jueves, 10 de junio de 2021

FILOSOFÍA COMO ONTO-ÉTICA (I)

 

FILOSOFÍA COMO ONTO-ÉTICA (I)

Gustavo Flores Quelopana

 


P R Ó L O G O

 

 

La filosofía no es un accidente que le ocurre

 a lo humano, es su acontecimiento decisivo.

La Filosofía no es un accidente que le ocurre a lo humano, es su acontecimiento decisivo. Y es decisivo porque interrogarse por el por qué de las cosas y de su acción personal, es el indicador más importante que señala que detrás de la búsqueda de sentido está una estructura propia de su ser que lo impulsa en la dirección del filosofar.

Lo humano filosofa porque su ser es una interrogación abierta. O sea, su ontología no es un simple estar abierto al mundo, sino es un estar abierto con “responsabilidad” en el mundo. El hombre es un ser cuyo conocer y hacer responde a su estructura ética-ontológica. Su estructura ontológica es ética, se da cuenta de su peculiaridad y de su dignidad, y sin ello retorna a la animalidad, a la naturaleza, a lo biológico y material. Cómo esta estructura ontológica que es ética, lo lleva a la reflexión filosófica. Y es que todo su conocer y hacer lleva una carga de asombro y desconcierto por su propio ser que siente su responsabilidad por lo que conoce y hace. Esta responsabilidad ontológica es el detonante del filosofar.

El hombre es una criatura que conoce y, además, sabe que conoce. Ese darse cuenta de su propio saber responde a la naturaleza onto-ética de su ser. No es que va a proceder conforme a valores y reglas que ella intuye, sino que antes de conformar su acción a su intuición ética su ser es capaz de intuir dicha esfera ideal, metaempírica, que sobrepasa el mundo externo, pero no su propio ser. Esto significa que el nivel prerreflexivo de lo humano no es meramente empírico, sino metafísico y transmundano. El fenómeno del “darse cuenta” de lo que sabe tiene su base en el prerreflexivo nivel metaempírico que lo caracteriza. Lo cual no significa que se trate de un fenómeno meramente subjetivo e ilusorio, sino, antes bien, de un fenómeno propio y objetivo de una criatura cuyo ser es estar en el mundo sobrepasando constantemente el mundo.  

Aquel estar constantemente sobrepasando el mundo desde el mundo es lo que es la esencia ética de su ser y que lo lleva hacia el filosofar. Descubrirse como una trascendencia en la inmanencia descubre la capa ética de su ser. Ir más allá de las cosas abre el horizonte irrenunciable de hacerme cargo de lo que se sobrepasa. Esto es, el hombre no es ético porque opta por algunos principios morales previos, sino porque antes de dicha opción su ser está advocado al horizonte del valor, de lo bueno y lo malo. Y desde dicho horizonte prerreflexivo despliega su conocer y hacer empírico.

Porque el ser de lo humano tiene un horizonte ontológico prerreflexivo de carácter ético y, por consiguiente, metaempírico, se convierte en una criatura metafísica destinada a filosofar desde el fondo de su ser. Esto significa que la interrogante sobre el “por qué” es posible sólo porque surge en una criatura que es una trascendencia en la inmanencia. El “por qué” es inconcebible en criaturas inmanentes en la inmanencia. Los animales pueden resolver problemas complejos, mostrar inteligencia asombrosa e incluso enseñar a sus congéneres, pero no pueden crear cultura, ni fundar escuelas, ni graduar maestros. Carecen del horizonte ontológico de la responsabilidad ética. O sea, no son trascendencias en la inmanencia.

Sólo seres que son trascendentes en la inmanencia pueden filosofar. Porque tener el deseo de saber es previamente valorar lo que se quiere saber. Se conoce lo que se aprecia. Pero lo humano conoce incluso lo inútil, mientras el animal conoce lo que le es útil. Y es así porque la estructura trascendente de la inmanencia humana habita el horizonte de lo universal y permanente, atisba siempre más allá de lo contingente. Justamente por ello su impulso filosófico es irrenunciable e ineludible.

 

Lima, 01 de julio 2021  

 

1

Trascendencia en la inmanencia

 

El hombre es una criatura filosofante porque es una trascendencia en la inmanencia. Esto lo señala como un ser metafísico, entregado desde el principio a la intuición metasensible de lo inteligible. También se puede afirmar que el hombre es lo inteligible en lo sensible, porque siendo finito y contingente su ser va más allá de temporal y relativo. Filosofa porque su ser está en el horizonte ontológico del filosofar. No sólo vive en el mundo, se da cuenta que está en el mundo. Su llamado a la filosofía es ontológico, porque su ser es ética. El “darse cuenta” de que está en el mundo le abre la puerta al fenómeno ético de la responsabilidad. En el fenómeno del “darse cuenta” que está en el mundo, el acto cognoscitivo y el acto ético se dan unidos. Su separación no se da en el nivel páthico-espiritual, sino en el nivel logocrático narrativo explicativo.

 

El fenómeno del “darse cuenta” es empírico y al mismo tiempo prerreflexivo. Se trata de la actualización existencial de un contenido esencial. Y por eso mismo abre un horizonte base sobre el que se elaboran contenidos cognoscitivos y morales. Es una estructura trascendente incrustada dentro de otra estructura inmanente. Onto-ética es la estructura misma de la naturaleza, a la vez, trascendente e inmanente del hombre. Por ello, el hombre es una trascendencia en la inmanencia y también una inmanencia en la trascendencia. De tal modo que cuando decimos filosofía como onto-ética aludimos a aquel horizonte metafísico que hace posible el fenómeno del filosofar en el hombre. Pero ese horizonte metafísico no lo vuelve un ser hermenéutico, sino, antes bien, un ser estimativo. El hombre para ser una criatura hermenéutica necesita primero ser una criatura estimativa. Se interpreta lo que se valora importante. Primero es la estimación valorativa, luego es la interpretación. De ahí que sea más primigeniamente valorado el amor, la amistad, el liderazgo, el lenguaje universal de la música, que el conocimiento, y que más importante que el tiempo cronológico sea el tiempo estimativo. Antes que seres hermenéuticos somos seres estimativos. O sea, el hombre no siente el llamado a filosofar por casualidad, azar o formación académica, ni por razones intelectuales, sino porque su ser tiene la advocación irrenunciable para el filosofar, el hombre filosofa por un impulso existencial.

 

El hombre es un ser filosofante porque es una criatura metafísica. Pero ser una criatura metafísica no significa ser enteramente trascendente, sino que el hombre es una conjunción singular entre lo trascendente y lo inmanente. Así como en ningún momento deja de ser inmanente, del mismo modo no deja de ser trascendente. Esa es su condición especial que lleva hacia la transformación de la ontología meramente natural por la ontología moral. La dimensión ética no es contrapuesta, ni está por encima ni por debajo de lo ontológico, sino que en el hombre es lo particular de su ser. Es su propio ser onto-ético el que lo convierte en criatura filosofante, porque es una condición ontológica abierta, libre, consciente y responsable al mundo.

 

El hombre sin ética no tiene humanidad, sólo conserva la forma humana pero no el contenido humano. Lo propiamente humano se identifica con lo ético y lo moral, carecer de ello es carecer de humanidad. El desalmado es un inhumano, precisamente, porque es la persona que comete acciones bárbaras, crueles, sin pena ni compasión, sin empatía alguna, pero se da cuenta de sus acciones. Tiene la conciencia moral atrofiada a tal punto que no le impide hacer el mal y es llevado a rechazar el bien. El desalmado es perverso, canalla, pérfido, inhumano y sanguinario. Por eso la inteligencia no asegura la humanidad, sino la funcionalidad social. Aquella frase heideggeriana que “un gran pensador se equivoca en grande”, no es más que el ejemplo más claro de luminosidad intelectual acompañada de oscuridad moral. Por lo cual la ontología humana se completa y realiza a través de su esencia ética, no de la esencia intelectual. Es en su esencia ética donde realiza su humanidad, donde se efectúa la peculiaridad de su ser. El hombre puede optar libremente por ser anético, transgredir su esencia ético-moral, pero no puede desprenderse de su ontos de índole ética. La dignidad de su ser es de índole ética y desde esa base se despliega todo su mundo cultural y material.

 

El ámbito de la ética es el campo de la libertad, lo que significa que su ontología depende de su libertad finita. El hombre no es una criatura ética porque es libre, sino que es un ser libre porque es esencialmente una criatura ética. Y con ello me refiero a un nivel fundamental de la ética, a saber, el ontológico humano. Si no lo fuera respondería a los condicionamientos de su ser biológico. Como no es el caso, el ser del hombre es onto-ética. Esto quiere decir que su ser está advocado a cumplirse dentro de la esfera ética. Pero tal cumplimiento de su ser onto-ético es su efectuación como ser pensante y juicioso. No obstante, su ser onto-ético tiene dos niveles, el primero responde al ethos como pathos o la advocación, y el segundo al ethos como logos o la vocación.

 

En otras palabras, el ser del hombre es un ser ambiguo, lábil, falible, porque tiene la posibilidad de incumplir el destino de la realización de su esencia advocativa, llevando la efectuación existencial de su ser hacia el abismo de su deshumanización. Su base estimativa es la más fundamental, pero a la vez la más frágil de incumplirla por depender de su libertad. Pero a pesar de la anomalía el proceso de humanización ha continuado. Lo que significa que, a pesar de las tendencias regresivas, su ser ha seguido cumpliéndose como una trascendencia en la inmanencia y una inmanencia en la trascendencia. Tal cumplimiento no garantiza nada, su salvación como especie no depende de sí mismo, porque porta en sí mismo algo que lo sobrepasa y señala lo infinito, del cual depende, en definitiva. Sin embargo, siendo el hombre una criatura tendida entre el abismo de la materia y el abismo del espíritu, experimenta un decurso histórico en el que su realización ontológica depende de su cumplimiento ético. Es por ello por lo que su avance técnico le puede brindar dominio sobre el mundo, pero no le garantiza dominio sobre sí mismo. En otras palabras, puede ser perfectamente un bárbaro tecnológico civilizado y, a la vez, decadente moral. La decadencia de las grandes civilizaciones es testimonio de ello y cuenta la tragedia de Sísifo en la odisea prometeica humana.

 

La capacidad natural para juzgar rectamente, con acierto, la llamada sindéresis es antes que un juicio intelectivo un juicio estimativo. Por eso, brota directamente de la estructura onto-ética del hombre. La sindéresis es sin duda una capacidad racional que permite ver como moralmente buena la acción que preserva nuestra existencia. Pero es una capacidad racional que tiene por base y va unida a la capacidad valorativa. Es por ello por lo que la razón cobra nuevo brillo, hondura y vuelo en la particular estructura humana. Es la base onto-ética la que permite a la razón elevarse hacia lo universal y necesario del conocimiento y de lo moral. Es esta base lo que permite a la razón trascender el orden de lo sensible y elevarse al orden de lo inteligible. Ahora se comprende por qué ningún animal es moral. Es decir, no es capaz de examinar sus motivaciones y acciones porque carece de esa capacidad racional de autoexamen que surge de la estructura onto-ética. Ónticamente el hombre es una criatura ética que lo diferencia del resto de las criaturas.

 

Ciertamente que una cosa es la capacidad valorativa y otra son los valores. La capacidad valorativa está ínsita en la estructura onto-ética humana, mientras que los valores siendo objetivos y teniendo polaridad -según la axiología de Max Scheler (Ética. El formalismo en la moral y ética material de los valores)- son actualizados por las relaciones sociales. No obstante, hay valores universales y básicos, como el amor, la amistad, la libertad, la justicia. Conocida es la concepción de John Rawls (Teoría de la justicia) de la persona como libre y desvinculada de un contexto ético particular. A esto los comunitaristas han objetado que la persona moral rawlsiana es un fantasma, incurre en un formalismo abstracto porque no hay persona que sea independiente de los valores de una comunidad determinada. Los filósofos comunitaristas como Michael Sandel, en su libro El liberalismo y los límites de la justicia, Alasdair MacIntyre (Justicia y racionalidad) y Charles Taylor (Las fuentes del yo), han dirigido sus críticas en ese sentido: los valores no son independientes de la comunidad que los crea. Por un lado, es cierto que hay valores que son propios de un contexto ético comunitario particular, pero, por otro lado, también no es menos cierto que hay valores que trascienden el origen comunitario y que son de carácter universal, estando presentes en todos los hombres. Es más, la persona en su condición óntica de libertad puede optar por valores contrarios a los de su comunidad y así puede desvincularse de su contexto ético particular. Pero en todo caso, dada la polaridad del valor, la persona libre no puede permanecer indiferente ante el valor, aun asumiendo su polaridad negativa. Cosa que acontece en la actual cultura nihilista posmoderna.

 

De modo que aceptar la existencia de valores universales e independientes del contexto ético comunitario no es incurrir en formalismo abstracto ni en interpretación deficiente de los fenómenos morales. El punto es que el nominalismo e historicismo implícito en el determinismo ético-sociológico del comunitarismo, no puede explicar satisfactoriamente el origen, naturaleza y estructura de los valores. Se podría pensar que ese no es el tema del comunitarismo, sino establecer si el valor de la justicia, la libertad personal y la igualdad social es independiente del contexto ético comunitario. Y su respuesta es que no lo es. Pero de ahí a pasar a sostener que los valores no son independientes de la comunidad que los crea, hay una enorme distancia, que nos coloca en el dilema del realismo axiológico o del subjetivismo moral.

 

Ahora bien, los animales pueden tener un sentido del bien y del mal, pero ninguno es capaz de formular principios abstractos para juzgar el bien y el mal. Los animales expresan emociones de amor, sacrificio, bondad y compasión, pero sus sentimientos de simpatía y empatía se mantienen arraigados a su biología, que los vuelve incapaces de convertirlos en norma de la conducta para su especie. De modo que lo que se observa es un comportamiento proto-moral. Partidario de esta opinión es el primatólogo, etólogo y psicólogo holandés Frans de Waal en su libro Primates y filósofos. La evolución de la moral (2006). Aunque cree que hemos heredado mucho de los primates y que existe una evolución de la moral, no atribuye a los animales pensamiento moral, sino protomoral. Reconoce que no existe entre los animales una preocupación explícita por definir un sentido del bien y del mal. Para De Waal la moral sería consecuencia de tendencias cooperativas dentro de la estrategia de supervivencia. Lo cual parece plausible, aunque no del todo satisfactorio. La neurología, por su parte, ha demostrado, que la toma de decisiones morales activa centros emocionales muy antiguos en el cerebro. Pero de ahí atribuirlos a meras conexiones neuronales existe una gran distancia. La moral podrá tener algunos fundamentos biológicos, naturales, materiales e históricos, pero su validación universal no proviene de ello.

 

No es necesario afirmar que los animales tienen moral para sentir obligaciones morales hacia ellos, como erróneamente sostiene el profesor de filosofía de la Universidad de Miami, Mark Rowlands en su libro ¿Pueden tener moral los animales? (Oxford University Press, 2012). Se puede sentir obligación moral hacia los animales llevados por el sentimiento de caridad y justicia hacia la otredad de la naturaleza, sin que necesariamente éstos sean agentes morales. Además, que ciertos mamíferos pueden elegir entre el bien y el mal tampoco los hace seres morales. Sus códigos sociales ligados a un nivel de reflexión siguen en el umbral de los instintos biológicos. Y el hecho de que haya personas que sean morales sin mediación reflexiva, no pone a la especie humana en las mismas condiciones de los animales. Pues, ni aun así su acción deja de tener un estatus moral, mientras que el animal no actúa moralmente. La acción moral no sólo implica la capacidad de pensar en lo que hacemos, sino de valorarlo como norma universal. Y esa capacidad no puede provenir de la naturaleza biológica, como piensan los empiristas y evolucionistas, sino de la naturaleza espiritual. Efectivamente, a esa naturaleza espiritual particular en el hombre la hemos llamado estructura onto-ética. De manera que nuestra moral no está asentada ni en la biología ni en el intelecto, sino en la diferente estructura ontológica que singulariza al hombre y que permite trascender lo meramente inmanente y ser lo inmanente en lo trascendente. No es que el hombre nace con una prescripción moral en la mente ni en los genes, pero sí con una predisposición hacia lo universal en el alma. Lo cual es suficiente para edificar conocimiento, ciencia y moral. O sea, el hombre nace con una estructura ontológica innata y flexible que sobrepasa los fundamentos biológicos y que permite la validación universal. Una reconstrucción evolutiva del comportamiento moral es indudablemente valiosa, pero esto no significa que todo en el ser sea una concatenación de causas y efectos, azares y contingencias.

 

Este inevitable reduccionismo temporalista y naturalista es propio de la racionalidad historicista de la ciencia, pero el saber excede a la ciencia y abre el campo a consideraciones de tipo eternalista, donde sea la razón universal de Dios la que crea un orden inteligible superior al orden sensible. La Naturaleza no es la expresión máxima ni fundamental de la realidad, al contrario, la realidad sobrepasa a la naturaleza, la cual viene a ser sólo una de sus manifestaciones. Para Hegel el ser es dialéctico, dinámico, está sujeto a la contradicción. Pero en realidad la contradicción, el devenir, no tiene por qué ser la vía regia del ser. Hegel no salta del orden temporalista y del marco histórico, y en él el problema del ser sólo conoce el cauce del devenir. Por más que Hegel afirme que Dios es esencia, anterior a todo desarrollo, siempre queda colocado en un tiempo anterior al tiempo histórico. Y esto hasta tal punto es cierto, que en Hegel Dios es la racionalidad, es el ser posible del mundo. Su ontología es una teología especulativa, donde Dios se oculta desde que aparecen los seres del mundo. Sólo así se entiende que la frase “Dios ha muerto” sea de Hegel antes que de Nietzsche. El error del hegelianismo es poner a Dios y a sus criaturas en el mismo nivel ontológico -argumento clásico del panteísmo-. Ya Aristóteles argumentaba contra Parménides que el Ser no puede ser planteado como género supremo. Dios no es esencia, es el Ser fundamental del cual participan la sustancia y la esencia de los seres finitos. Partir de una metafísica de las esencias y no de una metasica trascendental es el error del panlogismo panteísta hegeliano, donde lo existente es la absoluta enajenación de la Esencia. Por eso, en Hegel cuando aparecen los seres del mundo Dios se eclipsa. En este sentido Hegel es más tributario de la metafísica de las esencias de los griegos que de la metafísica trascendental del cristianismo. La filosofía cristiana se atiene a la crítica peripatética de Parménides.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.