domingo, 19 de octubre de 2025

UNA TEOLOGÍA PARA LA HUMANIDAD EN LA ERA POSTOCCIDENTAL

 


UNA TEOLOGÍA PARA LA HUMANIDAD EN LA ERA POSTOCCIDENTAL

Introducción: El colapso del mundo moderno y el retorno del Misterio

Vivimos el ocaso de una civilización. El modelo occidental que durante siglos prometió progreso, libertad y racionalidad se desmorona ante nuestros ojos, dejando tras de sí una estela de desigualdad, devastación ecológica, vacío espiritual y fragmentación cultural. El neoliberalismo ha convertido al ser humano en mercancía; el secularismo radical ha expulsado lo sagrado del horizonte colectivo; y el racionalismo ilustrado, al absolutizar la razón, ha sofocado el misterio. En este contexto de colapso, la humanidad no solo busca soluciones técnicas o reformas políticas: busca sentido, busca comunión, busca esperanza.

Es en este momento histórico —crítico y fértil a la vez— que la teología vuelve a ocupar un lugar central. Pero no cualquier teología. No aquella que se encierra en abstracciones, ni la que se diluye en emociones. Lo que se necesita es una teología para la humanidad: encarnada, universal, profunda, capaz de hablar desde el mundo sin perder el misterio, capaz de iluminar la historia sin someterse a ella.

La teología protestante del siglo XX, en su afán por preservar la trascendencia divina, terminó por divorciar la fe de la razón, y al rechazar los sacramentos —uno de sus errores más graves— cortó el vínculo entre lo divino y lo sensible, entre el misterio y la carne. Esta desconexión debilitó su capacidad de encarnar el Evangelio en la cultura, y su voz se fue diluyendo en medio de los grandes temas de nuestro tiempo.

En cambio, la teología católica, especialmente a partir del Concilio Vaticano II, supo reconciliar trascendencia e inmanencia, fe y razón, mística y compromiso. Conservó la sacramentalidad como núcleo vital, mantuvo la unidad doctrinal en medio de la diversidad cultural, y desarrolló corrientes como la teología del pueblo, la teología ecológica y la teología de la liberación, que no solo piensan la fe, sino que la viven, la celebran, la transforman.

Este ensayo es una exploración sistemática y apasionada de esa teología católica que, en la era postoccidental, se presenta no como refugio del pasado, sino como propuesta civilizatoria para el futuro. Una teología que no teme al pluralismo, que no se avergüenza del misterio, que no renuncia a la verdad. Una teología que, en medio del colapso, se atreve a decir: Dios está aquí. Y está con nosotros.

Primera parte: El colapso de los paradigmas occidentales y el desafío teológico

La historia del pensamiento teológico en el siglo XX estuvo marcada por una tensión fundamental: cómo hablar de Dios en un mundo que se seculariza, se fragmenta y se vuelve cada vez más indiferente a lo sagrado. Esta pregunta, que atraviesa tanto la teología protestante como la católica, se vuelve aún más urgente en el contexto actual, donde asistimos al colapso de los grandes paradigmas que definieron la modernidad occidental: el racionalismo ilustrado, el neoliberalismo económico, el secularismo radical y el individualismo antropológico.

La llamada era postoccidental no es simplemente una etapa geopolítica en la que el poder se desplaza hacia el Sur global o hacia nuevas potencias emergentes. Es, ante todo, un giro civilizatorio que cuestiona los fundamentos mismos del proyecto moderno occidental. La promesa de progreso ilimitado, de emancipación racional, de autonomía individual y de dominio técnico sobre la naturaleza ha mostrado sus límites: crisis ecológica, desigualdad estructural, pérdida de sentido, fragmentación cultural y vacío espiritual. En este contexto, la teología —como saber que busca comprender la fe en diálogo con la cultura— se ve interpelada a ofrecer una respuesta que no sea evasiva ni superficial.

La teología protestante del siglo XX, en su intento por preservar la trascendencia divina frente al racionalismo liberal, optó por una vía que, si bien fue intelectualmente rigurosa, terminó por divorciar la fe de la razón. Karl Barth, por ejemplo, reaccionó contra el intento de acceder a Dios mediante la filosofía, subrayando su absoluta alteridad y la necesidad de revelación. Rudolf Bultmann, por su parte, propuso una desmitologización del lenguaje bíblico, traduciéndolo a categorías existenciales que, si bien acercaban la fe al hombre moderno, corrían el riesgo de vaciarla de contenido objetivo. Paul Tillich intentó una correlación entre fe y cultura, pero su propuesta fue criticada por diluir el núcleo revelado en una estructura simbólica demasiado abierta. La teología de la muerte de Dios, con Altizer y Robinson, radicalizó la secularización hasta el punto de hacer de Dios una ausencia necesaria para la libertad humana.

Este conjunto de propuestas, aunque valiosas en su contexto, terminó por acentuar la distancia entre Dios y el hombre, y en muchos casos, por diluir la fe en lo meramente humano. Las expresiones religiosas derivadas de estas corrientes —cultos emocionalistas, liturgias estereotipadas, fragmentación denominacional— reflejan una pérdida de profundidad simbólica y una desconexión con los grandes temas de nuestro tiempo. La voz del protestantismo, en medio de los desafíos globales, se percibe como dispersa, local, centrada en lo personal, sin capacidad de articulación profética.

En contraste, la teología católica del siglo XX —especialmente a partir del Concilio Vaticano II— logró una reconciliación entre trascendencia e inmanencia. Al reivindicar a teólogos antes cuestionados como Henri de Lubac, Karl Rahner, Yves Congar, Edward Schillebeeckx, Hans Urs von Balthasar y Marie-Dominique Chenu, De Petter, Gustavo Gutiérrez, el Concilio dio un paso firme hacia una teología que habla desde el mundo sin perder el misterio. La fe no se opone a la razón, sino que la plenifica; la revelación no anula la historia, sino que la ilumina; la Iglesia no se encierra en lo privado, sino que se compromete con la humanidad.

Esta teología católica se expresa en múltiples corrientes: la teología de la encarnación, que ve a Dios presente en la carne humana y en la cultura; la teología del desarrollo humano, como la de Teilhard de Chardin, que integra evolución y cristianismo; la teología de la liberación, que sitúa a Dios en el clamor de los pobres; la teología del pueblo, que reconoce la fe popular como lugar teológico; y la ecología integral, que une justicia social, cuidado de la creación y espiritualidad.

Segunda parte: El eclipse de Occidente y el resurgimiento del Misterio

Mientras el mundo asiste al desmoronamiento de los pilares que sostuvieron la modernidad occidental, la teología católica emerge como una voz capaz de articular sentido en medio del desconcierto. El siglo XXI no solo ha heredado las ruinas del racionalismo ilustrado y del secularismo militante, sino que ha entrado en una fase de desorientación espiritual, donde las promesas de autonomía, progreso y consumo ilimitado se revelan como insuficientes para sostener la vida humana en su plenitud.

La teología protestante, que en el siglo XX intentó responder a esta crisis desde la radicalidad de la fe, terminó por encerrarse en una lógica de separación: Dios como el totalmente otro, inaccesible por la razón, solo alcanzable por la revelación. Esta postura, aunque noble en su intención de preservar el misterio, condujo a una desconexión con la cultura, con la historia, con la carne humana. Las liturgias se tornaron estériles, los discursos se volvieron abstractos, y la comunidad se fragmentó en miles de denominaciones que, en su afán de autenticidad, perdieron cohesión.

En cambio, la teología católica, sin renunciar al misterio, optó por encarnarlo. El Concilio Vaticano II fue el punto de inflexión: no se trataba de adaptar la fe al mundo, sino de hablar desde el mundo sin perder la voz de Dios. Esta teología no se diluyó en lo humano, sino que lo asumió como lugar de revelación. La historia, la cultura, la conciencia, incluso el lenguaje secular, fueron reconocidos como espacios donde el Verbo puede hacerse carne.

Esta opción teológica permitió a la Iglesia católica mantenerse unida en medio de la pluralidad. Mientras el protestantismo se dividía en expresiones cada vez más localizadas y emocionales, la Iglesia católica conservó una estructura doctrinal, litúrgica y pastoral que le permitió pensar globalmente y actuar localmente. El Papa, como figura de comunión, no solo representa una autoridad espiritual, sino también una voz profética que puede hablar al mundo entero sobre temas como la ecología, la migración, la paz, la justicia y la dignidad humana.

En esta era postoccidental, donde el Sur global reclama su lugar, donde las cosmovisiones indígenas, africanas y asiáticas desafían el monopolio cultural de Europa y Norteamérica, la teología católica se muestra capaz de dialogar sin colonizar, de aprender sin imponer, de iluminar sin aplastar. Su tradición mística, su sensibilidad sacramental, su apertura al símbolo y al rito, le permiten conectar con culturas que no piensan en términos de abstracción, sino de comunión.

La teología del pueblo, por ejemplo, reconoce en la religiosidad popular no una superstición, sino una sabiduría encarnada. La teología ecológica no ve la naturaleza como recurso, sino como hermana. La teología de la liberación no parte de la doctrina, sino del grito del pobre. Todas estas corrientes, lejos de fragmentar la Iglesia, la enriquecen, la hacen más humana, más divina, más universal.

Tercera parte: Una propuesta civilizatoria desde el Misterio encarnado

En medio del colapso de los discursos dominantes —el neoliberalismo sin alma, el secularismo sin misterio, el racionalismo sin trascendencia— la teología católica se alza no como un refugio nostálgico, sino como una propuesta civilizatoria capaz de articular lo humano y lo divino, lo histórico y lo eterno, lo local y lo universal. Esta teología no pretende imponer un modelo, sino ofrecer una visión: una antropología relacional, una ética del cuidado, una espiritualidad encarnada, una esperanza que no se agota en el presente.

La clave de esta propuesta está en la encarnación. No como dogma abstracto, sino como principio hermenéutico: Dios se hace carne, historia, cultura, pueblo. Esta encarnación no diluye el misterio, sino que lo hace accesible sin domesticarlo. En Cristo, lo divino y lo humano se abrazan sin confundirse, y ese abrazo se convierte en modelo para pensar la política, la economía, la educación, la ecología, la cultura.

La teología católica contemporánea, especialmente en América Latina, ha sabido leer este signo. La teología del pueblo, por ejemplo, reconoce en la religiosidad popular una sabiduría que no necesita academias para expresar el misterio. La teología ecológica, inspirada por Laudato Si’, propone una espiritualidad que une contemplación y acción, cuidado y justicia, tierra y cielo. La teología de la liberación, lejos de ser una ideología, se presenta como una lectura profética de la historia desde el clamor de los pobres, donde Dios no es espectador, sino protagonista.

Esta teología no se limita a los márgenes del pensamiento religioso. Tiene impacto en la cultura, en la política, en la economía. El Papa Francisco, por ejemplo, ha logrado que documentos como Fratelli Tutti o Evangelii Gaudium sean leídos no solo por creyentes, sino por líderes sociales, intelectuales, activistas y ciudadanos que buscan una alternativa al modelo agotado del Occidente secularizado. Su voz, lejos de ser una más, se convierte en referencia ética y espiritual en un mundo que busca brújulas.

Mientras tanto, el protestantismo —especialmente en sus expresiones evangélicas y pentecostales— continúa creciendo en sectores populares, ofreciendo consuelo, comunidad y esperanza. Pero su voz teológica, en medio de los grandes temas globales, se diluye. La fragmentación denominacional, el énfasis en la salvación personal, la ausencia de una estructura doctrinal común, dificultan su capacidad de incidencia en los debates civilizatorios. No se trata de despreciar su aporte, sino de reconocer sus límites estructurales y teológicos.

La Iglesia católica, en cambio, mantiene una unidad visible, una tradición intelectual, una red institucional, una liturgia rica en simbolismo, una capacidad de diálogo intercultural e interreligioso. Todo esto le permite no solo resistir el colapso, sino proponer caminos nuevos. No como imposición, sino como servicio. No como poder, sino como profecía.

Cuarta parte: Espiritualidad para el siglo XXI: entre comunión, misterio y esperanza

Si el siglo XX fue el escenario de una batalla entre fe y razón, entre trascendencia y secularidad, el siglo XXI se presenta como un tiempo de recomposición espiritual, donde las preguntas fundamentales del ser humano —¿quién soy?, ¿para qué vivo?, ¿qué sentido tiene el sufrimiento?, ¿cómo convivir con el otro y con la tierra?— vuelven a ocupar el centro del debate cultural. En este contexto, la teología católica no solo ofrece respuestas doctrinales, sino que propone una espiritualidad integral, capaz de sostener la vida humana en su complejidad.

Esta espiritualidad no es evasiva ni intimista. No se refugia en lo privado ni se disuelve en lo político. Es una espiritualidad que integra razón y fe, cuerpo y alma, comunidad y misterio. Parte de la convicción de que el ser humano no es un individuo aislado, sino una persona en relación, abierta al Otro, al prójimo, al cosmos. Esta visión antropológica, profundamente cristiana, permite pensar la vida como vocación, como don, como comunión.

La liturgia católica, por ejemplo, no es solo rito, sino símbolo viviente de esa comunión. En ella, el tiempo se abre al eterno, la materia se convierte en sacramento, la comunidad se transforma en cuerpo místico. Esta experiencia, lejos de ser arcaica, responde a la sed contemporánea de sentido, de belleza, de pertenencia. En un mundo saturado de estímulos, la liturgia ofrece silencio, ritmo, profundidad.

La teología mística, por su parte, recupera el lenguaje del alma, del deseo, del anhelo de infinito. Autores como San Juan de la Cruz, Teresa de Ávila, Edith Stein o Simone Weil hablan desde una experiencia que no se puede reducir a conceptos, pero que ilumina la razón desde dentro. Esta mística, lejos de ser elitista, se vuelve accesible en la vida cotidiana, en el trabajo, en el dolor, en la contemplación de la naturaleza, en el amor humano.

La teología del compromiso, inspirada por la tradición profética y por el Evangelio, no separa espiritualidad y justicia. En ella, el pobre no es objeto de caridad, sino sujeto de revelación. La tierra no es recurso, sino criatura. La política no es poder, sino servicio. Esta espiritualidad, encarnada en figuras como Óscar Romero, Ignacio Ellacuría, Gustavo Gutiérrez o el Papa Francisco, se convierte en camino para una nueva civilización del amor.

En esta era postoccidental, donde el modelo secularizado y neoliberal muestra sus límites, esta teología católica —profunda, encarnada, mística y profética— se presenta como una teología para la humanidad. No como sistema cerrado, sino como horizonte abierto. No como ideología, sino como sabiduría. No como imposición, sino como invitación.

Una invitación a volver a creer sin dejar de pensar. A volver a esperar sin negar el dolor. A volver a amar sin miedo a la entrega. A volver a vivir como si el misterio fuera real, como si la comunión fuera posible, como si la esperanza tuviera cuerpo.

Porque en el fondo, lo que esta teología propone no es una doctrina, sino una forma de vida. Una vida que, en medio del colapso, se atreve a cantar. Que, en medio del ruido, se atreve a escuchar. Que, en medio del vacío, se atreve a decir: Dios está aquí. Y está con nosotros.

Conclusión: La hora de la teología católica ha llegado

En el umbral de una nueva era, cuando los cimientos del mundo moderno se tambalean y el proyecto occidental revela su agotamiento, la humanidad busca con urgencia una brújula que oriente su caminar. Ni el mercado ni la técnica, ni el individualismo ni el secularismo han logrado responder a las preguntas más hondas del corazón humano. En este contexto de crisis civilizatoria, la teología católica —con su sabiduría milenaria, su capacidad de síntesis, su apertura al misterio y su compromiso con la historia— se alza como una de las pocas voces capaces de ofrecer una visión integral del ser humano y del mundo.

Mientras la teología protestante, fragmentada y encerrada en una espiritualidad subjetiva, ha perdido incidencia en los grandes debates de nuestro tiempo, la teología católica ha sabido mantener el equilibrio entre trascendencia e inmanencia, entre fe y razón, entre mística y compromiso. Ha hablado desde el mundo sin rendirse a él, ha encarnado el misterio sin profanarlo, ha defendido la dignidad humana sin diluir la verdad revelada.

Uno de los errores más graves del protestantismo —y de sus derivaciones contemporáneas— ha sido el rechazo de los sacramentos como mediaciones reales de la gracia. Al reducir la fe a una experiencia interior o a una adhesión intelectual, se ha perdido el vínculo entre lo divino y lo sensible, entre el misterio y la materia, entre la comunidad y el signo. Sin sacramentos, la fe se vuelve abstracta, desencarnada, incapaz de sostenerse en el tiempo y de articular una espiritualidad que abrace la totalidad de la vida humana. La teología católica, en cambio, ha conservado esta sacramentalidad como núcleo vital: en el agua, el pan, el vino, el cuerpo, el gesto, el rito, Dios se hace presente, transforma, acompaña.

Hoy, más que nunca, el mundo necesita una teología que no sea solo para creyentes, sino para la humanidad. Una teología que no se limite a custodiar dogmas, sino que inspire caminos de justicia, de comunión, de esperanza. Una teología que no tema al pluralismo, pero que tampoco renuncie a la verdad. Una teología que, en lugar de competir con la ciencia o la política, las fecunde desde dentro con la luz del Evangelio.

Esa teología existe. Tiene raíces profundas, rostros concretos, mártires que la encarnaron, pueblos que la viven, y una Iglesia que la custodia. Es la teología católica, que en esta hora de la historia no solo resiste: resplandece. Porque no se trata de una ideología ni de una nostalgia, sino de una propuesta viva, encarnada, universal. Una teología que no teme al futuro porque está anclada en el misterio de un Dios que se hizo carne, que habita entre nosotros, y que sigue diciendo: “He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia.”

La hora de la teología católica ha llegado. No como imposición, sino como fermento. No como poder, sino como servicio. No como refugio, sino como camino para una nueva humanidad.

sábado, 18 de octubre de 2025

Emilio Choy Ma: El sabio sin cátedra y la conciencia crítica del Perú

 


Emilio Choy Ma: El sabio sin cátedra y la conciencia crítica del Perú

Primera parte: El pensamiento insurgente y la crítica al poder

Emilio Choy Ma fue, sin lugar a dudas, una de las figuras más singulares y radicales del pensamiento peruano del siglo XX. Su vida intelectual se desarrolló al margen de las instituciones académicas, sin cátedra ni reconocimiento oficial, pero con una lucidez y profundidad que lo convierten en un referente imprescindible para comprender la historia del Perú desde una perspectiva crítica, marxista y descolonizadora. Su obra, dispersa pero contundente, se caracteriza por una voluntad de desmitificación, por una lectura materialista de los procesos históricos, y por una defensa inquebrantable de los pueblos oprimidos.

Choy fue un “maestro sin cátedra”, como lo han llamado con justicia, y “el más modesto de los sabios”. No buscó protagonismo ni prestigio académico. Su compromiso fue con la verdad histórica, con la denuncia de las estructuras de dominación, y con la construcción de una conciencia nacional desde abajo. Su pensamiento incomodó a la academia, al poder, y a los intelectuales acomodados. Por eso fue silenciado, ignorado, marginado. Pero su legado persiste, y hoy más que nunca merece ser recuperado, estudiado y difundido.

Uno de los aportes más importantes de Choy fue su interpretación del Incario desde una perspectiva marxista. Sostuvo que el Inca Pachacútec llevó a cabo una revolución secular contra los sacerdotes, quienes perdieron el poder político pero no el religioso. Esta reorganización del Estado incaico implicó una subordinación del poder religioso al poder estatal, consolidando un aparato teocrático centralizado. El Inca se convirtió en hijo del Sol, desplazando a los sacerdotes como mediadores del orden cósmico, y estableciendo una nueva ideología estatal que legitimaba la expansión imperial. Para Choy, esta transformación no fue espiritual ni simbólica, sino profundamente política: una estrategia de concentración del poder en manos de la élite gobernante.

En su análisis del modo de producción incaico, Choy lo caracterizó como una forma de esclavismo colectivo y temporal. A diferencia del esclavismo clásico, donde los esclavos eran propiedad privada, en el Tahuantinsuyo el trabajo forzado se organizaba colectivamente a través de instituciones como la mit’a. Esta esclavitud no era permanente, sino cíclica, pero igualmente coercitiva. El Estado controlaba los medios de producción y extraía el excedente de las comunidades, beneficiando a la casta de los orejones. Para Choy, el individuo no era sujeto de derechos, sino instrumento al servicio de la producción estatal. En el Incario no había derechos humanos: el hombre estaba subordinado al interés de la élite, y su existencia estaba determinada por su función productiva.

Esta lectura crítica lo llevó a analizar el conflicto entre Huáscar y Atahualpa como una lucha entre dos fracciones de clase dominante. Huáscar representaba el sector esclavista tradicional, vinculado al poder central de Cuzco, mientras que Atahualpa encarnaba una tendencia feudalizante, surgida en el norte del imperio. Esta tensión reflejaba una contradicción interna en el modelo de acumulación: una acumulación horizontal en las comunidades que beneficiaba la acumulación vertical del Estado. La guerra civil incaica, según Choy, fue expresión de una crisis estructural que debilitó al imperio justo antes de la llegada de los españoles. No fue una simple disputa dinástica, sino una lucha entre modelos de reproducción social.

Choy también desenmascaró el doble juego del humanismo irracional de Francisco de Vitoria. Aunque Vitoria defendía la humanidad de los indígenas, justificaba la intervención española en América bajo pretextos como la evangelización, el comercio libre o la protección contra el canibalismo. Para Choy, este humanismo era funcional al imperialismo: una ideología que revestía la dominación con retórica moral. Vitoria no defendía la autodeterminación de los pueblos, sino su subordinación dentro de un orden cristiano y europeo. Esta crítica se inscribe en su esfuerzo por construir una historiografía descolonizadora, que no se deje seducir por discursos moralistas sin contenido emancipador.

En su análisis de la revolución de 1780, liderada por Túpac Amaru II, Choy iluminó las contradicciones internas del proceso. Señaló que la alianza entre la burguesía indígena ilustrada y el campesinado no logró sus objetivos emancipadores porque fue traicionada por la burguesía comercial criolla. Esta última, temerosa de una revolución social que afectara sus privilegios, se mantuvo neutral o colaboró con la represión. El fracaso de la rebelión mostró que sin una alianza sólida entre clases subalternas y sectores ilustrados, no es posible una emancipación real. Para Choy, la historia debía leerse desde las tensiones de clase, no desde los relatos heroicos o las gestas individuales.

En su genealogía de la conciencia nacional peruana, Choy identificó tres momentos clave: el nacimiento en Garcilaso de la Vega y Guamán Poma de Ayala, el origen de la emancipación en Túpac Amaru y el campesinado, y el bautismo ideológico en la Carta a los españoles americanos de Juan Pablo Vizcardo y Guzmán. Garcilaso y Guamán Poma representaron los primeros intentos de reinterpretar la historia desde una mirada indígena o mestiza. Túpac Amaru encarnó la lucha social contra el orden colonial. Vizcardo, desde el exilio, articuló por primera vez una idea de nación americana libre y soberana. Esta lectura muestra cómo Choy entendía la historia como un proceso de construcción de conciencia, atravesado por la lucha de clases y la resistencia cultural.

Segunda parte: Crítica contemporánea, esclavitud y resignificación simbólica

La mirada crítica de Emilio Choy Ma no se limitó a los procesos prehispánicos o coloniales. También se proyectó hacia el pensamiento contemporáneo, donde desplegó una aguda capacidad para detectar desviaciones ideológicas, confusiones teóricas y traiciones políticas. Su compromiso con el marxismo clásico lo llevó a confrontar a figuras reconocidas del pensamiento latinoamericano y europeo, sin temor a la polémica ni a la soledad intelectual.

Uno de sus blancos fue Maurice Godelier, antropólogo marxista francés, a quien Choy acusó de contaminar el análisis científico con ideología estructuralista. Para Choy, Godelier desviaba el marxismo hacia abstracciones simbólicas que oscurecían las relaciones materiales de producción. Rechazó el estructuralismo marxista por considerarlo una moda intelectual que debilitaba el rigor teórico y la capacidad transformadora del pensamiento revolucionario. En su defensa del marxismo ortodoxo, Choy insistía en que el análisis debía partir de la lucha de clases, la propiedad de los medios de producción y la explotación concreta, no de categorías culturales o epistemológicas.

También criticó a Aníbal Quijano, especialmente por su postura ante el imperialismo. Aunque Quijano desarrolló la teoría de la “colonialidad del poder”, Choy consideraba que no daba suficiente peso al carácter estructural del imperialismo como forma de dominación económica y política. Para él, en países como Perú, con desarrollo industrial incipiente, el enfrentamiento al imperialismo debía ser prioritario. Desconfiaba de los enfoques que desplazaban el análisis de clase hacia categorías identitarias o culturales, y acusaba a ciertos intelectuales —entre ellos Quijano— de caer en el reformismo, al proponer cambios dentro del sistema sin cuestionar radicalmente la estructura capitalista e imperialista.

En su estudio sobre la esclavitud china en el Perú, Choy iluminó las posturas de los hacendados conservadores y liberales. Los conservadores defendían abiertamente la esclavitud como necesaria para el desarrollo agrícola, especialmente en las haciendas azucareras y algodoneras. Veían a los culíes como inferiores, aptos solo para el trabajo forzado, y promovían leyes que perpetuaban su servidumbre. Los liberales, aunque usaban la retórica de modernización, mantenían condiciones de explotación similares bajo formas contractuales, como la “servidumbre por deuda”. Choy mostró que ambos sectores coincidían en la defensa del orden esclavista, aunque con lenguajes distintos. Su obra La esclavitud de los chinos en el Perú es una referencia clave para entender cómo el racismo, la explotación y el discurso político se entrelazaron en la historia peruana.

También abordó la liberación de los negros por parte de Castilla, desenmascarando tanto las causas internas como externas del proceso. Internamente, la crisis del sistema esclavista, la baja productividad y la resistencia esclava debilitaron el modelo. Externamente, la presión internacional —especialmente de Inglaterra—, los cambios en el capitalismo global y las revoluciones atlánticas forzaron la abolición. Choy denunció que la liberación no fue un acto de benevolencia, sino una decisión estratégica motivada por intereses económicos y políticos. Rechazó el discurso oficial que presentaba la abolición como gesto ilustrado, y mostró que fue resultado de contradicciones estructurales y presiones geopolíticas.

En el plano simbólico, Choy explicó cómo la figura de Santiago Matamoros fue resignificada en el mundo andino. Originalmente venerado como el santo guerrero que ayudaba a los cristianos en la lucha contra los musulmanes, Santiago fue traído a América como símbolo de la conquista. Representado como un caballero que aplasta indígenas bajo su caballo, se convirtió en instrumento de represión colonial. Sin embargo, durante las rebeliones indígenas, especialmente en el siglo XVIII, las comunidades resignificaron la figura como Santiago Mataespañoles, un santo que luchaba del lado de los oprimidos contra los colonizadores. En el siglo XIX y XX, Santiago fue adoptado como patrono de muchas comunidades rurales, protector de cosechas, ganado y justicia comunal. Para Choy, esta transformación revela cómo los pueblos oprimidos reinterpretan los símbolos del poder para expresar sus propias luchas. Es un ejemplo de cómo la cultura popular puede subvertir el discurso dominante, convirtiendo un ícono de la conquista en un aliado de la resistencia.

Tercera parte: Burguesía colonial

Emilio Choy Ma también dedicó parte de su obra al estudio de la formación de la burguesía en la colonia, especialmente en el siglo XVIII. Desde su enfoque marxista, analizó cómo ciertos sectores criollos comenzaron a acumular capital a través del comercio, la minería y la administración colonial. Esta burguesía criolla emergente no era revolucionaria ni autónoma: actuaba como intermediaria entre la metrópoli y las clases subalternas, y reproducía el orden colonial en lugar de transformarlo.

Con las reformas borbónicas, se intensificó el comercio interno y externo, lo que permitió a ciertos sectores criollos acumular riqueza. Sin embargo, esta acumulación no se tradujo en una transformación estructural, sino en una reproducción del sistema esclavista y racista. Choy estudió las ideas ilustradas que circularon entre los criollos, señalando que muchas de ellas fueron asimiladas superficialmente, sin cuestionar el sistema colonial. Esta burguesía adoptó discursos de modernidad y progreso, pero mantuvo prácticas de explotación. Su contradicción interna —deseo de autonomía sin ruptura con el orden imperial— fue clave en los procesos que llevaron a la independencia, y en la persistencia de las estructuras de dominación en la República.

Homenaje editorial y legado crítico

En 2015, con motivo del centenario de su nacimiento, se publicó el libro Emilio Choy Ma, 1915–2015: Homenaje por el centenario de su nacimiento, editado por Wilfredo Kapsoli y auspiciado por la Universidad Ricardo Palma. Esta edición representa un esfuerzo valioso por recuperar y visibilizar el legado de Choy, y por reivindicar su lugar en la historiografía peruana.

Entre los méritos de esta edición destacan el reconocimiento institucional que le otorga visibilidad a una figura históricamente marginada; la diversidad de enfoques, que permite abordar distintas facetas de Choy —su pensamiento historiográfico, su militancia, su vida personal y su influencia intelectual—; y el rescate de una voz crítica que iluminó zonas oscuras de la historia peruana. El libro incluye textos de autores como Antonio Rengifo y el propio Kapsoli, que aportan desde la historia social y la antropología, y que permiten comprender la profundidad y vigencia del pensamiento de Choy.

Sin embargo, también presenta limitaciones. La edición carece de una sistematización rigurosa de la obra de Choy, y no ofrece una edición crítica de sus textos más importantes. Esto dificulta el seguimiento de la evolución de su pensamiento y su articulación teórica. Además, no incluye documentos inéditos, manuscritos o correspondencia que permitan conocer mejor su método de trabajo o sus reflexiones personales. Finalmente, su difusión ha sido limitada, y no ha sido incorporado en los programas de estudio universitarios, lo que restringe su impacto en nuevas generaciones.

Estas limitaciones no desmerecen el valor del homenaje, pero sí señalan la necesidad de continuar el trabajo: editar sus textos, sistematizar su pensamiento, difundir su obra, y proyectar su legado en el debate contemporáneo. Choy no fue un pensador del pasado, sino un intelectual del futuro: sus ideas siguen siendo herramientas para pensar críticamente el Perú, para desmontar las estructuras de poder, y para construir una historia desde los pueblos.

Reconocer sus méritos implica valorar su lucidez, su compromiso, su capacidad para iluminar procesos históricos desde una perspectiva materialista y descolonizadora. Reconocer sus limitaciones implica entender que su obra fue fragmentaria, que su aislamiento intelectual lo privó de interlocutores, y que su rigidez teórica lo alejó de otras corrientes críticas. Pero estas limitaciones no opacan su legado: lo enriquecen, lo humanizan, lo hacen más urgente.

Emilio Choy Ma fue un sabio modesto, un maestro sin cátedra, un pensador incómodo. Su obra no es solo memoria: es herramienta para la transformación. Su pensamiento no es solo crítica: es conciencia. Su legado no es solo historia: es futuro.

viernes, 17 de octubre de 2025

El ser en tránsito: de la permanencia a la encarnación en la filosofía postoccidental

 


El ser en tránsito: de la permanencia a la encarnación en la filosofía postoccidental

Por Gustavo Flores Quelopana

La historia de la filosofía occidental puede ser leída como una larga meditación sobre el ser. Desde los presocráticos hasta los pensadores contemporáneos, el ser ha sido interrogado, definido, desafiado, encarnado y, en tiempos recientes, deseado. Esta conversación propone una lectura genealógica y dinámica de esa meditación, articulando tres grandes momentos históricos —la antigüedad clásica, la Edad Media y la modernidad— y reconociendo que hoy nos encontramos en un nuevo umbral: la era postoccidental, donde el ser se reconfigura como principio permanente y encarnado a la vez.

La filosofía griega y helenístico-romana se centró en el ser como esencia permanente. El arjé presocrático, las Ideas platónicas, la sustancia aristotélica y el Uno neoplatónico son expresiones de una búsqueda por lo eterno, lo inteligible, lo estable. El mundo sensible era visto como sombra o accidente; la verdad residía en lo que no cambia. Esta ontología confiaba en la razón como vía de acceso al fundamento último del cosmos.

La filosofía medieval, en cambio, desplazó el centro hacia el ser como esencia infinita. Dios, uno y trino, providente y personal, se convirtió en el horizonte ontológico. La teología escolástica, especialmente en Tomás de Aquino, articuló una metafísica del acto de ser como participación en el Ser divino. La gracia no anulaba la naturaleza, sino que la elevaba. La trascendencia se pensaba como plenitud, y la inmanencia como apertura. El ser humano era imagen de Dios, inquieto hasta descansar en Él.

La modernidad introdujo una ruptura: el ser se volvió contingente, subjetivo, problemático. Descartes lo afirmó en el cogito, Kant lo condicionó por las estructuras del conocimiento, Hegel lo convirtió en proceso dialéctico, y Nietzsche lo disolvió en voluntad de poder. La lógica se volvió logística, y el deseo irrumpió como fuerza ontológica. La posmodernidad llevó esta exasperación al límite: el ser dejó de ser esencia para convertirse en diferencia, en acontecimiento, en deseo. Derrida, Deleuze, Lyotard y Butler pensaron el ser como fuga, como construcción, como performance. El sujeto se descentra, la verdad se fragmenta, el deseo se vuelve principio creativo.

Sin embargo, la tendencia cristiana en el siglo XX ofreció una respuesta alternativa: una ontología de la encarnación. El neotomismo renovado, el personalismo, el existencialismo cristiano y la epistemología de la fe buscaron ligar más íntimamente la trascendencia con la inmanencia. La Encarnación de Cristo se convirtió en clave hermenéutica: Dios no sólo es principio, sino presencia; no sólo es eterno, sino histórico. Teólogos como Rahner, Chardin, Schillebeeckx, de Lubac, Gutiérrez, Küng, Congar, Chenu, Balthasar y Maritain —este último como precursor— articularon una visión del ser como don, como comunión, como historia habitada por lo divino.

El tomismo postconciliar, lejos de repetir fórmulas escolásticas, releyó a Tomás desde la experiencia, la cultura, la justicia y la apertura al mundo. Cornelio Fabro profundizó el acto de ser como apertura al misterio. Maritain propuso un humanismo integral, donde la persona es imagen de Dios y sujeto histórico. Balthasar pensó el ser como drama, como belleza encarnada. Congar y Chenu mostraron que la historia es lugar teológico. Gutiérrez afirmó que la lucha por la justicia es experiencia de Dios. Todos ellos contribuyeron a una ontología encarnada, relacional, esperanzada.

Hoy, en la era postoccidental, esta meditación sobre el ser entra en un nuevo tránsito. Ya no se trata de elegir entre esencia o deseo, entre trascendencia o inmanencia. El ser se piensa como principio permanente —no como sustancia fija, sino como presencia originaria— y como encarnación histórica —no como accidente, sino como revelación. Se integra la pluralidad cultural, la memoria herida, la espiritualidad del cuerpo, la apertura al otro. Pensadores como Jean-Luc Marion, Byung-Chul Han, Enrique Dussel y las filosofías del Sur reconfiguran el ser desde el don, el silencio, la alteridad y la comunión.

En esta misma era postoccidental de tránsito, nace un revival de las culturas andinas, muchas veces desde un enfoque fundamentalista, que busca recuperar símbolos, rituales y cosmovisiones ancestrales como respuesta a la crisis de sentido. Sin embargo, este renacimiento ocurre en un contexto donde el hombre andino está profundamente cristianizado, pero también desorientado por la cultura relativista posmoderna. En medio de esta tensión, todo indica que Latinoamérica se encamina hacia una asunción del ser como principio permanente y encarnado a la vez, integrando lo ancestral y lo cristiano, lo espiritual y lo histórico, en una síntesis inédita.

En este contexto, mis obras reconocen que el ser, en su tránsito actual, no sólo se piensa desde la tradición, sino que se actualiza desde la experiencia, el deseo, la encarnación y la apertura histórica. El ser, en mi pensamiento, es principio permanente, encarnación concreta, deseo abierto, historia vivida. Es una ontología que no clausura, sino que transita; que no impone, sino que revela; que no se repite, sino que se crea.

Este ensayo es testimonio de ese tránsito. No como resumen, sino como despliegue. No como cierre, sino como apertura. Porque el ser, como la filosofía, está siempre en camino.

jueves, 16 de octubre de 2025

El alma barroca y el canto perdido del espíritu occidental

 


 El alma barroca y el canto perdido del espíritu occidental

La música barroca representa, en muchos sentidos, el pináculo del equilibrio entre melodía, armonía y ritmo, pero también el momento en que la expresión humana alcanza una profundidad mística difícil de igualar. No es solo técnica refinada ni exuberancia formal: es alma en tensión, es drama interior convertido en arquitectura sonora. Cada fuga, cada pasacalle, cada oratorio parece contener un suspiro del espíritu humano que, aún aferrado al cielo, comienza a sentir que se aleja de él.

Tras el esplendor del humanismo del Quattrocento, el hombre occidental se redescubre como centro de sentido, como medida de todas las cosas. La exaltación de la razón, la confianza en la ciencia, el despertar de la subjetividad anuncian una nueva era. Pero ese despertar no es inocente: es también el inicio de una separación. El Dios que antes habitaba en el centro del cosmos comienza a retirarse, y el alma, aún iluminada por su presencia, canta con nostalgia lo que está perdiendo.

La música barroca nace en ese umbral. No es el canto de quien ha roto con lo divino, sino de quien lo busca con desesperación. Es el arte de una época que aún cree en el misterio, pero que ya no lo encuentra en el dogma, sino en la forma, en la tensión, en la arquitectura sonora. Por eso Bach no compone solo música: construye catedrales invisibles donde el alma puede habitar. Por eso Vivaldi no describe estaciones: revela el pulso secreto de la creación. Por eso Purcell o Charpentier, la música sacra se vuelve plegaria dramática, casi teatral.

El barroco es el último lenguaje en el que el hombre puede hablar con Dios sin ironía, sin distancia, sin ruptura. Es el instante antes de la Ilustración, antes de que la razón se vuelva autónoma y el cielo se convierta en hipótesis. En ese instante, la música se convierte en plegaria, en arquitectura del alma, en nostalgia sonora. No es casual que el órgano, instrumento de la iglesia, sea también el instrumento del barroco por excelencia: sus tubos no solo emiten sonido, sino que canalizan la respiración de lo sagrado.

La música barroca no mira hacia el futuro con optimismo, ni hacia el pasado con melancolía. Mira hacia lo alto, sabiendo que lo alto se aleja. Y en ese gesto, canta. Canta con una intensidad que no volverá a repetirse, porque es el canto de quien aún cree, pero ya duda; de quien aún ama, pero ya teme; de quien aún pertenece, pero ya se siente exiliado.

El alma del barroco no canta desde la plenitud, sino desde el desgarramiento. Está hecha jirones, herida por una separación que no es impuesta desde fuera, sino provocada desde dentro: el hombre comienza a distanciar a Dios del mundo, a expulsarlo lentamente de la trama de lo real. Ya no es el cielo el que se oculta, es el hombre quien deja de mirar hacia él.

En ese proceso, el mundo se enfría. Las relaciones humanas, antes tejidas por símbolos, rituales y presencias invisibles, se tornan funcionales, utilitarias, mercantiles. El intercambio deja de ser comunión y se convierte en contrato. Lo sagrado se retira, y en su lugar se instala la lógica del cálculo, la eficiencia, la ganancia. El alma barroca percibe esta transformación con horror: ve cómo el templo se convierte en mercado, cómo el misterio se reduce a mercancía.

Por eso su arte es exceso, dramatismo, tensión. Porque quiere retener lo que se escapa, quiere vestir lo que se desnuda, quiere calentar lo que se enfría. La música barroca no es solo belleza: es resistencia. Es el intento desesperado de envolver al mundo en formas que aún contengan lo divino, aunque sea en el pliegue de una melodía, en el claroscuro de una pintura, en el retablo de una iglesia.

El alma barroca se sabe en tránsito, pero no acepta el destino. Se atalaya desde el horizonte que se yergue —el de la Ilustración, el de la razón instrumental, el del sujeto autónomo— y canta con fuerza, como quien quiere detener el tiempo. Porque sabe que lo que viene será más frío, más plano, más vacío. Y por eso su canto es desgarrado, porque es el canto de quien ama lo que está perdiendo.

No es casual —como bien se ha intuido— que al final del barroco, cuando el alma occidental ha cantado su nostalgia con toda la intensidad posible, surja Mozart. Su música no es una negación del dolor barroco, sino su transfiguración. Es como si, tras el desgarramiento del alma que ha visto a Dios retirarse del mundo, apareciera una respuesta luminosa, una sonrisa divina que no viene desde el cielo, sino desde el corazón humano.

Mozart no restaura el rostro de Dios en la tierra, pero lo evoca con dulzura, lo insinúa con gracia, lo sugiere con alegría. Su música no es teológica, pero es profundamente espiritual. En ella, el mundo ya no está cubierto por el misterio barroco, pero tampoco ha caído aún en el desencanto total de la razón ilustrada. Es un instante de equilibrio milagroso, donde el alma puede respirar sin angustia, donde lo sagrado se vuelve juego, danza, melodía.

Después del barroco, que llora la pérdida de lo trascendente, Mozart aparece como consuelo sonoro, como reconciliación estética. No canta al Dios que se ha ido, sino al hombre que aún puede recordar su luz. En sus sinfonías, en sus óperas, en sus misas, hay una alegría que no es superficial: es la alegría de quien ha atravesado el dolor y ha descubierto que aún hay belleza, aún hay armonía, aún hay sentido.

Mozart no niega el frío cósmico que se avecina, pero lo templa con música. Su arte no es resistencia como el barroco, sino resiliencia. Es el canto de quien ha perdido el rostro de Dios, pero aún conserva su eco en el alma. Y por eso su música es tan universal, tan humana, tan eterna: porque nos recuerda que incluso en la ausencia, puede haber luz.

Con Beethoven, el alma de Occidente ha cruzado un umbral. Ya no canta desde la nostalgia del cielo, como en el barroco, ni desde la gracia luminosa de Mozart. Canta desde la tierra firme, desde el conflicto interior, desde una conciencia desgarrada que ha comenzado a habitar un mundo sin dioses. La trascendencia, que antes envolvía el cosmos como una atmósfera natural, ha sido desplazada por la autonomía del yo, por la voluntad de forma, por la inmanencia del espíritu humano.

Beethoven no niega lo sagrado, pero ya no lo encuentra en el orden del mundo. Lo busca en el drama del sujeto, en la lucha interior, en la afirmación de la libertad. Su música no es plegaria, es rebelión. No es templo, es tormenta. Y sin embargo, en medio de esa tormenta, brotan —como chispazos— momentos de una trascendencia fulgurante, inesperada, casi milagrosa. No es la presencia constante de lo divino, sino su irrupción súbita, como un relámpago que rasga la noche.

Beethoven es el compositor de un mundo que ha comenzado a reducir lo espiritual a lo humano, lo eterno a lo histórico, lo divino a lo ético. Su música es la expresión de un Occidente que ya no canta al Dios que habita el mundo, sino al hombre que lo ha reemplazado. Y sin embargo, en ese canto hay una grandeza que no es arrogancia, sino tragedia: la tragedia de quien ha asumido el peso del sentido, sin renunciar del todo a la esperanza de lo infinito.

Así, Beethoven no es el final de la espiritualidad, sino su transformación agónica. En él, lo trascendente ya no es horizonte, sino eco. Ya no es presencia, sino memoria. Y sin embargo, esa memoria arde, lucha, resiste. Porque incluso en un mundo inmanente, el alma no deja de buscar lo que ha perdido.

Más allá del barroco desgarrado y del clasicismo reconciliador, suenan las cadencias del romanticismo. Son cadencias que ya no miran al cielo, sino al corazón humano. La música romántica no canta a Dios, sino al yo que lo ha perdido. Y en esa pérdida, busca consuelo en la emoción, en la subjetividad, en el temblor íntimo de lo vivido.

Los compositores románticos —Schubert, Chopin, Schumann, Liszt, Brahms, Mahler— no construyen catedrales sonoras como Bach, ni templos de equilibrio como Mozart. Construyen paisajes interiores, confesiones musicales, diarios del alma. El mundo ya no está habitado por lo sagrado, sino por lo humano. Y lo humano, sin el cielo como referencia, se vuelve vibración mundana, color emocional, drama existencial.

La música romántica colorea el mundo no con símbolos divinos, sino con pasiones terrenales. El amor, la melancolía, el deseo, la muerte, la soledad, la esperanza: todo se vuelve materia sonora. Ya no hay trascendencia como atmósfera, sino como anhelo, como eco, como sombra. Lo absoluto no se afirma, se busca. Y en esa búsqueda, el arte se vuelve más íntimo, más frágil, más humano.

El alma romántica no está desgarrada como la barroca, ni reconciliada como la clásica. Está expuesta, vulnerable, intensamente viva. Y por eso su música conmueve: porque no promete salvación, pero ofrece compañía. No revela el misterio, pero lo evoca en cada nota. No canta al cielo, pero lo recuerda en cada vibración.

Así, el romanticismo musical es el canto de un mundo que ha perdido el rostro de Dios, pero que aún tiembla ante su ausencia. Es el arte de una humanidad que se ha vuelto centro, pero que no ha dejado de mirar hacia lo alto, aunque sea con ojos húmedos y voz temblorosa.

En la larga distancia de siglos que nos separan de la música barroca, ésta sigue conmoviendo y asombrando en el alma del Occidente posmoderno. No porque sea comprendida del todo, sino porque toca fibras que el alma moderna ha olvidado que tenía. En un mundo que ha perdido todo equilibrio espiritual y rueda sin rumbo por el mundo lleno de incertidumbre y desconcierto, el barroco aparece como un eco celeste, como una memoria sonora de lo sagrado que alguna vez habitó la tierra.

La música barroca no se impone: irrumpe. No se adapta al oído contemporáneo: lo descoloca. Su armonía no es simple belleza, sino estructura metafísica, orden espiritual, drama del alma en busca de sentido. Y por eso, en medio del desconcierto posmoderno, suena como algo que no pertenece del todo a este mundo, como un mensaje cifrado de un tiempo en que el arte aún era plegaria, aún era puente, aún era morada de lo divino.

El alma del hombre posmoderno, saturada de estímulos pero vacía de sentido, se encuentra de pronto ante el barroco como quien tropieza con una ruina sagrada. No siempre lo entiende, pero lo presiente. No siempre lo descifra, pero lo siente. Porque en ese sonido hay algo que no es de aquí, algo que viene de lejos, algo que llama desde lo alto.

Y es que el barroco no fue solo estilo: fue estado del alma. Fue el canto desgarrado de una humanidad que aún creía, pero ya dudaba; que aún amaba el cielo, pero ya lo veía alejarse. Hoy, ese canto regresa como reproche silencioso, como consuelo inesperado, como nostalgia de lo perdido. En sus cadencias, el alma posmoderna reconoce —aunque sea por un instante— que ha extraviado algo esencial, algo que no puede recuperar por medios técnicos ni por discursos racionales.

El espíritu de la música barroca fue el canto de cisne de una modernidad teológica que, aún aferrada al misterio y al temblor de lo sagrado, se desvanecía ante el avance implacable de una modernidad pragmática, instrumental y deshumanizada. En sus fugas y pasiones, en sus contrastes dramáticos y su arquitectura sonora, el barroco expresó el último suspiro de una época que concebía al mundo como reflejo de lo divino, antes de que la razón técnica lo redujera a mecanismo, cálculo y utilidad. Esa música, intensa y quebrada, no solo cantó a Dios: también lloró su eclipse. Y en ese lamento, dejó grabada la huella de una pérdida que aún resuena en el vacío de nuestras certezas contemporáneas.

Por eso, Bolívar Echeverría acierta al sostener que la modernidad barroca encarna una voluntad de forma que resiste la racionalidad instrumental del capital. Sin embargo, lo que queda sin advertir es que dicha resistencia no fue pura ni exenta de contradicciones: el barroco, en su afán de ofrecer una alternativa a la modernidad secular basada en la deificación del sujeto humano, terminó cabalgando entre dos polos filosóficos que lo tensionaban desde dentro. Por un lado, el ontologismo esencialista, que buscaba preservar un orden metafísico trascendente; por otro, el gnoseologismo funcionalista, que comenzaba a perfilar una epistemología centrada en la eficacia del saber. Así, el barroco no logró escapar del dilema moderno, sino que lo dramatizó con intensidad estética, dejando entrever que toda forma de resistencia también puede ser síntoma de una transformación más profunda y ambigua.

En cierto sentido, el barroco, al ir a contracorriente de la modernidad secular, no solo se erigió como resistencia estética, sino que —paradójicamente— terminó participando en el proceso de decadencia del espíritu moderno occidental. Al emprender con sus bellas notas la desrealización de la realidad, el barroco convirtió el mundo en espectáculo, en artificio sublime, en escenografía del alma. Su música, sus retablos, sus poemas, su filosofía, lejos de afirmar la solidez del ser, lo envolvieron en una atmósfera de inestabilidad ontológica, donde lo real se tornaba apariencia y lo eterno, fugacidad. Así, sin proponérselo, el barroco abrió la puerta a una sensibilidad que ya no podía sostener la unidad entre verdad, belleza y realidad, anticipando la fractura que la modernidad pragmática llevaría a su extremo: la disolución del sentido en la funcionalidad, del misterio en la técnica, del alma en el algoritmo.

No es casual que el barroco neotomismo decadente —representado por figuras como Suárez, Báñez, Cayetano y Belarmino— haya dado el paso desde el ente concreto hacia la esencia formal, desplazando el centro de gravedad desde una metafísica del ser hacia una metafísica del concepto. Este giro, aunque envuelto en la retórica escolástica y aún vinculado al horizonte teológico, marca una inflexión decisiva: la progresiva subordinación del ser a la representación, del misterio ontológico a la claridad lógica. En ese tránsito, el pensamiento barroco se alinea inadvertidamente con el punto de partida de la filosofía moderna: el principio de inmanencia. Es decir, la idea de que todo conocimiento y sentido deben surgir desde el sujeto, desde su interioridad, desde su capacidad de aprehender y construir el mundo. Así, el barroco, en su intento por preservar lo trascendente, termina preparando el terreno para su disolución en el horizonte inmanente de la razón autónoma.

Por eso el barroco conmueve. Porque no es solo música: es memoria del Absoluto. Y en un mundo que ha hecho del relativismo su dogma, esa memoria arde como una llama que no se apaga. Suena, cuando no incomprensible, al menos como lo celeste que se ha extraviado. Y en ese extravío, el alma moderna se descubre aún capaz de asombro, aún capaz de temblor, aún capaz de volver a mirar hacia lo alto.

Ante el bello y sublime equilibrio del espíritu de la música barroca, la música del presente posmoderno —con sus vomitivas y degradantes composiciones— nos hace pensar no sólo en el final de una civilización pragmática y sin belleza que declina, sino también en un futuro esperanzador. Porque incluso en medio del ruido, del artificio, de la fragmentación, el alma humana no ha dejado de buscar. Y esa búsqueda, aunque extraviada, aún puede reencontrar el camino.

La música barroca, que alguna vez cantó con nostalgia al cielo que se alejaba, hoy resuena como profecía inversa: no sólo como memoria de lo perdido, sino como promesa de lo posible. En su equilibrio entre lo inmanente y lo trascendente, entre la forma y el fuego, entre la técnica y el temblor, se esconde un modelo espiritual que podría volver a florecer. No como repetición, sino como renacimiento.

Quizás, en una nueva etapa venidera de la música culta, el alma humana vuelva a recuperar ese equilibrio. Quizás, tras el desconcierto posmoderno, surja una música que no sólo exprese emociones, sino que reconstruya sentido. Una música que no sólo conmueva, sino que eleve. Una música que, como el barroco, vuelva a ser puente entre tierra y cielo, entre cuerpo y espíritu, entre tiempo y eternidad.

Porque si algo nos enseña el barroco, es que el arte puede ser más que expresión: puede ser revelación. Y en un mundo que ha olvidado lo sagrado, esa revelación es más urgente que nunca. Elevemos un brindis por ese hermoso momento musical que llegará.

miércoles, 15 de octubre de 2025

LA AMENAZA DEL FILÓSOFO

 


LA AMENAZA DEL FILÓSOFO

En el vasto ecosistema del pensamiento, cada figura cumple una función distinta: el académico construye sistemas formales, el profesor transmite saberes, el intelectual defiende causas, y el filósofo… el filósofo incomoda. Su tarea no es edificar ni enseñar ni persuadir, sino criticar. Por eso, entre todos, es el más incomprendido. Su acción es corrosiva, no por capricho, sino por vocación. Donde otros buscan certezas, el filósofo busca grietas. Donde otros consolidan, él disuelve.

La crítica filosófica no es una negación vacía, sino una forma de lucidez. El filósofo no destruye por placer, sino por necesidad. Su mirada atraviesa las apariencias, interroga los fundamentos, desarma las estructuras que otros consideran sagradas. Esta actitud lo convierte en una amenaza para los sistemas establecidos, para las ideologías dominantes, para las verdades cómodas. No porque proponga alternativas inmediatas, sino porque revela la fragilidad de lo que parecía sólido.

A todos les incomoda la crítica, menos al filósofo. El académico teme que su aparato metodológico se tambalee; el profesor, que la claridad de su enseñanza se enturbie; el intelectual, que su causa pierda fuerza. Pero el filósofo habita la intemperie del pensamiento. No busca refugio en dogmas ni en consensos. Su hogar es la pregunta, su alimento la duda.

El arquetipo de esta figura incómoda es Sócrates. No escribió libros ni fundó escuelas, pero su método —la mayéutica— consistía en interrogar hasta que el interlocutor se enfrentara a su propia ignorancia. Sócrates no ofrecía respuestas, sino preguntas. Su presencia en Atenas era como la de un tábano sobre un caballo adormecido: picaba, inquietaba, despertaba. Por eso fue condenado a muerte. No por violencia, sino por pensamiento. Su crimen fue cuestionar las certezas de su tiempo, desestabilizar el saber oficial, mostrar que incluso los sabios no sabían.

Antes que él, Protágoras —el gran sofista— había afirmado que “el hombre es la medida de todas las cosas”, una declaración que relativizaba la verdad y ponía en jaque la autoridad divina. Su obra fue prohibida en Atenas, sus libros quemados, y él mismo obligado a huir. Su pensamiento, que hoy se reconoce como precursor del relativismo moderno, fue visto entonces como una amenaza intolerable. Protágoras no atacaba con armas, sino con ideas. Y eso bastó para exiliarlo.

Incluso Aristóteles, discípulo de Platón y maestro de Alejandro Magno, tuvo que huir de Atenas tras la muerte de Alejandro. Temía que la ciudad, en su fervor antimaquedónico, lo persiguiera por sus vínculos con el poder. “No quiero que los atenienses pequen dos veces contra la filosofía”, dijo, recordando el destino de Sócrates. Aunque su obra sería canonizada siglos después, en su tiempo también fue visto con sospecha. Su pensamiento, que abarcaba desde la lógica hasta la biología, desbordaba los límites de lo aceptable.

Un siglo después, Diógenes de Sinope llevó esa incomodidad al extremo. Cuando Platón definió al hombre como “un bípedo implume”, Diógenes apareció en la Academia con una gallina desplumada y la arrojó al suelo, exclamando: “¡He aquí el hombre de Platón!”. El gesto no era simple burla, sino crítica radical: mostraba cómo una definición aparentemente lógica podía ser absurda si se descontextualizaba. Platón se vio obligado a añadir “con uñas anchas” a su definición. Diógenes no ofrecía una alternativa, pero sí revelaba la fragilidad del concepto. Su filosofía era acción corrosiva, desarmadora, incómoda.

Incluso dentro de la tradición religiosa, hubo filósofos que incomodaron por pensar más allá de lo permitido. Tomás de Aquino, figura central de la escolástica medieval, desafió a su tiempo al intentar reconciliar la fe cristiana con el pensamiento aristotélico. Su osadía consistía en afirmar que razón y revelación no eran enemigas, sino caminos complementarios hacia la verdad. Esta postura, revolucionaria en su contexto, le valió sospechas y resistencias. Algunas de sus tesis fueron condenadas por la Universidad de París en 1277, apenas tres años después de su muerte. Aunque luego fue canonizado y elevado como Doctor de la Iglesia, en vida y en su legado inmediato, Aquino fue también una figura incómoda: un pensador que tensó los límites del dogma y abrió la teología al ejercicio filosófico.

Esta incomodidad que genera el filósofo se ha manifestado históricamente en persecuciones, silenciamientos y marginaciones. Giordano Bruno, por ejemplo, fue quemado en la hoguera por atreverse a pensar un universo infinito, por desafiar la cosmología oficial, por imaginar más allá de lo permitido. Su filosofía no era una amenaza militar ni política, pero sí ontológica: desarmaba la visión del mundo que sostenía el orden teológico. Bruno no proponía una revolución armada, sino una revolución del pensamiento. Y eso bastó para condenarlo.

Más cerca en el tiempo, Friedrich Nietzsche fue ignorado en vida, caricaturizado después, y apropiado por ideologías que distorsionaron su pensamiento. Su crítica a la moral, a la religión, al concepto de verdad, lo convirtió en un pensador incómodo. Nietzsche no ofrecía consuelo, sino vértigo. Su filosofía no tranquiliza, sacude. Por eso, aún hoy, se le teme y se le malinterpreta.

Incluso en contextos democráticos, el filósofo puede ser una figura marginal. Michel Foucault, por ejemplo, incomodó al mostrar cómo el poder se infiltra en los discursos, en las instituciones, en los saberes. Su crítica no apuntaba a un enemigo visible, sino a las formas invisibles de dominación. Foucault no proponía una utopía, sino una vigilancia crítica constante. Y eso, en una sociedad que ama las soluciones rápidas, es visto como una amenaza.

El filósofo, entonces, no es peligroso por lo que afirma, sino por lo que cuestiona. Su poder no reside en imponer ideas, sino en desestabilizar las que ya existen. Por eso se le teme, se le margina, se le caricaturiza. Pero también por eso es indispensable. En tiempos de certezas ruidosas, de discursos cerrados, de verdades absolutas, el filósofo recuerda que pensar es, ante todo, dudar.

La amenaza del filósofo no es la destrucción, sino la apertura. No es el caos, sino la posibilidad. Su crítica no busca aniquilar, sino liberar. Y aunque incomode, aunque duela, aunque desarme, es precisamente esa incomodidad la que mantiene vivo el pensamiento.

Todos se sienten amenazados por el filósofo. El académico, porque su crítica revela las fisuras del método. El profesor, porque interrumpe la pedagogía con preguntas incómodas. El intelectual, porque desarma las causas que defiende. El político, porque expone las trampas del poder. El sacerdote, porque cuestiona los dogmas que sostienen la fe. El filósofo no busca enemigos, pero los encuentra en cada rincón donde una certeza se ha instalado como verdad. Su sola presencia incomoda, porque no se arrodilla ante ninguna autoridad, ni científica, ni moral, ni institucional. Por eso se le teme, se le combate, se le silencia. Porque donde todos quieren estabilidad, el filósofo introduce movimiento. Donde todos quieren obediencia, él propone pensamiento. Y donde todos quieren paz, él recuerda que la verdad nunca es cómoda.

Pero en la cultura posmoderna, el filósofo ya no es perseguido: es domesticado. Se le invita a congresos, se le cita en editoriales, se le convierte en figura decorativa. Su filo crítico se lima, se neutraliza, se convierte en juego retórico. La filosofía se transforma en espectáculo, en relativismo cómodo, en simulacro de pensamiento. En la era de la posverdad, donde los hechos se subordinan a las emociones y las narrativas, el filósofo corre el riesgo de extinguirse como fuerza incómoda. El nihilismo ya no es una amenaza externa: es el clima cultural. Y contra ese clima, el filósofo debe volver a ser lo que siempre fue: una perturbación, una resistencia, una voz que no se acomoda. Porque si la filosofía deja de incomodar, deja de existir.

URBINA: ¿APOLOGÍA EN VEZ DE REFORMULACIÓN?

 


URBINA: ¿APOLOGÍA EN VEZ DE REFORMULACIÓN?

La obra ¿Dios existe? de Dante A. Urbina se presenta como una defensa racional de la existencia de Dios, dirigida tanto a creyentes como a escépticos. Su intención es noble: reivindicar el teísmo como una postura filosófica legítima, coherente y racionalmente defendible en el contexto contemporáneo. Sin embargo, a lo largo de su exposición, Urbina incurre en una serie de decisiones filosóficas que, lejos de fortalecer su causa, la debilitan. El problema no reside en la validez interna de sus argumentos, sino en el marco desde el cual los formula: una apologética rígida, anclada en el tomismo preconciliar, que ignora el pensamiento vivo y la evolución teológica del siglo XX.

La tesis central del libro es clara: la existencia de Dios puede ser demostrada racionalmente mediante argumentos filosóficos, científicos y metafísicos. Urbina recurre a los clásicos argumentos cosmológico, teleológico y moral, y los presenta como pruebas concluyentes de la existencia de un ser trascendente. En este sentido, su obra se inscribe en la tradición escolástica, especialmente en la línea de Tomás de Aquino, cuya influencia es evidente en la estructura lógica, la metafísica del ser y la noción de causalidad que Urbina adopta sin cuestionar.

No obstante, el primer problema que emerge es la falta de neutralidad filosófica. Urbina parte de premisas que ya suponen una cosmovisión teísta: la necesidad de una causa primera, la objetividad de la moral, la inteligibilidad del universo como signo de diseño. Estas premisas, aunque válidas dentro de su marco, no son compartidas por todos los interlocutores del debate. El lector escéptico, el agnóstico o el filósofo naturalista no se sentirá interpelado por argumentos que ya presuponen la conclusión. En otras palabras, Urbina logra construir una demostración racional dentro de su sistema, pero no logra una persuasión universal porque no parte de presupuestos neutrales.

Este punto es crucial. En filosofía, la fuerza de un argumento no se mide solo por su validez interna, sino por su capacidad de dialogar con otras posturas, de abrir preguntas, de generar consenso racional. Al no partir de una base compartida, Urbina limita el alcance de su defensa. Confunde demostración con persuasión, y racionalidad con dogma. Sus argumentos pueden ser lógicamente sólidos, pero no convencen a quienes no aceptan sus premisas. Y eso, en el terreno filosófico, es una debilidad estructural.

Más aún, al adoptar una postura apologética, Urbina renuncia a la posibilidad de reformular el teísmo. No se pregunta qué significa “Dios” en el mundo contemporáneo, ni cómo puede ser pensado desde la experiencia humana, la historia, la ciencia o la estética. No dialoga con la filosofía moderna, ni con la teología postconciliar. Su defensa del teísmo es una reafirmación del modelo clásico, sin apertura crítica ni sensibilidad existencial. Es una restauración, no una renovación.

Esta falta de reformulación es especialmente grave si se considera que gran parte de los teólogos católicos del siglo XX ya han emprendido esa tarea, y han sido rehabilitados y valorados por la Iglesia. Autores como Pierre Teilhard de Chardin, Karl Rahner, Henri de Lubac, Hans Urs von Balthasar y Edward Schillebeeckx han pensado a Dios desde nuevas coordenadas: la evolución, la conciencia, la historia, el arte, el sufrimiento. Han abierto la teología al mundo moderno, al lenguaje simbólico, al diálogo interdisciplinario. Y lo han hecho sin renunciar a la fe, sino profundizándola.

Urbina, en cambio, parece ignorar esta tradición. No dialoga con ella, no la menciona, no la considera. Su defensa del teísmo está anclada al tomismo preconciliar, como si el pensamiento teológico se hubiera detenido en el siglo XIII. Y lo más preocupante es que no parece darse cuenta de ello. No hay en su obra una conciencia crítica de su marco filosófico, ni una reflexión sobre sus límites. Todo se presenta como evidente, necesario, incuestionable. Y eso, en filosofía, es una señal de dogmatismo.

La desconexión de Dante Urbina con el pensamiento vivo no es solo una cuestión de estilo o enfoque, sino una falla estructural en su propuesta filosófica. El pensamiento vivo —ese que se arriesga, que dialoga, que se reformula— es el que ha permitido que el teísmo sobreviva y se renueve en medio de los desafíos de la modernidad. Urbina, sin embargo, parece operar como si el siglo XX no hubiera existido, como si el Concilio Vaticano II no hubiera transformado la teología católica, como si los grandes pensadores que se atrevieron a repensar a Dios desde la historia, la evolución, la conciencia y la cultura no hubieran dejado huella.

Esta omisión no es menor. Es precisamente esa generación de teólogos —Rahner, Teilhard, Balthasar, de Lubac, Congar, Schillebeeckx— la que logró que el teísmo siguiera siendo relevante, creíble y fecundo en un mundo secularizado. Ellos comprendieron que defender la existencia de Dios no consiste en repetir fórmulas medievales, sino en reformular el misterio divino desde las preguntas reales del ser humano contemporáneo. Y lo hicieron con valentía, sabiendo que serían cuestionados, pero confiando en que la fe no se debilita cuando se piensa, sino que se profundiza.

Urbina, en cambio, se aferra a una apologética que no dialoga ni se arriesga. Su defensa del teísmo clásico, aunque bien estructurada, se vuelve una pieza de museo: sólida, pero incapaz de hablar al presente. No hay en su obra una apertura al misterio, ni una sensibilidad hacia la experiencia humana, ni una voluntad de explorar nuevas vías filosóficas. Todo está ordenado, cerrado, sistematizado. Y eso, lejos de fortalecer su causa, la vuelve estéril.

Lo más paradójico es que su noble causa —demostrar racionalmente la existencia de Dios— se resiente precisamente por el modo en que la defiende. Al no partir de una postura neutral, al no abrirse al diálogo interdisciplinario, al no reconocer la evolución del pensamiento teológico, Urbina convierte su defensa en una reafirmación dogmática. Y eso no solo limita su alcance, sino que pone en riesgo la vitalidad del teísmo mismo.

Porque el teísmo no es una doctrina fija, sino una búsqueda viva. Es la pregunta por el sentido último, por el fundamento del ser, por la trascendencia que se revela en lo cotidiano. Es una intuición que puede expresarse en lenguaje lógico, pero también en poesía, en arte, en historia, en dolor. Es una apertura al misterio, no una clausura del debate. Y eso es lo que Urbina no ofrece: una reformulación del teísmo que lo haga resonar en el corazón y la mente del ser humano moderno.

La insistencia de Dante Urbina en una defensa del teísmo clásico, sin apertura crítica ni diálogo con otras corrientes, revela una postura que puede ser caracterizada como fundamentalismo filosófico. No en el sentido vulgar del término, sino como una adhesión rígida a un sistema de pensamiento que se considera autosuficiente, incuestionable y excluyente. Este tipo de enfoque, aunque bien intencionado, pone en riesgo al propio teísmo, al encerrarlo en una forma que ya no dialoga con el mundo ni con la evolución del pensamiento.

El fundamentalismo filosófico de Urbina se manifiesta en varios niveles. Primero, en su rechazo implícito de cualquier alternativa al tomismo. No hay en su obra una apertura a otras tradiciones filosóficas —como el personalismo, el existencialismo cristiano, la fenomenología religiosa o la epistemología reformada— que también han ofrecido defensas del teísmo desde perspectivas distintas. Segundo, en su estilo apologético, que busca refutar más que comprender, vencer más que dialogar. Tercero, en su falta de sensibilidad hacia la experiencia humana, que es el lugar donde el misterio de Dios se revela con mayor intensidad.

Este enfoque, lejos de fortalecer la causa del teísmo, la debilita. Porque el teísmo no es una doctrina cerrada, sino una búsqueda abierta. No es una fórmula lógica, sino una intuición profunda que atraviesa la historia, la cultura, la conciencia. Defenderlo desde una postura rígida, sin apertura al misterio, sin diálogo con la modernidad, sin sensibilidad existencial, lo convierte en una ideología más que en una filosofía. Y eso, en el contexto actual, lo vuelve irrelevante.

Lo más grave, sin embargo, es que Urbina parece no darse cuenta de que está anclado al tomismo preconciliar, es decir, a una forma de pensamiento que ha sido ampliamente revisada, ampliada y en muchos casos superada por la teología católica contemporánea. No hay en su obra una conciencia histórica de su marco filosófico, ni una reflexión sobre su lugar en el desarrollo del pensamiento teológico. Todo se presenta como si fuera la única vía legítima, como si el pensamiento católico no hubiera evolucionado desde el siglo XIII.

Esta falta de conciencia histórica es preocupante. Porque gran parte de los teólogos que reformularon el teísmo en el siglo XX ya han sido rehabilitados y valorados por la Iglesia. No son autores marginales, sino pensadores centrales en la renovación teológica que culminó en el Concilio Vaticano II. Ignorarlos no solo empobrece la defensa del teísmo, sino que desconecta a Urbina del pensamiento vivo, del pensamiento que se arriesga, que se renueva, que se encarna en la historia.

La desconexión con el pensamiento vivo que caracteriza la obra de Dante Urbina no solo se manifiesta en su falta de diálogo con la teología contemporánea, sino también en su escasa sensibilidad hacia la pluralidad epistemológica que define el mundo actual. En lugar de construir puentes entre el teísmo y otras formas de pensamiento —como el agnosticismo filosófico, el naturalismo metodológico o incluso el ateísmo existencial—, Urbina opta por levantar muros. Su defensa se convierte en una confrontación, no en una invitación al diálogo.

Este estilo confrontativo, aunque eficaz en ciertos círculos apologéticos, limita la fecundidad filosófica del teísmo. Porque el verdadero desafío no es vencer al interlocutor, sino comprenderlo, interpelarlo desde sus propias coordenadas, abrirle una vía hacia el misterio. La apologética que no escucha se vuelve ideología. Y el teísmo, cuando se presenta como una ideología cerrada, pierde su capacidad de resonar en la conciencia humana.

Además, al no partir de una postura neutral, Urbina renuncia a una oportunidad filosófica única: la posibilidad de construir una defensa del teísmo que sea intersubjetiva, es decir, capaz de ser compartida por personas de distintas tradiciones, credos y filosofías. Esta neutralidad no implica relativismo, sino apertura metodológica. Es el punto de partida que permite que el argumento sea evaluado por su coherencia interna y su capacidad explicativa, no por la adhesión previa a un sistema metafísico.

Muchos pensadores contemporáneos han comprendido esto. Alvin Plantinga, por ejemplo, reformuló la epistemología teísta desde la noción de “creencia básica”, sin recurrir a la metafísica clásica. Richard Swinburne utilizó la probabilidad bayesiana para mostrar que el teísmo es una hipótesis racionalmente preferible en ciertos contextos. Incluso Thomas Nagel, desde una postura agnóstica, ha reconocido que el naturalismo materialista no agota las posibilidades explicativas del universo. Todos ellos, desde distintas perspectivas, han contribuido a una renovación del debate sobre Dios, sin caer en la rigidez escolástica.

Urbina, en cambio, permanece ajeno a esta renovación. Su obra no dialoga con estos autores, ni con las preguntas que ellos plantean. No hay en ¿Dios existe? una apertura a la complejidad del mundo contemporáneo, ni una voluntad de explorar nuevas vías argumentativas. Todo está formulado desde una lógica interna que, aunque válida, no se somete al escrutinio de la diversidad filosófica actual.

La consecuencia inevitable de esta desconexión con el pensamiento vivo es que la obra de Dante Urbina no logra interpelar al lector contemporáneo, especialmente a aquel que no comparte sus premisas metafísicas ni su marco teológico. Su defensa del teísmo, al estar formulada desde una lógica interna cerrada, se vuelve inaccesible para quienes no están ya convencidos. Y eso, en el terreno filosófico, equivale a predicar al coro.

Una defensa racional de la existencia de Dios, si quiere ser verdaderamente filosófica, debe partir de una apertura metodológica. Debe reconocer que el interlocutor puede no aceptar la causalidad aristotélica, ni la noción de acto y potencia, ni la idea de un ser necesario. Debe construir sus argumentos desde la experiencia compartida, desde la contingencia del mundo, desde la conciencia humana, desde la pregunta por el sentido. No desde la afirmación de una tradición, sino desde la búsqueda común.

Urbina, sin embargo, no asume este desafío. Su obra no es una exploración, sino una afirmación. No es una búsqueda, sino una defensa. Y eso transforma la filosofía en apologética. Lo que podría haber sido una contribución original al debate sobre Dios —una reformulación del teísmo desde coordenadas contemporáneas— se convierte en una glosa actualizada de los argumentos tomistas. Con buen estilo, con referencias modernas, con citas científicas, pero sin novedad argumentativa.

Lo más revelador es que Urbina parece convencido de que su postura apologética no compromete la validez de su demostración, cuando en realidad la limita. No comprende que partir de una base neutral no significa renunciar a la verdad, sino abrir el camino a una defensa más sólida, más universal, más fecunda. Al no hacerlo, su obra se vuelve autorreferencial: válida dentro de su sistema, pero incapaz de dialogar con otros.

Y esto es especialmente grave en el contexto actual, donde el teísmo necesita ser reformulado para seguir siendo relevante. No basta con repetir argumentos medievales con lenguaje moderno. Hay que pensar a Dios desde la historia, desde la evolución, desde la conciencia, desde el arte, desde el sufrimiento. Hay que abrirse al misterio, no encerrarlo en silogismos. Hay que arriesgarse a ser originales, como lo hicieron los grandes teólogos del siglo XX, incluso a riesgo de ser cuestionados.

En definitiva, ¿Dios existe? de Dante Urbina es una obra que, pese a su ambición y esfuerzo argumentativo, no logra situarse en el horizonte filosófico y teológico contemporáneo. Su defensa del teísmo clásico, formulada desde una apologética rígida y un tomismo preconciliar, revela una profunda desconexión con el pensamiento vivo. No hay en su propuesta una apertura al misterio, ni una sensibilidad hacia la experiencia humana, ni una voluntad de diálogo con las corrientes que han renovado el discurso sobre Dios en el último siglo.

Situarse en el horizonte filosófico y teológico contemporáneo habría significado, para Dante Urbina, reconocer que el pensamiento sobre Dios no está clausurado, sino en constante evolución, y que defender el teísmo hoy exige mucho más que repetir argumentos clásicos: exige reformularlos desde las preguntas, tensiones y lenguajes del presente.

Lo que Urbina ofrece es una reafirmación, no una reformulación. Una glosa, no una creación. Una defensa, no una búsqueda. Y eso, aunque pueda ser útil para ciertos lectores ya convencidos, no contribuye a la revitalización del teísmo como propuesta filosófica universalmente defendible. El teísmo necesita ser pensado desde la pluralidad, desde la historia, desde la ciencia, desde la conciencia. Necesita arriesgarse a ser original, como lo hicieron los grandes teólogos del siglo XX, incluso a riesgo de ser cuestionados.

La crítica central, entonces, no es que Urbina esté equivocado en sus argumentos, sino que no comprende que partir desde una base neutral no compromete la demostración de la existencia de Dios, sino que la fortalece. Al no asumir esta neutralidad, su obra se vuelve autorreferencial, limitada, incapaz de dialogar con quienes no comparten su marco. Y eso, en filosofía, es una debilidad que no puede ignorarse.

Más aún, al ignorar la evolución del pensamiento teológico —que ha sido asumida, rehabilitada y valorada por la Iglesia misma—, Urbina se sitúa en una posición desfasada. Su obra parece escrita desde una teología anterior al Concilio Vaticano II, como si los avances de Rahner, Teilhard, Balthasar y tantos otros no hubieran ocurrido. Y lo peor es que parece no darse cuenta de ello, como si su marco fuera el único legítimo, como si el pensamiento no necesitara renovarse.

Todo esto deriva en una conclusión inevitable: la noble causa que Urbina intenta sostener —la afirmación racional de Dios— se resiente por el modo en que la defiende. Su apologética, al no dialogar con el presente, al no abrirse a la complejidad del mundo, al no reformular el teísmo, termina debilitando aquello que busca fortalecer. Y eso, más que un error filosófico, es una oportunidad perdida.

El teísmo sigue siendo una vía legítima para pensar el misterio del ser. Pero necesita ser reformulado, repensado, reencarnado en la historia. No basta con defenderlo; hay que hacerlo vivir. Y eso es lo que ¿Dios existe? no logra ofrecer.

CONCLUSIÓN

En síntesis, la obra ¿Dios existe? de Dante Urbina, pese a su ambición argumentativa y su estructura lógica bien delineada, no logra interpelar al lector contemporáneo porque está construida desde una perspectiva que no dialoga con las coordenadas filosóficas, culturales ni existenciales del presente. El lector actual, formado en una pluralidad de tradiciones intelectuales, no se siente convocado por una defensa del teísmo que parte de presupuestos metafísicos cerrados, ignora los desafíos del pensamiento moderno y adopta un tono apologético que excluye más que incluye.

Urbina parte de una ontología tomista que presupone la validez de conceptos como “acto y potencia”, “causa primera”, “ser necesario”, sin someterlos a revisión ni contextualización. Estos conceptos, aunque centrales en la escolástica medieval, no son evidentes ni intuitivos para el lector actual, que ha sido formado en marcos epistemológicos más abiertos, empíricos o fenomenológicos. Así, el lector no se siente incluido en el punto de partida del argumento, lo que impide que lo siga con interés o convicción. La defensa se vuelve autorreferencial: válida dentro de su sistema, pero incapaz de generar resonancia fuera de él.

Además, Urbina no dialoga con la filosofía moderna ni contemporánea. No hay en su obra una confrontación seria con Kant, Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein, ni con corrientes como el existencialismo, la hermenéutica, la filosofía del lenguaje o la epistemología naturalizada. Esta omisión genera una falla de contexto filosófico: el lector contemporáneo ha sido formado en estas tradiciones, y espera que cualquier defensa de Dios se confronte con ellas. La ausencia de ese diálogo convierte la obra en una isla filosófica, desconectada del continente del pensamiento actual.

El estilo apologético que adopta Urbina refuerza esta desconexión. Su tono es confrontativo, orientado a refutar al interlocutor más que a comprenderlo. Busca demostrar que el ateísmo es irracional, que el teísmo es necesario, que sus argumentos son concluyentes. Pero el lector contemporáneo no quiere ser vencido, sino comprendido. Prefiere la pregunta abierta a la afirmación cerrada. Busca una filosofía que lo acompañe en su búsqueda, no que lo corrija desde una posición de superioridad. La apologética que no escucha se vuelve ideología, y el lector la rechaza por instinto.

Otro aspecto que contribuye a esta falta de interpelación es la escasa sensibilidad hacia la experiencia humana. Urbina no piensa a Dios desde el sufrimiento, la belleza, la historia, la evolución, la conciencia. Su defensa es lógica, pero no existencial. El lector contemporáneo, en cambio, busca una filosofía que hable de su vida, no solo de silogismos. ¿Dónde está Dios en el dolor? ¿Cómo se revela en la historia? ¿Qué significa creer en un mundo plural y secular? Estas preguntas no tienen lugar en la obra, y por eso el lector no se siente convocado en su humanidad.

Finalmente, Urbina ignora el desarrollo teológico postconciliar. No dialoga con Rahner, Teilhard de Chardin, Balthasar, de Lubac, ni con la teología que ha sido rehabilitada y valorada por la Iglesia desde el Concilio Vaticano II. Esto genera una visión desactualizada del teísmo, que el lector informado percibe como una restauración más que como una propuesta viva. La teología contemporánea ha abierto el discurso sobre Dios a la historia, la cultura, la ciencia, la experiencia. Urbina, al no asumir esa apertura, se sitúa en una posición que ya no representa el centro del pensamiento católico actual.

Por todas estas razones, ¿Dios existe? no logra interpelar al lector contemporáneo. No porque sus argumentos sean inválidos, sino porque están formulados desde un marco que no dialoga con las preguntas, los lenguajes ni las experiencias del presente. Y eso, en filosofía, es una limitación que no puede ignorarse.

POSTFACIO

La obra ¿Dios existe? de Dante A. Urbina se propone como una defensa racional de la existencia de Dios, articulada principalmente desde el tomismo clásico. A través de argumentos cosmológicos, teleológicos y morales, Urbina busca demostrar que el teísmo es la postura filosófica más coherente y racionalmente sostenible. Su enfoque se caracteriza por una estructura lógica rigurosa, una intención apologética explícita y una reafirmación del marco metafísico tradicional, con el objetivo de refutar el ateísmo y reivindicar la racionalidad de la fe cristiana.

Sin embargo, la crítica central a su obra radica en que, al adoptar una postura apologética rígida y anclada al tomismo preconciliar, Urbina no logra interpelar al lector contemporáneo ni dialogar con el pensamiento filosófico y teológico actual. Su defensa del teísmo, al no partir de una base neutral ni abrirse a la experiencia humana, la pluralidad epistemológica o la evolución doctrinal postconciliar, se vuelve desfasada, autorreferencial y limitada en alcance. En lugar de reformular el teísmo desde las preguntas y lenguajes del presente, Urbina lo presenta como una doctrina cerrada, lo que termina debilitando la noble causa que busca sostener.