TRIPLE FORMALISMO DE LA CULTURA
NOVOPERUANA
Gustavo Flores
Quelopana
Sociedad Peruana de
Filosofía
El
primer formalismo que toma expresión típica en la época de la Conquista y la
Colonia es la hegemonía del pensar conceptual sobre el pensar mítico.
La
filosofía de la Colonia representa el primer período cristiano dentro de la
filosofía peruana, más no su primer periodo filosófico[1]. Si concebimos a
la esencia de la filosofía no por su forma griega sino por su contenido
universal, entonces el Perú precolombino no estuvo desprovisto de pensamiento
filosófico. Y tal contenido universal no puede ser otro que el impulso humano
por trascender la condición humana para unirse con el absoluto.
Tanto
la filosofía del Perú precolombino como la filosofía neoescolástica española
son filosofías insufladas de profunda y sincera religiosidad, pero la
diferencia se da a nivel de la estructura de su racionalidad. En una prima la
racionalidad mítica, más en la otra hegemoniza la racionalidad conceptual.
Mientras la racionalidad mítica se guía por la revelación natural, la racionalidad
conceptual cristiana se orienta por la revelación sobrenatural.
En
ambas está lo divino aunque de forma distinta. El mito es logos, palabra,
verbo, y muestra la polivalencia significativa del logos, es una visión de lo
sobrehumano, simbólico y metafórico, que contiene una indecible revelación
cósmica natural. Por su parte, la Revelación es la palabra del verbo encarnado,
cuyos símbolos tampoco se captan conceptualmente, pero por analogía el concepto
los traduce. Ambas filosofías manejan el símbolo sacral pero en diferentes
niveles de unión de lo humano con lo divino. Y en una y otra hay “concepto”
pero si en la primera el concepto está unido a la “imagen”, en la segunda el
concepto está unido a la “representación”.
Mientras
la forma comunicativa de la filosofía mítica es preferencialmente estética,
alegórica, simbólica y metafórica, y sus formas de sabiduría son la mántica, la
profecía, la magia, la horoscopía y lo poético; en cambio la forma comunicativa
de la filosofía cristiana era eminentemente conceptual, lógica, teórica, aun
cuando no se descartase su manifestación mística, y su forma de sabiduría era
la fe activa.
Se
trataba de dos formas antagónicas de concebir y expresar lo sagrado. Una guiada
por una visión del destino en la totalidad viviente, y otra orientada por la fe
en el Evangelio y en la tradición de la Iglesia. En el centro del choque de dos
civilizaciones estaba la colisión del “concepto-imagen” de lo poético-mítico
con el “concepto puro” de la lógica. En el combate entre la metafísica de la
visión y la metafísica de las esencias ésta última se impuso por las armas,
pero la indígena metafísica de la visión o de la alétheia sobrevivió. En una domina lo pático y en la otra impera lo
tético[2].
El
segundo formalismo del primer periodo cristiano de la filosofía colonial
peruana será un cambio en el sentido del tiempo. El tiempo cíclico de las
antiguas civilizaciones precolombinas será desplazado por un tiempo asintótico
que culmina en el futuro.
Este
encuentro entre el pensamiento simbólico y el pensamiento conceptual reviste
una forma violenta por la beligerancia y codicia del conquistador, puesto que
la llegada de gente nueva que destruiría el gran imperio incaico era conocida
por los presagios de sus oráculos, chamanes y místicos. Para incas y aztecas el
presagio era de índole sobrenatural, para los españoles también, pero de sesgo
demoníaco. El presagio estaba asociado a la idea de destino y por ello en un
primer momento las civilizaciones invadidas no opusieron resistencia, para los
españoles también pero de una providencia que les ordenaba civilizar
evangelizando. Como se observa la consideración trascendente del mundo es lo
común, pero mientras una miraba a una parusía en el futuro, la nativa tenía la
mirada fija en una profecía inscrita en un tiempo circular.
El
tiempo cíclico del hombre precolombino prefigura su cosmogonía y su teogonía.
Su cosmogonía piensa una totalidad infinita de espacio-tiempo llamada Pacha o
Wari, que no es sobrenatural ni divina, sino natural e infinita. Pacha tiene
tres propiedades: orden o Wiracocha,
reproducción o Pachamama y acción o Pachacamac. Su teogonía no es monoteísta
ni politeísta, sino henoteísta, es decir, dios principal con divinidades
diversas. Creen en la inmortalidad del alma, reconocen el espíritu del mal o Supay, tenían noción de culpa,
confesaban, ayunaban y se abstenían. Esta religión de la naturaleza supone un
tiempo cíclico de eterna repetición. El cosmos no tiene origen es eterno e
infinito, increado y ordenador. La religión precolombina[3]. cree en seres espirituales, eran henoteístas
o sea un conjunto de dioses dependientes de un dios principal, pero éstos no
son trascendentes al mundo sino inmanentes a él, “el todo en todo”. Así resulta
una cosmogonía panteísta. No hay dios creador, sino dios ordenador. Lo que
supone un esquema metafísico dualista, donde el caos de la materia será
ordenada por una especie de demiurgo divino.
El
cristianismo trastocará el sentido del tiempo cíclico de la cosmogonía
panteísta andina por el tiempo asintótico e histórico. El cosmos no puede ser
eterno, pues lo eterno no cambia y el cosmos sí, por tanto no es eterno, es
temporal y creado. Ese es el argumento general del cristianismo. El mundo o pacha ha comenzado en el tiempo, en
consecuencia no es eterno sino temporal e histórico. Finalmente si Dios y el
mundo fuesen coeternos, no habría nada nuevo en el mundo, no habría alteración.
Si lo único eterno es el devenir, la incesante destrucción y reconstrucción de
los mundos, el eterno retorno, como decía Heráclito, entonces se erige la
objeción de Aristóteles[4], según el cual se
deja inexplicado el origen del cambio y la causa de los fenómenos. En todo
caso, la eternidad del mundo es un modo de filosofar que se apoya en la
existencia, en la vida, y que en la historia de la filosofía representa un modo
fundamental de filosofar. En realidad, el monoteísmo de las grandes religiones,
y en este caso del providencialismo cristiano, cambia el sentido del tiempo y
este cambio sería traído al Nuevo Mundo por los españoles.
El
tercer formalismo se enlaza con el espíritu milenarista de la Edad Media y el
Humanismo del Renacimiento, es decir con la necesidad de construir en la
tierra, y especialmente en el Nuevo Mundo, la Ciudad de Dios.
El
indígena pertenecía a una civilización tradicional por eso su utopía contenida
en el mito de Inkarri consiste en retorno a la estructura inmutable de un nuevo
Pachacuti. Guamán Poma lo manifiesta de manera elocuente en su crónica cuando
expresa que “el mundo está al revés”. En cambio el espíritu de la
neoescolástica colonial siente el fracaso de los teólogos y queriendo evitar
una Reforma en el Nuevo Mundo aproximan la teología con el humanismo. Cosa que
será muy notoria especialmente con José de Acosta. El milenarismo resulta más
potente que la Reforma y reaviva la llama de construir la tierra prometida una
vez pasada las exacciones de la Conquista. Providencialismo asociado con
humanismo teológico será la nueva clave del cristianismo intelectual colonial.
El
Taquiy Onqoy o levantamiento general proclamado por Titu Cusi Yupanqui en 1567
en todo el Virreynato fracasó porque los españoles la combatieron con una
inusitada brutal política de extirpación
de idolatrías y el líder inca fue envenenado en 1571 por el cura agustino Diego
de Ortiz y el escribano Martín de Pando, los cuales a su vez fueron linchados
por lo pobladores de Vilcabamba. La panaca de Vilcabamba ciñó la borla imperial
en la frente de Túpac Amaru Inca, como cuarto y último inca rebelde, el mismo
que murió ejecutado el 24 de noviembre de 1572. Cuando el virrey Toledo dejó su
cargo y fue recibido por el rey Felipe II éste le espetó con reproche: “Podéis iros a vuestra casa, porque yo os
envié a servir reyes, no a matarlos”. Desde entonces en el imaginario
indígena el mito de Inkarri toma el lugar de Taquiy Onqoy, la utopía
escatológica se convierte en refugio ante el fracaso de la amenaza milenarista
indígena. Fracasó la restauración de la promesa indígena, ahora vendría el
turno de la promesa cristiana.
Los
casi 70 años que dura la Conquista transforma las condiciones de vida del
indio, crea un inmenso ejército de pauperizados, la peste, el hambre, las
guerras y la muerte asolan el territorio andino y los conquistadores son vistos
como los jinetes del Apocalipsis. La Corona se propone establecer el orden y la
ley, y la Iglesia ve la oportunidad para establecer el reino prometido en los
evangelios. La ciudad de Dios representa el sueño tenaz de igualdad entre los
hombres y fraternidad humana puesta bajo el signo del amor a Dios y al prójimo.
La primera gran colisión sobre este punto lo representa la polémica entre Las
Casas y Ginés de Sepúlveda, pero el asunto quedará pendiente, la Ley de Indias
es mediatizada por el propio poder del estado colonial y los espirituales de la
iglesia ven cada vez más dificultoso edificar la tierra de promisión.
La
neoescolástica colonial está jalonada por tendencias contrapuestas. Por un lado
es utopía humanista que procura leyes justas para los indios y, por otro lado,
es un régimen de castas que conculca los derechos del individuo. La reducciones
jesuíticas desafiarán este despotismo colonial a través de comunidades idílicas
donde se restablece el milenarismo o el reino de los pobres. Su mérito estriba
en que en tierras americanas es el primer experimento
religioso-cristiano-postridentino serio de implantar la justicia social e
igualdad entre los hombres.
Cuando
en el Paraguay los jesuitas realizan la utopía presocialista de leyes justas
para la felicidad del pueblo y desafían a los fisiócratas que se aferraban al
viejo dogma de la propiedad de la tierra, entonces la Corona advierte el
peligro y Carlos III lo disuelve en 1768. Los jesuitas habían llegado demasiado
lejos en su tiempo en los métodos de administración y distribución del
patrimonio recaudado entre indígenas, esclavos y empleados, siendo los primeros
en distribuir títulos de propiedad entre sus subordinados. Pero la riqueza de
sus complejos agro-industriales atrajo la ambición de la Corona.
En
1767 sus complejos son tomados militarmente y la orden es expulsada, hasta que
Fernando VII en 1816 restituyó a la Compañía de Jesús. La verdad era que por su
defensa incondicional del Papado, su actividad intelectual, su poder financiero
y su influjo político, se hizo de poderosos enemigos: el despotismo ilustrado
de Francia, España y Portugal, los jansenistas y los filósofos franceses
(Voltaire, Montesquieu y Diderot). Presionado por las coronas europeas el Papa
Clemente XIV suprima a los jesuitas, que se refugian en Rusia bajo la
protección de la zarina Catalina la Grande. Hasta que Pio XII en 1814 restaura
la compañía ante la amenaza que representaban la masonería y los liberales[5].
Al
poco tiempo de la expulsión de los jesuitas en 1768 los americanos se
independizan y proporcionan el medio de la revuelta y la revolución para los
franceses y los demás pueblos oprimidos por el coloniaje. Adviene la Revolución
Francesa en 1789 basada en la trascendental declaración de los Derechos del
Hombre, ya preanunciada por las reducciones jesuíticas del Paraguay. Pero la
experiencia de 1789 termina en 1793 poniendo en evidencia la contradicción
entre el ideal revolucionario del pueblo y la burguesía.
Hay
además otro formalismo, el del idioma, El problema se ha trasladado a la
comunicación entre una minoría hegemónica hispanohablante y una mayoría
subordinada indígena quechuahablante. El quechua es un idioma aglutinante y el
castellano un idioma inflexional, además cada estructura idiomática es reflejo
del desarrollo cultural. Aquí no se trata de un idioma más desarrollado que
otro, sino, de sencillamente el encuentro de dos tipos de lenguajes
estructuralmente diferentes. Cada cual implica una forma lógica diferente. Pero
como en el lenguaje se comprende mucho más de lo que se expresa, porque detrás
de las capas idiomáticas están las capas no idiomáticas, entonces lo que se
refinó en la comunicación entre colono e indígena fue la traducción del
contenido latente, que hizo posible la comunicación inteligible. El indio tenía
que ir más allá del sentido literal y captar el significado a través del modo
de significación. En la medida en que el modo de significación no depende del
lenguaje literal es que debe entenderse el encuentro idiomático intercultural
en términos simbólicos. Obviamente que muchos indios aprendieron la lengua del
conquistador, y bastante bien, lo cual queda demostrado en el Inca Garcilaso de
la Vega, el chachapoyano jesuita Blas Valera y en Guamán Poma de Ayala; pero el
manejo de códigos bilingües fue una estrategia de sobrevivencia que se fue
generalizando en la masa indígena recién cristianizada en el otrora
Tahuantinsuyo.
El
que estos cuatro formalismos tomen expresión típica en la época colonial
peruana es otra herencia del primer periodo de la filosofía cristiana en el
Perú; y bien sintomático, puesto que señalaría gran parte de su derrotero. Esto
hace que los tales tiempos virreinales sean propicios para nuevos esfuerzos
creadores, no siendo cierto que los filósofos y pensadores de la Colonia no
hacen sino repetir, antes bien, tomaron las fuentes heredadas para atreverse a
contribuir acorde a los desafíos de su tiempo.
Lima, Salamanca 29 de Junio del 2014
[1] En la bibliografía
filosófica peruana se ha ido formando desde los años sesenta una creciente
producción de investigaciones sobre el debate de la filosofía precolombina.
Sólo cabe decir que hay dos posturas encontradas: la eurocéntrica, que
contrapone filosofía y religión (Salazar, Sobrevilla, Rivara, Mejía); y la
universalista, que no contrapone filosofía y religión (Mazzi, Guillén, Díaz
Guzmán, Flores). A su vez ésta última se divide en nativismo (identifica sin
más la filosofía con el mito) y en mitocratismo (identifica críticamente la
filosofía con el mito). A esta última interpretación pertenece mi postura.
Véase mi libro: Filosofía mitocrática y
Mitocratología, Lima 2010. La polémica tiene su par entre el helenismo de
Heidegger y el universalismo de Karl Jaspers (Los grandes filósofos. Los hombres decisivos: Sócrates, buda, Confucio
y Jesús, 1956).
[2] En la bibliografía
filosófica peruana principalmente son dos grandes filósofos espiritualistas los
que destacan por el tratamiento de lo simbólico y el mito. El filósofo
bergsoniano Mariano Iberico y el filósofo cristiano Wagner de Reyna
respectivamente. Mariano Iberico revaloró la filosofía simbólica, que la considera
superior a la filosofía conceptual (La
Aparición, 1950). Y Wagner de Reyna distingue entre el logos conceptual y
el logos participativo o analógico del mito (La Poca Fe, 1993). Sobre su legado y la herencia del universalismo
de Jaspers y el antilogocentrismo conceptolátrico del posestructuralismo,
elaboré la categoría de lo mitocrático para explicar el filosofar ancestral
donde no prima el concepto representativo sino el concepto imagen.
[3] La religión
precolombina es uno de los temas más controvertibles porque los curas
doctrineros trataron de entenderla desde el esquema cristiano. En este sentido,
la historiadora María Rostworowski (Historia
del Tahuantinsuyo, IEP, Lima 1988) piensa que los nativos no creían en un
dios creador. Franklin Pease (Los Incas,
PUCP, Lima 1994) niega la división de la cosmogonía andina en tres mundos, y
supone que en el Tahuantinsuyo sólo hubieron dos mundos: Hanan (arriba) y Urin
(abajo). Holguín (Vocabulario de la lengua general de todo el Perú llamada lengua Quechua
o del inca, Imprenta de Francisco del Canto, 1608) traduce Wiracocha como
dios “ordenador” o “criador” pero no creador, e Illa Teqsi como “fundamento del
pasado” y no “luz eterna” como lo traduce Blas Valera. Por mi parte, considero
correcta la traducción de “Camac” por principio generador y no creador. Lo cual
implica un esquema metafísico dualista y, en el caso andino, panteísta.
[5] Excelentes
abordamientos sobre la historia de la Compañía de Jesús lo constituyen: William
Bangert SJ, Historia de la Compañía de
Jesús, Sal Terrae, 1981; John O´Malley SJ, Los primeros jesuitas, Mensajero-Sal Terrae, 1993; y el Diccionario Histórico de la Compañía de
Jesús, Varios Autores, 4 t., Universidad Pontificia Comillas-Institutum
Historicum SJ, 2001; Rubén Vargas Ugarte SJ,
Los jesuitas del Perú, Burgos 1963.
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