Gustavo Flores Quelopana
LA UNIVERSIDAD NIHILISTA
Una advertencia desde el espíritu universitario
FONDO
EDITORIAL
IIPCIAL
Instituto
de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina
LIMA-PERU
2025
BIODATA
Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor,
peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de
Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino
(SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y
Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo
“Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para
entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía
ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la
posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como
lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la
“Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el
“Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la
“paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción
ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, el “Neobrutalismo”
como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización,
“Ontorrealismo” como propuesta metafísica para recuperar la trascendencia, y la
“Cristoradialidad” como teología parea un mundo descreído.
Título: LA UNIVERSIDAD NIHILISTA. Una advertencia desde el espíritu
universitario.
Primera edición en castellano: Lima, julio, 2025
Autor: Gustavo Flores Quelopana
Editor: Gustavo Flores Quelopana
Los Girasoles 148- Salamanca-Ate
Se terminó de imprimir en julio de 2025 en: © Fondo Editorial del
Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina
(IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca, Ate.
Tiraje: 30 ejemplares
HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ
N° 2025-
LA UNIVERSIDAD NIHILISTA
Una advertencia desde el espíritu universitario
Prólogo
Una
advertencia
desde
las ruinas del espíritu universitario
"Donde no hay más allá, todo se convierte
en medio."
Anónimo
"La deserción del pensamiento no empieza
cuando no se sabe,
sino cuando ya no se quiere saber."
Cornelius Castoriadis
N |
o hemos llegado al borde
del abismo de manera accidental. El mundo que hoy habitamos —anético,
hedonista, relativista, escéptico y descreído— no es un error del destino ni
una desviación trágica de una senda luminosa, sino la culminación lógica, el
esplendor crepuscular, del despliegue total del principio de inmanencia
que ha regido a la civilización moderna. Desde la clausura del horizonte
trascendente, desde la muerte de Dios enunciada por Nietzsche como diagnóstico
y profecía, el pensamiento occidental ha suprimido toda instancia superior a la
voluntad del hombre. En esa clausura, silenciosa al inicio, agresiva después,
se abrió paso un mundo que ya no busca la verdad, sino el dominio técnico; que
no ansía sabiduría, sino resultados; que no se interroga por el sentido, sino
por la utilidad.
La universidad, que fuera
durante siglos el santuario del espíritu y el taller donde se forjaban las
grandes visiones del mundo, ha sido una de las víctimas más evidentes —y menos
lamentadas— de este proceso. Despojada de su vocación humanística, transformada
en una maquinaria burocrática de certificación profesional, la institución
universitaria ha sido colonizada por la lógica de la empresa y el mercado. Hoy
no forma sabios, ni ciudadanos, ni intelectuales, sino técnicos funcionales,
empleados de la inmediatez, programados para producir, pero incapaces de
pensar. La investigación, antes guiada por el asombro y el deseo de comprender
lo real, se ha degradado en pura operación instrumental: papers, métricas,
patentes, papers. ¿Dónde quedó la pregunta por el ser, por el sentido último de
nuestra existencia? El humanismo ha sido arrojado al sótano de lo irrelevante.
Las letras clásicas, la filosofía, el arte, la historia y la reflexión ética
languidecen en claustros vacíos, desplazados por carreras “rentables” que
prometen eficacia, status y empleabilidad. Los jóvenes —hipotecados por las
deudas educativas, seducidos por el confort digital, anestesiados por el
entretenimiento— ya no desean saber, sino triunfar; no desean comprender, sino
consumir. Se profesionalizan sin haberse cultivado, obtienen diplomas sin
haberse transformado. Así, la universidad ha dejado de ser alma mater
para convertirse en alma matter: un lugar donde importa más la materia
que el alma.
Esta obra es una
advertencia: el naufragio del espíritu universitario no es un fenómeno técnico
ni una crisis administrativa. Es un grave fenómeno espiritual. No se soluciona
con reformas curriculares, ni con indicadores de desempeño, ni con rankings
internacionales. Se trata de un vaciamiento ontológico del alma de la
universidad, que ha cedido su lugar al simulacro de saber. Y mientras no
comprendamos que este vaciamiento es hijo legítimo del proyecto moderno —y que
su forma posmoderna es apenas su etapa final y más vulgar—, no haremos sino
apuntalar las ruinas con discursos huecos y vitrinas tecnocráticas.
Estamos, ante un deber que
es, ante todo, filosófico. debemos pensar la universidad desde su herida más
profunda para imaginar si acaso aún es posible una nueva figura de lo
universitario: una comunidad del saber que no renuncie a la verdad, a la
belleza, a la libertad interior, ni a la trascendencia. porque sin universidad
del espíritu, sin ese núcleo irradiador de sentido que transciende lo útil y lo
inmediato, la civilización se entrega a la barbarie ilustrada y civilizada. La
corrupción actual que arrasa el mundo no es ignorante, posee grado
universitario y ostenta títulos que olvidaron el alma. y es que no hay
verdadero humanismo sin apertura a la trascendencia, sin esa tensión del
pensamiento hacia lo que lo supera.
En
este escenario, la hegemonía del principio moderno de inmanencia
ha dado origen a una universidad nihilista que ya no se reconoce como custodio
del espíritu, sino como gestor de competencias. Al disolver toda referencia
trascendente, la institución se entrega al neobrutalismo,
no solo como estética sino como ethos: lo tosco, lo inmediato, lo cuantificable
se vuelve criterio supremo. Esta rudeza funcional encubre una pérdida más profunda: el anetismo, esa desalmada desvinculación
entre conocimiento y sentido, entre enseñar y conmover, entre formar y
transformar. El pensamiento, arrancado de sus raíces ontológicas, se vuelve
meramente operativo. Así, el saber ya no interroga el ser: simplemente ejecuta
funciones. En esta lógica, el pensar substancial—el que
busca fundamento, belleza, verdad—ha sido sustituido por un pensar funcional,
regulado por métricas, rankings y formatos. Y lo que se produce en esas aulas
no es conocimiento vivo, sino simulacro de racionalidad. El resultado es una
universidad que, sin alma ni altura, ya no forma humanos… sino perfiles.
Introducción
La sospecha fundante: ¿Qué
queda del saber
en la universidad contemporánea?
"La universidad moderna
enseña a pensar... siempre y cuando
eso no cuestione el sistema que la
financia."
Anónimo con matrícula
Vivimos en una época donde el saber ha sido
secuestrado, etiquetado, empaquetado y arrojado a las góndolas del mercado
académico con la alegría de quien vende detergente. Las universidades, antaño
faros del pensamiento, hoy compiten en rankings con el entusiasmo de una cadena
de hamburguesas: medir para vender, acreditar para sobrevivir, diplomas para
todos, pensamiento para nadie.
El estudiante ya no llega
con hambre de mundo, sino con apetito de título. Preguntar por el ser ha sido
reemplazado por “¿cuántos créditos me faltan para egresar?”. El profesor —ese
extraño ser que antaño encarnaba la figura del maestro— ahora sospecha si su
rol es formar ciudadanos o simplemente cumplir con el silabus y normativas de
evaluación estandarizada, todo supervisado por un enjambre de coordinadores
administrativos que jamás han leído a Platón, pero dominan con solvencia los
formatos en Excel.
La
politización de la universidad ha sido uno de los agentes más eficaces en su
degradación nihilista. Allí donde el saber debía ser incorruptible, ha
ingresado la lógica electoral, el clientelismo burdo, la cultura del
espectáculo. El rector —o el candidato que aspira a serlo— ya no promete más
libros, sino más bandas musicales para las celebraciones estudiantiles; no
habla de enriquecer las bibliotecas, sino de contratar conjuntos tropicales y
animadores de fiestas. Así se corrompe no solo el presupuesto, sino también el
alma del estudiantado, acostumbrado a canjear conciencia crítica por diversión
subsidiada. La universidad ya no piensa, organiza eventos. Y el que se atreve a
pedir libros termina pareciendo, en este carnaval de simulacros, un cenizo fuera
de época.
Las
universidades, antaño guardianas de la libertad intelectual, hoy firman pactos
silenciosos con agendas globalistas que ofrecen financiamiento millonario a
cambio de obediencia ideológica. Bajo la retórica vacía de “inclusión”,
“innovación” o “sostenibilidad”, se infiltran directrices externas que
reconfiguran currículos, imponen discursos únicos y diluyen todo pensamiento
crítico que ose cuestionar los dogmas de moda. Así, a cambio de presupuestos
generosos y alianzas estratégicas, las universidades entregan no solo su
autonomía, sino su alma —y con ella, el derecho a pensar sin supervisión.
Mientras
algunos se afanan en diagnosticar la enfermedad universitaria como si fuera una
cuestión de software —actualizar la legislación, eficientizar recursos, seducir
a la empresa privada y eliminar la “gratuidad indiscriminada”—, el verdadero
tumor sigue intacto: la universidad peruana es rehén de una arquitectura social
cimentada por siglos de injusticia, donde el saber no emancipa, sino que
reproduce el orden establecido con puntual eficacia. ¿Cómo hablar de
competitividad cuando media población no puede leer críticamente un párrafo?
¿De acreditación, cuando el mérito académico sirve de adorno sobre la mesa de
banquetes del clientelismo? Si algo ha quedado claro es que la universidad no
es un refugio contra la plutocracia moderna, sino una sucursal periférica de su
lógica inmanentista. Pretender que el acercamiento al empresariado resolverá la
crisis del alma universitaria es como suponer que una orquesta desafinada
recuperará la armonía contratando más fabricantes de trombones. El problema no
es la falta de eficiencia, sino el abandono del espíritu. Y eso no se resuelve
con formularios.
En
esta sociedad que celebra la educación como bandera democrática, el acceso a la
universidad sigue siendo, en la práctica, una carrera de obstáculos diseñada
para que solo sobrevivan los más favorecidos. Pero el crimen no comienza en la
universidad, sino en la infancia: cuando miles de niños llegan a la escuela con
estómagos vacíos y horizontes anémicos, cuando aprenden más sobre carencias que
sobre letras, cuando su rendimiento escolar no depende de su inteligencia sino
del menú —o su ausencia— en casa. Luego, como si fueran piezas defectuosas de
una maquinaria impiadosa, son arrojados a un mercado laboral que no les ofrece
trabajo digno, sino miseria informal. ¿Y acaso la universidad nacional no
termina siendo, en este escenario, una trampa cruel? Promesa para todos,
realidad para unos pocos: un privilegio vestido de derecho, una puerta abierta
que en verdad encierra una sala de espera para los descartados. Así, el
discurso de la “igualdad de oportunidades” se vuelve la coartada perfecta de
una estructura que segrega con elegancia, pero con brutalidad intacta.
Y lo más patético —lo más
cruelmente irónico— es que la travesía no termina con el diploma en mano. Tras
cruzar el desierto de tesis, trámites kafkianos y ceremonias con togas
alquiladas, el recién egresado descubre que el sistema no aplaude su llegada, sino
que le extiende una nueva factura: la del posgrado obligatorio. Porque hoy no
basta con estudiar, hay que especializarse, sobreespecializarse, certificarse
en competencias blandas, en liderazgo digital, en resiliencia emocional. Todo
con código QR. Pero la verdadera hazaña es financiera: endeudarse para
estudiar, seguir endeudado para postular a un trabajo que lo descarte antes de
leer su nombre. Porque en el país de las elites recicladas, las grandes
empresas —esas vitrinas del capitalismo amable— reservan sus vacantes para el
linaje académico de las universidades privadas de prestigio. ¿La universidad
pública? Solo sirve para que el becado soñador adorne estadísticas de movilidad
social en algún informe internacional. En la práctica, sigue siendo el convidado
de piedra en el banquete de la empleabilidad top.
Y como broche de oro de
este itinerario kafkiano llamado “educación superior”, llega la jubilación: ese
momento en que, tras décadas de docencia, evaluaciones, asesorías, huelgas,
nombramientos, renuncias y actualizaciones curriculares dictadas por burócratas
que jamás pisaron un aula real, el docente o el profesional universitario
recibe su recompensa: una pensión que ofende más que alivia, que hiere más que
reconforta. Una cifra tan humillante que parece redactada por un contable
misántropo con inclinaciones sadomasoquistas.
Después de haber formado
generaciones, soportado reformas que reformaban las reformas, hecho malabares
con sueldos precarios y vocación heroica, el Estado le da su despedida con un
cheque simbólico que no alcanza ni para los remedios de la tercera edad. Y
entonces se constata lo más brutal: que el sistema no solo lo explotó en vida,
sino que ahora lo condena a una vejez sobreviviente, sin gratitud ni dignidad.
Una jubilación que no libera, sino que acorta la existencia. Así se cierra el
ciclo de la universidad nihilista: ordeña hasta el último resquicio del alma… y
luego le pide que aprenda a vivir con lo que apenas alcanza para morir
lentamente. Así, la universidad nihilista completa su círculo trágico: forma,
ilusiona, gradúa, ordeña, y luego desecha con una sonrisa de protocolo. Y todo
esto se celebra bajo el nombre de “inclusión educativa”. Si esto no es sadismo
ilustrado, que venga algún rector con discurso motivacional y me lo explique. Nos
vendieron la idea de que saber es operar. Que pensar es investigar. Que
investigar es producir. Que producir es publicar. Y que publicar es impactar.
Todo lo demás —la duda, la intuición, el silencio, la perplejidad, incluso la
contemplación— ha sido declarado obsoleto, como si se tratara de tecnologías
que ya no rinden. Así se ha erigido el nuevo dogma universitario: una pedagogía
sin alma, un saber sin espíritu, un conocimiento sin sabiduría.
Y
uno, al recordarlo, ya no sabe si reírse como bufón resignado o llorar como
Sócrates sin cicuta: en aquella maestría a la que llegábamos puntuales con
cuadernos vírgenes y sueños de erudición, bastaban cinco minutos para caer en
un sopor colectivo, una especie de liturgia del bostezo. El docente —dios menor
del PowerPoint— leía con la pasión de un notario fatigado lo que el
retroproyector regurgitaba sin misericordia. Nadie preguntaba, nadie
interrumpía. A los cinco minutos del final, como si obedeciéramos a un reloj
biológico universitario, todos despertábamos, nos peinábamos la dignidad y
—cortesía intacta— pedíamos turno para introducir nuestro USB y copiar con
esmero la clase que habíamos dormitado. Ése fue nuestro posgrado: un pacto
tácito entre la modorra, la apariencia y la simulación académica. Un monumento
al saber fingido, con créditos incluidos. Y, sin embargo, algo persiste. Una sospecha. Una grieta. Un murmullo
soterrado que escapa por debajo de los calendarios académicos y las rúbricas de
evaluación: ¿Qué queda del saber? ¿Qué queda cuando todo ha sido absorbido por
el engranaje de lo útil, lo técnico, lo pragmático? ¿Dónde se refugia la verdad
cuando el aula se convierte en sucursal y el profesor en operador?
El presente libro nace de
esa sospecha fundante. De la necesidad urgente —casi insolente— de volver a
mirar a la universidad no como una institución, sino como un síntoma: el
síntoma de una civilización que ha olvidado por qué saber importa. Porque si algo
merece ser pensado con radicalidad hoy, es esto: que el conocimiento ha perdido
el hilo de la trascendencia, y que sin esa tensión vertical que lo impulsaba
hacia lo superior, lo inabarcable, lo eterno, el saber no asciende, sino que se
arrastra. Y una universidad que ya no se arriesga a mirar al cielo, está
condenada a adiestrar miradas bajas. Técnicos brillantes, sí. Humanos
luminosos, no. ¿Qué queda del saber? Apenas el eco de su nombre en los pasillos,
donde la sabiduría hace tiempo que fue declarada excedente presupuestario. Todo
comenzó —como empiezan las más grandes tragedias contemporáneas— con una
matrícula pagada a plazos. El joven, con una mochila repleta de ilusiones mal
alimentadas, cruzó el umbral de la universidad pública como quien entra en el
templo del saber… para descubrir que allí el saber había sido tercerizado, la
filosofía subcontratada y la biblioteca reemplazada por un stand de snacks. En
lugar del aula socrática encontró un auditorio con data show; en vez del
maestro, un facilitador con puntero láser y alergia a los libros. Eso sí, mucha
motivación y “autoestima académica”. Que no se diga que esta educación no forma,
una deformidad es también una forma.
Superó cada ciclo con
estoicismo decoroso, aprobó cursos que jamás volverán a mencionarse y obtuvo un
diploma que le abrió, con gloriosa contundencia, las puertas del desempleo.
Después vinieron la maestría, el doctorado y las capacitaciones mandatorias en
liderazgo transformacional. Más tarde descubrió que su currículum cabía
perfectamente en la papelera de reciclaje del reclutador de alguna
transnacional que prefiere egresados con “background global” —léase: colegio
privado, inglés nativo y apellido de dos sílabas máximo. Así comprendió que la
meritocracia no es una promesa, sino el decorado elegante de la exclusión
sistemática. Finalmente, en la vejez, cuando ya había olvidado el último
teorema aprendido y recordaba con nostalgia el menú universitario de dos soles,
recibió el gran homenaje de la patria: una pensión que lo convirtió en filósofo
por necesidad. Ya no necesitaba leer a Schopenhauer: lo encarnaba. El Estado,
con conmovedora eficiencia, le demostró que había sido útil mientras era útil
—y prescindible desde siempre. Así, cerró su carrera intelectual no con una
cátedra, sino con la receta médica en una mano y la factura de la farmacia en
la otra. ¡Viva la educación superior!
Imagino la escena: salgo de
la tumba —recién resucitado o apenas lúcido después del coma histórico del
pensamiento— y me encuentro con un joven de ojos encendidos, ilusiones intactas
y mochila llena de ganas. Se me acerca y me pregunta, con la fe de quien aún no
ha sido traicionado: “¿Debo ir a la universidad?”. Y allí me debato: ¿decirle
que sí, que corra con entusiasmo a matricularse en la Gran Fábrica del Saber
Desalmado, donde podrá competir como salvaje de LinkedIn, dormirse en clases
con puntero láser, y graduarse con honores en la ciencia del simulacro? ¿O
mejor advertirle que el aula que lo espera ya fue convertida en coworking, que
el profesor que soñó ya es youtuber educativo, y que el pensamiento que anhela
fue declarado no rentable por la Superintendencia de Relevancia Económica? Tal
vez, solo tal vez, lo único honesto sería decirle: hijo, si vas a ir a la
universidad nihilista, ve como quien entra al teatro de lo absurdo. Aprende,
sí, pero a interpretar el guion de la mentira. Y cuando copies la clase que
dormiste, al menos hazlo despierto. Si puedes evitarla sin perder el alma en el
camino, mejor aún. Porque en este tiempo nuestro, estudiar no siempre te salva,
pero entender lo que has evitado… eso ya es filosofía en estado puro.
La universidad nihilista no
es una anomalía del sistema; es el síntoma perfeccionado de una cultura que ha
sustituido la búsqueda de sentido por la eficiencia mecánica de la producción.
En ese contexto, el neobrutalismo no es una estética arquitectónica, sino una
forma espiritual: una disposición del alma colectiva a aceptar lo tosco, lo
funcional, lo descarnado, como única forma legítima de existencia. El saber,
reducido a destrezas y competencias, se vacía de toda altura simbólica; el aula
deja de ser un lugar de pensamiento para convertirse en una terminal de
operaciones. Así, el neobrutalismo se infiltra: no en los muros, sino en las
conciencias que han aprendido a vivir sin preguntas, sin asombro, sin memoria.
En este clima cultural, el
neobrutalismo espiritual se manifiesta como la renuncia al lenguaje de la
trascendencia, la erosión de los matices, la exaltación de lo útil sobre lo
verdadero. Ya no se forma al estudiante para la contemplación, sino para la ejecución.
No se le invita a habitar el mundo, sino a operar sobre él. Lo brutal se
convierte en modelo: directo, rentable, inmediato, sin espesor simbólico ni
demora reflexiva. Y en ese nuevo credo de la brutalidad ilustrada, pensar se
vuelve sospechoso, y callar —contemplar— se confunde con ineficiencia. Así, la
universidad deja de formar personas para formar perfiles: sustituyendo la
sabiduría por el currículum, y la vida pensada por la empleabilidad
performativa.
La
universidad nihilista no es un accidente del sistema educativo, sino el reflejo
nítido de un mundo que ha extraviado su anhelo de trascendencia. En ella
confluyen los síntomas de una civilización postmetafísica,
donde el saber ya no se orienta hacia lo eterno, sino hacia lo operativo.
Este vaciamiento del horizonte vertical del conocimiento se anuda con la
hegemonía del principio de inmanencia, que
clausura toda apertura al misterio, al sentido, al Otro. En tal contexto,
emerge el neobrutalismo como forma
espiritual: la pedagogía se hace tosca, funcional, desprovista de alma; importa
que el discurso sea acreditable, no que sea verdadero. A esta brutalidad
ilustrada se suma el anetismo,
esa pérdida radical del ethos que desconecta al sujeto de toda filiación
simbólica: nadie hereda, nadie transmite, todos ejecutan. La universidad,
entonces, se convierte en laboratorio del cansancio epocal: simula formar
mientras perpetúa la erosión silenciosa del alma colectiva. Se aprende a
sobrevivir, no a pensar. Se certifica la competencia, no la sabiduría. Lo que
se enseña ya no es un camino hacia el ser, sino una ruta hacia la
obsolescencia. Así, la universidad nihilista no es solo una institución
fallida: es la catedral vacía de un tiempo que ha renunciado a la altura.
Parte I
El diagnóstico de la
decadencia
“No
será fácil que los muchos se convenzan de que es necesario
que el alma se vuelva desde lo que deviene
hacia lo que es.”
Platón
(La
República, VII, 519c)
1. La fábrica de técnicos: la universidad sin
cultura
Si Nietzsche hubiese resucitado en el siglo
XXI para dictar un seminario en alguna universidad occidental, no duraría más
de un par de semanas: sería denunciado por lenguaje hiriente, suspendido por
“microviolencias epistemológicas” o apartado por algún comité de convivencia.
Su voluntad de verdad habría sido evaluada como conducta impropia. Y quizás
allí comienza nuestro drama: en una universidad que ya no soporta la intensidad
del pensamiento, pero sí tolera con entusiasmo la trivialidad bien financiada.
En los campus actuales no
se respira cultura, sino cumplimiento. Lo que antaño fue el espacio de la
formación del espíritu —la Bildung, como diría el viejo Humboldt— se ha
transformado en una línea de ensamblaje donde se forjan operarios certificados,
seres altamente entrenados para repetir procedimientos, pero incapaces de mirar
por encima del manual. La universidad, decía Ortega y Gasset en Misión de la
universidad, debía formar profesionales, investigadores y hombres cultos.
Hoy, se ha quedado con los dos primeros —y hasta eso en decadencia— eliminando
cuidadosamente al tercero: el ser humano culto huele a gasto innecesario en
esta economía del diploma.
Y, sin embargo, no faltan
los aplaudidores del pragmatismo ilustrado. Martha Nussbaum, por ejemplo, nos
habla de Not for profit, defendiendo las humanidades, sí, pero desde una
utilidad social funcionalista, como si la filosofía necesitara una excusa para
existir. No se trata de “demostrar” que leer a Sófocles hace ciudadanos
responsables; se trata de afirmar que, sin un mínimo de tragedia griega en la
conciencia, uno acaba confundiendo la existencia con el Excel. Del otro lado,
Byung-Chul Han —el romántico melancólico del capitalismo emocional— diagnostica
que vivimos en la “sociedad del cansancio”, pero termina naturalizando el
encierro del alma al plano psicológico. En ambos casos, el problema de fondo,
la pregunta por la trascendencia, permanece cautelosamente fuera del aula.
Mientras tanto, nuestras
universidades —con su orgullosa militancia inmanentista— se especializan en
fabricar profesionales sin pensamiento: ejecutivos entrenados para el cálculo,
ingenieros del procedimiento, psicólogos del protocolo, abogados del algoritmo.
Todos funcionales. Todos perfectamente improductivos espiritualmente. Son hijos
del método, pero huérfanos de sentido. Se gradúan sabiendo hacer cosas, sin
saber por qué hacerlas, ni mucho menos para qué.
Y si uno se atreve a
preguntar por la cultura, por aquello que no puede ser reducido a resultados de
aprendizaje, entonces sobreviene el silencio... o una charla TED. En esta gran
fábrica académica de etiquetas, el pensamiento crítico se imprime en afiches
institucionales, pero se archiva discretamente cuando incomoda al decano. Así
hemos llegado a este punto: universidades sin cultura, técnicos con máster,
especialistas sin ideas y estudiantes que hacen cola para recibir su título
como quien reclama un ticket de embarque para la nada. Como diría Chesterton,
lo terrible no es que hayamos dejado de enseñar filosofía, sino que se ha
vuelto innecesaria para vivir... en una sociedad que ya no vive, sino que
funciona.
Profesionalización sin pensamiento
Es un espectáculo verdaderamente encantador:
jóvenes que ingresan a la universidad con la esperanza de “ser alguien en la
vida”, y salen de ella tan formateados que podrían ser reemplazados por un
software con traje. En lugar de formar pensadores, se fabrican profesionales
homologados, listos para incorporarse al engranaje laboral sin hacer demasiadas
preguntas, sin sospechar que la máquina los necesita obedientes, no lúcidos. La
profesionalización ha dejado de ser una consecuencia de la formación para convertirse
en el único horizonte de la educación superior. Hoy no se estudia para pensar
mejor, ni para comprender el mundo, ni para cuestionar sus injusticias. Se
estudia para obtener un puesto. Como si el saber fuera el atajo hacia el
sueldo, y no un camino hacia la conciencia. El pensamiento ha sido rebajado a
herramienta, útil en tanto sirva a una función productiva. ¡Fuera la filosofía,
viva la hoja de vida!
Ortega y Gasset, que alguna
vez soñó con una universidad que cultivara al hombre integral, estaría
horrorizado al ver en qué ha quedado ese ideal: sustituidos el maestro por el
coach, el estudio por la capacitación, y el aula por el coworking. Hasta Heidegger
sería considerado hoy un docente poco pedagógico: hablaba raro, no usaba
diapositivas y jamás dictó un curso sobre empleabilidad sostenible.
Lo más fascinante del
asunto es que esta transformación se presenta como progreso. “¡La universidad
se moderniza!”, exclaman los gestores académicos, mientras reducen el currículo
a módulos vendibles y los saberes a competencias laborales. Alumnos capacitados
en marketing digital y liderazgo 3.0, pero incapaces de leer a un clásico sin
bostezar a la segunda página. ¿Pensamiento? Sí, pero si cabe en formato PDF y
no exige angustia. La profesionalización sin pensamiento convierte a la
universidad en una terminal de autobuses con título: los estudiantes entran,
esperan su turno, reciben instrucciones, suben al vehículo del empleo y parten
hacia destinos mediocres con aire acondicionado. Lo importante no es a dónde
van, sino que lleguen con uniforme. Y si preguntan demasiado, corren el riesgo
de perder la beca.
Han surgido incluso autores
que, sin proponérselo, terminan justificando esta miseria ilustrada. Charles
Taylor, por ejemplo, denuncia en La era secular la pérdida del horizonte
trascendente, pero sigue confiando en que las instituciones modernas pueden
reconciliar razón y fe en un gesto equilibrado. Equilibrado, sí. Pero
insuficiente. Porque el problema no es solo de contenido, sino de fundamento:
una universidad que ha cortado sus raíces trascendentes ya no educa, solo
certifica. Y así hemos convertido el aula en oficina, el profesor en
funcionario y el estudiante en consumidor. ¿Que las humanidades no dan trabajo?
Es posible. Pero lo que es seguro es que sin ellas no sabremos por qué
trabajamos. Al final, la profesionalización sin pensamiento solo nos garantiza
un futuro laboral… perfectamente vacío.
Los profesionales egresan
entrenados, pero no educados; informados, pero no formados. Son exitosos
tecnócratas que no saben quién es Agustín ni por qué Platón odiaba a los
sofistas (aunque los imitan sin querer). Su conocimiento es funcional, pero su
vida interior es un páramo. Y no, esto no es nostalgia de un mundo perdido. Es
la constatación de que formarse solo para sobrevivir es la manera más eficaz de
fracasar como ser humano. La universidad que profesionaliza sin pensar produce
individuos útiles… para un sistema inútil. Porque lo peor que puede pasarnos no
es no encontrar trabajo, sino haber estudiado tanto para no saber por qué vale
la pena vivir.
La solución, por supuesto,
no vendrá de una nueva reforma curricular ni de un seminario sobre pensamiento
crítico gestionado por burócratas que jamás leyeron a Pascal. Solo un giro
radical —una conversión del alma universitaria— podría devolverle al saber lo
que nunca debió perder: su vínculo con la verdad, con el bien, con lo que nos
trasciende. Hasta que eso no ocurra, seguiremos produciendo profesionales
exitosos… y civilizaciones colapsadas.
El ocaso de las humanidades
Lo que antes era el corazón palpitante de la
universidad —la filosofía, la literatura, el arte, la historia, el pensamiento
religioso y moral— ha sido recluido en un anexo gris del edificio académico,
justo al lado de las aulas vacías y las oficinas de los profesores con
contratos por horas. Las humanidades, dirán algunos, “no producen”. No generan
patentes, no hacen spin-offs, no atraen inversiones, no dan visibilidad
internacional… salvo que el conferencista cite a Foucault, claro, y repita
fórmulas decorativamente vacías. Hoy, la muerte de las humanidades no ha sido
un crimen pasional sino un lento suicidio asistido por rectorías que midieron
su pertinencia con calculadora. ¿Para qué leer a Virgilio si puedes
certificarte en storytelling digital? ¿Por qué estudiar a Santo Tomás cuando
basta con saber lo justo de derecho civil para evitar una demanda? La pregunta
por el bien, el mal, la belleza y la verdad fue reemplazada por: “¿Y esto en
qué rubro entra?”.
Muchos filósofos modernos
—de Habermas a Rorty— parecen creer que las humanidades aún respiran mientras
puedan articular debates democráticos o estimular tolerancia narrativa. Qué
conmovedora ingenuidad. Las humanidades no existen para “suavizar” la democracia
liberal ni para servir de acompañamiento ético al mercado. Existen para
interpelar, para herir de lucidez, para sacudir los cimientos mismos del
sistema. No son yoga cognitivo. Son terremoto. Mientras tanto, los profesores
humanistas resisten como monjes del último monasterio, citando a Platón ante
auditorios distraídos, defendiendo a Dostoievski frente a estudiantes que no
entienden por qué no fue influencer. Y aun así persisten, porque saben —como
decía Steiner— que, sin los mitos, sin la épica, sin el diálogo con los muertos
ilustres, el alma se vuelve funcional pero no pensante.
La universidad nihilista,
enemiga de toda verticalidad espiritual, ha reemplazado la cátedra por la
consultoría, la sabiduría por la gestión, la verdad por el enfoque de género
transversal. Incluso los defensores de las humanidades hoy parecen pedir perdón
por su existencia, como quien suplica un poco de espacio a los departamentos de
ingeniería diciendo: “pero también aportamos al pensamiento crítico”. ¿Crítico
de qué, si ya todo está normalizado por comités de innovación? Uno revisa el currículum
oculto de muchas universidades y descubre que aquello que fue nutriente del
alma —la historia del arte, la teología, la literatura universal— ha sido
eliminado en nombre de la pertinencia y la empleabilidad. Porque, al fin y al
cabo, ¿quién necesita a Esquilo en un startup?
Y no, esto no es nostalgia
culturosa. Esto es protesta. Porque sin humanidades, el conocimiento pierde su
horizonte. La técnica se vuelve ciega, la política cínica, la economía salvaje.
Como bien advertía Jacques Maritain, el humanismo sin trascendencia degenera en
idolatría del hombre, y este a su vez en mero agente del capital. El resultado
es visible: universitarios que saben gestionar conflictos, pero no saben por
qué existen. Especialistas en ética profesional que jamás leyeron una tragedia
griega. Activistas de derechos humanos que no sospechan quién fue San Agustín.
Un mundo cultivado en la superficie y analfabeto en profundidad.
La universidad sin
humanidades es como una catedral sin altar: funcional, bonita desde lejos, pero
vacía de aquello que otorga sentido. ¿Queremos formar empleados o fundar
espíritus? Mientras no respondamos esa pregunta, los poetas seguirán siendo
fantasmas en las bibliotecas desiertas… y los tecnócratas, los nuevos
exorcistas del misterio.
El estudiante como cliente, el saber como
producto
La escena es tan patética como reveladora:
jóvenes que pagan una matrícula para sentarse en una clase a recibir “no saber”,
y docentes que “entregan contenidos” como si fueran repartidores de Uber Eats.
El conocimiento, ese fuego antiguo que alguna vez incendió almas, hoy se
despacha envuelto en diapositivas sobrias, rubricas estandarizadas y lenguaje
motivacional: “¡Ustedes son los protagonistas de su aprendizaje!”. Traducción:
hazlo solo, págalo caro, y agradece.
La universidad se ha
convertido en un elegante centro comercial de la ignorancia certificada. Las
carreras se ofertan como paquetes turísticos: incluye título, acceso virtual,
flexibilidad horaria y posibilidad de internacionalización (una videollamada con
un profesor extranjero, claro está). El estudiante, cual consumidor exigente,
ya no pide saber sino servicio. Y si la clase lo aburre, tiene derecho a
quejarse en la encuesta anónima. ¿Cómo se atreve ese profesor a no
entretenerlo? Ortega y Gasset nos advertía del “hombre-masa”, satisfecho en su
vulgaridad ilustrada, incapaz de aspirar a nada que no sea útil. Hoy habría que
añadir al “estudiante-cliente”, esa criatura ansiosa que confunde el aula con
una sala VIP y exige más resultados con menos esfuerzo. Su idea de “excelencia”
es que no haya interrupciones de internet y que el examen venga con
alternativas.
Los defensores de este
modelo —cómplices del mercado académico— alegan que el estudiante invierte y,
por lo tanto, tiene derecho a exigir. Que la universidad debe rendir cuentas,
dar resultados, asegurar empleabilidad. Nussbaum y Bauman, preocupados por la
deshumanización del saber, aún piensan que el sistema puede ser suavizado. Pero
no se trata de edulcorar un cadáver. Se trata de comprender que lo que está en
ruinas no es el servicio, sino el alma. La mercantilización del saber ha
producido monstruos conceptuales: carreras universitarias que prometen
“transformar tu vida” en ocho semestres, magísteres exprés en liderazgo
resiliente, posgrados en “felicidad organizacional”. Casi todo menos filosofía,
teología, estética o metafísica. Eso ya no vende. Al contrario: incomoda,
genera preguntas, ralentiza el consumo. Y un cliente con dudas no es rentable.
Las universidades han sido
tan diligentes en su servidumbre al mercado que ya hablan el lenguaje del
marketing sin sonrojarse. Términos como “target académico”, “experiencia de
usuario” o “interfaz curricular” desfilan por los documentos institucionales con
naturalidad. Mientras tanto, Aristóteles bosteza en su tumba, esperando que
alguien vuelva a preguntarse por el fin último del hombre más allá del salario
mínimo vital.
Incluso la investigación
académica se ha contaminado con esta lógica comercial: ya no se investiga para
comprender el mundo, sino para acumular puntos en rankings que miden el impacto
en revistas que nadie lee y cuyos criterios de calidad excluyen, por supuesto,
cualquier referencia a Dios, al alma, o al misterio. Heidegger hablaba del
“olvido del ser”; hoy asistimos al olvido del porqué. Los estudiantes,
convertidos en consumidores con códigos QR, ya no buscan un maestro, sino un
gestor amable que no incomode. Y si algún docente se atreve a lanzar una
pregunta incómoda —por ejemplo, “¿y si la universidad ha perdido su sentido?”—,
no tardará en recibir un memorándum por “afectar la autoestima del aula”.
Lo más fascinante es que,
en medio de este simulacro, aún se habla de “autonomía universitaria”.
Autonomía para hacer lo que el mercado exija, claro está. Como diría
Chesterton, “la libertad moderna consiste en ser esclavo sin que te lo digan”.
Las universidades son libres de diseñar sus planes de estudio… siempre que no
molesten a los auspiciadores, a las ONG globalistas, ni a los rankings
internacionales. En este teatro de la autosatisfacción institucional, el
estudiante no lee, no medita, no contempla: acumula. Créditos, certificados,
insignias digitales, horas extracurriculares. Todo un expediente para una vida
que probablemente lo conduzca a un empleo frustrante, pero con coffee breaks
motivacionales. ¿Pensar? Solo si no afecta los resultados de aprendizaje. Y
luego, cuando todo este proceso concluye —cuando el cliente se gradúa, agradece
en LinkedIn y paga su deuda universitaria—, descubre que el conocimiento
adquirido no transforma, no salva, no consuela. Porque nunca fue verdadero
saber, sino producto. Como quien compra una lámpara que no alumbra, pero hace
juego con el decorado del living.
Así muere el saber:
convertido en mercancía, impartido como servicio, consumido como trámite. Y así
muere también el estudiante: entrenado para demandar, jamás para asombrarse.
Una universidad que transforma al alumno en cliente es una institución que ha
renunciado al alma. Y un conocimiento sin alma es tan útil como una brújula en
el bolsillo de un ciego satisfecho.
Hoy ya no se escribe una
tesis: se terceriza. Se encarga. Se descarga. Se “copia y pega” con lenguaje
inclusivo y citas en APA, por supuesto. Gracias a la Inteligencia Artificial
—ese nuevo oráculo digital de la superficialidad eficiente—, el estudiante ya
no tiene que leer, pensar ni sufrir: sólo necesita un teclado, una conexión
estable y el coraje para firmar un texto que no entiende. Así, la IA ha logrado
lo que décadas de reformas educativas no consiguieron: automatizar la
ignorancia y revestirla de erudición sintética. Tesis escritas en cinco
minutos, artículos académicos tan vacíos como pulcros, discursos copiados con
propiedad… y reproducidos con una convicción tan hueca que hasta Kant saldría
corriendo del aula. El resultado es cientos de egresados impecablemente
titulados, solemnemente graduados, absolutamente incompetentes. No saben lo que
firmaron, ni les interesa. Pero tienen currículum, tienen diploma, tienen
“evidencia de investigación”. La universidad ya no está viva: es una necroteca
de documentos bellamente editados, sin sangre ni ideas. Es como la biblioteca
del bibliómano que sólo acumula libros, pero nunca los lee.
Y lo más cínico es que se
aplaude. Que se alienta. Que se normaliza. Porque el problema no es que los
estudiantes usen IA —el problema es que nadie se da cuenta de que la
universidad ya fue convertida en una fábrica automática de legitimaciones
vacías. Un motor que produce cadáveres académicos con certificado oficial y
código QR, ISBN, y demás. Así es: la universidad contemporánea ha
institucionalizado la mediocridad ilustrada con tal rigor administrativo que
hasta la lectura profunda ha pasado a ser un estorbo. El caso es paradigmático:
leer o escribir diez o quince libros fundacionales no vale casi nada; escribir
un artículo trivial en una revista indexada que solo leen los jurados de
promoción, en cambio, cuenta como “aporte significativo al conocimiento”.
Se premia la ocurrencia
sobre la comprensión, la novedad formal sobre la profundidad real, el artículo
de ocasión —redactado para cumplir un puntaje, no para decir algo verdadero—
sobre el diálogo con los grandes pensadores que podrían incomodar al evaluador
o, peor, al comité de calidad. ¿Leer a Scheler? ¿Dialogar con Guardini? ¿Pensar
en voz alta con Hegel? Muy bonito... pero ¿eso en qué base de datos está
indexado? Esto no es una exageración, es una ironía sistémica: el saber vivo es
marginado por no estar estandarizado, y el pensamiento profundo, penalizado por
no encajar en la caja del “factor académico”. Se incentiva la reproducción
burocrática del vacío, no la transmisión generosa del espíritu. Y así, la
universidad se convierte en un ecosistema ideal para el parásito del
pensamiento: aquel que no lee, pero produce; que no piensa, pero puntúa; que no
crea, pero acredita. Nada más que respetable gestor del simulacro académico.
2. El nihilismo institucional: cuando la
universidad renuncia a su espíritu
El saber sin verdad
Vivimos bajo la dictadura del dato. No
interesa si lo que se enseña es verdadero, basta con que esté actualizado. En
un giro digno del sarcasmo de Ambrose Bierce, la verdad ha dejado de ser una
pregunta y se ha vuelto un requisito del formato APA. Se enseña “lo último”,
“lo más reciente”, “lo más citado”, aunque esté vacío de sentido. Qué importa
si el contenido es trivial o contradictorio: si tiene DOI, tiene autoridad. El
saber universitario ha sido despojado de su orientación a la verdad, y ahora
gira en torno a la pertinencia, la utilidad y la cuantificación.
François-Xavier Bellamy, en
Los desheredados, denuncia la amputación cultural de la juventud, pero
aún confía en la posibilidad de un retorno humanista dentro del sistema. Qué
entrañable. Porque el problema no es solo educativo, es ontológico: la
universidad ha renunciado a la verdad como fin, y con ello, ha dejado de ser
universidad. Hoy se aprende para aprobar, se investiga para indexar y se enseña
para cumplir. ¿La verdad? Que la revise otro, después de subir el archivo.
Pero lo más alarmante no es
que se haya relegado a la verdad, sino que nadie parezca extrañarla. Como si su
ausencia no generara escándalo, sino alivio. La universidad respira tranquila
sin ella: no interrumpe, no exige, no incomoda. Porque, claro, preguntar por la
verdad equivale a abrir una caja de Pandora que el campus corporativo no está
dispuesto a destapar. ¿Y si descubrir la verdad revelara que el edificio entero
está construido sobre la arena del consenso útil? En este clima, Jean-François
Lyotard se convierte en el profeta oficioso del saber posmoderno: en La
condition postmoderne declara la incredulidad hacia los metarrelatos, y con
ello, la universidad se vuelve alérgica a cualquier afirmación que aspire a
valer más allá de los algoritmos de citación. Lo absoluto, lo trascendente, lo
universal: todo eso suena hoy a herejía metodológica. Lyotard no solo describió
el fenómeno; ayudó a instaurarlo. Así nos quedamos con una universidad que cree
en todo... menos en el sentido de creer.
Incluso Alasdair MacIntyre,
que en After virtue clama por la recuperación de la ética como tradición
encarnada, se queda atrapado en un horizonte cultural que sigue atado a la
inmanencia. Su crítica es feroz, sí, pero ¿dónde está el salto? ¿Dónde la
apertura a una verdad más alta que la genealogía de la virtud? Todo se queda en
la añoranza moral de una civilización ya colapsada, pero sin señalar el norte
metafísico que haría viable su redención. Y así, en el aula, el profesor repite
—con voz monocorde y bibliografía en regla— que “la verdad es relativa”,
mientras obliga a los estudiantes a responder “correctamente” lo que dicta su
rúbrica. El relativismo académico tiene la particularidad de ser dogmático:
puedes negar que exista una verdad… siempre que no niegues el marco teórico
aprobado por la facultad. ¡Ah, el cinismo con cara de neutralidad!
La técnica, ya lo advertía
Simondon, ha usurpado el lugar del pensamiento. Pero hoy ni siquiera es la
técnica creadora, sino la repetitiva: la del software de citación, del
antiplagio automático, del gestor de referencias. Todo está controlado, excepto
el contenido. Porque nadie se toma la molestia de verificar si lo dicho es
verdadero, solo si está bien citado. El espíritu ha sido reemplazado por la
plantilla. Así, el saber sin verdad se convierte en esa categoría tragicómica
que Ortega habría desmontado con ironía: la de los “sabios sin alma”. No son
ignorantes, claro. Tienen grados, diplomas, publicaciones. Pero su erudición es
como un traje vacío, colgado en el perchero de las acreditaciones. Y si se les
pregunta por qué enseñan lo que enseñan, contestarán con decimales: porque
mejora el impacto académico.
Mientras tanto, la verdad
—esa antigua perseguidora del espíritu— espera su turno en las bibliotecas
olvidadas, entre volúmenes que nadie consulta porque no están indexados. Quizás
haya que rehabilitar el escándalo. Tal vez sea hora de gritar en medio del
campus: el rey está desnudo, y también el currículum. Porque si el saber
no se ordena a la verdad, todo conocimiento se vuelve instrumental... y todo
profesor, un amable técnico del simulacro.
Si bien La transparencia
del mal o Cultura y simulacro de Baudrillard diagnostican que
vivimos en un mundo donde el signo ha devorado la realidad, él mismo termina
celebrando el simulacro como si fuera inevitable o incluso estéticamente
sugestivo. Pero aquí no hay estética: hay farsa. La universidad no simula saber,
como una obra de arte transgresora, sino como una parodia institucional sin
gracia. No es el signo flotante, es el vacío con sello notarial. Mientras
Baudrillard se deleita en la disolución de lo real, nosotros convivimos con
profesores que firman tesis que no han leído, alumnos que investigan sin saber
qué están escribiendo, y publicaciones académicas que apenas sobreviven como
ecos rimbombantes de un saber que ya no cree en sí mismo. Aquí el simulacro no
es juego conceptual: es sistema de gobierno. Por eso hay que ir más allá de
Baudrillard. No basta con señalar la hiperrealidad. Hay que tener el coraje
—que él rehúye— de decir que el saber sin verdad, el método sin alma, y el
conocimiento sin trascendencia no nos hacen más lúcidos… solo más perfectamente
engañados.
La pedagogía del vacío
Mientras más vacía está la educación, más
pesadas se vuelven las metodologías. El aula está llena de rúbricas,
cronogramas, resultados esperados, indicadores de desempeño… pero nadie se
atreve a preguntar por qué educamos. La pedagogía contemporánea se ha
convertido en una arquitectura sin cimientos: fascinada con la técnica, pero
hueca de sentido. Los docentes ya no median el saber, sino que lo administran;
y los alumnos, entre tanto “aprendizaje autónomo”, terminan educándose a sí
mismos con resultados verdaderamente admirables por su superficialidad. Mèlich
habla de una educación como acontecimiento ético, pero se cuida de no ofender
los límites epistemológicos de la posmodernidad blanda. Finkielkraut, por su
parte, clama contra La derrota del pensamiento, pero no consigue señalar
de dónde vendría la victoria. Todos advierten el vacío, pero pocos quieren
llenarlo. Porque llenarlo exige un acto de fe: fe en que el pensamiento apunta
a algo más que a su propia disolución. Pero eso, claro, es demasiado absoluto
para una pedagogía que teme a la trascendencia como si fuera contagiosa.
El aula contemporánea es
una especie de circo metodológico en el que el payaso principal —el profesor—
malabarea con rúbricas, evidencia de aprendizaje y formularios de
autoevaluación. Todo está medido, previsto, digitalizado, auditado. Lo único
ausente es aquello que no puede ser reducido a una celda de Excel: la presencia
viva del sentido. Así, la pedagogía del vacío se presenta como el nuevo arte
educativo: enseñar sin decir nada, evaluar sin comprender, aprender sin
transformar. Un triunfo formidable de la forma sobre el fondo. En este carnaval
de la técnica educativa, los contenidos —aquello que verdaderamente importa—
han quedado subordinados al proceso. Se discute más sobre el diseño
instruccional que sobre el misterio del saber. Y cuando alguien osa plantear
una pregunta esencial —como “¿qué es el hombre?”, “¿para qué vivir?”, “¿por qué
educar?”—, se activa la alarma: ¡eso no está alineado con el resultado
esperado! La pedagogía se ha vuelto tan prudente que ya no educa: gestiona.
Ivan Illich, en su
demoledor Deschooling Society, proponía la abolición del sistema escolar
institucionalizado. En parte acertaba: había que dinamitar la fábrica. Pero
olvidó que, sin una antropología trascendente, incluso su revolución sería
cooptada por la lógica del vacío. Hoy su crítica es utilizada por pedagogos
tecnocráticos para diseñar plataformas de “aprendizaje personalizado” donde el
alumno escoge lo que le gusta —generalmente, lo que menos le exige. Illich como
pionero de Google Classroom… he aquí el giro irónico de la historia. Todo un
monumental fracaso.
No menos paradójico es el
caso de Jürgen Habermas. En su búsqueda por una razón comunicativa y una ética
del discurso, ha generado generaciones de pedagogos que creen que el diálogo es
un fin en sí mismo, una panacea. No importa si se busca la verdad, basta con
que se dialoguen distintas opiniones. Así, se perpetúa una pedagogía del
consenso blandengue: nadie puede estar equivocado, porque eso violentaría su
autodeterminación epistemológica. Todos tienen derecho a su error… y a que se
lo aplaudan. Mientras tanto, los docentes son convertidos en operadores de
aula, facilitadores de “entornos de aprendizaje significativo” con más
presentaciones que ideas. Y los alumnos —formateados por años de consumo
digital pasivo— no esperan iluminación, sino eficiencia: “¿Está la clase en la
plataforma?”, “¿Puntúa la asistencia?”, “¿Cuál será la rúbrica?”. En este
escenario, pensar es un lujo, y el silencio, una falla técnica.
Para disimular la vaciedad,
se sobreactúa la metodología. Hay tutoriales, mapas conceptuales, rúbricas
estéticas, plataformas con interfaz amigable y sesiones sincrónicas con emojis
motivacionales. Pero todo eso es el decorado de un teatro sin guión. Porque el
pensamiento ha sido expulsado del aula con buenos modales y un informe de
calidad como rúbrica de expulsión. La educación se ha vuelto tan “centrada en
el estudiante” que ya no hay lugar para el conocimiento. La didáctica
contemporánea parece diseñada por expertos en logística: organizan,
distribuyen, cronometran, documentan... pero no educan. Los alumnos avanzan en
módulos, como si el saber fuera una línea de montaje. Aprenden con guías,
cuestionarios y cápsulas audiovisuales, pero nunca se ven obligados a
confrontar una idea radical, a perder el equilibrio ante una intuición, a
quedarse en silencio porque algo les removió el alma. La pedagogía ha sido
higienizada para no provocar vértigo.
En este contexto, hasta la
evaluación se ha vuelto cómica: ya no mide lo que sabes, sino lo que puedes
demostrar que "adquiriste". Y para evitar discriminaciones
emocionales, se ha prohibido cualquier forma de exigencia que implique
conflicto. Se corrige con suavidad, se devuelve retroalimentación “positiva”, y
si el alumno se frustra, hay talleres de bienestar emocional para compensar.
Como si el pensar no doliera por naturaleza. Autores como Edgar Morin —siempre
tan lúcido como complaciente— hablan de una pedagogía de la complejidad. Pero
en la práctica, esa complejidad se traduce en libros de texto con gráficos
coloridos y palabras grandes, y en cursos de epistemología con más esquemas que
conceptos. La verdadera complejidad —la de mirar al abismo del ser humano y
decir: “piensa, aunque duela”— ha sido sistemáticamente eliminada del pensum
por no ser “pertinente”.
La pedagogía del vacío no
solo afecta a los estudiantes. Ha creado también docentes mecánicos, asustados,
que han interiorizado la lógica del miedo institucional: miedo a incomodar, a
fallar el indicador, a “enseñar de más”. Muchos de ellos aprendieron a enseñar
con pasión, pero ahora deben leer un guion, sujetarse al tiempo, callar lo
importante y repetir lo anodino. Así, el aula deviene en despacho técnico. Y el
maestro en operador de dispositivo. Lo más cruel es que esta pedagogía no se
presenta como vacía, sino como innovadora. Cualquiera que ose pedir profundidad
es tachado de retrógrado. ¿Filosofía? ¿Grandes libros? ¿Teología? ¡Revisen el
siglo! —gritan los gerentes del aula. Lo que importa es que el contenido pueda
transformarse en una competencia evaluable. Y si se puede graficar en formato
Canva, tanto mejor. A esta altura, no queda mucho espacio para el asombro ni
para el silencio. Esos dos ingredientes fundacionales del pensamiento han sido
sustituidos por actividades dinámicas y foros virtuales donde todos opinan sin
leer a nadie. Se entrena al alumno para llenar espacios con palabras, no para
habitar ideas. Se habitúan a la mente de crucigrama. El resultado: una
generación que habla mucho, pero no sabe decir. Que participa… sin presencia. Ni
siquiera los grandes problemas del mundo —la muerte, el dolor, la
trascendencia, el mal, la belleza— figuran ya en la agenda educativa. Si acaso
aparecen, es como excusa para una actividad integradora en la Semana de la
Cultura. Se habla de ciudadanía, de inclusión, de sostenibilidad, pero nunca de
alma. Y eso no es casualidad: el alma no puntúa.
Frente a este panorama, la
pedagogía del vacío no es un accidente, sino un diseño. Una universidad que ha
renunciado a pensar necesita una pedagogía que impida hacerlo. Si el
pensamiento surgiera, podría interrogar lo institucional, lo político, lo económico.
Y eso no conviene a quienes gobiernan el aula desde los directorios. Mientras
el educador se ahoga en formularios y protocolos, nadie se atreve a decir lo
obvio: que estamos formando analfabetos existenciales con excelente ortografía.
Jóvenes que pueden redactar un ensayo según la estructura canónica, pero que no
sabrán enfrentarse al dolor, ni a la muerte de un ser querido, ni a la pregunta
por Dios. Porque al final, el drama de esta pedagogía no es su fracaso técnico.
Es su éxito total. Ha logrado formar generaciones que no extrañan lo que nunca
recibieron. Que aceptan como normal un aula sin espíritu. Que consideran
“motivadora” una clase sin contenido. Así se produce, silenciosamente, la
extinción del pensamiento. Lo que urge no es una reforma pedagógica más. Lo que
urge es una insurgencia espiritual. Una rebelión contra el aula anestesiada.
Una pedagogía que vuelva a pronunciar la verdad con temblor. Que recupere el
escándalo, el misterio, el silencio. Y si eso implica salirse del sílabo,
bendita sea la infracción.
En la pedagogía del vacío,
el verdadero pensador no inspira, sino que incomoda. Es un vestigio incómodo de
una era en que pensar no era una rareza sino un mandato del alma. Lo miran como
a un busto de bronce cubierto de polvo, útil solo para discursos institucionales
en aniversarios con himno, pero no para el aula. Nadie lo invita a disertar,
porque se niega a simplificar. No sirve a la autoayuda ni al coaching. No
produce papers con abstract vendible ni aparece en rankings. Y como no sonríe
en clase ni proyecta memes con moraleja, lo declaran pedagógicamente obsoleto. Ese
pensador, ese fósil que aún cita a Pascal o a Nicolai Hartmann sin pedir
permiso a la innovación curricular, parece tan fuera de época que inquieta.
Vive en la indigencia académica porque jamás convirtió su pensamiento en
mercancía. No se vende, y, por ende, no cotiza. No obstante, es él quien podría
devolverle a la universidad aquello que perdió mientras se profesionalizaba: la
conciencia.
En un ecosistema donde todo
pensamiento está domesticado, el pensador libre es un escándalo. Pero cuidado:
los fósiles, aunque enterrados, conservan memoria. Y quizás un día —en medio
del colapso de tanto simulacro— alguien los desentierre y descubra que ahí
latía, bajo la ceniza, el fuego verdadero. Hoy más que nunca el pensador
encuentra su lugar fuera de los podridos muros universitarios, es extraacadémico
por excelencia, Y es que la universidad, convertida en institución del
simulacro, ya no alberga al pensador: lo tolera, lo margina, lo convierte en
decorado incómodo. Por eso, el verdadero pensamiento —ese que interroga,
incomoda, muerde— ha tenido que fugarse por los márgenes, como un disidente que
ha perdido el derecho de ciudadanía en su propia patria espiritual.
Hoy el pensador auténtico
es extraacadémico no por elección, sino por salud mental. El aula ya no
lo contiene: lo ahoga entre rúbricas, formatos, reportes y comités de
pertinencia. Prefiere el café mal servido de una esquina con libros usados,
antes que el climatizador estéril de un claustro sin alma. Vive entre
bibliotecas personales, foros insurgentes, blogs que todavía sangran
pensamiento, y pasillos de librerías donde aún se conversa con los muertos
ilustres. ¿Y sabes lo más revelador? Que allí —en esa intemperie luminosa— el
pensamiento florece. Sin plan de estudios. Sin autorizaciones. Sin
publicaciones de impacto, sin éxitos de librería. A la intemperie, sí, pero con
alma. Porque mientras más se academiza el conocimiento, más se exilia la
verdad. Y quien aún la busca, lo hace —como decía Simone Weil— como un
huérfano que sigue llamando madre a lo que lo expulsó.
Los pensadores actuales
viven más radicalmente contra su tiempo si se rebelan contra el inmanentismo de
la modernidad y posmodernidad. Nada más subversivo hoy que creer —y sostener—
que el pensamiento no se agota en lo empírico, lo cuantificable, lo útil.
Mientras la modernidad consagró la razón instrumental y la posmodernidad la
vació de todo contenido firme, el pensador que se planta fuera de ese juego
binario aparece como un hereje luminoso: no niega la razón, pero la somete; no
desprecia la duda, pero apunta más allá de ella. El inmanentismo ha
naturalizado la clausura del horizonte trascendente. No se discute si Dios
existe, sino si “suma al debate decolonial”; no se pregunta por el alma, sino
por su performatividad de género. Todo queda encerrado en el oscuro y tétrico invernadero
de lo inmanente: confortable, climatizado, sin sobresaltos ontológicos. Y es
que el pensador de verdad es ese que abre ventanas, que rompe cristales. Que
—como Kierkegaard contra Hegel— interrumpe la comodidad del sistema con una
angustia que no cabe en el método. En esta época, pensar en términos de
eternidad, bien, belleza o salvación no solo es impopular, es considerado
peligroso. Y es ahí donde el pensador encuentra su vocación profética: en no
adaptarse, en no obedecer. No es progresista ni reaccionario: es intempestivo,
como quería Nietzsche. Pero —y aquí la paradoja incendiaria— ya no juega con la
muerte de Dios como chiste dionisíaco; ahora se pregunta si no es precisamente su
ausencia lo que ha convertido al saber en escombro. Hoy, rebelarse contra
el inmanentismo no es nostalgia: es radicalidad. No es regresar al pasado, sino
saltar fuera del pozo. Y ese salto —ese acto suicida para el ego académico— es
la única forma de que el pensamiento vuelva a estar vivo.
Y es en este contexto que
se entiende que el inmanentismo es la raíz más profunda en nuestro tiempo
posmoderno de doctorados sin sabiduría y profesores sin apostolado. En esta
época que presume de títulos y se jacta aún más de neutralidad, el inmanentismo
ha dejado de ser una postura filosófica para volverse una atmósfera: una niebla
que envuelve cada aula, cada sílabo, cada tesis defendida con entusiasmo por
quien ya ha olvidado de qué trata la pregunta por el sentido. Es esa renuncia a
todo aquello que trascienda lo medible lo que explica por qué los doctorados
producen “especialistas” que jamás se han estremecido ante una verdad, y por
qué los profesores ya no son guías del espíritu, sino empleados de la
didáctica.
La sabiduría ha sido
sustituida por la competencia académica, y el apostolado —esa entrega ardiente
por el saber con mayúscula— ha sido archivado como romanticismo pedagógico.
¿Qué lugar queda para el maestro que no sólo enseña, sino que transmite
llama? En este clima inmanentista, es sospechoso. Lo acusan de tener
agenda. Porque en esta cultura tan “abierta”, la única herejía es creer que hay
algo más allá del aquí y ahora. Y tal vez por eso proliferan doctores que han
escrito tres libros y no han llorado con ninguno, y profesores que jamás se han
jugado el pellejo por una idea, pero sí por una nota en Scopus. Así de cómodo,
así de vacío. Porque, al final, el inmanentismo ha logrado su obra maestra:
abolir la trascendencia sin que nadie la eche de menos.
La banalización del mérito y del sentido
El mérito ha sido vaciado como una copa de
vino utilizada para beber agua mineral. Ya no representa excelencia, sino
cumplimiento. Basta con no faltar, entregar a tiempo y no levantar la voz. El
estudiante “cumplidor” es el nuevo ideal; el brillante, un problema; el
incómodo, una amenaza. Y si acaso logra destacar, que sea por su disciplina,
jamás por su diferencia. Así se premia la mediocridad estructurada, mientras se
castiga la audacia.
Autores como Terry Eagleton
reclaman una idea de cultura, pero siempre en clave sociológica, como si
bastara con rescatar el folklore o democratizar la ópera. Lo que se ha perdido
no es solo la cultura entendida como contenido, sino el sentido del sentido: el
horizonte que hace que educar valga la pena. Hoy todo se evalúa, pero nada se
valora. El estudiante pasa de ciclo en ciclo sin saber por qué hace lo que
hace, y eso es lo más perverso: que nadie le dice que preguntar por el sentido
no está en el sílabo.
La universidad ha
renunciado a su espíritu no en un acto dramático, sino por omisión sistemática.
Lo ha ido dejando morir mientras llenaba formularios, mientras firmaba
convenios, mientras actualizaba plataformas. Como esos personajes de Kafka que
mueren de inanición sin saberlo, ha vaciado el saber de verdad, la pedagogía de
contenido y el mérito de profundidad. Y luego nos preguntamos por qué los
egresados no creen en nada. Quizá sea porque la universidad primero dejó de
creer en ellos.
La idea de mérito ha
sufrido una metástasis: ya no es sinónimo de excelencia, sino de resiliencia
burocrática. Se premia la sumisión educada, no la inteligencia incómoda; la
obediencia a la rúbrica, no la desobediencia fecunda del que piensa. Allan
Bloom, en The Closing of the American Mind, señalaba con melancolía que
los estudiantes ya no buscan la verdad sino la adaptación. Pero Bloom mismo,
aún en su grito agónico por los clásicos, cayó en la trampa de creer que
bastaba restaurar el canon para resucitar el alma. No es sólo una cuestión de
libros: es una cuestión de fuego.
Hoy, el alumno ejemplar es
el que no molesta. El que llena todos los casilleros del LMS -Sistema
de Gestión del Aprendizaje- y asiste a todos los webinars institucionales sobre “motivación
profesional”. Se busca el estudiante gris platino: sin luces deslumbrantes,
pero tampoco sombras inquietantes. La universidad se ha convertido en un parque
temático de la corrección académica. Y si alguien brilla, que lo haga
discretamente, por favor: la originalidad está permitida, siempre que venga con
permiso del comité curricular.
Eagleton insiste en salvar
las humanidades desde la trinchera del análisis cultural, pero lo hace sin
cruzar nunca la línea: diagnostica el vacío, pero no se atreve a golpear la
raíz metafísica del derrumbe. No basta con “democratizar el gusto”: hay que preguntarse
por el sentido de la cultura más allá de su utilidad crítica. El mérito
cultural sin orientación trascendente se convierte en otra mercancía del
supermercado ilustrado. Y luego está J.L. Austin, el ingeniero verbal de los
actos de habla, quien creyó que decir algo era en sí mismo hacer algo. Su
teoría sirve a la pedagogía del simulacro: hablar sobre ética, por ejemplo,
cuenta como un acto ético; simular compromiso académico equivale a saber. ¿Y si
el lenguaje no crea realidad, sino que la esconde? ¿Quién se atreve a decir hoy
en voz alta que muchos discursos universitarios son puros gestos sin alma?
Jacques Ellul, por su
parte, denunció como pocos la autonomía de la técnica, pero su visión se detuvo
en el plano sociotecnológico, como si el vacío se pudiera explicar sin acudir
al drama espiritual que lo precede. Ellul vio la máquina y su imperio, pero se
quedó corto en el exorcismo: no basta con advertir el automatismo, hay que
anunciar lo que lo trasciende. O nos hundimos en la autoconciencia impotente… o
abrimos el cielo de nuevo. Hoy el mérito es medido con precisión digital: hojas
de vida por competencias, “engagement” estudiantil, indicadores SMART.
Pero nadie mide el hambre
de sentido, ni premia la sed de verdad. Se gradúan expertos en indicadores que
jamás han temblado ante una gran pregunta. Como dijo alguien en otro siglo:
ganan el mundo entero, pero pierden su alma. Aunque en este caso, el mundo que
ganan es un puesto de internado con almuerzo corporativo. Los estudiantes ya no
se preguntan para qué estudian. La pregunta ha sido anestesiada desde el
colegio. Lo importante es avanzar, sumar créditos, coleccionar diplomados. Y si
alguien osa preguntar por el sentido último del saber, será remitido al área de
bienestar emocional o, peor, a orientación vocacional. Nadie recuerda ya que
las universidades nacieron como monasterios de verdad, no como showrooms de
empleabilidad.
La tragedia es que esa
banalización del mérito viene acompañada de la banalización del sentido. Ya no
se pide profundidad, sino habilidad para simularla. Una tesis no debe demostrar
pensamiento, sino formato. Una clase no debe formar, sino entretener. ¿Y los
libros? Bien gracias, convertidos en insumos de citas para artículos que nadie
leerá, publicados en revistas que nadie comprende, citados por pares que no se
atreven a dudar. Y mientras todo esto ocurre, la institución sonríe. Organiza
semanas de la excelencia educativa, lanza concursos de innovación docente, y
publica boletines con palabras como "calidad", "mejora
continua" y "transformación". Pero no transforma nada, porque ha
renunciado a lo único que podía hacerlo: la confrontación con lo esencial. Hoy
más que nunca, el mérito verdadero es subversivo: consiste en pensar contra la
corriente, en arriesgarse a no encajar, en hablar de lo eterno en la dictadura
de lo urgente. El verdadero mérito ya no está dentro del aula, sino en quienes
se han atrevido a huir del aula para conservar el alma. Todo lo demás son
fuegos artificiales sobre una ciudad que ya no tiene luz.
La universidad actual ha
dejado de ser un santuario del pensamiento para convertirse en una réplica
siniestra de la caverna platónica, despojada incluso del anhelo de ascender
hacia la luz. Ya no quedan encadenados que miren con nostalgia hacia la salida;
todos parecen conformes contemplando las sombras, satisfechos con simulacros de
conocimiento proyectados sobre la pared institucional. En este nuevo régimen,
la figura del filósofo —el único que, en la tradición de Platón, se atrevería a
desatarse para buscar el sol de la verdad— ha sido declarada redundante, cuando
no subversiva. El fuego interior del saber ha sido sustituido por la luz
artificial de proyectores y pantallas, en las que se celebran contenidos
“pertinentes”, “alineados con competencias” y “eficientemente transferibles”.
Lo absoluto ha sido exiliado, lo eterno declarado improductivo. El lenguaje de
la verdad ha sido suplantado por una jerga higiénicamente neutra: resultados de
aprendizaje, perfiles de egreso, entornos evaluativos. Se alaba la crítica en
abstracto, pero se penaliza cualquier atisbo de pensamiento que señale lo
trascendente. Así, el aula deja de ser espacio de asombro y se convierte en
habitáculo de gestión. Lo más inquietante no es la analogía platónica sino su
fusión con la distopía de Orwell. Porque en este entorno académico, no sólo se
renuncia a la verdad; se vigila activamente su enunciación. Cada palabra del
docente debe someterse a protocolos, formatos y filtros discursivos. El
pensamiento es tolerado sólo si es inofensivo. Las formas de control no se
imponen con violencia, sino con aplausos. Como en 1984, no se prohíbe la
verdad: simplemente se le elimina como posibilidad de lenguaje. Así se prohíbe
hablar en contra la ideología de género y se apoya abiertamente la agenda LGTBQ
y más. La universidad no es ya la cuna de la conciencia crítica, sino el
escenario programado de una simulación sostenida. Su estética institucional, su
cortesía performativa, sus ceremonias de calidad ocultan —con eficiencia
inquietante— la desaparición progresiva del alma, la alienación del espíritu.
La caverna y la pesadilla se han fundido en un solo espacio: un recinto sellado
donde las sombras han olvidado que alguna vez hubo luz.
3. Tecnocracia y fragmentación del saber
Especialismo como dogma
El conocimiento académico ha sido
progresivamente seccionado, disecado, parcelado hasta el absurdo. El
especialista, antes un estudioso riguroso de un campo concreto, se ha
convertido hoy en una figura caricaturesca: ostenta su saber fragmentario con
orgullo casi sacerdotal, ignorando que ha perdido la visión de conjunto que da
sentido a toda investigación. Es el sacerdote de un culto sin divinidad, el
técnico erudito que, habiendo perdido el logos, se abraza al método como si de
un dogma se tratara. Esta hipertrofia de la especialización —que ya Ortega
había denunciado como la patología del “hombre-masa universitario”— no es solo
una deformación pedagógica; es una mutación ontológica del saber. El
especialista es incapaz de pensar fuera del lenguaje técnico que domina. Conoce
los mecanismos de una célula, pero desconoce el misterio de la vida. Escribe
sobre procesos cognitivos, pero jamás ha leído a Pascal ni se ha emocionado con
Agustín. La profundidad ha sido sustituida por pericia, y la sabiduría, por competencia.
Spengler, en La
decadencia de Occidente, anticipó este fenómeno con lucidez fatalista. Veía
en el cientificismo y el especialismo signos del agotamiento cultural de la
civilización. Pero su visión era ya la de un profeta resignado ante el ciclo
irreversible. Allí se detuvo: en la descripción lúgubre del ocaso. Falló en
identificar que no basta con advertir la decadencia; hay que buscar el nervio
intacto que permita restaurar la forma. El diagnóstico sin esperanza termina
siendo cómplice. El especialismo no ha elevado el rigor del saber: ha abolido
su vocación universal. La división del conocimiento —justificable en términos
metodológicos— se ha convertido en estratificación ontológica. El saber se ha
enclaustrado en claustros separados donde los unos no hablan con los otros. El
filósofo ya no dialoga con el físico, el jurista desconoce la teología, el
médico desprecia la antropología. Ya no hay comunidad del saber. A pesar de
ello, todos se reúnen en simposios para hablar de “interdisciplinariedad” con
la misma vaciedad con que una orquesta desafinada invoca la armonía.
Eric Voegelin, con su aguda
crítica al “gnosticismo moderno”, comprendió que la pérdida del orden
espiritual conduciría inevitablemente a una hipertrofia técnica de lo político,
y con ella, a una reducción técnica del saber. Esto nos hace decir que en
nuestro tiempo inmanentista hay mucho saber especializado, pero casi nula
cultura. Pero Voegelin, en su afán por exorcizar el gnosticismo, cayó en la
tentación de una historia de las ideas demasiado conservadora, como si bastara
con recomponer el relato clásico para enfrentar el desastre de la
fragmentación. No supo ver que la técnica se ha vuelto condición de posibilidad
epistemológica, no mero instrumento. El especialista de hoy no se atreve a
pensar lo que no puede calcular. Para él, las preguntas últimas no son
pertinentes: no entran en su campo. Y, lo que es peor, se ufana de su
ignorancia deliberada sobre los fundamentos metafísicos del saber. Desprecia lo
que no se puede cuantificar, ignora lo que no se puede indexar, calla lo que no
se puede justificar en base a resultados. Como si el alma del hombre pudiera
ser tratada como una estadística longitudinal. Y es que sociedad posmetafísica
sufre de erosión nihilista. No es que el especialista sea ignorante; es algo
más alarmante: ha sido educado para no saber que ignora. Su mundo está completo
mientras no le falte bibliografía de su subdisciplina. Y así se reproduce una
casta académica capaz de escribir miles de páginas sobre una minucia sin jamás
sospechar que ignora la totalidad que da sentido a dicha minucia. La erudición
sin sabiduría es hoy el nuevo opio académico.
Ya no hay Docta ignorancia,
sino Ignorancia doctorada. Esa inversión irónica es tan certera como
desgarradora. Lo que Nicolás de Cusa llamó docta ignorancia —esa
humildad sapiencial que reconoce los límites del entendimiento sin renunciar a
la búsqueda de la verdad— ha sido desplazada por su contrario obsceno: una ignorancia
doctorada, solemnemente certificada, blindada por títulos, avalada por
comités y cargada de citas… pero vacía de sabiduría. Esta nueva ignorancia no
se confiesa ignorante; al contrario, ostenta su erudición técnica como prueba
de autoridad. Su tragedia no está en lo que no sabe, sino en no saber lo que
no sabe. Ignora lo esencial con tal convicción que ya no es posible
siquiera el diálogo. El que pregunta por el ser es visto como extravagante; el
que interroga por la verdad, como anacrónico; el que nombra a Dios, como
peligroso. Lo más alarmante es que esta ignorancia no es ignorancia natural,
sino cultivada: se siembra en aulas, se riega con papers, se cosecha con tesis,
y se celebra en actos académicos vestidos de solemnidad. Así, el alma académica
se vuelve un simulacro de lucidez que ha olvidado que el pensamiento verdadero
comienza cuando nos reconocemos indigentes ante el misterio.
Sloterdijk, con su talento
para la ironía sistemática, intentó parodiar esta deriva en Crítica de la
razón cínica, pero su filosofía terminó también por devenir performance
intelectual. Su crítica al cinismo ilustrado y al saber autoirónico nunca se
propuso restaurar la dimensión sapiencial del pensamiento. Más bien la
estetizó, la volvió arte de la sospecha. Al final, todo quedó en pirueta
conceptual. Faltó convicción, sobró juego. Y así, mientras más se especializa
el saber, más se distancia de su principio fundante: el amor a la verdad. La
especialización, en tanto no remita a una totalidad, no conduce al saber, sino
a su caricatura. Se multiplica el número de expertos, pero se extingue el
sabio. Y sin sabios, la universidad no forma almas, solo operarios
intelectuales que, como recordaba Max Scheler, poseen formación sin formación
espiritual. Esa es la tragedia: no el exceso de saberes, sino la ausencia de un
centro común que los ordene y los eleve.
Conocimiento sin totalidad
La disolución de la totalidad en el saber no
es un efecto colateral: es un programa. Las disciplinas ya no dialogan entre sí
porque han olvidado que toda investigación auténtica remite, necesariamente, a
una totalidad inteligible. Hoy se enseña biología sin metafísica, economía sin
ética, literatura sin teología. Esta amputación de los vínculos internos del
saber produce expertos precisos en su ceguera y especialistas inmunizados
contra toda visión de conjunto.
Steiner, en Errata,
llora la desaparición del canon y la imposibilidad de hablar de totalidad en un
mundo donde los lenguajes se han vuelto intransitivos. Pero en su lamento
elegante, falta algo más que diagnóstico: falta traza del élan. Su fidelidad al
humanismo cultural lo hace insuficiente ante una época que ha dejado de
preguntar por el sentido porque ha dejado, también, de creer que haya unidad
alguna en la realidad. Y sin unidad, el conocimiento no forma, sólo fragmenta. La
universidad, al haber extirpado la noción de un principio organizador
trascendente —llámese Dios, logos, verdad, ser, espíritu—, ha vaciado el
contenido de las ciencias sin que estas lo adviertan. La teología ha sido
exiliada, la filosofía relegada, la literatura convertida en entretenimiento
posmoderno. Lo que queda es un mosaico de saberes sin cemento, una biblioteca
donde los libros no se hablan entre sí y los lectores deambulan como átomos sin
atracción. El conocimiento sin totalidad produce inteligencias prácticas sin
brújula. Se calcula, se predice, se optimiza, pero no se comprende. Las
preguntas últimas —sobre el fin, la causa, el significado— han sido degradadas
a ejercicios semánticos sin peso. Así, el conocimiento se vuelve administrable,
pero no revelador; útil, pero estéril. El saber deja de ser vía hacia el ser, y
se convierte en simple función del sistema productivo.
Taylor, en Sources of
the Self, intenta rescatar una ética de la autenticidad anclada en fuentes
premodernas, pero su propuesta todavía flota en las aguas del pluralismo sin
verdad común. Su enfoque histórico-cultural se detiene siempre antes del abismo
metafísico: prefiere mapear las morales que arriesgar una. Así, incluso su
crítica al individualismo contemporáneo carece del impulso vertical que exige
la restauración del sentido unitario del saber. Describe con lucidez, pero no
edifica. Simondon, a su vez, trata de reintegrar el pensamiento técnico al
devenir del ser, proponiendo una ontología de la individuación profundamente
original. Sin embargo, su obra, centrada en la génesis de los objetos técnicos,
deja sin resolver el vínculo último entre lo creado y su fundamento. Fascinado
por la génesis, olvida el destino. Su idea de totalidad permanece inmanente, y,
por ende, inconclusa. El resultado es el eclipse del sentido profundo de la
universidad: ya no se forma el alma en unidad de saberes, sino que se disecciona
la mente en zonas de desempeño. Como el hombre renacentista ha dado paso al
especialista contemporáneo, también el cosmos ha sido reemplazado por el
sistema. Y el sistema, a diferencia del universo, no posee orden por gracia
sino por código.
La totalidad, cuando no es
trascendente, se convierte en mera administración. Y la universidad
administrada ya no es comunidad de saber, sino estructura funcional. Su misión
no es ya formar ciudadanos del mundo, sino productores de soluciones. En este
tránsito, el saber se ha disociado de la verdad, y el pensamiento ha sido
secularizado hasta convertirse en gestión. Más aún: la fragmentación ha
generado una paradoja cruel. Mientras se multiplican las cátedras, se extingue
el pensamiento integrador. Mientras se celebran las publicaciones en áreas
especializadas, desaparecen los sabios. Porque un saber que no unifica, no
salva; y una universidad que no articula totalidad, produce diplomas, pero no
conciencia. Es urgente recordar que la universidad, en su origen etimológico,
implicaba universalidad: no mera acumulación de datos, sino convergencia de
saberes en torno a una misma verdad. Recuperar esa vocación no es nostalgia: es
resistencia. En una época de fragmentos brillantes, la totalidad se vuelve el
acto más revolucionario del pensamiento.
Cuando el saber deja de ser
una vía hacia el ser, y se convierte en simple función del sistema productivo.
desarrolla el inmanentismo de la mano con el funcionalismo y el pragmatismo
como clima cultural. Cuando el saber abdica de su vocación ontológica para
subordinarse a los requerimientos del sistema productivo, lo que ocurre no es
una mera mutación didáctica: se trata de un cambio civilizatorio. El
conocimiento deja de ser búsqueda del ser —como lo fue para Parménides, como lo
exigía Tomás de Aquino, como lo desesperaba Heidegger— para convertirse en
herramienta, en recurso, en insumo flexible para las demandas del presente. Así
se consuma la alianza perversa entre inmanentismo, funcionalismo
y pragmatismo, los tres pilares del nuevo clima cultural que rige la
universidad nihilista contemporánea. El inmanentismo es la raíz metafísica de
esta transformación. Al clausurar todo horizonte trascendente, todo llamado que
supere la inmanencia del mundo fenoménico, se impide que el saber remita a algo
más que a sí mismo. No se estudia lo real en cuanto participación del Ser, sino
en cuanto material disponible. La física ya no interroga por el orden de
la naturaleza, sino por sus posibles aplicaciones. La economía no busca
comprender la justicia del intercambio, sino optimizar rendimientos. La
teología, si sobrevive, lo hace disfrazada de ciencias sociales.
Y este empobrecimiento
metafísico genera su lógica operativa: el funcionalismo. Bajo su hegemonía,
todo contenido es reconfigurado para ser útil, medible, ejecutable. Una idea no
vale por su verdad intrínseca, sino por su función en el engranaje institucional.
Así, los pensadores son desplazados por estrategas, y los sabios por tecnólogos
del discurso. Lo que no cumple función, estorba. Lo que no se adapta,
desaparece del currículum. El pragmatismo, por su parte, legitima culturalmente
esta economía epistémica. Bajo su influencia, la verdad ya no es lo que es,
sino lo que sirve. William James y John Dewey instauraron esta lógica
con vocación democrática, pero el sistema productivo la absorbió con
pragmatismo industrial. Hoy, la academia no discute el ser de las cosas, sino
su rentabilidad discursiva. Un conocimiento que no puede ser convertido en
curso, programa, servicio o artículo indexado, carece de valor operativo.
Bajo este triple clima
—inmanentismo, funcionalismo, pragmatismo—, el saber queda sin trascendencia,
sin gratuidad y sin verdad. Se convierte en simple servicio de consultoría
especializada, revestido de lenguaje académico. La pregunta por el fin
último ha sido sustituida por el formulario de pertinencia. ¿Aporta a la
empleabilidad? ¿Está alineado con las demandas del entorno? ¿Genera impacto
social medible? Pero esta servidumbre del saber se camufla como libertad. Se
nos dice que hoy el conocimiento es más “democrático”, más “accesible”, más
“aplicable”. Pero no se aclara que todo eso ha sido posible a costa de su
dignidad ontológica. El saber, que antes encendía el alma y ponía en juego la
vida, ha sido reducido a protocolo de gestión. Y quienes aún se atreven a
hablar de ser, de verdad, de alma o de Dios, son vistos como anacronismos
líricos en el desierto funcional.
Lo que se pierde no es solo
la profundidad del saber, sino su poder de transformación. Porque cuando el
conocimiento se vuelve obediente al sistema, ya no puede interpelarlo. El saber
así domesticado no cuestiona, no sacude, no revela: se limita a asistir. El
aula ya no es caverna que invita a salir, sino sala de control donde se
monitorean competencias. Cabe entonces preguntarse: ¿puede resurgir una
universidad cuya epistemología no esté en deuda con el inmanentismo técnico?
¿Podemos imaginar un saber cuya medida no sea la utilidad, sino la verdad?
¿Habrá aún espíritu capaz de estudiar no para operar, sino para contemplar?
Porque sólo ese saber —no funcional, no inmanente, no rentable— puede
devolvernos al Ser como horizonte último.
La destitución del pensamiento crítico
El pensamiento crítico ha sido reducido a un
ritual académico sin fuerza ontológica. Las universidades afirman fomentarlo,
lo incluyen en sus perfiles de egreso, lo evalúan mediante rúbricas con
indicadores cuidadosamente diseñados. Pero lo que allí se enseña bajo esa
denominación no es más que una técnica argumentativa: habilidades para detectar
falacias, redactar ensayos persuasivos o desarrollar opiniones “razonadas”. El
pensamiento crítico genuino no es una competencia: es una forma de vida, una
configuración del alma que se resiste a ser absorbida por el consenso
automático.
En el fondo, la destitución
del pensamiento crítico responde a una idea empobrecida de la cultura. Se la
concibe como un conjunto de datos, como un archivo de producciones simbólicas,
como un objeto de consumo o análisis. Se olvida, sin embargo, que la cultura
—como intuía profundamente Romano Guardini— no es un cúmulo de saberes, sino
una forma de ser en el mundo. No se trata de conocer mucho, sino de
habitar lúcida y responsablemente el tiempo que se nos ha dado. Pensar
críticamente no es replicar discursos inteligentes: es poner el alma entera en
estado de vigilancia. En esta hora, el pensamiento ha sido recluido al plano
funcional. Se piensa para resolver problemas, para argumentar posiciones, para
producir impacto. Pero no se piensa para comprender el fondo de las cosas. El
estudiante aprende a contraponer ideas, no a examinar su propio modo de vivir.
El docente enseña teorías, no estilos de existencia. En consecuencia, se
produce una forma de pensamiento que es útil, pero estéril; elegante, pero mudo
ante el misterio.
Pierre Hadot recordaba que
en la antigüedad el filosofar no era un discurso, sino un ejercicio espiritual.
En cambio, hoy la filosofía —como todo saber— ha sido secuestrada por el
formalismo académico. Se valora la originalidad terminológica, la precisión
exegética, el juego de referencias. Pero se evita la pregunta radical, aquella
que incomoda porque toca el modo de estar en el mundo del que escribe y del que
escucha. Pensar, en este contexto, se vuelve una gimnasia para las élites del
lenguaje, no un llamado al despertar. En este proceso de vaciamiento, la
cultura ha perdido su función formativa y ha sido convertida en objeto de
gestión. Se mide el capital cultural, se programan eventos de “ciudadanía
crítica”, se hacen encuestas sobre percepción cultural. Pero se omite el hecho
de que solo hay verdadera cultura donde el pensamiento atraviesa el cuerpo,
donde se educa no solo la inteligencia, sino la mirada, los afectos, los
gestos. El pensamiento crítico no puede ser inculcado en módulos curriculares:
necesita ser encarnado, vivido, sostenido con coraje.
El sujeto universitario
actual no es educado para pensar críticamente, sino para adoptar retóricas
críticas. Y esto tiene profundas implicaciones políticas. Un estudiante que
domina el léxico de la crítica, pero carece de interioridad no representa amenaza
alguna para el orden establecido. Puede hablar de “hegemonía”, “discurso
dominante” o “constructo social”, pero no experimenta en sí mismo el temblor
que provoca enfrentarse a la verdad. Así, el poder puede tolerar el simulacro
del pensamiento crítico, porque ha sido cuidadosamente esterilizado. La
cultura, al dejar de ser forma de vida, se transforma en oropel de prestigio.
Quien ha leído mucho pero no ha transformado su estar en el mundo, puede ocupar
cargos, dirigir instituciones, asesorar gobierno, pero no podrá pensar con
hondura. Y sin hondura, no hay verdadera crítica, sino repetición de consignas.
No hay liberación, sino una nueva forma de servidumbre, más refinada, más
académicamente correcta, pero igualmente vacía.
Por tanto, la destitución
del pensamiento crítico no debe leerse solo como una crisis pedagógica o
intelectual, sino como una desertificación espiritual. Allí donde la cultura ya
no forma, el alma se disgrega; allí donde el pensamiento ya no interroga, el
hombre se convierte en instrumento de sistemas que ni siquiera comprende. La
universidad, en su forma actual, produce sujetos competentes, pero
espiritualmente frágiles, lúcidamente informados, pero existencialmente
inermes. Recuperar el pensamiento crítico supone, pues, más que una reforma
académica: exige una recuperación del coraje ontológico, un giro metafísico
desde el inmanentismo hacia el ontorrealismo. Volver a pensar no es modernizar
el aula, sino reanimar el alma. Mientras no entendamos que la cultura es una
forma de ser —y no un saber exterior acumulado—, todo intento de formar sujetos
críticos será meramente decorativo. Y en tiempos como los nuestros, lo
decorativo es cómplice. Pensar es resistir, y resistir es existir. No hay otra
universidad posible sin ese temblor.
La
decadencia universitaria actual es el síntoma visible de un mal más profundo:
la hegemonía del principio de inmanencia que ha despojado al saber de su
tensión trascendente. Esta deriva ha instalado un pensamiento funcional que
opera sin preguntarse por el sentido. El neobrutalismo académico impone
eficiencia sin alma, mientras el anetismo desconecta enseñanza y la transformación
interior. Así, la universidad se torna mera acrobacia superficial, mera fábrica
de simulacros, no de sabiduría. Su ruina no es técnica, es no es técnica, es
espiritual. Espiritual, metafísica.
Parte II
Las raíces filosóficas del
colapso
“El
alma tiene necesidad de verdad tanto como el cuerpo de alimento;
donde
no hay verdad, hay simulacro, y donde hay simulacro,
el pensamiento muere con aplausos.”
Simone
Weil
4. El principio de inmanencia en la
modernidad
Breve historia del desencantamiento
La modernidad se inaugura con una promesa de
emancipación racional, pero en su núcleo porta una renuncia: el abandono
programático de lo trascendente. El principio de inmanencia, que ordena el
pensamiento moderno desde Descartes hasta nuestros días, consiste en clausurar
todo horizonte más allá del sujeto, para reconstruir el mundo desde dentro de
la conciencia. De este gesto inaugural —aparentemente liberador— brota el largo
proceso de desencantamiento de la realidad: nada escapa ya a la sospecha, todo
se vuelve objeto, incluso Dios.
Ese desencantamiento ha
tenido consecuencias epistemológicas decisivas. La verdad deja de ser
desvelamiento de lo real y se convierte en construcción del sujeto. La
objetividad se redefine no como adecuación del intelecto al ser, sino como
intersubjetividad consensual. En consecuencia, lo que no es operacionalizable
se torna sospechoso. El misterio es expulsado del saber, la gratuidad
desterrada de la educación. Solo se conoce lo que puede ser instrumentalizado.
Lo demás —según el ethos moderno— es superstición o lirismo. La paulatina
desespiritualización del mundo no obedece a un accidente histórico, sino al
cumplimiento lógico de este principio. Al cerrar la puerta a lo trascendente,
se convierte el pensamiento en un circuito cerrado. Todo se piensa desde dentro
del mundo, sin referencia vertical, sin eje ontológico. Así se configura un
saber que gira sobre sí mismo, sin posibilidad de orientación ni de
interrogación última. No es casual que los discursos académicos actuales sean
extraordinariamente sofisticados, pero incapaces de responder a la pregunta
fundamental: ¿para qué?
El saber deja entonces de
contemplar y comienza a funcionar. Su fin no es la verdad, sino la
operatividad. La verdad es proclamada como cosa incómoda del pasado, lo que
impera es la posverdad, como sucedáneo de la voluntad de poder. El tránsito del
ideal trascendente al saber funcional implica una verdadera mutación del alma
universitaria. Lo que se busca ya no es la sabiduría, sino la aplicabilidad. La
universidad se convierte en laboratorio del sistema técnico, no en custodio del
espíritu. Las preguntas últimas son reemplazadas por “problemas concretos” y
los fines son traducidos en “resultados de aprendizaje”. La educación se
convierte, por tanto, en adiestramiento. Esta inmanentización del saber se
corresponde con un vaciamiento ontológico del sujeto. Al renunciar a lo
absoluto, el hombre moderno se convierte en productor de sí mismo. No se
descubre, se fabrica. No participa de un orden superior, sino que se autoconstituye.
Este desplazamiento —teorizado por la antropología inmanentista de Kant y
ejecutado por la técnica contemporánea— sitúa al sujeto como creador de
sentido, no como receptor de sentido. Y ello se concreta con la fenomenología
enloquecida de Derrida Por ello, toda verdad revelada, toda norma trascendente,
todo símbolo que remite a lo sagrado se vuelve sospechoso: un obstáculo a la
autonomía.
El cierre del horizonte
metafísico es, en realidad, una clausura antropológica. La pérdida de la
trascendencia no afecta solo a Dios, sino también al hombre. Porque el hombre
no puede comprenderse plenamente sino en relación con lo que lo excede. La cultura
moderna, al expulsar esa alteridad radical, ha producido un pensamiento sin
profundidad, un lenguaje sin silencio, un conocimiento sin vértigo. Una
universidad sin altura. Y donde no hay altura, solo queda horizontalidad
repetitiva: innovación sin sentido, progreso sin dirección, educación sin
verdad. En este contexto, el saber se entrega sin resistencia al mercado, al
sistema, al algoritmo. No hay punto de fuga hacia lo absoluto, por tanto, no
hay posibilidad de crítica radical. Todo pensamiento se vuelve funcional: su
valor se mide en términos de impacto, transferencia o productividad. Así se
consuma lo que Simone Weil temía: la conversión del saber en fuerza, su pérdida
de gratuidad, su subordinación a la necesidad.
Esta lógica ha sido asumida
con fervor incluso por los defensores del humanismo secular. Se busca una ética
sin trascendencia, mínima, una espiritualidad sin verticalidad, una pedagogía
sin alma. El resultado es una cultura que simula profundidad con multiplicidad
de perspectivas, pero que ha perdido el nervio de lo absoluto. El pluralismo se
transforma en dispersión, la tolerancia en indiferencia, la libertad en
flotación sin raíces. Por ende, el principio de inmanencia no es solo una
categoría teórica: es la atmósfera invisible que envuelve nuestras
instituciones educativas. Su mayor astucia radica en que se presenta como
neutralidad, cuando en realidad es una opción filosófica radical: la exclusión
sistemática de lo que no puede ser reducido al ámbito de la inmanencia. Y con
esa exclusión, desaparece el espacio de la pregunta metafísica, del dolor como
maestro, del misterio como origen. Restituir el horizonte trascendente no es,
en consecuencia, un acto retrógrado, sino un gesto profundamente crítico. Es rescatar
al pensamiento de su encierro, devolverle su dimensión contemplativa, y
reinsertar la educación en el eje vertical que la constituye. Solo así la
universidad podrá recuperar su espíritu: no como repetición de fórmulas
antiguas, sino como audacia metafísica en una época que ha olvidado lo sagrado.
El inmanentismo se columbra
como el grito prepotente y soberbio del hombre prometeico posmoderno. Esta
formulación es tan certera como devastadora: el inmanentismo contemporáneo no
se presenta ya como una modesta suspensión de lo trascendente, sino como el
grito desafiante de un hombre que se autoproclama origen, medida y fin de todas
las cosas. No se trata simplemente de una opción filosófica, sino de una
actitud ontológica: la voluntad de clausurar todo más allá por considerarlo
innecesario, molesto o subversivo para el nuevo templo del yo absoluto. El
sujeto posmoderno —hijo tardío del proyecto ilustrado y heredero descafeinado
del existencialismo— ha asumido la pose de Prometeo: ya no quiere recibir, solo
producir; no desea contemplar, sino construir; no busca verdad, sino afirmación
de su deseo. Y el inmanentismo se convierte en la atmósfera metafísica que le
permite declarar su autonomía como dogma indiscutible. Todo lo que no nace del
sujeto, le resulta sospechoso. Todo lo que lo trasciende, lo vivencia como
amenaza.
Esta soberbia se disfraza
de humildad metodológica, pero en realidad encubre una negación radical del
don. El hombre prometeico posmoderno no quiere ser creado, ni llamado, ni
convocado por nada superior a sí mismo. Quiere constituirse como sujeto sin origen,
como libertad sin fundamento, como proyecto sin sentido último.
El inmanentismo le ofrece
esa ilusión: vivir sin altura, pensar sin vértigo, existir sin misterio. Así,
la universidad —que otrora fue espacio de apertura hacia lo trascendente—
deviene laboratorio de esta idolatría del yo sin límites. Se estudia al hombre,
pero nunca se lo interroga en su indigencia. Se reflexiona sobre la cultura,
pero jamás sobre el alma. Se teoriza sobre el lenguaje, pero ya no se
pronuncian palabras que tiendan al silencio reverente. Todo ha sido
domesticado: el saber, el pensar, el deseo mismo. Prometeo, en el mito antiguo,
fue castigado por robar el fuego a los dioses. Pero el Prometeo moderno no es
castigado: se autoadora. Se ha vuelto su propio altar y su propio verdugo. Ha
destituido a los dioses, pero no ha creado sentido. Ha llenado los espacios con
datos, pero ha vaciado el cielo de signos. Su fuego ya no alumbra: devora.
Justamente por ello es la humanidad más peligrosa que jamás haya existido en la
historia y con los instrumentos con que cuenta puede poner fin a la historia
misma.
El Prometeo posmoderno, al
no ser castigado por un poder superior, se convierte en un peligro absoluto
porque ha abolido toda medida externa a sí mismo. Su soberanía no tiene límite
porque ha declarado obsoleto todo límite. Esta condición lo convierte no en un
titán subversivo, sino en una divinidad autoproclamada: omnisciente por medio
de los datos, omnipotente gracias a la técnica, omnipresente mediante las
redes. Pero esta divinidad no es benévola ni sabia: es impulsiva, frágil y
ciega. Por ende, su poder carece de dirección y de responsabilidad metafísica. El
peligro del hombre contemporáneo radica en que posee los medios para destruir
sin poseer los fundamentos para discernir. Nunca antes la humanidad tuvo tanto
poder acumulado en tan pocas manos ni tan escasa sabiduría para orientarlo. El
saber, desligado del ser, se ha convertido en fuerza neutral. Y como advertía
Simone Weil, la fuerza sin orientación espiritual tiende naturalmente al abuso.
Por tanto, no es solo la técnica la que se vuelve amenaza, sino el sujeto que
la dirige desde una conciencia vacía de verdad. Lo cual se advierte con nitidez
en la violación constante del Derecho Internacional por parte del Imperialismo
norteamericano.
Este hombre prometeico ha
dejado de vivir en el tiempo de la revelación para instalarse en el tiempo de
la obsolescencia programada. Ya no escucha el pasado como herencia ni vislumbra
el futuro como promesa: ambos han sido tragados por el presentismo productivo.
La historia, entonces, puede ser abolida no como acontecimiento, sino como
sentido. ¿Para qué recordar si el archivo digital lo contiene todo? ¿Para qué
esperar si la actualización es instantánea? Esta lógica suprime la memoria y
ahoga la esperanza. Más aún, el peligro radical no reside solamente en los
instrumentos —nucleares, digitales, biotecnológicos— que el hombre posee, sino
en la estructura espiritual que los contiene. Y hoy esa estructura se ha
quebrado. La voluntad de poder no tiene contrapeso: ni teológico, ni ético, ni
siquiera simbólico. Vivimos bajo el imperio de una potencia sin altar, de una
eficacia sin alma, de una voluntad de poder sin espíritu. En consecuencia, no
hay ninguna razón interna en el sistema para no consumar el colapso.
Ello nos conduce a una
paradoja trágica: cuanto más domina el hombre el mundo externo, más se
desintegra interiormente. Posee inteligencia artificial, pero ha perdido la
sabiduría natural; explora los límites del cosmos, pero ignora el abismo del
corazón; controla los algoritmos, pero ha dejado de interrogarse por el bien.
Esta desproporción es lo que torna a nuestra época potencialmente terminal: ha
reunido todo lo necesario para su desaparición y ha perdido todo lo que podría
redimirla. Lo más alarmante es que el peligro no es percibido como tal. Ha sido
estetizado, naturalizado, incluso celebrado. Las catástrofes se convierten en
contenido audiovisual, los desastres en gráficos interactivos, la muerte masiva
en estadística. El fin de la historia ya no es una amenaza: es una posibilidad
gestionable. Así se consuma la trivialización del Apocalipsis, no como ruptura
escatológica, sino como una actualización de sistema. Y los filósofos corifeos
del posmodernismo son los primeros en alentar la vía del desastre.
Por tanto, el hombre
prometeico posmoderno representa una ruptura no sólo con lo sagrado, sino con
la posibilidad misma de lo humano. Porque lo humano no consiste en dominar,
sino en saberse limitado. No en fabricar sentido, sino en recibirlo. No en abolir
la necesidad, sino en reconciliarse con ella. Y el hombre actual no acepta
ninguna de estas condiciones: vive de espaldas a la herida que lo constituye. Este
peligro absoluto no puede ser combatido solo con reformas ni con críticas
ilustradas. Exige un cambio de horizonte, una conversión del alma, una apertura
a lo trascendente. Mientras no regrese el temblor, el pudor ante lo sagrado, el
reconocimiento de la dependencia radical, no habrá freno para el vértigo.
Porque el saber técnico sin sabiduría no se detiene: acelera. Es, en suma, una
humanidad que ha reemplazado el árbol del conocimiento por la torre de control.
Que ha olvidado que todo poder no frenado por el bien termina por volverse
contra quien lo posee. Y que, sin un principio que lo exceda, el Prometeo
moderno no sólo arderá: hará arder el mundo con él.
Del ideal trascendente al saber funcional
La caída del ideal trascendente en la cultura
moderna no fue un derrumbe abrupto, sino una paciente sustitución de sentido.
En lugar del saber como la vía hacia lo eterno, se instauró el saber como la herramienta
para lo inmediato. La universidad ya no busca formar sabios, sino expertos; no
modela el alma, sino el currículum. La figura del sabio —exceso de preguntas,
devoción a lo invisible, fidelidad a lo inútil— ha sido desplazada por la del
gestor de conocimiento, que administra información como un contable de
epígrafes.
Este tránsito no ha
ocurrido sin arquitectos. Bertrand Russell, con su ironía fulminante y su fe
epistemológica, contribuyó al vaciamiento de la metafísica en nombre del “rigor
analítico”. Su desprecio por la teología no fue tanto intelectual como sentimental:
veía en todo lo trascendente una amenaza al progreso de la razón matemática.
Así, su contribución no fue la crítica del dogma, sino la canonización del
dato. Pero una universidad sin teología no es más racional, sino más
superficial. Richard Rorty, por su parte, culmina el giro con estética
posmoderna. Abandona toda pretensión de verdad en favor del lenguaje como
juego, y convierte la filosofía en una variante sofisticada del entretenimiento
literario. En su pragmatismo irónico, la educación ya no busca conocer lo real,
sino articular discursos plausibles en la conversación de la especie. El
problema es que, allí donde todo es lenguaje, nada es verdad. Y sin verdad, el
pensamiento se vuelve cortesía argumentativa, no aventura interior.
Martha Nussbaum, con su
humanismo liberal, propone una defensa de las humanidades que suena noble, pero
que resulta clínicamente inofensiva. Su idea de “formar ciudadanos compasivos”
es estéticamente atractiva, pero intelectualmente estéril. Se habla de empatía,
pero no de verdad; de democracia, pero no de trascendencia; de derechos, pero
no de deberes metafísicos. La universidad se convierte así en escuela de
sensibilidades progresistas, no en taller del alma. La cultura queda reducida a
ética de convivencia. Latouche, con su crítica al desarrollo, parecería ofrecer
un contrapeso a la racionalidad técnico-económica. Pero incluso su propuesta de
decrecimiento permanece dentro del marco inmanentista: lo que propone es un
nuevo equilibrio, no una reorientación del sentido. No hay apertura vertical en
su ecología de la sobriedad; hay solo nostalgia horizontal. El límite no remite
a lo sagrado, sino a lo sustentable. Es una teología del consumo moderado, no
una metafísica del don.
Miró Quesada, bajo el
ropaje del pluralismo, consagra la extinción de la metafísica en el pensamiento
latinoamericano. Su “razón abierta” no abre hacia lo absoluto, sino hacia lo
diverso. Pero lo diverso sin eje ontológico es mera dispersión. El discurso
filosófico deviene taxonomía de sensibilidades, y la educación se convierte en
galería de perspectivas sin exigencia de verdad. En nombre de la tolerancia, se
abdica del pensamiento crítico, que no es la exposición plural de opiniones,
sino la fidelidad a lo que vale más allá de la opinión. Su gran limitación es
que confunde las condiciones necesarias de logicidad con las condiciones
ontológicas suficientes de la razón. Pues, la razón no depende exclusivamente
del sentido lógico, hay otros sentidos fundamentales -perceptual, intuitivo,
emocional, estético, ético, religioso-. Señaló que la lógica natural que emplea
el ser humano no es la clásica, sino la paraconsistente. Pero no vio la
relación de lo paraconsistente con la mística ni la religión. Señaló que la
lógica está relacionada con la ontología, pero no fue más allá de la ontología
de lo inmanente. Julián Marías, aunque menos corrosivo, representa el intento
último de salvar el espíritu desde dentro de la modernidad. Pero su herencia
zubiriana no logra responder al clima nihilista de la época. Su defensa del
“personalismo histórico” carece de energía metafísica: el alma se afirma, pero
no se entrega. La historia reemplaza a la eternidad como horizonte, y con ello
el pensamiento pierde vuelo. Marías quiso salvar el humanismo, pero lo salvó
sin lo divino. Y eso —como demuestra el siglo— es condenarlo a una lenta
extinción. Augusto Del Noce, en cambio, diagnosticó con una lucidez premonitoria
la alianza entre secularismo y técnica. Pero su catastrofismo le impidió pensar
en términos de resurrección. La universidad, para él, se vuelve el templo del
nihilismo técnico, y toda forma de religación trascendente parece ya inviable.
Su crítica es precisa, pero su propuesta es melancólica. La universidad ha
caído, sí, pero no basta señalar las ruinas: hay que edificar. Y para eso no se
necesita nostalgia, sino visión.
Así se ha consumado la gran
mutación: del ideal trascendente —que situaba el saber bajo el signo de la
gratuidad, del vértigo y del servicio— al saber funcional, que lo convierte en
insumo curricular. El aula, antes umbral del misterio, es ahora oficina de
resultados. El estudiante ya no se forma, se configura. El docente ya no
enseña, ejecuta. Y la universidad, en su conjunto, ha dejado de iluminar para
digitalizar. La tragedia no es que hayamos perdido el lenguaje de lo
trascendente. Es que ya no lo extrañamos. Como hijos satisfechos de Prometeo,
nos basta con la eficacia. Pero la historia lo ha mostrado siempre: donde se
extingue la idea de lo alto, comienza el colapso de lo humano. Y la
universidad —si no quiere convertirse en una terminal de diplomas— habrá de
volver a levantar los ojos hacia el cielo del sentido. De lo contrario no ser
más que el epitafio en la tumba de la cultura.
El cierre del horizonte metafísico
La clausura del horizonte metafísico no es un
episodio menor en la historia del pensamiento: es el acto fundacional de la era
posmoderna. Significa, en términos estrictos, la expulsión del ser como
criterio de verdad, del absoluto como fuente de sentido, del misterio como
fundamento del pensamiento. Se conserva el lenguaje, pero se desactiva su
orientación vertical. Todo se torna inmanente, reversible, narrativo, pero
carente de dirección ontológica. Así se configura una cultura que piensa sin
temblor, que formula sin fundamento, que educa sin alma.
Gianni Vattimo celebró esta
clausura como “pensamiento débil”. Para él, la metafísica fue siempre un gesto
autoritario, una imposición de estructuras rígidas sobre un mundo plural y
móvil. Su elogio de la fragilidad no es inocente: oculta un proyecto de disolución
donde la verdad se sustituye por la interpretación, y el ser por el lenguaje.
Pero el problema no es la fragilidad del ser, sino el exilio del ser. Y un
pensamiento que ha renunciado a lo firme no se vuelve más libre, sino más
servil: ya no se vincula con lo real, sino con el consenso de turno. Zygmunt
Bauman, con su célebre “modernidad líquida”, diagnosticó con acierto la
volatilidad de las identidades, los vínculos, las instituciones. Pero lo hizo
desde una posición resignada, cuando no cómplice. En su obra no hay un llamado
a restaurar la estructura del ser, sino una elegía bien escrita al derrumbe.
Todo es fluido, móvil, evanescente. Pero una cultura que no puede coagular en
forma, tampoco puede elevarse en pensamiento. Sin arraigo ontológico, la
crítica se convierte en sociología melancólica. Peter Sloterdijk, sofisticado y
escénico, no contribuye a restaurar la metafísica sino a estetizar su ausencia.
Sus análisis —irónicos, brillantes, barrocos— sustituyen el logos por el
espectáculo conceptual. Su antropología cínica instala al hombre en una cápsula
narcisista, autorreferencial, donde todo aparece como ejercicio de inmunología
cultural. El resultado: un pensamiento que seduce, pero no salva, que deslumbra,
pero no orienta. Sloterdijk no niega la metafísica, simplemente la vuelve
innecesaria.
Roger Scruton, por
contraste, defendió ciertos valores tradicionales, pero sin reconstruir el
edificio metafísico que los justifique. Su conservadurismo cultural apelaba al
gusto, al hábito, a la civilidad. Pero sin una ontología, la estética no basta.
Defender la belleza sin fundarla en el ser es convertirla en capricho elitista.
La trascendencia no es un ornamento del pensamiento, sino su razón de ser. Y
Scruton, por temor a parecer dogmático, prefirió lo plausible a lo verdadero. Paulo
Freire, en su pedagogía libertaria, afirma que la educación debe ser un acto de
liberación. Pero nunca dice de qué debe liberarse el hombre. Su
antropología es inmanentista de principio a fin: el sujeto se construye en el
diálogo, no recibe nada, no contempla nada, no trasciende hacia nada. La
libertad se convierte en proyecto de autonomía ilimitada. Así, el aula deja de
ser un lugar de transmisión del ser para volverse taller de construcción
identitaria. El educando no se eleva: se reinventa. Cioran representa la otra
cara de esta clausura: el nihilismo convertido en lucidez extrema. En su prosa
inflamadamente lúgubre, el ser no ha sido abandonado: ha sido despedazado. No
hay verdad, sólo desgarradura. No hay Dios, sólo un eco de su ausencia. Y, sin
embargo, el gesto de Cioran es aún testimonio de que el alma humana no puede
aceptar del todo su clausura. Su desesperación lleva aún el rastro de la
trascendencia perdida. Por eso, su nihilismo es más metafísico que todo el
pragmatismo moderno.
Josef Pieper, quizás el más
fiel a la metafísica en este conjunto, advirtió con profunda claridad que el
descanso, el ocio, la contemplación, eran los signos de una vida orientada
hacia lo eterno. Pero su diagnóstico fue recibido como anacronismo. Hoy, hablar
de contemplación suena improductivo, y hablar de lo eterno, ridículo. El hombre
ya no se concibe como capax Dei, sino como gestor de variables. Y en
este nuevo mundo, Pieper es tolerado como retórica pastoral, no como pensador
de hondura. El cierre del horizonte metafísico no ha dejado un vacío: lo ha
llenado todo de banalidad. La universidad puede hablar de mil temas, pero ha
olvidado el tema. El aula puede conectar con todas las culturas, pero ha
perdido el eje. Y el pensamiento puede girar con agilidad, pero siempre sobre
sí mismo. Allí donde el ser ha sido destituido, el pensamiento se vuelve
gimnasia argumentativa; la cultura, ornamento; y la educación, un dispositivo
sin alma. Recuperar el horizonte metafísico no es volver a sistemas cerrados.
Es reabrir la vertical del asombro. Es restaurar el temple de la pregunta que
no se resigna a permanecer en la superficie. Mientras esa pregunta esté viva,
habrá filosofía. Mientras esa sed no sea extinguida por la técnica, habrá
universidad. Porque lo que está en juego no es una teoría: es la dignidad misma
del alma pensante.
5. Nietzsche y la sombra del nihilismo
educativo
“Dios ha muerto”… también en la universidad
Hay que decirlo sin eufemismos: si la
universidad actual ha dejado de enseñar la verdad, si ha convertido el saber en
espectáculo, si ha evacuado el alma de las aulas, es en gran parte por la
estela intelectual dejada por Friedrich Nietzsche. El diagnóstico nietzscheano
del ocaso de los valores es, a la vez, brutalmente certero y catastróficamente
irresponsable. Porque haber declarado la muerte de Dios sin llorarlo, haber
destronado la trascendencia sin ofrecer algo superior que la sustituya, es el
gesto fundacional del inmanentismo posmoderno: un gesto de inteligencia sin
humildad, de lucidez sin amor, de genio sin esperanza.
Cuando Nietzsche anuncia
que “Dios ha muerto”, no lo hace en tono de lamento, sino de liberación. Pero
el que celebra la muerte del fundamento no puede luego exigir que la casa
permanezca en pie. En la universidad contemporánea, la figura de Dios —y todo
lo que Él implica: sentido, jerarquía ontológica, bien, verdad— ha sido
arrinconada como superstición. Y lo que la reemplaza no es un nuevo orden, sino
una multiplicidad incoherente de relatos, métodos, competencias y
sensibilidades. El aula ya no es lugar de acceso a lo eterno, sino terminal de
flujos discursivos que ya no remiten a nada. Esta pedagogía huérfana se
inscribe de lleno en la lógica de la voluntad de poder: la idea de que
no hay verdad, sólo interpretaciones; no hay ser, sólo fuerza y creación de
sentido. Pero cuando este principio se instala en el ethos universitario, el
conocimiento deja de ser búsqueda y se convierte en manipulación. El alumno ya
no se forma: se autoafirma. El docente ya no guía: estimula. El pensamiento ya
no se mide por su verdad, sino por su eficacia expresiva. Así nace una
universidad de la performatividad, donde el poder de decir reemplaza a la
necesidad de comprender.
Lo que Nietzsche destruyó
con su martillo no fue sólo la metafísica clásica, sino la posibilidad misma de
que la educación se sostuviera en algo distinto del deseo. Su ataque a la razón
platónica y al cristianismo no fue una revisión, sino una decapitación. Y
quienes hoy celebran esa herencia, sin tener el talento visionario que lo
sostenía, han perpetuado el gesto, pero no el drama. No padecen el vacío: lo
gestionan. En ese sentido, el nietzscheanismo académico no es tragedia, sino
farsa. Nietzsche pretendía superar el espíritu ilustrado, pero terminó
liberando las fuerzas que lo reemplazaron por el cinismo, la estetización del
pensamiento, y el juego sin reglas. Su crítica al racionalismo cartesiano y al
idealismo hegeliano tenía fundamento. Pero su propuesta —el superhombre, la
transvaloración, el eterno retorno— quedó suspendida en el aire, sin
encarnación posible. En el terreno educativo, eso significa que se dinamita el
edificio y se ofrece como alternativa una danza sobre escombros.
La universidad
contemporánea, heredera de ese gesto de destrucción sin reconstrucción, ha
abrazado el nihilismo con rostro cordial. No cree en verdades, pero sí en
protocolos. No confía en el alma, pero sí en la metodología. Ha reemplazado la
enseñanza del bien y del bello por talleres de habilidades blandas. Es el
triunfo del último hombre que Nietzsche despreciaba, pero que él mismo
profetizó sin saber que se convertiría en administrador universitario. Ese
último hombre —el que ya no busca superar nada, el que teme el sufrimiento del
pensar, el que se conforma con entretenimiento intelectual de calidad— es el
producto perfecto del sistema que Nietzsche ayudó a desencadenar. Su saber es
ruidoso, pero no profundo. Su libertad es grande, pero no interior. Su crítica
es fina, pero jamás fundante. Ha heredado el grito, pero ha perdido el vértigo.
La metafísica nihilista de
Nietzsche, que creía liberar al hombre del peso del más allá, ha producido una
generación que ya no mira hacia ningún lado. Pensar ha dejado de ser un ascenso
y se ha vuelto un rodeo. No hay alturas, sólo horizontes cortos. Y sin altura,
toda crítica se vuelve inmanente, toda pedagogía funcional, toda cultura un
decorado para evitar la pregunta que importa: ¿qué justifica que sigamos
enseñando? Por eso, recuperar la universidad del nihilismo no es solo
oponerse a Nietzsche: es ir más allá de él. No para restaurar dogmas antiguos,
sino para decir con voz firme lo que él no pudo sostener: que, sin
trascendencia, el saber muere. Y la pedagogía se convierte en simulacro. Solo
una metafísica viva puede devolverle al aula su dignidad. Todo lo demás es eco
del martillo.
La universidad actual no ha
sido simplemente testigo de la muerte de Dios: ha firmado su certificado de
defunción y celebrado el sepelio con discursos sobre la autonomía del
pensamiento. Aquella sentencia nietzscheana —“Dios ha muerto”— ya no
escandaliza: ha sido archivada como epígrafe progresista en el preámbulo de los
planes de estudio. Pero lo que se anuncia como emancipación es, en realidad, un
vaciamiento: al expulsar a Dios del saber, se ha eliminado la idea misma de un
principio unificante, de un fin último, de una verdad que no dependa del
consenso o del algoritmo. Donde antes el aula era templo de asombro y búsqueda,
hoy es oficina de contenidos. Sin Dios, no como figura religiosa sino como
cifra del Absoluto, la universidad ha perdido su eje vertical. La verdad,
desprovista de su enraizamiento ontológico, se ha vuelto funcional, cambiante,
negociable. El estudiante ya no se forma para servir al bien, sino para
adaptarse al mercado. El docente ya no guía hacia lo eterno, sino que facilita
competencias. La pedagogía se ha transformado en logística.
Dios ha muerto en la
universidad, y con Él ha muerto también la pregunta por el sentido. Ya nadie se
atreve a preguntar por el para qué, porque esa interrogación remitiría a
una finalidad que trasciende la eficiencia. En su lugar, se instala un saber
sin verdad, una erudición sin alma, una excelencia sin dignidad. La universidad
ya no forma sabios: produce usuarios de sistemas. Y lo más grave es que esta
muerte no ha dejado duelo. Se ha convertido en procedimiento. El nombre de Dios
ha sido suprimido de las bibliografías, sus preguntas reemplazadas por
formularios, sus símbolos traducidos en competencias blandas. Donde antes
resonaban voces como Agustín, Pascal o Tomás, hoy se escuchan protocolos de
calidad y normativas de citación. El silencio ha sido cancelado. El misterio,
sustituido por PowerPoint. La universidad no ha asesinado a Dios con furia,
sino con indiferencia. Ya no niega: omite. Ya no discute: trivializa. Y en esa
indiferencia —pulida, moderna, cordial— se consuma la peor forma de muerte: la
del olvido ontológico. Dios no molesta porque ya no importa. Pero cuando
desaparece el Absoluto, también se disgrega el lenguaje. Y cuando se disuelve
el lenguaje, ya no hay educación: solo información circulando entre almas sin
orientación.
Este es el crimen que la
universidad ha cometido contra sí misma: matar a Dios y pretender continuar
hablando del bien, del alma, del hombre. Hablar de cultura sin símbolo, de
ética sin cielo, de libertad sin verdad. No se trata de adoctrinar, sino de reconocer
que toda formación humana exige un fundamento que no se reduce al método ni se
agota en el discurso. Donde ese fundamento ha sido abolido, la universidad no
enseña: distrae. La distracción universitaria contemporánea —esa que simula
reflexión mientras evita toda pregunta última— ha creado el ambiente ideal para
la entronización de un nuevo tríptico doctrinal: naturalismo ontológico,
naturalismo epistémico y hedonismo cultural, todos camuflados
bajo el ropaje de “neutralidad científica” y “libertad académica”. Pero detrás
de estos eslóganes, lo que se instala no es una apertura al saber, sino una
clausura del pensamiento, cuidadosamente administrada.
El naturalismo
ontológico convierte todo lo real en mera facticidad física. El ser se
reduce a extensión, materia, energía. Lo que no puede ser descrito en términos
físico-químicos simplemente no existe: la subjetividad es un epifenómeno, el
alma una superstición romántica, la libertad una ilusión estadística. Lo
propiamente humano se vuelve simulación mental. Esta visión empobrece la
realidad a lo mensurable, exiliando el misterio como irrelevancia. Así, lo
sagrado es ridiculizado como arcaísmo y lo metafísico como error de método. En
paralelo, el naturalismo epistémico establece la idea de que sólo puede
conocerse aquello que puede ser verificado empíricamente. Cualquier discurso
que no adopte la gramática de la ciencia se considera opinión sin validez. El
resultado es un cientificismo disfrazado de humildad, que proclama su apertura,
pero excluye toda forma de conocimiento no cuantificable: el arte se vuelve
terapia, la filosofía comentario, la teología poesía litúrgica para consumo
interno.
Esta lógica desemboca en un
hedonismo académico, no siempre explícito, pero estructural: si no hay
verdad trascendente ni alma por formar, lo único que queda es maximizar la
comodidad, la satisfacción, la gratificación estética o emocional. El aula
deviene espacio seguro, el profesor animador cultural, y el estudiante
consumidor de experiencias. No se busca transformar el alma, sino evitar el
disenso. El dolor cognitivo que implicaba pensar ha sido remplazado por una
pedagogía del agrado. Este trípode —naturalismo, cientificismo, hedonismo— no
es accidental: es el nuevo dogma operativo del sistema académico. Y su astucia
radica en que se presenta como opción neutra. Pero toda neutralidad ontológica
es ya una toma de posición. Y esta, en particular, es radical: niega la
dimensión espiritual de la realidad y la sustituye por una gestión eficiente de
lo útil. La universidad se convierte así en un laboratorio sin alma, donde se
experimenta con el hombre como si no tuviera profundidad.
La voluntad de poder sin voluntad de sentido
Vivimos en una época donde la voluntad de
poder se ha divorciado de toda voluntad de sentido, y la universidad ha
consagrado ese divorcio con entusiasmo posmoderno. Nunca se ha investigado
tanto, nunca se ha publicado tanto, nunca se ha gestionado tanto conocimiento…
con tan poca hambre de verdad. La academia se ha convertido en un laboratorio
de afirmación sin orientación, en un invernadero de discursos sin raíz. La
voluntad de crear, producir, deconstruir y reformular, jamás ha sido tan
intensa. Pero ¿para qué? Nadie lo sabe, ni parece importar.
La hegemonía de este
impulso ciego ha sido legitimada desde múltiples flancos: el de la disolución
ontológica posestructuralista y el del empirismo analítico en su deriva
tecnocrática. Deleuze y Derrida —tan frecuentados como mal leídos— encarnan,
cada uno a su manera, esta voluntad de poder sin sentido. El primero celebra la
rizomática proliferación de fuerzas, devenires y multiplicidades sin centro; el
segundo se consagra a una escritura perpetuamente diferida, donde el
significado nunca llega. Ambos niegan el logos como principio rector y se
entregan al juego sin fondo de lo plural. Pero quien niega el centro, termina
negando también el horizonte. La libertad deconstructiva, sin telos, degenera
en mera disolución.
Deleuze pretende emancipar
al pensamiento del modelo representacional y al ser de cualquier trascendencia.
En su sistema, pensar es devenir, multiplicar flujos, resistir a la
organización. Pero ese pensamiento sin verticalidad es estéril: solo puede fragmentar,
nunca fundar. La voluntad de poder que allí se enmascara no busca comprender,
sino desestabilizar incesantemente. Y el resultado es una epistemología del
vértigo que, en nombre de la diferencia, destruye toda posibilidad de sentido
común. La lucidez sin dirección se convierte en alucinación estética. Derrida,
más sutil, somete toda afirmación al juego interminable de la différance,
despojando al lenguaje de toda referencia estable. Su gesto se presenta como
fidelidad radical a la alteridad, pero en realidad impide toda comunión: si el
sentido está siempre en retirada, entonces no hay palabra que pueda sostener al
otro ni verdad que pueda convocar. El aula de Derrida es una liturgia del
desliz, donde pensar ya no es decir lo verdadero, sino retardar toda
responsabilidad última. Por tanto, educar se vuelve imposible.
Del otro lado del espectro
filosófico, los empiristas analíticos —de Davidson a Searle, de Putnam a
Sellars— institucionalizaron una forma de pensamiento que abdica de la pregunta
por el ser a cambio de precisión semántica y operatividad lógica. Davidson
niega que haya esquema conceptual alguno que dé acceso privilegiado a la
verdad: toda creencia es, en principio, revisable. Pero esta tesis, al postular
la neutralidad estructural del lenguaje, termina por abolir cualquier
posibilidad de verdad fuerte. En su universo, todas las brújulas giran. Putnam
intenta, desde su "realismo interno", conciliar la verdad con la
racionalidad contextual. Pero, al relativizar los marcos de referencia, termina
convirtiendo la verdad en consenso local. Su pensamiento es razonable, pero
endeble. Goodman, por su parte, deconstruye sin descanso la noción de “mundo
dado”: todo lo real es construido. Pero si todo es construido, ¿desde
dónde se puede criticar la construcción misma? El pensamiento se autoasfixia en
su ironía epistemológica.
Dummett representa la tesis
según la cual la verdad debe estar vinculada a la verificabilidad. De este
modo, la metafísica tradicional se vuelve sospechosa, porque no produce
proposiciones susceptibles de ser evaluadas conforme a un procedimiento. Pero con
este criterio, también se excluyen la poesía, la sabiduría, el mito y la
oración. El espíritu se reduce a enunciado confirmable: y con ello, la
universidad deja de invitar a pensar, para entrenar a distinguir valores de
verdad. Chomsky, Strawson, Toulmin, Searle, Sellars —cada uno desde su
especialidad— refinaron la maquinaria lógico-lingüística de la razón académica
moderna. Pero su universo es plano: todo pensamiento se reduce a sintaxis,
reglas de inferencia o funciones del lenguaje. Searle, por ejemplo, defiende un
“realismo biológico” que acaba colapsando lo mental en lo neurofisiológico. La
conciencia es un efecto, no una apertura; la verdad, un discurso eficaz, no una
llamada del ser. Son virtuosos de la lógica, sí, pero incapaces de rendirse ante
lo que excede todo algoritmo.
El drama mayor es que esta
voluntad de poder sin voluntad de sentido ha sido canonizada como racionalidad.
Así, el pensamiento se convierte en empresa, el discurso en simulacro, la
universidad en usina de producciones sin alma. Como ya no se busca la verdad,
se multiplican las metodologías. Como ya no hay fin último, se inventan
objetivos específicos. Como ya no hay logos, todo son narrativas. Pero nadie se
atreve a nombrar el vacío. Recuperar la voluntad de sentido no es un acto
nostálgico, sino subversivo. Es volver a situar el pensamiento bajo la
exigencia de la verdad, no bajo la agenda de su utilidad o su rendimiento. Es
declarar que pensar no es solo concatenar proposiciones ni analizar
vocabularios, sino arriesgarse a decir lo real. Y eso exige, primero, reconocer
que hay un real que no hemos construido: un ser que no depende de nosotros, un
sentido que no diseñamos. En este horizonte, la universidad no debe enseñar a
dominar el lenguaje, sino a obedecer a la verdad. Mientras no se rompa el
embrujo de la voluntad de poder, el pensamiento seguirá girando sobre sí mismo
como Ícaro deslumbrado por su propia destreza. Pero todo vuelo sin sentido
acaba en caída. Y quizás —solo quizás— nos encontremos en plena caída,
celebrando nuestras alas de cera.
En el paroxismo de la
voluntad de poder sin sentido están los metarrelatos de Lyotard. Los
metarrelatos que Lyotard denuncia como estructuras totalizantes del saber no
son, como él pretende, los opresores de la libertad posmoderna, sino los
últimos intentos del pensamiento occidental por anclar el sentido a un
principio que lo trascienda. Al rechazarlos en nombre de la pluralidad, Lyotard
no libera al pensamiento: lo condena al paroxismo. Porque una vez disueltos los
relatos fundadores —verdad, justicia, emancipación, salvación— no queda más que
el imperio de los juegos de lenguaje, cuya única regla es no tener
reglas. En su afán por demoler toda legitimación universal, Lyotard consuma el
reinado de la voluntad de poder sin contenido: ya no se estudia para
comprender, sino para desplazar; ya no se educa para formar, sino para
relativizar. El saber se convierte en micro narrativa local, la verdad en
performance contextual, el discurso en estrategia de legitimación. Lo trágico
es que, tras esta aparente libertad, se oculta una servidumbre aún más
profunda: la del pensamiento a su propia contingencia. El pensamiento
posmetafísico que promueve Lyotard no emancipa, sino que fragmenta hasta la
insignificancia. En nombre del respeto a la diferencia, se extingue la
posibilidad de sentido compartido. Así, la universidad se convierte en un
archivo flotante de discursos sin eje, donde toda afirmación es válida… excepto
aquella que se atreva a invocar un principio absoluto. Por eso, en el paroxismo
de esta voluntad de poder sin voluntad de sentido, el saber ya no asciende: se
dispersa. Y en esa dispersión se pierde el alma. Como si educar consistiera en
navegar entre relatos sin preguntar nunca si alguno es verdadero. Como
si pensar fuera jugar con significantes sin rogar que al menos uno nos salve
del naufragio.
Todos estos pensadores no
resuelven la crisis de sentido sólo la administran para peor naufragio de la
civilización occidental moderna. Esa es, sin duda, la acusación que más duele y
que más verdad contiene: los grandes pensadores contemporáneos no enfrentan la
crisis de sentido; la gestionan con eficiencia tecnocrática o ironía
posmoderna, prolongando así la agonía de una civilización que ya ha renunciado
a su vocación trascendente. Lejos de encarnar la actitud socrática del
preguntar radical, se han convertido —con matices— en contables del
desconcierto, curadores del naufragio, burócratas del abismo.
Vattimo diluye el ser hasta
volverlo murmullo, Bauman registra la licuefacción general sin tender un hilo
de Ariadna, Sloterdijk convierte la caída en espectáculo aerostático, Derrida
baila sobre los escombros del logos, Rorty invita al diálogo sin fin que nunca
incomoda, y Deleuze celebra la multiplicidad mientras desaparece el horizonte.
Todos ellos —cada cual con su mérito técnico o estético— diagnostican la ruina,
pero ninguno desciende a la hondura del sufrimiento espiritual que la habita.
Lo saben todo… menos lo esencial. Los filósofos analíticos —Davidson, Putnam,
Goodman, Dummett, Chomsky, Searle, Strawson, Sellars, Toulmin— por su parte, no
niegan el problema porque simplemente no lo ven. Enclaustrados en sus
formalismos lingüísticos y sus teorías de la referencia, creen que pensar es
verificar condiciones de verdad o analizar funciones proposicionales. El alma
humana —el temblor, la nostalgia, la pregunta radical— no entra en sus
esquemas. Frente a la pérdida de sentido, ofrecen precisión; frente a la sed de
totalidad, ofrecen glosa.
Y mientras tanto, la
civilización occidental moderna sigue su curso como una nave sofisticada sin
brújula ni astrolabio, celebrando su autonomía mientras se adentra en tinieblas
que ya no sabe nombrar. Se vuelve cada más más luciferina al abrazar el
nihilismo integral -ontológico, epistémico y moral-. Lo trágico no es solo que
estos pensadores no resuelvan la crisis de sentido: es que la reconfiguran como
si fuera su campo de juego. Lo urgente se vuelve objeto de congreso; lo
sagrado, deconstrucción; lo eterno, irrelevante. Y así, entre publicaciones y
simposios, se perpetúa la caída. Recuperar la filosofía no es —no puede ser—
resignarse a este fatalismo estilizado. Es volver a pensar con hambre, con sed,
con desgarro. Es rechazar la administración del vacío y clamar, una vez más,
por la luz.
La superación fallida del espíritu ilustrado
La modernidad pretendió liberarse de la
oscuridad mediante el uso autónomo de la razón. Sin embargo —como en una ironía
cruel— el proyecto ilustrado terminó por obscurecer el alma. No por falta de
luz, sino por exceso de luces artificiales. El Iluminismo, que proclamaba la
emancipación humana a través del saber, ha producido una razón sin juicio, un
progreso sin dirección, una educación sin alma. Y sus presuntos herederos —la
Escuela de Frankfurt en particular— lejos de corregir sus excesos, los
profundizaron desde dentro, administrando críticamente la catástrofe sin
reconfigurar su eje metafísico.
Horkheimer y Adorno, en su Dialéctica
de la Ilustración, captaron con lucidez trágica que la razón instrumental
—liberada del mito— acabó transformándose en mito ella misma. Pero su crítica,
aunque aguda, permaneció atrapada en la misma red inmanentista que intentaba
denunciar. La racionalidad técnica no fue contrarrestada con una recuperación
del sentido trascendente, sino con nostalgia estética y una negativa a toda
metafísica. El resultado: una crítica brillante y paralizante, incapaz de
señalar una salida sin caer en el vacío. Marcuse, por su parte, intentó
rescatar la dimensión liberadora del eros reprimido por la racionalidad
tecnocientífica. Pero su alternativa utópica —inspirada más por Freud que por
Platón— se quedó en un lirismo hedonista que carece de sustento ontológico. Al
soñar una sociedad sin represión y sin trascendencia, terminó describiendo un
Jardín de Epicuro digitalizado. Una libertad sin verdad, una cultura sin
fundamento. Su crítica al dominio no fue seguida por una afirmación ontológica
del bien, sino por el suspiro de un humanismo sin altar.
Erich Fromm —con su
exaltación del amor como fuerza subversiva— pudo parecer una voz terapéutica
frente al nihilismo técnico. Sin embargo, su humanismo psicoanalítico carece de
centro metafísico: el amor se convierte en un imperativo psicológico sin fundamento
ontológico. ¿Amar qué, a quién, por qué? Fromm no responde. En su visión, el
alma humana está hecha para amar… pero no se nos dice si ese amor remite a una
verdad, a un ser, a una realidad que lo justifique más allá de su necesidad
emocional. Así, su pedagogía de la libertad se vuelve pedagogía del desarraigo.
Incluso figuras más recientes como Axel Honneth —empeñado en articular un
reconocimiento libre de esencialismos— reproducen la misma lógica: sustituyen
la verdad por la negociación intersubjetiva, el sentido por la justicia
comunicativa, la realidad por la validación de experiencias. Una teoría crítica
sin metafísica termina siendo una terapéutica del yo ofendido, no un camino
hacia la verdad. ¿Qué queda cuando se ha destituido toda trascendencia?
Diálogo, sí, pero sin destino.
Jürgen Habermas y Karl-Otto
Apel en esta crítica al inmanentismo ilustrado no solo resulta pertinente, sino
necesario para completar el mapa de la superación fallida del espíritu
ilustrado. Ambos representan intentos de renovar el proyecto moderno desde
sus fundamentos comunicativos, pero lo hacen sin romper con el horizonte
inmanentista que condujo a su bancarrota. Habermas, al colocar la racionalidad
comunicativa como nuevo fundamento normativo de la modernidad, busca
restaurar una legitimidad sin recurrir a la metafísica. Su propuesta ética se
basa en el ideal de una comunidad discursiva ideal donde los sujetos, libres de
coacción, logren consensos racionales. Pero este consenso, desanclado de toda
trascendencia ontológica, se convierte en un simulacro. ¿Qué impide que ese
consenso sea injusto, trivial, o simplemente impotente ante el mal? Ejemplo:
los “ataques preventivos” por parte del imperialismo y sus secuaces, lo cual no
existe en el Derecho Internacional y que más bien lo califica como delitos de
agresión. Al renunciar a un criterio de verdad que exceda el diálogo, Habermas
convierte la razón en procedimiento, no en camino hacia el ser. El intento de
reemplazar la verdad por la validez discursiva revela el corazón del problema:
Habermas no busca lo verdadero, sino lo aceptable. Pero lo aceptable no
necesariamente transforma, ni salva, ni siquiera ilumina. La ética del discurso
termina así por disolver la gravedad del acto ético en una coreografía de
turnos conversacionales. La educación que nace de este modelo ya no forma la
conciencia, solo la capacita para debatir sin convicciones profundas. Una
pedagogía sin alma.
Karl-Otto Apel, por su
parte, intenta rescatar un fundamento trascendental mediante una ética del
discurso más radical, que parte del hecho de que todo acto de habla presupone
ciertas normas. Pero también en su caso, la trascendencia no es real, sino argumentativa.
Lo absoluto queda reducido a condición pragmática del lenguaje. El deber ser no
brota del ser, sino del acuerdo posible entre sujetos racionales. La filosofía
primera se convierte en gramática obligatoria, no en experiencia espiritual. En
suma, su propuesta es más kantiana que platónica, más jurídica que ontológica.
Ambos pensadores quieren
salvar la Ilustración desde dentro, pero no rompen con su presupuesto crucial:
la exclusión metodológica de la metafísica. Por ende, sus sistemas terminan
girando en vacío. Pueden definir con precisión las condiciones del diálogo,
pero no fundan nada que no sea el diálogo mismo. Y sin un telos trascendente,
toda conversación es interminable y, finalmente, irrelevante. Una universidad
que forma "agentes dialógicos" pero no custodios de la verdad, es una
universidad que enseña a hablar sin decir lo esencial. En conclusión, tanto
Habermas como Apel ilustran —con admirable esfuerzo técnico— los límites del
pensamiento moderno cuando renuncia a lo metafísico. No resuelven la crisis del
sentido: la protocolizan. No ofrecen una salida: la posponen indefinidamente en
el proceso comunicativo. Así, el naufragio se transforma en mesa redonda, la
caída en seminario, la ruina en simposio. Y todo parece en orden… hasta que el
alma pregunta, una vez más, por aquello que ningún consenso puede decretar: el
ser, el bien, la verdad. El problema común a todos estos pensadores es que
diagnosticaron los síntomas de la razón moderna sin romper con su raíz más
profunda: el inmanentismo. Criticaron la lógica instrumental, pero no
restauraron la lógica participativa del ser. Señalaron la patología del
progreso, pero no ofrecieron una visión del hombre que no lo reduzca a deseo
reprimido, sujeto de reconocimiento o consumidor de derechos. Su pensamiento se
quedó a medio camino: lúcido pero impotente, valiente, pero sin altar.
La universidad que hereda
este legado crítico sin telos se vuelve un lugar donde se cultiva la sospecha
como virtud y la radicalidad como estilo. Se forma una generación de
estudiantes hiperinformados, pero espiritualmente vacíos, entrenados para
problematizarlo todo, pero incapaces de afirmar algo con el cuerpo entero. El
saber se convierte en un instrumento para desconstruir, no en un camino hacia
la verdad. El aula ya no es el espacio del ascenso, sino el taller del
desmontaje. Y lo más paradójico: esa sospecha sobre la Ilustración no produce
un nuevo iluminismo, sino una administración escéptica del desencanto. Lo que
debía ser superación se vuelve complicidad. La razón ilustrada, criticada sin
reemplazo, sigue reinando —no porque haya triunfado, sino porque sus enemigos
no ofrecieron una alternativa viva. La superación fracasó porque quiso combatir
la tecnocracia sin el auxilio de la metafísica. Así, el colapso fue gestionado
con lucidez, pero sin redención.
Volver al espíritu
ilustrado no es una opción, pero tampoco lo es seguir cultivando su espectro
crítico inmanentista. La única salida está en una razón reensamblada con el
ser, en una libertad reconciliada con el orden trascendente, en una educación
que no enseñe a criticar por deporte, sino a contemplar con hambre. Porque como
decía Simone Weil, “la inteligencia solo crece en la dirección de lo que
ama”. Mientras no se ame la verdad, todo pensamiento será mera contabilidad
del derrumbe.
6. La modernidad como proyecto educativo fracasado
Progreso técnico vs. empobrecimiento
espiritual
La modernidad ha celebrado el progreso
técnico como la prueba irrefutable de su éxito histórico. Nunca fuimos tan
rápidos, tan precisos, tan conectados. Pero esta celeridad material ha sido
inversamente proporcional al espesor interior del alma. Cuanto más avanza la
técnica, más retrocede la profundidad. Se nos prometió que la inteligencia
artificial, la neurociencia, la conectividad global y la automatización nos
liberarían de la ignorancia, del sufrimiento y de la muerte. Lo que no se dijo
es que también nos liberarían del sentido. Yuval Noah Harari, con su prosa
seductora y su aureola de futurólogo ilustrado, es quizá el pontífice más
exitoso de esta fe tecnológica. Anuncia la superación del Homo sapiens como si
fuera un ascenso cuando es, en verdad, una abdicación. Su proyecto de “Homo
Deus” no es divinización del hombre, sino su disolución en datos. Harari no
propone trascendencia, sino actualización. No piensa en el alma: piensa en el
algoritmo. Y así, su visión del futuro es tan brillante como desalmada. En
realidad, está abriendo la puerta al Ciber Deus.
Nick Bostrom, profeta del
transhumanismo, lleva el proyecto aún más lejos: propone mejorar la especie
mediante manipulación genética, interfaces cerebro-máquina y nanotecnología.
Para él, el cuerpo humano es una falla técnica, la muerte un error corregible,
la conciencia un software reconfigurable. Esta visión no supera al humanismo:
lo cancela. El transhumanismo no es post-antropocéntrico; es posthumano. La
educación, en este esquema, deja de formar personas: prepara plataformas
biológicas para futuras integraciones digitales. El aula deviene laboratorio.
Donna Haraway y Rosi
Braidotti, desde el ecofeminismo-cibernético y el poshumanismo crítico,
proclaman la muerte del “sujeto cartesiano”, del “alma metafísica”, del “yo
racional occidental”. Pero lo que proponen no es una antropología restaurada,
sino una ontología fluida sin anclaje. El sujeto es cyborg, nómada, rizomático,
descentrado. ¿Qué se educa entonces? ¿A quién se forma? Braidotti habla de
“pedagogías afirmativas del devenir”, pero ese devenir sin ser es una perpetua
evaporación. Sin identidad ni dirección, el pensamiento se vuelve espuma.
Incluso proyectos
bienintencionados como el interculturalismo de Estermann —que busca integrar
saberes ancestrales no occidentales— terminan reproduciendo el colapso si se
niegan a afirmar un orden metafísico compartido. La pluralidad sin
trascendencia se convierte en mercado de cosmologías: todas valen porque
ninguna es verdadera. El aula se transforma en feria de relatos, no en camino
hacia la verdad. La tolerancia se vuelve parálisis y la diversidad, confusión.
Hans Jonas, al menos,
percibió con angustia lo que estaba en juego. Su “principio de responsabilidad”
apunta a frenar el vértigo tecnológico en nombre de la vida. Pero su ética —a
pesar de su honestidad— permanece cautiva del horizonte inmanentista: no invoca
a Dios, no clama por el alma, no postula un orden sagrado del ser. La
“responsabilidad” sin teología es funcionalismo ético. Y el respeto a la vida,
sin visión espiritual, es solo prudencia.
Esta ideología del progreso
técnico no niega el alma: simplemente la olvida. El humanismo se vuelve
obsoleto, la interioridad se reduce a neuroquímica, la conciencia es una
interfaz, y la libertad un epifenómeno de procesos subyacentes. La universidad,
bajo este paradigma, no forma ciudadanos del mundo, sino operadores de
sistemas. No produce pensamiento, sino gestión. El logos ha sido destituido: lo
que manda es el código. Por ende, el empobrecimiento espiritual no es un efecto
colateral: es la lógica del sistema. La educación digitalizada, personalizada,
gamificada y automatizada no necesita alma. Necesita eficiencia, adaptabilidad,
rendimiento emocional. El educando deja de ser sujeto de formación: es un nodo
en la red, un índice en la matriz, un cuerpo que reacciona. No se le pide que
piense, sino que interactúe. La profundidad ha sido sustituida por
responsividad o capacidad de responder.
Lo inquietante es que este
proceso no produce monstruos visibles: produce ciudadanos felices, tolerantes,
tecnológicamente actualizados y absolutamente vacíos. Sonreirán, consumirán
contenidos de calidad, participarán en foros inclusivos y se indignarán en
redes. Pero no sabrán por qué viven, ni para qué piensan, ni hacia dónde van.
Es la barbarie tecnológica con rostro humano. El analfabetismo no ha
desaparecido: se ha transmutado en incapacidad de nombrar lo esencial. La
superación del espíritu ilustrado por vía tecnológica ha fracasado porque se ha
convertido en su caricatura. La razón, desligada del alma, ha devenido cálculo.
El saber, sin el ser, ha degenerado en información. Y la universidad, sin
ascenso ni temblor, se ha transformado en una interfaz. Urge volver a la
Bildung no como nostalgia, sino como resistencia. Porque el progreso que no
enriquece el alma es regresión disfrazada de vanguardia.
La figura del Übermensch
nietzscheano —ese "superhombre" que debía superar los valores
heredados y forjarse a sí mismo como medida y sentido— no fue pensada como
ideología política, pero su instrumentalización posterior fue brutal. El
nazismo, con su culto a la fuerza, su desprecio por lo débil y su fe en un
orden técnico-racial, capturó esa imagen del superhombre para justificar una
ingeniería espiritual y biológica de la humanidad, con consecuencias
devastadoras. Pero lo más inquietante es que ese impulso prometeico —la
voluntad de poder sin límite ni trascendencia— ha sobrevivido, transformado, en
la lógica del progreso técnico posmoderno.
En el horizonte
transhumanista o tecnocrático de hoy, el superhombre ya no lleva uniforme, ni
cruza fronteras con tanques, pero opera bajo el mismo mito: el del ser humano
que puede superarse sin Dios, sin alma, sin límites. La educación se convierte
entonces en una incubadora de sujetos optimizables, actualizables, eliminando
la noción de fragilidad espiritual o vocación trascendente. El espíritu
ilustrado, degradado, renace como algoritmo de eficiencia. La técnica ya no es
instrumento, sino fin en sí misma. Ya no responde al bien, sino a la
posibilidad. “Podemos hacerlo” reemplaza a “¿debemos hacerlo?”. Y allí,
silenciosamente, el imaginario del superhombre se cuela en la pedagogía, en la
política, en la cultura digital: el joven debe sobresalir, autoconstruirse,
eliminar sus sombras, rendir siempre. Pero sin alma, sin misterio, sin
comunidad ontológica, ese sujeto termina solo, agotado y —paradójicamente— más
débil que nunca. Por tanto, el vínculo entre progreso técnico y empobrecimiento
espiritual está habitado por la sombra del superhombre: un ídolo reluciente,
pero vacío, que aún exige sacrificios. Tal vez ya no en campos de
concentración, pero sí en forma de ansiedad, desarraigo, automatización de la
existencia. Y la universidad, si no despierta, se convierte en su templo laico,
en campo de concentración del pensar.
El ideal ilustrado frente a la barbarie culta
La paradoja no puede ser más lacerante: la
misma razón que prometía emancipar al ser humano lo ha precipitado en formas
cada vez más refinadas de barbarie. El ideal ilustrado —formar sujetos
racionales, autónomos, universales— ha sido expropiado por una lógica
tecnocrática que idolatra la información, pero ha desertado del sentido. Así,
nos hemos vuelto cultos, pero no sabios; ilustrados, pero no iluminados;
letrados, pero no verdaderamente educados.
La raíz de esta inversión
está en la traición al eje trascendente que fundó el proyecto mismo de
Ilustración. Porque la verdadera luz no brota del cálculo, sino del ser. El
racionalismo moderno, al cortar su vínculo con la metafísica y la teología,
convirtió la razón en un bisturí: filoso, preciso, pero incapaz de sanar. El
sujeto kantiano es libre, sí, pero flotante; su autonomía no se apoya en la
verdad, sino en el deber sin rostro. Lo cual quedó en evidencia en el caso
Eichmann, criminal de guerra nazi que se defendió con el argumento que cumplía
con su deber. La voluntad se vuelve ley de sí misma, y el alma, un instrumento
de cumplimiento moral sin contacto con lo eterno. Desde allí, la cultura se
convirtió en adorno de la barbarie. Podemos tener universidades colmadas de
títulos, publicaciones, simposios... y campos de refugiados creciendo en
paralelo. Podemos asistir a conciertos de Bach mientras firmamos contratos de drones
armados. Como advirtió T. W. Adorno tras Auschwitz: la cultura que no se
arrodilla ante el sufrimiento real es complicidad cultivada. Pero su
crítica quedó atrapada en el mismo sistema que denunciaba. No se atrevió a dar
el paso que devuelve a la cultura su verdadera fuente: la trascendencia.
Hoy, la barbarie se ha
vuelto cortés. Habla con jerga académica, publica en editoriales indexadas,
aboga por la equidad… pero ha olvidado el alma. El ilustrado contemporáneo no
cree en el bien, solo en el marco normativo. No confía en el misterio, solo en
la verificación. Esta es la barbarie más peligrosa: la que se disfraza de
cultura. La que celebra el pluralismo como exilio de toda verdad. La que educa
para el disenso perpetuo, pero no para la conversión interior. Recuperar la
trascendencia no es una regresión medieval, sino la única condición para que el
conocimiento vuelva a ser humano. No basta con “respetar las diferencias” si no
hay un centro que permita el encuentro. No es suficiente la crítica si no
apunta hacia lo verdadero. Solo la trascendencia permite pensar el bien como
más que consenso, la dignidad como más que contrato, la vida como más que
proceso biológico.
Donde la ilustración corta
sus raíces metafísicas, florece la oscuridad. Una oscuridad culta, racional,
estéticamente cuidada... pero oscuridad al fin. La prueba está en que la
universidad moderna es capaz de enseñar Kant y operar guerras, estudiar derechos
humanos y vender armas, dictar cursos sobre ética mientras produce estrategias
para manipular el comportamiento. No es hipocresía: es fragmentación
ontológica. El saber ha sido secuestrado por la eficacia. Solo cuando el hombre
se reconoce criatura —y no creador de sí mismo— puede restaurarse el orden del
logos. Solo entonces la ilustración se convierte en iluminación, y la educación
en una ascética hacia la verdad. Sin ese temblor ante lo alto, todo ilustrado
corre el riesgo de ser un bárbaro con toga. El siglo XX lo dejó en claro, y el
XXI lo perfecciona. No necesitamos menos crítica, sino más altar. No menos
razón, sino una razón reensamblada con el ser. No menos pluralidad, sino un
diálogo que parta de la sed común de trascendencia. Porque toda cultura que no
quiere rendirse ante algo más alto que sí misma, termina arrodillada ante lo
útil, lo rentable, lo inmediato. Y desde allí, el siguiente paso es la
barbarie, aunque venga con subtítulos y conferencias TED -Tecnología,
Entretenimiento, Diseño-.
Arendt y Onfray comparten
un límite decisivo que los inscribe en el marco del pensamiento inmanentista
moderno, y por tanto, en la imposibilidad de articular una verdadera
restauración del sentido. Hannah Arendt, brillante analista de la política y el
mal, construye su teoría de la vita activa sobre una triple distinción:
labor, trabajo y acción. A lo largo de obras como La condición humana,
propone que la política debe ser un espacio de aparición, de libertad en la
pluralidad, alejada de las fuerzas impersonales de la técnica y la burocracia.
Hasta ahí, todo parece una crítica lúcida del mundo moderno. Sin embargo,
Arendt desactiva todo impulso trascendente: para ella, la inmortalidad se juega
en el recuerdo público, no en relación alguna con el Absoluto. Su rechazo
frontal a la filosofía tradicional —a la contemplación, al asombro metafísico,
al amor del ser— la sitúa en una tradición que quiere salvar la humanidad...
sin alma. Su política necesita virtud, pero no salvación; lenguaje, pero no
oración. Más aún, al construir su ética desde la acción sin fundamento
ontológico, la sustituye por la narración. Así, la responsabilidad se
convierte en relato, no en obediencia a un orden superior. Por ende, su crítica
del totalitarismo —poderosa, ineludible— no termina de alcanzar profundidad
metafísica: su mal radical no tiene demonio ni caída, solo banalidad. Y la
banalidad del mal, justamente, es el modo elegante en que la modernidad evita
pensar el pecado. Arendt diagnostica lo imperdonable sin hablar del perdón divino;
habla de mundo, pero ha renunciado al cosmos.
Michel Onfray, en cambio,
representa el otro extremo: un hedonismo ateo de raíz libertaria, enemigo de
todo absolutismo, que proclama la muerte de Dios como liberación definitiva. Su
estilo es provocador, accesible, agresivo con las tradiciones religiosas,
especialmente con el cristianismo, al que culpa de haber sometido los cuerpos a
la moral del sacrificio. Onfray propone una contra-historia de la filosofía,
donde todo gesto metafísico es sospechoso de complicidad con el poder. El
resultado: un pensamiento que se dice emancipador, pero que funciona más como
demolición que como construcción. A pesar de sus ataques al nihilismo
contemporáneo, Onfray no ofrece alternativa sustantiva. Su “espiritualidad
laica” carece de anclaje ontológico; su elogio de la sensualidad es una
estética del instante; su “universidad popular” es simpática, pero pedagógicamente
frágil. Al renunciar a la trascendencia, termina girando en torno a sí mismo.
Su crítica al vaciamiento espiritual de Occidente no apunta a restaurar el ser,
sino a consagrar el yo. Onfray no es un Epicuro, sino un posmoderno hedonista
con biblioteca. Ambos —Arendt y Onfray— denuncian el colapso moderno, pero no
tocan fondo. Critican los excesos del poder, pero no del yo. Hablan de
política, de libertad, de justicia… pero sin alma. Y una filosofía sin alma
puede entretener, incluso conmover, pero no redimir. Esa es la diferencia entre
vigilia crítica y sabiduría: una despierta, la otra salva.
Vincular a Hannah Arendt y
Michel Onfray con la decadencia de la universidad contemporánea permite revelar
cómo incluso discursos que se presentan como alternativa crítica terminan, por
su raíz inmanentista, consolidando el colapso que pretenden enfrentar. Arendt,
a pesar de su aguda defensa del pensamiento político y su crítica al
totalitarismo, contribuyó indirectamente a la fragmentación de la universidad
como espacio de formación integral. Al replegarse sobre la acción sin
trascendencia, sobre el espacio público como única patria de sentido, y
sobre la narración secular como forma de inmortalidad, disoció la
educación del alma. En su mundo, la enseñanza ya no apunta a lo eterno sino a
lo emergente; la tradición no ilumina, estorba. Así, la universidad deviene
lugar de aparición ciudadana, no de transformación interior. Y sin verticalidad
metafísica, la cultura se vuelve archivo, no camino.
Michel Onfray, por su
parte, ha sido un promotor entusiasta de una universidad “popular”, libertaria,
atea, sensorial, antifilosófica en el fondo. Pero lo que propone no es una
restauración del saber, sino una versión libertina de su naufragio. Su pensamiento,
hostil a cualquier teología, a toda metafísica, incluso a la noción de verdad
trascendente, instala una universidad sin cátedra: pura agitación del yo, sin
silencio fundante. Su crítica al modelo educativo tradicional es un desmonte:
propone más deseo, más cuerpo, más inmediatez… justo lo que el sistema actual
ya ha perfeccionado. Onfray no resiste el colapso: lo estetiza.
Ambos, en registros
distintos, han contribuido a desplazar la universidad de su vocación ontológica
hacia una pedagogía del presente perpetuo. En Arendt, ese presente es el ágora
política; en Onfray, el placer afirmativo. Ninguno de los dos articula una
pedagogía de la interioridad, ni un llamado al Ser, ni una restitución del
asombro sapiencial. Por tanto, sus propuestas, aunque lúcidas y valientes en
varios aspectos, se inscriben en el marco de la universidad postmetafísica: una
institución que forma comunicadores, activistas o provocadores, pero no sabios.
El resultado es una paradoja siniestra: discursos críticos que, al carecer de
eje vertical, refuerzan la horizontalidad que critican. Se combate la
universidad domesticada con propuestas igualmente domesticables. Se habla de
libertad, pero no se nombra a Dios. Se invoca la palabra, pero se olvida el
Verbo. Arendt y Onfray —cada uno desde su sofisticación— no sólo han descrito
la decadencia cultural: han sido, de formas distintas, sus curadores y promotores.
Arendt, con su desarraigo metafísico, elevó la acción política al rango
de redención secular, suprimiendo toda apelación al Ser. En su visión, el
sentido no se descubre ni se contempla: se narra. Y así, al clausurar la
vertical de lo trascendente, contribuyó a una pedagogía sin alma, donde el
juicio moral se reduce a memoria histórica y el mal radical es banalidad
procesable. Su influencia ha legitimado una universidad donde la ética se
enseña sin bien, y la política sin verdad. Onfray, por su parte, enarbolando
una supuesta contra-historia de la filosofía, no propone una alternativa
a la crisis: la estetiza con hedonismo de supermercado y anticristianismo
rentable. Su pensamiento no forma, desfonda; no ilumina, arroja
confeti libertario. Ridiculiza toda búsqueda de trascendencia como
“religiosa”, y así valida el imperio del yo como medida de lo real. Su
universidad popular no es comunidad de saberes, sino feria de provocaciones.
Resultado: egresados que no han leído a Platón, pero saben escupir sobre él.
Ambos han convertido el
saber en espectáculo, han esculpido la universidad como barbarie culta: Arendt
en el ágora sin cielo; Onfray en el burdel del yo emancipado. Han desactivado
el alma de la universidad mientras simulaban salvarla. Y eso —hay que decirlo
con toda gravedad— es la esencia misma de la barbarie culta: una inteligencia
que ha perdido su temblor, una lucidez sin humildad, un pensamiento sin
orientación.
De la Bildung al algoritmo
Lo que en otros tiempos se llamó formación
del alma ha sido reemplazado por un simulacro digital de personalización.
La Bildung —ese concepto profundo que articulaba cultura, interioridad y
maduración espiritual— ha sido sustituida por la lógica del output, la
métrica y el “perfil competencial”. No se forma al sujeto: se configura su
interfaz. No se cultiva el carácter: se programan habilidades blandas. El
estudiante ya no asciende en verdad, solo actualiza su paquete de
compatibilidades cognitivas. El algoritmo ha usurpado al maestro, y con él,
el alma ha sido despedida.
La Bildung entendía
que educar no era llenar, sino elevar. Hegel, Herder y Humboldt no pensaban en
resultados ni en aplicabilidad inmediata: concebían el saber como la transfiguración
del espíritu. Pero esta tradición ha sido masacrada por los planificadores de
competencias, los tecnopedagogos de gabinete y los expertos en interfaz
cognitiva. La idea de que el alma pueda demorarse, errar, sufrir, contemplar,
ha sido eliminada por un sistema que exige inmediatez, adaptabilidad y
rendimiento emocionalmente sostenible. Así comienza la barbarie con rostro UX -User Experience, o en
español, experiencia del usuario-. Detrás de esta transición están, entre otros,
los nuevos profetas del data-driven education: desde George Siemens,
padre del connectivism, hasta los tecnólogos conductistas del edtech.
Para ellos, el conocimiento no es revelación, ni maduración, ni llamada: es flujo
de datos. Aprender equivale a navegar redes, ajustar estímulos,
responder de forma responsiva —como ya discutimos—. Pero la
responsividad no educa: entrena. No despierta la conciencia: la acomoda.
La Bildung no se mide en dashboards. También aquí hay cómplices
filosóficos. Daniel Dennett, con su idea de la mente como sistema de cómputo
evolutivo, ha legitimado una antropología donde pensar ya no es buscar sentido,
sino simularlo. Y Steven Pinker, con su fetichismo del progreso cuantificable,
convierte la cultura en acumulación estadística, desactivando toda dimensión
vertical. Son ilustrados de laboratorio: versados en gráficas, ciegos al misterio.
La educación así entendida
no necesita maestros, sino curadores de contenidos. No forma sujetos
libres, sino usuarios competentes. Peter Drucker, el gran sacerdote del
management, ya lo anunciaba: “cada estudiante debe ser su propio CEO -director
ejecutivo-”. El aula se convierte en mercado, el saber en producto, el alma en
interfaz. Lo que antes era relación pedagógica ahora es experiencia de
usuario educativa. En esa transformación, la pedagogía se vuelve logística:
no se eleva al alumno, se lo geolocaliza. El inmanentismo aquí no es
conceptual: es operacional. La trascendencia ha sido expulsada no por ateísmo,
sino por calendario escolar. No por Nietzsche, sino por Excel. Se eliminó la
pregunta por el fin y se multiplicaron las rúbricas. Hoy se evalúa la “resiliencia
socioemocional”, pero no se menciona el alma; se habla de “pensamiento crítico
adaptativo”, pero no de verdad; se mide la empleabilidad, pero jamás la
dignidad. Un saber que no interroga el ser, simplemente no educa: procesa.
Incluso los defensores de
una educación crítica como Henry Giroux o Ken Robinson, en su buena voluntad,
perpetúan el error si no rompen con el horizonte inmanentista. Hablan de
creatividad, innovación, ciudadanía global, pero rara vez de sabiduría,
silencio, verticalidad. Así, su crítica sirve como rebranding del mismo
sistema: son la fachada amable de la programación algorítmica. La universidad
que pasó de formar al hombre culto a producir “líderes transformadores y
resilientes” ha firmado su acta de defunción humanista. Lo formativo ha sido
consumido por lo performativo; el alma, por la soft skill; el maestro,
por el mentor de marca personal. Es el triunfo del perfil sobre la persona, del
feedback sobre la fecundidad, del dato sobre el destino.
Bildung significaba formación en apertura hacia
lo más alto: era un ascenso silencioso del alma hacia el logos. El
algoritmo solo rastrea patrones, ajusta umbrales, corrige desvíos. Donde había
aurora interior, ahora hay retroalimentación. Donde había ascesis, hay
tutorial. Donde había fuego, hay simulación térmica. Recuperar la Bildung
no es volver a los clásicos como monumento, sino como mapa. Es recordar que
educar no es insertar en un sistema, sino despertar al ser. Que el maestro no
es un facilitador, sino un testigo del misterio. Que, sin alma, ninguna
pedagogía es verdadera. Porque entre el algoritmo y el logos, hay una guerra
santa en curso.
Pero la universidad
nihilista ha perdido el alma y se convierte en sepulturero de su esencia
humanista. La universidad contemporánea, atrapada en su propio laberinto
tecnocrático, ya no es custodio del espíritu: es sepulturero protocolizado de
su propia vocación humanista. Ha perdido el alma no en un estallido, sino por
asfixia burocrática: entre comités de calidad, métricas de desempeño,
competencias instrumentales y reportes de impacto. Su crisis no es solo
pedagógica, ni siquiera epistemológica: es metafísica. Al renunciar a la
trascendencia, la universidad ha dejado de contemplar y ha comenzado a
administrar. Ya no ofrece aurora interior, sino conectividad fluida; ya no
forma en la virtud, sino en la responsividad de mercado. Enseña ciudadanía
digital, pero no temblor ontológico. Instruye sobre diversidad, pero ha
olvidado el misterio. Con cada innovación en diseño curricular, profundiza su
amnesia del alma.
Esta universidad nihilista
sigue hablando de libertad, pero no forma hombres libres; de justicia, pero no
nombra el bien; de pensamiento crítico, pero ha silenciado la pregunta por el
ser. Todo su aparato está al servicio de una razón sin logos, de un saber sin
contemplación, de un discurso que gira sobre sí mismo mientras el vacío se
expande con eficiencia. Por eso, más que en decadencia, la universidad está en
trance funerario. Se celebra a sí misma mientras entierra la tradición. La toga
que viste ya no es símbolo del saber ascético, sino vestimenta ceremonial de
una institución que ha perdido la esperanza de redimirse. Solo queda repetir
protocolos, digitalizar ruinas, acelerar el olvido. Pero incluso entre los
escombros, queda un resplandor. Y allí, en ese rescoldo, podemos trazar el
comienzo de una reconstrucción espiritual del saber.
En suma, el principio de
inmanencia de la modernidad ha mostrado toda su crudeza con el posmodernismo,
extendiendo el anetismo, el pensar funcional, el hedonismo y el neobrutalismo
como la nota común en la generalizada cultura nihilista actual.
La convergencia entre el
vaciamiento filosófico del sentido y la hegemonía económico-política del
neoliberalismo globalizado es una realidad. El concepto de hiperimperialismo describe
una fase avanzada del imperialismo donde las megacorporaciones y los intereses
financieros transnacionales no solo dominan los mercados, sino que moldean las
culturas, los saberes y las subjetividades. En este contexto, la universidad
deja de ser un espacio de formación crítica para convertirse en un nodo más de
la red de producción flexible de capital simbólico. La fragmentación posmoderna
del saber no es solo una deriva teórica: es funcional al neoliberalismo, que
necesita sujetos desanclados, identidades líquidas y discursos intercambiables
para sostener su lógica de consumo y despolitización. No es casual que la
cultura posmoderna —con su rechazo a los grandes relatos, su estetización de la
diferencia y su fetichismo de la novedad— haya florecido al ritmo del
hiperimperialismo. En lugar de resistirlo, muchas veces lo legitima con su
aparente pluralismo. La paradoja es brutal: en nombre de la libertad, se
desactiva toda posibilidad de emancipación. Y sus cómplices ominosos son los
filósofos posmodernos.
Parte III
Pensar más allá de la
universidad nihilista
“Sin
espíritu, toda universidad es administración del vacío;
pero
donde brilla la luz del alma, puede renacer el saber
como forma de esperanza.”
Pensar más allá de la universidad nihilista
ya no es un gesto filosófico voluntarista: es una urgencia espiritual. El
modelo actual —tecnificado, inmanentista, eficientista— ha convertido el saber
en un recurso instrumental y la enseñanza en una estrategia de empleabilidad.
Lo que alguna vez fue búsqueda de sentido, formación del alma y apertura al
misterio, hoy se ha degradado en simulacro formativo medido por algoritmos.
Seguir pensando dentro de los márgenes de esta institución —sin interrogar su
arquitectura metafísica— es colaborar, aunque involuntariamente, con su colapso
elegante. Superar la universidad nihilista no es reformarla por dentro: es
redescubrir la verdad que la precede y la trasciende.
Ahora bien, ¿es posible
restaurar un espíritu universitario en el interior de una civilización
postoccidental que ha relativizado todo fundamento? La respuesta exige una
mezcla de lucidez y esperanza. Si por “civilización moderna” entendemos el
sistema global de productividad, subjetividad líquida y tecnociencia sin
metafísica, entonces la restauración parecería imposible: sería como encender
incienso en un centro de datos. Pero si por civilización entendemos el
remanente humano que aún anhela verdad, belleza y libertad no programada,
entonces el milagro es pensable. Las ruinas de la universidad podrían ser
fértiles si el logos aún respira en quienes enseñan y aprenden con sed. Lo
decisivo no será estructural, sino interior: la universidad del espíritu no depende
del sistema, sino de que alguien aún se atreva a pensar desde el ser.
Pero
aún así: una golondrina no hace verano. Así que no se pretende levantar falsas
expectativas, aun más cuando dicha distorsión está contaminando a todo el resto
de civilizaciones mundiales, incluso las más teocráticas, como la musulmana, la
budista y la hinduísta. Es por ello que no se puede descartar el avance hacia
el salario ciudadano, que libere al ser humano de estudiar para trabajar, sino
que ame el saber por el saber. ya no se trata solo de reformar instituciones, sino de imaginar otra
forma de habitar el mundo, donde el conocimiento no sea subsidiario del
capital, ni la educación una antesala del empleo.
Se tiene razón al señalar
que la distorsión nihilista —tecnocrática, eficientista, utilitarista— no es
exclusiva de Occidente. Ha infiltrado también el ethos de civilizaciones que se
sostenían en visiones teocráticas del mundo. Incluso allí donde el alma todavía
tenía nombre, el algoritmo avanza sin resistencia: mediatizado por reformas
educativas globales, estándares internacionales, y una secularización que ha
vaciado los templos sin derribarlos. En ese sentido, pensar en un salario
ciudadano —no como política fiscal, sino como proyecto antropológico— cobra
nueva densidad: liberar al ser humano de la necesidad de estudiar “para
trabajar” podría restituir al aprendizaje su sacralidad originaria. Solo así
podríamos retornar al saber como vida del alma, no como entrenamiento
técnico. El otium sapientiae, ese ocio fecundo que cultivaba el
espíritu, podría renacer en medio del colapso posindustrial. No se trata de
idealismo ingenuo. Pero el logos no necesita mayorías: necesita testigos. Y si
hay quien aún enseñe por amor a la verdad, quien aprenda por hambre de sentido,
entonces quizá —en medio de las ruinas— podamos comenzar la reconstrucción. No
del sistema, sino del alma que aún late bajo su cemento.
El
salario ciudadano ha sido defendido por teóricos como Philippe Van Parijs, Guy
Standing y Yann Moulier-Boutang como un mecanismo de justicia social, autonomía
y liberación frente a las lógicas opresivas del trabajo moderno. Sin embargo, la mayoría de sus formulaciones permanece atrapada en el mismo
horizonte inmanentista que pretende remediar. Se habla
de redistribución, pero no de redención; de libertad funcional, pero no de
vocación espiritual. El ser humano es concebido como sujeto de derechos, no como
alma en camino. Así, aunque el salario universal podría liberar del trabajo
alienante, no garantiza la restitución del sentido: se emancipa el cuerpo, pero no se despierta el alma.
Mientras no se rompa con la antropología instrumental moderna, todo ingreso
básico universal —por más generoso que sea— seguirá gestionando el vacío, no
colmándolo.
De
manera que romper con la antropología instrumental que late poderosamente bajo
el principio de inmanencia de la modernidad y posmodernidad para que impere una
civilización que ame el saber por el saber implica reconfigurar por completo
las relaciones sociales y las relaciones de producción de la civilización del
mañana. El hombre no conocerá la civilización del amor y de la libertad sólo
cuando esté liberado de trabajar para vivir y que las máquinas intreligentes
hagan el trabajo físico y funcional, sino cuando haya recuperado su vínculo con
Dios en este mundo. Solución frágil, por supuesto, dada la inclinación humana
al mal, pero necesaria dentro de la lucha por el bien temporal dentro del peso
de las leyes de materia sobre las leyes del espíritu en esta vida.
Y todo esto hay que
afirmarlo con temblor profético. Hay que nombrar lo decisivo: sin ruptura con
la antropología instrumental, no hay redención posible del saber ni de la
humanidad. Mientras el ser humano sea concebido como productor, consumidor o
algoritmo biológico, ningún salario universal, ninguna automatización, ninguna
reforma educativa podrá engendrar una verdadera civilización del amor. Porque
la raíz de la servidumbre no es el trabajo: es el olvido de Dios. La
reconfiguración que se plantea aquí no es simplemente económica o cultural: es
ontológica y trascendental. Invertir la lógica de la producción hacia una
lógica de comunión —donde el saber no se justifique por su utilidad sino por su
belleza intrínseca— solo será posible si el alma recupera su orientación al
Absoluto. Allí donde el espíritu se niega a inclinarse, el algoritmo se vuelve
rey. Y sí: es una solución frágil. Porque toda esperanza terrena está herida
por la inclinación al mal, por el peso de la materia, por la historia del ego.
Pero es precisamente en esa fragilidad donde se decide la verdad del bien. La
civilización del mañana no será obra de sistemas perfectos, sino de almas
convertidas. No se trata de esperar un cielo tecnificado, sino de ensayar —aquí
y ahora— un saber que huela a eternidad.
7.
¿Es posible una reforma del espíritu universitario?
Comunidad del saber o mercado del diploma
Hablar de comunidad del saber en
tiempos de mercado del diploma es como invocar el canto gregoriano en
una estación del metro: fuera de lugar, sí, pero no por ello menos necesario.
La universidad fue alguna
vez —aunque nunca del todo— una comunidad de saber, es decir, una congregación
de hombres y mujeres movidos por el amor a la verdad, la sed de comprender, la
hospitalidad del pensamiento. No era una empresa de servicios, ni una incubadora
de empleabilidad, ni una feria de títulos plastificados. Era una forma de vida
intelectual compartida, una liturgia laica del Logos. ¿Lo sigue siendo? No.
¿Puede volver a serlo? Solo si primero desnudamos el disfraz que lleva puesto:
ese elegante mercado del diploma que promete movilidad social, pero
vende credenciales como quien expende seguros de viaje. Porque hoy la
universidad no educa: certifica. Mèlich, con su conocida frase de que “la
educación no es instrucción”, fue valiente al denunciar el simulacro, pero
demasiado indulgente con su marco antropológico: si el ser humano es solo un
ser finito arrojado al mundo, educar no es formar el alma, sino gestionar su
extravío. Y ahí el mercado aprovecha: ofrece identidad a cambio de matrícula,
pertenencia a cambio de hashtags, futuro a cambio de tasas de retorno. ¿Saber?
Solo si es “relevante”. ¿Verdad? Solo si es “útil”. ¿Docente? Solo si es
“proactivo y gamificado”.
Scruton —¡bendito burgués
con alma de monje! — lo advirtió entre los pliegues de su defensa de la alta
cultura: sin reverencia, no hay formación. Pero la universidad ha dejado de ser
un templo del saber para convertirse en coworking académico: el profesor ahora
es un proveedor de servicios, el estudiante un cliente exigente, y la cultura
un bien de consumo con feedback de calidad. La comunidad ha sido sustituida por
la red; la contemplación, por la calendarización.
Simondon, en su brillante
análisis de la individuación y de lo técnico, mostró que la máquina no era el
enemigo: el problema comienza cuando el ser humano se convierte en máquina de
sí mismo. Y eso es exactamente lo que ha sucedido en la universidad neoliberal:
el alumno es un proyecto de marca personal, el conocimiento un conjunto de
competencias, y el aula un entorno simulador de resultados. Ya no hay
tradición, solo actualización; ya no hay sabiduría, solo soft skills o
habilidades blandas. El saber no forma: habilita. Y, sin embargo, todo
esto no ha abolido la nostalgia. Lo mostraba Spaemann: la persona se distingue
del algo no por su funcionalidad, sino por su vocación al sentido. Pero cuando
la universidad ya no trata a sus miembros como personas, sino como nodos rentables
en un circuito de optimización institucional, el resultado es lo que Berdiaev
llamó —con más agudeza que consuelo— una cultura sin alma.
La paradoja es profunda: se
produce más conocimiento que nunca, pero se piensa menos que antes. Se
investiga más, se comprende menos. Hay tesis, pero no discípulos. Hay papers,
pero no maestros. Esto abunda y, no obstante, a nadie llama la atención porque
todos son cómplices del fraude mercantil. Desde el rector, pasando por el
catedrático, y culminar en el graduado, todos participan de la pantomima
académica del saber profesional. ¡Bufones de la cultura! ¡Payasadas de
sabiduría! No es de sorprenderse, entonces, que los más grandes corruptos del
país sean graduados de las universidades. De las universidades salen graduados
en corrupción y la academia que se repute como la más impoluta más corrupta es.
Son los administradores del sistema organizado de la injusticia social en el
aparato estatal y privado de las naciones.
Y es que la comunidad del
saber no es acumulación de sabios, sino comunión de buscadores. Una universidad
sin esa comunión es un supermercado ilustrado. Ya lo decía Chesterton con su
ironía beatífica: “Lo peligroso de un mundo sin religión no es que crea en
nada, sino que cree en todo”. En el aula posmoderna, el peligro no es la
ideología, sino el entretenimiento disfrazado de pensamiento. Hay más
conferencias TED que clases; más storytelling que lógica; más identidad de
género que metafísica del ser. Lo grave no es que todo esté permitido: es que todo
es irrelevante. Shakespeare, si pudiera contemplar nuestras universidades,
no escribiría Hamlet, sino un monólogo tragicómico de un rector que
finge gobernar mientras los algoritmos deciden el currículo. “El saber es ahora
una sombra que camina”, diría, “un pobre actor que se pavonea en LinkedIn y
luego se silencia en el alma”. Porque eso somos: una universidad que ha
aprendido a hablar con propiedad, pero ha desaprendido a callar con sabiduría.
Los rectores de las
universidades nihilistas se comportan como faraones, como reyes, como cualquier
cosa crapulosa, menos como representantes del saber. Lo más curioso de todo es
que siempre terminan su rectorado enriquecido, con una generosa cuenta
bancaria, autos de alta gama y ostentosas casas de lujo. Como si la universidad
haya sido su cornucopia. Inaudito. Pero su riqueza material es fiel reflejo de
su pobreza espiritual. Muchas veces no gobiernan instituciones, sino mausoleos
con Wi-Fi. Este diagnóstico no es hipérbole: es sátira lúcida. Porque lo grave
no es que los rectores actuales tengan poder —eso es estructural— sino que
carecen del temblor ante el saber que justifica toda autoridad educativa. En
lugar de ser faros, son marquesinas; en lugar de custodios del logos, actúan
como gerentes de su rentabilidad. La toga que visten ya no es símbolo de
sabiduría compartida, sino capa ceremonial de un sistema que ha olvidado para
qué enseña. Se comportan como faraones, sí, pero sin mandato divino; como reyes,
pero sin corona de justicia; como tecnócratas, pero sin amor por el alma
humana. Reinan sobre métricas, currículos vacíos y auditorías, pero no encarnan
ninguna pasión por la verdad. Han convertido la rectoría en un dashboard,
el saber en un KPI -Key Performance Indicator o Indicador Clave de Desempeño- y
la comunidad universitaria en un CRM de pasillos impersonales. Pero su mayor
traición es al silencio: el que una vez habitó las bibliotecas como antesala
del misterio. Lo han llenado de marketing, de discursos institucionales vacíos,
de nauseabundos homenajes narcisistas que celebran aniversarios sin historia.
No representan el saber: lo administran como quien gestiona un inventario de
artículos deportivos.
Y, sin embargo, no todo
está perdido: el espíritu universitario sobrevive no en la cúspide, sino en
rincones humildes y muchas veces fuera de sus muros. A veces es un profesor que
enseña sin aplausos, un estudiante que lee en soledad, un bibliotecario que aún
cree en el orden de las cosas, un autodidacta que escribe en aislamiento. Quizá
los rectores han olvidado su vocación, pero el saber no necesita títulos para
respirar: basta una conciencia despierta. ¿Puede restaurarse el espíritu
universitario? Solo si renunciamos a reformarlo en términos funcionales. No se
trata de más recursos, ni mejores rankings, ni diversidad con perspectiva de
género. Se trata de volver al primer amor: el amor al saber como forma de
alabanza. Eso no lo garantiza ningún diploma: lo inicia un temblor interior,
una reverencia callada ante el misterio que sostiene el ser. Si eso no regresa,
lo demás es administración de las ruinas rectorales.
La comunidad del saber no
es un sueño nostálgico. Es una posibilidad exigente. Como toda comunidad
verdadera, comienza por un acto de conversión: renunciar a ser alguien para
comenzar a ser con otros en torno a la verdad. Solo allí, donde un profesor no teme
nombrar el alma, y un estudiante no se avergüenza de preguntar por el sentido,
puede brotar una universidad nueva. No una mejor versión del mercado, sino una
morada humilde para la luz del espíritu. En una palabra, el saber y la cultura
no brotan de un diploma, sino de lo más recóndito del alma.
Reconstruir un ethos académico
Reconstruir un ethos académico no es
rehabilitar modales institucionales ni inventar códigos de convivencia
progresista. Es una tarea espiritual que exige restaurar la dignidad del saber
como forma de vida orientada hacia lo alto. Y en este camino, buena parte de
quienes han escrito sobre la crisis universitaria —aun con honestidad y lucidez
parcial— han permanecido prisioneros del paradigma que dicen criticar: el
inmanentismo moderno.
Autores como Martha
Nussbaum, Henry Giroux, J. C. Mèlich o incluso el tardo-ilustrado Terry
Eagleton han propuesto valientes defensas de una universidad más crítica, más
democrática, más humanista. Pero al evitar toda referencia a una instancia de
sentido trascendente, sus propuestas se deslizan —aunque con otros ropajes—
hacia el mismo vacío que denuncian. El humanismo sin metafísica deviene en pedagogía
cosmética: educa el gesto, no el alma. Todo un simulacro.
Mèlich, por ejemplo, exige
que la educación se base en la ética del acontecimiento, en la alteridad
radical, en lo incalculable del otro. Pero su “acontecimiento” es puramente
horizontal: no remite a una llamada desde el Ser, sino a una interrupción subjetiva.
Una pedagogía que se niega a nombrar la verdad como misterio compartido termina
justificando cualquier experiencia como formación, y con ello, renuncia a una
noción fuerte del bien. Hay sensibilidad en Mèlich, pero falta verticalidad;
hay compasión, pero no logos. Giroux, por su parte, ha desarrollado una
pedagogía crítica comprometida con la justicia social, la ciudadanía
democrática y la resistencia cultural. Todo eso es digno y necesario. Pero al
no romper con la antropología funcional moderna —el sujeto como agente
emancipador autónomo— su proyecto se instala cómodamente en la gramática del yo
sin alma. Quiere cambiar el currículo, pero no la concepción del hombre; quiere
una universidad crítica, pero no contemplativa. Y sin contemplación, no hay ethos:
solo agenda.
Incluso pensadores más
refinados como Spaemann, que sí vislumbran una ética de la persona como alguien
y no como algo, se quedan cortos cuando no enlazan esa dignidad con su origen
trascendente. Defender a la persona sin nombrar su procedencia última —ya sea
en clave teológica o ontológica— convierte el respeto en formalismo: la ética
deviene protocolo. Lo mismo ocurre con muchos defensores contemporáneos de la
"sabiduría práctica" o del "pensamiento lento":
bienintencionados, pero rehenes de un lenguaje pedagógico secularizado que no
se atreve a decir Dios, Verdad, Alma o Eternidad. Se habla de comunidad, pero
se teme a la comunión. Se habla de diálogo, pero se rehúye la Verdad. Se enseña
apertura, pero no se vive adoración. Reconstruir un ethos académico exige
precisamente lo que han evitado: volver a una metafísica del ser como
fundamento de toda educación. No se trata de imponer dogmas, sino de restaurar
el asombro. No de enseñar doctrinas, sino de formar almas. Un maestro no es
quien facilita el aprendizaje, sino quien encarna el logos. El ethos no nace
del reglamento, sino del temblor ante el misterio.
Si la universidad quiere
ser algo más que un centro de certificación avanzada, debe hacer espacio para
esa actitud de reverencia que los antiguos llamaron pietas sapientiae.
Sin ella, toda reforma será superficie. El ethos se reconstruye no con talleres
de habilidades socioemocionales, sino con testigos del ser que enseñen como
quien ha visto el rostro de la verdad. Quienes hoy lideran programas de
innovación educativa hablan de creatividad, pensamiento crítico, cooperación,
pero siguen formateando al hombre como agente sin trascendencia. Por eso, su
ethos es evanescente. Brilla un rato, luego se adapta. Porque sin eje
ontológico, todo valor deviene consigna. Y sin raíz en el espíritu, la ética
universitaria no eleva: se disuelve en reglamentos con perspectiva
institucional. Reconstruir un ethos académico no es tarea de estructuras: es
tarea de almas despiertas. Solo cuando el saber vuelva a ser amado no por su
aplicación, sino por su verdad, la universidad dejará de ser simulacro y
comenzará a ser templo. Y eso no depende de sistemas: depende de hombres.
La alergia contemporánea a
la visión metafísica del ser no solo ha contaminado a las universidades, sino
también a los grandes sellos simbólicos del reconocimiento cultural moderno,
como el Premio Nobel. Basta observar el exiguo lugar que ha tenido la filosofía
en el Nobel de Literatura —apenas cinco galardonados propiamente filosóficos—
y, dentro de ellos, ninguno que represente de modo claro una cosmovisión
cristiana o católica vinculada al ser como misterio participable. Tagore
ofreció una mística poética teñida de panteísmo oriental. Bergson, si bien
planteó una filosofía de la duración y el impulso vital, evitó el terreno firme
de la metafísica clásica. Russell combatió sin tregua al pensamiento religioso
y metafísico. Camus encarnó con intensidad el absurdo, y Sartre fundó una
ontología existencialista descarnadamente inmanentista. No hay Tomás de Aquino,
no hay Maritain, no hay Simone Weil, no hay Guardini. Lo trascendente es, a lo
sumo, ornamentación simbólica, no horizonte normativo. Esta omisión —no hay que
temer nombrarla— es más que casual: es programática. El Nobel ha funcionado
como un oráculo secular de canonización cultural. Y su silencio hacia lo
metafísico no es neutral: refleja el sesgo de una modernidad tardía que exalta
el fragmento, el relativismo y la conciencia desgajada. En nombre de la
libertad, ha ocultado el Ser; en nombre de lo plural, ha borrado el Logos. No
se premia la verdad que hiere, sino la voz que entretiene o desconstruye con
brillantez. No sorprende, entonces, que esa misma matriz cultural haya moldeado
a las universidades modernas, convertidas en vitrinas de lo novedoso, pero
incapaces de mirar hacia lo eterno sin rubor epistemológico. Estocolmo ha
bendecido el naufragio con medallas, mientras la universidad, como templo del
saber, ha sido saqueada sin resistencia.
Estocolmo, ese Vaticano
laico del prestigio global, ha erigido una catedral sin Dios donde oficia como
sumo sacerdote el inmanentismo condecorado. Sus premios, envueltos en papel de
filantropía y neutralidad, huelen menos a cultura que a desinfectante espiritual.
Allí no se honra la sabiduría: se premia la obediencia cultural al consenso
relativista. El Nobel ha consagrado a escritores, poetas y filósofos cuya más
alta hazaña ha sido negar el ser con prosa elegante y descreer del misterio con
gramática perfecta. ¿Qué se celebra en Estocolmo? ¿La búsqueda de la verdad o
la sofisticación del escepticismo? Lo que en otro tiempo fue reconocimiento del
genio espiritual hoy es vitrina cosmética del nihilismo educado. Se premia la
conciencia sin culpa, la libertad sin alma, el pensamiento sin vértigo. Como
bien diría González Prada: han puesto cátedra los mudos, han tomado el podio
los vacíos, y en las bibliotecas canta la nada vestida de modernidad. De la
filosofía no quieren ni el polvo. Solo toleran al filósofo si renuncia a la
metafísica, si desintegra el misterio, si trivializa a Dios como categoría
literaria o figura mítica. Nada más ofensivo para Estocolmo que un pensador con
fe sin vergüenza, con alma sin ironía, con trascendencia sin disculpas.
¿Maritain? Demasiado teológico. ¿Pieper? Muy reverente. ¿Simone Weil? Demasiado
santa. ¿Guardini? Inaceptable: pensaba con la rodilla doblada. Los han borrado
no por falta de genio, sino por exceso de verticalidad.
Lo que premian no es
cultura: es atestación de apostasía. Se condecora al artista que
descree, al poeta que exhibe su angustia como símbolo de lucidez, al filósofo
que reduce la metafísica a residuo fósil. El Nobel se ha vuelto el incensario
de la apostasía elegante: nadie osa tocar la palabra Verdad sin comillas, ni
decir Ser sin ironía. Y si acaso asoma la mística, debe venir envuelta en
budismo dietético o en espiritualismo digital. Estocolmo ha sido cómplice del
silenciamiento del alma en la academia. Aplaude a quienes con voz culta
amortajan al logos y presentan su cadáver como innovación narrativa. Mientras
tanto, las universidades, obedientes como perros de show, replican la doctrina:
forma sin fondo, método sin sentido, ciencia sin contemplación. ¿Y qué queda
del saber? Un simulacro boutique, apto para rankings internacionales pero
incapaz de transformar el corazón. De los Premios Nobel no brota ya ningún
ímpetu ontológico. Sus galardonados podrían haberse formado en cualquiera de
las universidades nihilistas que plagan Occidente: brillantes, progresistas,
devastadoramente vacías. Es el striptease del vedetismo intelectual consagrado.
Estocolmo ha sido más que un cómplice activo del inmanentismo moderno en la
universidad decadente, se convirtió en su promotor más activo. Y sus discursos,
tan bien redactados, son epitafios del espíritu que alguna vez se llamó
sabiduría. El inmanentismo no es solo el contenido del premio: es su atmósfera,
su perfume, su ley no escrita.
Mientras tanto, en las
catacumbas intelectuales, sobreviven los que aún piensan con alma, los que aún
se atreven a nombrar lo innombrable. Pero para Estocolmo, son parias: no caben
en la lista porque no asisten al aquelarre correcto. No beben del cáliz del
escepticismo, el ateísmo, el relativismo, ni brindan por el fin de la
trascendencia. Por eso se les excluye. Son incómodos: recuerdan que el
pensamiento no nació para entretener, sino para arrodillarse ante el ser. Y así
Estocolmo, vestido de progresismo, se convierte en sepulturero de lo eterno.
Entrega medallas como el César pan, para que nadie pregunte por el alma. La
gloria moderna ya no se gana buscando la verdad, sino evitando mencionarla. Se
premia al que canta la ausencia, no al que busca la presencia. Como escribiría
Prada con su hierro candente: ¡Fuera los premiadores si no premian la Luz!
En otras palabras, reconstruir el ethos académico exige también desacralizar el
inmanentismo de los Premios Nobel de Estocolmo.
Educar en la libertad interior
Educar en la libertad interior es educar
hacia lo invisible, hacia esa región del alma donde el sujeto no se agita, sino
que se escucha. Es formar en el eje, no en el gesto; en la raíz, no en la rama;
en el silencio fuerte, no en el ruido brillante. En una época que confunde
libertad con elección y autonomía con deseo, hablar de libertad interior
suena arcaico, casi reaccionario. Pero es, en realidad, la única libertad que
no puede comprarse, algoritmizarse ni ser evaluada por rúbricas ministeriales.
Numerosos pensadores
contemporáneos han reivindicado la educación en libertad: Paulo Freire con su
“educación liberadora”, Martha Nussbaum con su defensa de las humanidades en
democracia, J.C. Mèlich con su pedagogía de la hospitalidad, incluso Ivan Illich
con su crítica radical de la escuela. Y, sin embargo —y aquí viene el bisturí—
todos ellos han permanecido dentro de un horizonte inmanentista que mutila la
libertad al reducirla a una función crítica, política o existencial.
Freire, por ejemplo, quiso
liberar al oprimido enseñándole a leer el mundo como texto. Noble intento. Pero
su libertad es una toma de conciencia de la injusticia, no una ascensión del
alma hacia un orden que la trasciende. Educar no es solo nombrar el sistema
opresor: es reconectar con la voz interior que no necesita gritar para saber
quién es. La conciencia sin ontología es lucidez sin destino. Nussbaum, por su
parte, ofrece una admirable defensa de las artes y la filosofía, pero su
concepto de “educación para la ciudadanía democrática” termina por encerrar la
libertad en una jaula legalmente iluminada. Se habla de compasión, de
pensamiento crítico, de deliberación pública, pero nunca de alma, ni de
conversión interior, ni de apertura a lo eterno. Lo ético se vuelve cosmético,
decente, inclusivo, pero desconectado del eje espiritual que libera en
profundidad.
Mèlich intenta romper con
los dogmatismos ilustrados proponiendo una pedagogía del acontecimiento. Pero
su acontecimiento es puramente inmanente, horizontal, contingente. Educar es,
para él, exponerse al otro, ser herido por lo inesperado. Pero ¿y si el otro
también está perdido? ¿y si el acontecimiento no eleva, sino disuelve? Sin una
orientación metafísica, el acontecimiento no enseña nada: solo interrumpe,
fragmenta, desconcierta. Y esa no es libertad: es intemperie. Incluso Illich,
con su formidable desescolarización del alma, acaba por idealizar un sujeto
plenamente autónomo, casi anárquico, cuya libertad es negatividad pura:
ausencia de coerción, ruptura de sistemas, fuga de moldes. Pero la libertad
interior no es ausencia de forma, sino fidelidad a una forma que nace dentro.
No es espontaneidad sin límites, sino respuesta a un llamado mayor que el yo. La
libertad interior implica dominio de sí, pero también don de sí.
Y ese binomio no brota de ningún marco puramente inmanente. Requiere silencio,
ascetismo, escucha, apertura a lo real no como materia bruta, sino como
misterio participado.
Sin abrir el alma a lo trascendente,
a Dios, a Cristo, no hay libertad: hay opción. Sin misterio, no hay formación:
hay entrenamiento. Educar en la libertad interior es enseñar a habitar el mundo
sin disolverse en él. Es mostrar que el pensamiento verdadero no se agota en el
análisis, sino que culmina en adoración. Que la lectura no es solo
interpretación, sino contemplación. Que la voz más libre es la que ha aprendido
a callar sin miedo. Frente a los pedagogos del consenso, que prometen
emancipación sin destino, conviene recordar con un temblor socrático: ser libre
no es poder elegir entre todo, sino ser fiel a aquello que nos funda. Y eso no
lo enseña un taller de habilidades socioemocionales. Lo enseña el alma cuando
ha sido llamada, herida y finalmente encendida.
8. Filosofía y resistencia en la universidad
post-nihilista
Pensar contra el sistema
Pensar contra el sistema no es oponerse a una
administración: es resistir a una ontología dominante. En la universidad
post-nihilista, el pensamiento ya no es perseguido por dogmas teológicos, sino
por algoritmos de pertinencia. No lo censura la inquisición, sino la
pertinencia curricular. Por eso, la resistencia filosófica no consiste en decir
cosas distintas, sino en decirlas desde otro lugar: un lugar donde el ser no
haya sido expulsado y la verdad no esté condicionada por su aplicabilidad.
Muchos autores
contemporáneos han invocado la necesidad de una resistencia crítica. Foucault
habló de microfisicalidades del poder; Butler reivindicó la subversión
performativa; Badiou entronizó la fidelidad al acontecimiento. Todos ellos, con
gran potencia analítica, olvidaron sin embargo restituir el suelo ontológico
que hace pensable esa resistencia. Se rebelan, sí, pero dentro de las
categorías que perpetúan el exilio del alma: el cuerpo, la identidad, la
discursividad, lo político. La verdad no es buscada: es gestionada o
deconstruida.
Incluso el propio Zizek,
ese payaso lúcido del abismo, ha jugado a pensar contra el sistema, pero desde
dentro del plató. Se burla del mercado, pero se ha convertido en su estrella.
Critica el espectáculo, pero lo necesita para existir. Y, sobre todo, nunca
nombra el ser como lugar de resistencia real. Su pensamiento gira, como un
molino ebrio, sobre ruinas que admira, pero no trasciende. Su ironía no hiere
al sistema: lo decora.
Otros pensadores más
discretos, como Peter Sloterdijk, han intuido la necesidad de una ascética
antropotécnica, una especie de cuidado de sí más allá de la biopolítica.
Pero su ascetismo es autoinducción, no apertura al misterio. Todo sucede en el
gimnasio del yo: un entrenamiento existencial sin cielo, sin templo, sin don.
El hombre se vuelve entrenador de sí mismo… sin recordar para qué existe. Los
pedagogos críticos, por su parte, reivindican el "pensamiento
contrahegemónico", pero lo entienden como reorganización horizontal del
mismo edificio en ruinas. Proponen nuevos relatos, nuevos derechos, nuevas
identidades, pero no se atreven a tocar la piedra angular: la idea de ser como
don, como verticalidad. La universidad posmoderna puede soportar toda disidencia,
excepto una: la que exige sentido.
Pensar contra el sistema,
en cambio, no es gritar en el aula ni saberse todos los autores decoloniales.
Es atreverse a nombrar lo que el sistema ha decretado ineficiente, inútil o
irrelevante: el alma, el silencio, la verdad no funcional, Dios. No se trata de
erigir barricadas epistemológicas, sino de encender lámparas metafísicas. La
verdadera resistencia es la del Logos. No el logo institucional, sino el Logos
que se hace carne en la pregunta filosófica irreductible. En un mundo que
produce papers a la velocidad de la obsolescencia, pensar contra el sistema es
escribir con lentitud sagrada. Es estudiar a Santo Tomás cuando te piden
management, leer a Gregorio de Nisa cuando exigen innovación disruptiva. Educar
—ya lo sabían Sócrates y Kierkegaard— es enseñar a morir, no a escalar. ¡Muchos
sueñan con ser rectores solamente para medrar del erario académico! ¿Y el
saber? Eso es un medio, ha dejado de ser un fin en sí mismo. Ya a nadie le
interesa el saber por el saber, sino como escalera para cargos, honorarios,
becas, rentas, prestigio y salario. ¡Puro oropel! Y por eso el pensamiento que
resiste no propone modelos, sino entrega: una ética del sacrificio por la
verdad, aunque no rente, aunque no se entienda, aunque no se publique en
Scopus. Contra la universidad nihilista, la filosofía no ofrece una
alternativa institucional: ofrece un gesto. Es el gesto del que calla cuando
todos opinan, del que lee a los Padres de la Iglesia sin pedir permiso, del que
guarda silencio ante lo sagrado. Es el gesto del que piensa como quien reza.
Humanismo como contracorriente
El humanismo ateo ha querido presentarse como
una liberación: del dogma, del clericalismo, del miedo. Pero su mayor pecado no
es haber matado a Dios —eso ya lo hizo Nietzsche con más lucidez—, sino haberlo
sustituido con el hombre hipertrofiado, entronizado como absoluto, pero
desfondado de sentido. Así, bajo la máscara del respeto por la dignidad humana,
el humanismo ateo ha vaciado al hombre de alma, lo ha reducido a conciencia
errante o proyecto autónomo, sin fuente, sin destino, sin misterio. Y esa no es
la coronación del hombre, es su disolución.
Berdiaev, con su potencia
profética, lo entendió mejor que muchos: el humanismo sin Dios deviene
antihumanismo. Porque al negar al Creador, el hombre pierde el eje que le
impide devorarse a sí mismo. No es casual que los regímenes más cruentos del
siglo XX nacieran proclamando la emancipación de la humanidad. El gulag también
se edificó en nombre del hombre. La historia moderna está empedrada de
humanismos ateos que empezaron hablando de dignidad y acabaron construyendo
burocracias de exterminio. Sartre quiso que el hombre fuera libre “condenado” a
serlo, sin Dios, sin naturaleza, sin esencia. Pero esa libertad absoluta no
engendró virtud ni belleza, sino ansiedad y vacío. El hombre que debía erigirse
como autor de su propio sentido terminó ahogado en la náusea. No fundó una
ética: fundó un vértigo.
Camus, más delicado, quiso
salvar al hombre sin recurrir al cielo, y habló de rebeldía y de medida. Pero
su rebelde termina siendo un héroe sin oráculo: desafía, sí, pero no sabe por
qué ni hacia dónde. Es una ética sin ontología, una luz que brilla, pero no
alumbra un camino, sino apenas una queja. Incluso autores contemporáneos como
Luc Ferry o André Comte-Sponville han querido erigir un “espiritualismo laico”:
una ética sin Dios, una reverencia sin adoración. Pero ¿cómo puede el hombre
ser sagrado si no hay sacralidad? ¿Cómo puede haber deber sin misterio? El
humanismo ateo quiere la dignidad del alma sin aceptar su procedencia. Quiere
los frutos del árbol cortando la raíz.
Es hora de alzar el
escalpelo para extirpar los tumores del inmanentismo, y no con ánimo personal,
sino con urgencia doctrinal. En este sentido, el ateísmo moral de Francisco
Miró Quesada representa una de las formas más sofisticadas del inmanentismo
filosófico latinoamericano: pulcro, racional, filantrópico… y sin embargo,
profundamente amputado de toda verticalidad ontológica. El “humanismo racional”
que postula —famosamente desarrollado en textos como El hombre y su
filosofía o en sus intervenciones públicas— promueve una ética sin
religión, un sentido del deber sin fundamento trascendente, una dignidad humana
sin filiación metafísica. En su propuesta, el hombre no es criatura, sino autor
y juez de sí mismo, y la moral se sostiene en el consenso, en el diálogo, en la
cultura, pero nunca en el misterio que lo excede. El resultado: una ética
racionalizada, autocontenida, elegante, y solemnemente vacía de altura.
Miró Quesada quiere la
virtud sin la gracia, el bien sin el Bien, el respeto por la persona sin
aceptar que esa persona procede del Ser. No niega con violencia, sino que
desconecta con pulcritud. Su ateísmo moral es una operación quirúrgica de
amputación: extirpa la teología y proclama que la herida ha sanado. Pero el
cuerpo moral queda desangrándose en dignidad declarativa sin aliento eterno. Su
razón moral —tan bien argumentada— no resuelve el problema del mal, ni ofrece
sentido al sufrimiento, ni engendra vocación. Es una razón que ilumina el piso,
pero deja el cielo en sombras. Una moral que funciona, pero no redime. ¿Qué
valor tiene el respeto por la vida si no sabemos de dónde viene ni a dónde va?
¿Cómo sostener la responsabilidad si el hombre no ha sido llamado por nadie más
que por su propia conciencia evolutiva?
Lo dramático es que Miró
Quesada, buscando salvar al hombre de la superstición, termina entregándolo a
la intemperie de una ética sin rostro sagrado. Y en esa intemperie, florecen
los derechos sin deberes, las declaraciones sin oración, la autonomía sin asombro.
El ser humano deviene medida de sí mismo: soberano de un mundo sin altar. Contra
ese ateísmo moral, urge recordar que la moral no se sostiene por consenso ni
por cultura, sino por verdad. Y la verdad, si no brota del ser, si no remite a
lo eterno, se desvanece en convención. Sólo hay dignidad humana porque hay una
fuente que la confiere; sólo hay libertad porque hay un Logos que la justifica;
sólo hay bien si hay un Bien con mayúscula. Miró Quesada ha sido respetado —y
con razón— por su lucidez filosófica, por su compromiso cívico, por su
influencia crítica. Pero el precio de su coherencia inmanentista ha sido alto:
una ética sin alma, una moral sin temor ni temblor, una razón que no se
arrodilla ante lo sagrado. Y eso, en tiempos de colapso espiritual, ya no
basta. No nos salva. Al contrario, nos hunde más en el naufragio espiritual. Su
ateísmo moral exuda decadencia espiritual racionalista del hombre Prometeico
moderno por todos los poros.
Contra todo esto, el
verdadero humanismo se alza como contracorriente. No es teocrático ni fanático,
pero afirma con humildad que el hombre no es la medida de todas las cosas: es
medida porque ha sido medido por Otro. El hombre vale porque ha sido amado desde
antes de sí, incluso antes de su propia creación. Su libertad no es invención,
sino respuesta. Su dignidad no se autoafirma: le ha sido concedida. El rostro
del hombre brilla no cuando grita su autonomía, sino cuando se inclina en
gratitud. Educar en este humanismo es educar en el asombro, en límite, en
apertura. Es enseñar que el saber no se justifica por su utilidad, sino por su
belleza. Que el amor no es elección, sino vocación. Que la razón no basta: debe
inclinarse ante lo que la excede. Porque sin esa verticalidad —sin ese temblor
metafísico—, el hombre se vuelve su propia caricatura: un animal con laptop y
derechos sin alma.
Y sí: este humanismo es
contracorriente. Porque en una cultura que premia la blasfemia como valentía,
la adoración parece debilidad. Pero donde el hombre se reconoce criatura, allí
comienza su verdadera grandeza. No en el grito de independencia, sino en el
susurro de filiación.
Las humanidades como último refugio
Las humanidades —como último refugio— no se
entienden como trinchera nostálgica, sino como umbral escatológico. Cuando todo
sistema ha colapsado en simulacro, cuando la universidad ya no enseña, sino
entretiene, y cuando el saber ha sido prostituido por las lógicas de la
productividad, solo las humanidades, con su vocación inútil pero luminosa,
pueden custodiar el último vestigio del alma. No por fuerza, ni por prestigio,
sino por fidelidad silenciosa a lo que no puede ser reemplazado por algoritmos
ni absorbido por el mercado: la pregunta por el sentido.
Hoy se escribe mucho en
defensa de las humanidades. Basta rastrear los discursos de Martha Nussbaum,
Terry Eagleton, Nuccio Ordine, Judith Butler o Richard Rorty, y se constatará
una retórica insistente: las humanidades promueven la empatía, la ciudadanía,
el pensamiento crítico, la democracia deliberativa. Pero bajo esa loable
defensa se oculta, casi inconfesable, una amputación: estas humanidades no
remiten al Ser, no oran, no se arrodillan, no contemplan el misterio. Se
justifican por su función política, no por su verdad ontológica. Judith Butler,
por ejemplo, afirma con elocuencia que las humanidades permiten cuestionar las
normas, deconstruir las identidades fijas, habitar la fluidez del sujeto. Pero
esa fluidez, vaciada de fundamento, no libera: disuelve. Es una defensa de la
literatura como disrupción, pero sin logos; de la filosofía como ironía, pero
sin ontología. Las humanidades se vuelven parque temático de subjetividades, no
senda al misterio. Por lo demás, Butler como ideóloga del movimiento homosexual
suscribe la negación de la esencia por la existencia. Con ello tiene expeditas
las anchas avenidas del engañoso constructivismo culturalista subjetivista,
ateo y relativista.
Nussbaum insiste con supina
miopía en que las artes forman ciudadanos críticos. Bien. Pero ¿puede haber
crítica sin verdad? ¿Puede haber ciudadanía sin metafísica? En su enfoque, leer
a Sófocles o Platón sirve para fortalecer democracias liberales, no para
escuchar el temblor del alma. Las humanidades que propone son cosméticas:
humanizan, sí, pero no despiertan el asombro ni ordenan el corazón hacia el
Bien. Incluso Nuccio Ordine, en su bello manifiesto La utilidad de lo inútil,
defiende las humanidades como ámbito de gratuidad, resistencia cultural y
deleite. Pero se detiene justo antes de nombrar el nombre que las funda: Dios. Con
temor supersticioso del secularismo no se atreve a decir que leer a Dante no es
solo un placer estético o una resistencia ética, sino un acto de adoración
racional. Las humanidades, sin esa verticalidad, quedan reducidas a ornamento
contra el nihilismo, no a medicina real.
Por su parte, Eagleton
quiso rescatar la crítica literaria de la trivialidad posmoderna, pero conservó
el dialecto marxista como gramática última. Su lucha contra la banalidad fue
lúcida, pero siguió prisionero del horizonte materialista, inmanentista,
secularista y ateo. Su defensa de la cultura es política, no ontológica. Su
cortedad de miras no podía ser más ostensible. Ni siquiera su sospechosa fe
católica ocasional logra filtrarse como luz vertebradora en su aparato crítico.
Desconfiamos que teme parecer devoto ante sus pares seculares.
En resumen, lo más ridículo
de todo es que se defienden las humanidades con argumentos del sistema que las
aniquila. Se las justifica por su utilidad en construir sujetos críticos, en
fomentar inclusión, en suavizar la brutalidad del algoritmo. Pero todo eso es
resistir desde el lenguaje del opresor. Porque las humanidades no existen para
servir a la democracia, ni para entrenar la empatía, ni para diversificar la
agenda educativa. Existen para enseñar a mirar el cielo y a llorar con dignidad
ante la tragedia. Las humanidades son —y han sido siempre— una forma de
oración. Leer a Platón, a Agustín, a Tomás de Aquino, a Pascal, a Cervantes, a
Simone Weil, no es mejorar la competencia comunicativa: es atravesar umbrales
del alma, es ensayar el silencio, es despertar el hambre de eternidad. Eso no
se enseña en talleres de ciudadanía global. Eso se vive frente al misterio, con
libros que no instruyen, sino hieren. Cuando todo haya colapsado, quedarán
—como lámparas encendidas en la noche— esas páginas en las que aún vibra el
alma del mundo. No serán funcionales. No ganarán becas. No entrarán en planes
estratégicos. Pero, como diría T.S. Eliot, “serán el lugar donde comienza el
real descentramiento del yo”. Y en ese descenso vertical —doloroso, paciente,
inútil ante el mercado— las humanidades revelarán que nunca fueron disciplinas:
fueron disciplinas del alma. Las únicas que no se enseñan: se transmiten. Como
la fe, como el amor, como la herida.
9.
La universidad que vendrá: entre ruinas y posibilidad
¿Fin o transformación del modelo universitario occidental?
La universidad occidental no está muriendo:
está autoeutanasiándose con gloria institucional. No cayó víctima de bárbaros,
sino de consejos universitarios sumidos en la inopia. No fue incendiada por
inquisidores, sino anestesiada por comités de calidad. Mientras los edificios
siguen en pie y los discursos académicos se multiplican como PowerPoint sin
alma, lo que se ha extinguido es el fuego del Logos, sustituido por la llama
LED del simulacro.
Los apologistas del modelo
actual —desde Manuel Castells hasta Gibbons con su concepto de “Mode 2
Knowledge”— repiten que no hay fin, sino transformación: la universidad se está
“adaptando”, “reinventando”, “flexibilizando”, “hibridando”. Palabras bonitas
que camuflan un hecho estrepitoso y brutal: estamos pasando de formar personas
a fabricar perfiles. Se ha reemplazado la búsqueda del ser por la optimización
del currículum, el maestro por el facilitador, la cátedra por el workshop, el
aula por el dashboard. Bienvenidos al campus del algoritmo. Y, sin embargo, los
mismos que celebran la “mutación fluida” del modelo universitario son incapaces
de formular una sola noción fuerte de verdad, de sentido o de bien común. Su
inmanentismo es tal que confunden el cambio con el progreso, la adaptabilidad
con la evolución, la desaparición del espíritu con innovación institucional.
Dicen que la universidad se está transformando, cuando en verdad ha perdido su
alma y la ha sustituido por una identidad funcional descargable en PDF.
San Agustín habría llorado
al ver esta escena: un sistema que educa sin formar, que investiga sin
contemplar, que publica sin comprender. La Universitas, que en sus orígenes era
reunión sacramental en torno al saber que funda, se ha convertido en boutique
cognitiva para aspirantes a influencers con tesis. Donde antes vibraba el
temblor ante el ser, ahora solo se oye el clic del mouse. Chesterton diría que
la universidad moderna se parece a una catedral vaciada de fe, pero con
excelente sistema de audio, aire acondicionado, confortables butacas, donde
todos pronuncian palabras elevadas sin creer en ninguna. Y Shaw, con esa lengua
repleta de espinas, probablemente apuntaría que los nuevos doctores reciben sus
diplomas como estatuas que reciben a palomas y a sus excrecencias: con
solemnidad fingida y contenido sospechoso.
Algunos —como Bauman o
Morin— insisten en la complejidad, la liquidez, la transdisciplinariedad. Pero
sus soluciones siguen girando dentro de un marco antropológico erosionado: el
ser humano como sujeto proyectivo sin raíz ontológica, la educación como flujo,
la cultura como bricolaje. Lo que no nombran, nunca, es que, sin apertura al
misterio, la universidad no se transforma: se disuelve. ¿Queremos una
transformación verdadera? Que comience por restituir el centro. No el centro
administrativo, sino el Logos que da sentido a toda búsqueda de verdad. Que el
estudiante deje de ser cliente y vuelva a ser discípulo. Que el profesor no sea
proveedor de servicios educativos, sino testigo de un orden que lo precede. Que
el aula no sea escenario de performances identitarias, sino templo del saber
compartido. Porque si seguimos adaptándonos a las demandas del mundo sin
preguntarnos por su legitimidad, no estamos transformando nada: estamos
suicidando la universidad con discurso positivo y brunch institucional. No basta
con sobrevivir: hay que resistir. Y la resistencia empieza donde termina la
funcionalidad y comienza la reverencia. ¿Universidad occidental en crisis? Sí.
¿Modelo agotado? También. ¿Fin inevitable? No... si se transforma con temor y
temblor, no con Excel. Como diría Agustín: “No salgas fuera: en tu interior
habita la verdad.” Que la universidad vuelva a habitarla.
Saber, verdad, sentido: lo que no puede delegarse
Hay cosas que no se pueden tercerizar,
externalizar ni convertir en ítem de agenda institucional. Saber, verdad y
sentido son tres de ellas. No son competencias, no son indicadores, no son
servicios transferibles. Son presencias que reclaman una disposición interior;
exigencias que atraviesan al sujeto, no que se distribuyen por correo
electrónico. Todo lo demás puede organizarse por comités. Esto, no.
En la universidad
nihilista, sin embargo, se ha intentado delegarlo todo. El saber se terceriza
en bases de datos, la verdad se disuelve en perspectivas, y el sentido… el
sentido se reemplaza por la narrativa institucional de “impacto social”. Así,
se puede tener un campus sostenible, multicultural, con buena conectividad y
absolutamente anémico de alma. Se forma capital humano, pero no personas; se
produce conocimiento, pero no comprensión. Y esto no es exageración romántica,
es diagnóstico estructural. En los manuales del buen gobierno universitario, el
saber se define como insumo productivo. La verdad es problematizada hasta la
parálisis, y el sentido es asignado al departamento de bienestar estudiantil.
¿Filosofía? Solo si tiene aplicación. ¿Metafísica? Peligrosamente no rentable.
¿Teología? Eso es medieval. Es decir, se construye la universidad como si el
alma no existiera. Pero ni el saber es archivo, ni la verdad es constructo, ni
el sentido es agenda temática. Quien ha leído a Agustín lo sabe: Veritas
habitat in interiori homine. La verdad habita en lo más íntimo del hombre.
Y por eso no se le puede delegar a nadie más. Nadie puede pensar por ti, buscar
por ti, temblar por ti ante el misterio que sustenta las cosas. Hay profesores,
sí. Hay libros, sí. Pero el logos... o se enciende en el pecho, o no existe.
Los que escriben sobre
educación en clave de management olvidan esto. Autores como Gibbons o Drucker
trasladan al ámbito del saber categorías administrativas. Y los pedagogos más
recientes —incluso aquellos que critican el neoliberalismo educativo— muchas
veces siguen atrapados en el marco inmanentista que reduce el conocimiento a
estrategia de liberación política, o a instrumento de desarrollo sostenible.
Pero el saber verdadero no libera solo de estructuras: libera del sinsentido. Y
eso exige otra luz. El saber que no conduce a la verdad es astucia. La
universidad nihjilista gradúa a astutos. La sociedad entera está repleta de
astutos sin moral y sabios sin sabiduría. Y la verdad que no conduce al sentido
es crueldad. Por eso esta civilización es cruel, impía y engañosa. Solo cuando
esas tres —saber, verdad, sentido— caminan juntas como llama trinitaria, puede
decirse que se educa. De lo contrario, solo se entrena, se adiestra, se
certifica, se performa. Y eso no transforma: apenas anestesia. Seres anestesiados
y crueles pululan por el mundo hipotecado a lo práctico, inmediato y rápido.
No, esto no puede
delegarse. Porque la vocación a la verdad es personal. No hay inteligencia
artificial, ni docente estrella, ni reforma ministerial que pueda hacer por el
alma lo que solo el alma puede hacer cuando busca con hambre, cuando escucha
con silencio, cuando se abre al sentido como se abre una flor a la luz que no
produce. La universidad podrá externalizar la comida, la seguridad, incluso el
diseño curricular. Pero si delega el temblor ante el Ser, ha claudicado. Y
cuando eso ocurre, los edificios permanecen, los diplomas siguen saliendo, pero
el misterio se ha ido. Ya se ha indicado que no basta con instaurar el salario
ciudadano para renazca el amor del saber por el saber, hace falta volver la
mirada hacia lo alto, porque el hombre es un ser con alma que tiene una llamada
hacia la eternidad.
Gabriel
Marcel, en su filosofía encarnada y hondamente metafísica, nos advierte que las
esencias no son objetos iluminados, sino presencias
iluminantes. No se trata de entidades a ser observadas desde
fuera, como cosas expuestas a la conciencia objetiva, sino de realidades que
nos envuelven, nos convocan y nos transforman desde dentro. Así ocurre con la
verdad, el saber y el sentido: no son conceptos disponibles, no se exhiben como
vitrinas de certeza, sino que irradian. Se hacen presentes en la medida en que
el alma se dispone, no como datos que se consumen, sino como luces que nos
atraviesan. Quien busca la verdad como se busca un objeto ya la ha perdido.
Solo quien se deja iluminar por ella, como quien entra en una estancia sagrada,
comienza a conocerla.
Maurice Blondel, con su
agudeza entre razón y fe, comprendió que las realidades últimas —verdad, saber,
sentido— no son datos clausurados ni fórmulas deductivas, sino caminos abiertos
donde lo divino se insinúa sin violentar la libertad. Para él, el acto de
conocer no se consuma en la posesión, sino en la participación. No se trata de
capturar el misterio, sino de consentir a su irradiación. Por eso, al igual que
Marcel veía en las esencias presencias iluminantes, Blondel detectaba en cada
una de ellas un movimiento dinámico del espíritu que no se explica sin su
apertura al Más-Allá del ser. La verdad no es una conclusión: es una Presencia
que nos antecede y atrae. El saber no es acumulación: es camino hacia una
comunión. El sentido no se construye: se revela a quien lo desea con pureza. Lo
más hondo jamás se impone: se insinúa. Y es ese misterio, como decía Blondel,
el que hace de la vida un drama espiritual, no una función racional.
Si bien es cierto que la
comunión espiritual con la verdad no se completa en esta vida sino en la otra,
ello no exime de dirigirse hacia lo alto con esfuerzo y dedicación. La
infinitud de la Verdad no es excusa para la pereza del alma. Aunque la comunión
plena con la Verdad —entendida en su plenitud ontológica y teológica— se
consuma solo en la vida eterna, eso no convierte esta vida en antesala estéril.
Al contrario: el tiempo es el campo de entrenamiento del deseo, la gimnasia de
la fidelidad, el laboratorio del alma que anhela lo eterno sin poseerlo aún.
Lo recordaba Blondel al
hablar del dinamismo del acto: la fe no es un punto de llegada, sino un
movimiento constante entre lo finito y lo infinito. Y Marcel lo subrayaba con
hondura: no se trata de poseer la verdad como objeto, sino de perseverar
en una relación con ella como presencia que ilumina. Por eso dirigirse hacia lo
alto no es fanatismo ni evasión, sino responsabilidad ontológica: si la verdad
brilla más allá, nuestro deber es caminar hacia ella con todo el peso del
cuerpo, del estudio, del amor. Quien se excusa en la distancia para no caminar,
ya ha renunciado al destino. Por el contrario, el que sabe que la cima está
lejos y aun así sube cada día un tramo —aunque sea en silencio— ya ha comenzado
a habitar la verdad. Y sólo se puede herir de muerte a la universidad nihilista
habitando en la verdad.
Hacia una universidad del espíritu
Se nos ha dicho que la universidad debe
adaptarse. Que su misión es ser relevante, inclusiva, sostenible,
transdisciplinaria, conectada con el mundo productivo y sensible a la
diversidad. Toda esta batería de palabras radiantes —que orbitan como planetas
muertos en memorias institucionales— se repite con tanta convicción como vacío
interior. Porque nadie se atreve a decir lo único que hace falta: que la
universidad ha olvidado su alma. Y que sin alma, podrá sobrevivir como
estructura, pero no como hogar del pensamiento ni del espíritu. Por ello hay
que enarbolar una nueva bandera de guerra: ¡Por la supresión de la
universidad nihilista, y su superación por la universidad del espíritu!
Los arquitectos de la
“nueva universidad” —desde John Dewey hasta los diseñadores de la universidad
emprendedora— hablan con entusiasmo sobre innovación, pertinencia, formación
por competencias, aprendizaje activo. Pero ninguno de ellos menciona el silencio.
Ninguno nombra el asombro. Ninguno recuerda que enseñar no es instruir, sino
encender una llama hacia lo alto. Toda su pedagogía puede armar ciudades, pero
no puede fundar templos. Lo cierto es que una universidad sin alma puede ser
eficiente, pero nunca formativa; puede producir, pero nunca elevar. La
universidad actual ha sustituido la sabiduría por habilidades blandas, la
verdad por perspectivas, el sentido por eslóganes. El estudiante ya no busca el
bien, sino la validación. El profesor ya no testimonia una herencia, sino que
compite en un sistema de puntos. La rectoría ya no encarna el saber: lo
gerencia con el prepotente lenguaje gerencial.
Frente a esto, hablar de
una “universidad del espíritu” no es nostalgia medieval ni romanticismo
teológico. Es rebelión contra el simulacro con rostro académico. Es el acto
—radical, escandaloso, necesario— de restituir el saber a su fuente: al alma
humana herida de infinito. Porque educar es mucho más que transmitir
conocimientos: es custodiar un llamado ontológico. Y sin ese llamado, el aula
es sala de espera, la clase es presentación y el título, una certificación de
supervivencia. La universidad del espíritu no es confesional, pero sí vertical.
No impone dogmas, pero exige reverencia. En ella, el saber no se justifica por
su aplicación, sino por su verdad. El maestro no es facilitador: es testigo. El
estudiante no consume: peregrina. Y el currículo no se arma por competencias,
sino por preguntas que no se agotan. Esta universidad no forma recursos humanos,
su misión es formar almas pensantes.
Los pedagogos
inmanentistas, con sus propuestas humanistas sin metafísica, han querido salvar
la universidad mediante diagnósticos correctos y remedios tibios. Hablan de
crisis, pero no de pecado. Proponen empatía, pero no conversión. Creen que el
saber puede sobrevivir sin misterio, que el bien puede afirmarse sin el Bien.
Olvidan —o niegan— que la llama del pensamiento verdadero sólo arde en el altar
del ser. La universidad del espíritu no será modelo replicable, ni plan
estratégico, ni clúster de innovación. Será rara, será frágil, será
minoritaria. Pero será verdadera. Porque no se funda sobre tendencias, sino
sobre un principio eterno: que el pensamiento nace para elevarse, no para
adaptarse. Que educar es formar en verticalidad. Que, sin alma, todo saber
es retórica y toda reforma es cosmética. Y por eso, si de futuro se trata, no
pedimos más inversión, más herramientas digitales o más internacionalización.
Pedimos algo que no puede medirse: una universidad donde se pueda arrodillar el
pensamiento. Donde estudiar sea aún una forma de oración. Donde no todo tenga
que ser útil para ser necesario. Donde el espíritu, al fin, tenga morada.
Desde hace más de tres
siglos, el pensamiento occidental se ha articulado en torno a una premisa no
siempre formulada, pero sí rigurosamente impuesta: que la realidad debe
comprenderse y gobernarse exclusivamente desde dentro, sin apelación a ningún
horizonte trascendente. Esta convicción, conocida como el principio de
inmanencia, no sólo ha reconfigurado los modos de conocer, de hacer y de
vivir, sino que ha devastado silenciosamente las bases ontológicas, epistémicas
y morales sobre las cuales se había edificado el humanismo clásico. Luchar
contra su hegemonía no es una tarea marginal o exótica: es recuperar la
posibilidad misma de la profundidad.
En el plano ontológico, la
modernidad convirtió al ente finito en el punto de partida y de llegada del
pensamiento. Descartes no parte del ser, sino de la conciencia; Kant no
interroga la realidad, sino las condiciones subjetivas de la experiencia; Heidegger
—paradójicamente— denuncia el olvido del ser, pero clausura toda posibilidad de
trascendencia como ámbito legítimo del pensar. Así, el ser dejó de ser misterio
y se convirtió en sistema, categoría, estructura, acontecimiento, pero jamás
don. El resultado: una metafísica sin logos y una realidad reducida a
disponibilidad. En la epistemología, el principio de inmanencia convirtió el
acto de conocer en una operación de control. La verdad, otrora entendida como
algo que se revela al alma en disposición, se transfiguró en constructo del
sujeto, en producto cultural, en consenso entre interlocutores. Saber ya no es
recibir una luz, sino proyectar esquemas sobre la sombra de lo real. El
conocimiento se tornó eficaz pero ciego, potente pero superficial. Se sabe mucho,
pero se ignora el sentido. Y cuando eso ocurre, el saber se transforma en ruido
autorizado. En la esfera moral, la tragedia es aún más grave. Sin un Bien que
funde el deber, lo ético se torna gestión de preferencias, compatibilización de
intereses, diseño de protocolos. La virtud se disuelve en valores, la
conciencia se diluye en sensibilidad, y el sacrificio se vuelve disfuncional.
En nombre de la autonomía, se ha clausurado el llamado; en nombre del
pluralismo, se ha silenciado la Verdad. Así, el alma humana queda condenada a
la autojustificación interminable. El deber pierde su altura porque ha perdido
su origen.
La universidad
contemporánea, lejos de resistir este paradigma, lo ha institucionalizado.
Forma profesionales eficientes, no pensadores; entrena habilidades blandas,
pero no forja corazones; promueve diversidad, pero no enseña a amar lo eterno.
El principio de inmanencia no está sólo en sus programas: está en su
arquitectura, en su lenguaje, en su manera de concebir la inteligencia. Su
horizonte no es la sabiduría, sino la pertinencia. Y en ese horizonte chato, la
filosofía se vuelve técnica, la teología devoción privada y la metafísica,
error pedagógico. Sin embargo, resistir es posible. Se trata de recuperar una
actitud metafísica ante lo real: volver a pensar que el ser no sólo es, sino
que es dado; que conocer es participar en un orden que nos precede; que el bien
moral no se elige, sino que se descubre como exigencia inscrita en la
estructura misma del alma. Esto no es anacrónico: es subversivo. Porque afirmar
la trascendencia hoy no es un gesto piadoso, sino radicalmente contracultural.
Supone enfrentar el narcisismo ontológico de una civilización agotada.
La insubordinación al
principio de inmanencia no consiste en negar el mundo, sino en abrirlo. No se
trata de despreciar la razón, sino de liberarla del encierro de su propia
soberbia. Tampoco exige refugiarse en la fe ciega, sino recuperar el temblor
luminoso que brota cuando la razón se sabe sobrepasada por lo real. Una
filosofía que no se rinde al misterio, que no se arrodilla ante el Ser, está
destinada a repetirse o a disolverse. El saber sin fundamento ontológico es
cosmético; el pensamiento sin apertura, rutina sin sentido. Reinstaurar la
trascendencia como categoría de pensamiento no es una maniobra teológica, sino
un acto de salud intelectual. Sólo cuando el ser es reconocido como don, el
saber como participación y el bien como vocación, puede recomenzar la tarea de
pensar con hondura. De lo contrario, la universidad seguirá orbitando sobre sí
misma, brillante y vacía, hasta desintegrarse en su propio simulacro. Hay que
decirlo con claridad: el principio de inmanencia ha sido el motor de la
modernidad, pero es también su tumba. Solo una rebelión metafísica, serena pero
irrevocable, podrá volver a encender el pensamiento en toda su verticalidad. Y
esa tarea comienza por pronunciar de nuevo —con solemnidad y temblor— las
palabras prohibidas: Ser, Verdad, Bien.
La universidad será morada
del saber solo cuando vuelva a ser morada del ser. Inscripción lapidaria, sí, pero no epitafio:
consigna de resurrección. Porque esta frase no es nostalgia arcaica, sino filo
en el presente: afirma que toda universidad que se pretenda hogar del
conocimiento debe primero albergar el misterio que lo funda. El saber no es un
objeto, ni una destreza, ni una producción con DOI -Digital Object Identifier, o
Identificador de Objeto Digital- ; es un llamado ontológico que se hace forma,
una herida que busca sentido, una llama que no puede arder sin altar.
Pero decir esto hoy es un
acto de insubordinación filosófica. Porque la filosofía moderna —de Descartes a
Rorty, de Kant a Derrida— ha hecho de la subjetividad el recinto último, del
método la forma suprema, y de la sospecha su virtud cardinal. Ha pensado, sí.
Pero ha olvidado el compromiso del ser. Ha cultivado una razón brillante que
opera con precisión… sobre la superficie. Y ha confundido la crítica con la
altura, la duda con la profundidad. En nombre de la autonomía, ha amputado la
trascendencia. En nombre del progreso, ha disuelto la verdad en perspectivas. Y
en nombre de la emancipación, ha desconectado al hombre de su fuente vertical.
Por eso pensar hoy como si el ser aún habitara entre nosotros no es filosofía
académica: es resistencia espiritual.
Toda una civilización ha
olvidado religarse al ser. La universidad será morada del saber solo cuando
vuelva a ser morada del ser —cuando sus muros no repitan discursos, sino
recojan ecos del misterio; cuando el aula no sea recinto de técnicas, sino
umbral donde el alma se encuentre con aquello que la sostiene y la desborda. Todo
lo anterior converge en esa sentencia: si el saber no se funda en el ser, se
evapora en funcionalismo. Si el ser no es acogido como don, el saber se vuelve
ruido. Pero cuando ambos coinciden, se enciende lo verdaderamente humano: una
universidad donde el pensamiento no se justifica, se adora. Sólo así la universidad
volverá a ser morada del saber siendo morada del ser.
Pensar más allá de la
universidad nihilista implica la recuperación del pensar substancial, vertical,
trascendente, que acabe con el mito de que no hay esencias y que todo es
existencia, dando el golpe de gracia al neobrutalismo, que derrote el
constructivismo cultural del hombre prometeico de la modernidad nihilista y que
devuelva a la universidad su sentido original de formadora de almas en vez de
fábrica de graduados.
Epílogo
El deber de pensar:
invitación a la insubordinación filosófica
"¿Tu verdad? No, la Verdad;
y ven conmigo a buscarla. La tuya,
guárdatela."
Antonio Machado
Invitar a pensar no es
invitar a opinar. Es volver a cargar la mente de gravedad sagrada. Y por eso el
deber de pensar es hoy deber de insubordinación: contra el saber sin alma,
contra la pedagogía sin misterio, contra la filosofía que ha hecho del hombre
el centro sin cielo. Pensar es recordar que el Logos no es invención humana,
sino hospitalidad que nos precede. Y que no basta con conocer: hay que amar lo
conocido. La universidad —esa anciana noble convertida en start-up gerencial—
podrá reformarse mil veces, pero solo volverá a ser morada del saber cuando se
atreva a ser de nuevo morada del ser. Eso exige reverencia, silencio, forma.
Exige testigos, no técnicos. Discípulos, no influencers. Vocación, no
simulacro. Y ese camino no se decreta: se emprende. Comienza con un solo acto
de insumisión: pensar como si lo verdadero aún quemara, como si el alma aún
existiera, como si la verdad tuviera rostro. Ese pensamiento, que no cabe en
planes ni rúbricas, será la grieta por la que vuelva a entrar el resplandor. No
una universidad diferente. Una universidad verdadera. No una reforma. Una
consagración. No una política pública. Una lámpara encendida en la noche del
ser.
La tarea es titánica por
cuanto emprenderla es ir contra el principio mismo de la civilización moderna:
el principio de inmanencia, y defender el principio de trascendencia. Ahora
bien, la arrogancia moderna se resiste a concebirse como entes participados y
causados y en su lugar pone la autonomía absoluta del ente finito, este absurdo
está en la base ideológica de la universidad nihilista. El absurdo se ha vuelto
fundamento. En el altar donde antes se honraba al Ser como don participable, se
entroniza ahora el ente finito como absoluto autosuficiente, un yo sin fuente,
sin cima, sin herencia. La universidad moderna no es simplemente una
institución desorientada: es el laboratorio en el que la civilización moderna
ha incubado su dogma más temerario —la autonomía absoluta del ser contingente. Este
principio —aparentemente liberador— es en realidad una ontología en ruinas.
Porque solo puede afirmarse negando el fundamento que le hace posible: el ser
como participación, como relación, como recibimiento. Lo decía Blondel con
gravedad lúcida: “El ser humano no se da el ser a sí mismo: lo recibe en acto.”
Pero la modernidad, embriagada de racionalismo y tecnolatría, ha decidido que
esta dependencia es humillación. Prefiere la ilusión del origen espontáneo, la
ficción del yo sin procedencia, antes que aceptar la dignidad de ser criatura. Y
es desde este error primigenio —ontológico, no técnico— que la universidad
nihilista levanta su arquitectura: una casa sin cimientos, una cultura sin
alma, un pensamiento sin vértigo. Ya no se trata de buscar la verdad, sino de
gestionar relatos. Ya no se parte del ser: se flota en la función. La
universidad no forma para la sabiduría, sino para la empleabilidad. Y todo eso
porque ha olvidado que pensar no es inventar, sino participar; no es construir,
sino abrirse a lo que ya es.
Revertir este absurdo no es
tarea para reformistas tibios ni gerentes ilustrados. Es empresa de titanes
humildes, de corazones heridos por el misterio, de espíritus capaces de decir: yo
no soy mi fuente —y por eso puedo ser fecundo. El retorno a una universidad
del espíritu pasa por esta confesión: que el alma humana arde no cuando se
afirma sola, sino cuando se sabe causada y llamada. En el origen del
pensamiento no hay cálculo ni conquista, sino asombro. Todo comienza cuando el
alma se detiene ante lo que es y percibe, con temblor, que no se ha dado a sí
misma el mundo. Esta experiencia radical —la de ser dado, no autoproducido—
constituye el fundamento de la gratuidad ontológica. El ser no se impone como
necesidad ni se negocia como recurso: se ofrece. Su modo es el don. Y porque el
ser es don, todo saber auténtico que brote de él es participación, no
apropiación. Esta afirmación tiene consecuencias más hondas de lo que parece.
Decir que el ser es gratuito no es solo una tesis metafísica; es una provocación
cultural. Desmonta el dogma central de la modernidad —la autosuficiencia del
ente finito— y reclama una nueva disposición: la humildad ontológica. No somos
el origen; somos convocados. Pensar, entonces, no es crear sentido desde la
nada, sino responder al ser que nos precede. Allí comienza todo saber que no es
vanidad. Se exige de suyo una filosofía ontorrealista.
La gratuidad epistémica
nace de esta fuente. Conocer no es dominar, sino recibir. No acumulamos
verdades como quien colecciona objetos: dejamos que algo nos sea revelado. Por
eso el pensamiento verdadero exige una forma de pobreza interior: estar disponible
para lo que no se planifica, lo que no se controla, lo que se da cuando uno se
dispone, no cuando uno exige. El saber como hospitalidad del misterio. Esa es
la clave olvidada. Y, sin embargo, la universidad moderna ha querido invertir
esta relación. Ha convertido el saber en producción, la enseñanza en servicio,
el conocimiento en output medible. En esa operación, ha perdido el núcleo de su
sentido: que lo real se deja conocer no por estrategia, sino por comunión.
La universidad contemporánea no falla por falta de técnica; falla porque ha
olvidado la ontología del don. Y sin ella, todo lo que enseña es superficie.
La gratuidad, entonces, no
es algo que se añade al saber como adorno espiritual: es su respiración.
Enseñar sin gratuidad es adoctrinar. Estudiar sin gratuidad es acumular.
Publicar sin gratuidad es performar. Solo cuando el saber se vive como
respuesta a un llamado —como forma de fidelidad— comienza a ser fecundo. Lo
otro es ruido con bibliografía. En este contexto, la gratuidad moral emerge
como testimonio insustituible. El maestro no enseña por contrato: enseña
porque ha visto algo que arde y no puede callarlo. Su palabra no transmite
contenido, sino una luz. Y esa luz no se compra ni se exige: se dona.
La
gratuidad que aquí se plantea no debe
entenderse como un gesto subjetivo ni como una experiencia fenoménica del
darse, como lo haría Jean-Luc Marion desde su fenomenología del don. Por el
contrario, se trata de una donación
ontorrealista: la gratuidad no emerge desde el sujeto que da o
el que recibe, sino desde la realidad misma del ser como acto que se comunica.
Esta concepción ontorrealista de la gratuidad
implica que el saber, el enseñar o el estudiar no son simplemente operaciones
voluntarias o contractuales, sino respuestas a una verdad que se impone con
fuerza silenciosa. El maestro no es tanto un agente de transmisión como un
testigo: su palabra no entrega “contenido”, sino luz —una luz que se dona, no
porque se quiera, sino porque no puede evitarse. Asumir una interpretación subjetiva del don
es recaer en el mismo marco inmanentista que caracteriza el nihilismo moderno.
En dicha interpretación, el don es reducido a un acto intencional del sujeto
—el querer dar, el sentir que se da o el percibir que se recibe—, con lo cual
se enmarca dentro de una lógica del yo como medida de lo real. El don se
convierte entonces en experiencia, en vivencia, en gesto voluntarista… pero
pierde su carácter ontológico. Este movimiento subjetivista repite, aunque con nuevos ropajes, el
olvido del ser que Heidegger identificó en la metafísica de la modernidad: el
ser como disponibilidad, como producción, como “puesta en escena”. En este
contexto, el don ya no es acontecimiento que irrumpe desde fuera, sino “evento
gestionable” dentro de los límites de la conciencia. Frente a este modelo subjetivo, la
interpretación ontorrealista del don sostiene que es el ser mismo el que se da,
y que esa donación antecede, desborda y convoca al sujeto. El don no es la
expresión del yo, sino aquello que lo despierta, lo interpela y lo saca de sí.
Por eso, limitar el don a la experiencia subjetiva equivale a clausurar su
excedencia: lo transforma en un acto inmanente, calculable, e incluso
intercambiable, lo cual es —en última instancia— una forma de nihilismo.
Formar no es instruir, es consagrar. Por eso
no hay universidad sin vocación. Y no hay vocación sin gratuidad. Incluso el
tiempo del saber está marcado por esta lógica. La lentitud no es debilidad, es
reverencia. El silencio no es carencia, es hospitalidad. Pensar exige un ritmo
que no cabe en cronogramas académicos: necesita el tiempo gratuito del alma. La
modernidad quiere que pensemos rápido, útil, eficaz. Pero el ser —como el amor—
solo se revela al que permanece.
Habitar esta gratuidad es
también fundar comunidad. Porque lo que se da sin cálculo no se posee, se
comparte. El saber gratuito no construye élites, sino fraternidades
intelectuales. No necesita copyright: necesita confianza. La comunidad
académica, cuando es verdadera, no se basa en competencia sino en comunión. Nada
de esto es sentimentalismo: es realismo ontológico. Negar la gratuidad del
ser es negar la condición misma de la inteligencia humana como apertura. Y
afirmar esa gratuidad es comprometerse con una nueva universidad: no la que
gerencia el conocimiento, sino la que lo recibe de rodillas. Volver a pensar
el saber como don no es regresión medieval: es insurrección metafísica.
Porque allí donde todo se mide, se compra y se aplica, vivir un pensamiento
gratuito es ya una forma de santidad. No transformará el mundo a corto plazo,
pero custodiará el fuego cuando todo lo demás se haya apagado. Y eso, en
tiempos de simulacro, es el inicio de lo real.
Bibliografía
Adorno, T. W., & Horkheimer, M. (2007). Dialéctica
de la Ilustración. Madrid: Trotta. (Obra original publicada en 1944)
Apel, K.-O. (1997). La transformación de
la filosofía. Madrid: Trotta.
Arendt, H. (1993). Entre el pasado y el
futuro. Barcelona: Península.
Arendt, H. (1993). La condición humana
(3.ª ed.). Barcelona: Paidós. (Obra original publicada en 1958)
Austin, J. L. (1961). Are there a priori
concepts? In J. O. Urmson & G. J. Warnock (Eds.), Philosophical papers
(pp. 1–22). Oxford University Press.
Baudrillard, J. (1990). La transparencia
del mal: Ensayo sobre los fenómenos extremos. Barcelona: Anagrama.
Bauman, Z. (2007). Modernidad líquida.
México: Fondo de Cultura Económica.
Bauman, Z. (2007). Vida de consumo.
México: Fondo de Cultura Económica.
Bellamy, F.-X. (2015). Los desheredados:
El abandono cultural de la juventud. Madrid: Encuentro.
Berdiaev, N. (2005). El sentido de la
historia (J. Solano, Trad.). Granada: Nuevo Inicio. (Obra original
publicada en 1936)
Bloom, A. (1987). The closing of the
American mind. New York: Simon & Schuster.
Blondel, M. (2000). La acción.
Salamanca: Sígueme. (Obra original publicada en 1893)
Blumenberg, H. (1999). La legitimidad de
la Edad Moderna. Barcelona: Anthropos.
Bostrom, N. (2014). Superinteligencia:
Caminos, peligros, estrategias. Madrid: Tecnos.
Braidotti, R. (2015). Lo posthumano.
Buenos Aires: Paidós.
Camus, A. (1951). El hombre rebelde.
Buenos Aires: Losada.
Castoriadis, C. (1975). La institución
imaginaria de la sociedad. París: Éditions du Seuil.
Chomsky, N. (2007). El conocimiento del
lenguaje: Su naturaleza, origen y uso. Madrid: Alianza. (Obra original
publicada en 1986)
Cioran, E. M. (1973). Breviario de
podredumbre (F. González-Crussi, Trad.). Barcelona: Tusquets.
Cioran, E. M. (2003). Del inconveniente de
haber nacido (F. González-Crussi, Trad.). Barcelona: Tusquets.
Comte-Sponville, A. (2007). El alma del
ateísmo: Introducción a una espiritualidad sin Dios. Madrid: Paidós.
Crawford, M. B. (2009). Shop class as
soulcraft: An inquiry into the value of work. New York: Penguin.
Davidson, D. (1991). Ensayos sobre
acciones y eventos. Madrid: Cátedra.
Deleuze, G., & Guattari, F. (1997). Mil
mesetas: Capitalismo y esquizofrenia. Valencia: Pre-Textos.
Del Noce, A. (2014). El suicidio de la
revolución. Madrid: Rialp.
Del Noce, A. (2023). La escuela de la
irrelevancia. Madrid: Encuentro.
Derrida, J. (1998). De la gramatología.
México: Siglo XXI.
Dummett, M. (1991). El origen de la
filosofía analítica. Barcelona: Paidós.
Eagleton, T. (2000). The idea of culture.
Oxford: Blackwell.
Ellul, J. (1990). La técnica o el desafío
del siglo. Madrid: Júcar.
Estermann, J. (2006). Filosofía andina:
Sabiduría indígena para un mundo nuevo. La Paz: ISEAT.
Ferry, L. (2011). Aprender a vivir:
Filosofía para mentes inquietas. Barcelona: Taurus.
Finkielkraut, A. (1987). La derrota del
pensamiento. Barcelona: Anagrama.
Flores Quelopana, G. (2011). Educación,
humanismo y trascendencia. Lima: IIPCIAL.
Flores Quelopana, G. (2016) La educación
ante la sociedad anética posmoderna. Lima: IIPCIAL
Flores Quelopana, G. (2021). Filosofía
como onto-ética. Lima: IIPCIAL.
Flores Quelopana, G. (2025) Ontorrealismo.
Lima: IIPCIAL.
Flores Quelopana, G. (2005) El imperio
posmoderno del hombre anético. Lima: IIPCIAL.
Flores Quelopana, G. (2024) Neobrutalismo.
Lima: IIPCIAL.
Flores Quelopana, G. (2016) Pensar
funcional vs pensar substancial. Lima: IIPCIAL.
Freire, P. (2010). Pedagogía del oprimido.
Madrid: Siglo XXI. (Obra original publicada en 1970)
Gadamer, H.-G. (2002). Verdad y método.
Salamanca: Sígueme.
Girard, R. (1972). Violence and the sacred
(P. Gregory, Trad.). Baltimore: Johns Hopkins University Press.
Goodman, N. (2006). Maneras de hacer
mundos. Barcelona: Paidós. (Obra original publicada en 1978)
Goodman, P. (1964). Compulsory
miseducation. New York: Vintage.
Guardini, R. (1946). El ocaso de la edad
moderna. Madrid: Rialp.
Hadot, P. (2002). Ejercicios espirituales
y filosofía antigua. Barcelona: Alpha Decay.
Habermas, J. (2000). Conciencia moral y
acción comunicativa. Barcelona: Península.
Han, B.-C. (2015). La sociedad del
cansancio. Barcelona: Herder.
Han, B.-C. (2020). La desaparición de los
rituales. Barcelona: Herder.
Harari, Y. N. (2016). Homo Deus: Breve
historia del mañana. Barcelona: Debate.
Heidegger, M. (1954). La pregunta por la
técnica. En Conferencias y artículos. Barcelona: Editorial del Serbal.
Honneth, A. (2006). La lucha por el
reconocimiento. Barcelona: Crítica.
Horkheimer, M. & Adorno, T. W. (1947). Dialéctica
de la Ilustración. Trotta.
Illich, I. (2006). La sociedad
desescolarizada. Barcelona: Gedisa. (Edición revisada)
Jonas, H. (1995). El principio de
responsabilidad. Barcelona: Herder.
Koyré, A. (1971). Del mundo cerrado al
universo infinito. México: Siglo XXI.
Krastev, I. (2017). After Europe.
Philadelphia: University of Pennsylvania Press.
Latouche, S. (2008). La apuesta por el
decrecimiento. Barcelona: Icaria.
Lyotard, J.-F. (1979). La condition
postmoderne. París: Éditions de Minuit.
Marcel, G. (1951). El misterio del ser (Vols. I–II). Madrid:
Guadarrama.
Marcel, G. (2003). Homo viator:
Introducción a una metafísica de la esperanza. Salamanca: Sígueme.
Marion, Jean-Luc. Siendo dado: Ensayo de una
fenomenología de la donación. Salamanca: Ediciones Sígueme, 2005.
MacIntyre, A. (1981). After virtue.
Notre Dame: University of Notre Dame Press.
Marías, J. (1970). Persona. Madrid:
Revista de Occidente.
Marías, J. (1984). La universidad y el
oficio de profesor. Madrid: Revista de Occidente.
Maritain, J. (1936). Humanisme intégral:
Problèmes temporels et spirituels d’une nouvelle chrétienté. París: Aubier.
Mèlich, J. C. (2010). La educación como
acontecimiento ético. Barcelona: Octaedro.
Miró Quesada, F. (1944). El problema de la
trascendencia noseológicamente considerado. Archivos de la Sociedad Peruana
de Filosofía, 2, 129–140.
Miró Quesada, F. (1986). Razonabilidad y
comprensión. Lima: Mosca Azul.
Nietzsche, F. (1889). El crepúsculo de los
ídolos. Madrid: Alianza Editorial.
Nussbaum, M. C. (2010). Not for profit:
Why democracy needs the humanities. Princeton: Princeton University Press.
Onfray, M. (2007). Contra-historia de la
filosofía (Vols. 1–9). Barcelona: Anagrama.
Ordine, N. (2017). La utilidad de lo inútil. Barcelona:
Acantilado.
Ortega y Gasset, J. (1930). Misión de la
universidad. Madrid: Revista de Occidente.
Pieper, J. (1952). Leisure: The basis of
culture. San Francisco: Ignatius Press.
Pieper, J. (2003). El ocio y la vida
intelectual. Madrid: Rialp. (Obra original publicada en 1948)
Putnam, H. (1995). Realismo con una cara
humana. Barcelona: Paidós.
Ratzinger, J. (2000). Fe, verdad y
tolerancia: El cristianismo y las religiones del mundo. Salamanca: Sígueme.
Rorty, R. (1989). Contingency, irony, and
solidarity. Cambridge: Cambridge University Press.
Rorty, R. (1991). Contingencia, ironía y
solidaridad. Barcelona: Paidós.
Russell, B. (1914). Mysticism and logic. The
Hibbert Journal, 12, 780–803.
Russell, B. (1997). Por qué no soy
cristiano. Madrid: Edhasa. (Conferencia original de 1927)
Scheler, M. (1980). El saber y la cultura (J. Gaos, Trad.).
Scruton, R. (2014). La necesidad de la
cultura. Elba.
Scruton, R. (2015). How to be a conservative. London: Bloomsbury.
Simondon, G. (1958). Du mode d’existence
des objets techniques. Aubier.
Sloterdijk, P. (1983). Crítica de la razón
cínica. Siruela.
Sloterdijk, P. (2016). Has de cambiar tu
vida: Sobre antropotécnica. Madrid: Siruela.
Spengler, O. (1918). La decadencia de
Occidente. C. H. Beck.
Spaemann, R. (1996). Personas: Acerca de
la distinción entre algo y alguien. Eunsa.
Stein, E. (2002). Ser finito y ser eterno.
Burgos: Monte Carmelo. (Obra original publicada en 1936)
Steiner, G. (1997). Errata: El examen de
una vida. Siruela.
Taylor, C. (2007). A secular age.
Harvard University Press.
Voegelin, E. (1952). The new science of
politics. University of Chicago Press.
Weil, S. (2005). La gravedad y la gracia. Madrid: Trotta.
Weil, S. (2008). Echar raíces. Valencia: Caparrós.
Zizek, S. (2012). Menos que nada: Hegel y
la sombra del materialismo dialéctico. Madrid: Akal.
Índice
Prólogo
Introducción
Parte I – El diagnóstico de la decadencia
1.
La fábrica de técnicos: la universidad sin cultura
Profesionalización sin pensamiento
El ocaso de las humanidades
El estudiante como cliente, el saber como
producto
2.
El nihilismo institucional: cuando la universidad renuncia a su espíritu
El saber sin verdad
La pedagogía del vacío
La banalización del mérito y del sentido
3.
Tecnocracia y fragmentación del saber
Especialismo como dogma
Conocimiento sin totalidad
La destitución del pensamiento crítico
Parte II – Las raíces filosóficas del colapso
4.
El principio de inmanencia en la modernidad
Breve historia del desencantamiento
Del ideal trascendente al saber funcional
El cierre del horizonte metafísico
5.
Nietzsche y la sombra del nihilismo educativo
“Dios ha muerto”… también en la universidad
La voluntad de poder sin voluntad de sentido
La superación fallida del espíritu ilustrado
6.
La modernidad como proyecto educativo fracasado
Progreso técnico vs. empobrecimiento
espiritual
El ideal ilustrado frente a la barbarie culta
De la Bildung al algoritmo
Parte III – Pensar más allá de la universidad nihilista
7. ¿Es posible una reforma del espíritu
universitario?
Comunidad del saber o mercado del diploma
Reconstruir un ethos académico
Educar en la libertad interior
8. Filosofía y resistencia en la universidad
post-nihilista
Pensar contra el sistema
Humanismo como contracorriente
Las humanidades como último refugio
10. La universidad que vendrá: entre ruinas y
posibilidad
¿Fin o transformación del modelo
universitario occidental?
Saber, verdad, sentido: lo que no puede
delegarse
Hacia una universidad del espíritu
Epílogo El deber de pensar: invitación a la insubordinación filosófica
Bibliografía