AMOR Y JUSTICIA EN EL HUMANISMO TEOLÓGICO VIRREINAL PERUANO
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
El espíritu del pensamiento filosófico colonial
estaba imbuido por el drama del pensamiento cristiano en el Nuevo Mundo: por
una parte en la tarea permanente de evangelizar a masas de indios infieles,
gentiles, idólatras y herejes, y por otra mantener la doctrina católica
incontaminada de herejías. No obstante, el verdadero quid del asunto era que
quienes debían dar ejemplo de cristianismo eran los que promovían todo tipo de
injusticias, abusos y vejaciones. El problema rebasaba la doctrina y se volvía
en un embarazo religioso, moral y político. El pensamiento filosófico peruano
tanto en el período colonial temprano como en el período colonial tardío estuvo
dominado por esta preocupación antropológica-moral que no podía ocultar una
gran emoción social, que la predisponía hacia el neoplatonismo místico, el
escatologismo indígena, el humanismo teológico, el misticismo de los santos, el
escolasticismo rigorista, el probabilismo, el naturalismo cristiano y el
criticismo cristiano. En vista de lo cual el cristianismo colonial se debatía
por alcanzar una realización objetiva, que es, por definición, inasequible.
Si la filosofía de la Edad Media cristianizó la
metafísica de las esencias de los griegos y dio pie a una escolástica que vio
el ser verdadero como una especie de trasmundo, en cambio la filosofía
neoescolástica en el Perú colonial fue más lejos de la renovada neoescolástica
peninsular, porque la gran controversia sobre filosofía antropológica
protagonizada en el siglo dieciséis y sobre filosofía moral en los siglos
diecisiete y dieciocho culminaría en un realismo de consecuencias morales y
metafísicas de largo alcance, al dar cabida a una teología de gran emoción
social y a un realismo que motivaría un empirismo moderado donde el ser
verdadero no sólo habita el trasmundo sino también el mundo. Semilla y fruto
potente que se volvería a manifestar en la vida republicana del siglo veinte
con la teología de la liberación y la opción preferencial por los pobres.
El debate sobre el alma del Indio en el siglo
dieciséis y el debate moral sobre el probabilismo en el Perú en el siglo
diecisiete y dieciocho estaba marcado a fuego por el vertiginoso sentimiento
profundo y sincero ante el dolor de las clases desvalidas que clamaban justicia
y caridad, por parte del estremecimiento social y religioso causado por los
místicos Santa Rosa de Lima, San Martín de Porras, San Juan Macías y el Padre
Antonio Ruíz de Montoya. Santa Rosa convirtió su pobre casa en dispensario y
enfermería, San Martín de Porras abre el convento a todos los menesterosos, San
Juan Macías recolectaba distribuía pan diariamente para los pobres y el Padre
Antonio Ruíz de Montoya orientando al espíritu en su ruta interior dirigida al
servicio activo de Dios.
Esta pléyade inaudita de espiritualidad colonial
fue la más alta encarnación de nuestra ansia infinita de amor, de bien y de
justicia que nutriría la savia de la filosofía novoperuana. Su ejemplo
vigorizaba, fortificaba y moralizaba el ambiente de todo un pueblo y escarnecía
la injusticia social existente. Los santos eran una minoría heroica que
aliviaba el ambiente opresivo con su ejemplo y sacrificio. Y el caso de San
Martín de Porras es más dramático y patente, por cuanto provenía de una raza
considerada inferior y sometida a la esclavitud. La religión en la Colonia no
fue nunca un simple exponente de la piedad y mera manifestación de su cultura,
sino un factor determinante de sus ideas, y fecundó nada menos que en una
sucesión de santos proverbiales. Estos vivientes mensajeros del mundo invisible
eran los encargados de recordar que nada son la riqueza material y el del
pensamiento sin la caridad.
Exaltar la santidad en medio de una inmensa mayoría
indígena y numerosísimos negros sometidos a un pavoroso abuso, significaba
reasumir la indefinida perfección del orden moral y restaurar la justicia que
dignifica al ser humano. Nunca como en ningún otro lugar, ser santo había
significado tanto, pues incluso desde el punto de vista humano era la expresión
suprema de que todos somos hijos de Dios. El fulgor moral que desprendía el
verdadero héroe de santidad imprecaba por la mutilación del hombre en el
oprobio y exigía restaurarlo en su más elevada dignidad. La santidad exaltando
en primer lugar el orden del amor y la caridad destacaba que no hay verdadero
progreso intelectual sin progreso moral[1].
Y todo esto sucedía a pesar de que la Inquisición
Española había puesto gran celo en controlar la vida y los escritos de los
autores espirituales. De hecho obras de la envergadura de Juan de Ávila, Fray
Luis de León, Fray Luis de Granada, Francisco de Borja aparecieron en
diferentes listas de obras prohibidas por la Inquisición. Incluso las obras de
San Juan de la Cruz y Santa Teresa fueron investigadas varias veces. Al parecer
la distancia geográfica, estar lejos de la Inquisición de la metrópoli y la
buena disposición de la aristocracia colonial hacia los santos protegió a
éstos. De manera que sólo un empecinado prejuicio ilustrado y un exceso de
racionalismo decimonónico filosófico-cientificista dificulta ver que si la
Iglesia Latinoamericana reivindica con energía la opción preferencial por los
pobres y si la teología de la liberación es una creación genuina de
Hispanoamérica es porque encuentra sus fidedignas raíces espirituales en todo
el proceso cultural de la filosofía cristiana colonial y sobre todo en la
renovación del tomismo en el Siglo de Oro español[2]. No en vano los santos coloniales son preeminentemente santos activos
antes que contemplativos[3]. El cordón umbilical que une a la tradición
de la escuela dominica de protección de los indios encarnada por Fray Bartolomé
de las Casas y la teología de la liberación del Padre Gustavo Gutiérrez es tan
profundo, que revela la continuidad histórica fecunda de un nervio fundamental
de la filosofía peruana, hondamente humanista y antropológicamente revolucionaria.
La diferencia entre ambas
es sólo de enriquecimiento, pues a la defensa y protección de los indios se ha
venido a ensanchar la protección y defensa de los pobres de la tierra. La
teología de la liberación brota en Hispanoamérica como un “acto segundo” de
compromiso y trabajo con los pobres, ya realizado por la Iglesia y
especialmente por los jesuitas en la vida colonial. La izquierda cristiana, muy
relevante en el Tercer Mundo, hunde sus raíces umbilicales en las experiencias
pre-socialistas de los jesuitas en la Colonia, que ven en el impulso de la
justicia una exigencia absoluta.
La filosofía colonial peruana concluiría
sustituyendo el criterio selectivo del Ser, como ser auténtico y verdadero, por
el ser en general de Escoto y Occam. Pero se trata de un nominalismo atemperado
que termina poniéndola en contacto y continuidad con el pensamiento filosófico
republicano más racional y científico. El nominalismo atemperado que caracteriza el final de la
filosofía colonial peruana, con el probabilismo neoescolástico, el naturalismo
y criticismo cristiano, fue un reconocimiento de la individualidad y lo
inmanente sin romper con el mundo y el realismo trascendente.
Amor y Justicia se convierte en
el imperativo categorial filosófico del humanismo teológico colonial, que en
realidad se plasma sobre la base de los valores espirituales de la cultura
autóctona y la prestancia del inmenso imperio socialista de los incas. Era
inevitable tal fusión entre la esencia espiritual de dos culturas teocéntricas,
como la hispana y la autóctona. La primacía de la Revelación cristiana no anuló
en el fondo el profundo misticismo y religiosidad del aborigen. Y por eso, el
ser unívoco del nominalismo no se llegó a imponer sobre el ser analógico del
realismo metafísico. Lo ratifica el eclecticismo del gran Hipólito Unanue donde
convive la fe científica ilustrada con la fe religiosa tradicional y el
reformismo posibilista de José Baquíjano y Carrillo que protestó contra el
sistema colonial pero no apoyó la ruptura con los españoles.
Este delicado equilibrio fue su
aporte a la filosofía y teología hispanoamericana. Con esto quedaba en
evidencia que América no era copia fiel de Occidente, ni tampoco era astilla
cadavérica del sepulcro indígena del incario, sino que se convertía en un
inmenso alambique de lo europeo, a la vez cuna y síntesis de lo nuevo. América
con el Tahuantinsuyo había llegado ya a la madurez, ahora con la Colonia
rejuvenece con una savia nueva y se pone palingenésicamente otra vez al borde
la juventud.
El cristianismo será la nueva
simiente fecunda que dará nuevas energías espirituales y nuevo cimiento
cultural a la antigua civilización peruana. El indio que es profunda y
milenariamente religioso conocerá con el cristianismo el renacimiento de una
nueva promesa escatológica superior. El indio con su elevado sentido de
justicia vivirá con el adoctrinamiento cristiano una sed de caridad y de
piedad. Ser considerado como hombre libre es nada si no vive para el amor y en
el amor, amor que la sociedad colonial precisamente no le proporcionará. Sus
padecimientos en la mita se convierten en su nuevo Vía Crucis en el siglo
diecisiete. Y sin embargo, se convierte la etapa colonial en un nuevo crisol
universal del viejo magisterio indígena y el deslumbre europeo, para combinarse
con los gérmenes arquetípicos de la plasticidad estética del negro. Lo singular
del caso es que para que tal tendencia se diera desempeñó un papel fundamental
la espiritualidad invívita del aborigen indio, señalado por ser telúrico,
romántico, comunitario, piadoso, veraz, esforzado e insuflado de espíritu de
justicia; y la espiritualidad del negro, distinguida por su plástica
racionalidad estética[4].
No obstante, el final de la filosofía colonial, con
los filósofos prácticos, utilitarios y liberales de la emancipación, no es
completamente superior al probabilismo escolástico, y se tendrá que esperar
hasta los años cuarenta, cincuenta y sesenta del siglo veinte con la filosofía
espiritualista y la teología de la liberación para ver los verdaderos frutos de
la filosofía virreinal. En suma, la filosofía virreinal se gesta en la doctrina
neoescolástica fundamental de la primera gran reivindicación de la libertad en
el renacimiento barroco y en la defensa de los derechos naturales del hombre.
Lima, Salamanca 29 de Junio 2014
[1] Algo
similar es más palpable en la pragmática y nihilista sociedad posmoderna
actual. Las maravillas de la técnica y los adelantos de la ciencia nada son y
por el contrario nos precipitan a la catástrofe definitiva por la negación de
los valores absolutos y la supresión del orden de la caridad.
[2] El revolucionario
papado de Juan XXIII (1958-1963), que convocó el transformador Concilio
Vaticano II, promulgó la novedosa encíclica Pacem
in terris y se convirtió en la verdadera piedra angular de la teología de
la liberación, que tanto problemas ocasionaría en el patio trasero de los EEUU.
En 1968 el Papa Pablo VI inauguró la crucial Conferencia del Consejo Episcopal
Latinoamericano (CELAM) y a partir de la cual nacería la teología de la
liberación. Entre los filósofos peruanos originales que estuvieron próximos al
marxismo tenemos a Augusto Salazar Bondy durante su apoyo al gobierno
revolucionario de la Fuerza Armada del General Juan Velasco Alvarado. Sin
denominarse marxista utilizó en su filosofía de la liberación los conceptos
marxistas de "alienación" y de "ideología". Su filosofía de
la dominación ha influido en el juicio
sumario y peyorativo sobre la filosofía colonial, tildándola de imitativa,
inauténtica y encubridora. Y al teólogo Gustavo Gutiérrez que en su teología de
la liberación puso énfasis en los conceptos de "opción preferencial por
los pobres", "no hay salvación sin transformación revolucionaria de
las estructuras socioeconómicas e ideológicas", eliminar la explotación,
la pobreza y tolerar la injusticia es un pecado social. El Vaticano de Juan
Pablo II y en plena guerra fría acusó a la teología de la Liberación de estar
basada en un marxismo incompatible con le revelación cristiana. Pero la Iglesia
Latinoamericana se mantuvo firme en la opción preferencial por los pobres y con
el Papa Francisco el Vaticano se reconcilia con la teología de la liberación.
[3] Mucha razón le
asiste a Víctor Andrés Belaunde al calificar al santo negro peruano como el
“Apóstol de la Justicia Social en el Perú” (Cfr. Palabras de Fe, Ed. Lumen, 1952, pp. 53-71). Es más, este adjetivo
resulta aplicable a casi todos los santos peruanos sin distinción.
[4] Véase, Páramo
Ortega, R. (1993). “El trauma que nos une. Reflexiones sobre la conquista y la
identidad latinoamericana”. Dialéctica
23-24, 175-197; Páramo Ortega, R. (2010). “Bartolomé de las Casas: en búsqueda
del rostro amable de la Conquista”. Teoría
y crítica de la psicología; Todorov, T. (1982). La conquista de América. El problema del otro. México D.F.: Siglo
XXI, 2003. Sobre la singularidad de América es valiosa la lectura de Antenor
Orrego en sus dos clásicos libros: Hacia
un Humanismo Americano (1955) y Pueblo
Continente (1937). En el primero dice: “A América le constriñen dos tumbas.
El sepulcro indigenista de los necrólatas gamonalistas, y el sepulcro europeo
de la madre española. Nace una nueva criatura entre el desgarramiento de la
época” (Cap. VIII, “El constreñimiento de dos tumbas”, pp. 115-130).
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