jueves, 10 de mayo de 2012

DIOS Y EL SENTIDO DE LA VIDA


Dios y el sentido de la vida
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

Tras la exégesis metafísica y fenomenológica realizada desde una hermenéutica mitizante, se arriba a la conclusión de que el reconocimiento del ser de mayor dignidad metafísica (Dios, el misterio, la trascendencia, el bien absoluto, el fundamento, lo insondable) devuelve a la vida su sentido, y sobre la base de la disolución del olvido del ser en cuanto ser se desenvuelve la vida sin sentido. Lo cual no significa necesariamente que dicho reconocimiento garantice revertir el sinsentido de la vida.

En otros términos, no es Dios el que pasivamente nos va a dar un sentido de la vida, sino que la creencia en él permite hallar activamente un sentido. El asumir que nuestro destino está escrito en las estrellas o en topus uranus divino, que basta esperar pasivamente a que actúe, es una creencia mágica pagana. La creencia popular pagana suponía que los dioses eran el origen del acontecer diario, luego el hombre no le quedaba otra cosa que seguir su ineluctable destino. En cambio, el cristianismo introduce la idea de un Dios personal, providente y omnipotente, pero que respeta nuestra libertad y que nos dio inteligencia y fe para dominar la tierra con responsabilidad. Esto es, que no hay tal destino y el hombre decide libremente el curso de su vida<!--[if !supportFootnotes]-->[1]<!--[endif]-->. Pero, ¿puede la creencia en Dios devolver el sentido de la vida en medio de una cultura cuyo clima espiritual es la increencia del hombre pragmático y positivista? ¿Por qué el sinsentido de la vida avance asoladoramente sobre el mundo occidental; es decir, sobre aquel orbe civilizacional más desacralizado y descreído del planeta que no cree en Dios?

Antes de responder a esta pregunta bien vale una breve reflexión sobre la importancia de lo religioso en el avatar histórico de la civilización occidental cristiana. La crisis de nuestra civilización es la crisis de la cultura cristiana. Esto lleva a pensar que el alma de toda civilización es su religión. Ejemplo paradigmático son los hebreos. Los hebreos son una demostración en la historia de la fuerza moral que proporciona la religión para mantener la identidad nacional, la elevación espiritual y soportar innumerables sufrimientos. Su creencia en un  Dios único, que eligió a su pueblo y que estableció el amor fraternal y la justicia social, que se verá recompensado en el reino de Dios, son los pilares de su religión y cultura. En sentido contrario, también lo vemos en las civilizaciones precolombinas. Una vez destruida su religión –que esperaba un héroe mítico venido del mar- y desarticulada su forma de vida, la colonización europea se impuso sin mayores contratiempos por más de cuatro siglos. Esto lleva a pensar que la religión es el alma de toda cultura y cuando ésta pierde a la misma entonces encuentra su sentencia de muerte.

En este sentido, razón tenía Hilaire Belloc<!--[if !supportFootnotes]-->[2]<!--[endif]--> cuando pensaba que la cultura cristiana antigua salvó al Imperio romano de su disolución (siglos I-VI). La cultura cristiana bizantina resistió el ataque de los bárbaros (s. VI-XI). La cultura cristiana de la Edad Media alcanzó su florecimiento en los siglos XI y XIII. La Reforma fue el triunfo del anticlericalismo (s. XVI), derrumbó la unidad cristiana y estableció el espíritu de lucro. La usura, los monopolios y el comunismo ateo fueron sus últimas consecuencias (s- XVII-XX). Ante esto, muchos piensan que a la cultura católica sólo le queda como salida impulsar tres reformas: distribuir la propiedad privada, promover el control del monopolio y restituir el trabajo cooperativo-corporativo<!--[if !supportFootnotes]-->[3]<!--[endif]-->.

La decadencia de la modernidad tardía es el eclipse final de la cultura occidental. Y en esta fase finisecular posmoderna la descristianización es la cima de su declive espiritual. Abandonada la fe en el progreso aumenta actualmente la creencia en que la humanidad degenerará y su fin se acerca. Pero este hombre sin Dios juega con el poder conferido por la técnica, se siente más allá del bien y del mal, cuando lo que hace es incrementar el mal en desmedro desmesurado del bien, y acepta feliz la desaparición de Dios, confiando en la espeluznante perfectibilidad técnico-robótica del hombre. La voluntad emancipatoria característica de la emancipación del sujeto moderno culmina en una nueva mística del hombre, en la cual el renacido diocesillo terrestre se entrega al creciente poder de la técnica sin preocuparse demasiado de estar perdiendo su humanidad.

El terrorismo cientificista ha atrofiado las facultades espirituales del hombre occidental, especialmente, rechazando no sólo todo aquello que no es verificable empíricamente, sino que al hombre tecnológico no le importan las interrogantes cruciales de la vida, para vivir sometido como esclavo al nuevo amo del mundo, a saber, la razón instrumental<!--[if !supportFootnotes]-->[4]<!--[endif]-->. Pero si bien la religión cristiana tuvo episodios vergonzosos y lamentables en su relación con la ciencia –como después lo tuvo con la teología de la liberación-, más tarde asumió una actitud defensiva ante su desarrollo mecanicista sobre todo en los siglos XIX,  en gran parte del siguiente siglo, que experimenta otra revolución con la teoría de la relatividad y la teoría cuántica, se fue imponiendo el parecer de que Dios permite la ciencia al hombre como un  medio importante para dominar el mundo pero con justicia y caridad. Es así que en el presente se comprende mejor que el Dios del cristianismo, que dio al hombre inteligencia, amor y voluntad, no implica tecnofobia ni tecnofilia alguna, por cuanto alienta a los hombres a que hagan uso de su inteligencia porque tienen la responsabilidad de dominar el mundo positivamente, es decir con un espíritu de justicia y santidad<!--[if !supportFootnotes]-->[5]<!--[endif]-->.
¿Pero qué es Dios? ¿Es posible conocer a Dios? ¿Tiene Dios influencia efectiva sobre nuestras vidas? ¿Da igual el Dios de cualquier religión? ¿Cómo creer en Dios si se constata que hace falta una nueva imagen de él? Todo esto nos remite al gran debate que afrontó el concilio Vaticano I, en 1870, ante el tradicionalismo (que negaba a la razón la capacidad de obtener conocimientos ético-religiosos seguros y que por tanto la única vía indudable era la revelación oral e histórica) y el agnosticismo (que proclamaba que el único conocimiento válido era el proveniente de los métodos científico-naturales). Contra ambos, y también contra el elitismo y esoterismo, Vaticano I declaró la validez de la luz natural de la razón humana en el conocimiento de Dios. Más aun sostuvo que la razón natural puede conocer con certeza a Dios, partiendo del mundo creado.

Pero ¿se da el conocimiento natural de Dios? Karl Barth, desde la teología protestante, reavivó el debate en el siglo XX, insistiendo que el pecado humano debilitó la razón natural para conocer a Dios, el cual sólo es cognoscible por gracia. La respuesta católica es que la razón natural puede conocer a Dios, pero no con la claridad dada con la revelación oral. Además, se reafirmó que todos los hombres son llamados por la gracia de Dios, incluso los no creyentes. Pues la “luz natural” no es meramente humana porque la sostiene la gracia previniente de Dios. De este modo, no sólo las pruebas de la existencia de Dios son vías apropiadas para conocer a Dios prescindiendo de la revelación oral, sino que cualquier conocimiento de Dios es posible por una revelación divina. Pero además, se reconoce que todo hombre tiene que ver con Dios, es un conocimiento que afecta a todos, lo llame o no a Dios. Todo hombre tiene en la estructura de su ser la experiencia espiritual de Dios, el cual no es conceptual y abstracto, sino conciencia atemática, de difícil traducción al lenguaje abstracto.

Esta conciencia atemática de la realidad divina se hace presente incluso en el no creyente cuando reconoce el infinito amor misericordioso de un personaje histórico como Jesucristo. Y esto es así porque cuando el hombre conoce o actúa en la realidad cotidiana, lo hace si al mismo tiempo afirma preontológicamente el fundamento sustentador de la realidad. Sólo realizando el anticipo atemático y preobjetico del horizonte en general –que es Dios-  es que es posible tratar con la realidad objetiva<!--[if !supportFootnotes]-->[6]<!--[endif]-->.

La misma vida empírica requiere de este anticipo preontológico a priori, prácticamente la manera espontánea de ser del hombre es de naturaleza preontológica, porque nuestra percepción, por la que nos enteramos del mundo exterior y nos ponemos en relación con los objetos y fenómenos de la naturaleza, se constituye dentro de la actitud preontológica. Se trata de un acto peculiar en el orden del conocimiento porque sus términos intencionales no son datos sensibles, sino estructuras que no aparecen ante la conciencia pero que son subyacentes a los datos sensoriales. De modo análogo, en el orden del ser Dios es el fundamento que no aparece ante la conciencia como un dato evidente y sin embargo es subyacente a todo lo creado. Es por esto que el hombre no es un “ser para la muerte”, sino un “ser para Dios”; es la criatura finita plantada en lo absoluto, destinado a escuchar y responder al mensaje de Dios. O como gustaba sostener a Edith Stein<!--[if !supportFootnotes]-->[7]<!--[endif]-->, “es el ser finito frente al ser eterno”. Y esto se ha olvidado en la descreída modernidad tardía arrasada por el destierro de la vida interior, la despersonalización social, el pragmatismo absoluto y el racionalismo totalitario.

La experiencia trascendental de Dios en el hombre no sólo afirma el fundamento sustentador de la realidad exterior, sino también interna, de sí mismo. Si Aristóteles y la filosofía griega meditan sobre la realidad exterior, el judeocristianismo es la reflexión sobre la realidad interior. El hombre se encuentra interpelado por Dios desde dentro, desde su conciencia; de manera que la trascendencia de lo divino en el hombre es completa, integral, como integral es también su compromiso con él. San Agustín revela así que el corazón es el lugar central del hombre en que se manifiesta Dios y Santo Tomás de Aquino deja ver que en todo lo finito y contingente se trasluce la presencia de Dios.

Por eso, que el olvido de Dios no sólo es un hecho psicológico sino eminentemente ontológico, pues implica una obliteración del llamado del ser. Aquí se demuestra la unidad indisoluble entre metafísica y religión, filosofía y teología. Lo Otro divino es la otredad absoluta, a la vez inasimilable al hombre, íntimamente unida con su destino y cuya mirada penetra plenamente en nuestro existir. En cambio el hombre nihilista se queda con lo inasimilable de dios para apoyar su olvido de Dios. Y sin embargo, Dios respeta la libertad finita, no se impone, espera ser llamado, no es un intruso. Al margen de que su gracia previniente está siempre con el hombre, incluso en el hombre del nihilismo. El hombre puede olvidar a Dios, pero Dios no olvida nunca al hombre, porque el hombre puede dirigirse o retirarse de Dios, en cambio Dios siempre está de camino hacia el hombre y se encarnó en un verdadero ser humano no para divinizar a la humanidad, sino para demostrar la importancia de lo inmanente, contingente, histórico y finito para Dios. Sólo para el universo cosmogónico, la filosofía pagana griega y para la gnosis, un Dios así resulta a todas luces inconcebible. No en vano en un universo cosmogónico donde el mal es original no hay sitio para el mito de la caída y para el Dios creador; en un cosmos trágico la trascendencia es hostil, no hay perdón, sólo purificación y espectáculo; y en un cosmos gnóstico el alma desterrada sólo encuentra consuelo en la salvación divina por el conocimiento. Según los especialistas del orfismo (Guthrie, Nilsson, Boulanger, Wilamowitz, Moulinier, Delatte, Festugiére y Jeanmarie) el dualismo gnóstico entre el alma desterrada y el cuerpo material no viene del mito teogónico homérico y hesiódico, sino de los mitos eleusinos y órficos, los cuales fueron recogidos por Empédocles, Pitágoras y especialmente Platón y Plotino.

Ahora bien, en lo que concierne a las dos grandes vías filosóficas del conocimiento de Dios tenemos la afirmativa (descansa en el argumento ontológico de Anselmo y que fue adoptada de forma más sencilla por Descartes: Dios es un ser perfecto, existir es una perfección, luego Dios existe), que tiene a Dios es la cima de la pirámide de la realidad, fundamento último y supremo de todo;  y la vía negativa (Dios es lo trascendente, incomprensible e inefable), que se retrotrae hasta Plotino y en la cual Dionisio Areopagita llamó a Dios el ser superesencial, cuyo saber del mismo es un no saber, su nombre es el no nombre, etc. Tomás de Aquino, sin pertenecer a esta vía, sin embargo dijo: “Lo que Dios es, no lo sabemos” (De pot. Q. 7 a. 2 ad 11). Dentro del lado católico esta tradición es cultivada por K. Rahner, que insiste en la incomprensibilidad de Dios<!--[if !supportFootnotes]-->[8]<!--[endif]-->. Y sin embargo, ambas vías coinciden en que el hombre tropieza con una realidad que no se puede captar, ni comprender ni expresar adecuadamente con su lenguaje.

Entonces, ¿en qué medida es posible hablar de Dios? Esto ha conducido al principio teológico de que todo lenguaje sobre Dios es analógico. Concepto que proviene de la filosofía platónica y que también está presente en el Antiguo Testamento griego (Sab. 13, 5). La analogía afirma la existencia de una comunidad y diversidad analógica de todo ente en su ser. El ser no es unívoco, porque el ser infinito y el ser finito serían una unidad. Lo analógico sustenta la comprensión unívoca de lo particular. Lo particular es el ente, el ente es todo objeto pensable por el conocimiento. Ser es, más bien, lo que hace posible el ente y está supuesto como horizonte del pensamiento. Es una anticipación apriorista que reúne y distingue los objetos particulares. A esto ser llama “ser”, expresando lo infinitamente inaprensible, y por eso no es finito. En el panteísmo no funciona la analogía, el ser deja de estar encima de lo existente, para hallarse en toda la extensión de la realidad, porque el ser es unívoco y, en consecuencia, el ser infinito y el ser finito son una unidad.

El lenguaje habitual es generalmente unívoco o equívoco, y el discurso corriente da la impresión de que el hombre se adueña de Dios y lo sitúa como un factor intramundano. Pero esto es así porque generalmente olvidamos que Dios es lo esencialmente incomprensible, a pesar de que Jesucristo es la cima de la revelación encarnada. La doctrina de la analogía representa la bisagra que concatena el ser infinito con el ser finito, sin que éste último se pueda sentir propietario de la divinidad. Asimismo, el hombre es el ser analógico por excelencia porque es la criatura que está situado ontológica y ónticamente entre lo terrenal con lo celestial, lo inmanente y lo trascendente. La analogía no es una prueba de la existencia de Dios, sino una confirmación de su trascendencia en la inmanencia y de la existencia de verdades eternas.

Por último, la otra vía de conocimiento de Dios es la fe y la revelación en la apertura de Dios. Esto significa que no sólo el hombre se dirige a Dios, sino que también Dios se dirige al hombre. Revelación no es algo que ocurre desde afuera, porque sucede algo en la propia criatura que percibe a Dios. La base existenciaria del hombre implica la posibilidad de la revelación divina, la misma que hace posible tres nadificaciones: 1. la nada de la creación, 2. la nada del pecado y 3. la nada ante Dios. Y cuando la finitud humana recorta su horizonte ontológico solamente a lo inmanente queda su libertad solamente ante el pecado, que es reducido a mera falta, error, vicio o delito.

Dicho en otros términos, el hombre es la posibilidad óntica de la revelación de Dios, pero Dios es la posibilidad ontológica de la existencia humana. Pero como posibilidad óntica de Dios puede el hombre darle la espalda deliberadamente. La revelación divina permite descubrir la totalidad original del hombre, como criatura abierta al mundo y abierta a Dios. También nos pone ante el hecho de que el mundo no sólo se compone de esencias y existencias, sino que está lo absoluto, como aquello que todo lo abarca y sustenta.

Esto tiene para el hombre una significación más profunda, porque revela que la estructura fundamental humana como “ser en el mundo” no sólo comprende lo temporal, sino también lo eterno. Y aquí reluce toda la omnipotencia de la providencia divina, puesto que proviniendo el término hombre, homo, de la palabra humus, es decir, tierra, ello nos remite hacia la importancia especial que tiene la criatura humana para Dios para que éste le reserve un destino eterno. Es más, si sólo en Dios el espíritu, la voluntad, el autoconocimiento y la vida encuentran su culminación absoluta, esto quiere decir, que el hombre nunca alcanzará el sentido pleno de la vida, ni siquiera en su estado creyente, sino tan sólo relativo, porque en él ninguna realidad encuentra su realidad absoluta.

Además, la revelación histórica-oral no rebaja a Dios a nivel de criatura finita ni el hombre es mero receptor de órdenes. La proximidad de Dios al hombre se llama gracia. Dios se da a sí mismo y eleva a la criatura sin afectar su libertad finita. La cima de la entrega de Dios fue la encarnación de Jesús, lo cual confirma que es un misterio grato que Dios haya amado la idea del hombre. Pues, la encarnación significó tres cosas: redención, reconciliación y salvación. Estas tres cosas se expresan de modo armónico en la mística activa de Jesús, que insufla interioridad y espiritualidad a la vida occidental. Lo cual remite al hombre a su plenitud. La historia humana es también una historia de salvación y revelación. La revelación se dirige a todas las dimensiones del hombre. De modo, que Dios se manifiesta en la historia. La cima de su revelación es Jesús, que forma una unidad absoluta, pura, inalterable y definitiva con Dios. A través de él se conoce a Dios realmente, se conoce la verdad (“Yo soy el camino, la verdad y la vida”).

En suma, Dios es uno, por las declaraciones metafísico-analógicas que fue desbrozada por el taoísmo, la filosofía hindú y la filosofía griega, es la realidad que se mantiene en una diferencia esencial y absoluta respecto del mundo, aunque sigue siendo su fundamento permanente, que todo lo penetra y lo contiene todo en sí, que existe absolutamente en sí y para sí, no tiene en común con otro ente ninguna de las dimensiones de su existencia, es absolutamente libre, vivo y personal, y es una totalidad incomprensible de perfección infinita.

En el siglo II y III los escritores cristianos llamados Apologetas se esforzaron en demostrar ante los paganos cultos de origen griego que el Yavé judeocristiano era el Dios que andaba buscando la filosofía griega. No hay duda que la filosofía griega influyo poderosamente en el cristianismo primitivo a través del denominado platonismo medio (que va del 70 a. C. hasta el 40 d. C.). En él se reflexiona sobre el origen o Arjé de todas las cosas, pero el espíritu planificador que está detrás del orden razonable no era de manera inequívoca el camino hacia el monoteísmo, pues lo divino que se buscaba no era un Dios personal como lo entendía la Biblia. Lo divino en la filosofía griega y en el paganismo sería una razón ordenadora más no creadora del mundo. Aquí el dualismo metafísico persiste de modo irreductible.

En este sentido los griegos hablaron de la unicidad del origen primerísimo, que no extirpó la idea de un dualismo Dios y la materia.  Así, para la filosofía griega Dios es el compendio de todas las perfecciones (uno, simple, bueno, espiritual, infinito, inmutable, inefable, incomprensible, ordenador, no puede sufrir, ubicuo), más no era omnipotente. Todo esto no quiere decir que la metafísica de las esencias nace de la teología, de una preocupación por dar cuenta de la existencia de Dios. No, al contrario, la metafísica de las esencias nace de la preocupación de dar cuenta del problema del devenir. ¿Pues si todo deviene entonces cómo es posible el conocimiento y la verdad?
Aun se discute si la metafísica de las esencias nace de un problema epistemológico o de un problema metafísico. Pero, al menos,  está claro que sólo desde Filón de Alejandría, el platonismo medio y san Agustín la metafísica de las esencias se convierte en teología, al desarrollarse como metafísica de las formas eternas. Más tarde, con los Padres Capadocios (Basilio de Cesaréa -†379-, su hermano Gregorio Nacianzo -†390- y su amigo Gregorio de Niza -†395- ) hasta san Agustín se alcanzaría un mayor contraste con lo divino de los griegos enfatizando que el Dios de la Iglesia no sólo es creativo y fuertemente interesado en el destino del mundo, sino que llega a su punto culminante con la encarnación de Dios y su plan salvífico. Esto es, la doctrina trinitaria, impensable para la mentalidad griega, se destacó -tras una ardua lucha contra el subordinacionismo arriano y sabeliano<!--[if !supportFootnotes]-->[9]<!--[endif]-->- con mayor vigor con la cristología, la teología de la creación, la soteriología y la escatología.

Por lo demás, desde la teología de la edad patrística quedó un camino siempre abierto para la mística, el viaje interior, la oración y la meditación; lo cual se constituyó en un correctivo permanente ante la tentación demasiado teorizante de la doctrina de Dios. La mística cristiana aporta a la doctrina teológica de Dios una superación de lo que hay de racional y teórico, una vivencia de unidad y totalidad, un correctivo a la teología teorizante, una experiencia de la vitalidad divina, y tiende a una teología paradójica y negativa. Su propensión a concentrarse en la inmanencia de Dios lo pone en peligro de caer en la visión panteísta, pero bien entendido ilumina el amor de Dios por la humanidad y la creación. La mística y el arte cristiano contribuyen en la cultura occidental medieval como un poderoso reactivo ante el creciente avance de las relaciones dinerarias<!--[if !supportFootnotes]-->[10]<!--[endif]-->. Luego la escolástica acentuaría la oposición entre platonismo y aristotelismo, y posteriormente el Renacimiento diluye la concepción eidética del ser<!--[if !supportFootnotes]-->[11]<!--[endif]-->.

No sería completo el examen sobre el conocimiento de Dios si no se abarcara el difícil tema de la vida intratrinitaria divina. Pues bien, por las declaraciones del magisterio eclesiástico, Dios es trino, por las manifestaciones que ha hecho de sí mismo; esto es, el Dios uno existe en tres personas que son una sola naturaleza divina, igualmente eternas y omnipotentes, personas realmente distintas entre sí, el Hijo subsiste por la comunicación eterna de la esencia divina del Padre solo, y el Espíritu Santo no es engendrado, sino que procede el Padre y del Hijo a la vez, mediante una espiración única. En el Dios uno hay dos relaciones de origen, dos relaciones y propiedades que no se distinguen de la esencia de Dios. Cada una de las personas es el Dios uno, todo le es indistintamente común, no hay una oposición de relación. Cada persona está por completo en la otra. Y hacia afuera las personas son un único principio operativo.

Ahora bien, Dios uno y trino es indisponible porque el hombre no puede manipularlo como señor soberano. Sin embargo, como Dios interesado en la justicia y en la estructuración de una sociedad sin opresión, que toma partido por los débiles, honra al hombre como Persona sobrenatural que es.  Esto significa que lejos de exigir un sometimiento humilde de los hombres a su voluntad impenetrable –como en las religiones paganas-, más bien se acerca amorosamente como persona racional, autoconsciente y libre permitiendo que con toda justicia nos dirijamos a él como un .

Sin embargo, la evolución del concepto del Dios personal en la espiritualidad cristiana se encuentra casi en un punto muerto. Pues, en el curso de la filosofía moderna se fue aclarando el concepto de persona. Desde Kant la persona indica una conciencia que se piensa a sí misma, individual, racional, es sujeto y relacional. Traducida en conceptos modernos la vieja doctrina trinitaria significaría que Dios es entendido no sólo de manera substancial sino también relacional. Esto es, que a Dios sólo se le puede considerar como una única persona.

Entonces, si se afirma que en Dios sólo hay una persona se cae en el modalismo de Sabelio; y si se habla en lenguaje de Tertuliano de tres personas y una sola substancia no sirve de mucho, según los criterios de comprensibilidad aportados por la filosofía moderna. Todo lo cual lleva al complejo problema de si Dios es persona o personalidad. Para no incurrir en triteísmo tiene que ser una substancia única y para no tropezar con el modalismo tiene que ser tres personas. Lo cual lleva a pensar que el concepto moderno de persona requiere de una ampliación, puesto que las características humanas finitas no tienen que ser plenamente compartidas por un ser infinito.

Además, el concepto de personalidad propuesto por la psicología moderna también es explicativo en sus diversas acepciones: 1. lo que permite un pronóstico sobre el comportamiento que adoptará una persona en determinada circunstancia (R. B. Cattell); 2. la asociación dinámica dentro de un individuo, de todos los sistemas psicofísicos que determinan su comportamiento y pensamientos (G. Allport); 3. la integración del Ello, el Yo y el Superyó (Freud); 4. el propio sentido de la vida de un individuo, sus formas y características de resolverlos problemas y conseguir los objetivos fijados (A. Adler), y 5. la integración del yo, el inconsciente colectivo y personal, los complejos y los arquetipos (C. Jung). De este modo, la personalidad indica: integración de una estructura interna dinámica, con fines propios o télica, y que se manifiesta con comportamientos y pensamientos autónomos.

Todo este bagaje aplicado a la doctrina trinitaria sobre Dios significaría que las tres personas divinas son parte de la personalidad de Dios. Esto es, que a Dios se le puede considerar como una personalidad única sin afectar a las tres personas que la integran. En tal sentido a Dios uno y trino se le puede considerar tres personas en una única personalidad. Y si nos preguntásemos qué tipo de personalidad le es más aproximada, se puede afirmar que dentro del abanico conocido (autoritaria, permisivo, democrático, conformista, innovador, creador, etc.) diríamos que sería democrático-creador en sumo grado.

Tanto las declaraciones analógico-metafísicas –que fueron alcanzadas por la razón natural griega en la teología llamada “natural”, y que se dieron también en otras civilizaciones de distinta tradición religiosa-, como las declaraciones doctrinales, pese a su carácter más abstracto, son parte de la doctrina teológica de Dios en la civilización cristiana. Y esto significa que siempre la pedagogía divina ha actuado sobre la humanidad de todos los tiempos, insuflando con su gracia que la razón humana pueda concebirlo primero como Dios uno y luego, por la revelación, como Dios trino. Recordemos que el catolicismo afirma, que la razón natural puede conocer a Dios, aunque no con la claridad dada con la revelación oral. Además, admite que todos los hombres son llamados por la gracia de Dios, incluso los no creyentes. Pues la “luz natural” no es meramente humana porque la sostiene la gracia previniente de Dios.

Pero esto nos lleva al asunto de la verdad. Para el idealismo subjetivo la verdad es segregada por la mente humana, para el idealismo objetivo es producto de la mente cósmica, para el realismo existe independientemente de la capacidad subjetiva que la concibe. En la posición ontológica realista el hombre sólo descubre la verdad, pero no la crea. El criticismo kantiano tuvo el mérito de rescatar los mecanismos a priori de la razón en la construcción de la verdad, pero la posterior crítica filosófica reveló que en el problema de la verdad hay que conciliar la posición ingenua del realismo con la posición constructivista de la modernidad. Por eso se puede decir que ser y entes hay independientemente del hombre pero la verdad tampoco es un asunto que compete por entero a la razón. Es más, aun cuando se pueda admitir que la Verdad es el ser mismo que se abre espacio para revelarse a la inteligencia humana, sin embargo la verdad eterna que es Dios es fundamentalmente inasimilable y misteriosa para la inteligencia humana. A pesar de la revelación divina la incomprensibilidad fundamental de Dios no queda eliminada, sigue siendo el misterio por antonomasia, sigue siendo el Dios oculto, la verdad eterna se mantiene insondable e inefable. Por eso mismo la idea de eternidad tiene que significar algo distinto que el “constante” “ser ante los ojos” o el “ahora estático” de la comprensión vulgar del tiempo, bien señalado por Heidegger<!--[if !supportFootnotes]-->[12]<!--[endif]-->. Y tiene que ser así porque lo oculto de Dios nunca será el “constante” “ser ante los ojos”. Pero tampoco puede ser concebida como temporalidad infinita, como sugiere Heidegger, porque sólo la criatura es temporal en el fondo de su ser, pero Dios no es criatura sino Creador. Además, lo infinito puede ser el conjunto de innúmeras finitudes. Incluso, como lo señaló Boecio, los espíritus puros que carecen de inmovilidad completa y tienen una movilidad accidental, no tienen eternidad ni temporalidad sino eviternidad. Lo creado puede ser finito o infinito. Esto hace que Dios no sea la temporalidad originaria, no puede ser determinado con los conceptos de “pasado, presente o futuro”, ni siquiera de infinitud, sino que es la Eternidad que hace posible tanto lo finito y lo infinito<!--[if !supportFootnotes]-->[13]<!--[endif]-->. En este sentido Spinoza es el que proporciona la mejor definición formal de eternidad como aquella existencia que no puede ser explicada mediante el tiempo, ni siquiera concebida sin principio ni fin.
Por eso el término Verdad en mayúscula alude a Dios mismo, que hace posible los modos derivados de la verdad (descubrimiento intramundano), pues la verdad no puede aludir al “estado de abierto” del hombre que es a la vez verdad y falsedad. El hombre y el mundo a la vez son en la verdad por Dios, sustentador de la verdad misma. Entonces se entiende lo dicho por san Pablo: “Porque nada podemos contra la verdad, sino por la verdad” (II Cor. 13, 8). Si no se toma en cuenta a Dios, la ontología se empobrece y se seculariza hasta los límites espantosos que vemos hoy en la nihilista modernidad tardía.

De esta forma, hay tres sentidos de la verdad: como descubridor (el hombre), como descubierto (el mundo) y la verdad por excelencia o Dios, que hace posible los sentidos de la verdad referidos al mundo y al hombre. La presencia de Dios es ontológica en todas sus criaturas, pero el habitar en el hombre se da por invitación nuestra. No se trata de afirmar que la creencia en Dios nos asegure una vida con sentido, pero es una limitación importante al sinsentido de la vida. Lo sensato es aspirar a la santidad, que no es el fin del pecado sino el correcto uso de nuestras facultades para cooperar y conocer a Dios. La gracia transforma el alma; sus facultades no son destruidas sino elevadas con los nuevos poderes de la esperanza y la caridad para la voluntad y la fe para el intelecto. La gracia es un don por el cual Dios mueve la voluntad y el intelecto. Por ende, la gracia desarrolla junto a nuestros hábitos naturales, los hábitos sobrenaturales.

Pero la gracia divina no elimina la guerra que libramos contra el pecado, sino que la intensifica. Y de los siete pecados capitales (soberbia, avaricia, lujuria, envidia, gula, ira, pereza) cualquiera puede levantar cabeza incluso en el hombre santo. Y esto sucede aun cuando el hombre es capax Dei, es decir, la criatura capaz de ser llenada por Dios. El pecado es una enfermedad de la voluntad, y por eso el quid es poner en armonía nuestros hábitos naturales con los hábitos sobrenaturales. Lo diabólico comienza en el puro regocijo del yo en el yo. Y el peligro a caer en el pecado es muy real e intenso<!--[if !supportFootnotes]-->[14]<!--[endif]-->. No olvidemos que sólo Cristo poseyó la santidad completa in situ viae, porque participaba ya de la santidad eterna, pero en los demás hombres, pueblos y civilizaciones puede la santidad extraviarse, porque su destrucción mediante el pecado es lo esencial del mysterium iniquitatis.

El intelecto y la voluntad pueden desviarse de la unión con Dios. Y esto es muy notorio en los recientes escándalos por pederastia, que llevaron a la iglesia católica norteamericana a pagar 600 millones de dólares de indemnización a las víctimas, y que son, en palabras de Benedicto XVI, una verdadera vergüenza para la Iglesia. Lo verdaderamente significativo es que por primera vez en la historia del catolicismo haya un Papa como Benedicto XVI, que enfrente este problema con resolución, coraje y dolor; a pesar del controversial caso mexicano de los Legionarios de Cristo del sancionado padre Maciel y de la discutible tolerancia con que contó de altos dignatarios de la curia romana. El Papa durante la Semana Santa del 2012 volvió a señalar el momento dramático que vive el catolicismo y que la desobediencia a las promesas sacerdotales de pobreza castidad y obediencia no es el camino para reformar la Iglesia, tras el documento firmado por 300 obispos austriacos pidiendo reformas en lo concerniente al celibato, la ordenación de las mujeres, sobre el beato Juan Pablo II, etc.

Pero lo que en el fondo está en conflicto es la necesidad de una nueva imagen de Dios, problema irresuelto desde Nicea y prolongado hasta Vaticano I y II. En este punto la Iglesia exhibe un retraso sumamente grave, debido a que ha actuado casi siempre como una institución política y no moral, como de no practicar lo que predica, por cuanto su inercia en lo que concierne a la nueva imagen de Dios se asocia al avance vertiginoso de la descristianización y ateísmo occidental. Benedicto XVI tiene el proyecto de hacer volver al mundo occidental a la fe cristiana y, en este sentido, no vaciló en condenar la homosexualismo y pederastia como pecado moral.

No obstante, para que su plan tenga éxito no basta con expulsar a clérigos invertidos y entregarlos a la justicia civil, sino que hará falta una profunda reforma institucional en el seno de la misma Iglesia, y, sobre todo, un nuevo concilio ecuménico que revise la necesidad de una nueva imagen de Dios, yendo más allá de la imagen teísta del Concilio Vaticano I y II, para afirmar tanto la trascendencia como la inmanencia de Dios y su lugar en la historia de la libertad humana, junto a su opción partidista por el pobre y oprimido, como lo hizo Cristo. Pero el conservadurismo y autoritarismo de la Iglesia hace que no guardemos muchas esperanzas de un cambio en el breve plazo<!--[if !supportFootnotes]-->[15]<!--[endif]-->. El cambio, más bien, se gesta desde dentro de los fieles, al margen de su jerarquía. El Hijo del Hombre no hizo equilibrismos andróginos, ni tercerismos ambiguos, fue resuelto en compartir el amor divino especialmente con los necesitados. Por eso la Iglesia tendrá que ponerse de lado de los países pobres y débiles y contra las prepotencias de los países ricos y poderosos, demostrando en la acción que el Redentor está vivo y entre nosotros.  Es ineludible afrontar la necesidad de reconocer la presencia de Dios en el corazón de la propia libertad humana.

No queda otra opción: o dejamos a Dios en la lejana trascendencia o rescatamos a Jesús como el Dios que se hizo hombre. Es la única forma de reconducir la extraviada libertad humana en el presente nihilista. Pues, aquí no hay tal antinomia entre la libertad absoluta de Dios y la libertad relativa del hombre, porque Dios mismo tiene un protagonismo en la libertad relativa humana con Jesucristo.

La doctrina de la encarnación y resurrección de Cristo son la clave para una nueva imagen de Dios. Lo que lleva a superar la teología de la inmutabilidad de Dios, categoría de herencia filosófica griega y a la cual se encuentra todavía atada la doctrina oficial de la Iglesia desde Nicea hasta Vaticano I, para avanzar hacia una teología de la dinamicidad de Dios, lo cual no significa relativizar la realidad divina por cuanto es dinámico en la dimensión absoluta intratrinitaria y en la dimensión relativa de la historia.

Es decir, Dios no es solamente el fundamento del orden existente sino también del orden cambiante y nuevo. Dios es creador en su naturaleza primera o intradivina, en su naturaleza segunda o creación y en su naturaleza tercera o lo que retorna a él. Esta teología procesal ha presentado diversos desarrollos en Hegel, Teilhard de Chardin y en Charles Hartshorne, discípulo de A. N. Whitehead, y todos ponen en tela de juicio al Dios inmutable, que ni sufre ni padece, del teísmo.

La teología del teísmo puede pensar que la teología procesal está en realidad negando la perfección en Dios, pero en la nueva imagen de Dios se atiende tanto a la esencia abstracta, inmutable y absoluta, como a la actualidad concreta, referida al mundo y sufriente con él. Esto no lleva necesariamente a negar la ley moral emanada de Dios sino presenta a Dios como el promotor de la ley moral en la libertad humana, que otorga a los hombres el poder para desarrollar creativamente nuevas posibilidades en su mundo. Se trata de un Dios manso, complaciente y amoroso, no el emperador divino ni el moralista duro.

La teología evangélica ha reparado en que la teología procesal lleva hacia la negación del “punto omega” en que termina el proceso, lo que contradice el fin de los tiempos y el juicio final, y llevado por la doctrina de la justificación, que abre un abismo decisivo entre Dios y el mundo, sostiene que el procesualismo teológico termina relativizando la universalidad de Dios. Del lado católico también se critica el “optimismo evolucionista” que entraña. Del lado filosófico se señala su hipoteca acrítica a la cuestionada idea moderna de “progreso indefinido”. Y del lado de la física teórica y de la cosmología científica se señala su contradicción con la observada aceleración de la expansión del universo por efecto de la energía oscura, la predicha fase del imperio de los agujeros negros, la posterior desintegración de éstos, lo cual da lugar al término del universo tempo-espacial conocido, y el triunfo final de la entropía o del “punto omega” en el universo<!--[if !supportFootnotes]-->[16]<!--[endif]-->.

De cualquier forma, la teología procesal tiene el mérito de destacar al Dios vivo, dinámico y libre, comprometido con lo inmanente, cuya inmutabilidad se manifiesta como fidelidad a sus propias promesas, donde Dios mismo lleva a cabo la hominización de Dios, o sea que el destino humano de Dios es la cima de su perfección porque es hacerse menos permaneciendo Dios, es decir, Dios se aliena en medio de su propia perfección infinita, y lo hace por un amor al hombre que lo consagró en su muerte en la cruz y en la resurrección de Cristo<!--[if !supportFootnotes]-->[17]<!--[endif]-->.
Esta nueva síntesis entre lo inmutable y mutable de Dios es necesaria en la nueva imagen de Dios, y sin la cual es muy difícil imaginar cómo el descreído mundo occidental pueda volver a la fe cristiana y recuperar el extraviado sentido de la vida. No obstante, la polémica sigue abierta, sobre todo por la sospecha de emanacionismo y modalismo (W. Simonis) de las doctrinas que identifican la trinidad económica, o lo que Dios es en sí, con la trinidad inmanente (K. Rahner), subyacente en todo lo no divino, que declaran tal identidad como un misterio (E. Jüngel), y que afirman que la Trinidad económica se consuma en la trinidad inmanente (J. Moltmann). De ahí, el nuevo giro en afirmar que sólo conocemos la Trinidad inmanente a través de la trinidad económica (Hans Urs von Balthasar).

No obstante sigue siendo un problema capital la cuestión de las tres personas en el Dios uno. Tomás de Aquino habló de una substancia y tres subsistencias. Luego, rechazando el concepto griego de substancia, se ha pensado a Dios uno como “sujeto” con 3 maneras de ser (K. Barth), como 3 sujetos en un solo Dios (W. Kasper), 3 sujetos o 3 yo (J. Moltmann) y 3 maneras distintas de subsistencia (K. Rahner). El esfuerzo es evitar 3 sujetos soberanos equivalentes al triteísmo.

Los diez mandamientos, como bien lo señala el filósofo español Fernando Savater<!--[if !supportFootnotes]-->[18]<!--[endif]-->, son parte del inconsciente colectivo de las civilizaciones árabe, judía y cristiana, y se extiende a toda la humanidad por sus coincidencias con la civilización india y china. Lo fundamental es que toda sociedad necesita de mandamientos para sobrevivir y desarrollarse; lo que desmiente que el hombre pueda prescindir de lo absoluto. Esto que afirma Savater puede ser admitido sin mucha resistencia, pero no sus afirmaciones sobre la superioridad del Dios terrible veterotestamentario sobre el Dios del amor neotestamentario, el robo venial, la fidelidad como virtud triste y su crítica blanda al capitalismo. Además, hay que subrayar el sentido de esperanza que está implícito para el hombre de las tres grandes religiones monoteístas. Las tres religiones monoteístas poseen una misma fuente bíblica común, y mientras el Islam y el judaísmo subrayan más la trascendencia divina, el cristianismo se diferencia por ser una religión del amor. El tema central común a las tres es que todo viene del Dios único y todo retorna a él. Dios está primero en tanto que Creador y él es el fin supremo. Esta verdad es el fundamento de la certidumbre de la esperanza del creyente en la vida futura. Todo el Corán contiene, por ejemplo, la revelación judeocristiana, están entre los adoradores que Dios prometió a Abraham<!--[if !supportFootnotes]-->[19]<!--[endif]-->.

Pero las relaciones entre Fe y Cultura son más complejas, sobretodo en nuestro tiempo descreído y secularizado. Al respecto cabe decir, que el aporte ético de la Iglesia no es precisamente cultural sino evangélico. La sociedad no pierde un ápice de su secularidad con los aportes éticos de la iglesia “evangélica”, en cambio reacciona bruscamente ante los excesos impositivos de la iglesia “sociológica”. Pero la sociedad de la modernidad tardía acentúa la visión prometeica y autosuficiente del hombre, y al proceder sin sentido ético degrada al hombre y desintegra su sentido integral. Históricamente la iglesia sigue siendo una institución fértil para segregar cultura (arzobispo Arnulfo Romero, teología de la liberación, tradición personalista, defensa de los Derechos Humanos, la Paz, la justicia, la mujer, el niño, la ecología, etc.).

Sin embargo, existe un conflicto entre la iglesia y la sociedad, pues la iglesia confesional quiere actuar sola y el Estado totalmente laico quiere actuar sin tomar en cuenta las recomendaciones de la iglesia “evangélica”. A pesar de ello, es posible la colaboración educativa y social. Los laicos, el pueblo de Dios, deben mediar en las relaciones culturales entre fe e historia. Por ejemplo, en la campaña presidencial norteamericana salió a la luz que el costo semanal de la guerra en Afganistán asciende a la demencial suma de 2 mil millones de dólares, y esto es intolerable desde el punto de vista evangélico ante las urgentes necesidades básicas de los  habitantes del planeta y la iglesia confesional no puede quedarse en un silencio cómplice que no denuncia esta situación. El pueblo de Dios necesita elevar su voz de protesta y exige lo mismo de su Iglesia.

El mundo se descristianiza a pasos agigantados, pero la fe puede convertirse en cultura. La autonomía de la cultura pide la presencia gratuita de la fe para darle raíces trascendentes. Pues, a todas luces lo que tenemos ante nuestra vista es que tanto el humanismo sin Dios, como un Dios sin conexión con la historia humana es inhumano, porque el ser finito es contingente y, sumido como está entre la verdad y la falsedad, necesita de la luz de la divinidad, y, por su parte, la divinidad con la revelación, la encarnación, crucifixión y resurrección demostró un  interés insobornable por el destino del hombre<!--[if !supportFootnotes]-->[20]<!--[endif]-->. Sólo corrigiendo estas desviaciones prontamente es posible que la creencia en Dios devuelva el sentido a la vida misma.
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<!--[if !supportFootnotes]-->[1]<!--[endif]--> A. Wagner de Reyna en su libro La poca Fe (ISPEC, Lima, 1993, p. 129-139) ha escrito que la religión o la fe es importante para darle sentido a la vida porque libera al hombre de las restricciones de la racionalidad. Esto es cierto, aunque la posmodernidad denigra a la razón fundamentadora y no por ello se caracteriza por un regreso a la fe. Además, en medio de una humanidad que ya entró a la edad de la razón es necesario enfatizar las dos dimensiones de la religión: el lado de la fe y el lado de la sabiduría.
<!--[if !supportFootnotes]-->[2]<!--[endif]--> Cf. Hilaire Belloc, La crisis de nuestra civilización, Sudamericana, B. Aires, 1961.
<!--[if !supportFootnotes]-->[3]<!--[endif]--> Véase O. Spengler, La decadencia de Occidente, Espasa Calpe, 1945; Arnold Toynbee, La civilización puesta a prueba, Sudamericana, 1951; Alfred Weber, Historia de la cultura, FCE, 1968; Lin Yutang, La importancia de vivir, Sudamericana, 1951; Nicolás Berdiaev, Una nueva Edad Media, Ed. Carlos Lohlé, 1979; René Guénon, La crisis del mundo moderno, Mosca Azul, Lima, 191975; Gilles Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Anagrama, 1988; José María Mardones, Posmodernidad y cristianismo. El desafío del fragmento, Sal Terrae, 1988; G. Vattimo, El fin de la modernidad. Nihilismo y hermenéutica en la cultura posmoderna. Gedisa, 1986.
<!--[if !supportFootnotes]-->[4]<!--[endif]--> Véase: Jacques Ellul, El siglo XX y la técnica, Labor, 1960; Erich Fromm, La revolución de la esperanza. Hacia una tecnología humanizada, FCE, 1971; Juan Camacho, Individuo y técnica en el mundo contemporáneo, Ed. Amaru 1986.
<!--[if !supportFootnotes]-->[5]<!--[endif]--> Véase: Christopher Derrick, La creación delicada, Encuentro, Madrid, 1986; Theodore Roszak, Persona Planeta, Kairós, Barcelona, 1985;  Varios autores, Teología de la ecología, San Pablo, Lima, 1995.
<!--[if !supportFootnotes]-->[6]<!--[endif]--> Más daño hace al filósofo no saber de teología, que al teólogo no saber de filosofía, porque aunque la salvación no venga por la sabiduría, ésta puede llevar a la salvación. Véase: O. Muck, Doctrina filosófica de Dios, Herder, 1986; E. Fortman, Teología de Dios, Sal Terrae1969; H. Vorgrimler, Doctrina teológica de Dios, 1987; B. Weissmahr, Teología natural, Herder, 1986; J. B. Lotz, La experiencia trascendental, Madrid, 1982; Comisión teológica internacional, La interpretación de los dogmas, Conferencia Episcopal Peruana 1991; Pontificia Comisión Episcopal, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Paulinas, 2007.
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<!--[if !supportFootnotes]-->[7]<!--[endif]--> Cf. Edith Stein, Ser finito y ser eterno, en vol. III de Obras Completas, Ed. Monte Carmelo, España, 2000 (FCE, 1996), obra que une metafísica y mística, refuta el inmanentismo heideggeriano y puntualiza que lo eterno es el sentido del ser. Es muy valiosa la consulta de Theresia a Matre Dei, Edith Stein. En busca de Dios, Ed. Verbo Divino, Navarra, 1974, quien enfatiza que Stein es un ejemplo de cómo un sincero amor a la verdad puede llevar en la presente época de racionalismo totalitario hacia un amor evangélico y al conocimiento de Dios.
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<!--[if !supportFootnotes]-->[8]<!--[endif]--> Véase de K. Rahner, Sobre el concepto de misterio en la teología católica, Madrid 1964.
<!--[if !supportFootnotes]-->[9]<!--[endif]--> El subordinacionismo arriano y sabeliano –con su afirmación de que Jesús no era Dios sino primera criatura y por tanto siempre subordinada al Padre- fue derrotado en el Concilio de Nicea (325) presidido por el emperador Constantino, el cual después apoyó al semiarrianismo (el Hijo no es igual sino semejante al Padre) y sólo cuando cedió su apoyo a éstos se fue imponiendo la doctrina del Concilio de Nicea (contra el triteísmo y el subordinacionismo sostuvo que el Hijo es consubstancial al Padre). Pero los primeros ensayos de una doctrina teológica de la Trinidad datan de la segunda mitad del siglo II con Justino (†165) y Taciano (†170), justamente para responder a aquellas tendencia que Tertuliano llamó “monarquianos” (Teodoto, Pablo de Samosata, Noeto, Práxeas, Sabelio). A Tertuliano, Novaciano y Orígenes –que hablan del proceso trinitario intradivino- les cabe el honor de presentar la primera doctrina trinitaria contra el monarquianismo (preservan la fe de Israel en un Dios uno; Hijo y Espíritu Santo no son personas, no hay trinidad, sólo modos de la divinidad). El punto final sobre la fe trinitaria se alcanzó en el Concilio de Constantinopla (381). El Concilio de Calcedonia (451) no hizo más que ratificar el credo niceo-constantinopolitano. La doctrina capadocia de que el Espíritu procede del Padre y del Hijo (Filioque) fue introducida en el Credo por la iglesia latina a instancias de la corte carolingia, cosa que las iglesias orientales combatieron sin cesar desde el siglo IX por considerar que en el proceso intradivino se perjudicaba la peculiaridad del Padre; mientras que en Occidente quedó definitivamente refrendado, tras varios concilios –Letrán y Lyon-, en el Concilio de Florencia (1439). Véase N. Brox, Historia de la Iglesia primitiva, Herder, Barcelona, 1987;  H. Rondet, Historia del dogma, Herder, Barcelona, 1972; H. Jedin y otros autores, Manual de historia de la Iglesia, Herder, Barcelona, 1978.
<!--[if !supportFootnotes]-->[10]<!--[endif]--> Véase la interesantísima investigación de Alexander Murray, Razón y sociedad en la Edad Media, Taurus, Madrid 1982, donde se demuestra que la tensión entre la cultura racionalista y la cultura monástica en los siglos XII y XIV se resolvió mediante la hegemonía del monje sobre el intelectual con el fin de salvar el alma. Mientras que otra obra del erudito Georges Duby, San Bernardo y el arte cisterciense (El nacimiento del gótico), Taurus, 1983, subraya que el gótico fue la respuesta espiritual del Occidente monástico, caballeresco y austero ante el crecimiento de las relaciones dinerarias de la enriquecida sociedad urbana.
<!--[if !supportFootnotes]-->[11]<!--[endif]--> Para comprender este punto resulta fundamental la obra de Johannes Hirschberger, Historia de la Filosofía, 2 t., Herder, Barcelona, 1991.
<!--[if !supportFootnotes]-->[12]<!--[endif]--> M. Heidegger, Ser y tiempo, FCE, México, p. 469.
<!--[if !supportFootnotes]-->[13]<!--[endif]--> La filosofía contemporánea es decididamente temporalista, no obstante existen reflexiones sobre la eternidad. Así, L. Lavalle piensa que no hay separación entre lo eterno y el tiempo, el tiempo es la circulación en la eternidad, y a ambas les une la libertad (Du temps et de l´ éternité, 1945). F. Alquié sostiene que la eternidad es algo exigido por el espíritu temporal, pero no hay que confundir el deseo subjetivo de eternidad con la eternidad real (Le désir d´éternité, 1943). Y A. Rougés destaca que todas las jerarquías del ser son jalones del camino a la eternidad (La jerarquías del ser y la eternidad, 1943).
<!--[if !supportFootnotes]-->[14]<!--[endif]--> Véase, F. J. Sheed, Teología y sensatez, Herder, Barcelona, 1991. 
<!--[if !supportFootnotes]-->[15]<!--[endif]-->  El temor al cambio en el seno de la iglesia romana es puesta nuevamente a la luz en el libro La Iglesia Católica y el Holocausto. Una deuda pendiente (Taurus 2002) de Daniel J. Goldhagen, donde se ilustra con detalle la responsabilidad histórica de Roma durante el Holocausto nazi y la protección de criminales de guerra, asociándolo a un antisemitismo que se remonta a los primeros tiempos del cristianismo y que se puso nuevamente en evidencia en el año 2000 cuando la Comisión mixta judío-católica encargada de investigar “El Vaticano y el Holocausto” quedó suspendida porque los materiales no eran proporcionados a los investigadores.
<!--[if !supportFootnotes]-->[16]<!--[endif]--> Cf. las ideas que sobre el final del universo expongo en mi libro El universo sin sombra. Metaciencia o límites metafísicos del universo, IIPCIAL, Lima, 2010.
<!--[if !supportFootnotes]-->[17]<!--[endif]--> Teólogos que han escrito en este nuevo sentido son: K. Rahner, Curso fundamental sobre la fe, Barcelona, 1979; D. Sölle, Sufrimiento, Salamanca, 1978; J. Moltmann, Trinidad y reino de Dios, Sígueme, Salamanca, 1983; E. Schillebeeckx, Dios, futuro del hombre, Salamanca, 1970; G. Wildmann, Concepción personal de Dios e historia de la libertad de Occidente, “Concilium” 123, 1977, 382-392.
<!--[if !supportFootnotes]-->[18]<!--[endif]--> Cf. Fernando Savater, Los diez mandamientos en el siglo XXI, Sudamericana, 2004.
<!--[if !supportFootnotes]-->[19]<!--[endif]--> Cf. D. Masson, Monothéisme coranique et monothéismo biblique, Desclée de Brouwer, Paris, 1976.
<!--[if !supportFootnotes]-->[20]<!--[endif]--> Véanse, Josep Rovira i Belloso, Fe y cultura en nuestro tiempo, Sal Terrae, 1988; Luis González Carbajal, Ideas y creencias del hombre actual, Sal Terrae, 1993; Alberto Bonet, El catolicismo y la cultura, Nauta, 1971.

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