martes, 31 de julio de 2012

EL HOMBRE NIHILISTA Y LA SUPERVIVENCIA GENÉTICA Y CULTURAL

EL HOMBRE NIHILISTA Y LA SUPERVIVENCIA GENÉTICA Y CULTURAL
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía
 

Moneda que está en la mano quizá se deba guardar;
la monedita del alma se pierde si no se da.
Antonio Machado

La nueva utopía del hombre de mentalidad nihilista, científico-técnica es la supervivencia genética y cultural de la persona, más cercana a la tradición de la filosofía china que a la propia tradición del humanismo occidental.  Veamos cómo se gestó este derrotero del monismo naturalista y a la cual han favorecido cambios históricos y espirituales.

Alma, en griego psique, significa en general el principio de la vida, de la sensibilidad y de las actividades espirituales que se constituye en sustancia. Esta última nota es importante porque expresa un principio autónomo e irreductible a otras realidades. La mayor parte de las teorías filosóficas tradicionales consideran la sustancialidad del alma como la realidad última y más alta que ordena y gobierna el mundo.

Así, por lo menos, está expresado en el monismo cosmológico de los filósofos presocráticos. Por ejemplo, para Anaxímenes y Diógenes de Apolonia el Alma es aire que es principio de las cosas; para Pitágoras es armonía numérica, en Heráclito es el fuego como principio universal de todas las cosas, y en Demócrito son los átomos esféricos.

El dualismo metafísico en la consideración del alma comienza con Platón, el cual considera que ésta preexiste al cuerpo, encarna y luego se libera de éste en la contemplación de las ideas, para volver a su verdadera patria de orden divino. Aristóteles defenderá la unidad psicofísica del alma y el cuerpo, pero reconoce que nada impide que sean separables las partes del alma que no son actividad del cuerpo. Para el estagirita el alma no existe sin el cuerpo ni como cuerpo, porque la concibe como la actividad de un cuerpo determinado, es decir, la realización de la potencia que es propia de este cuerpo.

Epicuro compartió la caracterización aristotélica del Alma como causa, ya que cuando el alma se separa del cuerpo, éste no tiene ya sensibilidad. Reconoce que es una realidad en sí misma, pero añade que se disuelve en sus partículas con la muerte del cuerpo. Los estoicos afirman la corporeidad del alma, lo cual no le quita ni simplicidad ni inmortalidad, de la misma manera que el Alma del Mundo, de la que forman parte los seres animados y el alma del sabio.

Pero será Plotino el que rompa con la doctrina aristotélica del Alma.  Rechaza de los estoicos que el alma sea cuerpo y de Aristóteles que sea forma del cuerpo. Como Platón, acentúa los caracteres divinos del Alma: indivisible, incorruptible, ingenerable y  unidad. Para examinar lo que es el alma indica el camino de la interioridad, la introspección, replegamiento sobre sí. De modo que la noción de conciencia comienza por obra de Plotino.

Los Padres de la Iglesia oriental repitieron las determinaciones neoplatónicas de los neoplatónicos Porfirio y Proclo.  Pero será San Agustín el que incorpora la herencia neoplatónica al cristianismo, sobretodo con la idea de la preexistencia del alma al cuerpo. Pero la búsqueda agustiniana dará sus frutos en la escolástica tardía con los franciscanos Duns Scoto y Occam, admitiendo una forma corporeitatis como realidad que posee el cuerpo orgánico, autónomamente de su unión con el alma.

Sin embargo, la escolástica estuvo dominada por la doctrina aristotélica, la que vuelve a proponer en los mismos términos a partir de Scoto Erígena hasta Duns Scoto, quien afirmaba que el alma como forma del cuerpo no puede subsistir tras destruirse el cuerpo, por tanto, la inmortalidad es cuestión de fe. Distinta fue la solución del dominico Santo Tomás de Aquino, quien admitiendo la idea aristotélica de que el alma es la forma del cuerpo y no preexiste a éste, sin embargo, subsiste al cuerpo y ha de retornar a éste en la resurrección de los muertos para estar en el Juicio Final.

La innovación radical proviene de Occam con su duda acerca de la realidad del Alma intelectiva. Occam proporcionó a Descartes y a la filosofía moderna la idea de la experiencia interna. La inmortalidad del alma, dice, no se puede demostrar por la existencia del alma intelectiva, porque todo lo que experimentamos son la intelección, la volición y otras operaciones que bien pueden ser propias del cuerpo mismo. Así, en Occam la inmortalidad del alma es materia de fe. Esta negación se basa en la experiencia interna que se tiene de los propios actos espirituales, y que resultó tan cara para la filosofía moderna.

En el Renacimiento sobrevivió la idea de alma como sustancia. La interpretación materialista de Hobbes no niega que  el  alma  sea  una  realidad.  El  punto de quiebre lo traerá Descartes para quien la reafirmación de la realidad del alma se une con  el reconocimiento de un camino privilegiado de acceso a tal realidad. A partir de él, el concepto de conciencia o mundo de la experiencia interna se vuelve predominante en el concepto del alma. Por eso Heimsoeth ha insistido en el estrecho lazo entre agustinismo e idealismo. Para Malebranche el alma aprehende directamente a Dios y al mundo a través de Dios. Leibniz es un intento de mediación entre el realismo antiguo, según el cual el alma está en el mundo, y el idealismo moderno, para quien el mundo está en el alma.

Las críticas de Hume y Kant al concepto de alma conducen no a una negación de la misma, sino a una adscripción al puro terreno nouménico y metafísico. En psicología se aproximó el concepto de alma al de conciencia, como unidad de lo psíquico. Pero esta comparación no concierne a la cuestión metafísica del alma, como lo fue la concepción de Descartes como substancia pensante y de Leibniz como mónada, sino mera indicación del predominio de uno de los sectores de la vida psíquica en la totalidad de esta vida.

Fue Scheler el que intentó distinguir con rigor entre el alma, la vida y el espíritu, haciendo de la primera la sede de las emociones, afectos y sentimientos, a diferencia del espíritu, que es básicamente objetividad, personalidad y trascendencia.

Pero esta solución no es una respuesta al problema metafísico del alma, porque la reducción del alma al espíritu vacía a éste último de todo lo que es pura subjetividad. La identificación idealista entre alma y conciencia tampoco es satisfactoria, porque mientras la conciencia está sumida en la temporalidad,  en  cambio  el  alma  es  eternidad y permanece fuera de toda contingencia. Además, el problema del alma es con frecuencia extrafilosófico. Casi todas las religiones buscan la forma personal de aquella existencia esencial.

Por su parte, el evolucionismo emergentista considera que las almas surgen en virtud de un proceso evolutivo de perfeccionamiento de los organismos biológicos. La tesis aristotélica de la unidad psicofísica alma-cuerpo ha prosperado en el mundo actual.  Tanto así que el tercer milenio avanza hacia la aceptación de la supervivencia genética y cultural de la persona, más parecida al taoísmo y al confucianismo, y sobre el rechazo del dualismo cartesiano.

En síntesis, han sido tres grandes derroteros por los que han discurrido las teorías del alma: el dualismo metafísico alma-cuerpo, que viene de Oriente, se extiende hacia Grecia y llega hasta Descartes; el monismo naturalista que viene desde el taoísmo chino, los charvaka de la India, Demócrito, Lucrecio y la ciencia positivista; y el monismo espiritualista de la alta escolástica, el personalismo y el existencialismo creyente.

La supervivencia genético-cultural es el nuevo leit motiv de la humanidad narcisista y mercantilizada. La ciencia promete la duración criogénica por siglos hasta que la tecnología del futuro pueda revivir los cuerpos de los magnates congelados. El ideal inmanente es la duración en la tierra y no la vida eterna, la cual es desdeñada y vista con escepticismo.

El hombre actual prefiere cambiar el más hermoso tesoro que posee por más desdichas en un mundo de injusticias y males que lo rodean. Sin creer en el alma y sus confines, sino en la mente como fenómeno del cerebro, deposita todas sus esperanzas en la resurrección científica de su cuerpo. ¿Y su alma? ¿Cómo volvería a ese cuerpo? Que el hombre crea que se debe construir un paraíso en la tierra, no es malo, pero daña el proyecto desde la base cuando cree poder hacerlo de espaldas al Creador. Después de todo, la apostasía general es señal de tiempos apocalípticos.

La concepción natural en la antigüedad era finalista. La causa final preside todo el proceso cósmico, con el demiurgo artesano en Platón y el Primer Motor Inmóvil de Aristóteles. Detrás de todo estaba la causa final del alma, animal o humana, o bien de la razón divina. Pero la causa será mecanicista con el materialismo atomista de Leucipo y Demócrito. Lo que despierta la queja de Aristóteles diciendo que Demócrito no conoce la causa final. Esta concepción del universo sin propósito ni causa final es el que predomina en las concepciones mecanicistas, deterministas e indeterministas de nuestro tiempo. Y esta es la metafísica que subyace en la concepción que restringe la supervivencia de la persona a lo genético y cultural. Lo nombres más famosos de la ciencia moderna (desde Heisenberg, pasando por Max Born, hasta llegar a Hawking y Penrose) se adscriben a un universo sin causa final.

Y es que la ciencia al tornarse indeterminista y probabilística con la física cuántica, ha reemplazado el universo finalista por el universo azaroso. El viejo mecanicismo resulta ser una ilusión y la dominancia unilateral de la mecánica clásica ha cedido el paso al indeterminismo fundamental del universo físico. Pero esto sugiere que cada nivel inferior y superior emergente no sólo está abierto entre sí, sino también está abierto a una causación finalista que trasciende pero a su vez abarca al universo en todos sus estratos jerárquicos. Este es el esquema metafísico que opongo al supuesto de la supervivencia genética y cultural de la persona humana.

Lima, Salamanca 31 de Julio 2012

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