Sobre el origen del fenómeno espiritual
Todo fenómeno espiritual
conlleva una pregunta ineludible: ¿de dónde proviene lo que se manifiesta? No
basta con describir lo que aparece, ni con relatar sus efectos. Si la
experiencia excede el plano físico, debe ser interrogada en su raíz: ¿qué
fuente lo genera? ¿Qué tipo de realidad lo sostiene? ¿Es divino, es humano, es
mental, es dimensional? En este capítulo me propongo abrir esa exploración:
reconocer el origen del fenómeno espiritual como clave de su interpretación.
He aprendido —no sin
asombro— que el lugar del nacimiento espiritual no es siempre evidente. Hay
experiencias que irrumpen con claridad luminosa, como la conversión de Pablo en
el camino a Damasco, donde lo sobrenatural se impone desde una voz que trasciende
al sujeto. Otras, en cambio, emergen desde lo profundo del alma, como una flor
que no fue sembrada, sino que brotó, como ocurre en el éxtasis contemplativo.
Algunas parecen venir de fuera, pero no logran identificar su fuente:
entidades, energías, voces, presencias. ¿Son divinas, son imposturas, son
reflejos del deseo espiritual? La confusión comienza en el origen. En este
sentido, la fenomenología aquí planteada distingue cuidadosamente entre varios
tipos de procedencia.
· Lo sobrenatural
Remite directamente a Dios,
sin mediación ambigua ni canal humano. Aquí se ubican los milagros reconocidos,
las revelaciones auténticamente teológicas, las intervenciones de gracia que no
requieren proceso ni canalización.
Toda manifestación
espiritual que proviene directamente de Dios se inscribe en el ámbito de lo
sobrenatural, es decir, aquello que excede por completo las capacidades de la
criatura y no puede ser producido ni comprendido por ninguna entidad creada. En
este nivel, no hay mediación energética ni simbólica: hay voluntad divina,
gracia pura, irrupción del Creador en la historia. La ontología aquí es
teológica: Dios como Ser increado, eterno, omnipotente, que actúa libremente
por amor.
La Iglesia, en su
discernimiento, ha establecido criterios para reconocer fenómenos de presunto
origen sobrenatural. Las recientes Normas para proceder en el discernimiento
de presuntos fenómenos sobrenaturales (Dicasterio para la Doctrina de la
Fe, 2024) afirman que tales manifestaciones deben ser evaluadas no sólo por sus
frutos espirituales, sino por su conformidad doctrinal y su origen divino
auténtico. Ejemplos como las apariciones marianas reconocidas (Lourdes, Fátima,
Guadalupe), los milagros eucarísticos, las curaciones inexplicables atribuidas
a la intercesión de santos, y los estigmas de figuras como San Francisco de
Asís o Padre Pío, se inscriben en este origen. Ontológicamente, se trata de
acciones inmediatas de Dios, como lo definía Santo Tomás de Aquino: no son
maravillas realizadas por criaturas, sino por el Creador mismo
· Lo preternatural
Surge de agentes espirituales que no son
divinos, pero que operan en planos invisibles. Canalizaciones, mediumnidades,
entidades que afirman hablar desde otros planos: todo esto pertenece a una zona
que puede tener efectos reales, pero cuya legitimidad es dudosa desde el punto
de vista teológico.
El segundo origen corresponde a lo
preternatural, término que designa fenómenos realizados por criaturas
espirituales —ángeles, arcángeles, demonios, potestades, tronos, dominaciones,
principados, virtudes— que, aunque superiores al ser humano, no son divinas. Su
acción puede producir maravillas, pero no milagros en sentido estricto. La
ontología aquí es intermedia: seres creados, personales, con inteligencia y
voluntad, capaces de operar sobre la materia y la conciencia, pero sin poder
trascender las leyes naturales como lo hace Dios. En Colosenses 1:16, Pablo
afirma que “en Él fueron creadas todas las cosas: celestes y terrestres,
visibles e invisibles; tronos, dominaciones, principados y potestades: todo fue
creado por Él y para Él”. En Efesios 6:12, advierte que “nuestra lucha no es
contra carne y sangre, sino contra principados, potestades, dominadores de este
mundo de tinieblas y espíritus malignos en las regiones celestes”.
La tradición cristiana —especialmente en la
demonología desarrollada entre los siglos XIII y XVII— sostiene que los
demonios caídos conservan la estructura jerárquica que tenían como ángeles
antes de su rebelión. Esta idea se basa en la interpretación de textos bíblicos
como Efesios 6:12, Colosenses 1:16 y Romanos 8:38, donde
San Pablo menciona categorías como principados, potestades, tronos,
dominaciones, entre otras. La teología clásica, especialmente en autores como
Santo Tomás de Aquino y Dionisio el Areopagita, establece que los ángeles están
organizados en nueve coros, distribuidos en tres jerarquías: Jerarquía Suprema:
Serafines, Querubines, Tronos. Jerarquía Media: Dominaciones, Virtudes,
Potestades. Jerarquía Inferior: Principados, Arcángeles, Ángeles. Según la
demonología posterior —como la de Sebastien Michaelis (1613) y Peter Binsfeld
(1589)— los demonios caídos mantienen sus rangos originales, pero ahora operan
en oposición a la voluntad divina. Por ejemplo: Lucifer habría sido un serafín,
caído por orgullo. Leviatán, también serafín, tentaría con la herejía. Asmodeo,
vinculado a la lujuria, sería otro serafín caído. Astaroth, príncipe de los
tronos, tentaría con la pereza. Belcebú, asociado a la gula, ocuparía un rango
elevado. Mammon, vinculado a la avaricia, se ubicaría entre los principados. Satanás,
identificado con la ira, sería un príncipe de potestades.
Santo Tomás distingue
claramente entre lo sobrenatural (propio de Dios) y lo preternatural (propio de
los ángeles y demonios), señalando que estos últimos pueden manipular causas
naturales con destreza sobrehumana, pero nunca obrar milagros genuinos. La teología
medieval, como recuerda Lorraine Daston, consideraba que los demonios podían
simular milagros para engañar, pero no trascender el orden creado.
San Pablo enumera estas
entidades en sus epístolas: principados, potestades, tronos, dominaciones
(Col 1:16; Ef 6:12), reconociendo su existencia y su influencia en el plano
espiritual. La Iglesia, en su discernimiento, advierte sobre la acción de estos
seres, especialmente en fenómenos de posesión, canalización, mediumnidad o
manifestaciones ambiguas que no conducen a Cristo.
Estas
clasificaciones no son dogma, pero han influido profundamente en la teología,
el arte y la literatura cristiana. Lo esencial es que, aunque caídos, los demonios conservan su naturaleza
ontológica como seres espirituales creados, con inteligencia, voluntad, y
capacidad de operar en distintos planos. La teología clásica sostiene que su
poder no ha sido destruido, sino desviado: ya no orientado al bien, sino a la
seducción, al engaño y a la rebelión contra el orden divino. Así, sus
manifestaciones pueden adoptar formas de aparente luminosidad o sabiduría, pero
no conducen a la verdad ni a la redención.
Este paralelismo entre las
jerarquías angélicas fieles y las caídas implica que los fenómenos
preternaturales deben ser examinados con rigurosidad espiritual, sin
fascinación ni negación automática. Toda manifestación que provenga de seres de
esta naturaleza, sea una aparición, una locución interior, una posesión o un
fenómeno de trance, requiere discernimiento doctrinal, teológico y pastoral.
Como recuerda la Tradición: no todo espíritu es santo, y no toda luz es luz
verdadera.
· Lo transpersonal
Emerge desde el interior mismo de la
conciencia humana. Estados profundos de meditación, intuición directa del Ser,
visiones arquetípicas, disolución del yo. Estos fenómenos no invocan otra
entidad, sino que despliegan capacidades latentes de la mente espiritual.
El tercer origen se sitúa
en el ámbito transpersonal, es decir, en la dimensión profunda de la conciencia
humana que, sin intervención externa, accede a estados elevados de percepción,
contemplación o disolución del yo. Aquí no hay entidad que se manifieste, sino
despliegue interior. La ontología es psicoespiritual: el alma como campo de
resonancia con lo eterno, capaz de intuir, contemplar, trascender.
La psicología
transpersonal, desarrollada por autores como Stanislav Grof, Ken Wilber y
Abraham Maslow, reconoce que la conciencia humana puede alcanzar estados no
ordinarios que revelan dimensiones espirituales legítimas. Estos estados
incluyen el samadhi, la experiencia de unidad, la conciencia cósmica, el
éxtasis místico, y han sido vividos por figuras como Ramana Maharshi, Buda, San
Juan de la Cruz o Teresa de Lisieux.
Desde la teología, estos
estados son reconocidos como gracia interior, cuando están ordenados hacia
Dios. San Juan de la Cruz advierte que no todo lo elevado es divino, y que el
alma debe discernir si la experiencia conduce a la humildad, al amor y a la verdad.
La ontología aquí exige prudencia: lo transpersonal puede ser camino de
santidad o de ilusión, según su orientación.
· Lo mixto o ambiguo
Cuando el origen no puede ser determinado con
claridad, o cuando la experiencia parece estar influida por múltiples fuentes.
Aquí la prudencia es imprescindible, porque la fusión de símbolos, energías o
intenciones puede generar una distorsión espiritual disfrazada de revelación.
El cuarto origen
corresponde a fenómenos que no provienen de una entidad ni de la mente humana,
sino de zonas físicas, energéticas o simbólicas que actúan como umbrales entre
dimensiones. No tienen conciencia ni voluntad, pero pueden catalizar experiencias
espirituales. La ontología aquí es geoespiritual: lugares que, por su
configuración energética, simbólica o histórica, permiten el cruce entre
planos. Ejemplos documentados incluyen: Hayu Marca (Perú), Monte Kailash
(Tíbet), Sedona (Arizona), San Borondón (Islas Canarias), Triángulo de las
Bermudas, Monte Shasta, Cueva de los Tayos, entre otros.
La teología no niega la
existencia de lugares sagrados o energéticos, pero advierte que el lugar no
santifica por sí mismo. Sólo cuando el alma se abre a la gracia, el espacio se
convierte en templo. Sin discernimiento, estos portales pueden ser fuente de
fascinación o de extravío. La ontología aquí es abierta: el cruce dimensional
puede ser legítimo o ilusorio, según el fruto espiritual que produzca.
De modo que determinar el
origen del fenómeno espiritual no es simplemente un ejercicio taxonómico. Es,
sobre todo, un acto de discernimiento. Porque si el alma ha de abrirse al
invisible, necesita saber a quién le abre la puerta. Y si la puerta fue abierta
sin conciencia, también necesita comprender quién la cruzó. Este capítulo
recorrerá estos orígenes con ejemplos concretos, contrastes doctrinales y una
mirada crítica pero abierta, siempre bajo la convicción de que toda
manifestación —por elevada que parezca— debe ser discernida a la luz de Cristo,
único origen verdadero de toda revelación legítima. Lo que nace fuera de Él
puede tener forma, pero no tiene sustancia; puede generar asombro, pero no
redención. Y en esta obra, el asombro sólo importa si conduce a la verdad
.
1. Lo sobrenatural: Dios
como origen absoluto
La ontología de lo sobrenatural remite
directamente a Dios como Ser trascendente, increado, omnipotente y personal.
Toda manifestación que proviene de Él no es producto de energía ni de
conciencia expandida, sino de voluntad divina. Su acción es libre, amorosa,
redentora y siempre orientada al bien último del alma. Los milagros, las
revelaciones auténticas, las intervenciones de gracia, no son fenómenos: son
signos de la presencia de Dios en la historia. Ontológicamente, no hay
mediación energética ni simbólica: hay encarnación, palabra, cruz y
resurrección.
2. Lo preternatural:
entidades espirituales creadas
Aquí se ubican los ángeles, demonios,
potestades, principados, tronos, dominios, y otras entidades mencionadas por
Pablo en sus epístolas (Romanos 8:38; Efesios 6:12; Colosenses 1:16; 2:15)2.
Ontológicamente, son seres personales, espirituales, creados por Dios, con
grados de conciencia, poder y libertad. Los ángeles fieles operan como
mensajeros, protectores y ejecutores de la voluntad divina. Los ángeles caídos
—demonios y potestades malignas— actúan como distorsionadores del orden
espiritual, generando manifestaciones que pueden parecer luminosas pero que no
conducen a la verdad. La ontología aquí es intermedia: no divina, pero sí
superior al plano humano. Requiere discernimiento, porque no toda luz viene de
la Luz.
3. Lo transpersonal: la
mente espiritual como origen
La conciencia humana, en su dimensión más
profunda, puede generar experiencias que exceden el yo ordinario.
Ontológicamente, se trata de una mente espiritual capaz de acceder a estados
ampliados, como el samadhi, el éxtasis, la intuición directa del Ser, la
retrocognición o la percepción arquetípica. No hay entidad externa, sino
despliegue interno. La ontología aquí es psicoespiritual: el alma como campo de
resonancia con lo eterno, sin mediación de seres. Es el ámbito de los místicos,
los contemplativos, los yoguis, los sabios silenciosos. Pero también puede ser
terreno de ilusión si no se ordena hacia la verdad.
4. Lo mixto o ambiguo:
portales interdimensionales de origen natural
Este origen plantea una ontología más
compleja, porque involucra lugares, estructuras o fenómenos físicos que parecen
actuar como umbrales entre dimensiones. No son seres, ni estados mentales, ni
actos divinos: son zonas de cruce, donde lo invisible se manifiesta por
condiciones energéticas, geológicas o simbólicas. Algunos ejemplos documentados
o legendarios incluyen:
- Hayu Marca (Perú): la “Puerta de los Dioses”, vinculada a Aramu
Muru y el disco solar.
- Monte Kailash (Tíbet): considerado un eje cósmico, con fenómenos de
aceleración temporal.
- Uluru (Australia): monolito sagrado con propiedades magnéticas y
espirituales.
- Sedona (Arizona): vórtices energéticos donde se reportan contactos
extradimensionales.
- Cueva de los Tayos (Ecuador), Triángulo de las Bermudas, San
Borondón, entre otros.
Ontológicamente, estos portales no tienen
voluntad ni conciencia, pero pueden actuar como catalizadores de experiencias
interdimensionales. Su origen puede ser natural, energético, simbólico o
incluso artificial. La mente humana, al interactuar con ellos, puede abrirse a
planos no ordinarios. Pero sin discernimiento, también puede ser arrastrada por
fuerzas que no comprende.
El Amazonas, más que una
selva exuberante, es un territorio espiritual donde la frontera entre lo
visible y lo invisible se vuelve porosa. Para los pueblos originarios, no es
sólo un ecosistema: es un espacio interdimensional, un lugar donde el alma
puede cruzar planos, recibir enseñanzas, enfrentar pruebas o ser tocada por
presencias que no pertenecen al mundo ordinario. Aunque no existe una “puerta
física” como en Hayu Marca, el Amazonas entero es considerado por chamanes,
sabios y místicos como un portal viviente, donde el contacto con seres de otras
realidades ocurre con naturalidad.
Este carácter de portal se
manifiesta en los encuentros con entidades no humanas que habitan la selva, no
como animales ni como fantasmas, sino como seres interdimensionales que
custodian, enseñan o advierten. Uno de los más conocidos es el Chullachaqui,
figura legendaria en la Amazonía peruana. Se presenta como un hombre pequeño,
deforme, con un pie distinto al otro, capaz de adoptar la forma de un ser
querido para engañar y desviar al caminante. No es un simple mito: muchos
aseguran haberlo visto, incluso patrullas militares, y su presencia se
interpreta como prueba espiritual, como cruce entre dimensiones.
Pero el Chullachaqui no
está solo. La mitología amazónica está poblada por otros seres que revelan el
carácter interdimensional del territorio:
· Yacuruna: espíritu acuático que habita los
ríos profundos. Se aparece montado sobre un cocodrilo negro, y puede raptar a
jóvenes para llevarlas a su mundo subacuático. Es invocado en rituales de
ayahuasca, y se le atribuyen poderes de sanación y conocimiento oculto.
· Bufeo colorado: delfín rosado que, según la
tradición, se transforma en hombre atractivo para seducir mujeres y llevarlas
al fondo del río. Su aparición suele estar ligada a avisos espirituales o
desequilibrios energéticos.
· Sachamama: serpiente gigante que representa
la fuerza de la selva. No es sólo animal: es espíritu guardián, símbolo de
sabiduría ancestral y poder telúrico.
· Tunche: entidad que emite un silbido agudo en
la noche. Se dice que quien responde al silbido, lo llama. Su presencia está
asociada al castigo espiritual, al desequilibrio o a la transgresión de tabúes.
· Iasá: espíritu femenino vinculado al arco
iris, que representa la belleza, la pérdida y la transformación. Su historia
habla de amor, sacrificio y conexión entre cielo y tierra.
· Mascha: jaguar espiritual que puede volverse
invisible. En la tradición boliviana, es protector de los sabios y puede
aumentar la caza o bendecir la cosecha.
· Boraro: criatura temida en la Amazonía
colombiana, que abraza a sus víctimas hasta convertirlas en pulpa. Su presencia
es símbolo de energía destructiva, pero también de advertencia.
Estos seres no son simples
personajes míticos: son manifestaciones del espíritu en formas simbólicas, que
actúan como guardianes, mensajeros o pruebas. Su aparición en sueños, visiones
o encuentros físicos revela que el Amazonas no es sólo selva: es umbral entre
mundos, portal donde el alma humana puede ser tocada por lo invisible. La
mitología guaraní también es rica en seres que cruzan dimensiones:
- Pombero: espíritu travieso del monte, protector de la naturaleza.
Se le atribuyen apariciones nocturnas, silbidos misteriosos y la capacidad
de volverse invisible. Su presencia suele advertir sobre el respeto al
entorno.
- Luisón: séptimo hijo de la leyenda guaraní, asociado a la muerte y
la transformación. Se le describe como un ser híbrido entre hombre y
bestia, que aparece en momentos de transición espiritual.
- Yasí Yateré: espíritu de cabello dorado que seduce a los niños y
los lleva al monte. Aunque inquietante, también se le considera guardián
de secretos y transmisor de saberes ocultos.
- Mbói Tu’i: criatura con cuerpo de serpiente y cabeza de loro,
símbolo de la selva húmeda. Su canto anuncia cambios energéticos y su
aparición se interpreta como señal de desequilibrio o protección.
- Kurupi: espíritu de la fertilidad, vinculado a la sexualidad y la
fuerza vital. Su figura, aunque grotesca, representa el poder creador y la
energía telúrica.
- Ao Ao: bestia con forma de oveja gigante que devora a quienes
transgreden el monte. Es símbolo de justicia natural y advertencia
espiritual.
En la pampa argentina también
se reconocen seres interdimensionales. Aunque menos exuberante en mitología que
la selva, la pampa también alberga relatos de seres que actúan como presencias
interdimensionales de apariencias monstruosas, fieras, lumínicas, esteparia,
solitarios y salvajes. Entre los cuales están:
- El Lobizón: versión criolla del hombre lobo, asociado al séptimo
hijo varón. Su aparición en noches de luna llena se interpreta como
manifestación de energías reprimidas o ancestrales.
- La Luz Mala: fenómeno lumínico que aparece en campos solitarios. Se
cree que es el alma en pena de alguien que murió sin confesión o con
asuntos pendientes. Su presencia es advertencia y misterio.
- El Almamula: espíritu de mujer castigada por transgresiones
sexuales, que se transforma en mula y recorre los campos. Representa la
culpa, el castigo y la redención.
- El Ucumar: criatura peluda que habita zonas montañosas del noroeste
argentino, pero también se le vincula con la pampa profunda. Se le
considera guardián de lo silvestre y símbolo de lo no domesticado.
Estas entidades, aunque descritas como mitos,
revelan una fenomenología espiritual interdimensional: no son simples leyendas,
sino formas simbólicas del espíritu que se manifiestan en territorios cargados
de energía ancestral. El alma humana, al entrar en contacto con estos seres —ya
sea en sueños, visiones o encuentros físicos—, se enfrenta a pruebas,
enseñanzas o revelaciones que trascienden lo racional.
Brasil, con su inmensa
diversidad geográfica y espiritual, también alberga relatos fascinantes sobre seres
interdimensionales que se manifiestan en sus selvas, montañas y espacios
rituales. La cosmovisión de muchas comunidades indígenas brasileñas, así como
las tradiciones afrobrasileñas y espiritistas, reconocen la existencia de entidades
que habitan planos distintos al físico, pero que interactúan con los humanos en
sueños, visiones, rituales o encuentros inesperados.
En la región amazónica
brasileña, por ejemplo, se habla del Curupira, un espíritu protector del bosque
con los pies al revés, que confunde a los cazadores y defiende a los animales.
Su aparición no es sólo folclórica: se interpreta como advertencia espiritual
ante el abuso de la naturaleza. También está el Caipora, otro guardián del
monte, que se manifiesta en forma de viento, sombra o figura antropomorfa, y
cuya presencia suele estar ligada a zonas de alta energía.
En el ámbito afrobrasileño,
especialmente en el Candomblé y la Umbanda, se reconocen entidades como los Exus,
Pombagiras, Caboclos y Pretos Velhos, que no son simples espíritus
desencarnados, sino presencias interdimensionales que actúan como guías,
protectores o mensajeros. Se manifiestan en rituales, incorporaciones y estados
de trance, y su contacto revela una fenomenología espiritual compleja, donde el
cuerpo humano se convierte en canal entre dimensiones.
Además, Brasil ha sido
escenario de numerosos avistamientos de OVNIs y encuentros con seres no humanos
que algunos investigadores interpretan como inteligencias interdimensionales
más que extraterrestres. Ufólogos como Jacques Vallée y J. Allen Hynek han
propuesto que muchos de estos fenómenos no provienen de otros planetas, sino de
realidades paralelas que coexisten con la nuestra, y que se manifiestan en
lugares de alta resonancia como ciertas zonas del interior brasileño. En
resumen, Brasil no sólo conserva relatos míticos: vive una fenomenología
espiritual interdimensional activa, donde el monte, el ritual, el sueño y el
encuentro se convierten en puertas hacia lo invisible.
La conclusión metafísica que
se impone, al recorrer los orígenes del fenómeno espiritual, es tan radical
como incómoda para el paradigma dominante actual: la primacía de lo espiritual
sobre lo material. Esta afirmación no es una consigna devocional ni una
nostalgia metafísica, sino una constatación ontológica que emerge del análisis
de los casos concretos, de las manifestaciones que desafían las leyes físicas,
y de la experiencia humana cuando se abre al misterio. En ella se juega no sólo
una visión del mundo, sino una confrontación directa con los pilares
filosóficos que han sostenido la modernidad.
Desde Platón, la idea de
que lo sensible es sólo reflejo de lo inteligible ya establecía una jerarquía:
el mundo de las ideas como fundamento, y el mundo material como copia. Para
Platón, lo verdaderamente real es lo inmaterial, lo eterno, lo universal. La
materia no tiene capacidad de orden por sí misma; necesita participar de lo
ideal para adquirir forma. Esta metafísica espiritualista fue heredada por el
cristianismo, que reconoció en Dios —Ser puro, acto sin potencia— el fundamento
de todo lo creado.
Aristóteles, aunque más
conciliador, mantuvo el dualismo: la forma (alma) es principio de vida, y la
materia es potencia que necesita ser actualizada. En su De Anima, el
alma no es producto de la materia, sino su causa formal. La realidad, para él,
es siempre una síntesis, pero la forma —lo espiritual— define lo que la materia
es.
Descartes, en el siglo
XVII, radicalizó el dualismo: la sustancia pensante (res cogitans) tiene
prioridad epistemológica sobre la sustancia extensa (res extensa). El
pensamiento es más seguro que la percepción, y la idea de perfección —que el
alma puede concebir— exige la existencia de un ser perfecto: Dios. Para
Descartes, lo espiritual no sólo precede, sino que garantiza la existencia de
lo material.
Frente a esta tradición, el
materialismo moderno —de Hobbes a Marx— intentó invertir la jerarquía. La
materia sería lo originario, y la conciencia, un epifenómeno. Marx, en su
crítica a Hegel, reemplaza el despliegue del Espíritu por el proceso histórico
de la materia. La conciencia no transforma el mundo: es producto de las
condiciones materiales. Pero esta inversión, aunque poderosa en su crítica
social, fracasa ontológicamente cuando se enfrenta a fenómenos que no pueden
ser explicados por la materia sola.
El evolucionismo, por su
parte, ha querido reducir al ser humano a una secuencia de mutaciones azarosas.
Pero incluso Darwin reconocía que detrás del azar podía esconderse una
inteligencia creadora. La conciencia, el lenguaje, el arte, la experiencia mística,
no se explican por selección natural. Y menos aún los fenómenos espirituales
que alteran la materia: bilocaciones, levitaciones, cuerpos incorruptos,
visiones proféticas, curaciones instantáneas. La materia no puede producir lo
que la trasciende.
Nietzsche, en su intento de
superar el nihilismo, proclamó la muerte de Dios y la afirmación del cuerpo.
Pero su filosofía, en el fondo, es una espiritualización de la voluntad: el
cuerpo nietzscheano no es biológico, sino simbólico, trágico, afirmador. El
“espíritu libre” que propone no es materialista, sino un nuevo tipo de alma que
se libera del dogma. Incluso en su negación, lo espiritual se impone.
La era contemporánea, con
su tecnociencia, su nihilismo posmetafísico y su culto al dato, ha querido
enterrar lo invisible bajo algoritmos. Pero cuando lo invisible se manifiesta
—en experiencias místicas, en fenómenos inexplicables, en intuiciones que transforman
vidas— la materia queda desbordada. La ciencia no puede explicar lo que no
puede medir. Y el pensamiento que niega lo espiritual se convierte en dogma sin
alma.
La primacía de lo
espiritual no es una afirmación religiosa: es una necesidad ontológica. Lo
material no se explica por sí mismo. Lo espiritual, en cambio, puede dar razón
de lo material, transformarlo, trascenderlo. Y en Cristo —Dios hecho carne— esa
primacía se revela como encarnación, no como evasión. El espíritu no huye del
mundo: lo redime.
Toda reflexión sobre el
origen del fenómeno espiritual exige no sólo una clasificación ontológica, sino
una raíz doctrinal que permita pensar lo invisible desde una estructura de
verdad. En este sentido, dos figuras se imponen como columnas del pensamiento
cristiano: San Agustín de Hipona y Santo Tomás de Aquino. Ambos, desde
perspectivas distintas, afirman con claridad que lo espiritual precede
ontológicamente a lo material, y que toda manifestación legítima del alma debe
ser comprendida como participación en lo eterno.
San Agustín, en sus Confesiones,
no sólo narra su conversión, sino que establece una antropología espiritual
donde el alma es imagen de Dios, y su inquietud —inquietum est cor meum—
revela que el origen del ser humano no está en la carne, sino en el deseo de lo
divino. Para Agustín, la verdad no es una idea, sino una persona: Cristo como
Verdad encarnada. Su doctrina de la iluminación sostiene que el conocimiento
verdadero no proviene de los sentidos, sino de la luz interior que Dios infunde
en el alma. Así, todo fenómeno espiritual auténtico es, en última instancia,
una participación en la luz increada.
Santo Tomás de Aquino, por
su parte, articula una ontología precisa: el ser es acto, y la materia no tiene
existencia sin forma. En su Summa Theologiae, afirma que el alma humana
es creada directamente por Dios, y que su capacidad de conocer lo universal
revela su origen espiritual. Tomás distingue entre lo natural, lo preternatural
y lo sobrenatural, y establece que sólo Dios puede obrar milagros en sentido
estricto. Las criaturas espirituales —ángeles y demonios— pueden producir
fenómenos preternaturales, pero no trascender el orden creado. La mente humana,
en cambio, puede acceder a lo transpersonal, pero sólo bajo la luz de la gracia
puede alcanzar lo sobrenatural.
Ambos pensadores coinciden
en que el origen del fenómeno espiritual no puede ser reducido a procesos
materiales ni a estados psíquicos. Lo espiritual no es un efecto de la
evolución, ni una anomalía de la conciencia: es la raíz misma del ser humano,
creado a imagen de Dios, llamado a la comunión con lo eterno. Toda
manifestación que no se ordena a esta verdad —por más luminosa que parezca—
corre el riesgo de convertirse en ilusión, en espectáculo, en extravío. Por
eso, el discernimiento del origen espiritual no es sólo una tarea filosófica:
es una exigencia teológica. Y en Agustín y Tomás se encuentra la brújula
doctrinal que permite distinguir entre lo verdadero y lo aparente, entre lo
divino y lo disfrazado, entre la gracia y la fascinación.
La afirmación de la
primacía de lo espiritual sobre lo material no ha quedado relegada a los
pensadores clásicos. En el pensamiento contemporáneo, diversos filósofos —desde
corrientes analógicas, fenomenológicas, hermenéuticas y teológicas— han
ratificado, con nuevos lenguajes y contextos, que el espíritu no es una
derivación de la materia, sino su fundamento, su horizonte y su sentido.
El canadiense Charles
Taylor, en Las fuentes del yo, sostiene que la identidad humana no puede
comprenderse sin un “horizonte de sentido” que trascienda lo empírico. Para él,
el yo moderno ha perdido contacto con sus raíces espirituales, y sólo puede
reencontrarse en el diálogo con tradiciones que reconozcan la trascendencia. Su
crítica al secularismo no es una nostalgia religiosa, sino una defensa de la
profundidad ontológica del ser humano. Desde Francia, Jean-Luc Marion, teólogo
y fenomenólogo, propone en Dios sin el ser y El fenómeno saturado
una ontología donde lo espiritual no es objeto, sino don. El fenómeno
espiritual, para Marion, no se deja reducir a categorías de presencia o
representación: se impone como exceso, como gratuidad, como irrupción. En su
lectura, lo invisible no es ausencia, sino plenitud que desborda la mirada. En
América Latina, Enrique Dussel ha desarrollado una filosofía de la
liberación que, aunque crítica del dogma, reconoce que la ética verdadera
sólo puede surgir desde una apertura al Otro radical. Su pensamiento, influido
por Levinas y por la teología de la liberación, afirma que la materia histórica
debe ser redimida por una conciencia que se sitúe más allá del sistema. Lo
espiritual, en Dussel, no es evasión, sino fundamento ético. El mexicano
Mauricio Beuchot, con su hermenéutica analógica, propone una vía
intermedia entre el relativismo y el dogmatismo, donde el sentido espiritual se
revela en la analogía, en la proporción, en la apertura al misterio. Su
pensamiento recupera la tradición tomista, pero la actualiza en clave
interpretativa, mostrando que el alma humana no puede ser pensada sin su
vocación trascendente. Incluso en corrientes no confesionales, como la de
Byung-Chul Han, se percibe una crítica al exceso de materialidad. En La
sociedad del cansancio, Han denuncia que el sujeto contemporáneo ha perdido
el silencio, la contemplación, la interioridad. Aunque no postula una
metafísica explícita, su diagnóstico revela que sin lo espiritual —sin lo
invisible, sin lo gratuito— la vida se convierte en rendimiento, en fatiga, en
vacío.
Estos pensadores, desde
contextos diversos, ratifican que el fenómeno espiritual no es una superstición
sino una dimensión constitutiva del ser humano. La materia, sin espíritu, se
vuelve opaca. El espíritu, sin materia, se vuelve abstracto. Pero cuando lo
espiritual se manifiesta en lo concreto —en la historia, en el cuerpo, en la
palabra— revela que el origen no está en lo visible, sino en lo invisible que
lo fundamenta. Por mi parte lo he sostenido también desde el ontorrealismo. El
ontorrealismo piensa que el ser es real y se manifiesta en estructuras
múltiples, pero no reductibles a la materia, ofrece una vía privilegiada para
defender la primacía de lo espiritual sin caer en dualismos estériles ni en
relativismos fenomenológicos. Al afirmar que el ser es anterior a su
manifestación fenoménica, el ontorrealismo restituye el orden del fundamento:
el espíritu como principio, no como efecto. Esta perspectiva permite articular
la fenomenología espiritual desde una base firme. El fenómeno no es ilusión ni
epifenómeno, sino acontecimiento del ser en una dimensión expandida, que exige
ontología más que psicologismo. Allí donde el materialismo fracasa al
explicarlo como derivación neuroquímica, y el idealismo lo disuelve en
pensamiento, el ontorrealismo afirma que el fenómeno espiritual es real porque
participa del ser en su manifestación no objetivable. Desde este enfoque, el
fenómeno espiritual —ya sea una visión, un éxtasis, una bilocación o una
curación milagrosa— no tiene que justificar su existencia ante el método
empírico, porque no deriva del plano empírico: lo atraviesa, lo desborda, lo
interpela. Y eso, en clave ontorrealista, significa que el fenómeno espiritual
es signo del ser que excede la materialidad, pero que la habita sin ser
reducible a ella.
Llegado
a este punto en el desarrollo del capítulo I, donde se ha visto el origen
sobrenatural, preternatural y natural del fenómeno espiritual cabe preguntarse
por su origen animal, vegetal y mineral del mismo. Esta intuición abre una
dimensión poco explorada pero ontológicamente fecunda: la posibilidad de que el fenómeno espiritual tenga también un origen
vinculado a los reinos animal, vegetal y mineral. No se
trata aquí de atribuir conciencia plena a la materia, sino de reconocer que la espiritualidad no irrumpe en el ser humano como creación ex nihilo,
sino como culminación de una trayectoria evolutiva que atraviesa —en forma
embrionaria, vibracional o simbólica— los distintos niveles de la naturaleza.
La
tradición espiritual, desde el pensamiento neoplatónico hasta ciertas
corrientes místicas contemporáneas, ha sostenido que el principio espiritual atraviesa los reinos inferiores antes de
manifestarse plenamente en el ser humano. Esta idea,
lejos de ser una fantasía animista, encuentra respaldo en doctrinas como la de León Denis, quien afirmaba: “El alma duerme en el mineral,
sueña en el vegetal, se mueve en el animal y despierta en el hombre”. En
el reino mineral, el principio espiritual no se manifiesta como conciencia,
sino como estructura vibracional. La
atracción molecular, la simetría cristalina, la resonancia geomagnética, son
formas de orden que revelan una inteligencia latente.
Según ciertas corrientes esotéricas y espirituales (como las desarrolladas en
la Ciencia
Espiritual de la Vida), las “chispas divinas” comienzan su
trayectoria en planos sutiles, experimentando primero en el reino mineral como fase de absorción vibracional colectiva, sin ego
ni individualidad.
El
vegetal introduce una dimensión nueva: la sensibilidad celular.
Aunque no hay pensamiento ni voluntad, existe una forma de respuesta al
entorno: fototropismo, geotropismo, comunicación química entre raíces, memoria
vegetal. En este nivel, el principio espiritual sueña,
como diría Denis: se orienta, se adapta, se expresa en formas que revelan una inteligencia orgánica. Algunas tradiciones sostienen
que las “chispas” espirituales experimentan en este reino para adquirir afinidad energética, antes de encarnar en formas
superiores. El animal representa el umbral entre lo biológico y lo espiritual.
Aquí aparece el instinto, la memoria emocional, la capacidad de aprendizaje,
e incluso formas rudimentarias de afecto y voluntad. Según El Libro de
los Espíritus de Allan Kardec, los animales poseen un principio
espiritual que sobrevive al cuerpo, aunque sin
conciencia plena de sí. Este principio se elabora progresivamente, hasta
individualizarse como espíritu humano. En esta etapa, el alma se mueve, ensaya la vida, y comienza a formar el archivo
interior que luego será base de la conciencia humana. La ontología espiritual que se desprende de
esta visión no es lineal ni mecanicista. No se afirma que el ser humano
“reencarne” en animales o plantas, sino que el principio espiritual realiza una
trayectoria de densificación y experiencia, desde planos sutiles hasta la
encarnación consciente. Esta trayectoria incluye: Involución vibracional:
descenso a planos densos para absorber energía y estructura. Evolución
experiencial: tránsito por formas colectivas (mineral, vegetal) y luego
individuales (animal). Emergencia del ego: aparición de la conciencia de sí en
el reino animal superior. Encarnación humana: integración de todas las
experiencias previas en un espíritu consciente.
La
espiritualidad no ha sido nunca patrimonio exclusivo del ser humano civilizado:
desde tiempos remotos, los pueblos antiguos han reconocido que la naturaleza entera está habitada por presencias, signos y fuerzas que trascienden lo físico. Así, el
fenómeno espiritual no sólo se manifiesta en lo divino, lo angélico o lo
mental, sino también en lo mineral, vegetal y animal,
como canales sutiles de revelación, sanación y anuncio. Esta sección propone
una mirada ontológica y fenomenológica a cada uno de estos tres reinos, con
ejemplos concretos y referencias culturales que los han venerado como portales
del misterio.
El mineral no posee
conciencia, pero sí estructura vibracional. Algunas piedras, por su composición
y geometría, han sido consideradas canales de energía espiritual, capaces de
amplificar, proteger o sanar. No se trata de superstición, sino de una ontología
vibracional que reconoce en el cristal una forma de orden que resuena con el
alma. Cuarzo: considerado un “maestro sanador”, utilizado en rituales de
purificación, meditación y canalización energética. El cuarzo rosa, por
ejemplo, se asocia al amor incondicional; la amatista, a la intuición y la paz
interior. Lapislázuli: venerado por los egipcios como piedra de sabiduría y
conexión con lo divino; se usaba en amuletos y coronas reales. Turmalina negra:
protectora contra energías negativas, utilizada en prácticas chamánicas y
esotéricas. Obsidiana: piedra volcánica asociada al poder de la sombra y la
introspección; usada por los mexicas en espejos rituales para la visión
espiritual. Culturas como la egipcia, la inca, la maya, y las tradiciones
tibetanas han atribuido a los minerales funciones espirituales, curativas y
oraculares. En el arte prehistórico, las piedras no sólo eran soporte: eran
presencia.
El vegetal no piensa, pero
siente y transmite. Algunas plantas, por su composición química y su historia
ritual, han sido consideradas maestras espirituales, capaces de abrir la
percepción, sanar el cuerpo y enseñar desde visiones. No son drogas recreativas:
son entes sagrados que, en contextos rituales, revelan dimensiones ocultas del
alma y del mundo. Ayahuasca (Banisteriopsis caapi + Psychotria
viridis): planta maestra amazónica, utilizada por pueblos como los Shipibo,
Asháninka y Huni Kuin para curación, visión y conexión con los espíritus de la
selva. San Pedro (Trichocereus pachanoi): cactus andino con mescalina,
usado por culturas como los Chavín, Mochica y Q’ero en rituales de sanación y
comunión con los Apus (espíritus de las montañas). Peyote (Lophophora
williamsii): cactus sagrado del norte de México, venerado por los Huicholes
y Navajos como medicina del alma y canal de visión. Coca, Ajo Sacha, Chiric
Sanango: otras plantas maestras utilizadas en dietas chamánicas para fortalecer
el cuerpo espiritual, limpiar energías y recibir enseñanzas oníricas. Estas
plantas no sólo alteran la conciencia: enseñan. Y lo hacen desde una
inteligencia vegetal que no se reduce a lo químico, sino que se manifiesta como
presencia espiritual.
El animal no razona, pero
intuye, percibe y comunica. En muchas culturas, ciertos animales han sido
considerados mensajeros del más allá, guardianes espirituales, o anunciadores
de muerte y transformación. Su comportamiento, su aparición o su vínculo con el
ser humano ha sido interpretado como signo espiritual. Gatos: en el antiguo
Egipto, eran momificados junto a sus dueños; considerados protectores del alma
en el tránsito al más allá. Bastet, diosa felina, encarnaba la armonía entre lo
doméstico y lo divino. Perros: en culturas mesoamericanas, como la mexica, el
perro (Xólotl) guiaba al alma por el Mictlán (inframundo). En la tradición
maya, se enterraba al perro junto al difunto para que lo acompañara. Búhos y
lechuzas: en muchas culturas (mexicana, romana, celta), su canto nocturno se
asocia a la muerte o al anuncio de un cambio espiritual. Murciélagos, mariposas
negras, zorros: considerados presagios de muerte o transformación; su aparición
inesperada se interpreta como signo de tránsito. Caballos, águilas, jaguares:
animales de poder en culturas como la inca, maya, nórdica y nativa americana;
asociados a la fuerza, la visión, el cruce de dimensiones. Incluso en la
prehistoria, el arte rupestre muestra animales no sólo como presas, sino como
figuras sagradas: mamuts, bisontes, ciervos, caballos, representados en actitud
ritual, como si fueran canales de lo invisible.
Entre las culturas que lo reconocieron tenemos: Pueblos prehistóricos
con arte rupestre de animales en actitud simbólica; uso ritual de piedras y
pigmentos minerales. Egipto: momificación de animales; uso de piedras sagradas;
plantas como el loto con significado espiritual. Mesoamérica: serpientes,
jaguares, águilas como símbolos divinos; uso de obsidiana y jade; plantas
rituales como el cacao y el peyote. Andes: cactus San Pedro, coca, animales
como el cóndor y el puma como guías espirituales. Amazonía: ayahuasca, tabaco,
plantas maestras; animales como el delfín rosado y el jaguar como espíritus
guía. Asia: uso de piedras como el jade; animales como el dragón, el tigre y el
elefante como símbolos espirituales. La espiritualidad, entonces, no es
exclusiva del alma humana. Se manifiesta en la vibración del cuarzo, en el
canto del búho, en la visión del cactus. Y las culturas antiguas lo sabían: la
naturaleza entera es un templo, y cada reino —mineral, vegetal, animal— puede
ser puerta, espejo o umbral hacia lo invisible.
Cómo explicar, entonces,
este habitar del espíritu en toda la naturaleza y su comunicación con el hombre.
La idea de que el espíritu habita toda la naturaleza y puede comunicarse con el
ser humano es una afirmación profundamente ontológica y también simbólicamente
rica. No se trata de animismo ingenuo ni de espiritualismo difuso, sino de
reconocer que el Ser se manifiesta en grados, y que la materia —lejos de ser
opaca o muerta— es receptáculo y resonador de lo espiritual. Este
"habitar" del espíritu en los reinos mineral, vegetal y animal puede
ser explicado desde varias perspectivas convergentes.
La Ontología de la participación sostiene que todo lo creado refleja al
Creador. Siguiendo la tradición cristiana (y especialmente tomista), cada ser
—por más ínfimo que sea— participa del Ser divino. No en forma plena, sino
analógica. El cuarzo refleja armonía, la flor expresa gratuidad, el animal
transmite intención, y el ser humano encarna conciencia. Esta jerarquía no es
de superioridad arbitraria, sino de grados de manifestación espiritual. “Cada
criatura es un verbo que Dios pronuncia” decía San Buenaventura. Otra
perspectiva piensa al espíritu como vibración y forma viviente. Desde
corrientes fenomenológicas y espirituales contemporáneas (como Jean-Luc Marion
o Beuchot), el espíritu no debe reducirse a sustancia invisible, sino que puede
pensarse como vibración ontológica, como forma activa que da sentido a lo
sensible. Así, una piedra tiene orden, una planta tiene ritmo, y un animal
tiene memoria —todas formas en las que el espíritu modela la materia sin
separarse de ella. También está la interpretación de la comunicación: signo,
símbolo y resonancia. La forma en que el espíritu se comunica con el hombre a
través de la naturaleza no es directa, como si una piedra hablara o un jaguar
pronunciara palabras, sino simbólica y resonante. Lo vegetal enseña por visión,
lo animal por signo, lo mineral por vibración. El alma humana —cuando está
abierta, contemplativa, limpia— puede leer esos signos, recibir esas
intuiciones, y discernir esas presencias. Es un lenguaje del espíritu:
silencioso, total, encarnado. “El silencio de las cosas es lenguaje para
quien sabe escuchar” escribí en mi obra Ontorrealismo (2025)
Las culturas sabían reconocían la memoria ancestral del alma ecológica. Pueblos
antiguos lo vivieron como evidencia, no como teoría. Los egipcios embalsamaban
gatos y cocodrilos porque reconocían en ellos presencias protectoras. Los
shipibos, Q’ero, huicholes, dogones, australianos y siberianos, reconocían en
las plantas y animales canales de enseñanza espiritual. Sus rituales no
invocaban un dios abstracto, sino una presencia viviente encarnada en el mundo
natural. Esa memoria —aunque marginada por la modernidad— sobrevive en la
intuición del alma humana, que siente que la naturaleza le habla, le guía, le
transforma. Explicar este habitar del espíritu es, por tanto, restablecer el
vínculo roto entre ontología y contemplación. No es romantizar la selva, ni
animar los objetos, sino reconocer que todo lo que existe es expresión, y que
el hombre puede interpretar lo expresado si vuelve a escuchar.
Mencionaremos dos casos en la casuística de cada uno. Espiritualidad
Mineral. Wirikuta (México) y el pueblo wixárika. En el desierto de San Luis
Potosí, el pueblo wixárika (huichol) considera a Wirikuta como un territorio
sagrado donde nació el sol y habita su deidad principal, Tamatsi Kauyumarie.
Las montañas, las piedras y los minerales del lugar son parte de su cosmogonía.
Las peregrinaciones rituales incluyen ofrendas a formaciones rocosas
específicas, consideradas portales energéticos. La lucha contra las concesiones
mineras extranjeras ha sido también una defensa espiritual del territorio. El
segundo caso son los Cristales en prácticas terapéuticas contemporáneas. En
contextos urbanos y alternativos, minerales como el cuarzo, la amatista y la
turmalina negra son utilizados en terapias energéticas, meditación y sanación.
Por ejemplo, el cristal de roca es considerado un amplificador espiritual que
armoniza los chakras y limpia el aura. Estas prácticas, aunque no siempre
religiosas, revelan una espiritualidad vibracional que reconoce la inteligencia
energética de la materia.
Espiritualidad Vegetal. Ayahuasca en la Amazonía y su expansión global. La
ayahuasca, planta maestra utilizada por pueblos como los Shipibo-Conibo y
Asháninka, es considerada una entidad espiritual que enseña, sana y revela. En
rituales guiados por chamanes, la planta se consume para entrar en estados de
visión y purificación. Hoy, su uso se ha expandido de forma descontrolada y
turística a centros urbanos en América y Europa, donde se mantiene el respeto muy
dudoso por su dimensión espiritual y ancestral. La antroposofía y el cultivo
biodinámico. Inspirado por Rudolf Steiner, el cultivo biodinámico considera que
las plantas tienen fuerzas espirituales que interactúan con el cosmos. En
Alemania y otros países, se realizan rituales agrícolas con preparados
vegetales que buscan fortalecer el alma de la tierra. Las plantas no son sólo
alimento, sino seres vivos con misión espiritual, integradas en una visión
holística del ser humano y la naturaleza.
En la espiritualidad animal destaca la conexión espiritual con mascotas
(perros y gatos). Muchas personas experimentan una relación espiritual profunda
con sus mascotas. Se les atribuye la capacidad de sanar emocionalmente,
anticipar enfermedades o acompañar procesos de duelo. En culturas como la
mexica o egipcia, esta conexión era ritualizada; hoy, se vive como una forma de
presencia divina encarnada en lo cotidiano. También se considera a los animales
como mensajeros espirituales. En diversas tradiciones, ciertos animales
aparecen como signos o presagios. Por ejemplo, el búho se asocia con la
intuición y la verdad; el cuervo, con el renacimiento; el águila, con la
protección espiritual. Estos encuentros —ya sea en sueños o en la vida diaria—
son interpretados como mensajes del alma o del universo, y forman parte de
prácticas chamánicas y espirituales contemporáneas.
Ahora bien, es legítimo
preguntarnos si hay fenomenología espiritual en los sueños. Y la respuesta es
sí. De hecho, los sueños han sido considerados desde tiempos antiguos como uno
de los canales más profundos de manifestación espiritual. La vida psíquica
—especialmente en su dimensión onírica— no es sólo un reflejo del inconsciente,
como sostenía Freud, sino también una vía de comunicación entre el alma y lo
invisible, como afirmaron Jung, Eliade, Corbin y los místicos cristianos. En la
fenomenología espiritual en los sueños destacan: 1. El sueño como espacio de
revelación. En muchas tradiciones, el sueño es considerado un estado liminal,
donde el alma se libera de las restricciones del cuerpo y puede recibir
mensajes, símbolos o incluso visitas espirituales. San Juan de la Cruz y Santa
Teresa de Ávila relatan experiencias místicas que ocurrieron en estados de
semisueño o contemplación nocturna. 2. Sueños como manifestaciones del alma. Desde
la fenomenología espiritual, los sueños no son sólo imágenes mentales, sino
manifestaciones simbólicas del estado del alma. Pueden revelar bloqueos,
intuiciones, llamados divinos o incluso advertencias. El arcoíris, los animales
guía, los números repetitivos o la luz intensa son símbolos recurrentes que
indican una conexión espiritual activa. 3. Sueños como comunicación
interdimensional. En contextos chamánicos, esotéricos y místicos, se sostiene
que el sueño permite cruzar dimensiones. El alma puede visitar planos sutiles,
recibir enseñanzas de entidades, o recordar experiencias de vidas pasadas.
Culturas como la egipcia, la tibetana y la amazónica han desarrollado técnicas
para inducir sueños lúcidos con fines espirituales.
Entre los autores que lo
han explorado tenemos a Carl Jung: los sueños como expresión del inconsciente
colectivo y vía de individuación. Mircea Eliade: el sueño como retorno al mito
y al tiempo sagrado. Henry Corbin: el “mundo imaginal” como plano intermedio
entre lo sensible y lo espiritual. María Zambrano: la razón poética como forma
de conocimiento espiritual a través del sueño. Miguel de Molinos: el
recogimiento interior como vía de revelación nocturna. Gastón Bachelard es una
figura imprescindible para pensar la fenomenología espiritual en
la vida psíquica, especialmente en los sueños, la ensoñación y
la imaginación creadora. Aunque no aborda directamente lo espiritual en
términos teológicos, su obra ofrece una ontología
poética del alma que permite comprender cómo el espíritu se
manifiesta en los estados oníricos y simbólicos. El sueño, entonces, no es sólo descanso: es puerta, espejo y mensaje. Y
la fenomenología espiritual lo reconoce como uno de los espacios más fértiles
para que el alma se manifieste, se escuche y se transforme.
Entre los sueños más
paradigmáticos podemos mencionar los siguientes. El sueño de Kekulé. El químico
alemán Friedrich August Kekulé descubrió la estructura del benceno gracias a
una visión onírica. Mientras dormía frente a la chimenea, soñó con una
serpiente que se mordía la cola —el símbolo alquímico del ouroboros— y
comprendió que la molécula del benceno debía tener forma de anillo cerrado2.
Este sueño no fue sólo una metáfora: fue la clave estructural que revolucionó
la química orgánica. Kekulé mismo dijo en su discurso de 1890: “Soñemos,
caballeros, así quizás encontremos la verdad.” Los sueños del Faraón
(Génesis 41) El Faraón de Egipto soñó con siete vacas gordas devoradas por
siete vacas flacas, y luego con siete espigas llenas devoradas por siete
espigas secas. Nadie pudo interpretarlo, hasta que José, prisionero hebreo, fue
llamado. José reveló que el sueño anunciaba siete años de abundancia seguidos
por siete años de hambre, y propuso un plan de almacenamiento que salvó a
Egipto. El sueño fue considerado revelación divina, y José fue nombrado
gobernador. Aquí el sueño actúa como profecía política y económica, con impacto
histórico. El sueño de Nabucodonosor (Daniel 2). El rey babilónico soñó con una
gran estatua compuesta por distintos metales: Cabeza de oro, Pecho y brazos de
plata, Vientre y muslos de bronce, Piernas de hierro y Pies de hierro y barro. Una
piedra no cortada por mano humana destruye la estatua y se convierte en una
montaña que llena la tierra. El profeta Daniel interpreta que la estatua
representa cuatro imperios sucesivos, y que la piedra simboliza el reino eterno
de Dios. Este sueño es una visión apocalíptica, que articula una teología de la
historia y una escatología política. Estos tres sueños —científico, bíblico y
profético— muestran que el sueño puede ser más que imagen: puede ser
estructura, advertencia o revelación.
Este
enfoque permite ampliar la fenomenología espiritual hacia una cosmología viva, donde la materia no es obstáculo, sino
vehículo del espíritu. El fenómeno
espiritual, entonces, no sólo tiene origen divino, angélico o mental: también
se gesta en la naturaleza, como vibración,
como sensibilidad, como instinto, hasta despertar como conciencia.
Toda la reflexión desplegada hasta este punto
permite construir un cuadro sistemático y más completo sobre los distintos
orígenes del fenómeno espiritual, no sólo desde la doctrina cristiana y la
fenomenología interdimensional, sino también desde la experiencia del alma en
diálogo con la naturaleza, la vida psíquica y el misterio. El fenómeno
espiritual no surge de un solo punto de partida, ni responde a una única
fuente. Se manifiesta desde múltiples planos de realidad, cada uno con su
propia ontología, simbología y grado de conciencia. El recorrido realizado ha
revelado que el origen espiritual puede proceder de siete grandes ámbitos, que
aquí se sintetizan como una cartografía del misterio:
1. Origen Sobrenatural. Emerge
directamente de Dios, sin mediación ambigua ni canalización humana. Es la
manifestación de la gracia pura, del milagro, de la revelación divina que
excede toda causa natural. Ontológicamente, se trata del Ser increado, que
actúa en la historia para redimir, transformar y elevar.
2. Origen Preternatural. Proveniente
de seres espirituales creados —ángeles, demonios, potestades— que operan en
planos invisibles. Son seres personales, con inteligencia y voluntad, capaces
de generar manifestaciones poderosas, pero no divinas. Su discernimiento es
crucial, pues pueden ser mensajeros del cielo o distorsiones del abismo.
3. Origen Natural (lugares
físicos interdimensionales). Algunos espacios geográficos actúan como portales
entre dimensiones. Hay zonas energéticas, vórtices, estructuras geológicas o
simbólicas donde lo invisible se cruza con lo visible. No poseen conciencia
propia, pero facilitan el acceso espiritual por resonancia. Ejemplos incluyen
Hayu Marca, Monte Shasta o Sedona.
4. Origen Mineral. Los
cristales, piedras y estructuras minerales son más que materia: emiten
vibraciones, configuran campos energéticos, y han sido utilizados por culturas
antiguas como canalizadores espirituales. El cuarzo, la amatista, la obsidiana
y el jade son testimonios materiales de una inteligencia geométrica del
espíritu.
5. Origen Vegetal. Las
plantas maestras —como la ayahuasca, el San Pedro, el peyote— son consideradas
entes espirituales vivientes, capaces de enseñar, sanar y revelar. Desde la
selva amazónica hasta la tradición antroposófica, se las reconoce como maestras
interdimensionales, que comunican mediante visiones, intuiciones y limpieza
energética.
6. Origen Animal. Animales
que anuncian la muerte, que guían el alma, que sanan emocionalmente o que
acompañan procesos espirituales. Desde los gatos embalsamados por los egipcios
hasta los perros guía del Mictlán mesoamericano, el reino animal ha sido
siempre portador de presencia espiritual que excede el instinto.
7. Origen Psíquico (vida
psíquica y sueños). La mente espiritual, en estados de sueño, contemplación o
visión interior, puede ser espacio de comunicación interdimensional. Los sueños
del Faraón, de Nabucodonosor, o el de Kekulé revelan que la conciencia puede
recibir mensajes que no provienen de sí misma, sino de un plano superior del
Ser.
Cuadro Ontológico del Origen del Fenómeno Espiritual
Origen Espiritual |
Naturaleza Ontológica |
Grado de Conciencia |
Tipo de Manifestación |
Ejemplos
Relevantes |
Sobrenatural |
Ser Increado (Dios) |
Absoluto |
Revelación, Milagro, Gracia |
Apariciones marianas, estigmas, milagros eucarísticos |
Preternatural |
Seres espirituales creados |
Elevado |
Locución, posesión, canalización |
Ángeles fieles, demonios, potestades, entidades mediúmnicas |
Natural (lugares) |
Zona geofísica energética |
Nulo / Reactivo |
Portal dimensional, catalizador |
Hayu Marca, Sedona, Monte Kailash, San Borondón |
Mineral |
Estructura vibracional |
Latente |
Resonancia, armonización |
Cuarzo, obsidiana, lapislázuli, turmalina negra |
Vegetal |
Inteligencia simbólica |
Sensible |
Visión, purificación, enseñanza |
Ayahuasca, San Pedro, peyote, coca, plantas maestras chamánicas |
Animal |
Instinto perceptivo |
Proto-consciente |
Guía, anuncio, sanación |
Gatos egipcios, perros del Mictlán, búhos como presagio, animales de
poder |
Psíquico (sueños) |
Mente espiritual individual |
Variable |
Sueño revelador, visión interior |
Kekulé (benceno), Faraón (José), Nabucodonosor (Daniel), sueños
místicos cristianos |
Esta cartografía ontológica
muestra que el fenómeno espiritual no tiene una sola fuente ni una sola forma,
sino que se despliega en múltiples planos, donde el alma humana —como testigo y
canal— debe discernir, interpretar y responder. La fenomenología espiritual
interdimensional no es sólo una taxonomía: es una brújula que orienta la
experiencia del alma en su cruce con lo invisible.
A partir del desarrollo
sistemático, centrado en el origen del fenómeno espiritual en sus múltiples
dimensiones, podemos extraer las siguientes conclusiones metafísicas que
conforman el fundamento doctrinal y ontológico de la obra.
1.
La primacía del espíritu sobre la materia El ser no se agota en lo
físico ni en lo observable. El espíritu antecede ontológicamente a la materia y
le da forma, sentido y destino. Toda manifestación espiritual verdadera
proviene de una fuente superior que excede la causalidad empírica. En este
orden, lo visible es manifestación del Invisible.
2.
El fenómeno espiritual como irrupción del ser Cada experiencia
espiritual auténtica —sea revelación, visión, intuición o contacto— es una
manifestación del Ser en el plano humano. La fenomenología espiritual,
entonces, no estudia apariencias: estudia epifanías del ser, signos que revelan
dimensiones más profundas de la realidad.
3.
Multiplanaridad ontológica El ser se manifiesta en múltiples niveles:
divino, angélico, humano, mineral, vegetal, animal, psíquico. Cada plano no es
reductible al otro, pero todos están conectados por una lógica de
participación. Esto exige una ontología no unidimensional, sino estructurada en
grados.
4.
La naturaleza como portadora de espíritu Lejos de ser materia inerte, la
creación —en sus reinos mineral, vegetal y animal— contiene expresiones sutiles
del espíritu. Las piedras vibran, las plantas enseñan, los animales intuyen, y
el hombre, cuando escucha, recibe el mensaje del mundo como revelación viva.
5.
El alma humana como cruce de dimensiones El ser humano, al integrar
cuerpo, alma, mente y espíritu, se convierte en umbral entre planos. Puede
recibir mensajes del mundo divino, vibrar con la naturaleza, dialogar con
entidades y manifestar fenómenos que revelan su profunda vocación
interdimensional.
6.
La interioridad psíquica como espacio de revelación El sueño, la
intuición, la contemplación no son estados subjetivos sino territorios
ontológicos, donde el alma se abre a lo invisible y participa de otras
realidades. El mundo imaginal —según Bachelard, Corbin, Jung— es más que
fantasía: es morada espiritual.
7.
La necesidad del discernimiento metafísico No toda manifestación
espiritual es legítima. Algunas provienen de fuentes oscuras o desviadas. Por
ello, se impone el ejercicio del discernimiento ontológico, capaz de reconocer
la procedencia, la dirección, la forma y los frutos de cada fenómeno.
8.
La centralidad de lo cristocéntrico en la ontología espiritual Cristo,
como manifestación absoluta del Ser divino encarnado, se convierte en criterio
último de toda espiritualidad. Toda experiencia que no se ordena a la verdad,
al amor y a la redención corre el riesgo de extraviarse. Cristo no excluye:
discierne, ordena, redime.
Una
reflexión metafísica de gran profundidad es aquella que, aunque el espíritu sea
ontológicamente superior a la materia, en esta vida
terrenal la materia impone sus leyes como marco dominante,
y el espíritu debe manifestarse dentro de sus límites. Esta tensión entre lo
eterno y lo temporal, entre lo invisible y lo visible, es el drama de la
existencia humana. Sin embargo, hay fenómenos excepcionales
que actúan como fisuras en el tejido
material, revelando que el espíritu no está ausente,
sino latente, activo y a veces desbordante.
Y me refiero a los cuerpos incorruptos, los dones espirituales y los encuentros
interdimensionales.
En
los Cuerpos incorruptos se aprecia la materia vencida por la gracia
Los cuerpos incorruptos de santos como Santa Bernardita Soubirous, San Juan María Vianney, Santa Catalina Labouré o San Charbel Makhlouf desafían las leyes biológicas de descomposición
Los Dones espirituales son irrupciones del espíritu en la conciencia. Los santos y místicos han manifestado dones que trascienden la psicología humana: bilocación, lectura de corazones, visiones, estigmas, éxtasis, profecía, discernimiento de espíritus, sanaciones. Padre Pío, por ejemplo, vivió con estigmas visibles durante décadas, tuvo bilocaciones documentadas y leía el alma de los penitentes. Estos dones no son talentos naturales, sino carismas del Espíritu Santo que irrumpen en la materia y la conciencia para revelar lo invisible
Y los Encuentros interdimensionales donde lo espiritual se muestra en clave cósmica. Los abundantes testimonios de encuentros con seres interdimensionales, tanto biológicos como no biológicos, han sido reportados en contextos chamánicos, místicos, ufológicos y experienciales. Desde los sueños del Faraón y Nabucodonosor hasta los relatos modernos de abducciones, visiones y contactos, se percibe una constante: el cruce de planos, donde el espíritu se manifiesta en formas que desafían la lógica material
Lo
que se impone como conclusión es que la materia en este mundo debe ser vista como
umbral, no como prisión. Lo que contradice el supuesto básico de las
tradiciones órfico-pitagórica, gnóstica y maniquea,
para quienes la materia no es valorada como creación armoniosa, sino como principio de caída, oscuridad y encierro. Aunque cada
una de estas corrientes tiene sus propias matizaciones, coinciden en una visión
dualista del cosmos, donde el alma
espiritual está atrapada en la prisión del cuerpo y del mundo material. Pero en
esta vida terrenal, la materia rige los ritmos,
pero no define el sentido. El espíritu, aunque limitado por el
cuerpo, se manifiesta en lo excepcional, lo simbólico y
lo interdimensional. Los cuerpos incorruptos, los dones
místicos, las experiencias cercanas a la muerte (ECM) y los encuentros con
seres de otros planos son testimonios de que el
espíritu no está sometido, sino que espera su plenitud.
Pero
como señaló certeramente Tomás de Aquino a los humanos en la jerarquía de los
seres les corresponde llegar a la plenitud como personas, donde alma y cuerpo
se vuelven a reunir, esto es, no nos convertimos en ángeles o sustancias
espirituales sin cuerpo, sino en hombres redimidos con alma y cuerpo
glorificado. Efectivamente, el ser humano no alcanza su plenitud como alma
separada, sino como unidad sustancial de alma y
cuerpo, redimida y glorificada en la resurrección. Para
Tomás, el alma es forma sustancial del cuerpo, y su
separación por la muerte es contra natura,
aunque temporal. La perfección última del hombre no consiste en convertirse en
ángel, sino en ser plenamente hombre, con cuerpo
espiritualizado y alma unida a Dios. “Se ve, pues, por lo dicho que, así como el
alma humana será elevada a la gloria de los espíritus celestes para que vea la
esencia de Dios, así también su cuerpo será elevado a las propiedades de los
cuerpos celestes, en cuanto que será transparente, impasible, móvil sin
dificultad ni trabajo e incomparablemente perfecto en su forma.” —
Contra
Gentiles, libro IV, capítulo 86. Y añade: “El cuerpo del resucitado será
ciertamente espiritual, no porque sea espíritu, como mal entendieron algunos,
sino porque estará totalmente sujeto al espíritu.” — Contra Gentiles,
libro IV, capítulo 86. Esta visión se opone al dualismo gnóstico o
maniqueo, que desprecia la materia. Para Tomás, el cuerpo no es prisión, sino parte esencial del ser humano, llamado a participar de
la gloria divina. La resurrección no es evasión del mundo, sino transfiguración del hombre entero.
Todo lo cual lleva sostener
que la experiencia humana, aunque arraigada en una dimensión espiritual, se
despliega en esta vida terrenal bajo el predominio de las leyes de la materia.
Esta subordinación no niega la primacía ontológica del espíritu, pero sí revela
que la existencia encarnada impone ritmos, límites y condiciones que el alma
debe asumir mientras habita el tiempo. Lo visible regula lo cotidiano, mientras
lo invisible se manifiesta sólo de modo excepcional, simbólico o velado. Y, sin
embargo, son justamente esas excepciones las que nos recuerdan que el espíritu
nunca ha sido ausente: simplemente se expresa cuando el corazón está dispuesto
y el velo material se vuelve poroso.
Los fenómenos espirituales
extraordinarios —cuerpos incorruptos, dones místicos, contactos
interdimensionales— no contradicen las leyes físicas: las atraviesan, las
suspenden, las redimen. En los cuerpos de algunos santos que, siglos después de
la muerte, permanecen intactos, sin descomposición ni corrupción, se ve la
materia transfigurada por la gracia. El cuerpo, que debía retornar al polvo, se
convierte en testimonio de lo eterno en lo perecedero.
Asimismo, los dones
espirituales de místicos y santos —bilocación, levitación, éxtasis,
conocimiento intuitivo, sanación— revelan que el alma no está confinada a la
lógica del espacio-tiempo. Cuando el Espíritu actúa en un ser humano plenamente
abierto a lo divino, el cuerpo se convierte en instrumento sensible de lo
invisible. Estas manifestaciones no son privilegio ni espectáculo: son signos
del Reino, destellos de la vida gloriosa que espera.
Finalmente, los encuentros
con seres interdimensionales —tanto biológicos como no biológicos— conocidos en
la cultura moderna como “aliens”, han sido reportados en contextos chamánicos,
místicos, contemplativos y experienciales. En ellos, el alma parece dialogar
con entidades que no pertenecen al plano físico ordinario. Más allá de su
interpretación literal, lo que muestran es que el cosmos está habitado por
inteligencias que trascienden la biología humana, y que el hombre, por vocación
espiritual, puede percibirlos, comunicarse o ser transformado por ese contacto.
Este tema lo he abordado en mis libros La civilización escondida y Teología
cósmica de contacto, pero faltaba esclarecer la fenomenología espiritual
interdimensional.
Todo esto permite ampliar
las conclusiones metafísicas previamente trazadas: el espíritu es fundamento,
pero en esta vida, la materia ejerce su soberanía temporal. Lo espiritual no
anula lo físico, sino que lo reorienta desde dentro. Y los fenómenos
excepcionales, lejos de ser marginales, son fisuras sagradas por donde el Ser
recuerda al hombre que su destino no es el polvo, sino la plenitud encarnada en
cuerpo y alma glorificados, como enseñó Santo Tomás.
Al
finalizar este primer capítulo, queda trazada una cartografía ampliada y rigurosa de la fenomenología espiritual interdimensional desde una
perspectiva antropológica, abierta sin embargo a otras formas de conciencia y
manifestación. Lo que se ha evidenciado es que el ser humano, aunque
constituido en cuerpo y alma dentro del orden material, se encuentra atravesado
por dimensiones que exceden su estructura fisiológica, psicológica y cultural.
Su experiencia espiritual no se limita al ámbito religioso, ni al plano interior de la
subjetividad: se proyecta hacia la interdimensionalidad,
es decir, hacia planos del ser donde lo visible se entrecruza con lo
invisible, y donde el alma se convierte en testigo de lo que el ojo físico no
capta.
La fenomenología espiritual
interdimensional permite comprender que la experiencia humana más allá de lo
físico no es una anomalía, sino una vocación ontológica. El ser humano no está
encerrado en el cuerpo ni limitado por el tiempo, sino que posee la capacidad
—y en ciertos casos la gracia— de entrar en contacto con realidades que lo
trascienden. Esto incluye: 1. Manifestaciones de origen sobrenatural y
preternatural, 2. Fenómenos espirituales vinculados a la naturaleza: mineral,
vegetal, animal, 3. Sueños reveladores, experiencias cercanas a la muerte,
estados alterados de conciencia, 4. Apariciones, visiones, dones místicos, y
encuentros interdimensionales. Toda esta pluralidad de fenómenos, lejos de
desdibujar la condición humana, la expande y la revela: el hombre es más que
biología y más que psique; es cruce de dimensiones, capaz de escuchar, resonar
y dialogar con lo invisible.
De modo que el hombre es
más que biología y más que psique; es cruce de dimensiones, no sólo es capax
dei también es capax spirita. El hombre no es un organismo complejo
ni una mente racional solamente, sino un ser abierto al misterio, con vocación
de trascendencia. El clásico concepto de capax Dei —propuesto por San
Agustín y reafirmado por Santo Tomás— señala que el ser humano es capaz de
Dios, de lo divino, de la comunión con el Absoluto. Pero es necesario dar un
paso audaz, afirmar que el hombre es también capax spiritā —capaz del
espíritu— en todas sus manifestaciones, dimensiones y modulaciones. Es decir:
- Capaz de lo divino (capax Dei)
- Capaz de lo angélico, de lo psíquico, de lo cósmico, de lo natural
(capax spiritā)
- Capaz de reconocer, interpretar, dialogar y ser transformado por lo
espiritual en sus múltiples planos
Esta expansión antropológica transforma la
concepción clásica: el hombre no es sólo templo de Dios, sino también testigo
del Espíritu, intérprete del alma cósmica, umbral entre lo invisible y lo
encarnado. Aquí podría afirmarse: “El hombre, siendo imagen de Dios, no sólo lo
invoca desde su interioridad, sino que lo reconoce en las vibraciones de la
piedra, en el sueño que lo visita, en el animal que lo guía, en el ser que lo
toca desde otras dimensiones. Es capax Dei porque ha sido creado para la
comunión, y es capax spiritā porque ha sido ungido para el cruce de
mundos.”
No obstante, dicha fenomenología espiritual interdimensional incluye a
otros seres de otros mundos. Esta apertura no se limita al hombre. Existen otras
entidades o formas de existencia que también manifiestan una fenomenología
espiritual interdimensional, aunque desde naturalezas distintas. Entre ellas
destacan: ángeles, demonios, seres interdimensionales, espíritus de la
naturaleza, inteligencias psíquicas y almas desencarnadas.
Tipo de Ser |
Naturaleza Ontológica |
Manifestación
Interdimensional |
Ángeles fieles |
Espíritu creado |
Locuciones, protección,
guía invisible |
Potestades demoníacas |
Espíritu caído |
Tentaciones, posesiones,
distorsión energética |
Seres interdimensionales |
Biológicos/no biológicos |
Contacto simbólico,
sueños, apariciones, enseñanza |
Espíritus de la naturaleza |
Conciencia no humana |
Manifestaciones
arquetípicas, vibraciones, intuiciones |
Inteligencias psíquicas |
Conciencia supramental |
Comunicación telepática,
transmisiones simbólicas |
Almas desencarnadas |
Humanos en tránsito |
Presencias, mensajes,
sueños lúcidos |
Estas entidades participan
de realidades interdimensionales, cada una según su grado ontológico, su misión
espiritual y su modo de contacto. Su fenomenología, aunque distinta a la
humana, revela que el cosmos entero es una inmensa morada de lo espiritual, y
que el ser humano no está solo en su búsqueda: es llamado, acompañado y
desafiado por presencias que también habitan el misterio.
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[Tesis de licenciatura, Escuela Superior Autónoma de Bellas Artes Diego Quispe
Tito].
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