miércoles, 28 de mayo de 2025

TIEMPO Y ETERNIDAD Hacia la Plenitud del Ser (Nuevo libro)

 


Gustavo Flores Quelopana

 

 

TIEMPO Y ETERNIDAD

Hacia la Plenitud del Ser

 

 

 

 

 

 

 

FONDO EDITORIAL

IIPCIAL

Instituto de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina

LIMA-PERU

2025

 

 

 

BIODATA

 

Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor, peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino (SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo “Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la “Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el “Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la “paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, y el “Neobrutalismo” como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título: TIEMPO Y ETERNIDAD. Hacia la Plenitud del Ser

 

Primera edición en castellano: Lima, junio, 2025

 

Autor: Gustavo Flores Quelopana

 

Editor: Gustavo Flores Quelopana

Los Girasoles 148- Salamanca-Ate

 

Se terminó de imprimir en junio de 2025 en: © Fondo Editorial del Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina (IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca, Ate.

 

Tiraje: 30 ejemplares

 

HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ

N° 2025-05014

 

 

TIEMPO Y ETERNIDAD

Hacia la Plenitud del Ser

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Prólogo

 

 

Llamo ontorrealismo trascendentalista a una filosofía que busca la integración entre la ontología, la realidad objetiva y la trascendencia, evitando las reducciones que han limitado la comprensión del tiempo en distintas tradiciones. Frente a las posturas que ven el tiempo como una mera construcción subjetiva, esta perspectiva sostiene que el tiempo es una estructura real, pero no autónoma: su existencia remite a un fundamento trascendental que le otorga sentido y dirección.

La discusión sobre el tiempo ha sido abordada desde múltiples enfoques—científico, filosófico y teológico—y cada uno ha ofrecido claves valiosas para su comprensión. La física moderna, con Einstein y Prigogine, ha revelado que el tiempo no es un flujo uniforme, sino una dimensión que depende de la estructura del universo y la irreversibilidad de los procesos físicos. La filosofía, con Aristóteles, Kant, Heidegger y Conrad-Martius, ha explorado el tiempo como forma, condición o manifestación del ser, mientras que la teología lo ha vinculado con la eternidad y la creación. Sin embargo, estos enfoques han tendido a fragmentarse, sin lograr una visión unificada.

Este libro propone una síntesis integradora, en la que el tiempo se entiende como una expresión dinámica del ser, una estructura ontológica que hace posible la manifestación de la realidad, pero sin separarse de su origen trascendental. La relación entre el ser finito y el ser creado es clave en esta visión, pues muestra que el tiempo no es absoluto ni autónomo, sino que surge en el marco de una realidad que lo trasciende.

A través de los capítulos, se abordarán cuestiones fundamentales:

·           ¿Es el tiempo una mera medida del cambio o una estructura inherente a la realidad?

·           ¿Cómo se articula la irreversibilidad del tiempo con la evolución del universo?

·           ¿Es posible hablar de una unidad entre el tiempo y la eternidad, sin que esto implique la desaparición de la distinción entre lo finito y lo absoluto?

·           ¿Cómo afecta nuestra comprensión del tiempo la estructura ontológica del ser y su relación con la trascendencia?

Con estas reflexiones, esta obra busca contribuir a una filosofía del tiempo que supere las dicotomías tradicionales y permita una comprensión más profunda de la existencia. No se trata de negar los aportes de la física, la metafísica o la teología, sino de hacerlos dialogar en una visión coherente que incorpore todas sus dimensiones.

Así, el tiempo, lejos de ser una ilusión, se revela como una dimensión integradora entre la realidad ontológica y su fundamento trascendental.

En las últimas décadas, diversas corrientes filosóficas han tendido a subjetivizar el tiempo, reduciéndolo a una mera construcción mental o una percepción individual sin fundamento objetivo. Influenciadas por modelos fenomenológicos y ciertos enfoques orientales, estas visiones han planteado que el tiempo no tiene existencia propia, sino que es una ilusión generada por la conciencia humana. Este libro nace como una respuesta crítica a dichas tendencias, reafirmando que el tiempo no solo es una realidad independiente de la mente, sino también una dimensión clave en la estructura ontológica del universo.

La perspectiva oriental, en particular, ha tratado de disolver la distinción entre lo eterno y lo temporal, presentando el tiempo como una fluctuación de la conciencia o como una manifestación ilusoria del devenir. Si bien estas tradiciones han aportado una visión rica sobre la percepción subjetiva del tiempo, han descuidado su base ontológica, ignorando la evidencia científica y filosófica que muestra su existencia como estructura real e irreversible. Desde la termodinámica hasta la cosmología, el tiempo se manifiesta como una dimensión fundamental que influye en el desarrollo del ser y la materia, independientemente de la percepción que se tenga de él.

Este libro busca restablecer el estatus objetivo del tiempo, articulando un marco donde ciencia, filosofía y teología convergen para explicar su verdadera naturaleza. A diferencia de las interpretaciones que lo ven como un simple flujo de conciencia, aquí se expone cómo el tiempo posee una estructura que regula la evolución del universo y la existencia, sirviendo como puente entre lo contingente y lo trascendental. Lejos de ser una ilusión, el tiempo es un principio ontológico que ordena la realidad, conectando lo finito con lo eterno en una relación que no puede ser reducida a la mera subjetividad humana.

Así, esta obra se presenta como una defensa del tiempo frente a su subjetivización, devolviéndole su lugar como elemento constitutivo del ser y la creación, una realidad que trasciende su percepción y que, al mismo tiempo, nos vincula con aquello que va más allá del instante presente.

La subjetivización del tiempo en la filosofía contemporánea no es un fenómeno aislado, sino que está profundamente ligada a la crisis nihilista que caracteriza la cultura posmoderna. En la medida en que la concepción del tiempo ha pasado de ser una estructura ontológica objetiva a una percepción individual, el pensamiento posmoderno ha contribuido a disolver su significado, reduciéndolo a una mera experiencia subjetiva, vacía de dirección o propósito.

El nihilismo contemporáneo, heredero de la desestructuración metafísica iniciada por Nietzsche y radicalizada por la posmodernidad, ha convertido el tiempo en una variable fluida sin fundamento real. En las corrientes filosóficas actuales, marcadas por el relativismo extremo, el tiempo ha perdido su anclaje ontológico, dejando de ser una dimensión ordenadora de la existencia para transformarse en una fluctuación sin sentido. Esta perspectiva se refleja en el modo en que la cultura contemporánea experimenta el tiempo: fragmentado, acelerado y carente de orientación trascendental, reflejo de una pérdida de sentido que afecta tanto a la experiencia individual como a la visión colectiva de la historia.

En este contexto, la subjetivización del tiempo se alinea con la tendencia nihilista de la cultura contemporánea al negar cualquier principio objetivo, eliminando su papel estructurador en la realidad. Si el tiempo es solo una percepción fluctuante y no una dimensión del ser, entonces se suprime cualquier posibilidad de continuidad, progreso o significado trascendente. En otras palabras, la negación de la objetividad del tiempo equivale a la disolución del sentido mismo de la existencia, convirtiéndola en una serie de instantes desconectados, sin fundamento ni propósito.

Este libro busca restablecer la objetividad del tiempo frente a su reducción nihilista, reivindicándolo como una estructura ontológica que conecta lo finito con lo eterno. A diferencia de la visión posmoderna, aquí se defiende que el tiempo no es un vacío sin significado, sino un principio esencial que ordena la realidad y la existencia. Solo recuperando una visión integrada del tiempo es posible escapar de la disolución posmoderna y encontrar un marco que devuelva a la humanidad su orientación metafísica y trascendental.

El tiempo no es simplemente una sucesión de momentos observados por la conciencia humana, sino una estructura ontológica que fundamenta la existencia. En la medida en que la realidad se despliega, el tiempo actúa como su cauce, permitiendo la distinción entre lo finito y lo trascendente. Su irreversibilidad no es un mero accidente físico; es la expresión del orden ontológico que rige el devenir del ser. En este sentido, el tiempo no es un producto de la percepción subjetiva, sino el pulso del ser, la manera en que la realidad se manifiesta y progresa hacia su plenitud.

El ontorrealismo trascendentalista se propone como una respuesta a la reducción del tiempo a una mera construcción de la conciencia. Lejos de ser un flujo mental sin fundamento, el tiempo posee una consistencia ontológica que lo vincula con el ser mismo. Si el tiempo fuera solo una ilusión subjetiva, la estructura del universo carecería de dirección y la historia quedaría fragmentada. Sin embargo, desde la física y la metafísica, observamos que el tiempo tiene un orden que no depende de la subjetividad individual, sino de su relación con lo eterno, de su función como articulador entre lo contingente y lo absoluto.

La relación entre el ser finito y el ser creado se establece precisamente a través del tiempo. El ser finito experimenta el tiempo como un límite, como un horizonte dentro del cual su existencia se despliega. Sin embargo, el ser creado no es simplemente un ente atrapado en el tiempo, sino uno que participa en él bajo un orden mayor, un esquema que no lo confina, sino que lo vincula con su fundamento trascendental. Así, el tiempo no es una barrera entre lo finito y lo eterno, sino un vehículo ontológico que los relaciona, permitiendo la manifestación de la creación dentro de un marco dinámico.

En una era en la que el tiempo ha sido relativizado hasta convertirse en una percepción fluctuante, el pensamiento nihilista de la posmodernidad ha contribuido a su disolución conceptual. Al negar la objetividad del tiempo, la cultura contemporánea ha caído en una existencia fragmentada, donde la historia pierde su continuidad y el futuro carece de dirección. La aceleración cultural y la obsesión por el instante han convertido al tiempo en una serie de momentos desconectados, eliminando su papel estructurador y su sentido ontológico. Sin una comprensión sólida del tiempo, la sociedad corre el riesgo de sumirse en un vacío existencial sin orientación.

Este escrito se erige como un contrapunto a esta tendencia, recuperando la objetividad del tiempo como un principio esencial del ser y la realidad. No se trata de negar las contribuciones de la fenomenología o de la ciencia contemporánea, sino de integrarlas en una visión más profunda, donde el tiempo no es un mero reflejo de la conciencia, sino una dimensión que organiza el universo y la existencia. El tiempo es el cauce de la historia y la arquitectura del cosmos, y su negación implica la disolución de toda estructura, significado y trascendencia.

El tiempo no es solo el latido de los astros ni el eco fugaz de una conciencia errante; es la urdimbre silenciosa que sostiene la creación, el cauce por donde lo finito encuentra su dirección y el vestigio de lo eterno en la materia. Su irreversibilidad marca el ritmo del cosmos, desde la expansión del universo hasta la muerte de las estrellas; su estructura, tejida en la física y la metafísica, demuestra que no es una ilusión, sino el pulso mismo del ser. En él, la entropía despliega su danza inexorable, la historia inscribe sus huellas y la trascendencia se asoma como un horizonte que nos llama. No es mero devenir, sino manifestación de lo que fue, lo que es y lo que será: la síntesis perfecta entre la ciencia que lo mide, la filosofía que lo piensa y la teología que lo contempla.

El pensamiento moderno y contemporáneo ha sido predominantemente antieternalista y temporalista, ha identificado el ser con el tiempo, dando atención exclusiva solamente al ser finito para remitir al olvido al ser infinito, con ello el olvido del ser se convirtió en el olvido de Dios, y con ello se ha extraviado la importante dimensión de la eternidad. Dicha pérdida no sólo ha sido de enormes consecuencias metafísicas para la civilización occidental, porque la ha precipitado en brazos de la Nada del nihilismo cultural, sino que convirtió la dimensión normativa de la moral en terreno eriazo, donde prima el relativismo y la moral circunstancial. Todo lo cual acarreó la negación del ser eterno, la esencia, el horizonte trascendental de la vida, y la hegemonía de la existencia. El existencialismo ateo alemán y francés fue justamente eso, una lucha contra la esencia desde las trincheras de la existencia. De esta forma se dejó expedito el camino engañoso y extraviado de la cultura posmoderna que entronizó el constructivismo cultural sobre la realidad del ser y todo sobre la base de la exaltación del deseo subjetivo. Y el resultado no ha podido ser más ignominioso para la realidad humana cuando vemos que multitudes de seres humanos parapetados en la luciferina ideología de género desfilan travestidos, ladrando como perros, balando como ovejas y otras aberraciones porque reivindican su deseo de existir como prefieran suprimiendo la verdad natural del ser. La perversión de la temporalidad que reina impar resultó desastrosa para la historia humana. De ahí la necesidad de recuperar el verdadero equilibrio y relación entre tiempo y eternidad.

 

Introducción

 

 

 

 

 

El problema del tiempo: ¿Realidad objetiva o ilusión? Desde la antigüedad, el tiempo ha sido uno de los conceptos más enigmáticos y debatidos por la filosofía, la ciencia y la teología. ¿Es una realidad objetiva, independiente de la conciencia humana, o una mera ilusión derivada de nuestra percepción? Mientras algunas posturas han afirmado que el tiempo es una estructura fundamental del universo, otras han sostenido que es solo una convención mental, una representación subjetiva sin existencia propia.

Las respuestas a esta cuestión han variado a lo largo de la historia. Aristóteles definió el tiempo como la medida del movimiento según el antes y el después, dándole un carácter ligado a la transformación de la realidad física. Kant, en cambio, sostuvo que el tiempo no es una propiedad del mundo externo, sino una forma a priori de la sensibilidad, lo que lo convertiría en una construcción mental. Con la llegada de la física moderna, Einstein revolucionó la concepción del tiempo al demostrar que no es absoluto, sino relativo a la velocidad y la gravedad. Sin embargo, Ilya Prigogine aportó una visión distinta, defendiendo que el tiempo es real porque su irreversibilidad estructura el devenir del universo.

Más allá de los enfoques científicos y filosóficos, la teología ha planteado una interrogante clave: ¿cuál es la relación entre el tiempo y la eternidad? San Agustín meditó profundamente sobre esta cuestión, sugiriendo que el tiempo solo existe en la creación y no en Dios, quien está más allá de toda sucesión temporal. Así, el problema del tiempo no es solo una cuestión física, sino ontológica y metafísica: ¿es el tiempo parte inherente de la realidad, o su existencia depende de nuestra forma de percibirlo?

Enfoques filosóficos, científicos y teológicos sobre el tiempo. Para comprender el tiempo en su totalidad, es necesario examinarlo desde varios enfoques complementarios:

·           La perspectiva científica aborda el tiempo como una dimensión fundamental del universo, estudiándolo desde la relatividad, la mecánica cuántica y la termodinámica. La flecha del tiempo, determinada por la irreversibilidad de los procesos físicos, ha sido clave en la comprensión de la evolución del cosmos y la materia.

·           La filosofía, por otro lado, ha discutido si el tiempo es una propiedad del ser o una categoría subjetiva. Desde el presentismo, que sostiene que solo el presente existe, hasta el eternalismo, que afirma que el pasado, el presente y el futuro son igualmente reales, se han desarrollado múltiples teorías sobre la naturaleza del tiempo.

·           La teología examina el tiempo en relación con lo eterno, preguntando si es una creación de Dios o un reflejo de su naturaleza. En la visión cristiana, el tiempo es parte de la economía de la salvación, estructurando la historia en un sentido providencial, mientras que en algunas tradiciones místicas se considera un fenómeno ilusorio.

Si bien cada uno de estos enfoques ofrece perspectivas valiosas, ninguno por sí solo logra explicar completamente el tiempo. Por ello, es necesaria una síntesis ontorrealista trascendentalista, que reconozca su objetividad ontológica, su papel estructurador en la física y su dimensión trascendental, evitando reducciones que nieguen su realidad o lo confinen a una mera construcción mental.

La relación entre tiempo y eternidad: una cuestión fundamental. Más allá de la pregunta sobre la naturaleza del tiempo, surge una cuestión aún más profunda: ¿cómo se relaciona el tiempo con la eternidad? En muchas tradiciones filosóficas y teológicas, la eternidad ha sido vista como un estado fuera del tiempo, una existencia simultánea en la que todo es presente. Boecio describió la eternidad como la posesión total y simultánea de todo el tiempo, mientras que Schelling y Conrad-Martius vieron la eternidad como el fundamento originario del tiempo, el principio del cual surge su manifestación en la realidad creada.

Si el tiempo es una dimensión real del universo, ¿cómo puede existir algo eterno? Esta cuestión lleva a la distinción entre el ser finito y el ser creado: lo finito experimenta el tiempo como límite, mientras que lo creado participa en el tiempo sin perder su vínculo con lo eterno. Así, el tiempo no es una barrera entre lo finito y lo absoluto, sino un vehículo ontológico que los conecta, permitiendo la manifestación de la realidad dentro de un marco dinámico.

En estas páginas, exploraremos a fondo estas cuestiones desde la postura filosófica del ontorrealismo trascendentalista, integrando los aportes de la ciencia, la filosofía y la teología para reconstruir una visión del tiempo que reconozca su realidad ontológica, su función en la estructura del universo y su relación con la trascendencia. Lejos de ser una ilusión, el tiempo emerge como el hilo que une lo contingente con lo eterno, el fundamento de la evolución cósmica y la arquitectura misma de la existencia.

El tiempo ha sido un concepto profundamente debatido en la historia del pensamiento, pero su interpretación ha oscilado entre perspectivas reduccionistas que lo ven como una mera construcción mental y enfoques que lo consideran una realidad física sin fundamento ontológico. El ontorrealismo trascendentalista ofrece una respuesta integradora a esta disyuntiva, reconociendo que el tiempo no es ni una ilusión subjetiva ni un simple mecanismo físico, sino una dimensión ontológica con un fundamento trascendental. Al abordar el tiempo desde esta postura, se restablece su estatus como una estructura esencial del ser, permitiendo una comprensión que incorpora su objetividad, su función en la evolución de la realidad y su conexión con lo absoluto.

Este enfoque filosófico es crucial para superar la crisis de la subjetivización del tiempo, que ha caracterizado el pensamiento contemporáneo. Si el tiempo es visto únicamente como un fenómeno psicológico o una percepción individual, se pierde su papel estructurador en la existencia y en la relación entre lo finito y lo eterno. Al restablecer su objetividad ontológica, el ontorrealismo trascendentalista permite entender el tiempo como un puente entre lo contingente y lo trascendental, asegurando que la realidad temporal no sea simplemente un flujo de instantes, sino una manifestación dinámica de la estructura del ser.

Además, este marco filosófico permite conciliar el diálogo entre la ciencia, la metafísica y la teología, proporcionando una perspectiva en la que el tiempo se estudia desde su dimensión física, su condición ontológica y su significado trascendental. Lejos de ser un concepto fragmentado en distintas disciplinas, el ontorrealismo trascendentalista lo presenta como una realidad que abarca múltiples niveles del ser, desde la evolución cósmica hasta la estructura de la existencia humana. Esta integración es esencial para devolverle al tiempo su sentido profundo y evitar su disolución nihilista en la cultura posmoderna.

En conclusión, el tiempo no es una mera ilusión ni una percepción subjetiva sin fundamento. Es la estructura que sostiene la realidad, el hilo que une lo finito con lo eterno y el cauce por el cual la existencia se despliega. La cultura posmoderna ha tendido a disolver su significado en una serie de instantes desconectados, pero el ontorrealismo trascendentalista lo reivindica como un principio ontológico esencial, integrando su dimensión científica, filosófica y teológica.

Así, lejos de ser un flujo desordenado, el tiempo es el camino por el cual transitamos, dejando huellas en la historia y en la trascendencia. Como escribió Antonio Machado:

"Todo pasa y todo queda; pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar."

Porque, aunque el tiempo avanza inexorablemente, la existencia no es un mero devenir vacío, sino una marcha con sentido, una trayectoria que se orienta hacia lo eterno.

 

 

 

 

 

Parte I: La Naturaleza del Tiempo

 

 

¿Qué es el tiempo? Definiciones desde la ciencia, la filosofía y la teología

El tiempo ha sido objeto de múltiples interpretaciones a lo largo de la historia, dependiendo del enfoque disciplinar desde el cual se analice. La ciencia lo concibe como una dimensión que estructura los eventos del universo, permitiendo el cambio y la evolución de los sistemas físicos. Para la filosofía, plantea problemas ontológicos fundamentales: ¿es una propiedad inherente del ser o una construcción mental? Finalmente, en la teología, suele vincularse con la creación y su relación con la eternidad, abordando su posible dependencia de un principio trascendental.

Desde Aristóteles hasta la física moderna, el tiempo ha sido entendido de distintas maneras: como una medida del movimiento, un flujo lineal o una dimensión relativa. Kant lo definió como una forma a priori de la sensibilidad, mientras que San Agustín lo consideró una característica propia del mundo creado. La cuestión central que atraviesa estos enfoques es si el tiempo posee una existencia objetiva, independiente del universo y la conciencia, o si es simplemente una representación derivada de la percepción humana.

Las teorías sobre el tiempo pueden clasificarse en objetivas y subjetivas. Dentro de las primeras, el presentismo sostiene que solo el presente es real, negando la existencia ontológica del pasado y el futuro, mientras que el eternalismo defiende que todas las instancias temporales coexisten en una estructura fija. Algunos modelos físicos han propuesto que el tiempo es una cuarta dimensión, regulada por principios como la relatividad y la entropía, lo que refuerza su direccionalidad irreversible.

Las teorías subjetivas, en cambio, plantean que el tiempo depende de la percepción y la conciencia humana. Kant lo describió como una estructura mental necesaria para organizar la realidad, mientras que Bergson diferenció el tiempo medido del tiempo vivido, destacando su dimensión experiencial. Algunas corrientes más recientes afirman que el tiempo es una construcción cultural, influenciada por el lenguaje y las convenciones sociales.

Cada postura tiene sus alcances y limitaciones. Las teorías objetivas explican la evolución del universo y la irreversibilidad de los procesos físicos, pero a menudo excluyen la dimensión subjetiva del tiempo. Las interpretaciones subjetivas, por su parte, ofrecen claves sobre la percepción, aunque muchas carecen de una base ontológica para explicar la causalidad y la direccionalidad temporal.

El ontorrealismo trascendentalista busca integrar estos enfoques, sosteniendo que el tiempo no es solo una dimensión física ni una construcción mental, sino una estructura ontológica vinculada con la trascendencia. No es un flujo arbitrario, sino el cauce por el cual la realidad finita se articula con lo absoluto. Comprenderlo desde esta visión permite rescatar su sentido y evitar su reducción a meras interpretaciones fragmentadas.

El tiempo no puede ser exclusivamente subjetivo ni puramente objetivo porque su naturaleza abarca dos niveles ontológicos interdependientes: la realidad física y la experiencia consciente. Si el tiempo fuera únicamente subjetivo, sería una mera percepción interna sin conexión con los procesos irreversibles del universo, lo que entraría en conflicto con la termodinámica y la evolución cósmica. Por otro lado, si fuera estrictamente objetivo, se reduciría a una dimensión física, desconectada de la vivencia humana, ignorando que la conciencia estructura la experiencia temporal mediante la memoria y la anticipación. En términos ontológicos, el tiempo ocupa un nivel fenomenológico en la subjetividad, donde es vivido y experimentado, y un nivel estructural en la realidad objetiva, donde opera como condición de la existencia. El ontorrealismo trascendentalista sostiene que el tiempo es una dimensión ontológica integrada, no un mero reflejo psicológico ni una fría mecánica cósmica, sino el cauce en el que la realidad finita se despliega en relación con lo absoluto.

A lo largo de la historia, el concepto de tiempo ha sido abordado desde múltiples perspectivas, con algunos pensadores enfocándose exclusivamente en su dimensión subjetiva, mientras que otros lo han tratado como una entidad puramente estructural. Sin embargo, reducir el tiempo a una sola de estas dimensiones es insuficiente para comprender su verdadera naturaleza.

Desde la dimensión fenomenológica, filósofos como Kant, Bergson, Husserl y Heidegger han destacado el papel de la conciencia en la experiencia del tiempo. Kant sostenía que el tiempo no existe en el mundo externo, sino que es una forma a priori de la sensibilidad, necesaria para organizar nuestra percepción. Bergson, por su parte, diferenciaba el tiempo medido por los relojes de la duración interna, enfatizando que la auténtica esencia del tiempo radica en la subjetividad. Husserl desarrolló la noción del flujo de la conciencia, donde el presente es siempre una síntesis de lo retenido del pasado y lo anticipado del futuro. Heidegger llevó esta visión más lejos al concebir el tiempo como el horizonte en el cual se despliega la existencia humana, estructurando la forma en que el ser se proyecta hacia su destino.

Por otro lado, desde la dimensión estructural, pensadores como Aristóteles, Newton, Einstein y Prigogine han concebido el tiempo como una realidad independiente de la percepción humana. Aristóteles lo definió como la medida del movimiento según el antes y el después, vinculándolo con la transformación de los cuerpos. Newton postuló un tiempo absoluto, existente por sí mismo, sin depender de los objetos materiales. La teoría de la relatividad de Einstein revolucionó esta visión al mostrar que el tiempo es una dimensión del espacio-tiempo, afectada por la velocidad y la gravedad. Prigogine, por su parte, demostró la irreversibilidad del tiempo a través de la entropía, confirmando que el flujo temporal es esencial para la evolución del universo.

Si el tiempo fuera puramente subjetivo, no podría explicar la irreversibilidad de los procesos físicos ni el orden de la causalidad en el universo. Por otro lado, si fuera solo estructural, quedaría desligado de la experiencia humana, reduciéndose a un esquema vacío sin relación con la conciencia. Para evitar esta dicotomía, el ontorrealismo trascendentalista propone una visión integrada: el tiempo no es una mera percepción ni un fenómeno exclusivamente físico, sino una estructura ontológica que articula la realidad finita con la trascendencia. Es el cauce en el cual lo contingente se despliega y adquiere sentido, el puente entre la existencia y su fundamento absoluto.

Este enfoque permite reconciliar las dimensiones subjetiva y objetiva del tiempo, asegurando que su estudio no se limite a una perspectiva fragmentada, sino que abarque su papel esencial dentro de la estructura del ser.

 

El tiempo en la física: relatividad, mecánica cuántica y entropía

La ciencia ha transformado nuestra comprensión del tiempo de manera radical. Einstein, con su teoría de la relatividad, demostró que el tiempo no es absoluto, sino relativo a la velocidad y la gravedad. En su modelo, el tiempo y el espacio forman un continuo flexible en el que los eventos pueden percibirse de manera diferente según el observador.

Por otro lado, la mecánica cuántica plantea dilemas sobre la naturaleza misma del tiempo. En el nivel cuántico, la simultaneidad y la indeterminación parecen desdibujar la noción clásica del tiempo como un flujo unidireccional. Además, la termodinámica, a través del concepto de entropía, introduce el principio de la irreversibilidad: el tiempo avanza porque los sistemas físicos tienden al desorden. Ilya Prigogine enfatizó que esta irreversibilidad es esencial para comprender la evolución de la materia y el cosmos.

Estas ideas han llevado a algunos científicos a cuestionar si el tiempo es una entidad fundamental o si es solo una propiedad emergente de la física. Sin embargo, la flecha del tiempo es evidente en el universo, desde la expansión del cosmos hasta la descomposición de los sistemas físicos.

La cuestión sobre si el tiempo es una entidad fundamental o una propiedad emergente ha sido abordada por diversos físicos con enfoques innovadores. Carlo Rovelli, en su trabajo sobre la gravedad cuántica de lazos, argumenta que el tiempo no es un parámetro absoluto, sino una relación entre eventos físicos. Según Rovelli, la realidad puede describirse como una red de interacciones en la que el tiempo pierde su carácter universal. En sus estudios, ha demostrado que a nivel cuántico los procesos no ocurren dentro de un marco temporal fijo, sino como transiciones entre estados que dependen de la observación. Esta visión sugiere que el tiempo, tal como lo experimentamos, emerge de la manera en que los sistemas interactúan, en lugar de ser una estructura fundamental del universo.

El desarrollo de la ecuación Wheeler-DeWitt, formulada por John Wheeler y Bryce DeWitt, refuerza esta idea al describir la función de onda cuántica sin incluir el tiempo como variable explícita. En sus investigaciones sobre la gravedad cuántica, demostraron que las ecuaciones fundamentales de la física pueden formularse sin necesidad de introducir el tiempo como entidad separada, lo que plantea la posibilidad de que el tiempo sea una ilusión derivada de la dinámica de los sistemas físicos. Este modelo ha llevado a hipótesis sobre un universo en el que el tiempo surge como una percepción dentro de marcos de referencia específicos, más que como una dimensión absoluta.

George Ellis, con su modelo del Evolving Block Universe, ofrece un enfoque distinto al plantear que el tiempo no es una estructura fija, sino que se actualiza a medida que los eventos ocurren. Sus estudios han mostrado que el pasado es una entidad estable, mientras que el futuro aún no está determinado, lo que implica que el tiempo emerge con la evolución del cosmos. Ellis ha explorado cómo la causalidad y los procesos físicos determinan el flujo del tiempo, sugiriendo que la realidad se construye en el presente, sin que el futuro exista de manera predeterminada.

Estos enfoques han generado debates sobre si el tiempo es una dimensión real del universo o una construcción derivada de la interacción entre partículas y observadores. Aunque la física cuántica ofrece modelos en los que el tiempo parece ser emergente, la irreversibilidad de los procesos termodinámicos y la expansión del universo siguen siendo fuertes argumentos en favor de su existencia objetiva.

Las tres perspectivas científicas sobre el tiempo—la gravedad cuántica de lazos de Rovelli, la ecuación Wheeler-DeWitt y el Evolving Block Universe de Ellis—tienen profundas implicaciones filosóficas que afectan la ontología, la epistemología y la concepción de la realidad.

1. Rovelli y la naturaleza relacional del tiempo. Desde la visión de Carlo Rovelli, el tiempo no es absoluto, sino una relación entre eventos. Esto tiene implicaciones filosóficas en la ontología relacional, que sostiene que la realidad no está compuesta de entidades estáticas, sino de interacciones. En este modelo, el tiempo pierde su carácter universal y absoluto, lo que lleva a una reinterpretación del determinismo: si el tiempo es relativo a las relaciones entre sistemas físicos, entonces el futuro no está predefinido, sino que surge a medida que las interacciones ocurren. Desde una perspectiva epistemológica, esto desafía la idea de un tiempo objetivo medible de manera independiente, situándolo dentro de un marco de dependencia contextual.

2. Wheeler-DeWitt y el problema de la ausencia de tiempo. La ecuación Wheeler-DeWitt es aún más radical en sus implicaciones filosóficas, ya que no incluye el tiempo como variable explícita. Esto lleva a la pregunta ontológica: ¿puede existir una realidad sin tiempo? Si el tiempo es solo una propiedad emergente de los estados cuánticos, entonces la existencia podría no estar fundamentada en una sucesión temporal, sino en una estructura estática donde el tiempo aparece solo cuando es medido por un observador. Este enfoque se vincula con el idealismo filosófico, dado que, si el tiempo es una propiedad de la observación, la realidad depende parcialmente de la mente que la interpreta. También desafía la noción de causalidad, puesto que, si la estructura cuántica no requiere tiempo, la relación entre causa y efecto se convierte en una construcción derivada.

3. Ellis y la actualización del tiempo en el Evolving Block Universe. El modelo de George Ellis plantea una posición intermedia entre el tiempo como una dimensión absoluta y el tiempo como una construcción mental. En su visión, el pasado está determinado, pero el futuro aún no existe, lo que implica que el tiempo se actualiza conforme los eventos ocurren. Esto tiene implicaciones filosóficas en el debate entre determinismo y contingencia, dado que, si el futuro es abierto, entonces la realidad no está predestinada, sino que se construye dinámicamente. A nivel ontológico, este enfoque propone que el tiempo es real pero emergente, lo que permite reconciliar la física relativista con la vivencia humana del tiempo.

Síntesis ontorrealista trascendentalista. Desde el ontorrealismo trascendentalista, se reconoce que el tiempo no es una mera ilusión ni una estructura fija, sino una dimensión ontológica integrada. Si el tiempo fuera completamente relacional, como sugiere Rovelli, perdería su estructura universal. Si fuera exclusivamente emergente, como en Wheeler-DeWitt, se disolvería en una mera propiedad de la observación. Y si fuera únicamente una actualización, como en el modelo de Ellis, aún faltaría explicar su fundamento estructural. El ontorrealismo trascendentalista resuelve esta tensión afirmando que el tiempo es real y estructural, pero su existencia está anclada en un principio trascendental que le otorga dirección y sentido.

El anclaje del tiempo en un principio trascendental significa que el tiempo no es un fenómeno autónomo ni una simple propiedad emergente de la física, sino que su existencia tiene un fundamento ontológico que lo vincula con lo absoluto. En otras palabras, el tiempo no surge del vacío ni es una mera relación entre eventos materiales, sino que encuentra su razón de ser en una realidad más profunda que lo sostiene.

Dentro del ontorrealismo trascendentalista, este anclaje implica que el tiempo no es una mera sucesión arbitraria de instantes, sino una estructura ordenada que tiene dirección y sentido. Su irreversibilidad no es solo un principio físico derivado de la entropía, sino la manifestación de un dinamismo ontológico que configura la existencia finita en relación con lo trascendente.

Este enfoque evita las reducciones materialistas que ven el tiempo como un mero parámetro físico y las interpretaciones subjetivistas que lo consideran una construcción de la conciencia. Al estar anclado en un principio trascendental, el tiempo no solo organiza la realidad fenoménica, sino que actúa como el cauce por el cual lo contingente se articula con lo absoluto.

 

El tiempo en la filosofía: presentismo, eternalismo y modelos ontológicos

La filosofía ha desarrollado múltiples modelos ontológicos para explicar el tiempo.

·           Presentismo: Sostiene que solo el presente existe. El pasado y el futuro son construcciones conceptuales sin realidad ontológica.

·           Eternalismo: Afirma que el pasado, el presente y el futuro coexisten en una estructura fija del universo.

·           Modelos dinámicos: Algunos filósofos han intentado integrar ambos enfoques, argumentando que el tiempo tiene una realidad objetiva, pero se despliega en una sucesión irreducible a una mera ilusión mental.

Dentro de la fenomenología, Hedwig Conrad-Martius planteó que el tiempo es una estructura del ser, vinculada con la eternidad, mientras que Martin Heidegger lo concibió como el horizonte en el cual el ser humano proyecta su existencia. La pregunta que subyace es si el tiempo es dependiente de la conciencia o si existe por sí mismo, como una dimensión independiente del pensamiento humano.

Cada una de estas posturas filosóficas sobre el tiempo ofrece un marco conceptual valioso, pero también presenta debilidades y problemas que dificultan su aceptación plena.

Debilidades del Presentismo. El presentismo sostiene que solo el presente existe, mientras que el pasado y el futuro son construcciones sin realidad ontológica. Sin embargo, esta postura enfrenta varias críticas:

  • Incompatibilidad con la relatividad: La teoría de la relatividad de Einstein demuestra que la simultaneidad es relativa al observador, lo que implica que no hay un "único presente" absoluto, sino que depende del marco de referencia.
  • Problema de la causalidad: Si el pasado no existe, ¿cómo es posible que eventos pasados tengan efectos presentes? La continuidad histórica parece exigir que el pasado tenga algún tipo de realidad ontológica.
  • Negación de la identidad del ser en el tiempo: Si solo el presente existe, resulta difícil explicar cómo los individuos mantienen su identidad y continuidad a lo largo del tiempo.

Debilidades del Eternalismo. El eternalismo afirma que el pasado, el presente y el futuro coexisten en una estructura fija, como si el tiempo fuera un bloque sólido. A pesar de su compatibilidad con la física moderna, presenta ciertos problemas filosóficos:

  • Determinismo rígido: Si todos los eventos están igualmente presentes en la estructura del universo, ¿cómo es posible el libre albedrío? Esta visión tiende a implicar que el futuro ya está determinado, eliminando la posibilidad de cambio real.
  • Dificultades en la experiencia del tiempo: En la vida cotidiana, experimentamos el tiempo como una sucesión dinámica, no como un conjunto de instantes simultáneos. La percepción de flujo temporal parece contradecir la idea de una estructura fija.
  • Problemas ontológicos: Si el tiempo es un bloque estático, ¿qué diferencia ontológica existe entre el pasado, el presente y el futuro? La falta de un criterio claro para distinguirlos podría generar una visión de la realidad demasiado rígida.

Debilidades de los Modelos Dinámicos. Los modelos dinámicos intentan conciliar ambas posturas, reconociendo que el tiempo es objetivo, pero se despliega en una sucesión real. Sin embargo, enfrentan varias dificultades:

  • Ambigüedad sobre la naturaleza del tiempo: Al intentar integrar elementos del presentismo y el eternalismo, algunos modelos dinámicos no logran definir claramente qué es el tiempo ni establecer una ontología sólida que lo explique.
  • Incertidumbre en su relación con la física: Aunque algunos modelos admiten la irreversibilidad del tiempo, no siempre consiguen formular una teoría coherente con la relatividad y la mecánica cuántica.
  • Dependencia de la conciencia: Algunos enfoques fenomenológicos sobre el tiempo lo vinculan excesivamente con la percepción humana, lo que podría sugerir que su existencia depende de la mente y no de la realidad objetiva.

Síntesis ontorrealista trascendentalista. Desde la perspectiva del ontorrealismo trascendentalista, el tiempo no es solo una estructura objetiva ni una percepción subjetiva, sino una dimensión ontológica vinculada con la trascendencia. Su flujo no es una mera sucesión de instantes, pero tampoco está completamente determinado. Es un principio estructurador que da sentido a la existencia finita, un cauce en el cual la realidad se despliega y encuentra su orientación hacia lo absoluto.

Desde esta perspectiva, el ontorrealismo trascendentalista logra una síntesis equilibrada entre lo ontológico y lo óntico, evitando caer en reduccionismos que sacrifiquen uno en favor del otro. Mantiene la ontologicidad del tiempo al reconocerlo como una dimensión estructuradora del ser, pero sin despojarlo de su ónticidad, es decir, su manifestación concreta en la realidad finita y cambiante.

Si el tiempo fuese entendido exclusivamente como una estructura ontológica, sin reconocer su despliegue en la existencia concreta, se caería en un ontologismo absoluto, donde el tiempo sería un principio abstracto sin conexión con lo real. Por otro lado, si se considerara únicamente desde su dimensión óntica, es decir, como un fenómeno contingente sin fundamento ontológico, se diluiría en una serie de eventos aislados sin coherencia metafísica.

El ontorrealismo trascendentalista, al integrar ambas dimensiones, preserva la objetividad del tiempo sin desconectarlo de la experiencia, permitiendo que el flujo temporal sea entendido no solo como una sucesión de instantes, sino como un cauce ontológico que vincula lo contingente con lo absoluto, manteniendo su dirección y sentido dentro de la existencia finita.

Este enfoque garantiza que el tiempo no sea una estructura vacía ni una sucesión sin principio, sino un orden que configura el devenir del ser sin desvincularlo de su fundamento trascendental.

 

¿Es el tiempo una construcción de la conciencia o una realidad independiente?

Este interrogante es crucial para la filosofía del tiempo. Si el tiempo es solo una percepción subjetiva, entonces su estructura depende enteramente de la mente humana, y el universo podría existir sin él. Pero si el tiempo es una propiedad objetiva de la realidad, entonces es independiente de nuestra forma de experimentarlo y regula el devenir del ser.

Desde el ontorrealismo trascendentalista, se defiende que el tiempo no es solo una construcción de la mente, sino un principio real que articula la existencia finita y su relación con lo eterno. Aunque el tiempo pueda ser percibido de diversas maneras, su existencia no depende de la conciencia, sino de una estructura ontológica que lo fundamenta en la realidad.

El tiempo no es simplemente una medida de la percepción humana, sino un vehículo del ser, un puente entre la contingencia del mundo y su orientación hacia lo trascendental. Al negar su objetividad, se corre el riesgo de disolver toda noción de historia, causalidad y evolución. Solo comprendiendo el tiempo como una dimensión ontológica podemos reconocer su papel esencial en la realidad y su conexión con lo absoluto.

La cuestión sobre si el tiempo es una construcción de la conciencia o una realidad independiente ha sido abordada desde posturas subjetivistas y objetivistas, cada una con sus argumentos y críticas.

Pensadores subjetivistas del tiempo. Estos filósofos sostienen que el tiempo no tiene una existencia independiente de la mente humana, sino que es una construcción derivada de la percepción y la conciencia:

·           Immanuel Kant: Defendió que el tiempo no es una propiedad del mundo externo, sino una forma a priori de la sensibilidad, un marco mental a través del cual organizamos nuestras experiencias. Críticas: Su visión dificulta la explicación de la irreversibilidad del tiempo en la física y no responde al hecho de que fenómenos como la entropía operan sin intervención de la conciencia.

·           Henri Bergson: Diferenció el tiempo medido del tiempo vivido, enfatizando la dimensión subjetiva de la duración. Según él, el tiempo real no puede reducirse a unidades cuantificables. Críticas: Su enfoque no explica adecuadamente la estructura del universo ni su evolución bajo principios físicos objetivos.

·           Edmund Husserl: Desde la fenomenología, sostuvo que el tiempo es una construcción de la conciencia, estructurada por la retención del pasado y la anticipación del futuro. Críticas: Al vincular el tiempo exclusivamente con la experiencia subjetiva, deja sin respuesta la existencia de procesos físicos irreversibles.

Pensadores objetivistas del tiempo. Estos autores argumentan que el tiempo es una dimensión independiente de la conciencia humana, una propiedad estructural del universo:

·            Aristóteles: Definió el tiempo como la medida del movimiento según el antes y el después, vinculándolo con el cambio en el mundo físico. Críticas: Su modelo depende completamente del movimiento, lo que lleva a cuestionar si el tiempo podría existir en ausencia de transformación.

·            Isaac Newton: Sostuvo que el tiempo es absoluto, existente por sí mismo sin relación con los objetos materiales. Críticas: La relatividad de Einstein desmontó esta visión al demostrar que el tiempo varía según el marco de referencia.

·            Albert Einstein: Introdujo la relatividad, mostrando que el tiempo es una dimensión flexible, afectada por la gravedad y la velocidad. Críticas: Aunque su teoría explica la estructura del espacio-tiempo, no ofrece una respuesta completa sobre su relación con la trascendencia o la conciencia.

·            Ilya Prigogine: Argumentó que el tiempo es real porque la irreversibilidad es fundamental en la evolución del universo. Críticas: Su enfoque físico no aborda la dimensión vivencial del tiempo ni su conexión con la subjetividad.

Síntesis ontorrealista trascendentalista. Desde el ontorrealismo trascendentalista, el tiempo no puede ser ni exclusivamente subjetivo ni puramente objetivo. Su existencia no depende de la conciencia, pero tampoco es una estructura rígida sin conexión con la percepción. Es una dimensión ontológica integrada, un principio que articula la realidad finita en relación con la trascendencia. Al reconocer que el tiempo es real y estructural, pero también posee una dimensión fenomenológica, esta síntesis evita caer en reduccionismos y mantiene su papel esencial en la evolución del ser.

El ontologismo sin ónticidad se refiere a enfoques que enfatizan la estructura ontológica del tiempo, pero descuidan su manifestación concreta en la existencia finita. Estos modelos presentan el tiempo como una realidad absoluta y estructuradora, pero sin considerar su despliegue dinámico en el mundo material y la conciencia. Algunos ejemplos de pensadores que incurrieron en esta perspectiva son:

·       Platón: Su concepción del tiempo como una imagen móvil de la eternidad lo convierte en un reflejo imperfecto de un orden absoluto, pero sin atender a su realidad fenoménica en el mundo contingente.

·       Boecio: Definió la eternidad como la posesión total y simultánea de todo el tiempo, lo que coloca el tiempo dentro de un marco ontológico superior, sin abordar su despliegue experiencial o material.

·       Heidegger (en su fase inicial): En Ser y tiempo, concibe el tiempo como el horizonte del ser, pero con una tendencia a abstraerlo dentro de una estructura ontológica sin precisar su operación en los fenómenos físicos.

Por otro lado, el ónticismo sin ontologismo ocurre cuando el tiempo es tratado exclusivamente como una propiedad de la realidad material o de la conciencia sin un principio estructurador que le otorgue coherencia ontológica. Estas posturas consideran el tiempo como algo emergente o construido, sin vincularlo a un fundamento trascendental. Algunos autores que caen en esta reducción son:

·       Newton: Su concepción del tiempo absoluto lo presenta como una entidad separada del espacio y los fenómenos físicos, sin plantear su raíz ontológica ni su sentido en la estructura del ser.

·       Carlo Rovelli: Su modelo de gravedad cuántica de lazos reduce el tiempo a una mera relación entre eventos físicos, negando su existencia ontológica independiente.

·       Henri Bergson: Al diferenciar el tiempo vivido del tiempo medido, enfatiza la percepción subjetiva sin fundamentar el tiempo en una estructura ontológica que garantice su realidad objetiva.

Desde la perspectiva del ontorrealismo trascendentalista, el tiempo no puede ser visto ni como una abstracción ontológica sin manifestación concreta ni como una propiedad contingente sin fundamento estructural. Se reconoce que el tiempo es una dimensión ontológica vinculada con la trascendencia, pero que también se despliega en la existencia finita y en la experiencia humana. Al integrar ambas perspectivas, esta visión evita caer en reduccionismos y mantiene la coherencia del tiempo dentro de la realidad.

Reconocer que el tiempo es una dimensión ontológica vinculada con la trascendencia implica que su existencia no es meramente física ni exclusivamente subjetiva, sino que responde a un principio estructurador superior. Esto significa que el tiempo no es un fenómeno arbitrario ni una simple sucesión de instantes desconectados, sino una estructura real que configura la existencia en relación con lo absoluto.

A la vez, afirmar que el tiempo se despliega en la existencia finita y en la experiencia humana implica que, aunque tenga un fundamento trascendental, también es vivido, percibido y manifestado en el mundo contingente. No es una idea abstracta ni un concepto fijo ajeno a la realidad concreta, sino un flujo dinámico que permite el desarrollo del ser, la historia y la transformación de la materia.

Este enfoque permite preservar su objetividad sin disolver su dimensión experiencial, asegurando que el tiempo no solo regula los procesos físicos, sino que también estructura la percepción de la conciencia. Si se considerara únicamente como un principio ontológico absoluto, perdería su carácter vivencial y su función en la evolución del mundo. Por otro lado, si se redujera a una construcción subjetiva, se desvanecería su papel como elemento organizador de la realidad.

Desde el ontorrealismo trascendentalista, el tiempo es el puente entre lo contingente y lo eterno, entre lo finito y lo eterno, la creación y el Creador. Es el cauce por el cual la existencia finita se desarrolla sin quedar atrapada en una mera sucesión sin sentido. Al integrar ambas dimensiones el tiempo se comprende como una estructura con dirección, fundamento, y coherente dentro de la realidad.

 

 

 

 

 

 

 

Parte II: La Flecha del Tiempo

 y su Irreversibilidad

 

 

 

 

 

 

La Segunda Ley de la Termodinámica: el vínculo entre tiempo y entropía

El tiempo y la entropía están intrínsecamente ligados a través de la Segunda Ley de la Termodinámica, que establece que la entropía en un sistema cerrado siempre tiende a aumentar. Este principio es fundamental para comprender la irreversibilidad del tiempo, ya que introduce una asimetría en los procesos físicos: el universo no puede volver espontáneamente a estados anteriores de menor desorden sin una intervención externa.

1. La flecha del tiempo y la entropía

Uno de los aspectos más intrigantes de la física es que muchas leyes fundamentales—como las ecuaciones de Newton o la mecánica cuántica—son reversibles en el tiempo, lo que significa que podrían describir procesos en ambas direcciones. Sin embargo, la realidad que observamos nos muestra un mundo en el que los fenómenos evolucionan en una sola dirección: los sistemas tienden al desorden, las estrellas envejecen, los cuerpos se degradan y los procesos biológicos avanzan sin retorno.

Este fenómeno se conoce como la flecha del tiempo, y su justificación se encuentra en la termodinámica. El universo comenzó en un estado de baja entropía tras el Big Bang, pero a medida que la materia y la energía se reorganizan, la entropía aumenta, estableciendo una dirección irreversible para los procesos cósmicos.

2. Manifestaciones de la irreversibilidad en distintos sistemas

La irreversibilidad del tiempo se manifiesta en múltiples escalas:

·  A nivel macroscópico, la disipación del calor ejemplifica la Segunda Ley de la Termodinámica. Cuando un objeto caliente se enfría, la energía térmica se distribuye en su entorno y no vuelve espontáneamente a concentrarse en el cuerpo original.

·  En la evolución del universo, la expansión cósmica y la formación de estructuras de mayor complejidad siguen una dirección marcada por el crecimiento de la entropía. Las galaxias se separan, las estrellas evolucionan hacia su etapa final y los agujeros negros acumulan materia sin posibilidad de revertir estos procesos.

·  En los sistemas biológicos, el envejecimiento, la degradación celular y la muerte son procesos irreversibles que ilustran cómo la flecha del tiempo actúa en todos los niveles de la realidad.

3. ¿Es posible invertir la entropía y revertir el tiempo?

Si pudiéramos reducir espontáneamente la entropía de un sistema cerrado, el flujo del tiempo podría invertirse. Sin embargo, esto no ocurre en el universo observable, ya que los procesos naturales avanzan hacia estados de mayor desorden. Algunos científicos han explorado teorías en las que ciertas fluctuaciones cuánticas podrían generar reducciones temporales de entropía, pero esto no implica una reversión general del tiempo a nivel macroscópico.

Los fenómenos sobrenaturales como la profecía, la lectura de conciencia y las visiones místicas han sido interpretados en diversas tradiciones religiosas y filosóficas como manifestaciones que trascienden la flecha del tiempo. A diferencia de la inversión de la entropía en el plano físico, estos sucesos no ocurren dentro del orden natural, sino que son percibidos como intervenciones de un ámbito superior, vinculadas con lo trascendental.

1. La profecía: acceso a lo no manifestado. La profecía implica la revelación de eventos futuros antes de que ocurran, lo que parecería contradecir la direccionalidad del tiempo. Sin embargo, en el contexto sobrenatural, la profecía no se basa en la inversión temporal ni en la reducción de entropía, sino en la comunicación con una realidad más elevada en la que el tiempo no funciona de manera lineal. Desde esta perspectiva, los santos y profetas acceden a una dimensión donde pasado, presente y futuro están simultáneamente presentes, permitiéndoles recibir revelaciones sobre el porvenir sin alterar el flujo temporal en el mundo físico. Y esa dimensión es la eternidad de Dios.

2. La lectura de conciencia: conocimiento inmediato sin sucesión. Otro fenómeno que parece desafiar la estructura del tiempo es la lectura de conciencia, donde ciertos místicos o santos son capaces de conocer los pensamientos y estados internos de una persona sin una comunicación convencional. Este evento no implica retroceder en el tiempo ni modificar la entropía, sino una percepción directa del ser, donde la realidad interior de un individuo se hace accesible sin la necesidad de proceso cognitivo sucesivo. Desde una perspectiva ontológica, esto sugiere que la conciencia y el tiempo no están completamente ligados, y que hay niveles del ser donde la comprensión trasciende la sucesión lineal. Ese nivel de la conciencia no es psicológico, sino espiritual.

3. Las visiones místicas y la contemplación de lo eterno. Las visiones de santos y videntes también han sido descritas como experiencias donde el tiempo pierde su estructura habitual. Durante estos estados, algunos místicos afirman haber visto eventos pasados y futuros como si coexistieran en un mismo instante, lo que apunta a la existencia de una dimensión fuera del tiempo físico. En estas experiencias, la sucesión temporal no se viola dentro del orden natural, pero se accede a una realidad donde la flecha del tiempo no opera de manera convencional. Lo que indica que la realidad humana no está enteramente instalada en el tiempo, sino que también es un habitante de la eternidad. No en vano el alma es una creación directa de Dios.

Este concepto de la existencia humana como vinculada tanto al tiempo como a la eternidad se refleja en múltiples pasajes de la Biblia. Uno de los más significativos es Eclesiastés 3:11, donde se afirma:"Todo lo hizo hermoso en su tiempo; y ha puesto eternidad en el corazón de ellos, sin que alcance el hombre a entender la obra que ha hecho Dios desde el principio hasta el fin." Este versículo sugiere que, aunque la humanidad vive dentro del marco temporal, existe en el ser humano una conexión innata con lo eterno. La eternidad en el corazón indica que el alma no está completamente limitada por el tiempo físico, sino que participa de una dimensión trascendental, lo que refuerza la visión de que no solo habitamos la sucesión temporal, sino que también estamos llamados a la plenitud eterna.

Si el tiempo fuera únicamente una dimensión psicológica, quedaría reducido a una construcción subjetiva, dependiente de la percepción humana y sin fundamento en la estructura del universo. Por otro lado, si se interpretara solo desde una perspectiva material, se perdería su vínculo con la conciencia y con la trascendencia. Desde el ontorrealismo trascendentalista, el tiempo es una dimensión ontológica integrada, que no se limita a ser un fenómeno físico ni una mera vivencia subjetiva. Su realidad abarca tanto la existencia finita como su relación con lo eterno, permitiendo que el ser humano habite el tiempo sin quedar atrapado en él. La presencia de lo eterno en el alma y en la estructura profunda del ser evidencia que nuestra existencia no está exclusivamente confinada a la sucesión temporal, sino que también participa de una dimensión superior. Este enfoque evita reduccionismos y preserva la riqueza de la experiencia humana, reconociendo que el tiempo no es un simple parámetro físico ni una ilusión psicológica, sino el cauce que estructura la relación entre lo contingente y lo absoluto.

4. Implicaciones ontológicas y trascendentales. Desde el ontorrealismo trascendentalista, estos fenómenos no son inversiones de la entropía ni retrocesos en el tiempo, sino manifestaciones de un orden trascendental que no está sometido a la estructura física de la temporalidad. En este marco, el tiempo en la existencia finita sigue siendo irreversible, pero hay dimensiones superiores donde la simultaneidad y la percepción directa trascienden la limitación de la sucesión.

Este enfoque permite comprender que el tiempo no es una barrera absoluta, sino una estructura que regula el mundo material, pero que no limita lo absoluto. Así, la profecía, la lectura de conciencia y las visiones místicas no alteran el tiempo físico, sino que revelan una realidad más allá de la temporalidad finita, donde la existencia se articula de manera no lineal.

4. Implicaciones ontológicas y filosóficas. Desde una perspectiva ontológica, la Segunda Ley de la Termodinámica nos muestra que el tiempo no es una mera percepción subjetiva, sino una estructura objetiva del universo. Su direccionalidad es una condición fundamental para la evolución del ser, ya que sin ella no existiría la transformación, el cambio ni la historia.

El ontorrealismo trascendentalista sostiene que el tiempo, lejos de ser un fenómeno accidental, es un principio ontológico que configura la realidad finita en su despliegue hacia la trascendencia. La irreversibilidad de la entropía no solo marca la evolución del universo material, sino que también es clave en la experiencia humana del tiempo como un cauce estructurador de la existencia.

Conclusión. La relación entre el tiempo y la entropía nos muestra que el flujo temporal no es arbitrario, sino que posee una base física y estructural que determina la evolución del cosmos. Negar la objetividad del tiempo implicaría eliminar toda noción de cambio, causalidad y transformación, lo que nos llevaría a una visión incoherente de la realidad.

La resurrección de Cristo, el Juicio Final y la promesa de un nuevo cielo y nueva tierra son eventos que parecen contradecir la irreversibilidad de la entropía, ya que sugieren una restauración del orden y una superación de la degradación física. Sin embargo, esto no ocurre dentro del marco de la realidad material y sus leyes, sino en un plano trascendental, donde el tiempo y la entropía no operan de la misma manera que en el universo finito.

1. La resurrección y la victoria sobre la corrupción material. Cristo resucitó con un cuerpo glorificado, lo que indica que la muerte y la corrupción no tienen la última palabra. En el ámbito físico, la entropía dicta que todo tiende a la degradación, pero la resurrección revela una realidad superior donde la muerte es vencida. San Pablo lo expresa claramente en 1 Corintios 15:42-44: "Así también es la resurrección de los muertos. Se siembra en corrupción, resucita en incorrupción; se siembra en deshonra, resucita en gloria; se siembra en debilidad, resucita en poder; se siembra cuerpo natural, resucita cuerpo espiritual." Aquí se muestra que la resurrección no es una restauración del cuerpo bajo las mismas condiciones físicas, sino una transformación ontológica hacia un estado incorruptible.

2. El Juicio Final y la consumación de la historia. El Juicio Final implica una culminación del tiempo histórico, lo que sugiere que el tiempo no es una estructura cerrada e irreversible, sino que tiene un propósito y un destino. En este sentido, la entropía marca la evolución del universo físico, pero la revelación cristiana indica que el tiempo no está condenado a un declive sin sentido, sino que converge hacia una plenitud definitiva en Dios.

3. Nuevo cielo y nueva tierra: una recreación ontológica. La promesa de un nuevo cielo y nueva tierra (Apocalipsis 21:1) indica que el universo no permanece en una degradación infinita, sino que será restaurado en una dimensión completamente nueva. Esto no significa que se revierta la entropía en el orden natural, sino que la realidad será transformada ontológicamente en un estado de perfección, donde la corrupción y el desorden ya no operan.

4. Implicaciones ontológicas: la entropía como límite de la realidad finita. Desde el ontorrealismo trascendentalista, la entropía no es una ley definitiva sobre la totalidad del ser, sino un principio propio de la realidad material y finita. En el ámbito trascendental, la existencia no está sujeta a los mismos límites que gobiernan el mundo físico. La resurrección, el Juicio Final y la nueva creación muestran que el tiempo y la entropía tienen una función en la historia, pero que finalmente son superados en la plenitud del ser. Este enfoque permite comprender que la entropía estructura el universo físico, pero no determina la totalidad de la realidad. En lo trascendental, la existencia se ordena en un cauce ontológico que no está sujeto a la degradación, sino a la perfección del ser en su comunión con Dios.

 

La irreversibilidad en la evolución del universo: el tiempo en la cosmología

El universo sigue un proceso irreversible de evolución, desde el Big Bang hasta su posible destino final. La flecha del tiempo es evidente en la expansión cósmica: el espacio-tiempo se dilata, las galaxias se alejan unas de otras, y la temperatura del universo disminuye. Esta tendencia es irreversible, pues no hay evidencia de que el universo pueda contraerse espontáneamente hasta un estado inicial de menor entropía.

Además, la evolución de los sistemas astrofísicos confirma la irreversibilidad del tiempo: las estrellas envejecen, las galaxias se transforman y los agujeros negros acumulan materia sin posibilidad de deshacerse de ella. La mecánica de la relatividad y la termodinámica cósmica refuerzan la idea de que el tiempo sigue una dirección clara, no solo en la física cotidiana, sino en la estructura misma del universo. Este fenómeno sugiere que el tiempo no es una simple convención matemática, sino una estructura real, que gobierna el desarrollo de la existencia en su totalidad.

Sin embargo, la evolución del universo, marcada por la irreversibilidad del tiempo y la expansión cósmica, no se limita al ámbito físico, sino que abre la posibilidad de una realidad que trasciende la materia. Aunque la termodinámica y la relatividad describen un universo en constante transformación, la tradición teológica y filosófica ha afirmado que la creación no culmina en la decadencia física, sino en una dimensión superior donde el ser alcanza su plenitud.

1. La evolución cósmica y su vínculo con lo sobrenatural. Si bien el universo parece seguir un curso irreversible hacia estados de mayor entropía, la historia de la creación no está encerrada en la materialidad, sino que se proyecta hacia una transformación trascendental. Esto significa que, aunque las estructuras físicas envejecen y los sistemas colapsan, existe un orden superior en el que la existencia no está sujeta a la degradación, sino a una plenitud definitiva.

2. La dimensión sobrenatural como consumación del tiempo. Los santos y místicos han experimentado adelantos de esta plenitud, manifestados en fenómenos sobrenaturales como la gloria transfiguradora, la percepción de lo eterno y la comunión con lo absoluto. Estos eventos no son simples anomalías dentro del mundo físico, sino signos de que la evolución del ser no se reduce a la materia, sino que continúa en una realidad trascendental.

3. La relación entre tiempo y eternidad. Desde el ontorrealismo trascendentalista, el tiempo es una dimensión ontológica integrada, que permite el desarrollo de la existencia finita hacia su fundamento absoluto. Mientras el universo físico sigue su curso irreversible bajo las leyes de la física, la creación no está condenada a la disolución, sino que se orienta hacia una consumación en la eternidad, donde la experiencia del ser no está sometida a la degradación material.

Este enfoque muestra que la flecha del tiempo no es una sentencia de declive, sino un cauce de transformación que conduce hacia la plenitud del ser en su dimensión sobrenatural.

Los fenómenos sobrenaturales que parecen contradecir la entropía y la flecha del tiempo no invalidan la estructura del tiempo como realidad ontológica, sino que indican la existencia de un orden superior donde las limitaciones físicas no operan de la misma manera.

1. La relación entre lo natural y lo sobrenatural. El tiempo y la entropía gobiernan la evolución del universo material, estableciendo un desarrollo irreversible en los sistemas físicos. Sin embargo, los eventos sobrenaturales —como la resurrección, las bilocaciones, la levitación y la incorruptibilidad de algunos cuerpos— se manifiestan dentro del mundo material sin seguir las leyes físicas convencionales. Esto sugiere que existen intervenciones de un orden trascendental, que no están sujetas a la estructura de la entropía, sino que operan según principios superiores.

2. Fenómenos sobrenaturales que trascienden la flecha del tiempo

Entre los eventos que desafían la irreversibilidad del tiempo físico destacan:

·           La resurrección de Cristo: En lugar de seguir el destino de la corrupción material, su cuerpo resucitado se encuentra en un estado glorificado, ajeno a la degradación de la entropía.

·           La bilocación en santos como Padre Pío: Este fenómeno parece romper la localización espaciotemporal, permitiendo la presencia simultánea en distintos lugares sin que la distancia afecte la manifestación del cuerpo.

·           La incorruptibilidad de algunos cuerpos: En lugar de descomponerse con el tiempo, ciertos cuerpos de santos permanecen intactos, lo que sugiere una suspensión de la entropía biológica.

·           Las experiencias místicas de la eternidad: Algunos místicos han afirmado vivir instantes en los que el tiempo desaparece y todo se percibe en una única simultaneidad.

3. Explicación desde el ontorrealismo trascendentalista. Desde esta perspectiva, el tiempo sigue siendo una estructura ontológica real, pero su manifestación en la existencia finita no agota la totalidad del ser. Los fenómenos sobrenaturales no violan el tiempo, sino que demuestran que hay una dimensión donde la entropía y la sucesión temporal no tienen el mismo impacto que en la realidad física. Esto sugiere que la existencia humana no está confinada al tiempo finito, sino que también es habitante de lo eterno, lo que explica por qué ciertos eventos pueden trascender la dinámica material sin que ello implique una contradicción interna en la estructura del tiempo.

 

Tiempo y cambio: el papel del movimiento en la percepción del tiempo

El tiempo no solo es una propiedad fundamental del universo, sino también una condición de la experiencia humana. La percepción del tiempo está intrínsecamente ligada al movimiento y al cambio: cuando un objeto se mueve, cuando los ciclos naturales se repiten y cuando la materia se transforma, registramos el paso del tiempo.

Desde Aristóteles hasta Bergson, los filósofos han debatido si el tiempo es una simple medida del movimiento o si tiene una existencia independiente. La física moderna confirma que el movimiento y el tiempo están relacionados, pero el tiempo no depende exclusivamente del cambio, sino que es una estructura subyacente que permite el cambio. En este sentido, el tiempo organiza la transformación del ser, estructurando la realidad finita dentro de su flujo irreversible.

Si el movimiento es la manifestación del cambio en el mundo físico, el tiempo es el cauce por el que dicho cambio transcurre, consolidando su papel como principio fundamental en la existencia.

Los cambios que ocurren en el orden sobrenatural no siguen necesariamente el cauce del tiempo físico, pues pertenecen a una realidad donde las limitaciones de la materia no se aplican de la misma manera. Mientras que en el mundo natural el tiempo estructura el cambio en un flujo irreversible, en la dimensión trascendental existen transformaciones que no dependen de la sucesión temporal, sino que responden a un principio superior.

1. Cambios sobrenaturales y su relación con el tiempo. Algunos eventos místicos y milagrosos parecen operar fuera de la estructura del tiempo físico:

·           La transfiguración de Cristo (Mateo 17:1-2) muestra una manifestación de gloria donde el tiempo ordinario queda suspendido y los discípulos contemplan una realidad más allá de la experiencia cotidiana.

·           Los éxtasis místicos de santos como Santa Teresa de Ávila reflejan momentos en los que la percepción temporal desaparece y la conciencia se abre a una experiencia de lo eterno.

·           La incorruptibilidad de los cuerpos de ciertos santos sugiere que hay estados en los que la materia no sigue el curso normal de la degradación.

2. La experiencia sobrenatural de la eternidad. Estos fenómenos indican que hay un orden donde el tiempo no rige el cambio de la misma manera que en la realidad física. La eternidad, en la tradición cristiana, no es una sucesión infinita de instantes, sino una plenitud del ser, donde el presente no se disuelve en el pasado ni se proyecta hacia el futuro, sino que permanece íntegro.

3. Síntesis ontorrealista trascendentalista. Desde el ontorrealismo trascendentalista, estos cambios muestran que el tiempo no es la única estructura ontológica del ser, sino que existe una realidad en la que la transformación no está sujeta a la entropía ni a la sucesión temporal, sino a un principio de plenitud. En este sentido, el tiempo organiza la evolución de la existencia finita, pero no es una barrera para la manifestación de lo eterno, lo que explica por qué ciertos eventos sobrenaturales pueden trascender el flujo temporal ordinario. Este desarrollo muestra que el cambio no es exclusivo del tiempo físico, sino que también puede ocurrir en una dimensión ontológica superior, donde la realidad se transforma sin estar sometida a la irreversibilidad del mundo material.

Marchar hacia la plenitud del ser en el ontorrealismo trascendentalista no equivale a la Cristogénesis de Teilhard de Chardin, aunque puedan compartir ciertos puntos sobre la evolución del espíritu y la integración de lo finito con lo absoluto. Teilhard de Chardin concebía la Cristogénesis como el proceso mediante el cual la totalidad de la creación evoluciona hacia la consumación en Cristo, un punto omega donde la materia, la conciencia y la trascendencia convergen en una plenitud cósmica. Su visión incorpora elementos de la evolución biológica y espiritual dentro de una dinámica que tiende hacia una unión final con lo divino. Por otro lado, el ontorrealismo trascendentalista no define el proceso de plenitud del ser como una progresión evolutiva dentro de los términos teilhardianos, sino como una estructuración ontológica donde el tiempo es el cauce en el que la existencia finita se orienta hacia lo eterno. La plenitud no es una síntesis de lo material con lo trascendente en una fusión cósmica, sino una articulación ontológica en la que la realidad finita encuentra su sentido en su vínculo con lo absoluto. Mientras que Teilhard de Chardin enfatiza la integración evolutiva de la creación en Cristo, el ontorrealismo trascendentalista ve la plenitud del ser como un proceso metafísico, donde el tiempo es un principio organizador, pero no una condición necesaria para la consumación de lo trascendental.

 

 

¿Podría existir un universo sin tiempo? Exploración de modelos físicos

Algunos modelos teóricos han especulado sobre la posibilidad de un universo sin tiempo. En ciertas interpretaciones de la mecánica cuántica, el tiempo podría ser una propiedad emergente, en lugar de una dimensión fundamental. Sin embargo, en la realidad observable, el tiempo es inherente a la existencia misma.

Si el tiempo desapareciera, los procesos físicos se detendrían, la evolución del universo cesaría y la causalidad dejaría de tener sentido. Algunos físicos han sugerido que, en un estado previo al Big Bang, el tiempo no existía, y que emergió como parte de la creación del espacio-tiempo. Sin embargo, esta hipótesis sigue siendo altamente especulativa.

Desde el ontorrealismo trascendentalista, el tiempo no es un accidente de la realidad ni una ilusión matemática, sino una estructura fundamental, necesaria para la manifestación del ser. Sin tiempo, no habría cambio, evolución ni existencia en la forma en que la conocemos. Por ello, el tiempo no es una mera convención, sino el orden mismo de lo real, el tejido que conecta el universo con su fundamento trascendental.

Mientras que los modelos físicos sugieren que el tiempo es una estructura fundamental e indispensable para la evolución del universo, la dimensión sobrenatural plantea la posibilidad de una realidad fuera del tiempo, donde la existencia no depende de una sucesión de instantes ni está regida por la irreversibilidad de la entropía.

1. La ausencia de tiempo en la dimensión sobrenatural. Desde la perspectiva trascendental, el tiempo no es un límite absoluto, sino una estructura propia de la realidad finita, necesaria para el cambio y la evolución, pero no para la plenitud del ser. En el ámbito divino, la eternidad no es una sucesión infinita de momentos, sino una totalidad simultánea, donde el presente no se desvanece en el pasado ni se proyecta hacia un futuro incierto.

2. Manifestaciones sobrenaturales que sugieren una dimensión atemporal. Los eventos místicos, como los éxtasis de los santos, las experiencias de contemplación o la transfiguración de Cristo, muestran que hay un nivel del ser donde la conciencia y la realidad no dependen del flujo temporal. Esto indica que el tiempo es un principio organizador de la realidad finita, pero no una condición del ser en su plenitud trascendental o realidad eterna.

3. Síntesis ontorrealista trascendentalista. El ontorrealismo trascendentalista sostiene que el tiempo es una dimensión ontológica esencial para la estructura del universo físico, pero no para la realidad absoluta. En el plano sobrenatural, el ser no está atrapado en una sucesión irreversible, sino que se manifiesta en una totalidad plena, libre de las restricciones del tiempo finito. Este enfoque reconoce la validez del tiempo en la existencia material, pero también su transcendencia en el ámbito eterno, evitando reduccionismos y asegurando que la realidad no está limitada por la finitud, sino que se proyecta hacia lo absoluto.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Parte III: Temporalidad y Trascendencia

 

 

 

 

¿Cómo se relacionan el tiempo y la eternidad? Perspectivas filosóficas y metafísicas

La relación entre tiempo y eternidad ha sido una de las cuestiones más profundas de la metafísica y la teología. Mientras el tiempo es percibido como un flujo, un devenir en constante transformación, la eternidad ha sido tradicionalmente concebida como un estado de presencia absoluta, en el que todo es simultáneo. En este punto, surge la pregunta central: ¿es la eternidad una negación del tiempo, o su fundamento?

Desde una perspectiva filosófica, Platón consideró que el tiempo era una imagen móvil de la eternidad, una manifestación imperfecta de un orden absoluto. Boecio retomó esta idea y definió la eternidad como la posesión total y simultánea de todo el tiempo, es decir, una existencia que no está sometida a la sucesión temporal. Heidegger, por otro lado, vinculó la temporalidad con la existencia humana, al considerar que el tiempo es el horizonte en el cual el ser despliega su sentido.

En la ontología trascendentalista, la eternidad no es una negación del tiempo, sino su base originaria. El tiempo no existiría si no tuviera un principio estructurador que le otorgue dirección y sentido. Es decir, el tiempo no es autónomo, sino que se deriva de una realidad más profunda que lo sostiene.

La relación entre tiempo y eternidad no debe entenderse como una oposición absoluta, sino como una articulación ontológica en la que la eternidad actúa como fundamento del tiempo. Mientras que el tiempo es una estructura que organiza la transformación del ser, la eternidad no es simplemente la negación del tiempo, sino su base originaria, el principio del cual emana su direccionalidad y sentido.

1. Eternidad como principio estructurador del tiempo. Desde la perspectiva del ontorrealismo trascendentalista, el tiempo no es una entidad autónoma ni un accidente sin fundamento, sino una dimensión ontológica que surge de lo eterno. Su existencia no es meramente física ni subjetiva, sino que responde a una estructura ontológica profunda que le permite articular la realidad finita en su despliegue hacia lo trascendente. En este sentido, la eternidad no es un estado pasivo fuera del tiempo, sino el principio que sostiene la sucesión temporal. Sin este fundamento, el tiempo carecería de coherencia y dirección, convirtiéndose en un mero flujo sin sentido. Es la eternidad la que le otorga orden y finalidad, permitiendo que el tiempo no sea un caos indeterminado, sino un cauce dentro del cual la existencia finita se desarrolla.

2. La eternidad como plenitud del ser. La tradición metafísica ha distinguido entre dos formas de comprender la eternidad:

·  Eternidad como ausencia de sucesión: En este sentido, la eternidad no está sometida a un antes y un después, sino que es presencia absoluta. Boecio definió esta concepción al afirmar que la eternidad es la posesión total y simultánea de todo el tiempo, lo que significa que no está limitada por la fugacidad de los instantes.

·  Eternidad como plenitud estructuradora del tiempo: En esta visión, la eternidad no es una realidad separada del tiempo, sino su fundamento, el principio que le otorga sentido y lo guía hacia su propósito. Bajo esta concepción, el tiempo no es un flujo caótico, sino un camino estructurado que se orienta hacia lo eterno.

3. Implicaciones filosóficas y teológicas. Si la eternidad es el fundamento del tiempo, esto implica que la realidad finita no está cerrada en sí misma, sino que se proyecta hacia un orden superior. Esto se refleja en múltiples tradiciones filosóficas y religiosas:

·  En la visión platónica, el tiempo es una imagen imperfecta de la eternidad, lo que implica que el cambio y la sucesión son una expresión limitada de una realidad más perfecta.

·  En la teología cristiana, el tiempo tiene una finalidad escatológica, pues se orienta hacia la plenitud definitiva en Dios, donde la existencia finita alcanza su consumación en la eternidad.

·  En la fenomenología existencial de Heidegger, el tiempo estructura la proyección del ser hacia su destino, lo que sugiere que no es un flujo sin sentido, sino un horizonte que conecta la existencia con lo absoluto.

4. Síntesis ontorrealista trascendentalista. Desde esta perspectiva, el tiempo no existiría si no estuviera vinculado con la eternidad, pues su función es organizar el devenir del ser en dirección a su plenitud. La eternidad no es un estado pasivo separado del tiempo, sino el principio del que emana su estructura y sentido. Al reconocer esto, el tiempo deja de ser un simple flujo de instantes y se convierte en un cauce ontológico, en el que la existencia finita no está cerrada en su contingencia, sino vinculada a su fundamento absoluto.

La concepción del tiempo y la eternidad dentro del ontorrealismo trascendentalista presenta discrepancias fundamentales con las visiones del budismo, la filosofía Vedanta y el taoísmo, ya que cada una de estas tradiciones aborda la relación entre la existencia y la trascendencia desde perspectivas diferentes.

1. Discrepancia con el nirvana budista. En el budismo, el objetivo último es alcanzar el nirvana, un estado de liberación donde se extinguen el deseo, el sufrimiento y el ciclo de renacimientos. Desde esta perspectiva, el tiempo es visto como parte de la ilusión del samsara, el flujo constante de nacimiento, muerte y renacimiento condicionado por la ignorancia y el apego.

Diferencia clave: Mientras que el ontorrealismo trascendentalista considera el tiempo como una estructura ontológica real, vinculada con la trascendencia, el budismo tiende a interpretarlo como un fenómeno ilusorio, al que el ser despierto debe trascender para alcanzar la liberación definitiva. En esta diferencia, el tiempo no es un cauce que guía la existencia hacia su plenitud, sino un ciclo que debe superarse para alcanzar la iluminación. El budismo, especialmente en sus formas más filosóficas como el budismo Theravāda y el Madhyamaka, tiende a ser óntico sin ontologismo. Es decir, se enfoca en la realidad empírica del sufrimiento, la impermanencia y el vacío sin postular una estructura ontológica absoluta que fundamente el ser. Además, afirma la Centralidad de la experiencia. El budismo parte de la experiencia concreta del sufrimiento (dukkha) y la impermanencia, sin desarrollar una ontología fija sobre el ser. En lugar de postular una esencia metafísica absoluta, afirma la vacuidad (śūnyatā) y la interdependencia de los fenómenos. Afirma la Negación de un fundamento absoluto. A diferencia de tradiciones filosóficas que buscan un principio ontológico estructurador, el budismo no postula una entidad fija como origen del ser. En el Madhyamaka de Nāgārjuna, se rechaza la noción de un sustrato ontológico independiente, afirmando que todo existe en relación con otras cosas, sin una esencia inmutable. Pone énfasis en el proceso, no en la estructura. El budismo no busca una metafísica del ser, sino un camino práctico para la liberación. Su doctrina de anatman (no-yo) muestra que no hay una entidad ontológicamente fija, solo un flujo cambiante de fenómenos condicionados. Si el budismo fuera ontologismo sin ónticidad, afirmaría una estructura metafísica superior sin referencia a la existencia concreta. Sin embargo, su enseñanza está basada en el devenir y la experiencia, sin una sustancia ontológica fija que fundamente el universo.

Desde el ontorrealismo trascendentalista, esta perspectiva es limitada, pues aunque el budismo reconoce el dinamismo de la existencia, pierde de vista la estructura ontológica que da sentido al cambio y a la sucesión del ser.

2. Discrepancia con la filosofía Vedanta. El Vedanta, especialmente en su interpretación Advaita, considera que la realidad última es Brahman, un estado absoluto de unidad sin dualidad. En esta tradición, el tiempo y el mundo fenoménico son maya, una ilusión que oculta la verdadera naturaleza del ser. La existencia individual está atrapada en una percepción errónea de cambio, cuando en realidad todo es eternamente uno en Brahman.

Diferencia clave: El ontorrealismo trascendentalista no considera que el tiempo sea un engaño ontológico, sino una dimensión real dentro de la existencia finita, en la que el ser se estructura y orienta hacia lo absoluto. Aunque reconoce la trascendencia como fundamento del tiempo, no niega la realidad del flujo temporal como parte del desarrollo ontológico del ser. El Vedanta, especialmente en su interpretación advaita, tiende a ser ontologismo sin ónticidad. Es decir, postula una estructura metafísica absoluta—Brahman, la realidad última—pero desliga la existencia fenoménica de un carácter ontológicamente real, considerándola maya, una ilusión. Y lo es por las siguientes notas: Supremacía de Brahman como única realidad. En la filosofía advaita Vedanta, el único principio ontológico real es Brahman, puro ser absoluto, mientras que la realidad fenomenológica es ilusoria. Lo óntico, lo experimentado en el mundo empírico, es visto como aparente y no esencial. Negación de la existencia concreta como fundamento ontológico. Aunque el Vedanta reconoce la manifestación de lo fenoménico, sostiene que es maya, una ilusión que oculta la verdadera naturaleza del ser. Así, los procesos del mundo no poseen un ser independiente, sino que dependen de la ignorancia del individuo que aún no ha alcanzado la iluminación. Disolución del cambio en lo absoluto. Mientras el ontorrealismo trascendentalista afirma que el tiempo organiza el devenir del ser en su tránsito hacia la trascendencia, el Vedanta considera que la transformación y la sucesión son mera apariencia, y que la verdadera realidad no cambia ni evoluciona. Si el Vedanta fuera óntico sin ontologismo, afirmaría la realidad de los fenómenos cambiantes sin un principio estructurador absoluto. Sin embargo, postula lo contrario: un ontologismo radical, donde la única existencia real es Brahman, y todo lo demás es secundario o ilusorio.

Desde el ontorrealismo trascendentalista, esta perspectiva es limitada, ya que, aunque reconoce un fundamento ontológico absoluto, desatiende la estructura real del tiempo y del cambio como una articulación legítima dentro de la existencia finita.

 

3. Discrepancia con el taoísmo. El taoísmo, en su visión del Tao, entiende el tiempo y la existencia como un flujo natural, en el que todo sigue una armonía cósmica sin necesidad de intervención externa. A diferencia del budismo y el Vedanta, no niega el mundo fenoménico, sino que lo integra dentro de un principio de equilibrio. Sin embargo, en el taoísmo, el tiempo no es visto como un cauce orientado hacia un propósito trascendental, sino como un proceso espontáneo, donde la realidad fluye sin necesidad de estructura fija. El taoísmo es una tradición filosófica y espiritual que enfatiza el flujo espontáneo del universo a través del concepto del Tao, la armonía suprema que rige la existencia. En términos ontológicos y ónticos, el taoísmo no se adhiere plenamente a un ontologismo sin ónticidad ni a una ónticidad sin ontologismo, sino que se posiciona en una especie de equilibrio dinámico entre ambas dimensiones. El taoísmo se encuentra en una posición intermedia, ya que no rechaza por completo la ontología ni disuelve la ónticidad en una ilusión. Su visión es dinámica, y no plantea un fundamento ontológico rígido ni una realidad óntica desconectada de principios estructuradores.

Desde el ontorrealismo trascendentalista, la principal diferencia con el taoísmo es que la existencia no es solo un flujo espontáneo, sino que tiene una dirección estructurada que la vincula con lo trascendente. Mientras que el ontorrealismo trascendentalista concibe el tiempo como una dirección estructurada, vinculada a la trascendencia, el taoísmo lo interpreta como un movimiento espontáneo, sin una finalidad absoluta. Esta diferencia es esencial porque, en el taoísmo, la realidad no tiende hacia una consumación en lo eterno, sino que se mantiene en un fluir sin dirección determinada. Mientras que el budismo, el Vedanta y el taoísmo tienden a interpretar el tiempo como un ciclo, una ilusión o un flujo sin estructura, el ontorrealismo trascendentalista lo ve como una dimensión ontológica real, con un sentido y dirección estructurados que vinculan la existencia finita con lo trascendente. Este contraste muestra que la relación entre tiempo y eternidad depende profundamente de la concepción del ser y su destino ontológico.

La relación entre tiempo y eternidad es una cuestión fundamental de la metafísica y la filosofía, y su comprensión depende profundamente de la concepción del ser y su destino ontológico. Mientras algunas tradiciones filosóficas y espirituales han interpretado el tiempo como una mera manifestación transitoria, o incluso como una ilusión, el ontorrealismo trascendentalista sostiene que el tiempo es una estructura real, vinculada con lo eterno. No es un fenómeno arbitrario ni una mera sucesión de instantes desconectados, sino una dimensión ontológica con dirección y propósito, que permite que la existencia finita se despliegue sin perder su vínculo con lo absoluto.

Desde el budismo, el tiempo es parte del ciclo del samsara, un flujo de nacimiento, muerte y renacimiento condicionado por el karma. Su objetivo es la liberación en el nirvana, donde la experiencia temporal se extingue. Esta perspectiva representa una ónticidad sin ontologismo, pues reconoce la realidad empírica del cambio sin postular un fundamento ontológico absoluto que le otorgue dirección. En cambio, el ontorrealismo trascendentalista sostiene que el tiempo no es una mera percepción, sino una estructura ontológica fundamental, que organiza el despliegue del ser hacia su plenitud trascendental.

El Vedanta advaita considera que la única realidad verdadera es Brahman, mientras que el mundo fenoménico es maya, una ilusión que oculta la verdadera naturaleza del ser. Desde esta perspectiva, el tiempo y la sucesión son ilusorios, lo que lo convierte en ontologismo sin ónticidad: aunque postula un principio absoluto, niega la realidad de los fenómenos temporales. En contraste, el ontorrealismo trascendentalista reconoce que la finitud y el cambio no son ilusorios, sino que forman parte de una articulación legítima dentro de la existencia finita en su vínculo con la eternidad.

El taoísmo, por su parte, no plantea el tiempo como una dirección estructurada hacia lo absoluto, sino como un flujo espontáneo, donde los fenómenos simplemente siguen el curso natural del Tao. No hay una finalidad fija ni una consumación trascendental, sino una transformación constante dentro de un equilibrio cósmico. En este sentido, el taoísmo no se reduce completamente a un ontologismo sin ónticidad ni a una ónticidad sin ontologismo, sino que mantiene una postura intermedia. La diferencia clave con el ontorrealismo trascendentalista radica en que la existencia no es un flujo espontáneo sin propósito, sino que se estructura dentro de un orden ontológico, que la orienta hacia su fundamento eterno.

Además de estas tradiciones espirituales, el objetivismo y el subjetivismo han intentado abordar la naturaleza del tiempo, pero ambos presentan reduccionismos que impiden comprenderlo en su totalidad. El subjetivismo tiende a reducir el tiempo a una mera construcción de la conciencia humana, como ocurre en ciertas corrientes fenomenológicas que afirman que el tiempo es solo una proyección psicológica. Esto es insuficiente, pues si el tiempo fuera solo una percepción subjetiva, no podría estructurar los procesos objetivos del universo. Por otro lado, el objetivismo ve el tiempo como una dimensión material completamente independiente de la conciencia, como lo plantean algunos enfoques científicos que lo consideran una propiedad del espacio-tiempo. Esto también es una visión limitada, puesto que, si el tiempo fuera meramente físico, no se podría explicar su papel en la experiencia humana ni su conexión con la trascendencia.

El ontorrealismo trascendentalista evita estos reduccionismos al afirmar que el tiempo no es exclusivamente subjetivo ni puramente objetivo, sino una dimensión ontológica integrada, en la que la realidad finita se despliega sin perder su vínculo con lo absoluto. Es decir, el tiempo no existe por sí mismo, sino que encuentra su fundamento en la eternidad, que le otorga dirección y sentido. Esta perspectiva es la correcta, pues permite comprender el tiempo no como un ciclo de causas sin sentido, ni como un flujo espontáneo indefinido, sino como una estructura real, que guía la existencia hacia su plenitud en lo absoluto. Al integrar la objetividad del tiempo con su vínculo con la trascendencia, el ontorrealismo trascendentalista se muestra como la perspectiva más coherente, evitando tanto la disolución del tiempo en la ilusión como su reducción a una simple propiedad física. Al reconocer esto, el tiempo deja de ser una sucesión arbitraria y se convierte en el cauce ontológico, en el que la realidad finita se vincula con la eternidad, sin quedar atrapada en la contingencia ni perder su orientación hacia lo absoluto.

 

La trascendencia del tiempo en la cosmología y la teología

El tiempo, en su manifestación en la cosmología, no es una entidad absoluta, sino una dimensión real que estructura el universo. La física moderna ha demostrado que el tiempo está íntimamente ligado al espacio y la materia, lo que implica que su flujo es relativo y dependiente de las condiciones gravitacionales y cuánticas del cosmos. En la teoría de la relatividad, el tiempo se curva y se dilata en función de la velocidad y la presencia de grandes masas, lo que nos indica que no es un principio estático, sino una propiedad del tejido espaciotemporal. Sin embargo, pese a los avances científicos, sigue abierta la pregunta fundamental: ¿existe una realidad más allá del tiempo físico?

Desde la teología, el tiempo adquiere una dimensión trascendental, en la que se relaciona con la naturaleza de Dios y su obra creadora. En diversas tradiciones religiosas, la eternidad es concebida como un estado fuera de toda sucesión temporal, en el que el ser absoluto existe sin cambio ni transformación. San Agustín formuló una concepción clave sobre el tiempo y su origen, afirmando que el tiempo no es un principio absoluto, sino una estructura que comenzó con la creación. Esto implica que el tiempo no es anterior al universo, sino un marco dentro del cual la existencia finita se despliega. En este sentido, el tiempo no tiene una realidad independiente, sino que está vinculado al acto creador y a la manifestación del ser en lo contingente.

El ontorrealismo trascendentalista refuerza esta visión al sostener que el tiempo, aunque necesario para la organización de la realidad creada, no es un ente autónomo, sino una dimensión estructurante cuya existencia depende de una fuente trascendental que lo fundamenta. En este sentido, el tiempo no es la esencia última de la realidad, sino el cauce dentro del cual lo finito se ordena y se orienta hacia su plenitud ontológica. Es decir, el tiempo no es simplemente una condición física ni una percepción psicológica, sino una estructura con fundamento en lo absoluto.

La trascendencia del tiempo se manifiesta en el hecho de que su flujo no es arbitrario ni autosuficiente, sino que tiene dirección y sentido, lo que demuestra que su existencia está anclada en una realidad más profunda. Así, aunque el tiempo regula la evolución de los sistemas físicos y determina la sucesión de los acontecimientos en la existencia finita, su verdadero fundamento no está dentro de sí mismo, sino en la eternidad, que lo sostiene sin estar limitada por su estructura. Este desarrollo nos lleva a una conclusión clave: el tiempo no es un principio absoluto, sino una dimensión ordenadora que permite la manifestación del ser en lo contingente. Su trascendencia radica en que no opera como una entidad cerrada, sino como una articulación ontológica dentro de la cual la realidad finita se proyecta hacia lo absoluto.

En la Nueva Tierra y el Nuevo Cielo, el tiempo no operará de la misma manera que en la realidad finita. En la tradición cristiana, la promesa de la nueva creación en Apocalipsis 21:1 y Apocalipsis 22:5 indica un estado en el que el ser humano participará de la eternidad divina, lo que sugiere que el tiempo no será una sucesión limitada, sino una plenitud permanente. San Agustín afirmó que, en la vida eterna, no habrá pasado ni futuro, sino un presente absoluto. Esto no significa una ausencia total de tiempo, sino una transformación de su estructura: el tiempo ya no será una progresión hacia la muerte y la corrupción, sino una manifestación de la gloria y plenitud del ser. La entropía dejará de operar, y el tiempo no marcará la decadencia de las cosas, sino su participación constante en la realidad divina.

Desde el ontorrealismo trascendentalista, el tiempo en la nueva tierra no será una sucesión hacia la finitud, sino un cauce eterno, en el que la existencia no se disuelve en instantes fugaces, sino que permanece íntegra en comunión con la fuente trascendental. Es decir, el tiempo seguirá siendo una dimensión ontológica, pero no como una sucesión condicionada por la impermanencia, sino como una estructura de plenitud, donde el ser participa del orden absoluto sin perder su identidad. En este nuevo estado, el tiempo ya no será un límite que rige la existencia finita, sino una manifestación del ser en su comunión con lo eterno. La experiencia del tiempo será transformada en una presencia sin pérdida, donde la realidad no está atrapada en una sucesión de momentos, sino en una participación total del absoluto.

 

¿Es la eternidad la negación del tiempo o su fundamento? Reflexiones ontológicas

La relación entre tiempo y eternidad no es una oposición absoluta, sino una articulación ontológica en la que la eternidad actúa como el fundamento estructurador del tiempo. Si la eternidad fuera simplemente la negación del tiempo, implicaría una realidad estática e inmóvil, sin transformación ni diferenciación. Sin embargo, un enfoque ontológico más profundo revela que la eternidad no es la ausencia de tiempo, sino su origen y principio organizador.

Desde la filosofía trascendentalista, el tiempo no es autónomo, sino una estructura que emana de la eternidad. En este sentido, la eternidad no es un estado sin sucesión, sino la base desde donde se despliega la temporalidad. Así lo sugirieron Schelling y Conrad-Martius, quienes analizaron cómo el tiempo no debe verse como una ruptura con lo absoluto, sino como una manifestación dinámica del ser dentro de la existencia finita. Si el tiempo fuera completamente autónomo, carecería de sentido ontológico y se reduciría a una sucesión vacía sin dirección. Pero si, en cambio, el tiempo encuentra su raíz en la eternidad, su devenir es inteligible, pues se ordena dentro de un propósito trascendental. El tiempo no es un mero fluir sin sentido, sino el cauce que permite la evolución de la existencia en su vínculo con lo absoluto.

El ontorrealismo trascendentalista sostiene que la eternidad no es un estado estático ni ajeno a la realidad finita, sino el principio que permite la estructuración del tiempo. En este marco, la eternidad no anula el tiempo, sino que le otorga fundamento y coherencia. La existencia finita no está desconectada de lo eterno, sino que se orienta hacia él, lo que demuestra que la temporalidad no es un proceso ciego, sino una manifestación estructurada dentro de una realidad más profunda. Este enfoque es clave porque evita los reduccionismos tanto del materialismo, que considera el tiempo como un simple parámetro físico sin vínculo con lo absoluto, como del subjetivismo, que lo reduce a una percepción psicológica sin estructura ontológica. En el ontorrealismo trascendentalista, el tiempo no es una ilusión ni una contingencia sin raíz, sino una expresión legítima del ser, que encuentra su fundamento en la eternidad.

En conclusión, la eternidad no es la negación del tiempo, sino su garantía y base ontológica. Sin la eternidad, el tiempo perdería su sentido y orientación. Al reconocer esto, el tiempo deja de ser una mera sucesión arbitraria y se convierte en el cauce que estructura la existencia finita en su tránsito hacia la plenitud del ser en lo absoluto.

En la eternidad, el tiempo no es una sucesión que lleva a la pérdida, sino un continuo avanzar hacia la plenitud. No es el tiempo finito que conocemos, donde los momentos se desvanecen en el pasado, sino un transcurrir sin decadencia, una manifestación de la gloria en expansión, en la que todo permanece en comunión con lo absoluto. Desde esta perspectiva, el tiempo no es una limitación, sino un cauce de manifestación del ser en su estado de perfección, donde cada instante es una plenitud constante sin disolución. No hay envejecimiento ni desgaste, sino una participación ininterrumpida en la gloria y la verdad, en la que el movimiento no implica pérdida, sino una revelación incesante de lo eterno. Este concepto transforma la comprensión de la temporalidad: ya no es una estructura orientada hacia la finitud, sino un dinamismo hacia lo absoluto, un fluir sin descomposición ni deterioro, sino hacia la consumación del ser en su esplendor.

Pero en la concepción cristiana de la eternidad, el tiempo no es una sucesión que conduce a la pérdida, sino una manifestación permanente del estado definitivo del ser. Esto implica que, según la orientación del alma, la experiencia eterna puede ser de gozo y gloria en el cielo, o de tormento y privación en el infierno. La plenitud en el cielo se presenta como una felicidad sin deterioro, una comunión constante con Dios en la que el tiempo no implica desgaste, sino una revelación incesante de la gloria. San Agustín describió esta eternidad como una posesión absoluta de la verdad, donde el alma no sufre el paso del tiempo como una pérdida, sino como una expansión de la luz divina. Por otro lado, la eternidad del infierno se concibe como la separación irreversible del bien supremo. La privación total de Dios genera un tormento que no consiste en el paso del tiempo en sí, sino en la imposibilidad de cambio y en la perpetuidad de un estado de vacío absoluto. En este caso, la eternidad no es una progresión, sino una fijación inmutable en el sufrimiento, lo que hace que el tiempo no brinde oportunidad de transformación ni esperanza de salida.

Desde el ontorrealismo trascendentalista, el tiempo en la eternidad no opera bajo las leyes de la finitud, sino como una plenitud ontológica, donde la existencia no se disuelve en instantes fugaces, sino que permanece íntegra en su destino definitivo. En el cielo, esta permanencia es participación en lo eterno sin desgaste, mientras que en el infierno es la imposibilidad de cambio dentro de la privación absoluta.

 

El tiempo en la escatología: ¿qué significa el "fin del tiempo"?

El fin del tiempo, desde una perspectiva escatológica, no debe interpretarse como la desaparición absoluta de la realidad temporal, sino como su transformación en plenitud, donde el tiempo deja de ser un flujo finito y fragmentado para participar plenamente en la eternidad. Las tradiciones religiosas han abordado esta cuestión desde distintos enfoques, pero en el cristianismo, la escatología sostiene que el tiempo posee una dirección providencial, una estructura orientada hacia la trascendencia.

En este sentido, el fin del tiempo no es un colapso ni una disolución, sino una consumación definitiva, en la que el tiempo alcanza su perfección. No es una aniquilación de la temporalidad, sino su absorción en una realidad superior, en la que el devenir deja de estar marcado por la pérdida y la finitud. San Agustín y Boecio afirmaban que la eternidad no es una sucesión infinita de momentos, sino una posesión total y simultánea del ser, lo que indica que el tiempo, al alcanzar su punto culminante, deja de operar bajo las condiciones limitadas de la existencia finita.

Desde un enfoque ontológico, el fin del tiempo puede concebirse como el punto en el que la sucesión temporal trasciende su condición fragmentaria, dejando de ser una serie de instantes efímeros para convertirse en una unidad plena en comunión con lo eterno. La temporalidad finita ya no se experimenta como una secuencia de momentos separados, sino como una totalidad estructurada, en la que la existencia no se diluye en el paso del tiempo, sino que permanece íntegra.

El ontorrealismo trascendentalista sostiene que el tiempo no es un ciclo cerrado, ni una repetición infinita sin propósito, sino un cauce ontológico que se orienta hacia lo eterno. La sucesión del devenir no es un vacío de instantes fugaces, sino el puente por el cual la existencia finita se articula con el fundamento absoluto. Comprender el tiempo en este marco permite restituir su sentido más profundo: no como una condición arbitraria impuesta sobre la realidad, sino como una estructura ordenada cuya finalidad última es la plenitud trascendental. Desde esta perspectiva, la eternidad no niega el tiempo, sino que le otorga fundamento y coherencia. Su irreversibilidad no es un accidente físico, sino la marca ontológica de que la existencia finita tiene dirección, sentido y propósito. En el fin del tiempo, la sucesión temporal deja de ser un devenir fragmentado y se convierte en una presencia absoluta, donde el ser participa plenamente en su destino definitivo.

Un verso que encarna la relación entre el tiempo y la eternidad es de San Juan de la Cruz, el gran místico español: "Quedéme y olvidéme, el rostro recliné sobre el Amado; cesó todo, y dejéme, dejando mi cuidado entre las azucenas olvidado."

 

 

Parte IV: Nuevas Perspectivas sobre el Tiempo y la Realidad

 

 

 

 

El tiempo como estructura fundamental del ser

El tiempo no es simplemente una sucesión de eventos ni una construcción subjetiva, sino una estructura ontológica fundamental, el tejido sobre el cual la realidad finita se despliega en su devenir. No es un parámetro físico arbitrario ni una convención mental impuesta por la conciencia humana, sino el principio estructurador del ser, el medio por el cual la existencia adquiere movimiento, transformación y dirección. Sin el tiempo, la realidad quedaría atrapada en una inmovilidad absoluta, sin progreso ni evolución, incapaz de articularse como totalidad.

Desde la perspectiva del ontorrealismo trascendentalista, el tiempo no es una condición meramente empírica ni una sucesión caótica sin propósito, sino una dimensión real, dentro de la cual el ser finito se estructura en su tránsito hacia la plenitud. Es el cauce ontológico en el que la existencia no está fragmentada en instantes efímeros, sino orientada hacia su consumación última. Así, la temporalidad no es un vacío de momentos sin sentido, sino el puente que vincula la realidad creada con su destino trascendental.

En la teología cristiana, el tiempo no es un principio autónomo ni eterno por sí mismo, sino creación de Dios, quien lo establece como el marco dentro del cual la realidad finita se ordena y avanza hacia su plenitud definitiva. La Escritura confirma este principio en Génesis 1:1: "En el principio creó Dios los cielos y la tierra", mostrando que el tiempo tiene un origen y no es una realidad autosuficiente. Asimismo, en Apocalipsis 22:13, Cristo declara: "Yo soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin", indicando que el tiempo posee dirección y propósito dentro del plan divino.

El tiempo no es una estructura cerrada sin raíz ontológica, sino un principio ordenado hacia la trascendencia. En Colosenses 1:16-17, se afirma que "En él fueron creadas todas las cosas [...] todo subsiste en él", indicando que el tiempo no opera de manera independiente, sino que es sostenido por el ser absoluto de Dios. La temporalidad no es, por tanto, una condición accidental de la realidad, sino el cauce necesario en el que lo finito encuentra su fundamento en lo eterno.

En la cosmología y la física, los descubrimientos han confirmado que el tiempo no es un parámetro estático, sino una dimensión integrada en la estructura del universo. La relatividad de Einstein ha demostrado que el tiempo no fluye de manera uniforme, sino que se dilata y se curva en función de la gravedad y la velocidad. La física cuántica plantea la posibilidad de realidades no sujetas a la sucesión convencional, lo que sugiere que el tiempo puede operar bajo condiciones más complejas de las que tradicionalmente se han comprendido.

Sin embargo, aunque el tiempo presenta variaciones dentro de las leyes físicas, no es una ilusión ni una mera construcción mental, sino una articulación legítima del ser en su vínculo con lo absoluto. Desde el ontorrealismo trascendentalista, el tiempo no desaparece en la vida prometida, sino que se transforma en plenitud, dejando de ser una fragmentación de momentos y convirtiéndose en una presencia absoluta, donde el ser participa sin pérdida ni deterioro en el orden eterno.

La escatología cristiana confirma que el tiempo no es un obstáculo para la eternidad, sino su expresión en la existencia finita. En la vida terrenal, el tiempo estructura el desarrollo y la transformación del ser. En la vida prometida, la temporalidad ya no está marcada por la finitud y la sucesión, sino que se convierte en una consumación definitiva, en la que la realidad participa plenamente de la gloria sin fragmentación.

Desde la visión ontorrealista trascendentalista, la relación entre el tiempo y la eternidad no es una oposición, sino una integración estructural. La finitud no es un ciclo cerrado sin salida, sino un camino hacia la consumación. La sucesión del tiempo en la existencia terrenal permite que el ser avance hacia su destino, mientras que en la vida prometida el tiempo se fija en plenitud, sin decadencia ni fragmentación.

El tiempo no es, entonces, una cadena de instantes sin sentido ni una estructura aislada sin raíz metafísica. Es el cauce por el cual la realidad finita se vincula con lo eterno, evitando tanto la visión nihilista del devenir sin propósito como la concepción materialista que lo desconecta de su fundamento supremo. El tiempo es una estructura real, que no se consume en sí mismo, sino que se proyecta hacia su consumación en lo absoluto.

Desde una perspectiva filosófica y científica, esta comprensión del tiempo permite reconciliar su función en la existencia material con su transformación en la vida prometida. En la existencia terrenal, el tiempo opera como un orden estructurador, articulando el crecimiento y el cambio. En la existencia eterna, el tiempo no se extingue, sino que se fija en plenitud, convirtiéndose en una presencia sin pérdida, donde el ser participa ininterrumpidamente del orden definitivo.

En conclusión, el tiempo no es una estructura arbitraria ni una condición accidental de la realidad, sino una manifestación del ser en su relación con la trascendencia. Comprender el tiempo como una estructura ontológica real significa reconocer que su sentido no está restringido a la experiencia humana, sino que responde a un principio profundo, vinculado a la esencia última del ser. La finitud no es una prisión, sino un tránsito hacia la plenitud, y el tiempo es la senda en la que ese camino se articula.

 

Ciencia y teología: ¿Es el tiempo una dimensión creada o una propiedad inherente del universo?

El tiempo ha sido objeto de profundas reflexiones tanto en la ciencia como en la teología, planteando una cuestión fundamental sobre su naturaleza: ¿es una dimensión creada junto con el universo o una propiedad inherente de la realidad física? En el ámbito científico, la teoría del Big Bang ha llevado a especular que el tiempo tuvo un inicio junto con el espacio y la materia, lo que sugiere que antes del surgimiento del cosmos, el tiempo no existía en la forma en que lo conocemos. Sin embargo, esta hipótesis plantea una pregunta crucial: ¿es posible concebir el orden y la causalidad sin tiempo?

La física moderna ha tratado de abordar el problema desde múltiples enfoques. La teoría de la relatividad de Einstein demostró que el tiempo no es absoluto, sino que depende del movimiento y la gravedad, lo que implica que su flujo es relativo a las condiciones del universo. A nivel cuántico, algunos modelos han sugerido que el tiempo podría ser una propiedad emergente de los procesos fundamentales de la materia, más que una dimensión esencial de la realidad. No obstante, estas interpretaciones no resuelven completamente el problema de su origen ni explican su relación con la estructura ontológica del ser.

Desde la teología, el tiempo es concebido no como una realidad autónoma, sino como un acto de creación subordinado a una trascendencia superior. San Agustín, en sus reflexiones sobre la temporalidad, argumentó que el tiempo comenzó con la creación, lo que implica que no es un principio absoluto, sino una dimensión relativa al mundo finito. Dios, en esta visión, existe fuera del tiempo, sin estar sujeto a su sucesión. Este planteamiento es fundamental porque introduce una distinción clave entre la eternidad y la temporalidad, mostrando que el tiempo es una condición estructurante de la realidad finita, pero no del ser absoluto.

Santo Tomás de Aquino sigue la misma línea de pensamiento que San Agustín respecto al tiempo. Ambos sostienen que el tiempo no es una realidad absoluta, sino una dimensión creada junto con el universo. Para Tomás de Aquino, el tiempo es la medida del movimiento de los cuerpos, siguiendo la definición aristotélica de que el tiempo es "el número del movimiento según el antes y el después". San Agustín, en Las Confesiones, argumenta que el tiempo comenzó con la creación y que Dios existe fuera del tiempo, sin estar sujeto a su sucesión. Tomás de Aquino reafirma esta idea en su obra Suma Teológica, donde explica que la eternidad es la posesión simultánea y perfecta de la existencia, mientras que el tiempo es una condición propia de los seres materiales y finitos. Desde esta perspectiva, el tiempo no es una propiedad inherente del universo, sino una estructura creada por Dios para ordenar la realidad finita. La eternidad, en cambio, es la dimensión en la que Dios existe, sin cambio ni sucesión. Así, el tiempo es una condición relativa a la existencia creada, mientras que la eternidad es la plenitud absoluta del ser

El ontorrealismo trascendentalista busca armonizar estos enfoques al sostener que el tiempo no es una mera creación física, sino una dimensión ontológica con raíz en la trascendencia. Es decir, el tiempo no surge como un accidente del universo ni como un mero marco perceptivo de la mente humana, sino que es una estructura real, que permite el despliegue del ser finito en su tránsito hacia la plenitud. Su función no es solo la de regular la materia y el movimiento, sino la de servir como un cauce estructurador que vincula la existencia finita con su fundamento eterno. Si el tiempo fuera completamente autónomo, carecería de sentido ontológico, convirtiéndose en un devenir sin dirección ni propósito. Sin embargo, al estar vinculado a la trascendencia, el tiempo no es una sucesión arbitraria, sino una estructura con orientación, dentro de la cual la realidad finita evoluciona hacia su consumación. La teología cristiana reafirma esta noción al declarar que la eternidad no es simplemente una duración infinita de instantes, sino una posesión absoluta del ser, donde el tiempo encuentra su plenitud sin fragmentación ni pérdida.

En el contexto de la cosmología, el tiempo también se presenta como una condición necesaria para la manifestación de la historia del universo. Sin tiempo, la evolución cósmica no podría existir, y la materia no podría estructurarse en formas complejas. Este principio muestra que el tiempo no es solo una medida del cambio, sino el medio por el cual la realidad se organiza, estableciendo un orden dentro del cual las relaciones de causa y efecto pueden operar.

La relación entre tiempo y eternidad plantea una implicación fundamental sobre la estructura del ser. Si el tiempo fuera simplemente una propiedad física sin conexión con lo absoluto, entonces no podría articularse con la trascendencia, y la realidad finita quedaría atrapada en una repetición indefinida. En cambio, si el tiempo encuentra su fundamento en la eternidad, su progresión deja de ser un flujo sin sentido y se convierte en un tránsito hacia la plenitud del ser.

La existencia finita necesita del tiempo para desplegarse, pero también necesita de la eternidad como su base y orientación última. Esta relación es clave en la teología cristiana, donde el tiempo no es un ciclo cerrado ni una sucesión arbitraria, sino el cauce por el cual la existencia se estructura en su relación con Dios. En la escatología, el tiempo no desaparece, sino que se transforma en una plenitud constante, en la que la realidad participa sin pérdida ni deterioro.

La física cuántica ha introducido una complejidad adicional en la comprensión del tiempo, sugiriendo que, en ciertas escalas, el tiempo podría no operar de manera convencional. Algunos modelos especulan sobre la posibilidad de estructuras atemporales dentro de los niveles más profundos de la realidad, lo que plantea la pregunta de si la temporalidad es una condición universal o una propiedad emergente de niveles más altos de organización. Sin embargo, incluso en estos enfoques, el tiempo sigue siendo fundamental para la experiencia humana y la estructuración de la materia.

Desde el ontorrealismo trascendentalista, la clave no es si el tiempo es una propiedad emergente o una dimensión fundamental, sino reconocer que su existencia no es independiente, sino que está vinculada con la realidad última. No es un fenómeno autónomo, sino una manifestación estructurada dentro de un orden ontológico mayor. Su función no es la de operar como un mecanismo cerrado, sino la de permitir la articulación del ser finito dentro de su relación con lo absoluto.

En conclusión, el tiempo no es simplemente una condición material ni una sucesión de instantes sin orientación, sino una estructura ontológica con sentido y dirección. En la existencia terrenal, el tiempo articula el desarrollo, permitiendo el crecimiento y la transformación del ser dentro de los límites de la finitud. En la vida prometida, el tiempo deja de ser una fragmentación de momentos y se convierte en una presencia absoluta, donde la realidad participa ininterrumpidamente del orden eterno.

 

Implicaciones de la concepción del tiempo en la ética y la vida humana

El tiempo no solo estructura la realidad física y metafísica, sino que también configura la ética y la vida humana. La manera en que concebimos el tiempo influye directamente en nuestra visión del bien y el mal, la responsabilidad individual, la evolución del ser y la posibilidad misma de una existencia significativa. Si el tiempo fuera una sucesión de instantes sin conexión, la vida carecería de continuidad y propósito, convirtiéndose en una serie de momentos aislados sin una dirección trascendental. En cambio, si el tiempo es una estructura con sentido, el ser humano puede desarrollar su identidad en función de su historia y su proyección futura.

Cada decisión humana ocurre dentro del flujo del tiempo, y los actos individuales no son eventos efímeros sin relevancia, sino que se inscriben dentro de un orden mayor, afectando la construcción de la historia personal y colectiva. La ética del tiempo implica reconocer que nuestras acciones tienen consecuencias y que la moral no es un sistema vacío de reglas arbitrarias, sino la guía para la proyección del ser hacia su consumación plena. La visión nihilista del tiempo, por el contrario, conduce a una vida fragmentada, sin sentido ni orientación, en la que los valores morales dejan de tener fundamento y todo se reduce a la inmediatez.

Desde el ontorrealismo trascendentalista, el tiempo no es un mero fluir indiferente, sino el cauce en el que el ser se transforma. Cada instante es una oportunidad para que el ser finito se oriente hacia su plenitud, inscribiéndose en el ritmo del ser y participando en la estructura trascendental de la existencia. La ética, por tanto, no se basa únicamente en principios abstractos, sino en la articulación del tiempo y el desarrollo del ser hacia su destino supremo.

Si el tiempo fuera exclusivamente subjetivo, es decir, una construcción mental sin estructura ontológica independiente, sería imposible la vida normativa. La moral requiere criterios objetivos, que permitan juzgar acciones dentro de un marco temporal compartido. Si cada individuo percibiera el tiempo de manera distinta y arbitraria, la responsabilidad desaparecería, pues no habría una línea clara de causa y consecuencia en la acción humana.

Por otro lado, un tiempo absolutamente objetivo, entendido como una estructura mecánica independiente de la conciencia, haría imposible la libertad. La ética implica la posibilidad del cambio y la elección, y si el tiempo fuera un sistema rígido sin espacio para la autodeterminación, el ser humano quedaría atrapado en un mecanismo fijo sin posibilidad de orientar su existencia. La moral exige un equilibrio entre objetividad y participación, en el que el tiempo no sea una estructura cerrada, sino un cauce en el que el ser se despliega con libertad.

Si el tiempo fuera cíclico, donde todo se repite sin variación, la vida moral se tornaría inútil. La ética se fundamenta en la posibilidad del progreso y la trascendencia, pero un tiempo cíclico impediría cualquier tipo de avance real. Si cada acción regresara a su punto de origen sin ninguna proyección trascendental, la responsabilidad y el esfuerzo serían en vano, pues el destino de cada ser estaría predeterminado dentro de un patrón inmutable.

Más extremo aún sería la inexistencia del tiempo, lo que conduciría a una disolución total del bien y el mal. Sin tiempo, no habría causalidad ni diferencia entre los actos, y todo ocurriría en una indiferencia absoluta. Esto daría lugar a una vida luciferina, en la que el bien y el mal serían indistinguibles, anulando toda responsabilidad y orientación moral. Una existencia sin tiempo sería una existencia sin significado, donde la voluntad carecería de dirección y la ética se desvanecería en el vacío.

La concepción adecuada del tiempo es aquella que reconoce su estructura ontológica y su vínculo con lo trascendental. No es una mera sucesión de instantes desconectados, sino una dimensión en la que el ser avanza hacia su consumación, permitiendo la proyección de la ética y la vida humana dentro de un marco coherente.

Desde la perspectiva cristiana, el tiempo no es un ciclo sin sentido ni una imposición externa, sino una creación de Dios, establecida como el marco dentro del cual la existencia se despliega hacia su destino eterno. En la escatología, el tiempo no desaparece, sino que se transforma en plenitud, en la que la moral alcanza su consumación definitiva.

La ética del tiempo implica reconocer que la vida humana no está atrapada en el devenir ciego, sino orientada hacia un propósito. Las decisiones morales no son irrelevantes ni carentes de dirección, sino actos que configuran el ser en su camino hacia la eternidad. Por ello, cada instante no es solo un reflejo de la contingencia, sino una oportunidad para que el ser participe en su destino trascendental.

En conclusión, el tiempo no es un mero mecanismo físico ni una sucesión sin sentido, sino una dimensión estructuradora de la ética y la vida humana. Si el tiempo fuera subjetivo, desaparecería la responsabilidad; si fuera estrictamente objetivo, desaparecería la libertad; si fuera cíclico, la vida moral sería inútil; y si no existiera, el bien y el mal se disolverían en la indiferencia absoluta. La correcta comprensión del tiempo es aquella que reconoce su papel como cauce del ser en su tránsito hacia la plenitud, donde cada acción humana adquiere su significado dentro de un orden mayor, orientado hacia la trascendencia.

El eterno retorno de Nietzsche, el tiempo cíclico de las civilizaciones ancestrales, el necesitarismo árabe y el panteísmo spinosista comparten una característica filosófica fundamental: niegan la posibilidad del cambio real y la responsabilidad moral, reduciendo el tiempo a una reiteración inmutable o a un mecanismo impersonal sin orientación trascendental. En la concepción nietzscheana del eterno retorno, toda acción humana se repetirá infinitamente sin variación, lo que anula la distinción entre el bien y el mal, pues no hay posibilidad de transformación ni progreso. Esto convierte la ética en una ficción, pues los actos no tendrían consecuencias definitivas, sino que quedarían atrapados en una reiteración indiferente.

El necesitarismo árabe, formulado por pensadores como Avicena y Averroes, sostenía que el orden cósmico está determinado por una causalidad necesaria e inmutable, eliminando la libertad y la contingencia. En este marco, la ética pierde su fundamento, pues los actos humanos ya están predestinados dentro de un esquema fijo. La visión del tiempo como algo estrictamente necesario convierte la moral en una imposición externa, no en un camino de autodeterminación del ser hacia su plenitud.

El panteísmo de Spinoza, por su parte, considera que el universo es una manifestación necesaria de la sustancia única e infinita, sin margen para el libre albedrío ni la diferenciación real entre el bien y el mal. Si todo es una expresión de la necesidad absoluta, entonces no existe una moral auténtica, sino una sucesión de acontecimientos que se dan de forma inevitable, sin participación consciente del individuo en su destino. Esto vacía el tiempo de su dimensión ética y lo convierte en una estructura indiferente, donde la acción humana no tiene peso ontológico.

Las civilizaciones ancestrales, incluida la andina, concebían el tiempo como un ciclo cerrado, donde los eventos se repetían dentro de un esquema determinado por los ritmos cósmicos. Esta visión, aunque rica en su simbolismo, limita la ética porque anula la posibilidad del progreso y la transformación real del ser. Si el tiempo es solo una reiteración de patrones, la historia carece de sentido y la responsabilidad humana queda reducida a la aceptación de una estructura fija sin opción de cambio.

Desde el ontorrealismo trascendentalista, el tiempo no es un ciclo sin sentido ni una condición necesaria impersonal, sino un cauce ontológico con dirección, donde el ser se proyecta hacia su consumación. La ética exige la posibilidad de elección, la apertura hacia lo trascendente y la diferenciación entre el bien y el mal como dimensiones reales. Si el tiempo fuera simplemente un mecanismo cíclico o una estructura rígida de necesidad absoluta, la moral se disolvería en la indiferencia y la existencia humana quedaría atrapada en un flujo sin significado.

Así, cualquier concepción del tiempo que niegue el cambio real y la responsabilidad moral conduce a una visión inmoral, en la que la vida se reduce a una estructura impersonal sin participación consciente del ser en su destino. El tiempo debe ser visto como una articulación ontológica con orientación, permitiendo la transformación del ser hacia su plenitud sin quedar atrapado en la repetición mecánica ni en la necesidad inmutable.

 

Conclusiones finales: ¿Es el tiempo una ilusión o una realidad cósmica?

En la actualidad, diversas corrientes filosóficas y científicas han promovido la idea de que el tiempo es una ilusión, una construcción mental sin fundamento ontológico ni estructura objetiva. El nihilismo científico y filosófico posmoderno tiende a disolver la objetividad del tiempo, reduciéndolo a una percepción relativa, sin dirección ni sentido. Sin embargo, esta visión fragmentaria entra en conflicto con los descubrimientos cosmológicos, metafísicos y teológicos, que han demostrado que el tiempo no es un accidente ni una mera apariencia, sino una estructura cósmica y ontológica que permite el despliegue de la realidad.

Desde la física y la cosmología, el tiempo se manifiesta como un principio organizador del universo, vinculado con la materia, la energía y la expansión cósmica. La teoría de la relatividad de Einstein mostró que el tiempo no es absoluto, sino que varía según la gravedad y el movimiento, pero esto no significa que sea una ilusión, sino que responde a principios estructurales profundos. La mecánica cuántica ha explorado dimensiones del tiempo que pueden operar de manera distinta en el mundo subatómico, pero nunca ha demostrado su inexistencia.

Desde la filosofía, el tiempo se presenta como un cauce ontológico en el que la existencia finita se despliega hacia su consumación. No es una repetición sin sentido ni una cadena de instantes desconectados, sino la articulación del ser dentro de una estructura ordenada. La negación del tiempo, como sugieren algunas posturas nihilistas, conduciría a la disolución de toda identidad y propósito, eliminando la posibilidad de progreso, responsabilidad y trascendencia.

En la teología, el tiempo es visto como creación de Dios, un marco dentro del cual la realidad finita se estructura en su tránsito hacia la eternidad. San Agustín y Tomás de Aquino sostenían que el tiempo comenzó con la creación y que Dios existe fuera del tiempo, poseyendo la realidad de manera simultánea y perfecta. En esta visión, el tiempo no es una ilusión, sino una condición relativa a la existencia material, un instrumento que orienta el ser hacia su destino trascendental.

El ontorrealismo trascendentalista responde a esta crisis moderna restituyendo al tiempo su papel esencial: no es un vacío sin propósito, sino el tejido que une la existencia finita con la trascendencia. Su irreversibilidad no es un límite arbitrario, sino la marca de su dirección y sentido. Más que una mera sucesión de eventos, el tiempo es el cauce por el cual la materia evoluciona, la conciencia adquiere conocimiento y la historia inscribe sus huellas.

Es crucial entender que el tiempo no se comporta de manera uniforme en todas las dimensiones de la realidad. En el mundo material, el tiempo opera bajo leyes físicas, regulando la causalidad, el movimiento y la transformación de los seres. En el mundo sobrenatural o espiritual, el tiempo deja de estar sujeto a la finitud y se manifiesta como una presencia absoluta, en la que el ser participa sin fragmentación ni pérdida.

La negación del tiempo, como plantean algunas interpretaciones nihilistas, implica la disolución de toda ética y responsabilidad. Si el tiempo fuera un fenómeno meramente ilusorio, el bien y el mal quedarían reducidos a meras convenciones sin sustento real, anulando la posibilidad de la trascendencia moral. Esta visión destruye el sentido del ser, convirtiendo la existencia en una sucesión arbitraria sin orientación ni consumación última.

Por el contrario, la concepción correcta del tiempo lo integra como una dimensión estructurante, en la que la finitud y la eternidad no están en oposición, sino articuladas dentro de una realidad mayor. Es el principio que permite la transformación, el crecimiento y la elevación del ser hacia lo absoluto. Sin tiempo, no podría existir el progreso ni la historia, y la conciencia quedaría atrapada en una inmovilidad sin sentido.

En el mundo material, el tiempo es cambio y sucesión, mientras que en el mundo espiritual es plenitud y presencia. No hay contradicción entre ambas dimensiones, sino una integración en la que el tiempo no se consume en sí mismo, sino que sirve como puente ontológico entre lo contingente y lo eterno. En esta perspectiva, el tiempo no es una ilusión, sino el ritmo del ser en su marcha hacia lo trascendente.

Solo al comprender el verdadero papel ontológico del tiempo podemos reconocer que no es un accidente ni una mera apariencia, sino la estructura sobre la que se construye la realidad

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EPÍLOGO

El Tiempo como instrumento del Amor divino

 

 

 

El tiempo y la eternidad han sido categorías fundamentales para la comprensión de la realidad en las diversas tradiciones filosóficas y teológicas. Desde la perspectiva cristiana, estas dimensiones adquieren un significado especial al relacionarse con la historia de la humanidad y la redención final. En este epílogo, se explorará la relación entre el tiempo y la eternidad en el mundo adánico, el mundo postadánico y el mundo del nuevo Adán, así como la victoria de Cristo sobre la muerte y el triunfo definitivo del tiempo del Ser Infinito.

1. El tiempo en el mundo adánico

En el mundo adánico, el tiempo era originalmente armonioso y pleno, marcado por la unidad entre el hombre y Dios. Antes de la caída, el tiempo no se percibía como una sucesión angustiosa ni como una degradación progresiva, sino como un fluir natural dentro del orden divino. La eternidad se manifestaba en la comunión directa con el Creador, donde el ser humano participaba sin la sombra de la muerte ni la corrupción.

2. La ruptura y el tiempo postadánico

La caída de Adán y Eva introdujo la fragmentación del tiempo. La ley de la entropía y la flecha del tiempo, que antes no eran un límite, se tornaron en una fuerza inexorable de corrupción y muerte. La humanidad experimentó el tiempo como decadencia, alejamiento y pérdida, marcando una era de sufrimiento donde la eternidad se volvió una promesa lejana.

3. El mundo del nuevo Adán: Redención del tiempo

Con la venida de Cristo, el nuevo Adán, la historia adquirió un giro trascendental. Su resurrección no solo venció la muerte como fenómeno biológico, sino que también anunció el fin de la hegemonía de la entropía. En Él, la eternidad irrumpió nuevamente en la historia, estableciendo un nuevo horizonte en el cual el tiempo ya no es solo un proceso de decadencia, sino de restauración y plenitud.

4. Cristo como anticipo del fin de la flecha del tiempo

La victoria de Cristo sobre la muerte es más que un acontecimiento teológico: es la revelación de una realidad ontológica en la que la degradación y el caos son derrotados. La entropía, que parecía una ley inviolable en la existencia material, encuentra su límite en la potencia de la resurrección, donde la transformación no responde ya a la decadencia, sino a la glorificación.

5. Los fenómenos sobrenaturales en los místicos y santos

A lo largo de la historia, los místicos y santos han sido testigos de fenómenos sobrenaturales que anticipan el tiempo de plenitud. Las bilocaciones, los éxtasis y los milagros manifiestan la presencia de un tiempo superior, donde la ley de la materia ya no determina la existencia en su totalidad, sino que es permeada por el espíritu.

6. El tiempo bajo el imperio de las leyes del espíritu

A medida que la humanidad avanza hacia su consumación definitiva, el tiempo material comienza a integrarse en el orden espiritual. El tiempo deja de ser solo una sucesión inexorable de causa y efecto y se convierte en un instrumento de transformación, donde las leyes del espíritu prevalecen sobre las condiciones materiales.

7. La derrota de las concepciones erróneas del tiempo

Las concepciones que absolutizan el tiempo como un fenómeno subjetivo o como una línea rígida sometida a la flecha del tiempo encuentran su derrota en la perspectiva ontológica. El tiempo no es solo una percepción individual ni un proceso inmutable, sino una dimensión estructurante que se ordena hacia la plenitud.

8. El nihilismo y la crisis de la sociedad posmoderna

La sociedad posmoderna, caracterizada por el nihilismo, ha intentado disolver la realidad del tiempo en un vacío sin dirección ni propósito. La negación de la trascendencia ha llevado a una visión fragmentaria en la que el tiempo es visto como una arbitrariedad sin sentido. Sin embargo, esta visión contradice la estructura ontológica de la realidad.

9. La restauración de la dirección del tiempo

Frente al nihilismo posmoderno, la concepción cristiana del tiempo reivindica su papel ordenado y trascendente. El tiempo no es una sucesión aleatoria, sino el cauce por el cual la creación avanza hacia su consumación en la nueva realidad.

10. El triunfo definitivo del tiempo del Ser Infinito

En la nueva creación post Juicio Final, el tiempo encuentra su culminación en la eternidad. Ya no es un flujo fragmentario sometido a la corrupción, sino la integración plena de lo finito en lo absoluto. La humanidad restaurada no estará limitada por la decadencia, sino por la participación en la realidad infinita.

11. La eternidad como presencia, no como inmovilidad

La eternidad no implica una detención del ser, sino su más alta expresión. En el mundo definitivo, la acción y la presencia estarán unidas sin dispersión ni pérdida. No será una repetición sin sentido, sino la plenitud de lo real.

12. La resurrección como transformación del tiempo

La resurrección universal marcará la transformación definitiva del tiempo. La materia dejará de estar sometida a la degradación y será asumida en la gloria, donde la sucesión temporal no operará por desgaste, sino por manifestación plena del ser.

13. La nueva historia en la eternidad

El tiempo no será abolido, sino integrado en la eternidad. Habrá un nuevo modo de historia en la cual los seres vivirán sin la sombra de la muerte ni la angustia de la pérdida. Será el cumplimiento de todo lo que el tiempo permitió germinar.

14. La glorificación del cosmos

El universo mismo participará en la transformación del tiempo, donde la creación entera será asumida en su verdadero destino. Los cielos nuevos y la tierra nueva no serán solo símbolos, sino realidades que reflejarán la unión definitiva entre el tiempo y la eternidad.

15. La consumación del sentido del tiempo

Así, el tiempo alcanza su consumación en su integración con la eternidad. No ha sido una ilusión ni un fenómeno arbitrario, sino el cauce mediante el cual la existencia alcanzó su plenitud. En el Ser Infinito, el tiempo ya no es lucha, sino victoria.

16. Las limitaciones del enfoque budista sobre el tiempo

El budismo, con su doctrina del tiempo como una ilusión generada por el apego y la conciencia fenoménica, propone una visión en la que el tiempo debe ser trascendido mediante la disolución del ego. Aunque esta perspectiva intenta liberar al ser del sufrimiento causado por la percepción del tiempo, cae en la paradoja de negar la estructura ontológica del tiempo como vehículo real de transformación. Al reducir el tiempo a una construcción psicológica, la doctrina budista obvia su papel en la concreción de la historia y el destino humano.

17. El vedantismo y la concepción cíclica del tiempo

El vedantismo sostiene una visión en la que el tiempo es maya, una ilusión dentro de la manifestación de Brahman. Si bien reconoce la dimensión trascendental, su enfoque cíclico impide la concepción de un tiempo con dirección y sentido, limitándolo a una repetición indefinida. La negación del tiempo como cauce real hacia la consumación del ser lleva a una espiritualidad en la que la historia no tiene propósito, sino que se disuelve en una recurrencia eterna sin resolución definitiva.

18. El taoísmo y la fluidez indiferente del tiempo

El taoísmo plantea una percepción del tiempo como un flujo natural que debe ser seguido sin resistencia. Aunque reconoce la armonía del cambio, evita concederle un significado profundo que lo vincule con la trascendencia. El tiempo, en esta perspectiva, no se ordena hacia una consumación, sino que es simplemente un devenir sin finalidad. Este enfoque diluye la dirección del tiempo, desconectándolo de la identidad y el propósito del ser humano en la historia.

19. La desviación del enfoque subjetivo y objetivo

Las concepciones que absolutizan el tiempo como un fenómeno subjetivo, propio de la percepción psicológica, reducen su papel ontológico y lo convierten en una experiencia pasajera. Por otro lado, las concepciones que lo fijan como una realidad objetiva sometida exclusivamente a la causalidad física lo restringen a un mero mecanismo sin conexión con el espíritu. Ambas posiciones fragmentan el tiempo, sin reconocer su integración entre lo finito y lo trascendental.

20. La perspectiva del ontorrealismo trascendental

El ontorrealismo trascendental reconoce el tiempo como una estructura ordenadora de la existencia, en la que la historia y la transformación tienen un significado y una dirección. No es una ilusión ni una repetición sin sentido, sino la expresión de la realidad en su marcha hacia la plenitud. En esta concepción, el tiempo no es un obstáculo que debe ser trascendido ni una cadena de eventos inconexa, sino el cauce por el cual el ser alcanza su destino definitivo en la eternidad.

La integración de las tesis generales del ontorrealismo trascendental sobre el tiempo y la eternidad, junto con los matices sobre la relación entre el ser finito y el Ser Infinito, nos permite construir una visión completa y coherente del tiempo como cauce ontológico, lejos de reduccionismos subjetivistas o determinismos físicos.

1. El tiempo como estructura ontológica y no como ilusión

El tiempo no es una mera construcción psicológica ni un fenómeno accidental de la realidad material. Es el cauce ontológico por el cual el ser se despliega, adquiere conocimiento y avanza hacia su consumación en la eternidad.

2. La eternidad como la plenitud del tiempo, no su negación

La eternidad no debe concebirse como la eliminación del tiempo, sino como la perfección de su dinámica. En la consumación del ser, el tiempo no se diluye, sino que alcanza su plena integración en el orden infinito.

3. La dirección del tiempo como principio estructurante de la realidad

El tiempo no es una sucesión caótica ni un ciclo cerrado sin propósito. Es la estructura que articula la existencia finita dentro de un horizonte de trascendencia, dotando a la historia y a la evolución de sentido y dirección.

4. La integración de la finitud en lo infinito sin disolución ontológica

El ser finito no pierde su identidad al entrar en la eternidad, sino que participa plenamente en la realidad absoluta sin fragmentación ni corrupción. La historia humana no se anula, sino que encuentra su culminación.

5. La entropía como límite transitorio vencido por la trascendencia

La flecha del tiempo y la degradación de la materia no son principios eternos, sino condiciones de la finitud que encuentran su superación en la restauración del ser. La victoria sobre la entropía significa la redención del tiempo mismo.

6. La apertura del tiempo a la intervención del espíritu

Los fenómenos sobrenaturales y los milagros anticipan la transformación del tiempo. La intervención divina en la historia demuestra que el tiempo no es una estructura cerrada, sino un cauce permeable a la eternidad.

7. La restauración del tiempo como triunfo sobre el nihilismo

Las concepciones nihilistas y posmodernas que niegan el sentido del tiempo conducen a una crisis de identidad. La restauración de su dirección devuelve a la humanidad su propósito dentro de una realidad estructurada.

8. La elevación del tiempo en la nueva Creación

Tras el Juicio Final, el tiempo encuentra su plena integración en la eternidad. No se pierde ni se anula, sino que se transforma en el modo perfecto de participación en el Ser Infinito, donde la sucesión ya no implica desgaste, sino plenitud.

9. La relación entre el tiempo y la eternidad como armonía ontológica

El tiempo y la eternidad no son fuerzas opuestas, sino dimensiones complementarias. La finitud se ordena hacia la eternidad, y la eternidad absorbe el tiempo sin destruirlo, estableciendo la más alta armonía del ser.

10. La consumación del tiempo en la victoria del Ser Infinito

En la última realidad, el tiempo alcanza su finalidad en la manifestación plena del Ser Infinito. La historia no es un proceso fútil ni un devenir arbitrario, sino el camino que conduce a la comunión definitiva con la fuente absoluta del ser.

Esta síntesis permite integrar el papel del tiempo y la eternidad dentro del ontorrealismo trascendental, mostrando cómo la historia y la transformación son elementos esenciales en el proceso de plenitud del ser finito en la eternidad.

 

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En suma, la Creación no avanza hacia el caos de la entropía ni se rinde al dominio absoluto de la flecha del tiempo, porque su destino no es la disolución ni el desgaste infinito, sino la transformación estructural ontológica en la que lo espiritual rige sobre lo material. En la concepción ontorrealista, la realidad no está sujeta a un determinismo fatalista en el que la materia se degrada indefinidamente, sino que se halla inscrita en un orden trascendental que guía la existencia hacia su plenitud última.

La entropía, entendida como el principio de desgaste y desorganización progresiva, es una condición transitoria dentro de la estructura finita del mundo material. En su estado presente, la materia está sometida a la decadencia y la pérdida de energía, pero esto no implica que la realidad en su totalidad esté condenada al colapso. Más allá de la degradación física, el ser contiene una dimensión ontológica superior que no se consume ni se somete a la disolución, sino que busca su integración con lo eterno.

La flecha del tiempo, que ha sido concebida como un movimiento irreversible hacia la dispersión, encuentra su límite en la realidad trascendental. Aunque la experiencia humana percibe el tiempo como un flujo inmutable de pasado, presente y futuro, la existencia no está cerrada en este esquema sin salida. La transformación no es simplemente un paso inexorable hacia la muerte, sino un proceso ontológico que permite la regeneración y la elevación del ser en su marcha hacia la trascendencia.

Desde la visión ontorrealista, el principio espiritual no es un elemento pasivo dentro de la creación, sino la fuerza estructurante que organiza el tiempo y la materia. No existe una dicotomía irreconciliable entre lo físico y lo trascendental, sino una integración donde el espíritu es el principio rector que determina la evolución ontológica. La materia, lejos de ser un obstáculo o una cárcel para la existencia, es el cauce por el cual el ser se prepara para su transformación definitiva en la nueva Creación. Sólo así encuentran explicación plausible los fenómenos sobrenaturales en santos y místicos. La realidad espiritual es superior a la realidad material incluso dentro del actual imperio de la ley de la entropía y la flecha del tiempo.

El destino de la realidad no es el desorden ni la disolución, sino la glorificación del ser en su integración con la eternidad. En la consumación ontológica, el tiempo no es abolido, sino elevado a su máxima expresión, donde ya no opera bajo la ley del desgaste, sino bajo la ley del espíritu. La estructura final del mundo no está marcada por la fragmentación ni por la pérdida, sino por la comunión del ser finito con el Ser Infinito en su orden definitivo.

Desde esta perspectiva, la historia adquiere un significado profundo y trascendental. No es una sucesión arbitraria de eventos que se disuelven en el vacío, sino el proceso mediante el cual la existencia avanza hacia su realización última. Cada instante del tiempo, lejos de ser una fracción inconexa de realidad, es un peldaño en la ascensión del ser hacia su consumación eterna.

La victoria sobre la entropía y la flecha del tiempo no es una negación irracional de las leyes físicas, sino su integración en un orden mayor. La física, la energía y la transformación son parte de la realidad, pero no constituyen su totalidad. La estructura ontológica es más profunda que las leyes naturales, pues no se agota en la materia ni en la sucesión temporal, sino que encuentra su fundamento en la trascendencia.

La Creación, en última instancia, no está destinada al caos ni a la fragmentación infinita, sino a la armonía de lo finito con lo eterno. No se trata de una mera superación conceptual del tiempo, sino de su redención en la plenitud del Ser. La realidad no está cerrada en los límites de la degradación, sino que se encamina hacia su culminación en una existencia glorificada donde el espíritu es el principio rector absoluto.

Este principio ontorrealista rechaza las visiones reduccionistas del tiempo y de la materia, demostrando que la historia no es una condena a la dispersión ni un ciclo sin propósito, sino el cauce por el cual el ser participa en la eternidad. La Creación no se desmorona en la entropía ni es esclava de una causalidad mecánica, sino que responde a un orden en el que el espíritu es el fundamento de la realidad y el destino final de la existencia.

Con esta comprensión, la humanidad puede recuperar el sentido de su propia historia y del tiempo que atraviesa, reconociendo que cada momento es un paso hacia la manifestación definitiva de la vida en su expresión eterna. La transformación estructural ontológica no es una hipótesis vaga ni una promesa sin fundamento, sino el principio real que guía la existencia desde su origen hacia su consumación en el Ser Infinito.

El tiempo, lejos de ser una sucesión vacía de instantes, es el cauce por el cual el amor divino ordena la realidad hacia su plenitud. En la estructura ontológica de la existencia, no encontramos el azar ni una fría causalidad mecánica, sino el principio rector del amor absoluto que guía la Creación hacia la comunión del ser finito con el Ser Infinito.

Desde el principio, la revelación bíblica muestra que el tiempo tiene dirección y sentido. En el Génesis, se declara: "En el principio creó Dios los cielos y la tierra", estableciendo que el tiempo no es un accidente ni una ilusión, sino el escenario en el que el amor divino actúa. Cristo mismo, con su vida y enseñanza, confirmó esta realidad cuando dijo: "Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia" (Juan 10:10). Con esto, dejó en claro que el tiempo no está destinado al desgaste y la muerte, sino a la restauración del ser en la comunión con Dios.

El amor divino es el principio que transforma el tiempo, impidiendo que su destino final sea la entropía o el vacío. En la resurrección de Lázaro, Cristo demostró que la historia no culmina en la disolución, sino en la victoria sobre la corrupción. "Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá" (Juan 11:25). Así, la muerte ya no tiene la última palabra, pues el amor es más fuerte que la flecha del tiempo y la decadencia de la materia.

Esta realidad se manifiesta en los santos y en los milagros que anticipan la transformación definitiva del tiempo. San Antonio de Padua, en su milagro de la bilocación, mostró que el tiempo no está cerrado en un esquema rígido, sino que puede ser permeado por el espíritu. Mientras predicaba en un lugar, al mismo tiempo apareció en otro defendiendo a su padre en un juicio injusto. Este acontecimiento sobrenatural confirma que el amor divino tiene el poder de trascender las leyes físicas, abriendo el tiempo a la manifestación de lo eterno.

A lo largo de la historia sagrada, la intervención divina ha revelado que la flecha del tiempo y la entropía no tienen la última palabra sobre la existencia humana. Casos extraordinarios, como el de Moisés, han mostrado que la muerte no es un destino absoluto para todos. Según la tradición judeocristiana, aunque Moisés murió, su cuerpo fue misteriosamente tomado por Dios, como señala Judas 1:9. Otros, como Enoc, fueron trasladados directamente al cielo sin experimentar la muerte, pues "caminó Enoc con Dios, y desapareció, porque Dios se lo llevó" (Génesis 5:24). Asimismo, el profeta Elías fue arrebatado en un carro de fuego (2 Reyes 2:11), escapando de la corrupción de la materia y del tiempo. Finalmente, la Virgen María, en su Asunción, fue llevada en cuerpo y alma a la gloria celestial, mostrando que el destino final de la humanidad no es la descomposición ni la entropía, sino la integración perfecta con el Ser Infinito. Estas manifestaciones son anticipaciones de la nueva Creación, donde la comunión con Dios vence la separación impuesta por la muerte y la degradación del tiempo.

A lo largo de la historia, los milagros han sido señales de que el tiempo no se consume en el desgaste, sino que puede ser redimido por la intervención del espíritu. Cuando Cristo multiplicó los panes y los peces, cuando caminó sobre las aguas o cuando sanó a los enfermos, no solo demostraba su poder, sino que revelaba que el tiempo está estructurado para ser un instrumento del amor divino.

El tiempo no es una sucesión arbitraria de eventos ni una estructura vacía de significado, sino el cauce por el cual el amor divino guía la Creación hacia su plenitud. En cada instante, en cada transformación y en cada historia personal, el amor actúa modelando el ser, conduciéndolo progresivamente hacia su destino trascendental. La vida misma es testimonio de que el tiempo no es un mecanismo impersonal, sino una expresión dinámica del amor en acción, donde cada paso, cada oportunidad de redención y cada experiencia es una manifestación del cuidado divino que ordena lo finito hacia su comunión con lo eterno. Cristo, en su entrega y resurrección, mostró que el tiempo puede ser redimido, no como una prisión que encierra la existencia, sino como un instrumento mediante el cual el ser es preparado para la gloria definitiva. Así, lejos de ser un obstáculo, el tiempo es el lenguaje en el que Dios expresa su amor y permite que la humanidad lo asimile, no de golpe, sino en el ritmo de una historia orientada hacia el abrazo eterno de la luz divina.

En la nueva Creación, el tiempo no será abolido, sino glorificado. Como afirma el Apocalipsis: "Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron" (Apocalipsis 21:4). La flecha del tiempo, que parecía conducida solo por la entropía y el desgaste, será finalmente vencida por el amor. En la eternidad, el tiempo ya no será un ciclo de pérdida, sino una presencia plena, donde lo finito se integra en la perfección del Ser Infinito.

El destino final de la Creación no es el caos ni la fragmentación, sino la comunión absoluta del ser con Dios. El amor divino no destruye el tiempo, sino que lo consume en su perfección, convirtiéndolo en el ritmo eterno en el que la existencia participa sin dispersión ni sufrimiento. En este horizonte definitivo, la historia no es un proceso fútil ni un devenir arbitrario, sino el camino que conduce a la unión total con el Amor infinito.

Así, el tiempo no es un obstáculo, sino el instrumento por el cual el amor divino lleva la Creación hacia su verdadera expresión. La entropía no es una condena sin salida, sino un límite que será vencido. La realidad finita no está cerrada en la degradación, sino que avanza hacia su restauración completa en la comunión con lo eterno. La historia tiene un destino: la victoria absoluta del amor sobre el tiempo.

En realidad, toda la Creación va hacia el tiempo glorificado. Veamos. Todos los milagros de San Antonio de Padua no solo desafían las leyes físicas y la flecha del tiempo, sino que están profundamente marcados por la caridad, el principio supremo que transforma la existencia y orienta el tiempo hacia la plenitud del amor divino. La bilocación, el milagro de la misa protegida de la tormenta y otros prodigios realizados por el santo no fueron simples demostraciones sobrenaturales, sino manifestaciones del amor que trasciende las limitaciones de la materia y del tiempo.

La bilocación de San Antonio ocurrió para salvar la reputación de su padre y evitar que sufriera una injusticia, demostrando que el amor divino interviene no por arbitrariedad, sino por compasión. Igualmente, el milagro en el que protegió a la multitud de la tormenta no fue solo una muestra de su santidad, sino una expresión del amor que vela por quienes buscan la verdad y el consuelo en Dios. En todos estos casos, la intervención milagrosa no se limitó a alterar el curso de los eventos naturales, sino que actuó como un cauce de gracia, revelando que el tiempo, cuando está permeado por la caridad, deja de ser un marco de desgaste y se convierte en una estructura ordenada por el espíritu.

El tiempo no es un mecanismo impersonal ni un flujo inexorable de pérdida, sino el instrumento del amor divino, el ritmo en el que la historia avanza hacia la comunión definitiva del ser finito con el Ser Infinito. Cristo, con su entrega y su resurrección, mostró que el tiempo puede ser redimido y que la sucesión temporal no es un obstáculo insuperable, sino el medio por el cual la humanidad se dispone para la gloria eterna. Como dice el Apocalipsis 21:4, "Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas pasaron", confirmando que el destino final del tiempo no es la entropía, sino la comunión en el amor absoluto.

La enseñanza bíblica y los milagros de los santos nos revelan que el tiempo no está condenado a la decadencia, sino que se transfigura por la acción del amor. Cada acontecimiento extraordinario en la vida de los santos es una anticipación de la nueva Creación, donde la flecha del tiempo ya no es una fuerza de desgaste, sino un cauce de manifestación de lo eterno. En este sentido, los prodigios realizados por San Antonio y por tantos otros santos no son meros fenómenos inexplicables, sino visiones previas de la realidad glorificada, donde lo espiritual rige sobre lo material.

Así, el tiempo no es una prisión de la materia ni un marco cerrado de sucesión causal, sino el lenguaje en el que Dios expresa su amor y conduce la historia hacia su culminación. Cada instante, cada transformación y cada milagro revelan que el amor divino actúa continuamente, restaurando el orden del espíritu sobre la realidad finita. En la nueva Creación, el tiempo no será abolido, sino glorificado, y su ritmo reflejará la armonía perfecta del amor absoluto, en el cual la existencia participa sin fragmentación ni pérdida.

Los casos de resurrección clínica y las experiencias cercanas a la muerte revelan que el tiempo no es una estructura cerrada ni una sucesión irreversible de eventos, sino un cauce permeable a la intervención del espíritu. La obra Vida después de la vida de Raymond A. Moody ha sido fundamental en el estudio de estos fenómenos, mostrando cómo numerosas personas, tras haber sido declaradas clínicamente muertas, regresaron a la vida con testimonios extraordinarios. La luz, la paz, la visión de seres espirituales y la sensación de trascendencia son elementos recurrentes en estos relatos, lo que sugiere que la muerte no es el destino definitivo del ser humano, sino una transición hacia una realidad superior.

Estos testimonios refuerzan la idea de que el tiempo, lejos de ser una prisión de desgaste, es un instrumento del amor divino que guía la existencia hacia su consumación. Estas declaraciones no solo desafían la flecha del tiempo y la entropía, sino que revelan el destino final de la historia: la victoria del amor sobre la muerte y la restauración del ser en la comunión eterna. Las experiencias cercanas a la muerte registradas por Moody no son meras anomalías biológicas, sino anticipaciones de la realidad glorificada, donde el amor divino rige sobre la materia y el tiempo.

Así, el destino final de la Creación no es la desintegración ni el vacío, sino la comunión absoluta con Dios. El tiempo no es un marco cerrado de causalidad, sino el lenguaje en el que el amor divino se expresa y en el que la historia avanza hacia su consumación. La flecha del tiempo será finalmente vencida en el Amor absoluto de Dios.

Un poema que refleja la visión de Shakespeare sobre la muerte es su Soneto 71, donde expresa el deseo de que su ser amado no sufra por su partida:

"Cuando haya muerto, llórame tan solo mientras escuches la campana triste, anunciadora al mundo de mi fuga del mundo vil hacia el gusano infame."

En estos versos, Shakespeare no solo contempla la muerte como un tránsito inevitable, sino como una liberación de la corrupción del mundo. Su visión, aunque melancólica, también sugiere que el amor trasciende la muerte, pues pide que su memoria no sea motivo de tristeza para quien lo amó.

Este poema encaja perfectamente con la idea ontorrealista de que el tiempo no es una sucesión de pérdida, sino un cauce hacia la comunión con lo eterno. La muerte, lejos de ser el fin absoluto, es el umbral hacia una realidad superior donde el amor no se extingue, sino que se transforma en presencia plena.

También Johann Wolfgang von Goethe y César Vallejo abordaron la muerte en su poesía con una profundidad filosófica y existencial única.

En el caso de Goethe, su poema "La novia de Corinto" es una obra que explora la muerte desde una perspectiva sobrenatural y trágica. En este poema, una joven fallecida regresa de la tumba para reunirse con su amado, desafiando la separación impuesta por la muerte y el tiempo. La obra refleja la lucha entre el paganismo y el cristianismo, pero también sugiere que el amor puede trascender la muerte, un tema recurrente en la visión ontorrealista del tiempo glorificado.

Por otro lado, César Vallejo, en su poema "Los heraldos negros", expresa la muerte como una fuerza implacable que golpea la existencia humana con una intensidad devastadora. "Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé!", escribe Vallejo, mostrando cómo la muerte y el sufrimiento parecen irrumpir sin previo aviso, marcando la historia personal y colectiva. Sin embargo, su poesía no se limita a la desesperación, sino que también deja entrever la posibilidad de una trascendencia, de una realidad que va más allá del dolor y la pérdida.

Ambos poetas, aunque desde enfoques distintos, coinciden en la idea de que la muerte no es un fin absoluto, sino un umbral hacia lo desconocido. Goethe lo aborda desde lo mítico y lo romántico, mientras que Vallejo lo enfrenta desde la angustia existencial y la lucha humana. En ambos casos, la muerte es un fenómeno que desafía la percepción ordinaria del tiempo y abre la posibilidad de una realidad más profunda.

Versos no menos profundos y significativos los hallamos en Victor Hugo, quien abordó la muerte con una hondura filosófica y poética sin par que la convirtió en un tema recurrente en su obra. En Los Miserables, por ejemplo, la muerte no es solo un final, sino una transformación, una puerta hacia la trascendencia. En su poema "Después de la batalla", Hugo presenta la imagen de un soldado que, tras la lucha, encuentra a un enemigo moribundo y, en lugar de acabar con él, le ofrece agua. Este gesto de misericordia ante la muerte refleja la idea de que la existencia no está marcada por la destrucción, sino por la posibilidad de redención.

Además, en su obra El hombre que ríe, Hugo escribe: "La muerte es la entrada en la gran luz", una frase que encapsula su visión de la muerte no como una aniquilación, sino como un tránsito hacia una realidad superior. Esta concepción se alinea con la idea ontorrealista de que el tiempo no culmina en la entropía, sino en la comunión con lo eterno.

Hay muchos grandes poetas que han abordado la muerte con una profundidad impresionante. Además de Shakespeare, Goethe, Vallejo y Victor Hugo, podríamos considerar también a Emily Dickinson, quien trató la muerte como un misterio que atraviesa la existencia humana con un tono melancólico pero contemplativo. Su famoso poema "Porque yo no podía detenerme por la muerte..." presenta la muerte como una figura serena, casi amable, que lleva al poeta en un viaje hacia la eternidad.

Otro poeta crucial es Rainer Maria Rilke, quien en Las Elegías de Duino profundiza en la conexión entre vida, muerte y trascendencia, mostrando que la existencia no termina en la aniquilación, sino que se transforma en una realidad superior. Jorge Luis Borges, con su reflexión filosófica sobre el tiempo y la muerte en poemas como "Límites", aborda el tema desde una perspectiva metafísica, sugiriendo que el tiempo y la muerte son solo velos de la eternidad.

La intuición poética es capaz de captar la profunda relación entre el tiempo y la eternidad de una manera que escapa a la lógica estricta y a la rigidez de los conceptos filosóficos. A través de la metáfora, la imagen y la sensibilidad, la poesía revela que el tiempo no es un mero flujo de instantes que se disuelven en la nada, sino el cauce por el cual el ser avanza hacia su consumación en lo eterno. Los grandes poetas, desde Shakespeare hasta Vallejo, desde Goethe hasta Rilke, han intuido que el tiempo es más que una sucesión mecánica: es un ritmo sagrado, un eco de lo absoluto que se despliega en la historia.

La poesía percibe que la muerte no es una aniquilación, sino una transición, un umbral hacia la plenitud. Dickinson y Hugo ven en la muerte la entrada en la gran luz; Borges la contempla como un límite que nos acerca a lo inmutable; Rilke la canta como el punto en que la existencia se transforma y cobra un significado más alto. A través del lenguaje poético, el alma vislumbra que el tiempo no se extingue en el desgaste, sino que, en su verdadera esencia, está tejido por la eternidad.

Cada verso que canta la fugacidad de la vida o la permanencia del amor está señalando, aunque sea de manera inconsciente, que el tiempo no es solo una sucesión de momentos, sino una estructura abierta a la comunión con lo eterno. La poesía, como la mística, no necesita demostrarlo con razonamientos: lo siente, lo presiente, lo sabe. Es por esto que la palabra poética puede iluminar aquello que la razón a veces no alcanza a describir, dejando entrever que en el fondo de cada instante late el pulso silencioso de lo infinito.

"El tiempo, que todo lo ve, todo lo revela."

Sófocles

El tiempo, como río que fluye hacia lo eterno, no se desvanece en la sombra del olvido, sino que danza en la luz infinita del amor divino. Su cauce no es prisión, sino sendero; su ritmo no es desgaste, sino melodía. Cada instante es un latido, un susurro del infinito que llama al ser hacia su consumación gloriosa. Así, en la última aurora del tiempo, cuando la historia alcance su plenitud y la entropía ceda ante la luz, el amor triunfará sobre la fugacidad, y en el corazón del Ser Infinito, el tiempo será un himno sin ocaso.

En mi pecho late la esperanza, como un fuego que no se extingue, como un astro que resplandece en la vastedad del tiempo. Si en estas palabras ha florecido un eco de verdad, si en estas páginas el ser ha hallado un reflejo de su plenitud, entonces mi tarea no ha sido en vano. Porque toda búsqueda es un paso hacia la luz, y toda verdad pronunciada es un puente hacia lo eterno. Que el río del tiempo no arrastre en su cauce las semillas de la comprensión, sino que las lleve hacia la aurora sin ocaso, donde el espíritu se alza en su destino glorificado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Índice

 

 

Prólogo

 

Introducción

El problema del tiempo: ¿Realidad objetiva o ilusión?

Enfoques filosóficos, científicos y teológicos sobre el tiempo

La relación entre tiempo y eternidad: una cuestión fundamental

 

Parte I: La Naturaleza del Tiempo

¿Qué es el tiempo? Definiciones desde la ciencia, la filosofía y la teología

El tiempo en la física: relatividad, mecánica cuántica y entropía

El tiempo en la filosofía: presentismo, eternalismo y modelos ontológicos

¿Es el tiempo una construcción de la conciencia o una realidad independiente?

 

Parte II: La Flecha del Tiempo y su Irreversibilidad

La Segunda Ley de la Termodinámica: el vínculo entre tiempo y entropía

La irreversibilidad en la evolución del universo: el tiempo en la cosmología

Tiempo y cambio: el papel del movimiento en la percepción del tiempo

¿Podría existir un universo sin tiempo? Exploración de modelos físicos

 

Parte III: Temporalidad y Trascendencia

¿Cómo se relacionan el tiempo y la eternidad? Perspectivas filosóficas y metafísicas

La trascendencia del tiempo en la cosmología y la teología

¿Es la eternidad la negación del tiempo o su fundamento? Reflexiones ontológicas

El tiempo en la escatología: ¿qué significa el "fin del tiempo"?

 

Parte IV: Nuevas Perspectivas sobre el Tiempo y la Realidad

El tiempo como estructura fundamental del ser

Ciencia y teología: ¿Es el tiempo una dimensión creada o una propiedad inherente del universo?

Implicaciones de la concepción del tiempo en la ética y la vida humana

Conclusiones finales: ¿Es el tiempo una ilusión o una realidad cósmica?

 

Epílogo: El Tiempo como instrumento del Amor Divino