PROBABILISMO
Neotomismo
utópico
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
El probabilismo nació en el seno del
espíritu neotomista, justamente en la testa de un dominico como un problema
moral, se desarrolló convirtiéndose en ola cultural con los jesuitas, como un tema
político, y expiró, por una parte, con los jansenistas y Pascal, quienes lo
criticaron como exageradas ansias de poder terrenal por parte de los jesuitas,
y, por otra parte, con el método científico que priorizó las verdades
comprobables sobre las probables. Pero lo más trascendental del probabilismo
fue que el problema moral fue fusionado con el problema político-económico,
emprendiendo la tarea de construir una utopía cristiana en la tierra. Y el
núcleo de este intento utópico encuentra un impulso poderoso en el ejemplo
moral andino del imperio de los incas.
Ya
hemos destacado que el impacto de América sobre España no sólo fue en lo
económico y cultural, sino también en lo teológico y filosófico. España operó
como un espejo de refracción y difundió culturalmente en América y en Europa
dos cosas: el cristianismo y el “humanismo teológico” en América e hizo que
América difundiera el “humanismo utópico” en Europa a través de España. El
ideal utópico que Europa renacentista recibe de América luego retorna hacia
América barroca repotenciado con los ideales del cristianismo.
Efectivamente,
el probabilismo moral de los jesuitas es el reflujo en América de las utopías
del Renacimiento de Tomás Moro (1477-1537), Tommaso Campanella (1568-1639) y
Francis Bacon (1561-1626), las cuales fueron influidas por las formas de
comunismo primitivo que se practicaban en el recién descubierto Nuevo
Continente. En otras palabras, después de Platón y San Agustín la utopía social se reaviva por el impacto de la
realidad indígena americana primero en Europa del siglo quince y luego retorna
a América con los jesuitas en el siglo diecisiete, quedando en el imaginario
social como la sociedad ideal y modelo de la libertad concreta. Sin desempleo
ni hambruna al hombre andino, además del trabajo, sólo le quedaba un tiempo
libre para dedicarlo al descanso inerte o a las fiestas comunales con gran
afición a la chicha fermentada. Todo esto impactó sobre el imaginario europeo
del Renacimiento y el Barroco retornando a América potenciado en el alambique
del cristianismo. Este reflujo hacia América española tiene una forma concreta,
a saber, el experimento comunista-cristiano de las comunidades jesuitas.
En este experimento social el
debate fundacional de la filosofía colonial del dieciséis ya se encuentra
superado, las mentes cultas no dudan del reconocimiento de la racionalidad y
humanidad del indio, ahora se trata de poner al humanismo sustancial -según el
cual todos los hombres son iguales, son personas, por lo tanto libres y con
derechos inviolables que fundamentan la dignidad humana- bajo la prueba de la
experiencia histórica concreta. Los jesuitas tenían muy claro que son
accidentales las diferencias culturales e individuales, en el fondo todos los
hombres comparten la misma sustancia humana y divina. “La
más extraordinaria epopeya de la historia humana”, la Conquista de América, que
hasta el momento era en realidad uno de los más grandes latrocinios y crímenes
de la historia moderna, tenía que ser convertida en la más grande experiencia
social cristiana. La España Católica se veía obligada a demostrar que con la
riqueza proveniente de América, podía ser no sólo una potencia en la política
europea, sino un ejemplo de evangelización y vida cristiana.
El movimiento teológico humanista creado
por el dominico Francisco de Vitoria (†1546), cabeza de la neoescolástica
española y que rechaza aquellas causas erigidas por Sepúlveda como
justificantes de la guerra contra los indios, dará frutos concretos en las
comunidades jesuitas del barroco. Aquí se pone en práctica la ciencia cristiana
y humana para formular los derechos humanos de los indios y limitar los abusos.
Los
jesuitas emprendían en la práctica la idea de otro destacado dominico, el padre
Bartolomé de Carranza (1503-1576), hombre de gran caridad -presente junto a
Vitoria en la Junta de Valladolid, quien en su Tratado sobre la virtud de la
justicia (1540) se opondrá también al imperialismo de Sepúlveda-
emprendiendo en sus comunidades casi un protectorado político temporal para
dejar aquellos pueblos adoctrinados en su primera libertad. Los jesuitas al
igual que Carranza pagarían caro por el atrevimiento de sus ideas.
Los jesuitas con su probabilismo práctico
quieren ir más allá de la denuncia de las monstruosas crueldades y atrocidades de
los colonos españoles. Cuánta razón tenía el hispanista norteamericano Lewis
Hanke al subrayar que en vez de la franca “lucha española por la justicia en la
conquista de América” lo que había era: la lucha de los religiosos españoles
por la justicia en la conquista de América. Para los
jesuitas ya no se trataba de insistir, como Las Casas, en la censura de las tibias,
tardías e insatisfactorias leyes de protección de los indígenas, ahora se trata
de praxis cristiana, de poner en práctica sus teorías. Esto
refleja una profunda desconfianza hacia el poder político. Las encomiendas no se suprimieron, la mita prosiguió,
el trabajo esclavo persistía, los obrajes eran cántaro de abusos, pero esta vez
en vez del ayni y la minka el probabilismo utópico-moral de los jesuitas
emprenderán en sus comunidades la primera reforma agraria de la América
española. Lo
más importante era emprender con la masa indígena el buen gobierno y la
justicia social con espíritu verdaderamente cristiano. En dicho proyecto del
probabilismo jesuita la cultura hispana no absorbía a la cultura indígena, la seguía
dominando pero con espíritu de justicia y sin explotación. Así aparece algo
totalmente nuevo, un indígena que pierde el recelo ante el español, es
consciente de su dignidad y se siente capaz de dirigir su destino por sí mismo.
Todo lo cual resultaba por completo incompatible con la economía y los
intereses materiales de la corono peninsular. Nuevamente aquí brota el mensaje
más profundo implícito en la filosofía peruana colonial: Sin amor no hay
verdadera elevación hacia la intersubjetividad, sin ella la otredad es
objetividad. Los jesuitas del barroco ponen
nuevamente sobre el tapete la ineludible necesidad de afrontar –esta vez en la
práctica- la otredad del indio.
El experimento socialista del jesuitismo
probabilista fue expresión del profundo divorcio entre lo dictado por la fe
cristiana y lo conveniente a la Corona española, escisión que no sólo proseguía
sino que se ahondaba a lo largo del Virreynato y sería fuente de continuas y
serias controversias e incluso confrontaciones entre el poder civil y el poder
religioso. De ahí surgirían los experimentos pre-socialistas de los jesuitas en
el siglo XVII y XVIII, que no serían tolerados por la Corona española y que
culminarían en su expulsión de 1767.
Así, es erróneo y falso que la filosofía
peruana durante la Colonia era la imitación simiesca de la neoescolástica
española y menos de la escolástica de la Edad Media. Aquí, en tierras
americanas, la filosofía cristiana tuvo el más grande desafío de demostrarse a
sí mismo que la añoranza india por un pasado justo podía ser recreada con
espíritu evangélico. Es crucial advertir que la
primera etapa de la filosofía novohispana coincida con la Contrarreforma
(1560-1648) impulsada por el Papa Pio IV y apoyada vigorosamente por el Imperio
de España El reformismo católico basado en el Derecho Canónico, las
encíclicas papales, la Inquisición y el índice de libros prohibidos, impulsó en
el Nuevo Mundo el humanismo teológico y el reinado de la antropología teológica
del indio y la doctrina humanista de los derechos del aborigen. Esto fue el
marco sobre el que un siglo después discurriría el experimento social del
probabilismo jesuítico. La revolución cultural que provocó la
Contrarreforma en el Viejo Mundo, si bien provocó la confrontación con el heliocentrismo,
sin embargo en el Nuevo Mundo tuvo un efecto benéfico sobre el problema
candente de la España Imperial, al robustecer la dominica tendencia humanista
de defensa del indio y desembocar en el experimento socialista de las
comunidades del jesuitismo probabilista.
Por tanto, el probabilismo ni nació en
tierras americanas ni se restringió al problema de la filosofía moral, al
contrario, tuvo su más importante expresión en el terreno político y fue
expresión del neotomismo utópico, que volvía a traer a tierras americanas el
utopismo repotenciado por la realidad aborigen antes de la Conquista. Por ello
tuvo aquí la más importante expresión de experimentación social con las
reducciones jesuíticas, las cuales eran la plasmación de la utopía social de la
iglesia tras el fracaso de la Reforma. El dilema surge aquí cuando nos
preguntamos sobre los puntos de encuentro entre una utopía milenarista con
visión cíclica de la historia –como la andina- con la utopía de la revolución
de los pobres y el continuo progreso histórico –como el de Occidente-, porque
mientras la primera supone un retorno a la quietud protectora materna del
eterno presente, la segunda implica la asunción activa paterna del incesante
futuro. El impacto del descubrimiento del Nuevo Mundo y del estado totalitario
de los Incas despertaba la añoranza por la sociedad tradicional, que libera del
peso del libre albedrío. Pero el espíritu del capitalismo occidental –nacido en el siglo trece- no surge
de la Reforma sino de la adaptación de la Tierra Prometida a los bienes de este
mundo, el propósito era construir la Ciudad de Dios en este mundo. Además el
desencanto por la reforma protestante fue rápido y otros pensadores se
preocuparon por la felicidad en este mundo. El siglo dieciséis siente el
fracaso de los teólogos protestantes y alejan de la Reforma a la mayoría de los
humanistas. Erasmo de Rotterdam prepara a Tomás Moro y a Rabelais y el impacto
del Nuevo Mundo potencia el sueño por la sociedad justa. Así, la Utopía de Moro representa el ideal
renacentista por dominar los bienes de este mundo, la Ciudad del Sol de Campanella y la Nueva Atlántida de F. Bacon expresan el papel preeminente que tiene
el nuevo milenarismo de la ciencia. No es casual que el género utópico que se
desarrolla en el siglo diecisiete adopta la forma de exploraciones imaginarias (Cirano
de Bergerac, Hobbes, Harrington, Samuel Gott, Fenelón, Variasse y Gilbert), que
son cada vez menos religiosas y más políticas-racionales y anteceden a las
exploraciones científicas del siglo dieciocho de Charles de La Condamine (1735),
Jorge Juan y Antonio Ulloa (1735), Alejandro Malaspina (1789), Tadeo Haenke
(1789) y Alexander von Humboldt (1799). En una palabra, el punto de encuentro
entre la utopía milenarista indígena y la utopía cristiana en el Nuevo Mundo
era la conquista de la Ciudad Radiante. El socialismo de las comunidades
jesuitas se encuentra en este punto intermedio entre la utopía milenarista del
eterno retorno y la utopía enciclopedista del triunfo de la ciudad terrestre
por la industria a y la técnica. Representó la encarnación del sueño tenaz de
la igualdad entre los hombres a través de la ciudad de Dios puesta bajo el
signo de la misericordia divina y el amor al prójimo.
En la testa de los hombres más preclaros
de la iglesia colonial latía poderosamente la teología liberacionista que
pudiera superar el abuso de la Colonia y el trauma de la Conquista. Para la
población aborigen de América el siglo dieciséis y primera mitad del diecisiete
representó los tiempos del Apocalipsis, la Conquista y el Virreinato transformó
radicalmente sus condiciones de vida y creó un inmenso ejército de aborígenes subyugados,
explotados y perseguidos. Surge así el humanismo teológico del dieciséis y el
utopismo moral de la teología liberacionista del diecisiete y primera mitad del
dieciocho. El propósito era establecer el Reino prometido de los evangelios en
medio de las injusticias imperantes. Jamás el jesuitismo utópico fue un
experimento revolucionario, emancipador ni independentista –aunque sus
consecuencias pudieran serlo-, sino, antes bien, reformista con el estatus quo monárquico español. Sin
embargo, la interrupción ilustrada del utopismo religioso jesuita no será el
fin del “mito de la promesa” que encierra, sino su continuación aunque en
versión secularizada, tecnificada y cientista. Nos explicamos. La utopía
milenarista de la sociedad tradicional encierra el “mito de la Fundación” de la
Edad de Oro en un tiempo del eterno
presente, mientras que la utopía occidental de la sociedad del Reinado del
Mesías contiene el “mito de la promesa” en un tiempo asintótico y progresivo.
En el primero no se toma en cuenta la dignidad del individuo sino de la
comunidad, en el segundo se prioriza al individuo sobre la comunidad. El Cuzco
precolombino como Atenas representa la sociedad de la retribución justa donde
el hombre debe prepararse para asumir su humanidad según su rango, es una
ciudad antigua que procura unir el principio con el fin y detener el tiempo
para recibir la Fundación milenarista de la Edad de Oro, en cambio el Cuzco
virreinal como Roma católica representa la interrupción del tiempo circular, la
ruptura con el Uroboros (símbolo en forma de animal serpentiforme que engulle
su propia cola representando el ciclo eterno de las cosas) donde el hombre se
prepara para asumir su responsabilidad individual ante Dios y recibir la
promesa de la vida eterna. En virtud de la revelación cristiana en América la
utopía se convierte de retorno a la estructura inmutable de la ciudad represiva
de los justos en esperanza de la vida eterna en el Paraíso celestial y luego en
propuesta revolucionaria ilustrada.
En este sentido, como en ningún otro
lugar del orbe en el Nuevo Mundo la utopía atraviesa por las tres de sus etapas
conocidas: la milenarista ancestral, la escatológica cristiana y la secular
ilustrada. Esto da al alma americana una profundidad y complejidad metafísica
única y singular, porque posee a la vez la profundidad de la cultura oriental y
el dinamismo de la cultura occidental. Además, el sentido cósmico del hombre
precolombino está transido de movilidad universal y sentido fluyente de la
vida. Todo lo cual permite vislumbrar la esperanza que este continente tan rico
de síntesis viviente se encamine hacia un nuevo humanismo pletórico de palingenesia
cultural y gérmenes intrahistóricos con una nueva morfología arquetípica
planetaria.
En otras palabras, la trayectoria del
derrotero utópico en América es el principal baluarte para sostener que en el
hombre de América hay un optimismo metafísico y cósmico difícil de ser abatido
por las embestidas de la secularización de la ilustrada racionalidad
instrumental que pone al mundo en su alboreo del siglo veintiuno en situación apocalíptica
similar a la del mundo andino del siglo dieciséis. La evolución de la utopía en
América la pone lejos de renacer el sueño embrionario de la milenarista Ciudad
Radiante donde no existe libertad individual, pero también la ubica distante
del sueño cientista de la enajenación humana por la técnica, acercándola más
bien a una sana rectificación y asunción de la esperanza escatológica de luchar
por el Paraíso Terrenal sin claudicar del inmarcesible Paraíso Celestial. En la
conciencia americana late poderosamente la síntesis humanista entre el utopismo
ucrónico y el milenarismo temporal, la cual sólo puede desembocar en un frágil y
provisional equilibrio entre religión y ciencia.
La
doctrina teológico-filosófica del probabilismo nace inocentemente en la
neoescolástica barroca española de la Escuela de Salamanca como una
opinión que justificaba el libre albedrío aún en contra del consenso social. Desafío
que sería tomado con muy buen socaire por los jesuitas y sus reducciones bajo
la instrucción de la autoridad papal. La Santa Sede intervino desde el
principio contra los abusos del poder imperial español sobre los aborígenes del
Nuevo Mundo y las reducciones jesuíticas constituyen un capítulo muy importante
de dicho papel[1].En este sentido, para el probabilismo no
hay un solo camino para hacer el bien, y debe de elegirse el que más
probablemente lleve al bien. En ella latía poderosamente la opción por la
libertad y la defensa de los derechos humanos del indio. El creador de este
mensaje libertario fue el dominico español Bartolomé de Medina (1527-1581),
alumno de Francisco de Vitoria, y en sus comentarios a la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino apuntó la frase: “Me parece
que, si una opinión es probable, es lícito seguirla, aunque la opinión opuesta
sea más probable”, la misma que la deducía de la reflexión siguiente del
aquinate: Nadie está obligado por precepto alguno, sino por el conocimiento
de dicho precepto, o "la ley
dudosa no obliga".
El
probabilismo oriundo de la sesera de un dominico fue defendido principalmente
por teólogos jesuitas,
que lo propagaron por toda Europa y el Nuevo Mundo. Su decadencia definitiva
acontece en el siglo
XVIII, al ser reciamente criticado por jansenistas y Blas Pascal en sus Cartas Provinciales. De manera que el
probabilismo no surge a fines de la Colonia, sino que viene de la Metrópoli a
través de los jesuitas y con los cuales adquiriría un matiz político marcado en
las misiones, por las cuales serían acusados de aspirar a un imperio independiente.
En realidad Medina no desarrolló la idea probabilista, simplemente la dejó
planteada. Después los dominicos se opondrían al probabilismo. Pero eminentes jesuitas
como Luis
de Molina, Gabriel Vázquez y Francisco Suárez, desarrollaron una suerte de incertidumbre moral.
Según estos jesuitas, existiendo duda
acerca de un precepto y sus alcances es posible inclinarse por la libertad,
aunque las tesis a favor de la opinión contraria sean respetables. Pues estando
el hombre sujeto a infinitas posibilidades de decisión moral, la acción está a
merced de los caprichos imprevisibles de situaciones donde un único efecto no
sigue necesariamente a determinada causa. Los probabilistas creían así superar
el ejercicio literal de la casuística moral en boga. Pero el rigorismo
criticó el probabilismo, argumentado que conducía a una extrema laxitud moral.
El probabilismo dio origen a diversas corrientes contrarias en el catolicismo: (1)
el probabiliorismo, que
sostiene que en caso de duda se debe preferir sólo lo más probable; (2) el tuciorismo,
que las decisiones sólo deben ser tomadas contando con antecedentes seguros; y (3)
el rigorismo, que busca la aplicación
rigurosa de las normas morales. La jerarquía católica terminó por reaccionar y publicó en 1679 la bula Sanctissimnus Dominus,
que, sin referirse directamente al probabilismo, sancionaba 75 argumentos que beneficiaban
el laxismo en teología moral. Y un año después publicaba
un decreto que bendecía una respuesta ideada por otro jesuita, Tirso González, en contra de la nueva
doctrina: el probabiliorismo. Presionado por
España, Francia (ambos dominados por familias borbónicas) y Portugal en 1761 el papa Clemente
XIII (1758-1769) condenó diversas
conclusiones del probabilismo y aprobó su expulsión de Portugal en 1759, de Francia
en 1764 y de España y sus colonias en 1767, pero como mantuvo firme su apoyo a
la Compañía no vaciló en sacrificar una parte de sus posesiones pontificias
cuando Luis XV invadió los lares galos de Aviñón y el condado Venesino, y el
francófilo e ilustrado Carlos III hacía lo mismo con los señoríos italianos de
Benveneto y Pontecorvo.
El papado no dejó de creer en la misión utópica
del probabilismo jesuita, porque en realidad constituía la respuesta cristiana
más viva y cabal después de la teología de la Gracia de San Agustín, la
teología como ciencia universal universitaria de Santo Tomás de Aquino y la
arremetida protestante evangélica a partir de Martín Lutero. Mientras que los
resultados de la Reforma fueron muy problemáticos, porque la vida parroquial
languideció, no conservó la unidad protestante, Lutero tuvo frases antisemitas
imperdonables y una inconsecuencia social incalificable, los príncipes
reformistas se convertían en nuevos papas y la nobleza usurpaba la reforma; en
cambio en la América colonial el catolicismo sin desatender lo político y lo
social hizo que floreciesen, dentro del utopismo socialista cristiano y
consecuente con su humanismo teológico, las reducciones jesuíticas como la
manifestación más palmario de la Ciudad espiritual cristiana en la tierra. De este
modo, mientras sucumbía el protestantismo en Europa alumbraba en América una
teología liberadora que sintetizaba la teología de la Gracia agustiniana con la
teología curial tomista. Otra cosa es que dicha nueva teología sucumbiera bajo
la presión política de los imperios de España, Francia y Portugal.
A finales del siglo
XVIII la irrupción del método científico, con su búsqueda de verdades
comprobables, dejó al
probabilismo fuera de la discusión intelectual y se consideró una disputa
retórica sobre opiniones probables. Es significativo que Pascal, uno de los
máximos enemigos del probabilismo, haya desarrollado una de las primeras
aproximaciones al cálculo de probabilidades y creado la
famosa Apuesta de Pascal: creer en
Dios es la opción moral más segura. Dicha fórmula lógica sería acusada después
de implicar una renuncia a la razón. Ironía del destino que el campeón
filosófico contra el probabilismo eche mano del cálculo de las probabilidades.
Pero, en buena cuenta, el probabilismo que nació dentro de la filosofía moral
pronto se transformó en un acápite peliagudo dentro de la filosofía política y
terminó siendo relativamente sepultado por el método científico. Otro tema, no
menos importante, que desborda la presente temática concierne a la actualidad
que ha cobrado la relación entre probabilismo y la física de la incertidumbre.
Corsi y ricorsi donde la ciencia física contemporánea ha tenido un impacto
sobre la filosofía de la probabilidad y con ello vemos que si otrora la ciencia
del siglo dieciocho arremetió contra el probabilismo en cambio la ciencia desde
la física de la incertidumbre la acoge en todos sus fueros problemáticos.
Pero en grandes rasgos, los
representantes peruanos de la filosofía virreinal durante el segundo período
llamado utópico-moral son parte de la búsqueda y gestación de la nueva teología
liberadora que se erigía, por una parte, como legítima heredera del magisterio
y la lucha del humanismo teológico del siglo dieciséis, y, por otra parte,
constituía la respuesta político-social católica ante la inconsecuencia social
incalificable del reformismo evangélico-protestante. En el fondo del escenario
se encontraba la realidad oprimida del indio llano, de cuya etnia solamente la
élite indígena mantenía privilegios siempre y cuando apoyasen el orden político
español. El experimento social de las reducciones jesuíticas constituía el
ejemplo más palmario y atrevido de relacionar la Escritura con la existencia
humana y la historia concreta. Allí se efectuó con gran audacia la primera reforma
agraria de América, entre otras medidas de avanzada justicia social, que a la
larga provocaría las falsas acusaciones de tiranicidio y regicidio. Si la
teología protestante preconizó un cambio de paradigma retornando al Evangelio,
en cambio el catolicismo postridentino fue más atrevido y audaz con las
reducciones jesuíticas, al demostrar que la fe sin las obras por el bien
temporal no ayudan a servir verdaderamente a Dios ni a la sociedad. En el fondo
se enfrentaban dos paradigmas teológicos. El católico, remozado por el
magisterio neotomista de Suárez y Vitoria y la inspiración social de Agustín, y
el segundo, fragmentado e inconsecuente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.