sábado, 21 de junio de 2025

EL ATEÍSMO MORAL DE FRANCISCO MIRÓ QUESADA

 


EL ATEÍSMO MORAL DE FRANCISCO MIRÓ QUESADA

Es hora de alzar el escalpelo para extirpar los tumores del inmanentismo, y no con ánimo personal, sino con urgencia doctrinal. En este sentido, el ateísmo moral de Francisco Miró Quesada representa una de las formas más sofisticadas del inmanentismo filosófico latinoamericano: pulcro, racional, filantrópico… y sin embargo, profundamente amputado de toda verticalidad ontológica. El “humanismo racional” que postula —famosamente desarrollado en textos como El hombre y su filosofía o en sus intervenciones públicas— promueve una ética sin religión, un sentido del deber sin fundamento trascendente, una dignidad humana sin filiación metafísica. En su propuesta, el hombre no es criatura, sino autor y juez de sí mismo, y la moral se sostiene en el consenso, en el diálogo, en la cultura, pero nunca en el misterio que lo excede. El resultado: una ética racionalizada, autocontenida, elegante, y solemnemente vacía de altura.

Miró Quesada quiere la virtud sin la gracia, el bien sin el Bien, el respeto por la persona sin aceptar que esa persona procede del Ser. No niega con violencia, sino que desconecta con pulcritud. Su ateísmo moral es una operación quirúrgica de amputación: extirpa la teología y proclama que la herida ha sanado. Pero el cuerpo moral queda desangrándose en dignidad declarativa sin aliento eterno. Su razón moral —tan bien argumentada— no resuelve el problema del mal, ni ofrece sentido al sufrimiento, ni engendra vocación. Es una razón que ilumina el piso, pero deja el cielo en sombras. Una moral que funciona, pero no redime. ¿Qué valor tiene el respeto por la vida si no sabemos de dónde viene ni a dónde va? ¿Cómo sostener la responsabilidad si el hombre no ha sido llamado por nadie más que por su propia conciencia evolutiva?

Lo dramático es que Miró Quesada, buscando salvar al hombre de la superstición, termina entregándolo a la intemperie de una ética sin rostro sagrado. Y en esa intemperie, florecen los derechos sin deberes, las declaraciones sin oración, la autonomía sin asombro. El ser humano deviene medida de sí mismo: soberano de un mundo sin altar. Contra ese ateísmo moral, urge recordar que la moral no se sostiene por consenso ni por cultura, sino por verdad. Y la verdad, si no brota del ser, si no remite a lo eterno, se desvanece en convención. Sólo hay dignidad humana porque hay una fuente que la confiere; sólo hay libertad porque hay un Logos que la justifica; sólo hay bien si hay un Bien con mayúscula. Miró Quesada ha sido respetado —y con razón— por su lucidez filosófica, por su compromiso cívico, por su influencia crítica. Pero el precio de su coherencia inmanentista ha sido alto: una ética sin alma, una moral sin temor ni temblor, una razón que no se arrodilla ante lo sagrado. Y eso, en tiempos de colapso espiritual, ya no basta. No nos salva. Al contrario, nos hunde más en el naufragio espiritual. Su ateísmo moral exuda decadencia espiritual racionalista del hombre Prometeico moderno por todos los poros.

Contra todo esto, el verdadero humanismo se alza como contracorriente. No es teocrático ni fanático, pero afirma con humildad que el hombre no es la medida de todas las cosas: es medida porque ha sido medido por Otro. El hombre vale porque ha sido amado desde antes de sí, incluso antes de su propia creación. Su libertad no es invención, sino respuesta. Su dignidad no se autoafirma: le ha sido concedida. El rostro del hombre brilla no cuando grita su autonomía, sino cuando se inclina en gratitud. Educar en este humanismo es educar en el asombro, en límite, en apertura. Es enseñar que el saber no se justifica por su utilidad, sino por su belleza. Que el amor no es elección, sino vocación. Que la razón no basta: debe inclinarse ante lo que la excede. Porque sin esa verticalidad —sin ese temblor metafísico—, el hombre se vuelve su propia caricatura: un animal con laptop y derechos sin alma.

Y sí: este humanismo es contracorriente. Porque en una cultura que premia la blasfemia como valentía, la adoración parece debilidad. Pero donde el hombre se reconoce criatura, allí comienza su verdadera grandeza. No en el grito de independencia, sino en el susurro de filiación.


Reconstruir un ethos académico

 


Reconstruir un ethos académico


Reconstruir un ethos académico no es rehabilitar modales institucionales ni inventar códigos de convivencia progresista. Es una tarea espiritual que exige restaurar la dignidad del saber como forma de vida orientada hacia lo alto. Y en este camino, buena parte de quienes han escrito sobre la crisis universitaria —aun con honestidad y lucidez parcial— han permanecido prisioneros del paradigma que dicen criticar: el inmanentismo moderno.

Autores como Martha Nussbaum, Henry Giroux, J. C. Mèlich o incluso el tardo-ilustrado Terry Eagleton han propuesto valientes defensas de una universidad más crítica, más democrática, más humanista. Pero al evitar toda referencia a una instancia de sentido trascendente, sus propuestas se deslizan —aunque con otros ropajes— hacia el mismo vacío que denuncian. El humanismo sin metafísica deviene en pedagogía cosmética: educa el gesto, no el alma. Todo un simulacro.

Mèlich, por ejemplo, exige que la educación se base en la ética del acontecimiento, en la alteridad radical, en lo incalculable del otro. Pero su “acontecimiento” es puramente horizontal: no remite a una llamada desde el Ser, sino a una interrupción subjetiva. Una pedagogía que se niega a nombrar la verdad como misterio compartido termina justificando cualquier experiencia como formación, y con ello, renuncia a una noción fuerte del bien. Hay sensibilidad en Mèlich, pero falta verticalidad; hay compasión, pero no logos. Giroux, por su parte, ha desarrollado una pedagogía crítica comprometida con la justicia social, la ciudadanía democrática y la resistencia cultural. Todo eso es digno y necesario. Pero al no romper con la antropología funcional moderna —el sujeto como agente emancipador autónomo— su proyecto se instala cómodamente en la gramática del yo sin alma. Quiere cambiar el currículo, pero no la concepción del hombre; quiere una universidad crítica, pero no contemplativa. Y sin contemplación, no hay ethos: solo agenda.

Incluso pensadores más refinados como Spaemann, que sí vislumbran una ética de la persona como alguien y no como algo, se quedan cortos cuando no enlazan esa dignidad con su origen trascendente. Defender a la persona sin nombrar su procedencia última —ya sea en clave teológica o ontológica— convierte el respeto en formalismo: la ética deviene protocolo. Lo mismo ocurre con muchos defensores contemporáneos de la "sabiduría práctica" o del "pensamiento lento": bienintencionados, pero rehenes de un lenguaje pedagógico secularizado que no se atreve a decir Dios, Verdad, Alma o Eternidad. Se habla de comunidad, pero se teme a la comunión. Se habla de diálogo, pero se rehúye la Verdad. Se enseña apertura, pero no se vive adoración. Reconstruir un ethos académico exige precisamente lo que han evitado: volver a una metafísica del ser como fundamento de toda educación. No se trata de imponer dogmas, sino de restaurar el asombro. No de enseñar doctrinas, sino de formar almas. Un maestro no es quien facilita el aprendizaje, sino quien encarna el logos. El ethos no nace del reglamento, sino del temblor ante el misterio.

Si la universidad quiere ser algo más que un centro de certificación avanzada, debe hacer espacio para esa actitud de reverencia que los antiguos llamaron pietas sapientiae. Sin ella, toda reforma será superficie. El ethos se reconstruye no con talleres de habilidades socioemocionales, sino con testigos del ser que enseñen como quien ha visto el rostro de la verdad. Quienes hoy lideran programas de innovación educativa hablan de creatividad, pensamiento crítico, cooperación, pero siguen formateando al hombre como agente sin trascendencia. Por eso, su ethos es evanescente. Brilla un rato, luego se adapta. Porque sin eje ontológico, todo valor deviene consigna. Y sin raíz en el espíritu, la ética universitaria no eleva: se disuelve en reglamentos con perspectiva institucional. Reconstruir un ethos académico no es tarea de estructuras: es tarea de almas despiertas. Solo cuando el saber vuelva a ser amado no por su aplicación, sino por su verdad, la universidad dejará de ser simulacro y comenzará a ser templo. Y eso no depende de sistemas: depende de hombres.

La alergia contemporánea a la visión metafísica del ser no solo ha contaminado a las universidades, sino también a los grandes sellos simbólicos del reconocimiento cultural moderno, como el Premio Nobel. Basta observar el exiguo lugar que ha tenido la filosofía en el Nobel de Literatura —apenas cinco galardonados propiamente filosóficos— y, dentro de ellos, ninguno que represente de modo claro una cosmovisión cristiana o católica vinculada al ser como misterio participable. Tagore ofreció una mística poética teñida de panteísmo oriental. Bergson, si bien planteó una filosofía de la duración y el impulso vital, evitó el terreno firme de la metafísica clásica. Russell combatió sin tregua al pensamiento religioso y metafísico. Camus encarnó con intensidad el absurdo, y Sartre fundó una ontología existencialista descarnadamente inmanentista. No hay Tomás de Aquino, no hay Maritain, no hay Simone Weil, no hay Guardini. Lo trascendente es, a lo sumo, ornamentación simbólica, no horizonte normativo. Esta omisión —no hay que temer nombrarla— es más que casual: es programática. El Nobel ha funcionado como un oráculo secular de canonización cultural. Y su silencio hacia lo metafísico no es neutral: refleja el sesgo de una modernidad tardía que exalta el fragmento, el relativismo y la conciencia desgajada. En nombre de la libertad, ha ocultado el Ser; en nombre de lo plural, ha borrado el Logos. No se premia la verdad que hiere, sino la voz que entretiene o desconstruye con brillantez. No sorprende, entonces, que esa misma matriz cultural haya moldeado a las universidades modernas, convertidas en vitrinas de lo novedoso, pero incapaces de mirar hacia lo eterno sin rubor epistemológico. Estocolmo ha bendecido el naufragio con medallas, mientras la universidad, como templo del saber, ha sido saqueada sin resistencia.

Estocolmo, ese Vaticano laico del prestigio global, ha erigido una catedral sin Dios donde oficia como sumo sacerdote el inmanentismo condecorado. Sus premios, envueltos en papel de filantropía y neutralidad, huelen menos a cultura que a desinfectante espiritual. Allí no se honra la sabiduría: se premia la obediencia cultural al consenso relativista. El Nobel ha consagrado a escritores, poetas y filósofos cuya más alta hazaña ha sido negar el ser con prosa elegante y descreer del misterio con gramática perfecta. ¿Qué se celebra en Estocolmo? ¿La búsqueda de la verdad o la sofisticación del escepticismo? Lo que en otro tiempo fue reconocimiento del genio espiritual hoy es vitrina cosmética del nihilismo educado. Se premia la conciencia sin culpa, la libertad sin alma, el pensamiento sin vértigo. Como bien diría González Prada: han puesto cátedra los mudos, han tomado el podio los vacíos, y en las bibliotecas canta la nada vestida de modernidad. De la filosofía no quieren ni el polvo. Solo toleran al filósofo si renuncia a la metafísica, si desintegra el misterio, si trivializa a Dios como categoría literaria o figura mítica. Nada más ofensivo para Estocolmo que un pensador con fe sin vergüenza, con alma sin ironía, con trascendencia sin disculpas. ¿Maritain? Demasiado teológico. ¿Pieper? Muy reverente. ¿Simone Weil? Demasiado santa. ¿Guardini? Inaceptable: pensaba con la rodilla doblada. Los han borrado no por falta de genio, sino por exceso de verticalidad.

Lo que premian no es cultura: es atestación de apostasía. Se condecora al artista que descree, al poeta que exhibe su angustia como símbolo de lucidez, al filósofo que reduce la metafísica a residuo fósil. El Nobel se ha vuelto el incensario de la apostasía elegante: nadie osa tocar la palabra Verdad sin comillas, ni decir Ser sin ironía. Y si acaso asoma la mística, debe venir envuelta en budismo dietético o en espiritualismo digital. Estocolmo ha sido cómplice del silenciamiento del alma en la academia. Aplaude a quienes con voz culta amortajan al logos y presentan su cadáver como innovación narrativa. Mientras tanto, las universidades, obedientes como perros de show, replican la doctrina: forma sin fondo, método sin sentido, ciencia sin contemplación. ¿Y qué queda del saber? Un simulacro boutique, apto para rankings internacionales pero incapaz de transformar el corazón. De los Premios Nobel no brota ya ningún ímpetu ontológico. Sus galardonados podrían haberse formado en cualquiera de las universidades nihilistas que plagan Occidente: brillantes, progresistas, devastadoramente vacías. Es el striptease del vedetismo intelectual consagrado. Estocolmo ha sido más que un cómplice activo del inmanentismo moderno en la universidad decadente, se convirtió en su promotor más activo. Y sus discursos, tan bien redactados, son epitafios del espíritu que alguna vez se llamó sabiduría. El inmanentismo no es solo el contenido del premio: es su atmósfera, su perfume, su ley no escrita.

Mientras tanto, en las catacumbas intelectuales, sobreviven los que aún piensan con alma, los que aún se atreven a nombrar lo innombrable. Pero para Estocolmo, son parias: no caben en la lista porque no asisten al aquelarre correcto. No beben del cáliz del escepticismo, el ateísmo, el relativismo, ni brindan por el fin de la trascendencia. Por eso se les excluye. Son incómodos: recuerdan que el pensamiento no nació para entretener, sino para arrodillarse ante el ser. Y así Estocolmo, vestido de progresismo, se convierte en sepulturero de lo eterno. Entrega medallas como el César pan, para que nadie pregunte por el alma. La gloria moderna ya no se gana buscando la verdad, sino evitando mencionarla. Se premia al que canta la ausencia, no al que busca la presencia. Como escribiría Prada con su hierro candente: ¡Fuera los premiadores si no premian la Luz! En otras palabras, reconstruir el ethos académico exige también desacralizar el inmanentismo de los Premios Nobel de Estocolmo.

Nada más triste del patético papel nihilista de Estocolmo es haber otorgado el Premio Nobel de la Paz a Barack Obama y a Henry Kissinger, dos grandes violadores del derecho internacional, conspiradores y cómplices de la violación de los derechos humanos.