nihilista mundo actual. Las masas otrora revolucionarias se han vuelto nihilistas, y junto a las élites se han volcado en vez del arte, la cultura y el libro hacia el gimnasio, el deporte y la ludopatía. Nunca como en ningún otro momento de la historia el impero totalitario del Tener sobre el Ser ha sido tan pleno como en la presente era tecnotrónica. Lo cual es un claro signo del Final de los Tiempos modernos y su decadencia finisecular.

 

C A P I T U L O   X I

El Nuevo Orden Multipolar

11.0 El Nuevo Orden Multipolar debe obligar a los países ricos a saldar la deuda ecológica. Pero vamos directo a la catástrofe civilizatoria por la gran velocidad de la degradación ambiental en medio de un sistema mundial insostenible. El enloquecido hombre prometeico de la modernidad está destruyendo la Creación de Dios. La presente civilización materialista y deshumanizada traiciona y defrauda las expectativas divinas puestas en el hombre.

11.1 ¿Pero acaso el Nuevo Orden Mundial Multipolar está en condiciones de brindar soluciones a la crisis medioambiental? ¿No son países como China, Rusia e India grandes contaminadores del medio ambiente? ¿Acaso en el poco tiempo que nos queda pueden los países ricos del mundo unipolar dejar de contaminar el medio ambiente o lo harán más intensivamente para subsistir?

11.2 La coyuntura medioambiental es tan delicada que el giro geopolítico en el mundo puede emprender una cruzada salvadora de descontaminación global, ¿pero sus efectos podrán repercutir en la recuperación del medio ambiente? ¿Basta el giro geopolítico para solucionar la crisis climática? ¿No está la Humanidad sitiada por una crisis ecológica que excede sus fuerzas mentales y tecnológicas? ¿El Apocalipsis en el plan eterno de Dios se consumará por la catástrofe ecológica?

11.3 Por el poco tiempo que queda sería ingenuo pensar que el triunfo del nacionalismo geopolítico mundial puede poner fin drásticamente a ciudades llenas de coches y humos, plásticos flotando en el mar, el derretimiento de los polos, la extinción de plantas y animales, cerrar el agujero de la capa de ozono, plagar el planeta de energías renovables e impulsar economías sostenibles.

11.4 Para que el mundo multipolar tenga un impacto profundo en el problema ecológico tendrá que impulsar tres cosas fundamentales y decisivas, que pueden cambiar el estilo de vida: 1. Reconciliarnos con Dios y lo sagrado, 2. Respetar la esencia de las cosas, y 3. Realizar la actitud contemplativa.

11.5 Por lo primero se realiza un giro espiritual, por el segundo un cambio metafísico, y por el tercero una metamorfosis vital. Sólo así se podrá evitar el desastre ecológico que ocasiona el tremendo poder humano asistido por la técnica, la ciencia y la economía. No advertir estas cosas de fondo sólo significará administrar la crisis, pero no resolverla. Sólo implicando al hombre desde su espíritu se puede abrir un camino realista ante el inminente desastre ecológico.

 

C A P I T U L O   X I I

El giro metafísico

12.0 Sin un profundo cambio de las bases metafísicas de la civilización occidental -si no avanza hacia una nueva espiritualidad, una nueva relación entre lo inmanente y lo trascendente- la humanidad no podrá superar el atolladero en que se encuentra. Un nuevo orden mundial deberá portar un nuevo sentido metafísico del mundo o no habrá cambio significativo alguno.

12.1 Las civilizaciones del pasado han desaparecido por hambrunas, plagas, desastres naturales y guerras. Nuestra presente civilización está a punto de desaparecer por una razón tecnológica: no poder remplazar con celeridad el combustible fósil altamente contaminante. Ciertamente que la extinción civilizatoria es una posibilidad permanente, pero nunca como ahora se tuvo tantos medios para impedirlo y tantos obstáculos para no realizarlo. Pero también es cierto que la solución tecnológica resulta totalmente insuficiente cuando faltan valores y humanismo. Y precisamente la cultura posmoderna que azota es falta de valores, relativismo, anetismo, y disolvente nihilismo. Por tanto, hace falta una cultura de un humanismo con Dios que promueva la subsunción de la racionalidad técnico-científica a la ética.

La defensa de la Tierra es una causa por el bien común, que sobrepasa cualquier ideología, religión o postura filosófica. A lo cual sólo se opone el inmediatismo de la rentabilidad económica.

12.2 La crisis ecológica nos lleva hacia el pensamiento metafísico de que la materia está potencialmente llena de vida y conciencia, es una totalidad que contiene una fuerza psíquica que actualiza la vida del espíritu. Por eso la Naturaleza no es algo inerte, al contrario, nuestro Planeta es un ser vivo, que hay que respetar y cuidar, posee valor espiritual y es manifestación de lo divino. No es que el planeta ni la naturaleza sea algo divino y sustituya la trascendencia de Dios, sino que la inmanencia es manifestación de lo divino, y por ello la Creación merece cuidado. Esta idea -que no tiene nada de científica, y sí mucho de especulación teológico-filosófica- fue vista por las culturas ancestrales, pero también por Platón, Plotino, Leibniz, Hegel, Bergson, Teilhard de Chardin y Whitehead.

12.3 Es más, la dinámica espiritual de Naturaleza lleva a los seres humanos hacia una creciente unidad espiritual de la humanidad. Nos enseña que somos con ella una totalidad insoslayable, incluida la natural y la sobrenatural. Por eso nuestras relaciones con la naturaleza y con las demás criaturas vivas deben estar presididas por un espíritu de caridad y justicia. Lo que proporciona razones demás para sostener que la inmanencia debe reconciliarse con la trascendencia, como punto nodal de una metafísica que reconciliada con lo trascendente no menosprecie el mundo.

12.4 La humanidad es apenas algo menos que el 0.001 por ciento de la biomasa del planeta, pero su influjo sobre la vida del planeta se ha convertido en algo tan enorme que su acción puede repercutir sobre la supervivencia de las especies. De ahí que en las actuales circunstancias la vida del planeta converge hacia el hombre, no hacia el superhombre nietzscheano, como parte decisiva de la totalidad, que tiene la responsabilidad moral de salvar la creación divina.

12.5 La conciencia ecológica lleva hacia un sentimiento de reverencia hacia el mundo material preñado de vida y espíritu, pero que de ningún modo llega a sustituir al ser preexistente y trascendente, porque, de lo contrario, sería repetir el inmanentismo moderno a través de un panteísmo religioso.

12.6 La ecología lleva hacia una fe afirmadora de este mundo sin consagrarlo como exclusivo ni privilegiado, en la medida en que lo natural y lo sobrenatural conforman una totalidad jerarquizada.

12.7 El giro metafísico que sugiere lo ecológico se relaciona con el misterio ontológico que consiste en que no todo en la naturaleza es objetivable y verificable, sino que hay mucho de inverificable y que sólo se deja participar. La ecología nos hace patente que las esencias no son objetos iluminados sino presencias iluminantes y transobjetivas.

12.8 El giro metafísico con que la ecología desafía el paradigma positivista y sociologista imperante, contribuye a la superación del espíritu inmanentista y antimetafísico de la modernidad secularizada responsable de la crisis climática.

12.9 La filosofía de la ecología al dar cabida a la idea del planeta como un ser viviente, asocia el misterio ontológico no sólo al ámbito de la persona sino también al de lo natural. Lo natural lejos de ser una entidad enteramente causal, funcional y vacío de espíritu, contiene el misterio del ser. La Naturaleza no sólo porta problemas -objetivables- sino también misterios -inobjetivables-.

12.10 La filosofía de la ecología restaura la unidad metafísica originaria que hay entre lo natural y el espíritu humano, rota en fragmentos por el pensamiento analítico y científico. Devuelve el sentimiento-experiencia originaria que hay en la relación sui generis entre el hombre y la naturaleza. Hace posible recuperar la unidad perdida con la naturaleza a un nivel superior. Por comunión espiritual -mediante el pago, la ofrenda- el hombre trasciende el nivel de la evidencia empírica con la naturaleza. Pero es un acto misterioso que nos hace acceder en un nivel determinado de participación del Ser. Se trata de una comunión ontológica que rompe el plano físico para ingresar en el plano metafísico de la presencia. Pero el plano metafísico de la presencia natural es un creer en un Tú relativo y más elemental que el Tú personal humano, pero no por ello menos imbricado al Tú absoluto de Dios.

12.11 El hombre puede abrirse a la naturaleza mediante las relaciones intersubjetivas del respeto y el cuidado, tal como lo hace ante la presencia divina con el culto y la plegaria. No obstante, la relación personal con la naturaleza no llega a compararse ni a igualar la relación personal con Dios. Por más que el acto trascendente no se restrinja a las otras personas y a Dios, sino que abarque a la naturaleza, sin embargo, resulta contraproducente para la vida del espíritu proponer que la relación con la naturaleza puede igualar a la relación con Dios.

12.12 La crisis medioambiental presente lleva hacia un giro metafísico que permite discernir las dimensiones supraempíricas de la experiencia. Abre la puerta de entrada hacia la revitalización del mundo de la metafísica y la superación del inmanentismo materialista y naturalístico de la prometeica modernidad que ha llevado hacia una despersonalización creciente en nuestra civilización.

12.13 No obstante, la apertura metafísica que puede permitir el pensamiento filosófico ecológico no constituye ninguna panacea y no nos puede hacer olvidar, en términos teológicos, los efectos de la Caída, la realidad del mal, del sufrimiento, lo ambiguo, frágil y precario de la condición humana.

12.14 Un Planeta vivo al que hay que respetar lleva hacia la preeminencia de lo espiritual sobre lo material que se da en el corazón mismo de la materia y no sólo sobre lo concreto de la existencia humana. El espíritu es lo superior en la propia marcha de la materia. A esto se la ha venido a llamar el Diseño inteligente, que no actúa sólo desde fuera sino también desde dentro de la propia materia. Se trataría de un espiritualismo integral más adecuado en la medida en que considera a la naturaleza y a la humanidad como el devenir conciencia en su propio nivel.

12.15 La ontología de una ecología espiritualista recupera el Absoluto como sostén de todas las criaturas existentes. Pero todo el conjunto de los seres finitos no iguala a la sola noción de ser del Absoluto, porque su propia noción entraña la idea de un Infinito inconmensurable. La diferente naturaleza entre la multiplicidad de los seres, finitos y temporales, con el ser inmaterial y eterno, afirma la unidad en la diversidad que participa de Dios. Pero de todos los seres es el hombre el que sabe que participa de la encarnación. Ciertamente que sólo la fe puede conducirlo hacia Dios, pero se trata de una fe unida a la caridad, donde ésta última ha de manifestarse también con la naturaleza en su camino hacia el Ser.

12.16 Por tres ideas clave -la Vida, el Equilibrio y la Totalidad- la Ecología no sólo está relacionada a la ciencia y a la técnica, sino también a la filosofía y a la religión. Por ello, es una forma de sabiduría profana y sagrada. Y en ese sentido una recuperación del enlace efectivo de lo inmanente con lo trascendente. Es un lugar de comunión del saber humano, donde el problema y el misterio, a la vez, son patentes.

                        

E P I L O G O

La Casa Común

E.0 La Carta Encíclica Laudato Si o Alabado seas es una importante, oportuna y valiente Carta Encíclica del Sumo Pontífice Francisco, publicada en 2015. Es un llamado a proteger nuestra Casa Común -la Tierra- a través de un desarrollo sostenible e integral, un llamado contra el antropocentrismo despótico, una alerta sobre la racionalidad técnica, una advertencia sobre la tiranía de la economía sobre la política y un llamado a cuidar la creación de Dios.

E.1

Ha recibido el rechazo y las críticas desde posturas conservadoras y reaccionarias, manifestando su desacuerdo porque a su parecer el documento en vez de limitarse ser una exhortación apostólica, señala culpables políticos, económicos y burocráticos de la destrucción ambiental[60]. A los sectores conservadores no les ha gustado su descripción de lo que está pasando en nuestra Casa como responsabilidad suya. Les incomoda que se subraye que hay esperanza en el hombre, pero no en el sistema insostenible que los poderes económicos representan. Siente odio al señalarse que esta civilización materialista es responsable de la velocidad de la degradación ambiental, la traición y defraudación de las expectativas divinas puestas en el hombre.  

E.2 Y en realidad el texto denuncia la racionalidad instrumental, la cultura del descarte, la lógica de la renta y beneficio, de la modernidad antropocéntrica sin Dios. ¿Pero acaso se pretende con esta crítica ultraconservadora y representante de los poderes económicos del mundo, que Roma guardase silencio de los responsables del cambio climático? Absurdo. Estos sienten la misma incomodidad que provocó en EEUU, Reino Unido y los países de la OTAN, la condena del Papa Francisco del asesinato terrorista de la hija del filósofo ruso Dugin. Y el propio embajador ucraniano en el Vaticano tuvo el descaro y desatino de manifestarse inconforme con las declaraciones del Papa. El Sumo Pontífice ratificó que no será el capellán de Occidente.

E.3 El intento ultraconservador de amordazar la voz del Sumo Pontífice busca en el fondo justificar y encubrir la exacción del planeta por las multinacionales imperiales. No comprenden que la Biblia no da lugar a un antropocentrismo despótico. Hay que respetar el misterio y la creación de Dios. Hay que guardar armonía, justicia y fraternidad con el mundo. Jesús enseña el amor con el Otro y el prójimo.

E.4 Esas críticas ocultan y guardan silencio de los muchos aciertos de la Carta Pastoral y arman su pequeño escándalo inventando una absurda acusación ultraconservadora. Y pensar que por ello niegan su calidad de Carta Pastoral y de documento religioso. Otro punto que incomoda en el documento es que señala la raíz humana de la crisis ecológica y especifica que se trata de la racionalidad técnica separada de la ética. Siendo tajante al señalar que el antropocentrismo moderno generó relativismo, corrompe la cultura, impone el paradigma tecnocrático que olvida al hombre.

E.5 A todas luces estas posiciones de las críticas retardatarias y retrógradas no han comprendido el significado de la Encarnación de Cristo ni de la Creación de Dios. Esta Carta encíclica se agrega al Magisterio Social de la Iglesia. Además, reconoce el aporte de otras iglesias y se recoge el legado de San Francisco de Asís. Además, señala que es necesaria una ecología integral, que tome en cuenta la ecología cultural (respeto de la cultura local), la ecología cotidiana (urbanismo humano y respeto de las diferencias sexuales), junto a la invocación a la solidaridad intergeneracional. En una palabra, es una crítica mordaz al consumismo y al desarrollo irresponsable del antropocentrismo despótico y sin ética actual.

E.6 Se trata de las impopulares pataletas de un catolicismo fundamentalista, trasnochado y desfasado de la historia, propio del excomulgado Marcel Lefevre, de aquellos que rechazan Concilio Vaticano II y la Conferencia de Medellín. Ni qué decir de su rechazo de la teología de la liberación. Se trata de una postura reaccionaria, ultraconservadora y decimonónica. Las imposturas conservadoras no han parado mientes en acusar al Papa de “comunista”.  Cuando de lo que se trata es de poner término al sometimiento de la política a la economía. La rentabilidad económica no puede ser criterio a primar, sino el criterio humanista. Además, se exige el cumplimiento de los tratados ambientales, promover las energías renovables, sacar adelante un humanismo con Dios y reconocer que la ciencia no proporciona un sentido de la vida.

E.7 En esta distorsión conceptual conservadora -muy propia de los relativistas hermeneutas posmodernos- se rememora triste y lamentablemente al fascista Zelenski, que desquiciadamente llamó "terroristas" a Amnistía Internacional por señalar que su régimen no protegía a los civiles ucranianos, los masacró y utilizó como escudos humanos. Esto demuestra que es imperioso un cambio de estilo del estilo vida, una educación ecológica que forme nuevos hábitos, una ética que forme una ética para ciudadanos ecológicos. Porque, en última instancia, de lo que se trata es de crecer con sobriedad y sostenibilidad. Pues Dios nos convoca en misterio trinitario a defender y cuidar la Creación.

E.8 En realidad, son distorsiones conceptuales que nacen de un corazón herido de egoísmo y que la inteligencia solamente se encarga de justificar. Luce la misma distorsión de aquellos grandes responsables de la contaminación ambiental, que a sabiendas del daño que infieren buscan justificaciones para tranquilizar su conciencia mientras que su sed de avaricia engorda sus alforjas. Pero es tan grave la crisis ambiental que nos azota que no hay salvación sin un giro desde el existencialismo individualista actual hasta el giro metafísico del posible mañana.

E.9 Si hay algo que falta en la Encíclica papal es aquello que no le corresponde hacer, a saber, señalar lo que hemos intentado hacer aquí: la necesidad de cambio de las bases metafísicas de la civilización. Pero esto no es terreno de la teología sino de la filosofía. Pero lo sí se señala en la Carta encíclica y que se debe enfatizar de modo especial es la importancia de guardar cuatro equilibrios básicos: el equilibrio interno (con uno mismo), el equilibrio solidario (con el Otro), el equilibrio natural (con la Naturaleza) y el equilibrio espiritual (con Dios).

E.10 El documento pontificio Laudato Si´ señala un hito fundamental en la preocupación de la Iglesia por la gravedad de la crisis ecológica. No nos deja opción para no reparar en que sólo un mundo en degradación moral es incapaz de detenerse ante la degradación ambiental. La nueva sensibilidad que introduce al identificar el clamor de la Tierra como el clamor de los pobres, lleva a tomar conciencia sobre la necesidad de avanzar fuera de los marcos sociopolíticos del capitalismo decadente y enfermo para superar verdaderamente el desafío de la contaminación ambiental. Ciertamente, la degradación ambiental viene a ser en el fondo la degradación moral del hombre contemporáneo, especialmente de los ricos, de los países desarrollados y de sus gigantescas megacorporaciones. Lo cual incrementa y exacerba la propaganda anticatólica de la anética élite mundial. Las cuales no ha podido tolerar que en el documento se denuncie la debilidad de sus reacciones para conservar nuestra casa Común.

E.11 La globalización del paradigma tecnológico borra el misterio del universo y niega la luz que ofrece la fe. De ahí que resulte ser totalmente insuficiente reparar en cuestiones sólo de orden ecológico-ambiental y obviar el llamado al enfoque integral, donde lo político, filosófico, teológico y espiritual es insoslayable.

E. 12 A los intentos de desmerecer el mensaje pontificio por no tomar en cuenta el tema de los anticonceptivos y el control del crecimiento poblacional, bien vale recordar que el crecimiento demográfico no es el problema, sino la falta de un desarrollo integral, solidario y humano. El impacto humano sobre el medio ambiente deviene en destructivo no tanto por crear una biomasa insostenible, sino por generalizar un estilo de vida antiecológico y consumista, propio del capitalismo insostenible. La paradoja antrópica no se exacerba por dar lugar al antropoceno, sino por desarrollarse sobre una estructura social basada en necesidades artificiales y contaminantes.

 

ANEXO. CÁNTICO DE LAS CRIATURAS

San Francisco de Asís (1181-1182/1226)

 

Altísimo y omnipotente buen Señor,
tuyas son las alabanzas, la gloria y el honor y toda bendición.

A ti solo, Altísimo, te convienen/y ningún hombre es digno de nombrarte.

Alabado seas, mi Señor, en todas tus criaturas,
especialmente en el hermano sol,
por quien nos das el día y nos iluminas.

Y es bello y radiante con gran esplendor,

de ti, Altísimo, lleva significación.

Alabado seas, mi Señor, por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las formaste claras y preciosas y bellas.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano viento
y por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo,
por todos ellos a tus criaturas das sustento.

Alabado seas, mi Señor por la hermana Agua,
la cual es muy humilde, preciosa y casta.

Alabado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual iluminas la noche,/y es bello y alegre y vigoroso y fuerte.

Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra madre tierra,
la cual nos sostiene y gobierna
y produce diversos frutos con coloridas flores y hierbas.

Alabado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor,
y sufren enfermedad y tribulación;

bienaventurados los que las sufran en paz,
porque de ti, Altísimo, coronados serán.

Alabado seas, mi Señor, por nuestra hermana muerte corporal,
de la cual ningún hombre viviente puede escapar.
Ay de aquellos que mueran en pecado mortal.
Bienaventurados a los que encontrará en tu santísima voluntad
porque la muerte segunda no les hará mal.

Alaben y bendigan a mi Señor
y denle gracias y sírvanle con gran humildad...

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Conclusión

 

EL IMPERIO POSMODERNO DEL HOMBRE ANÉTICO

 

 

Introducción

Lo posmoderno no es una edad, entendida como concepto de una ley de sucesión de los periodos históricos, sino es más bien una Época y un concepto que alude al carácter central y determinante de cierto acontecimiento histórico.

Las personas de una época tienen el patrón de su acción en algo común, son parecidos en el modo de sentir, pensar, vida anímica e impulsos. Para Dilthey, el cual introduce en la metodología historiográfica la noción de “época”, los individuos de una época determinada tienden a coincidir en sus fines, modos de pensar concretos y valoraciones, mostrando una afinidad interna. Lo posmoderno es así, la época madura de la contemporaneidad. Filosóficamente, el límite de ésta última puede fijarse en 1831, año de la muerte de Hegel, y en sentido estricto en 1875, fecha de la renovación del positivismo, espiritualismo y kantismo. La filosofía posmoderna, en sentido amplio, puede establecerse su comienzo en el pensamiento postestructuralista de los años sesenta, y en sentido estricto, principia en 1979, con la publicación de La Condición posmoderna de Lyotard. Por otro lado, si el pensamiento contemporáneo, de tendencia inmanentista, se movió fundamentalmente alrededor del humanismo y del cientificismo, el pensamiento posmoderno gira en torno a la hermenéutica nihilista y a la realidad lingüística. El mundo simbólico, el descubrimiento clave del siglo veinte, ha devenido en el mundo del relato y metarrelato. La fe en la ciencia, la razón y el progreso ha sido desplazada por una perspectiva antiheroica sin ideales, en la que el mundo es lo que decidimos decir y disfrutar inmediatamente de él y en él. En este sentido, si la mentalidad moderna se caracteriza por la preponderancia de la cismundanidad, pero sin negar la trasmundanidad, en cambio la mentalidad contemporánea se caracteriza por la preponderancia de la cismundanidad a través de la negación de la trasmundanidad. No obstante, la época posmoderna se caracteriza por la negación no sólo de lo trasmundano, sino también de lo cismundano, estrechando su horizonte hasta quedarse en una subjetividad monádica sin voluntad de verdad. El hombre de la posmodernidad es el hombre sin “Absoluto”, que vaga ebrio y sin tragedia por el mundo, dejándose arrastrar por lo frívolo, fútil y difuso. La caricatura norteamericana de los “Simpson” retrata bastante bien esta nueva realidad antropológica de decadencia de la razón y victoria de la estupidización universal del hombre.

“Tiempo axial” es el término usado por Karl Jaspers para referirse a la época entre los siglos VIII y II A.C., en que se aglomeran los acontecimientos más prodigiosos de la historia del mundo. El periodo clásico griego, Confucio, Lao Tsé en la China, Zaratustra en Persia, los Upanisads y Buda en la India, los Profetas hebreos, la aparición de Jesús son los eventos paradigmáticos del tiempo axial. Es la época en que el hombre hace la experiencia de lo temible del mundo y de su propia impotencia. Dios, lo incondicionado y lo absoluto es vivido en toda su intensidad. De modo análogo, pero inverso, lo posmoderno es la época del “tiempo insustancial”, donde se completa el proceso de extinción de lo divino, dado que hasta al propio hombre se le despoja de esta condición. En vez de hacer la experiencia de lo temible y misterioso del mundo y de su propia impotencia, se plantea cuestiones superficiales, lejos de buscar emanciparse y salvarse se hunde sin angustia en una orgía hedonística de la experiencia de la nada. El hombre posmoderno ha perdido el nexo ontológico entre Dios y la Creación, y al perderlo pierde también su percepción de condición de criatura.

Bien dicho, es posible afirmar que, actualmente no sólo se vive la “muerte de Dios”, sino más bien la “muerte del hombre”. El pensamiento contemporáneo ha pasado de la cultura de increencia a la cultura del nihilismo, a la época del “todo vale”, sin telos que le dé sentido. El nihilismo gnoseológico que niega la posibilidad del conocimiento de un modo radical, se remonta a la dogmatización del escepticismo pirrónico; el nihilismo metafísico que niega la posibilidad de algo permanente en el cambio y la multiplicidad, se retrotrae a Gorgias; y el nihilismo moral que afirma la desvalorización de todos los valores se repliega hasta Diógenes el cínico y se prolonga hasta Nietzsche.

Pues bien, lo singular de la época posmoderna es que estas tres variantes de Nihilismo confluyen en una sola, se combinan y se conjugan, arribando a la negación completa de lo Absoluto. Ni la Verdad, ni el Ser, ni lo Bueno serán arquetípicos por antonomasia. Por el contrario, todo se vuelve relativo, interpretable y construido por la hedonística voluntad subjetiva individual. A diferencia de la mayor parte de los filósofos del pasado, que admitieron la existencia del Absoluto o al menos la posibilidad de hablar con sentido acerca de su concepto, la gran mayoría de filósofos contemporáneos de la época humanista y racionalista, ya se habían negado rotundamente a incorporar en su pensamiento la idea de lo Absoluto. Así muchos filósofos racionalistas e inmanentistas negaron la legitimidad de desarrollar ningún concepto de lo Absoluto, porque todo intento desemboca en antinomias insolubles. Muchos empiristas negaron su existencia, lo que se diga acerca de él es fruto de la imaginación, y estas especulaciones no serían consideradas como filosóficas, menos aún como científicas, sino literarias o poéticas. Por último, los neopositivistas que niegan la posibilidad de emplear con sentido la expresión “Absoluto”, la condenaron por carecer de referente observable y violar las reglas sintácticas del lenguaje. En la época posmoderna se ha pasado del rechazo de la idea de lo Absoluto hacia su sustitución por el “todo vale”. Pero esto no significa que esto se convierta en un nuevo absoluto. Por una parte, es sumamente significativo que, durante el Romanticismo, última época de la modernidad, la idea del Absoluto entrara en gran boga filosófica con Fichte Schelling y Hegel. Lo cual es un mentís de que la filosofía moderna prescindiera de la necesidad del Absoluto, ilimitado e infinito. Por el contrario, lo moderno se centra en lo cismundano, pero sin obviar lo trasmundano.

Las formas adoptadas en el curso de la historia de la filosofía por la idea de lo Absoluto están relacionadas con una realidad primaria, radical y fundante. La Esfera de Parménides, el Bien de Platón, el Primer Motor Inmóvil de Aristóteles, lo Uno de Plotino, la Substancia de Spinoza, la cosa en sí de Kant, el Espíritu Absoluto de Hegel, la Voluntad de Schopenhauer, el Inconsciente de E. von Hartmann, e incluso la ley del universo no sólo se refiere a una realidad o a un principio, sino al supuesto de que solamente un absoluto puede ser lo Absoluto. En cambio, el “todo vale” posmoderno no puede ser un absoluto, por cuanto es un principio autárquico para cada Yo único y soberano. La multiplicidad de mónadas no está relacionada con una realidad primaria y fundante, y, en consecuencia, la renuncia y olvido del absoluto y su reemplazo por una pluralidad de seudo verdades particulares, hacen imposible que el” todo vale” singular pueda valer como un Absoluto. El “todo vale singular” de la posmodernidad es la negación de algo permanente en el cambio, la acción y el conocimiento. A propósito, los autores de tendencia escolástica distinguieron entre el Absoluto “simpliciter”, puro y simple, equiparable a Dios, a la Causa o al Principio; y el Absoluto “secundum quid”, por su causa interna y en su forma externa.

Otros filósofos modernos han establecido otras distinciones: el que permanece en sí mismo, el que se auto despliega, el formal, el concreto, el racional, el irracional, el inmanente, el trascendente, el infinito, el finito. ¿Podría el “todo vale” posmoderno ser un absoluto secundum quid, finito o formal? En principio sí, en tanto que se relaciona con lo dependiente y relativo. Pero por otro lado no. Porque esta cuestión se plantea para establecer una relación entre el Absoluto y los entes no absolutos. Efectivamente, el pensamiento posmoderno convierte lo absoluto en un metarrelato, es un cuento que está detrás y por debajo de todos los cuentos. Es un gran mito, que cada generación ha sostenido como fundamento para vivir, pensar y creer. Por ello concluyo afirmando que, el hombre posmoderno es el hombre que vive sin ningún absoluto, es el prototipo del hombre protagórico, con la única diferencia de que ya no es el hombre, sino la “interpretación individual” la medida de todas las cosas.

Tratando de echar un vistazo general a todo el panorama abordado se puede señalar que se ha trazado el perfil de un periodo histórico que todavía está inconcluso y que nos zarandea bastante, como para provocar que sus detalles y contradicciones nos confundan.

Por tanto, tales reflexiones no pueden ser muy ordenadas. Y, sin embargo, necesitamos orientarnos un poco en el laberinto del presente. Podemos hacerlo enhebrando tres temas centrales: la técnica, la organización social y la renuncia hacia lo absoluto. Aquí no defiendo ninguna tecnofobia, ni escapamos de ella para asumir cierto “monasterialismo”, pero se insiste en el reconocimiento de que son las políticas de poder las que impiden emplear a fondo nuestra inteligencia objetiva y la que hace posible la técnica. Esto ha provocado la “perfección sin propósito” y la completa cosificación de nuestra existencia, sin que ello signifique que negar que exista en nosotros una íntima tendencia a la cosificación. Resulta paradójico que la civilización occidental, tan caracterizada por el activismo, que en gran parte proviene del cristianismo, resulte acorralando al hombre en un haz de portentosas técnicas. Y es que la enérgica liberación de energías humanas a través de la técnica, es impedida por la política de poder, la cual se encuentra imbricada con el lado enajenante de la racionalidad técnica. Este punto nos permite tocar el problema de la organización social. Al respecto, la posmodernidad es hija de un momento histórico de hundimiento de la sociedad planificada socialista y de triunfo planetario del laissez-faire del neoliberalismo económico globalizado. Con lo cual ya no se intenta fundar en la tierra “la ciudad de Dios”, sino la “luciferina ciudad de los poderosos”. Esto no sólo implica cortar todas las amarras con lo trasmundano, sino incluso con la razón cismundana. Las clases ascendentes por la fuerza de la ola histórica, se volvieron irracionalistas. Técnica e irracionalismo forman parte de una misma ecuación posmoderna: el triunfo del liberalismo económico hiperimperialista, que implica la ampliación del individualismo, inmanentismo, voluntarismo e irracionalismo. La ruptura moderna entre Dios y el Mundo quedó atrás, hoy se trata de la “ruptura del hombre con lo humano”. Como consecuencia de ello, la libertad verdadera corre peligro de desaparecer, de desvanecerse aplastada por un modo insustentable e irracional de vida. La civilización humana de otrora está dando un peligroso giro hacia una civilización deshumanizada.

La globalización hiperimperialista ha convertido la crisis de Occidente en cuestión planetaria, y con ello ha comenzado la des occidentalización de la crisis de Occidente. Hasta ahora éste ha encontrado diversos modos de estabilizarse, pero con la posmodernidad se advierte una carrera frenética y desbocada, un dinamismo incontrolado, que puede producir no sólo la catástrofe climática, sino una obturación, asfixia y parálisis progresiva por autointoxicación de todo el sistema. Por ejemplo, la esclerosis ética es tanto más notoria cuando en la práctica las libertades esenciales de los derechos humanos son hollados de manera sistemática por las megacorporaciones y los super-Estados cómplices. La cuestión de la época ya no parece ser la organización social, aun cuando lo debiera ser, sino el disfrute irresponsable de la vida por esas minorías anéticas y vacías, ajenas tanto a la renovación del hombre interior como al cambio colectivo.

Una perfecta organización sin finalidad para lo humano será la organización para la nada. Pues, el área de las responsabilidades sociales se contrae peligrosamente para no incidir con el de las libertades personales. En este sentido, la inteligencia posmoderna no se hace reformadora ni asume socialmente una retirada estratégica, sino que deja operar la subordinación de la fuerza intelectual por la fuerza social.

Pero el verdadero problema pavorosamente complejo es la “renuncia a lo Absoluto”. Se trata de una era que ha hecho realidad el inteligible castillo de Kafka. Ya no se trata de una mera literatura de situaciones extremas, del mundo del absurdo camuseano, in dominable, turbio y oscuro. Ahora el mundo mismo es lo delirante y disparatado. Aquella distinción del cual habló Karl Mannheim sobre el “todo que funciona racionalmente, pero al servicio de una sinrazón organizada”. La pérdida de la “racionalidad sustancial” a favor de la “racionalidad funcional” se refleja orgánicamente en la hermenéutica nihilista del mundo posmoderno. Aquí no interesa la verdad universal, y sí más bien la tolerancia de la multiplicidad de verdades monádicas. La interpretación posmoderna trabaja para la destrucción nihilista. Lo curioso es que las masas no se sienten desvalidas ni desarraigadas con la pérdida de los fundamentos, antes bien, se sienten aligeradas. Hasta las universidades tercermundistas se postran acríticamente ante los predicadores de la posmodernidad para honrarlos con un Honoris Causa. Y esto significa que la “fe auténtica”, siempre referida a la “realidad misma”, ha sido desplazada por la “fe espuria”, que cree en lo fraguado por la sofística, el deseo y la imaginación. No es casualidad que los libros de mayor demanda sean actualmente los manuales de autoayuda, magia, budismo, angelología, aromaterapia, etc. todos los cuales reflejan una espiritualidad difusa sin exigencias éticas.

Así, nuestra era puede ser descrita ya no como la era de la ansiedad ni del anhelo, sino como la era de la renuncia y del relajo, con su indiferencia a encajar al hombre con el mundo de lo Absoluto.

Todo esto puede parecer metáforas o vocablos eufónicos inoperantes, pero pongámonos en guardia porque implican la disolución de toda metafísica fuerte y fundativa. Sin la cual no hay posibilidad de resguardar la verdad misma. No se trata, pues, de defender manías bizantinas de algunos intelectuales y de otras gentes que aún persisten en el anhelo de “Absoluto”, en vez de confinarse a realidades simples y efectivas que nos den bienestar material. De lo que se trata es de constatar que el dicho nietzscheano: “Dios ha muerto”, no ha desembocado en la asunción por cada uno de la responsabilidad total por los actos propios, sino que ha servido para derivar hacia un disolvente nihilismo integral. Es decir, ontológico, gnoseológico y ético a la vez. La hermenéutica posmoderna como panacea de una era de “paz sin verdad”, es la más difundida receta que se hace eco del desenfadado comportamiento del hombre en la sociedad post industrial. El absoluto fuerte de la metafísica fundativa es sustituida por el “absoluto funcional” y técnica del pensamiento débil. Y con esto se hace evidente que el problema actual no consiste en la falta de una fe, pues desde las cuatro esquinas del planeta las creencias religiosas persisten. El problema estriba en la falta de vigor de la espiritualidad del hombre posmoderno para buscar en éstas un encuentro con lo absoluto.

De este modo, el hombre posmoderno no busca la salvación sino la diversión del individuo. Lo que significa que el absoluto funcional posmoderno no es auténtico, porque no posee la pretensión de ser verdadero universalmente. El verdadero absoluto está fuera de nosotros y a la vez penetra en los contenidos de nuestras vidas. Por ello, es objetivo y no menos que humano a la vez. En el hombre griego el principio sustentador de todo ser era la Naturaleza, la physis; en el hombre cristiano medieval es el Dios personal y providente; en el hombre emergió la creencia en la potencia arrolladora del hombre; en el hombre contemporáneo el nuevo absoluto lo fue la Sociedad. Ahora bien, en el hombre posmoderno no hay principio sustentador de todo ser, a lo sumo el relato y el metarrelato son los cuasi absolutos. Al final tenemos un escepticismo radical que reina y un nihilismo integral que gobierna. El absoluto funcional posmoderno es incapaz de lograr un equilibrio dinámico entre los cuatro absolutos mencionados: Naturaleza, Providencia, Hombre y Sociedad. Sin solución de mi parte, sólo acierto a decir que tiene que haber una renovación que asimile y renueve el anhelo de absoluto.

La era posmoderna es una era poshumana, porque cuando el hombre pierde la capacidad de elegir un sentido espiritual para su vida se está perdiendo a sí mismo. El poshumanismo es la renuncia a encontrar un sentido de la vida, una interpretación o comprensión de la propia vida. Víctor Frankl habló de una voluntad de sentido, como condición de la salud psicológica, y precisamente lo lúdico y el lucro como metas inmediatas del hombre posmoderno representan el barómetro de una humanidad que ha perdido la salud interna y el apego a una esperanza superior. Sin embargo, lo singular es que el hombre de la posmodernidad no vive ningún conflicto moral, simplemente ésta ha sido relativizada junto al núcleo espiritual de la personalidad humana. Lo específicamente humano ya no tiene una función importante. Resulta así que al poshumanismo se le une una condición post-ética, poshistórica, postemporal y posmetafísica.

La era posmoderna, que es consecuencia directa de la radicalización del humanismo inmanentista y del cientificismo de la primera fase de la época contemporánea, está vinculada estrechamente al desencanto de las utopías sociales del siglo veinte. El todo vale del sujeto individual occidental posmoderno equivale a un nada vale de una época sin utopías. El transcurrido siglo veinte está signados en este sentido y el siglo veintiuno lo está por el derrumbe del orden unipolar. Se trata de un sentimiento de desesperanza ante lo insuficiente de las experiencias históricas por superar las relaciones de explotación. Ni la utopía comunista ni la capitalista fueron capaces de realizar el ideal humanista y la promesa de vida racional. Frente a ello se yergue el modelo chino como una esperanza posible. Pero el resultado de esta desesperanza histórica ha sido el hombre anético de la civilización occidental, con su espantosa pobreza valorativa y escandalosa indiferencia ante los ideales y la vida espiritual. Se trata de un tipo humano que no le molesta manipular ni ser manipulado, vivir administrado en una era que en la superficie es democrática pero que en el fondo es el totalitarismo de las megacorporaciones privadas del imperialismo.

El terrorismo histórico del hombre posmoderno está vinculado a un terrorismo de la temporalidad, en la que ni el pasado ni el futuro cuentan, tan sólo vale el presente. Y por ello no le importa desatar un apocalipsis nuclear con Rusia en medio de la guerra en Ucrania. Por ello, el hombre anético de la posmodernidad y de la poshistoria siendo indiferente a la muerte de Dios es igualmente indiferente a la muerte del hombre. Representa así al hombre sin humanidad, como último delirio de deificación de la condición humana.

Este derrumbe de lo eterno que circunda al ser humano posmoderno será asumido sin tragedia y sin heroísmo por el hombre anético, y los productos de esta época, tan entregada a la más vertiginosa sensualidad, lleva la marca tortuosa de ese aire luciferino de bordear el ser, pero estar siempre referido al no-ser. El hombre anético que no pretende ser absolutamente nada, tan solo sacar el mayor provecho al instante, acaba sintiéndose diabólicamente algo, pero desde la Nada. La Nada se hace patente en la vida del hombre posmoderno precisamente en la indiferencia, como aquel estado de nihilización onto-ética que preside esta forma de existir. Y de manera engañado con su ausencia de límites convierte la Nada en un dios adverso, que no exige rito no oficio, su ritmo y lenguaje es más bien dictado por el egoísta placer corporal y el capricho individual. Su relativismo es más radical que el homo mensura protagórico, puesto que ni siquiera es el humano la medida de todas las cosas, y sí, más bien, su coyuntural interpretación circunstancial.

La impavidez ordinaria del hombre anético lejos de equilibrar los demonios del corazón humano da rienda suelta a un relativismo y a un nihilismo integral, es decir, ético, gnoseológico y ontológico. Este desequilibro que posterga en el olvido el arte de vivir se da también en el campo intelectual, de ahí que el intelectual posmoderno no se proponga ser un hombre cabalmente, cuidar su equilibrio afectivo y físico, seguir los llamados recónditos de su vocación y armonizar la fe con la razón, sino, por el contrario, asume su papel como un oficio más, sin vinculación alguna con su forma de vivir y portando como Tartufo un comportamiento tenebrosamente dividido y esquizoide. Cuando, por el contrario, la verdadera sabiduría no es tan sólo una forma de saber, sino primordialmente una forma de vivir.

Si la primera etapa de la filosofía contemporánea apuró el nacimiento de la conciencia y la soledad, su segunda etapa consagró su imperio disolvente y narcisístico. En este sentido el hombre anético es la sombra de Dios, la personificación de lo diabólico y la última aparición de lo sagrado. Y esto es así porque a lo sagrado pertenece tanto lo divino como lo diabólico. Además, la Nada aparece en la filosofía a través de la religión, como ignoto lugar de donde sale la realidad por un acto creador. Este diabolismo que anida especialmente en Occidente está animando la confrontación entre las potencias nucleares en la segunda década del siglo veintiuno en la guerra proxy valiéndose de Ucrania. De esta forma la Nada es la sombra que está acechando el mundo que está dentro o bajo el Ser, y el hombre puede ser afectado como criatura perdida en las tinieblas. El resurgimiento de la Nada se remonta a Lutero, que reintegra al hombre a las tinieblas primeras del ser, a los abismos inescrutables de un Dios infinitamente trascendente. En cambio, para el cristiano la salida de las tinieblas está garantizado por el camino trazado por el Salvador. En realidad, el homo ex nihilo de la era posmoderna no es en rigor una edificación del ser humano, es más bien una luciferinización del hombre. Y, por ello, forma parte de modo indiferente del proceso de lo sagrado, de la destrucción de lo divino, pero no de lo luciferino. Si el cristianismo es la muerte de Dios a manos de los hombres, pero para ser salvos en la eternidad divina, y, por su parte, el ateísmo es el reproche negador del hombre que no puede ser Dios, por su lado, el indiferentismo y el todo vale posmoderno es la destrucción sagrada de lo divino mediante la luciferinización del hombre. Por ende, la luciferinización de lo humano puede ser entendido como el proceso radical y vital de nihilización onto-ética de lo universal, lo necesario y absoluto.

Por ello, el vacío de Dios es más completo en la posmodernidad, incluso la forma intelectual de vivirla -el ateísmo- ya quedó atrás. Para los individuos de la cultura posmoderna el vacío de Dios no implica una invención arbitraria, ni ideal ético alternativo, sino que sintiéndose amo del mundo a través de la razón técnica instrumental -aunque en realidad resulte ser su esclavo- y adquiriendo una psicología de diosecillo, acaban respirando la desaparición de lo divino como moneda corriente del mundo cotidiano. Y tenía que ser así dado el vaciamiento previo o suspensión de lo universal y absoluto del mundo. El poder conferido por la técnica no es ajeno a su creencia en la profecía diabólica de que la humanidad no degenerará nunca y su perfectibilidad es infinita. De este modo la era posmoderna, poshistórica y posmetafísica -que no se sacia en copa maligna del nihilismo- resulta siendo un capítulo mayor y terminal en la crisis occidental del cristianismo a cargo del hombre anético, o sea del hombre contra la humnidad.

 

 

 

 

Contenido

 

 

 

Prefacio                                                                                                                       5

 

Primera Parte

FILOSOFÍA COMO ONTO-ETICA

El hombre como ser onto-ético

Introducción                                                                                                              

1. Inmanencia y trascendencia                                                               

2. Ontoética y metafísica trascendentalista                                  

3. Filosofía y ontoética                 

4. Ontoética y filosofar

Bibliografía

 

Segunda Parte

ÉTICA, VALOR Y VIRTUD

Ante la modernidad nihilista

 

Introducción                                                                                                         

I. Cambio interior

1.    La interioridad anética                                                               

2.    El hombre anético                                                                        

3.    La interioridad virtuosa                                                             

 

II. Recuperación de la trascendencia

4.    La obsesión por el ente                                                                

5.    Recuperación del valor por su reversibilidad

ascendente y descendente                                                           

 

III. Reconocimiento de verdades suprarracionales

6.    El escéptico “nihilismo blando” de la modernidad descreída                                                                                           

7.    Sin amor las virtudes no son perfectas                                

8.    Valor y Ser                                                                                   

Colofón                                                                                                       

Bibliografía citada

 

Tercera Parte

ONTOLOGÍA DE LA ALTERIDAD

Del humanismo integral al cibernetismo integral

Introducción                                                                                                              

1. Ética y ontología                                                               

2. Ontología de la alteridad                                        

3. Ethos páthico y ethos logos                                        

4. La Otredad Absoluta                                               

5. Otredad de la alteridad y liberación   

Bibliografía citada                        

 

 

Cuarta Parte

ANTROPOLOGÍA SIN ANTROPOCENTRISMO

El mundo como bondad y compasión

 

Sección Primera

El Mundo como Bondad

(Del § 1 al § 10)

Sección Segunda

El Mundo como Compasión

(Del § 11 al § 20)

Bibliografía citada

 

Quinta Parte

LA PARADOJA ANTRÓPICA

La hecatombe de la crisis ambiental

 

Introducción

I. La raíz metafísica de la modernidad antiecológica      

II. La razón funcional                                                       

III. La solución integral: la política                                    

IV. El antiesencialismo civilizatorio                                   

V. El ecocidio de la naturaleza                                        

VI. El ecocidio de lo humano                                            

VII. La desigualdad social                                                  

VIII. La Triple alianza                                                          

IX. La deuda ecológica                                                     

X. La cultura del descarte                                                

XI. El Nuevo Orden Multipolar                                          

XII. El Giro Metafísico                                                        

Epílogo: La Casa Común                                                           

Anexo: Cántico a las criaturas

Bibliografía citada                                                 

 

Conclusión

EL IMPERIO POSMODERNO DEL HOMBRE ANÉTICO

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Lima-Perú



[1] Véase sus libros Justicia cordial (2010) y Ética de la razón cordial (2007).

 

[2] C. Castoriadis, El avance de la insignificancia, Eudeba, B. Aires 1997.

[3] Peter Berger y Thomas Luckmann, Modernidad, pluralismo y crisis de sentido, La orientación del hombre moderno. Paidós, Barcelona 1997.

[4] Sobre el impacto de la globalización en la vida social y cultural Véase: David Riesman, Abundancia ¿para qué?, FCE, 1965; E. Rojas, El hombre light, 1999; G. Flores Quelopana, La globalización del hiperimperialismo, IIPCIAL, 2009; S. Amin, El capitalismo en la era de la globalización, Paidós, 2001; U. Beck, ¿Qué es la globalización?, Paidós, 2000; G.A. Cohen, Si eres igualitarista ¿cómo eres tan rico?, Paidós, 2000; N. Chomsky, Estados Canallas, Paidós, 2001; V. Forrester, El Horror económico, FCE, 2007; C. Furtado, El capitalismo Global, México, FCE, 2001; H. Küng, Una ética mundial para la economía y la política, FCE, 1997; Martin, H; Schumann H. La trampa de la globalización, Taurus, 1998; Negri, A. y Hardt, M. Imperio, Paidós, 2000; Strange, S. Dinero loco, Paidós, 2001; Soros, G. La crisis del capitalismo global, Plaza Janés, 1999.

[5] Sobre el concepto de anomia Durkheim lo elaboró en dos obras fundamentales: La división social del trabajo (1893), Shapire, Bs. As. 1967, y El suicidio (1897), Shapire, Bs. As. 1965. La concepción mertoniana se explaya en Teoría y estructura social (1957), FCE, México, 1964.

[6] Cf. S. Freud, El malestar en la cultura, Alianza, Madrid, 1973.

 

 

[7] Max Scheler en su magnífica conferencia El saber y la cultura (Siglo Veinte, Bs. AS. 1975) dice: “La cultura no es erudición, no es una forma de saber, es una forma de ser”.

[8] La fase hiperimperialista del capitalismo global que examino en mi libro La globalización del hiperimperialismo, es cualitativamente distinta (desterritorializado, descentrado, soberanía corporativa, especulativo) al del imperialismo descrito por Lenin (alianza del capital bancario con el capital industrial, centralizado, territorializado) en su obra Imperialismo fase superior del capitalismo (1917).

 

 

[9] Luc Ferry en su libro La revolución transhumanista (2017), lanza la advertencia sobre la ingeniería genética para modificar nuestra especie con el fin de mejorar la condición humana.

 

 

[10] Martín Heidegger, Qué es eso de la filosofía, 1955; El principio de razón, 1957; y El final de la filosofía y la tarea del pensar, en: ¿Qué es Filosofía, comentado por J. L. Molinuevo, Bitácora, Madrid 1980.

 

 

[11] Cf. Martín Heidegger, Ser y tiempo, FCE, México, 1993, p. 340.

 

 

 

[12] Cf. Martín Heidegger, La doctrina platónica de la verdad, traducciones de Juan García Bacca y Alberto Wagner de Reyna, Santiago de Chile, Universidad de Chile, s/f.

 

 

[13] Cf. mi obra Filosofía mitocrática y mitocratología, IIPCIAL, Lima 2010.

 

 

[14] Cf. G. Marcel, Los hombres contra lo humano, Caparrós, Madrid, 2001

 

 

[15] Concuerdo con Küng (Proyecto de una ética mundial, 2006) en la necesidad de una ética mundial, pero discrepo llegar a ella meramente por un cambio normativo y prescindiendo de las bases metafísicas de la civilización. Una limitación parecida concierne al enfoque de Enrique Dussel (Ética de la liberación, 1987) donde la reestructuración ética se reduce al factor político.

 

[16] Cfr. La religión dentro de los límites de la mera razón.

 

[17] Cfr. Luc Ferry, La revolucion del amour, 2010, Paris, Ed. Plon; Javier Gomá, Ejemplaridad pública, 2009, Madrid, Ed. Santillana; J. Leuridan Huys, El sentido de las dimensiones éticas de la vida, 2016, Lima, USMP.

 

[18] Véase La ética protestante y el espíritu del capitalismo.

 

 

[19] En cosmología se habla de principio antrópico, término acuñado por el astrónomo Brandon Carter en 1974, como aquel que establece que cualquier teoría válida sobre el universo tiene que ser consistente con la existencia del ser humano. La controversia que suscita el principio antrópico gira en torno al sesgo cognitivo que parece contener, según el astrónomo John Barrow. Aquí hablamos de la paradoja y no del principio antrópico para subrayar que siendo nosotros seres ligados a la Naturaleza hemos llegado a un punto en que estamos modificando su comportamiento amenazando a la vida misma.

[20] Cf. Delta Willis, La banda de homínidos (2013); Andrew Scott, Planeta en llamas (2020).

[21] Cf. Valentí Rull, ¿Qué sabemos de? El Antropoceno (2018); Manuel Arias Maldonado, Antropoceno: la política en la era humana (2018); Carles Soriano Clemente, Antropoceno: reproducción de capital y comunismo (2021); David Wallace Wells, El planeta inhóspito. La vida después del calentamiento (2020); Juan Martínez Moro, Elogio del antropoceno (2019).

[22] Cf. Héctor T. Arita, Crónicas de la extinción. La vida y la muerte de las especies animales (2017); Flavia Boffroni, Extinción. La supervivencia de los humanos en juego (2020); Fernando Jiménez López, La sexta extinción. La mayor amenaza de la Tierra es la humanidad (2008).

[23] Cf. Antonio Monclova Bohórquez, La extinción del neandertal y los humanos modernos (2020)

[24] Cf. Pierre Clastres, La sociedad contra el Estado (1974).

[25] Cf. Lewis Mumford, El mito de la máquina (1967).

[26] Nos referimos a la gráfica elaborada por el Global Footprint Network de la Universidad de California bajo la dirección de Mathis Wachernagel, sobre cálculos en 93 países entre 1975 y 2003.

[27] Cf. Mis obras Miseria del capitalismo digital y la tecnoutopía (2021), Ideas ante el capitalismo digital (2022). También resulta valioso consultar a Nicholas Carr, ¿Qué está haciendo internet con nuestras mentes? Superficiales (2016); James Bridle, La nueva edad oscura. La tecnología y el fin del futuro (2020).

[28] Ver mi obra Razón substancial y razón funcional. Desafío espiritual de la civilización neotécnica (2016).

[29] Incido en este punto en mis obras La modernidad envejecida (2022); Nihilismo y revolución (2021), Apocalipsis de la razón burguesa (2022).

[30] Cf. Eduardo Viveiros de Castro, Metafísicas caníbales, Líneas de antropología postestructural, Katz editores, 2010.

[31] La tesis de Kant sobre el ser, según se formula en su obra capital, la Crítica de la razón pura (1781), dice: “Ser no es evidentemente un predicado real, es decir un concepto de algo que pueda añadirse al concepto de una cosa. Es sencillamente la posición de una cosa o de ciertas determinaciones en sí” (A 598, B 626). En mi obra Kant y el ocaso de la modernidad (2020) incido en la idea de que el mundo no tiene que acomodarse al marco trascendental de la subjetividad. subjetividad cognoscente sólo construye la idealidad de la realidad del mundo, más no su materialidad y esencia real.

[32] Cf. Richard Rorty, Una ética para laicos (2008). Allí afirma su ateísmo irónico sosteniendo que es bueno de una vez abandonar a Dios y dejar paso al amor, pero no era necesario hacerlo en nombre de Cristo. El ideal de una sociedad guiada por el “ama a tu prójimo como a ti mismo” es un ideal imposible. En cambio, es posible el ideal de una sociedad que cultive el suficiente respeto con el prójimo. Su ateísmo irónico carece de oído para las disputas religiosas y para los que sienten nostalgia por las creencias. Lo prioritario es la democracia y dar sentido a la vida privada.

[33] Cf. Ernst Jünger, Sobre la línea, 1950.

[34] Cf. Lewis Mumford, Técnica y civilización (1934)

[35] Cf. Platón, La República, libro VII.

[36] Cf. Martín Heidegger, Caminos de Bosque, Alianza editorial, 2004.

[37] De 1937 a 1940 Heidegger trabaja intensamente en Nietzsche, saliendo su obra sobre Nietzsche en 1961. Allí declara que la voluntad de poder es la esencia de la técnica. El último Heidegger es el intento desesperado por librarse de Nietzsche.

[38] La naturaleza depredadora, colonialista y destructiva del capitalismo queda confirmada en la obra de Naomi Klein, La doctrina del Shock (2007) y de Naomi Wolf, El fin de América (2007).

[39] Cf. Christiana Figueres, El futuro por decidir. Cómo sobrevivir a la crisis climática, Debate, 2021.

[40] Cf. Omar H. Bagnoli-Fernando D. Rodríguez, La revolución industrial. Ideas y debates 1960-1990, Editorial Biblos, 1993; Eric Hobsbawm, En torno a los orígenes de la revolución industrial, Siglo Veintiuno editores, 1978); Douglass North-Robert Paul Thomas, El nacimiento del mundo occidental. Una nueva historia económica, 900-1700, Siglo veintiuno editores, 1980.

[41] Cf. Zygmunt Bauman, La modernidad líquida, FCE, 2000; Byung-Chul Han, La sociedad de la transparencia, Herder, 2013.

[42] Cf. Maurizio Ferraris, Posverdad y otros enigmas, Alianza, 2019.

[43] Cf. Sobre el nihilismo integral mi libro El imperio posmoderno del hombre anético (2004).

[44] La crisis climática es tan grave que está movilizando la conciencia en todos los estratos sociales. Hombres de ciencia, periodistas, politólogos, filósofos y demás escritores están dedicando a despertar conciencia de la seriedad de la situación. A continuación, una pequeña muestra de los mismos. Cf. Geoff Man, Leviatán climático, Biblioteca Nueva, 2018; Andri Snaer Magnason, Sobre el tiempo y el agua, Editorial Salamandra, 2021; Lawrence M. Krauss, El cambio climático. La ciencia ante el calentamiento global, Pasado y Presente, 2021; Elizabeth Kolbert, Bajo un cielo blanco. Cómo los humanos estamos creando la naturaleza del futuro, editorial Crítica, 2021; Naomi Klein, En llamas. Un nuevo argumento a favor del Green New Deal, Paidós Ibérica, 2021; Isidoro Tapia Ramírez, Un planeta diferente, un nuevo mundo. Cómo el calentamiento global está cambiando nuestra vida cotidiana, Deusto, 2021; Jordi Serrallonga, Dioses con pies de barro, editorial Crítica, 2020; Andreas Malm, El murciélago y el capital: coronavirus, cambio climático y guerra social, Errata Naturae, 2020; Isabel Jiménez, ¿Y tú qué harías para salvar el planeta?, Aguilar, 2020; Hope Jarhen, El afán sin límite, Paidós Ibérica, 2020; Elizabeth Kolbert, La sexta extinción, Crítica, 2019; Al Gore, Una verdad incómoda, Gedisa, 2009; James Lovelock, La venganza de la Tierra, Planeta, 2020; Jens Soentgen, Ecología del miedo, Herder, 2019; Nathaniel Rich, Perdiendo la Tierra: la década en que podríamos haber detenido el cambio climático, Capitán Swing, 2020; David Wallace Wells, El Planeta inhóspito. La vida después del calentamiento, Debate, 2019; Cheryl Simon Silver-Ruth DeFries, Una sola Tierra, un solo futuro, Ediciones Uniandes, 1993; Jonathan Safran Foer, Podemos salvar el mundo antes de cenar, 2019; Francisco Pinto, Cambio climático y desigualdad ¿Qué es? ¿A quiénes perjudica? ¿Cómo detenerlo?, Ediciones el Buen Aire, 2013.

[45] Cf M. Horkheimer-T. W. Adorno, Dialéctica del iluminismo, Sur, 1969.

[46] Cf. M. Foucault, Historia de la sexualidad (tres tomos), Siglo Veintiuno, 1991.

[47] Cf. Giorgio Agamben, Homo sacer, Pre-Textos, 2006.

[48] Cf. Primo Levi, Trilogía de Auschwitz, Ariel, 2015.

[49] Cf. Simona Forti, El totalitarismo. Trayectoria de una idea límite, Herder, 2008.

[50] Cf. Milco Baute, Agenda de despoblación: los planes macabros de reducción de la población mundial, Baute Production, 2020.

[51] Cf. Achille Mbembe, Necropolítica. Sobre el gobierno privado indirecto, Editorial Melusina, 2011; Clara Valverde Gefaell, De la necropolítica neoliberal a la empatía radical: violencia discreta, cuerpos excluidos y repolitización, Icaria editorial, 2015; E. Balibar, A. Bilbao., B. Ogilvie, Estudios sobre necropolítica, editorial Lom, 2019.

[52] Cf. Edith Stein, Ser finito y ser eterno, FCE, 2013.

[53] Cf. Georg Lukács, Historia y conciencia de clase, Sarpe, dos tomos, 1985.

[54] Cf. Gustavo Gutiérrez, Gerard Ludwig, Del lado de los pobres, teología de la liberación, Editorial San Pablo, 2013.

[55] Cf. Axel Kaiser, La tiranía de la igualdad. Por qué el igualitarismo es inmoral y socava el progreso de nuestra sociedad, Deusto, 2017.

[56] Cf. John Rawls, Teoría de la Justicia (1971).

[57] Cf. Mi obra Igualdad sin lágrimas. Justicia como copertenencia, Iipcial, 2021.

[58] Estas son las conclusiones de Oxfam junto con el Instituto del Medio Ambiente de Estocolmo en el 2020.

[59] Cf. Joan Martínez Alier-Arcadi Oliveres, ¿Quién debe a quién?, editorial Icaria, 2005; Joan Martínez Alier De la economía ecológica al ecologismo popular, Icaria, 1994; El ecologismo de los pobres, Icaria, 2011.

[60] Triste ejemplo de ello es el libro Pensar desde el mal de Víctor Samuel Rivera, cuyo capítulo segundo está dedicado a denostar la Encíclica Laudato Si´ por considerarla hostil a la espiritualidad. Menos mal tuve la oportunidad de rebatirlo en el video-debate sobre la “Filosofía y crisis ambiental” organizado en agosto 2022 por Ysaí Quiroz en su plataforma Fundación DCluz en Facebook.