viernes, 5 de diciembre de 2025

Infinitud secularizada moderna y estupidez humana

 


Infinitud secularizada moderna y estupidez humana

Introducción

La modernidad, al secularizar el infinito, creyó emancipar al hombre de sus ataduras metafísicas y religiosas. Lo que durante siglos había sido atributo exclusivo de la divinidad —la infinitud como misterio inabarcable, como perfección absoluta— fue trasladado al terreno de la razón, de la matemática y de la técnica. Leibniz y Newton, con el cálculo infinitesimal, iniciaron la domesticación de lo infinitamente pequeño; Cantor, con su teoría de los números transfinitos, secularizó el infinito en el ámbito matemático, aunque reservó el infinito absoluto a Dios. Este tránsito, aparentemente emancipador, abrió la puerta a una ilusión peligrosa: la idea de que todo puede crecer sin límite, que la expansión es siempre posible, que la acumulación es signo de éxito. La infinitud secularizada moderna no liberó al hombre, sino que lo encadenó a una ilusión de poder sin límites, y en esa ilusión se incubó la sombra más devastadora de su condición: la estupidez humana.

La estupidez, como mostró Paul Tabori en su Historia de la estupidez humana, no es un accidente aislado ni un defecto ocasional, sino un fenómeno persistente que atraviesa épocas y culturas. Ha costado más vidas y bienes que todas las plagas y guerras juntas, y se manifiesta tanto en la política como en la cultura, tanto en la ciencia como en la vida cotidiana. Hannah Arendt, al analizar la banalidad del mal, reveló que la estupidez ilustrada puede ser más peligrosa que la ignorancia, porque se disfraza de racionalidad y se organiza en sistemas burocráticos y técnicos. Bonhoeffer, en sus Cartas y Papeles desde la Prisión, advirtió que la estupidez es más peligrosa que la maldad, porque es impermeable a la razón. Cipolla, en Las leyes fundamentales de la estupidez humana, mostró que el estúpido es más dañino que el malvado, porque actúa sin lógica y sin beneficio propio. Todos ellos, desde distintos ángulos, describieron la devastación que produce la estupidez, aunque sin alcanzar la dimensión metafísica que aquí se sostiene: la estupidez como condición existencial inseparable de la finitud y la libertad humanas.

Hoy, en la era digital, la estupidez ilustrada ha alcanzado su apoteosis. La inteligencia artificial, las redes sociales y el Internet, lejos de emancipar la mente, la han empobrecido, convirtiendo la reflexión en consumo rápido, la deliberación en espectáculo y la verdad en mercancía viral. Nicholas Carr, en Superficiales, ha mostrado cómo la superficialidad cognitiva se instala en nuestras mentes, y James Bridle, en La nueva edad oscura, ha advertido que el exceso de información nos hunde en una opacidad creciente. Sus diagnósticos son certeros, aunque no alcancen la hondura metafísica del problema: la estupidez no es solo un síntoma cultural, sino la condición existencial inseparable de nuestra finitud y de nuestra libertad. La infinitud secularizada moderna multiplica la estupidez humana, la organiza en masas, la amplifica con la técnica y la disimula bajo la ilusión del progreso. Y mientras dure nuestra finitud, la estupidez será amenaza constante, hasta que solo la gracia divina pueda morigerar su poder y abrir un horizonte donde la finitud se supere y la estupidez deje de ser destino.

1. La secularización del infinito y la metamorfosis de la estupidez

La modernidad, en su afán de emanciparse de lo sagrado, emprendió la secularización del infinito. Aquello que durante siglos había sido atributo exclusivo de la divinidad —la infinitud como misterio inabarcable, como perfección absoluta— fue trasladado al terreno de la razón, de la matemática y de la técnica. El infinito dejó de ser símbolo de trascendencia para convertirse en herramienta de cálculo, en horizonte de progreso, en motor de acumulación.

En el siglo XVII, Leibniz y Newton crearon el cálculo infinitesimal, que permitió domesticar lo infinitamente pequeño y tratar con rigor los límites y las variaciones. Más tarde, en el siglo XIX, Georg Cantor dio un paso decisivo al desarrollar la teoría de conjuntos y los números transfinitos, secularizando el infinito en el ámbito matemático. Sin embargo, Cantor mantuvo una distinción crucial: reservó el infinito absoluto a Dios, mientras que los infinitos matemáticos podían ser objeto de la razón humana. Esta tensión entre lo absoluto y lo secularizado marca el inicio de la modernidad como época que pretende dominar lo ilimitado.

Pero este tránsito no fue inocuo. Al domesticar el infinito, la modernidad abrió la puerta a una ilusión peligrosa: la idea de que todo puede crecer sin límite, que la expansión es siempre posible, que la acumulación es signo de éxito. En ese contexto, la estupidez humana se transformó. Ya no es la ignorancia del campesino medieval ni la simple torpeza del analfabeto; es la estupidez ilustrada, la del letrado que, saturado de información, confunde cantidad con calidad, consignas con pensamiento, ruido con verdad. La secularización del infinito, al multiplicar horizontes de exceso, multiplicó también la estupidez, que se volvió asintótica: nunca se alcanza su límite, siempre se expande, siempre se reproduce.

Las redes sociales y la educación universal son los catalizadores de esta metamorfosis. La educación, al democratizar el acceso al saber, democratizó también la posibilidad de malinterpretarlo, de banalizarlo, de usarlo como ornamento vacío. Las redes sociales, al premiar lo inmediato y lo superficial, convirtieron la estupidez en espectáculo, en mercancía viral. Así, la inteligencia y la estupidez coexisten en proporciones cada vez más desmesuradas: el mismo individuo puede ser brillante en un campo y profundamente estúpido en otro, y la sociedad de masas amplifica esa coexistencia hasta volverla predominante.

La consecuencia política es devastadora: la democracia, fundada en la deliberación racional, se degrada en oclocracia, el gobierno de la multitud manipulada por consignas. Y esa oclocracia, lejos de ser poder popular, es instrumento de la plutocracia, que se disfraza de tecno-oligarquía. Los algoritmos, el big data, las plataformas digitales son los nuevos instrumentos de dominación: la masa cree decidir, pero en realidad sus emociones son moldeadas por intereses invisibles. La sociedad de masas no es la sociedad de la sensatez, sino de la estupidez organizada, y en ese vacío la plutocracia se encumbra como tecno-oligarquía que administra la ilusión democrática mientras gobierna con capital y tecnología.

El siglo XX fue la prueba más brutal de esta lógica. El siglo más ilustrado fue también el más inhumano: guerras mundiales, totalitarismos, genocidios, bombas atómicas, campos de exterminio. La inteligencia se puso al servicio de la barbarie, y la estupidez ilustrada se convirtió en fuerza histórica. Como señaló Hannah Arendt, la banalidad del mal no fue obra de ignorantes, sino de burócratas y técnicos que ejecutaban órdenes con fría racionalidad. El exceso de información, de consignas, de ideologías simplificadas convirtió a la sociedad ilustrada en una sociedad estúpida, cínica, corrupta.

2. Bonhoeffer, Cipolla y la insuficiencia de sus definiciones

Dietrich Bonhoeffer, en sus célebres Cartas y Papeles desde la Prisión (Widerstand und Ergebung, 1943‑1945), escritas durante su encarcelamiento por participar en la resistencia contra el nazismo, reflexionó con lucidez sobre la naturaleza de la estupidez. Allí sostuvo que la estupidez es un enemigo más peligroso que la maldad. El mal puede ser enfrentado porque es consciente de sí mismo, mientras que la estupidez es impermeable a la razón, inmune a la refutación y resistente a cualquier intento de diálogo. El estúpido no actúa como individuo autónomo, sino como portavoz de consignas que lo dominan. En sus palabras, al conversar con un estúpido uno no se enfrenta a una persona, sino a un conjunto de frases hechas que se han apoderado de él. Para Bonhoeffer, la estupidez es un fenómeno social y político: surge cuando las masas se dejan arrastrar por ideologías, propaganda y presión colectiva, sustituyendo la conciencia individual por la repetición mecánica de consignas.

Carlo M. Cipolla, en su ensayo Las leyes fundamentales de la estupidez humana (The Basic Laws of Human Stupidity, 1976), abordó el fenómeno desde una perspectiva histórica y económica. Allí formuló cinco leyes que definen la estupidez como un comportamiento irracional y destructivo. La primera sostiene que siempre subestimamos el número de estúpidos en circulación. La segunda afirma que la probabilidad de que alguien sea estúpido es independiente de cualquier otra característica, como educación, estatus o inteligencia. La tercera define al estúpido como aquel que causa daño a otros sin obtener beneficio propio. La cuarta advierte que los no estúpidos subestiman el poder de los estúpidos, y la quinta concluye que el estúpido es el tipo de persona más peligrosa, porque actúa sin malicia pero con consecuencias devastadoras. Para Cipolla, la estupidez es omnipresente, imprevisible y más temible que cualquier organización criminal.

Ambas definiciones son lúcidas y penetrantes, pero insuficientes. Bonhoeffer reduce la estupidez a fuerza social y política, Cipolla la reduce a comportamiento irracional y dañino. Ambas perspectivas, aunque valiosas, permanecen en el plano empírico: describen la estupidez como fenómeno observable en la convivencia humana, como error colectivo o conducta individual. Sin embargo, lo que aquí se sostiene es más radical: la estupidez no es un accidente social ni un comportamiento irracional, sino una condición existencial y metafísica inseparable de la finitud humana.

La estupidez no es un defecto de la razón, porque la razón puede funcionar perfectamente y aun así el ser humano caer en la estupidez. No es una limitación gnoseológica, porque no se trata de un problema de acceso al conocimiento o de capacidad de comprender. No es una fuerza social, aunque pueda manifestarse colectivamente. No es una limitación de la convivencia, aunque se exprese en ella. La estupidez es la sombra inevitable de la finitud: el hombre, al ser finito, está condenado a la parcialidad, al error, a la incompletud. Cada intento de alcanzar lo infinito tropieza con la incapacidad de hacerlo plenamente, y de ese desfase surge la estupidez.

La libertad agrava esta condición. La libertad nos eleva como seres racionales, pero también nos expone a elegir mal, a confundir lo aparente con lo verdadero, lo trivial con lo esencial. La estupidez es la amenaza inherente de la libertad: inseparable de la posibilidad de decidir, inseparable de la condición humana. La misma libertad que nos dignifica es la que nos hunde en la estupidez cuando elegimos mal, cuando nos dejamos arrastrar por consignas, cuando confundimos la apariencia con la verdad.

Por eso, la estupidez no puede ser reducida a fenómeno social ni a conducta irracional. Es una condición existencial y metafísica: inseparable de nuestra finitud y de nuestra libertad. Mientras Bonhoeffer y Cipolla describen la estupidez en términos prácticos, aquí se la entiende como estructura ontológica de la existencia humana. La estupidez no es accidente ni error, sino destino: el precio inevitable de ser finitos y libres.

3. La estupidez como condición metafísica y la gracia como única morigeración

La estupidez, tal como se ha venido delineando, no puede ser reducida a un defecto de la razón, ni a una limitación gnoseológica, ni a una fuerza social, ni a una restricción de la convivencia. Todas esas aproximaciones —aunque útiles en el plano descriptivo— se quedan cortas frente a la hondura del fenómeno. La estupidez es, en su raíz, una condición existencial y metafísica inseparable de la finitud humana. Es la sombra inevitable que acompaña al hombre en su tránsito por el mundo, el precio de ser finito y libre.

El ser humano, marcado por la finitud, está condenado a la parcialidad, al error, a la incompletud. Cada intento de alcanzar lo infinito tropieza con la incapacidad de hacerlo plenamente, y de ese desfase surge la estupidez. No se trata de ignorancia, porque incluso el más ilustrado puede ser estúpido; no se trata de falta de razón, porque la razón puede operar con rigor y aun así desembocar en estupidez; no se trata de mera conducta irracional, porque la estupidez puede ser sistemática, organizada, incluso tecnificada. Es, más bien, el reflejo ontológico de nuestra condición finita: al aspirar a lo ilimitado, al pretender trascender nuestros límites, generamos formas cada vez más sofisticadas de estupidez.

La libertad intensifica esta condición. La libertad nos dignifica como seres racionales, pero también nos expone a elegir mal, a confundir lo aparente con lo verdadero, lo trivial con lo esencial. La estupidez es la amenaza inherente de la libertad: inseparable de la posibilidad de decidir, inseparable de la condición humana. La misma libertad que nos eleva es la que nos hunde en la estupidez cuando elegimos mal, cuando nos dejamos arrastrar por consignas, cuando confundimos la apariencia con la verdad. La estupidez no es, pues, un accidente que pueda evitarse, sino un destino que acompaña a la libertad misma.

El siglo XX mostró con crudeza esta lógica. Fue el siglo más ilustrado y, al mismo tiempo, el más inhumano. Las guerras mundiales, los totalitarismos, los genocidios, las bombas atómicas, los campos de exterminio: todos ellos fueron manifestaciones de una inteligencia puesta al servicio de la barbarie. La estupidez ilustrada se convirtió en fuerza histórica, y la banalidad del mal —como señaló Hannah Arendt en Eichmann en Jerusalén— no fue obra de ignorantes, sino de burócratas y técnicos que ejecutaban órdenes con fría racionalidad. La educación universal y la acumulación de información no abolieron la estupidez, sino que la multiplicaron. La sociedad ilustrada se volvió más estúpida, más cínica, más corrupta, porque confundió consignas con pensamiento y ruido con verdad.

En este contexto, la pregunta decisiva es: ¿puede el hombre liberarse de la estupidez? La respuesta, desde la perspectiva aquí defendida, es negativa. Ningún sistema educativo, político o científico puede abolir la estupidez, porque está inscrita en la finitud y en la libertad. La razón no basta, la ética no basta, la política no basta. La estupidez es inseparable de la condición humana mientras dure nuestra existencia finita.

Solo la gracia divina puede morigerar la estupidez. La gracia no elimina la finitud, pero la redime; no borra la estupidez, pero la relativiza al abrirnos a un horizonte más allá de nosotros mismos. La fe ofrece una salida, no en el sentido de abolir la estupidez en esta vida, sino de abrir la esperanza de una vida después de esta vida, donde la finitud se supera y la estupidez deja de ser amenaza. La gracia es la única fuerza capaz de eximirnos en parte de la estupidez, porque no depende de nuestro esfuerzo ni de nuestra razón, sino de un don que trasciende la condición humana.

La estupidez, por tanto, no es un error corregible, sino una condición estructural de la existencia. Es la sombra inevitable de la finitud y la libertad. Mientras vivamos en este mundo, la estupidez será amenaza constante, inseparable de nuestra condición. La gracia divina es la única luz que puede atravesar esa sombra, la única fuerza que puede morigerar su poder. Sin la gracia, la estupidez es destino; con la gracia, la estupidez se convierte en condición relativizada, en sombra que ya no domina, en amenaza que ya no destruye.


4. La inteligencia artificial, las redes sociales y el Internet como catalizadores de la estupidez ilustrada

La irrupción de la inteligencia artificial en la vida cotidiana, lejos de ser únicamente un instrumento de emancipación cognitiva, se ha convertido en un factor de empobrecimiento intelectual. Al delegar tareas de razonamiento, memoria y análisis en sistemas automatizados, el ser humano corre el riesgo de atrofiar sus propias capacidades críticas. La IA, al ofrecer respuestas inmediatas y simplificadas, fomenta la dependencia y la pasividad, debilitando el ejercicio de la reflexión autónoma. En lugar de expandir la inteligencia, la sustituye por comodidad; en lugar de estimular el pensamiento, lo anestesia. Así, la estupidez ilustrada se multiplica: individuos con acceso a herramientas poderosas que, sin embargo, pierden la capacidad de discernir por sí mismos.

Las redes sociales intensifican este proceso al convertir la comunicación en espectáculo y la opinión en mercancía. La lógica algorítmica premia lo superficial, lo emocional y lo inmediato, relegando la argumentación y la profundidad. El pensamiento se reduce a consignas, a frases breves diseñadas para captar atención, y la deliberación se sustituye por la viralidad. La masa ilustrada, en lugar de dialogar, se polariza; en lugar de pensar, reacciona. La estupidez se organiza en comunidades digitales que refuerzan prejuicios y cancelan la crítica. La inteligencia se empobrece porque se mide por la capacidad de repetir consignas y acumular seguidores, no por la búsqueda de verdad.

El Internet, como espacio global de información ilimitada, ha exacerbado la paradoja de la modernidad: cuanto más acceso tenemos al conocimiento, más se multiplica la estupidez. La abundancia de datos no garantiza comprensión, sino que genera saturación y confusión. La verdad se diluye en un océano de opiniones, rumores y falsedades, y la capacidad crítica se ve desbordada por el exceso. El hombre ilustrado, en lugar de ser más sabio, se vuelve más vulnerable a la manipulación, porque confunde cantidad con calidad y velocidad con profundidad. El Internet, al secularizar el infinito del saber, ha convertido la estupidez en fenómeno global: una estupidez ilustrada, tecnificada y amplificada, que empobrece la inteligencia y amenaza la libertad.

Nicholas Carr, en su obra Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (2010), advierte que la sobreexposición a la red transforma la manera en que pensamos y leemos. La lectura profunda, la concentración sostenida y la reflexión crítica se ven reemplazadas por una atención fragmentada, dispersa y superficial. Carr describe cómo el hábito de navegar entre hipervínculos, notificaciones y estímulos constantes nos convierte en lectores impacientes, incapaces de sostener un hilo argumental prolongado. El resultado es un empobrecimiento de la inteligencia: la mente se adapta a la velocidad y la fragmentación, pero pierde la capacidad de contemplación y análisis. En este sentido, Internet no solo multiplica la información, sino que multiplica también la estupidez ilustrada, porque sustituye la profundidad por la inmediatez y la reflexión por el consumo rápido de datos.

James Bridle, en La nueva edad oscura (New Dark Age, 2018), lleva esta crítica a un plano más amplio y radical. Para él, la acumulación masiva de información y el dominio de los sistemas algorítmicos no nos conducen a mayor claridad, sino a una opacidad creciente. La promesa de transparencia digital se convierte en un espejismo: cuanto más datos tenemos, más difícil resulta comprenderlos, y cuanto más dependemos de algoritmos, más nos alejamos de la inteligibilidad. Bridle sostiene que vivimos en una nueva edad oscura, no por falta de información, sino por exceso de ella, organizada de manera incomprensible para la mente humana. La estupidez ilustrada se convierte así en un fenómeno estructural: individuos saturados de saberes fragmentados, incapaces de discernir lo verdadero de lo falso, lo esencial de lo trivial. La modernidad digital, en lugar de emanciparnos, nos hunde en una oscuridad cognitiva donde la estupidez se multiplica bajo la apariencia de conocimiento.

Las observaciones de Nicholas Carr en Superficiales y de James Bridle en La nueva edad oscura poseen un valor incuestionable en el diagnóstico contemporáneo de la crisis intelectual. Ambos autores, desde ángulos distintos, advierten cómo la sobreexposición digital y la saturación informativa empobrecen la inteligencia y multiplican la estupidez ilustrada. Aunque ninguno de ellos repara en la dimensión metafísica del problema —la estupidez como condición inseparable de la finitud y la libertad humanas— sus análisis son valiosos porque describen con precisión los síntomas visibles de esa condición en la era tecnológica. Carr muestra cómo la superficialidad cognitiva se instala en la mente moderna, y Bridle revela cómo el exceso de datos conduce a una nueva oscuridad. Sus aportes, aun sin trascender al plano ontológico, iluminan el modo en que la estupidez se manifiesta y se amplifica en la sociedad digital, ofreciendo un testimonio indispensable para comprender la magnitud del fenómeno.

Conclusión

La estupidez humana, lejos de ser un accidente corregible o una mera deficiencia de la razón, se revela como la condición existencial y metafísica inseparable de nuestra finitud y de nuestra libertad. Es la sombra que acompaña cada intento de trascender nuestros límites, el precio inevitable de aspirar a lo infinito desde la precariedad de lo finito. La modernidad, al secularizar el infinito y convertirlo en cálculo, progreso y acumulación, no hizo más que multiplicar esa sombra, transformando la estupidez en fenómeno ilustrado, tecnificado y global. La inteligencia artificial, las redes sociales y el Internet, lejos de emanciparnos, han exacerbado la superficialidad, la saturación y la opacidad, convirtiendo la estupidez en espectáculo y en mercancía viral. Carr y Bridle lo han diagnosticado con precisión: vivimos en una era donde la abundancia de información empobrece la inteligencia y nos hunde en una nueva oscuridad cognitiva.

La historia del siglo XX, con sus guerras, genocidios y barbaries tecnificadas, mostró que la inteligencia puede ponerse al servicio de la destrucción y que la sociedad ilustrada puede ser más estúpida que nunca. Bonhoeffer y Cipolla, cada uno desde su ángulo, advirtieron la peligrosidad de la estupidez como fuerza social y como comportamiento irracional. Pero su mirada, aunque lúcida, no alcanza la hondura del problema: la estupidez no es solo fenómeno observable, sino destino ontológico. Es la amenaza constante que brota de nuestra libertad, la posibilidad siempre abierta de elegir mal, de confundir lo aparente con lo verdadero, lo trivial con lo esencial.

Por eso, la conclusión es feroz y terrible: la estupidez es inseparable de la condición humana, y mientras dure nuestra finitud será amenaza constante, multiplicada por la técnica, amplificada por la masa, organizada por la plutocracia y disimulada por la tecno-oligarquía. Ningún sistema político, educativo o científico puede abolirla. La razón no basta, la ética no basta, la política no basta. Solo la gracia divina puede morigerar su poder, porque abre un horizonte más allá de nosotros mismos, donde la finitud se supera y la estupidez deja de ser destino. Sin la gracia, la estupidez es condena; con la gracia, la estupidez se convierte en sombra relativizada, en amenaza que ya no destruye.

La humanidad, atrapada en la paradoja de su libertad y su finitud, está condenada a convivir con la estupidez como su enemigo más íntimo y más devastador. Y mientras no se reconozca esta verdad terrible, seguiremos construyendo sociedades ilustradas que, bajo la apariencia de progreso, se hunden en la estupidez organizada, hasta que solo la gracia pueda salvarnos de nosotros mismos.

Bibliografía

  • Arendt, Hannah. Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. Barcelona: Lumen, 1999.

  • Bonhoeffer, Dietrich. Cartas y papeles desde la prisión. Madrid: Trotta, 2001.

  • Bridle, James. La nueva edad oscura: La tecnología y el fin del futuro. Barcelona: Paidós, 2019.

  • Cantor, Georg. Contribuciones a la teoría de conjuntos. Madrid: Alianza Editorial, 1986.

  • Carr, Nicholas. Superficiales: ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? Madrid: Taurus, 2011.

  • Cipolla, Carlo M. Las leyes fundamentales de la estupidez humana. Barcelona: Crítica, 2019.

  • Flores Quelopana, Gustavo. Crítica de la razón estúpida. Lima: IIPCIAL, 2017.

  • Leibniz, Gottfried Wilhelm. Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano. Madrid: Alianza Editorial, 2005.

  • Newton, Isaac. Principios matemáticos de la filosofía natural. Madrid: Alianza Editorial, 2011.

  • Tabori, Paul. Historia de la estupidez humana. Barcelona: Ediciones Martínez Roca, 1971.

jueves, 4 de diciembre de 2025

ANTROPOCENO, SECULARIZACIÓN DEL INFINITO Y PROMETEÍSMO GLOBÓCRATA

 


ANTROPOCENO, SECULARIZACIÓN DEL INFINITO Y PROMETEÍSMO GLOBÓCRATA

Introducción

El mundo que habitamos ya no es el mismo que heredamos. La modernidad, al secularizar la idea de infinito, despojó a lo trascendente de su misterio y lo redujo a lo inmanente: progreso ilimitado, expansión sin freno, dominio técnico y económico. De esa mutilación nació el Antropoceno, la era en que la humanidad se convirtió en fuerza geológica, capaz de alterar la biosfera y reconfigurar la relación ontológica con la Tierra. Pero este poder no está distribuido: se concentra en manos de una tecno-oligarquía que, en su delirio prometeico, sueña con ser dioses menores, demiurgos corporativos que administran la vida y la muerte.

El relato único que imponen busca sofocar la pluralidad, manipular la opinión pública y moldear la cultura. Gates, Musk, Bezos, Bin Salman, Page, Brin, Soros, Murdoch y Zuckerberg son los nombres visibles de una élite globócrata que encarna la secularización del infinito y el prometeísmo moderno. Pobres infelices que confunden control con sentido, poder con plenitud, técnica con trascendencia. Su proyecto es transhumanista: vencer la muerte, revertir el envejecimiento, manipular el genoma, crear superhumanos, instaurar ministerios de la verdad, virtualizar el mundo y administrar el capital planetario.

Estamos ante el hiperimperialismo, fase superior del imperialismo clásico, donde las corporaciones privadas ejercen soberanía propia y gobiernan como poderes autónomos. Este hiperimperialismo es la expresión política-cultural de la globocracia, el rostro final de la secularización moderna del infinito. No necesita ejércitos ni banderas: su fuerza es el algoritmo, la biotecnología, la virtualización y la manipulación cultural. Es el imperialismo del relato único, el imperialismo de la técnica, el imperialismo de la miseria espiritual disfrazada de poder absoluto.

Este ensayo es un llamado a la insurrección filosófica: a desenmascarar el prometeísmo globócrata, a denunciar la secularización mutilada del infinito, a resistir el hiperimperialismo corporativo que pretende administrar la humanidad como si fuera un recurso más. Porque la verdadera grandeza no está en dominar la Tierra ni en manipular la vida, sino en desafiar la miseria espiritual de una élite que se cree dioses, pero no son más que sombras de poder.

1. Antropoceno y secularización del Infinito

La modernidad secularizó la idea de infinito, reduciéndola a lo inmanente. Lo que antes era atributo de lo divino, lo absoluto y lo trascendente, se convirtió en motor del progreso, de la razón y de la expansión ilimitada de la técnica y la economía. Este desplazamiento ontológico abrió paso a una visión del mundo en la que el hombre se concibe como capaz de dominar y transformar la totalidad de lo real. El infinito dejó de ser misterio y se transformó en proyecto, en horizonte de crecimiento sin fin.

De esa secularización nació el Antropoceno, la era en la que la humanidad se convierte en fuerza geológica. La Revolución Industrial, la aceleración tecnológica y la expansión económica global multiplicaron la capacidad de intervención humana sobre la Tierra, alterando ciclos biogeoquímicos, climas y ecosistemas. La acción humana dejó de ser un fenómeno meramente social o histórico para convertirse en potencia capaz de modificar la biosfera entera. El hombre, en su afán prometeico, ya no actúa sólo sobre lo cultural, sino sobre lo geológico, borrando la frontera entre historia natural e historia humana.

El Antropoceno es, en este sentido, la traducción material de la secularización del infinito. El deseo de expansión ilimitada, antes orientado hacia lo trascendente, se volcó hacia lo inmanente. El resultado es un mundo donde la técnica y la economía buscan crecer sin límite, pero ese crecimiento impacta directamente en la finitud de la Tierra. El infinito secularizado se topa con la paradoja de los límites planetarios.

En la cabeza de este prometeísmo moderno se encuentra la tecno-oligarquía actual. Figuras como Gates, Musk, Bezos, Bin Salman, Page, Brin, Soros, Murdoch y Zuckerberg encarnan el núcleo de un prometeísmo corporativo. No son simples empresarios: concentran poder económico, político y cultural, y controlan plataformas que median la vida cotidiana de millones de personas. Ellos son los nuevos portadores del fuego, administradores del infinito secularizado, demiurgos que sueñan con rediseñar la humanidad y el planeta. Comandan la orgía del nihilismo estructural.

El poder globócrata busca anular el pensamiento crítico para sacar adelante el transhumanismo y sus sueños de dominar el mundo con la tecnología. Su horizonte es vencer la muerte, lograr la inmortalidad con la biotecnología, disminuir la población mundial, generar pandemias, instaurar un ministerio de la verdad, recrear el mundo real por un mundo virtual, manipular el genoma humano, acabar con las enfermedades, crear superhumanos en las élites, administrar los capitales del mundo a través de corporaciones como BlackRock, revertir el envejecimiento, incentivar la eugenesia, promover el aborto y desplegar agendas culturales LGTB que buscan moldear identidades y subjetividades.

Este poder globócrata es la culminación del prometeísmo moderno: un proyecto que pretende dominar la vida, la muerte y la cultura, imponiendo un relato único y anulando la diversidad de pensamiento. La tecno-oligarquía encarna la secularización del infinito, transformando lo que antes era trascendente en un instrumento de control global. El hombre se concibe como “diocesillo terrestre”, pero su grandeza aparente se revela como pobreza existencial: son, en realidad, pobres infelices, atrapados en su propio mito de poder, confundiendo el dominio técnico con plenitud ontológica.

El Antropoceno muestra la paradoja de este prometeísmo globócrata: el infinito secularizado, administrado por élites, se convierte en instrumento de dominación y control, pero nunca alcanza lo trascendente. La humanidad queda encadenada a un proyecto oligárquico que sueña con ser dios, pero que arrastra al planeta hacia una ontología de dependencia y sometimiento. El mito prometeico, corporativizado y globócrata, revela así su rostro trágico: el intento de vencer la muerte y dominar la vida se convierte en la evidencia de una miseria espiritual disfrazada de poder absoluto.

2. Prometeísmo globócrata y tecno-oligarquía

El poder globócrata no se conforma con dominar la economía ni con administrar los flujos financieros del planeta. Su ambición es más radical: busca controlar el relato único y la cultura, manipular la opinión pública y moldear las subjetividades para que la humanidad entera se pliegue a su proyecto prometeico. La tecno-oligarquía se presenta como demiurgo, pero en realidad es una maquinaria de control que anula el pensamiento crítico y sustituye la pluralidad por una narrativa uniforme, diseñada para legitimar su poder.

La secularización del infinito, que en la modernidad se tradujo en progreso ilimitado, se corporativiza en manos de esta élite. El infinito ya no es misterio ni trascendencia, sino cálculo, algoritmo y biotecnología. El hombre, reducido a “diosecillo terrestre”, se cree capaz de vencer la muerte, revertir el envejecimiento, manipular el genoma humano, erradicar enfermedades y crear superhumanos en las élites. Pero este sueño prometeico no es emancipador: es oligárquico, excluyente y profundamente desigual. El Antropoceno revela la paradoja: la humanidad se convierte en fuerza geológica, pero esa fuerza está dirigida por unos pocos. Gates, Musk, Bezos, Bin Salman, Page, Brin, Soros, Murdoch y Zuckerberg son los nombres visibles de un poder que se arroga la capacidad de decidir el destino del planeta. Ellos sueñan con transhumanismo, con mundos virtuales que sustituyan lo real, con ministerios de la verdad que administren la información, con pandemias que reconfiguren la demografía, con agendas culturales que disciplinen identidades y cuerpos. Su poder globócrata es la encarnación de la secularización del infinito y del prometeísmo moderno.

Son, sin embargo, pobres infelices. Porque su grandeza aparente se revela como miseria espiritual. Creen dominar la vida y la muerte, pero en realidad están atrapados en un mito vacío, en una ilusión de poder que nunca alcanza lo trascendente. El infinito que administran es un infinito mutilado, reducido a técnica y cálculo, incapaz de abrirse a la plenitud. Su prometeísmo es trágico: sueñan con ser dioses, pero sólo logran ser caricaturas de divinidad, demiurgos corporativos que confunden control con sentido. El Antropoceno, la secularización del infinito y el prometeísmo globócrata forman así una tríada que define nuestra época. La humanidad, convertida en fuerza geológica, se ve sometida a un poder oligárquico que administra la técnica como instrumento de dominación. El infinito secularizado se convierte en relato único, en cultura manipulada, en biotecnología dirigida por élites. El prometeísmo moderno se revela como globócrata, como proyecto de control total, como intento de vencer la muerte y dominar la vida.

Pero la verdad es que este poder, por más que se presente como absoluto, es frágil. Porque ningún relato único puede sofocar indefinidamente la pluralidad humana. Ninguna tecno-oligarquía puede abolir la finitud de la Tierra. Ningún prometeísmo corporativo puede alcanzar lo trascendente. El infinito secularizado, atrapado en manos de pobres infelices, se convierte en evidencia de la miseria espiritual de una élite que confunde dominación con plenitud.

3. Manifiesto contra el poder globócrata

El poder globócrata, en su afán prometeico, pretende erigirse como dueño de la vida y de la muerte, como administrador del infinito secularizado. Sueña con vencer la mortalidad, con manipular la genética, con rediseñar la humanidad, con instaurar un relato único que anule toda disidencia. Pero este sueño no es emancipador: es un proyecto de dominación que reduce la pluralidad humana a obediencia y sometimiento.

La tecno-oligarquía, encarnada en nombres visibles se presenta como demiurgo, pero en realidad es caricatura de divinidad. Confunden control con sentido, poder con plenitud, técnica con trascendencia. Su prometeísmo moderno es trágico porque sólo logra producir un infinito mutilado, reducido a cálculo, algoritmo y capital. El Antropoceno revela la paradoja: la humanidad se convierte en fuerza geológica, pero esa fuerza está dirigida por unos pocos que administran la técnica como instrumento de control global. La secularización del infinito, que en la modernidad abrió horizontes de progreso, se ha convertido en herramienta oligárquica para imponer un relato único, manipular la cultura, moldear la opinión pública y disciplinar cuerpos e identidades. Pero ningún relato único puede sofocar indefinidamente la pluralidad humana. Ninguna tecno-oligarquía puede abolir la finitud de la Tierra. Ningún prometeísmo corporativo puede alcanzar lo trascendente. El poder globócrata es frágil, porque está atrapado en su propia miseria espiritual. Su grandeza aparente se revela como vacío, como incapacidad de abrirse a lo que excede la técnica y el cálculo.

El Antropoceno, la secularización del infinito y el prometeísmo globócrata forman la tríada de nuestra época. Pero la pluralidad, la finitud y la trascendencia se rebelan contra el relato único. El mito prometeico corporativizado muestra su rostro trágico: el intento de dominar la vida y la muerte se convierte en la prueba de una miseria espiritual disfrazada de poder absoluto. Este ensayo es un llamado a la resistencia filosófica: a desenmascarar el prometeísmo globócrata, a denunciar la secularización mutilada del infinito, a recuperar la pluralidad frente al relato único. Porque la verdadera grandeza humana no está en dominar la Tierra ni en manipular la vida, sino en reconocer la finitud, en abrirse a lo trascendente, en desafiar la miseria espiritual de una élite que se cree dioses pero no son más que sombras de poder.

Conclusión

El Antropoceno, la secularización del infinito y el prometeísmo globócrata desembocan en una forma inédita de dominación: el hiperimperialismo. No se trata ya del viejo imperialismo de los Estados-nación que expandían sus fronteras mediante ejércitos y colonias, sino de un imperialismo corporativo, privado, que ejerce soberanía propia más allá de las instituciones políticas tradicionales. Las grandes corporaciones tecnológicas y financieras se erigen como poderes autónomos, capaces de dictar normas, controlar poblaciones, administrar capitales y moldear culturas.

Este hiperimperialismo es la fase superior del imperialismo moderno porque no necesita banderas ni ejércitos: su fuerza es la técnica, el algoritmo, la biotecnología, la virtualización del mundo y la manipulación de la opinión pública. Es la expresión política-cultural de la globocracia, el gobierno planetario de élites que encarnan la secularización del infinito. Lo que antes era trascendente se ha convertido en poder corporativo que sueña con vencer la muerte, crear superhumanos, revertir el envejecimiento y administrar la vida misma.

El prometeísmo globócrata, corporativizado en este hiperimperialismo, pretende dominar no sólo la Tierra como biosfera, sino también la humanidad como especie. Busca imponer un relato único, anular el pensamiento crítico y sustituir la pluralidad por obediencia. Pero en su ambición ilimitada revela su miseria espiritual: son pobres infelices que confunden control con sentido, poder con plenitud, técnica con trascendencia.

El hiperimperialismo es, en última instancia, la consumación de la secularización mutilada del infinito: un proyecto que reduce lo absoluto a cálculo, lo trascendente a capital, lo humano a objeto de manipulación. Es el rostro político-cultural de la globocracia, la evidencia de que la modernidad, al secularizar el infinito, abrió la puerta a un poder oligárquico que sueña con ser dios pero sólo logra ser caricatura de divinidad.

Frente a este poder, la resistencia filosófica se vuelve urgente. El Antropoceno no puede ser administrado por corporaciones con soberanía propia. La pluralidad humana no puede ser sofocada por un relato único. La finitud de la Tierra no puede ser abolida por algoritmos. El hiperimperialismo globócrata, por más que se presente como absoluto, es frágil, porque ningún cálculo puede sustituir la trascendencia, ningún capital puede abolir la pluralidad, ningún relato único puede sofocar indefinidamente la libertad.

La conclusión es clara y desafiante: el hiperimperialismo corporativo es la fase superior del prometeísmo globócrata, pero también el signo de su crisis. Porque en su intento de dominarlo todo, revela su vacío. Y es precisamente en ese vacío donde puede nacer la resistencia, la crítica y la recuperación de lo humano frente a la miseria espiritual de una élite que se cree dioses, pero no son más que sombras de poder.

En este punto, resulta imprescindible confrontar nuestra crítica al prometeísmo globócrata con la tesis de Heidegger sobre la técnica. Para Heidegger, la técnica moderna no es un simple instrumento, sino un modo de desvelamiento del mundo que reduce todo lo existente a “fondo disponible” (Bestand), es decir, a recurso manipulable. El hiperimperialismo corporativo encarna exactamente esa reducción: la humanidad, la biosfera y hasta la subjetividad son tratadas como reservas administrables por algoritmos y capital. Sin embargo, mientras Heidegger advertía que este destino técnico podía ocultar la apertura al Ser, nuestra crítica subraya que la globocracia ha radicalizado esa clausura, convirtiendo la secularización del infinito en un proyecto de dominación total. La diferencia es que, en el marco actual, la técnica no sólo revela el mundo como recurso, sino que se ha corporativizado en soberanías privadas que pretenden gobernar la vida misma. Así, el prometeísmo globócrata no es sólo la consumación de la esencia de la técnica heideggeriana, sino su degeneración política: un poder que, al absolutizar el cálculo, mutila la trascendencia y convierte la miseria espiritual en sistema de gobierno planetario.

Mi discrepancia con Heidegger no es sólo política-cultural, sino también metafísica. Mientras él sostiene que la técnica moderna es un modo de desvelamiento —aunque peligroso, porque reduce lo existente a fondo disponible— considero que en el hiperimperialismo globócrata la técnica ha dejado de ser siquiera desvelamiento. Se ha convertido en un ocultamiento del ser, en una clausura radical de toda apertura a la trascendencia. La globocracia no revela, sino que encubre; no abre horizontes, sino que los sofoca; no muestra la verdad del ser, sino que la sustituye por cálculo, algoritmo y capital. En este sentido, mi crítica apunta a que la técnica contemporánea no sólo confirma la esencia heideggeriana, sino que la desborda y la pervierte: ya no es un destino del ser, sino un dispositivo de ocultamiento absoluto que mutila la posibilidad misma de la metafísica.

Queda abierta una pregunta decisiva: ¿la esencia de la técnica está necesariamente asociada a la esencia del capitalismo, entendido como reducción de todos los fines a medios y de todos los medios a cálculo y acumulación? Si la técnica moderna es inseparable de la lógica capitalista, entonces el prometeísmo globócrata sería su destino inevitable: la técnica como instrumento de dominación y ocultamiento del ser. Pero si existe la posibilidad de liberar la técnica de esa captura, de pensarla más allá del capitalismo, entonces se abre un horizonte distinto: una técnica que no reduzca, sino que amplíe; que no clausure, sino que abra; que no oculte, sino que revele. La cuestión es si podemos rescatar la técnica de su subordinación al capital y devolverle un sentido que no sea el de la miseria espiritual de la globocracia, sino el de una apertura hacia lo humano y lo trascendente.

Bibliografía

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martes, 2 de diciembre de 2025

El infinito de Cantor y la secularización moderna

 


El infinito de Cantor y la secularización moderna

Introducción

Hablar del infinito es adentrarse en el territorio más peligroso y fascinante del pensamiento humano. Desde Aristóteles hasta la modernidad, el infinito ha sido el límite último de la razón, el punto donde la filosofía se encuentra con la teología y donde la ciencia se atreve a desafiar lo imposible. La modernidad, con su mentalidad secularizadora, cometió un acto de violencia intelectual: arrebató al infinito su carácter trascendente y lo arrojó al terreno de lo finito, lo temporal y lo contingente. En ese gesto se produjo un caos metafísico que desembocó en el nihilismo estructural, en la disolución de todo fundamento absoluto y en la relativización de lo que antes era plenitud.

Sin embargo, en medio de este escenario de secularización y vacío, surge la figura de Georg Cantor, quien con su teoría de los transfinitos no solo matematizó lo inmanente, sino que también preservó la referencia al infinito absoluto. Cantor es el gran provocador de la modernidad: demuestra que el infinito puede ser objeto de la ciencia sin perder su vínculo con lo divino, que la razón puede manipular jerarquías infinitas sin sofocar la huella de lo trascendente. Su obra es un desafío frontal al nihilismo moderno, porque recuerda que lo inmanente no agota lo real y que el infinito, incluso en su versión matemática, sigue apuntando hacia lo absoluto.

I. El legado aristotélico y la distinción originaria

El pensamiento sobre el infinito comienza con Aristóteles, quien sostuvo que el infinito actual no podía existir en el mundo temporal, contingente y finito. Solo lo admitió en el Primer Motor Inmóvil, causa eterna y absoluta del movimiento. En el ámbito sensible, el infinito se concebía únicamente como potencial: una serie que nunca se agota, una división que nunca se concluye. Esta distinción entre lo potencial y lo actual marcó la filosofía antigua y medieval, donde el infinito absoluto fue siempre atributo exclusivo de Dios.

Aristóteles concebía el infinito como una noción que debía ser cuidadosamente delimitada para evitar contradicciones. En su Física, distingue entre lo que puede prolongarse indefinidamente —como el tiempo, el movimiento o la sucesión de números— y lo que puede existir como totalidad completa. El primero corresponde al infinito potencial, siempre abierto y nunca concluido; el segundo, el infinito actual, lo rechazaba en el mundo sensible porque implicaría una totalidad imposible de abarcar en la experiencia. De este modo, el infinito no era una realidad empírica, sino una posibilidad que se desplegaba en el devenir.

Esta concepción tuvo una enorme influencia en la filosofía medieval, pues permitió mantener la coherencia entre la finitud del mundo creado y la infinitud divina. El universo, según Aristóteles, era eterno pero finito en extensión, mientras que solo Dios —o el Primer Motor Inmóvil— podía ser infinito en acto, absoluto y perfecto. Así, la distinción entre infinito potencial e infinito actual no solo ordenaba la reflexión matemática y física, sino que también servía de fundamento metafísico y teológico, asegurando que lo infinito absoluto permaneciera como atributo exclusivo de lo divino.

II. La mutación intelectual de la modernidad

Con la modernidad, esta concepción se transforma radicalmente. Giordano Bruno rompe con la distinción aristotélica entre potencia y acto: en lo absoluto no hay diferencia, pues Dios es simultáneamente potencia infinita y acto infinito. Dios es la mónada de mónadas, causa inmanente del mundo, y el universo mismo es infinito en extensión y pluralidad. La misión del hombre, según Bruno, es contemplar esta infinitud.

La revolución científica de los siglos XVI y XVII, como señaló Alexandre Koyré, no fue un simple desarrollo acumulativo, sino una mutación intelectual que disolvió la metafísica trascendente antigua y medieval. El paso del “cosmos cerrado” al “universo infinito” significó que el infinito se trasladara al plano de lo temporal, finito y contingente. Newton concibió el espacio y el tiempo como infinitos, homogéneos y absolutos, desligados de la teología. La ciencia moderna secularizó el infinito, convirtiéndolo en categoría empírica y matemática.

Este cambio no solo afectó la cosmología, sino también la manera en que el hombre se concebía a sí mismo en relación con el universo. En la visión medieval, el cosmos era un orden jerárquico y cerrado, donde cada ser ocupaba un lugar definido en la escala del ser, y el infinito pertenecía únicamente a Dios. Con la modernidad, esa jerarquía se disuelve: el hombre ya no se encuentra en un cosmos finito y ordenado, sino en un universo abierto e ilimitado, donde las categorías tradicionales pierden su sentido. La secularización del infinito implica que la infinitud ya no es garantía de trascendencia, sino un horizonte inmanente que el hombre debe explorar mediante la razón y la ciencia.

Además, la matematización de la naturaleza consolidó esta mutación. Galileo y Descartes introdujeron un nuevo paradigma en el que la realidad se describe en términos de extensión, movimiento y leyes cuantificables. El infinito, antes atributo exclusivo de lo divino, se convierte en un concepto operativo dentro de la física y la geometría. Newton, al concebir un espacio y un tiempo infinitos, establece un marco absoluto en el que las leyes universales se aplican sin referencia a causas finales ni a un orden trascendente. De este modo, la revolución científica no solo seculariza el infinito, sino que lo convierte en fundamento de la racionalidad moderna, desplazando definitivamente la metafísica aristotélica y escolástica.

III. El caos metafísico y el nihilismo estructural

Este traslado del infinito desde lo trascendente hacia lo inmanente produjo un caos metafísico. Al perder su anclaje en lo divino, el infinito se dispersó en múltiples usos: físicos, matemáticos, técnicos. Nietzsche interpretó esta secularización como la pérdida de valores supremos y del sentido trascendente, desembocando en el nihilismo estructural de la modernidad. El infinito, antes símbolo de plenitud, se convierte en signo de vacío y relativismo.

La secularización del infinito no solo implicó un cambio conceptual, sino también una crisis en el orden del pensamiento. Al trasladarse lo infinito al plano de lo inmanente, se perdió la referencia a un fundamento último que otorgaba sentido y coherencia al cosmos. La multiplicidad de infinitos —ya fueran físicos, matemáticos o técnicos— generó una dispersión que desestructuró la unidad metafísica heredada de la tradición clásica y medieval. Lo que antes estaba sostenido por la trascendencia divina se convirtió en un campo abierto de interpretaciones, donde el infinito ya no garantizaba plenitud, sino indeterminación. No hay hechos sino interpretaciones, diría Nietzsche.

Este proceso desembocó en lo que Nietzsche denominó nihilismo: la constatación de que los valores supremos han perdido su fuerza vinculante y que el horizonte trascendente se ha disuelto. El infinito, al secularizarse, se convierte en un signo de relativismo y vacío, pues ya no remite a lo absoluto, sino a lo contingente. La infinitud del universo físico o la proliferación de infinitos matemáticos no ofrecen un sentido último, sino que multiplican las posibilidades sin asegurar un fundamento. De ahí que el infinito moderno, lejos de ser plenitud, se experimente como exceso sin dirección, como apertura sin finalidad.

En este contexto, el hombre moderno se enfrenta a un universo ilimitado pero carente de centro, a una racionalidad que multiplica infinitos sin poder reconciliarlos con un absoluto. El caos metafísico consiste precisamente en esta pérdida de orientación: lo infinito ya no es símbolo de perfección, sino de desarraigo. La modernidad, al secularizar el infinito, lo relativiza y lo fragmenta, generando un horizonte donde la infinitud se confunde con la ausencia de sentido. El nihilismo estructural es, entonces, la consecuencia inevitable de un mundo que ha desplazado lo infinito de lo trascendente a lo inmanente, sin poder restituir el orden que antes garantizaba la metafísica.

IV. Cantor entre formalismo y platonismo

En este contexto aparece Georg Cantor, situado entre el formalismo y el platonismo.

  • Desde el formalismo, reivindica la libertad de creación matemática, inventando los números transfinitos y jerarquías de infinitos.

  • Desde el platonismo, sostiene que los objetos matemáticos existen en un plano ideal y que el matemático los descubre más que los inventa.

Cantor combina deducción rigurosa con intuición creativa, mostrando que la matemática es tanto lógica como imaginación.

La tensión entre formalismo y platonismo en Cantor no es una contradicción, sino el núcleo de su genialidad. Por un lado, su invención de los números transfinitos muestra la audacia de un creador que se atreve a expandir los límites de la matemática más allá de lo concebido hasta entonces. Por otro, su convicción de que estos objetos poseen una existencia independiente en un plano ideal revela su fidelidad a una visión metafísica que trasciende el mero cálculo. Cantor no reduce la matemática a un juego de símbolos, sino que la concibe como un acceso privilegiado a una realidad inteligible, donde el infinito se despliega en formas jerárquicas y ordenadas.

Este doble movimiento le permitió articular una teoría que, al mismo tiempo, se inscribe en la modernidad secularizadora y la trasciende. En el plano formal, Cantor ofrece a la ciencia moderna un instrumento riguroso para pensar lo infinito en lo inmanente: los transfinitos como estructuras matemáticas manipulables. En el plano platónico, preserva la referencia al infinito absoluto, recordando que toda construcción matemática apunta hacia una realidad superior que no se agota en lo finito ni en lo contingente. Así, su obra se convierte en un puente entre la racionalidad moderna y la tradición metafísica, mostrando que el infinito puede ser objeto de la ciencia sin perder su dimensión trascendente.

V. Antecedentes: Riemann y Dedekind

Cantor no surge en el vacío. Antes de él, Riemann había introducido la noción de variedad, y Dedekind había desarrollado conceptos como grupo, cuerpo e ideal. Estas ideas adelantaron la noción de conjunto, que Cantor convirtió en protagonista absoluto de la matemática. Mientras Riemann y Dedekind usaban colecciones como herramientas, Cantor las transformó en objeto central de estudio, fundando la teoría de conjuntos.

La aportación de Riemann fue decisiva porque introdujo la noción de variedad como un espacio matemático capaz de generalizar las superficies y extenderlas a dimensiones superiores. En este marco, las colecciones de puntos no eran todavía objeto de estudio en sí mismas, sino instrumentos para describir estructuras geométricas más complejas. Sin embargo, la idea de que una colección podía ser tratada como totalidad abrió el camino para que Cantor concibiera los conjuntos como entidades autónomas. La transición de Riemann a Cantor muestra cómo la geometría se convierte en un terreno fértil para la abstracción, preparando el terreno para que el infinito se pensara en términos rigurosos y sistemáticos.

Por su parte, Dedekind aportó una visión algebraica y aritmética que resultó igualmente fundamental. Sus definiciones de grupo, cuerpo e ideal revelan una tendencia a organizar las estructuras matemáticas mediante colecciones de elementos con propiedades específicas. Además, su célebre definición de los números reales a través de las “cortes de Dedekind” anticipa la idea de que un conjunto puede ser el fundamento de una construcción matemática completa. Cantor recogió esta intuición y la llevó más allá: lo que en Dedekind era un recurso técnico se convirtió en Cantor en el núcleo de una nueva disciplina. Así, la teoría de conjuntos no solo se nutre de la geometría riemanniana y del álgebra dedekindiana, sino que las transforma en un lenguaje universal para pensar lo infinito.

VI. La paradoja de Cantor y los sistemas axiomáticos

El intento de pensar el “conjunto de todos los conjuntos” llevó a la paradoja de Cantor: el conjunto potencia de un conjunto universal tendría cardinalidad mayor que el propio conjunto, lo que genera contradicción.

  • ZF (Zermelo–Fraenkel) resolvió la paradoja negando la existencia del conjunto universal.

  • NBG (von Neumann–Bernays–Gödel) y NK (Kelley–Morse) introdujeron la noción de clases, permitiendo hablar de una clase universal sin caer en contradicciones.

Los lógicos intentaron “logificar” la matemática con restricciones técnicas (Russell y la teoría de tipos), mientras que los matemáticos la “conjuntivizaron”, haciendo del conjunto el fundamento universal.

El logicismo, en su afán de reducir toda la matemática a la lógica pura, terminó por empobrecer la riqueza creativa y ontológica que caracteriza al pensamiento matemático. Al imponer restricciones técnicas como la teoría de tipos de Russell, buscó evitar las paradojas mediante prohibiciones formales, pero a costa de mutilar la potencia conceptual que Cantor había abierto con su teoría de conjuntos. En lugar de reconocer la fecundidad del infinito y su despliegue en jerarquías transfinitas, el logicismo intentó encerrar la matemática en un corsé lógico que sofocaba su capacidad de descubrimiento. Así, frente al impulso creador de Cantor, el logicismo aparece como una reacción defensiva, más preocupada por blindar la coherencia interna que por explorar las posibilidades del infinito, revelando su carácter restrictivo y su incapacidad para captar la dimensión metafísica y creativa de la matemática.

VII. La triple distinción cantoriana

Cantor distinguió con claridad tres planos del infinito:

  1. Transfinito: los infinitos matemáticos, jerarquías de cardinales, objeto de estudio formal.

  2. Infinito físico: lo ilimitado del universo, cuestión empírica de la cosmología y la física.

  3. Infinito absoluto: atributo exclusivo de Dios, plenitud infinita que trasciende cualquier construcción matemática.

Gracias a esta distinción, la teoría cantoriana del infinito no colisiona ni con lo ilimitado del universo físico ni con la infinitud divina.

La fuerza decisiva de esta triple distinción radica en que Cantor logra desactivar el caos metafísico generado por la modernidad al secularizar el infinito. Al separar con rigor el plano transfinito —propio de la matemática— del infinito físico —propio de la cosmología— y del infinito absoluto —propio de la teología—, evita que se confundan niveles de realidad heterogéneos. Con ello, preserva la legitimidad del estudio científico del infinito sin invadir el terreno de lo divino, y al mismo tiempo mantiene abierta la referencia a una trascendencia que la modernidad nihilista había intentado clausurar. Su aporte es contundente porque muestra que el infinito puede ser pensado en lo inmanente sin perder su vínculo con lo absoluto, ofreciendo un marco conceptual que reconcilia la racionalidad matemática con la dimensión metafísica y que, en última instancia, devuelve al hombre moderno la posibilidad de contemplar la infinitud sin caer en el vacío del nihilismo.

VIII. El aporte cantoriano frente a la secularización moderna

La modernidad secularizó el infinito, trasladándolo a lo temporal y contingente, relativizándolo y convirtiéndolo en categoría científica. El hombre epistémico moderno, al compás de esta secularización, remitió lo infinito a lo finito, haciendo de lo inmanente lo principal.

En este marco, Cantor aporta un desarrollo decisivo:

  • Matematiza lo inmanente: convierte el infinito en objeto formal, riguroso y manipulable.

  • Preserva lo absoluto: mantiene la distinción entre lo transfinito matemático y el infinito absoluto de Dios.

  • Equilibrio: su obra muestra que el infinito puede ser estudiado en lo inmanente sin borrar la trascendencia.

La grandeza del aporte cantoriano radica en que logra reconciliar la tensión entre la secularización moderna y la tradición metafísica. Mientras la modernidad nihilista había relativizado el infinito, reduciéndolo a lo finito y a lo inmanente, Cantor demuestra que el pensamiento matemático puede desplegar infinitos rigurosos sin clausurar la referencia al absoluto. Su teoría de los transfinitos no es solo un avance técnico, sino una afirmación filosófica: el infinito puede ser objeto de la razón humana sin perder su vínculo con lo divino. En este sentido, Cantor se convierte en un punto de inflexión decisivo, pues ofrece al hombre moderno una vía para contemplar la infinitud desde la ciencia y la matemática, pero sin caer en el vacío del nihilismo. Su obra recuerda que lo inmanente no agota lo real y que, incluso en la era secularizada, el infinito absoluto permanece como horizonte trascendente que da sentido a toda construcción racional.

IX. Conclusión: Cantor frente al nihilismo moderno

La modernidad nihilista y atea relativizó el infinito, secularizándolo y disolviendo su vínculo con lo trascendente. Cantor, sin embargo, logró que el infinito matemático conviviera con el infinito absoluto, evitando que la secularización epocal clausurara por completo la dimensión divina.

Su aporte es trascendental: Cantor ofrece un puente entre la racionalidad moderna y la tradición metafísica, mostrando que el infinito puede ser objeto de la ciencia y la matemática sin perder su referencia a lo absoluto. En un mundo marcado por el nihilismo, su teoría recuerda que la infinitud no se agota en lo inmanente, sino que apunta siempre hacia lo trascendente.

Cantor se erige, en este sentido, como una figura que desborda los límites de la modernidad secularizada: su teoría no solo introduce un orden matemático en el caos de los infinitos, sino que también restituye la posibilidad de pensar lo absoluto en un tiempo dominado por el relativismo y el vacío. Allí donde la modernidad nihilista pretendía clausurar toda referencia a la trascendencia, Cantor abre un horizonte inesperado: el infinito matemático, lejos de ser mero artificio técnico, se convierte en signo de una realidad que trasciende lo finito y lo contingente. Su obra es arrolladora porque demuestra que la razón, incluso en su ejercicio más riguroso, no puede sofocar la huella de lo divino, y que el hombre moderno, aun inmerso en la secularización, sigue llamado a contemplar la infinitud como apertura hacia lo absoluto.

Bibliografía

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  • Nietzsche, Friedrich. El nihilismo: escritos póstumos. Ediciones Península, Barcelona, 2006

lunes, 1 de diciembre de 2025

El Concilio de Nicea, Constantino y las leyendas negras modernas

 

El Concilio de Nicea, Constantino y las leyendas negras modernas

Introducción

El Concilio de Nicea, celebrado en el año 325 d.C., constituye uno de los hitos más relevantes de la historia del cristianismo. Convocado por el emperador Constantino, reunió a obispos de todo el Imperio romano para resolver la crisis doctrinal provocada por el arrianismo, que negaba la plena divinidad de Cristo. Sin embargo, a lo largo de los siglos se han tejido leyendas negras y mitos que distorsionan lo que realmente ocurrió en aquel encuentro. Estas narrativas han sido promovidas tanto por el ateísmo militante como por ciertos sectores del protestantismo, y en tiempos recientes se han intensificado en la era nihilista de la posmodernidad y la posverdad.

Infundios más comunes

Entre los mitos más difundidos se encuentran los siguientes:

  • Manipulación de Constantino: se afirma que impuso la divinidad de Cristo por motivos políticos, aunque en realidad su papel fue convocar y garantizar la unidad, sin intervenir en las discusiones teológicas.

  • Jesús declarado Dios en Nicea: se sostiene que fue la primera vez que se reconoció su divinidad, cuando desde los orígenes del cristianismo ya se profesaba esa fe.

  • Fundación de la Iglesia Católica: se dice que Constantino la creó en el siglo IV, aunque la Iglesia existía desde la época apostólica y lo único que hizo el emperador fue legalizar el cristianismo con el Edicto de Milán en 313.

  • Selección de los evangelios: se cree que en Nicea se eligieron los “oficiales” y se descartaron otros, aunque el canon bíblico no fue tema del concilio y se consolidó paulatinamente en los siglos posteriores.

  • Conspiración política: se acusa al concilio de ser un fraude para controlar a la población, cuando lo cierto es que fue un debate teológico entre obispos, con Constantino como mediador.

Origen y difusión de las leyendas negras

Estas narrativas han sido promovidas en distintos contextos:

  • Ateísmo militante: utiliza estas leyendas para desacreditar la autoridad de la Iglesia y presentar la fe como una construcción política.

  • Protestantismo radical (siglos XVI–XVII): anabaptistas y otros movimientos anticatólicos veían en Constantino el inicio de la “Iglesia imperial” que habría traicionado la pureza del cristianismo primitivo.

  • Protestantismo liberal (siglo XIX): teólogos racionalistas presentaban la divinidad de Cristo como una invención tardía, reforzando el mito de que Nicea “inventó” el dogma.

  • Movimientos restauracionistas modernos: grupos como los Testigos de Jehová y los unitarios insisten en que Nicea impuso una visión “falsa” de Cristo y manipuló el canon bíblico.

En contraste, las iglesias protestantes históricas —luteranos, reformados, anglicanos— aceptan el Credo de Nicea como parte de la tradición cristiana compartida, aunque mantienen críticas hacia la evolución posterior de la Iglesia Católica.

Intensificación en la era posmoderna

La campaña contra el Concilio de Nicea se ha intensificado en la era nihilista de la posmodernidad y la posverdad. En un contexto cultural donde se relativizan las verdades históricas y se privilegia la narrativa sobre los hechos, proliferan teorías conspirativas y lecturas revisionistas que presentan a Nicea como un fraude fundacional. La posverdad ha permitido que estas leyendas negras circulen con fuerza en redes sociales, medios digitales y literatura popular, reforzando la idea de que la fe cristiana sería una construcción política sin raíces auténticas. Este fenómeno no responde a la investigación histórica, sino a un clima cultural que privilegia la sospecha y la desconfianza frente a las instituciones tradicionales.

Autores que falsifican la verdad

Entre los autores y obras que han difundido estas falsificaciones se encuentran:

  • Dan Brown, El Código Da Vinci: novela de ficción que popularizó la idea de que en Nicea se inventó la divinidad de Cristo y se seleccionaron los evangelios “oficiales”.

  • Teólogos racionalistas del siglo XIX: reforzaron la idea de que los dogmas fueron construcciones tardías, presentando la fe como evolución cultural.

  • Grupos restauracionistas modernos: como los Testigos de Jehová y los unitarios, que repiten la narrativa de una Iglesia corrompida por Constantino.

Autores serios y académicos

En contraposición, los historiadores serios han trabajado con fuentes originales y estudios críticos para desmontar estos mitos:

  • Samuel Fernández Eyzaguirre, Fontes Nicaenae Synodi: recopilación de fuentes contemporáneas al concilio.

  • Francisca Rocío Aguilera Hinojosa, El Concilio de Nicea: la construcción del hereje en el Estado cristiano: estudio académico sobre el contexto político y teológico.

  • Luca Ferracci, Stephan Van Erp y Susan Abraham (eds.), El Concilio de Nicea 1700 años después: perspectivas críticas sobre un legado vivo: volumen interdisciplinar con estudios críticos.

  • Almudena Alba López, Historiografía sobre el Concilio de Nicea: análisis de la evolución historiográfica.

  • Eusebio de Cesarea (siglo IV): cronista contemporáneo que dejó testimonios directos sobre Constantino y el concilio.

Conclusión

El Concilio de Nicea no inventó la divinidad de Cristo ni manipuló la Biblia, y Constantino no fundó la Iglesia, sino que permitió su práctica libre y buscó la unidad del Imperio. Las leyendas negras que lo rodean son fruto de interpretaciones ideológicas, obras de ficción y polémicas anticatólicas. A lo largo de los siglos, estas narrativas han sido utilizadas para erosionar la confianza en la tradición cristiana, y en la actualidad se ven alimentadas por corrientes culturales que defienden agendas contrarias a la visión cristiana de la vida y la persona, como la ideología de género, la normalización del aborto, la promoción de la eutanasia, la banalización del divorcio, el transhumanismo y otras propuestas de esa índole. 

En la era de la posverdad, estas corrientes encuentran terreno fértil para difundir infundios y presentar la fe como una construcción política sin raíces auténticas. Por ello, desmontar estos mitos no es solo una tarea de rigor histórico, sino también un acto de defensa cultural frente a la manipulación ideológica que busca deslegitimar el legado cristiano y su continuidad desde los apóstoles hasta nuestros días.



Guerra y propaganda en tiempos de independencia. Luces y sombras de la prensa política de Lima, Buenos Aires y Santiago de Chile (1810-1822)

 

La obra Guerra y propaganda en tiempos de independencia. Luces y sombras de la prensa política de Lima, Buenos Aires y Santiago de Chile (1810-1822) de Daniel Morán se inscribe en el campo de la historia cultural y política de las independencias sudamericanas, proponiendo como tesis central que la prensa fue un actor fundamental en la construcción de legitimidades, en la difusión de idearios y en la configuración de imaginarios colectivos durante los años iniciales de la emancipación. Morán sostiene que los periódicos no fueron meros transmisores de noticias, sino instrumentos de guerra y propaganda que acompañaron, reforzaron y en ocasiones sustituyeron la acción militar, convirtiéndose en un espacio de confrontación ideológica donde se libraba una batalla paralela a la de los ejércitos.

Entre los principales aportes de la obra destaca su enfoque comparativo, que permite observar las dinámicas de la prensa en tres ciudades clave del proceso independentista: Lima, Buenos Aires y Santiago. Este contraste ilumina tanto las similitudes en el uso de la propaganda como las diferencias derivadas de contextos políticos específicos. Asimismo, el autor rescata la dimensión cultural de la independencia, mostrando cómo los periódicos contribuyeron a la formación de identidades nacionales y a la legitimación de proyectos políticos diversos, desde los republicanos hasta los monárquicos. Otro aporte relevante es la atención a las “luces y sombras” de la prensa: por un lado, su capacidad de movilizar, educar y difundir ideas emancipadoras; por otro, su tendencia a la manipulación, la censura y la exclusión de voces populares, lo que revela la ambivalencia de un medio que podía ser emancipador y opresivo a la vez.

Sin embargo, la principal crítica que se le puede formular a la obra es que, al privilegiar la propaganda como eje interpretativo, corre el riesgo de sobredimensionar el papel de la prensa frente a otros factores decisivos de la independencia. La circulación de periódicos estaba restringida a sectores letrados y urbanos, lo que limitaba su alcance en sociedades mayoritariamente analfabetas. Además, la legitimidad de los proyectos políticos dependía en gran medida de la coyuntura militar: las victorias y derrotas en el campo de batalla tenían un impacto inmediato y tangible que la propaganda no podía sustituir. A ello se suman las tensiones sociales y económicas —desigualdades de clase, raza y género— que escapaban al control de los impresores y redactores, y que condicionaban la recepción y eficacia del discurso propagandístico. En este sentido, la obra ilumina con gran detalle la dimensión discursiva de la independencia, pero deja en segundo plano la interacción entre propaganda y realidad material, lo que puede dar la impresión de que la emancipación se explica casi exclusivamente por la batalla de las ideas.

En conclusión, el libro de Daniel Morán constituye una contribución valiosa al estudio de la independencia latinoamericana al situar la prensa como un campo de batalla ideológico y cultural, ofreciendo un análisis comparativo y matizado de sus luces y sombras. No obstante, su énfasis en la propaganda invita a reflexionar sobre los límites de esta frente a la realidad política, social y militar de la época, recordándonos que la independencia fue tanto una guerra de palabras como una guerra de ejércitos y movilizaciones populares.

El tribunal más temible, escrito por Daniel Morán y Carlos Carcelén

 


El tribunal más temible, escrito por Daniel Morán y Carlos Carcelén (2025), es una obra que coloca a la prensa y a la opinión pública en el centro del proceso de independencia del Perú. Su tesis principal sostiene que los periódicos, panfletos y debates públicos funcionaron como un verdadero “tribunal” capaz de legitimar o cuestionar la revolución, mostrando que la independencia no fue únicamente un hecho militar o diplomático, sino también un proceso cultural y discursivo. Los autores destacan cómo los diarios de las Cortes de Cádiz y los periódicos limeños moldearon la percepción de la emancipación, construyendo un lenguaje de patria y ciudadanía que otorgaba sentido a la ruptura con España.

Entre sus aportes más relevantes se encuentra la revisión historiográfica que desplaza el foco de las batallas y líderes militares hacia la construcción de la opinión pública, el rescate de fuentes poco estudiadas que permiten comprender la importancia de la prensa en la formación de un espacio público en el Perú del siglo XIX, y la interdisciplinariedad de su enfoque, que combina historia política, cultural y de las ideas. Asimismo, el análisis de los diarios de las Cortes de Cádiz aporta un puente entre la historia peninsular y la americana, enriqueciendo la comprensión del proceso emancipador.

No obstante, la obra presenta limitaciones. El énfasis en la prensa y en sectores ilustrados urbanos invisibiliza la participación de grupos populares, indígenas o rurales, cuya voz no siempre quedó registrada en periódicos. La perspectiva elitista de la “opinión pública”, entendida como la de las élites letradas, reduce la complejidad social de la independencia. Además, no queda suficientemente claro cómo las expectativas populares, especialmente indígenas, fueron manipuladas por el sector criollo. Los criollos difundieron en periódicos y proclamas la idea de que la independencia traería libertad, igualdad y el fin de los tributos coloniales, pero muchas de esas promesas se usaron como recurso político para movilizar a indígenas y sectores populares sin que luego se cumplieran plenamente. La prensa criolla construyó un lenguaje aparentemente inclusivo, pero en la práctica estaba pensado para consolidar el poder de las élites urbanas. Los indígenas fueron convocados como soldados, tributarios o mano de obra en campañas militares, pero rara vez se les reconoció como sujetos políticos con voz propia en el nuevo orden republicano.

En suma, El tribunal más temible aporta una visión innovadora sobre la independencia del Perú desde la prensa y la opinión pública, iluminando el papel de los discursos criollos en la legitimación del proceso emancipador. Sin embargo, deja pendiente la pregunta de cómo esa opinión se convirtió en un mecanismo de control y manipulación de expectativas populares, especialmente indígenas, que esperaban cambios reales tras la independencia. Se trata de una obra valiosa por su enfoque y fuentes, pero que invita a complementarse con estudios sociales que den cuenta de las experiencias de los sectores populares invisibilizados.

En la construcción de su análisis, Morán y Carcelén se apoyan en marcos teóricos que han problematizado la relación entre ideología, prensa y opinión pública. La influencia de pensadores como Antonio Gramsci resulta evidente, especialmente en la noción de hegemonía cultural y en la idea de que los medios de comunicación funcionan como aparatos de difusión de consensos que legitiman el poder de las élites. La prensa, en este sentido, es vista como un espacio donde se negocia la hegemonía y se moldean las percepciones colectivas. Asimismo, se perciben ecos de Jürgen Habermas en su concepto de “esfera pública”, que permite entender cómo los periódicos y debates se convirtieron en un terreno de disputa política durante la independencia. Estas referencias teóricas enriquecen la obra al situar el caso peruano dentro de una tradición intelectual más amplia, mostrando que la prensa no solo transmitía información, sino que operaba como un dispositivo ideológico que articulaba expectativas, manipulaba discursos y consolidaba la autoridad criolla frente a los sectores populares e indígenas.