jueves, 17 de diciembre de 2015

EL PROBABILISMO Y EL NEOTOMISMO UTÓPICO BARROCO

PROBABILISMO
Neotomismo utópico
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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El probabilismo nació en el seno del espíritu neotomista, justamente en la testa de un dominico como un problema moral, se desarrolló convirtiéndose en ola cultural con los jesuitas, como un tema político, y expiró, por una parte, con los jansenistas y Pascal, quienes lo criticaron como exageradas ansias de poder terrenal por parte de los jesuitas, y, por otra parte, con el método científico que priorizó las verdades comprobables sobre las probables. Pero lo más trascendental del probabilismo fue que el problema moral fue fusionado con el problema político-económico, emprendiendo la tarea de construir una utopía cristiana en la tierra. Y el núcleo de este intento utópico encuentra un impulso poderoso en el ejemplo moral andino del imperio de los incas.

Ya hemos destacado que el impacto de América sobre España no sólo fue en lo económico y cultural, sino también en lo teológico y filosófico. España operó como un espejo de refracción y difundió culturalmente en América y en Europa dos cosas: el cristianismo y el “humanismo teológico” en América e hizo que América difundiera el “humanismo utópico” en Europa a través de España. El ideal utópico que Europa renacentista recibe de América luego retorna hacia América barroca repotenciado con los ideales del cristianismo.

Efectivamente, el probabilismo moral de los jesuitas es el reflujo en América de las utopías del Renacimiento de Tomás Moro (1477-1537), Tommaso Campanella (1568-1639) y Francis Bacon (1561-1626), las cuales fueron influidas por las formas de comunismo primitivo que se practicaban en el recién descubierto Nuevo Continente. En otras palabras, después de Platón y San Agustín la  utopía social se reaviva por el impacto de la realidad indígena americana primero en Europa del siglo quince y luego retorna a América con los jesuitas en el siglo diecisiete, quedando en el imaginario social como la sociedad ideal y modelo de la libertad concreta. Sin desempleo ni hambruna al hombre andino, además del trabajo, sólo le quedaba un tiempo libre para dedicarlo al descanso inerte o a las fiestas comunales con gran afición a la chicha fermentada. Todo esto impactó sobre el imaginario europeo del Renacimiento y el Barroco retornando a América potenciado en el alambique del cristianismo. Este reflujo hacia América española tiene una forma concreta, a saber, el experimento comunista-cristiano de las comunidades jesuitas.

En este experimento social el debate fundacional de la filosofía colonial del dieciséis ya se encuentra superado, las mentes cultas no dudan del reconocimiento de la racionalidad y humanidad del indio, ahora se trata de poner al humanismo sustancial -según el cual todos los hombres son iguales, son personas, por lo tanto libres y con derechos inviolables que fundamentan la dignidad humana- bajo la prueba de la experiencia histórica concreta. Los jesuitas tenían muy claro que son accidentales las diferencias culturales e individuales, en el fondo todos los hombres comparten la misma sustancia humana y divina. “La más extraordinaria epopeya de la historia humana”, la Conquista de América, que hasta el momento era en realidad uno de los más grandes latrocinios y crímenes de la historia moderna, tenía que ser convertida en la más grande experiencia social cristiana. La España Católica se veía obligada a demostrar que con la riqueza proveniente de América, podía ser no sólo una potencia en la política europea, sino un ejemplo de evangelización y vida cristiana.

El movimiento teológico humanista creado por el dominico Francisco de Vitoria (†1546), cabeza de la neoescolástica española y que rechaza aquellas causas erigidas por Sepúlveda como justificantes de la guerra contra los indios, dará frutos concretos en las comunidades jesuitas del barroco. Aquí se pone en práctica la ciencia cristiana y humana para formular los derechos humanos de los indios y limitar los abusos. Los jesuitas emprendían en la práctica la idea de otro destacado dominico, el padre Bartolomé de Carranza (1503-1576), hombre de gran caridad -presente junto a Vitoria en la Junta de Valladolid, quien en su Tratado sobre la virtud de la justicia (1540) se opondrá también al imperialismo de Sepúlveda- emprendiendo en sus comunidades casi un protectorado político temporal para dejar aquellos pueblos adoctrinados en su primera libertad. Los jesuitas al igual que Carranza pagarían caro por el atrevimiento de sus ideas.

Los jesuitas con su probabilismo práctico quieren ir más allá de la denuncia de las monstruosas crueldades y atrocidades de los colonos españoles. Cuánta razón tenía el hispanista norteamericano Lewis Hanke al subrayar que en vez de la franca “lucha española por la justicia en la conquista de América” lo que había era: la lucha de los religiosos españoles por la justicia en la conquista de América. Para los jesuitas ya no se trataba de insistir, como Las Casas, en la censura de las tibias, tardías e insatisfactorias leyes de protección de los indígenas,  ahora se trata de praxis cristiana, de poner en práctica sus teorías. Esto refleja una profunda desconfianza hacia el poder político. Las encomiendas no se suprimieron, la mita prosiguió, el trabajo esclavo persistía, los obrajes eran cántaro de abusos, pero esta vez en vez del ayni y la minka el probabilismo utópico-moral de los jesuitas emprenderán en sus comunidades la primera reforma agraria de la América española. Lo más importante era emprender con la masa indígena el buen gobierno y la justicia social con espíritu verdaderamente cristiano. En dicho proyecto del probabilismo jesuita la cultura hispana no absorbía a la cultura indígena, la seguía dominando pero con espíritu de justicia y sin explotación. Así aparece algo totalmente nuevo, un indígena que pierde el recelo ante el español, es consciente de su dignidad y se siente capaz de dirigir su destino por sí mismo. Todo lo cual resultaba por completo incompatible con la economía y los intereses materiales de la corono peninsular. Nuevamente aquí brota el mensaje más profundo implícito en la filosofía peruana colonial: Sin amor no hay verdadera elevación hacia la intersubjetividad, sin ella la otredad es objetividad. Los jesuitas del barroco ponen nuevamente sobre el tapete la ineludible necesidad de afrontar –esta vez en la práctica- la otredad del indio.

El experimento socialista del jesuitismo probabilista fue expresión del profundo divorcio entre lo dictado por la fe cristiana y lo conveniente a la Corona española, escisión que no sólo proseguía sino que se ahondaba a lo largo del Virreynato y sería fuente de continuas y serias controversias e incluso confrontaciones entre el poder civil y el poder religioso. De ahí surgirían los experimentos pre-socialistas de los jesuitas en el siglo XVII y XVIII, que no serían tolerados por la Corona española y que culminarían en su expulsión de 1767.

Así, es erróneo y falso que la filosofía peruana durante la Colonia era la imitación simiesca de la neoescolástica española y menos de la escolástica de la Edad Media. Aquí, en tierras americanas, la filosofía cristiana tuvo el más grande desafío de demostrarse a sí mismo que la añoranza india por un pasado justo podía ser recreada con espíritu evangélico. Es crucial advertir que la primera etapa de la filosofía novohispana coincida con la Contrarreforma (1560-1648) impulsada por el Papa Pio IV y apoyada vigorosamente por el Imperio de España  El reformismo católico basado en el Derecho Canónico, las encíclicas papales, la Inquisición y el índice de libros prohibidos, impulsó en el Nuevo Mundo el humanismo teológico y el reinado de la antropología teológica del indio y la doctrina humanista de los derechos del aborigen. Esto fue el marco sobre el que un siglo después discurriría el experimento social del probabilismo jesuítico. La revolución cultural que provocó la Contrarreforma en el Viejo Mundo, si bien provocó la confrontación con el heliocentrismo, sin embargo en el Nuevo Mundo tuvo un efecto benéfico sobre el problema candente de la España Imperial, al robustecer la dominica tendencia humanista de defensa del indio y desembocar en el experimento socialista de las comunidades del jesuitismo probabilista.

Por tanto, el probabilismo ni nació en tierras americanas ni se restringió al problema de la filosofía moral, al contrario, tuvo su más importante expresión en el terreno político y fue expresión del neotomismo utópico, que volvía a traer a tierras americanas el utopismo repotenciado por la realidad aborigen antes de la Conquista. Por ello tuvo aquí la más importante expresión de experimentación social con las reducciones jesuíticas, las cuales eran la plasmación de la utopía social de la iglesia tras el fracaso de la Reforma. El dilema surge aquí cuando nos preguntamos sobre los puntos de encuentro entre una utopía milenarista con visión cíclica de la historia –como la andina- con la utopía de la revolución de los pobres y el continuo progreso histórico –como el de Occidente-, porque mientras la primera supone un retorno a la quietud protectora materna del eterno presente, la segunda implica la asunción activa paterna del incesante futuro. El impacto del descubrimiento del Nuevo Mundo y del estado totalitario de los Incas despertaba la añoranza por la sociedad tradicional, que libera del peso del libre albedrío. Pero el espíritu del capitalismo  occidental –nacido en el siglo trece- no surge de la Reforma sino de la adaptación de la Tierra Prometida a los bienes de este mundo, el propósito era construir la Ciudad de Dios en este mundo. Además el desencanto por la reforma protestante fue rápido y otros pensadores se preocuparon por la felicidad en este mundo. El siglo dieciséis siente el fracaso de los teólogos protestantes y alejan de la Reforma a la mayoría de los humanistas. Erasmo de Rotterdam prepara a Tomás Moro y a Rabelais y el impacto del Nuevo Mundo potencia el sueño por la sociedad justa. Así, la Utopía de Moro representa el ideal renacentista por dominar los bienes de este mundo, la Ciudad del Sol de Campanella y la Nueva Atlántida de F. Bacon expresan el papel preeminente que tiene el nuevo milenarismo de la ciencia. No es casual que el género utópico que se desarrolla en el siglo diecisiete adopta la forma de exploraciones imaginarias (Cirano de Bergerac, Hobbes, Harrington, Samuel Gott, Fenelón, Variasse y Gilbert), que son cada vez menos religiosas y más políticas-racionales y anteceden a las exploraciones científicas del siglo dieciocho de Charles de La Condamine (1735), Jorge Juan y Antonio Ulloa (1735), Alejandro Malaspina (1789), Tadeo Haenke (1789) y Alexander von Humboldt (1799). En una palabra, el punto de encuentro entre la utopía milenarista indígena y la utopía cristiana en el Nuevo Mundo era la conquista de la Ciudad Radiante. El socialismo de las comunidades jesuitas se encuentra en este punto intermedio entre la utopía milenarista del eterno retorno y la utopía enciclopedista del triunfo de la ciudad terrestre por la industria a y la técnica. Representó la encarnación del sueño tenaz de la igualdad entre los hombres a través de la ciudad de Dios puesta bajo el signo de la misericordia divina y el amor al prójimo.

En la testa de los hombres más preclaros de la iglesia colonial latía poderosamente la teología liberacionista que pudiera superar el abuso de la Colonia y el trauma de la Conquista. Para la población aborigen de América el siglo dieciséis y primera mitad del diecisiete representó los tiempos del Apocalipsis, la Conquista y el Virreinato transformó radicalmente sus condiciones de vida y creó un inmenso ejército de aborígenes subyugados, explotados y perseguidos. Surge así el humanismo teológico del dieciséis y el utopismo moral de la teología liberacionista del diecisiete y primera mitad del dieciocho. El propósito era establecer el Reino prometido de los evangelios en medio de las injusticias imperantes. Jamás el jesuitismo utópico fue un experimento revolucionario, emancipador ni independentista –aunque sus consecuencias pudieran serlo-, sino, antes bien, reformista con el estatus quo monárquico español. Sin embargo, la interrupción ilustrada del utopismo religioso jesuita no será el fin del “mito de la promesa” que encierra, sino su continuación aunque en versión secularizada, tecnificada y cientista. Nos explicamos. La utopía milenarista de la sociedad tradicional encierra el “mito de la Fundación” de la Edad de Oro en un  tiempo del eterno presente, mientras que la utopía occidental de la sociedad del Reinado del Mesías contiene el “mito de la promesa” en un tiempo asintótico y progresivo. En el primero no se toma en cuenta la dignidad del individuo sino de la comunidad, en el segundo se prioriza al individuo sobre la comunidad. El Cuzco precolombino como Atenas representa la sociedad de la retribución justa donde el hombre debe prepararse para asumir su humanidad según su rango, es una ciudad antigua que procura unir el principio con el fin y detener el tiempo para recibir la Fundación milenarista de la Edad de Oro, en cambio el Cuzco virreinal como Roma católica representa la interrupción del tiempo circular, la ruptura con el Uroboros (símbolo en forma de animal serpentiforme que engulle su propia cola representando el ciclo eterno de las cosas) donde el hombre se prepara para asumir su responsabilidad individual ante Dios y recibir la promesa de la vida eterna. En virtud de la revelación cristiana en América la utopía se convierte de retorno a la estructura inmutable de la ciudad represiva de los justos en esperanza de la vida eterna en el Paraíso celestial y luego en propuesta revolucionaria ilustrada.

En este sentido, como en ningún otro lugar del orbe en el Nuevo Mundo la utopía atraviesa por las tres de sus etapas conocidas: la milenarista ancestral, la escatológica cristiana y la secular ilustrada. Esto da al alma americana una profundidad y complejidad metafísica única y singular, porque posee a la vez la profundidad de la cultura oriental y el dinamismo de la cultura occidental. Además, el sentido cósmico del hombre precolombino está transido de movilidad universal y sentido fluyente de la vida. Todo lo cual permite vislumbrar la esperanza que este continente tan rico de síntesis viviente se encamine hacia un nuevo humanismo pletórico de palingenesia cultural y gérmenes intrahistóricos con una nueva morfología arquetípica planetaria.

En otras palabras, la trayectoria del derrotero utópico en América es el principal baluarte para sostener que en el hombre de América hay un optimismo metafísico y cósmico difícil de ser abatido por las embestidas de la secularización de la ilustrada racionalidad instrumental que pone al mundo en su alboreo del siglo veintiuno en situación apocalíptica similar a la del mundo andino del siglo dieciséis. La evolución de la utopía en América la pone lejos de renacer el sueño embrionario de la milenarista Ciudad Radiante donde no existe libertad individual, pero también la ubica distante del sueño cientista de la enajenación humana por la técnica, acercándola más bien a una sana rectificación y asunción de la esperanza escatológica de luchar por el Paraíso Terrenal sin claudicar del inmarcesible Paraíso Celestial. En la conciencia americana late poderosamente la síntesis humanista entre el utopismo ucrónico y el milenarismo temporal, la cual sólo puede desembocar en un frágil y provisional equilibrio entre religión y ciencia.

La doctrina teológico-filosófica del  probabilismo nace inocentemente en la neoescolástica barroca española de la Escuela de Salamanca como una opinión que justificaba el libre albedrío aún en contra del consenso social. Desafío que sería tomado con muy buen socaire por los jesuitas y sus reducciones bajo la instrucción de la autoridad papal. La Santa Sede intervino desde el principio contra los abusos del poder imperial español sobre los aborígenes del Nuevo Mundo y las reducciones jesuíticas constituyen un capítulo muy importante de dicho papel[1].En este sentido, para el probabilismo no hay un solo camino para hacer el bien, y debe de elegirse el que más probablemente lleve al bien. En ella latía poderosamente la opción por la libertad y la defensa de los derechos humanos del indio. El creador de este mensaje libertario fue el dominico español Bartolomé de Medina (1527-1581), alumno de Francisco de Vitoria, y en sus comentarios a la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino apuntó la frase: “Me parece que, si una opinión es probable, es lícito seguirla, aunque la opinión opuesta sea más probable”, la misma que la deducía de la reflexión siguiente del aquinate: Nadie está obligado por precepto alguno, sino por el conocimiento de dicho precepto, o  "la ley dudosa no obliga".

El probabilismo oriundo de la sesera de un dominico fue defendido principalmente por teólogos jesuitas, que lo propagaron por toda Europa y el Nuevo Mundo. Su decadencia definitiva acontece en el siglo XVIII, al ser reciamente criticado por jansenistas y Blas Pascal en sus Cartas Provinciales. De manera que el probabilismo no surge a fines de la Colonia, sino que viene de la Metrópoli a través de los jesuitas y con los cuales adquiriría un matiz político marcado en las misiones, por las cuales serían acusados de aspirar a un imperio independiente. En realidad Medina no desarrolló la idea probabilista, simplemente la dejó planteada. Después los dominicos se opondrían al probabilismo. Pero eminentes jesuitas como Luis de Molina, Gabriel Vázquez y Francisco Suárez, desarrollaron una suerte de incertidumbre moral.

Según estos jesuitas, existiendo duda acerca de un precepto y sus alcances es posible inclinarse por la libertad, aunque las tesis a favor de la opinión contraria sean respetables. Pues estando el hombre sujeto a infinitas posibilidades de decisión moral, la acción está a merced de los caprichos imprevisibles de situaciones donde un único efecto no sigue necesariamente a determinada causa. Los probabilistas creían así superar el ejercicio literal de la casuística moral en boga. Pero el rigorismo criticó el probabilismo, argumentado que conducía a una extrema laxitud moral. El probabilismo dio origen a diversas corrientes contrarias en el catolicismo: (1) el probabiliorismo, que sostiene que en caso de duda se debe preferir sólo lo más probable; (2) el tuciorismo, que las decisiones sólo deben ser tomadas contando con antecedentes seguros; y (3) el rigorismo, que busca la aplicación rigurosa de las normas morales. La jerarquía católica terminó por reaccionar y publicó en 1679 la bula Sanctissimnus Dominus, que, sin referirse directamente al probabilismo, sancionaba 75 argumentos que beneficiaban el laxismo en teología moral. Y un año después publicaba un decreto que bendecía una respuesta ideada por otro jesuita, Tirso González, en contra de la nueva doctrina: el probabiliorismo. Presionado por España, Francia (ambos dominados por familias borbónicas) y Portugal en 1761 el papa Clemente XIII (1758-1769) condenó diversas conclusiones del probabilismo y aprobó su expulsión de Portugal en 1759, de Francia en 1764 y de España y sus colonias en 1767, pero como mantuvo firme su apoyo a la Compañía no vaciló en sacrificar una parte de sus posesiones pontificias cuando Luis XV invadió los lares galos de Aviñón y el condado Venesino, y el francófilo e ilustrado Carlos III hacía lo mismo con los señoríos italianos de Benveneto y Pontecorvo.

El papado no dejó de creer en la misión utópica del probabilismo jesuita, porque en realidad constituía la respuesta cristiana más viva y cabal después de la teología de la Gracia de San Agustín, la teología como ciencia universal universitaria de Santo Tomás de Aquino y la arremetida protestante evangélica a partir de Martín Lutero. Mientras que los resultados de la Reforma fueron muy problemáticos, porque la vida parroquial languideció, no conservó la unidad protestante, Lutero tuvo frases antisemitas imperdonables y una inconsecuencia social incalificable, los príncipes reformistas se convertían en nuevos papas y la nobleza usurpaba la reforma; en cambio en la América colonial el catolicismo sin desatender lo político y lo social hizo que floreciesen, dentro del utopismo socialista cristiano y consecuente con su humanismo teológico, las reducciones jesuíticas como la manifestación más palmario de la Ciudad espiritual cristiana en la tierra. De este modo, mientras sucumbía el protestantismo en Europa alumbraba en América una teología liberadora que sintetizaba la teología de la Gracia agustiniana con la teología curial tomista. Otra cosa es que dicha nueva teología sucumbiera bajo la presión política de los imperios de España, Francia y Portugal.

A finales del siglo XVIII la irrupción del método científico, con su búsqueda de verdades comprobables, dejó al probabilismo fuera de la discusión intelectual y se consideró una disputa retórica sobre opiniones probables. Es significativo que Pascal, uno de los máximos enemigos del probabilismo, haya desarrollado una de las primeras aproximaciones al cálculo de probabilidades y creado la famosa Apuesta de Pascal: creer en Dios es la opción moral más segura. Dicha fórmula lógica sería acusada después de implicar una renuncia a la razón. Ironía del destino que el campeón filosófico contra el probabilismo eche mano del cálculo de las probabilidades. Pero, en buena cuenta, el probabilismo que nació dentro de la filosofía moral pronto se transformó en un acápite peliagudo dentro de la filosofía política y terminó siendo relativamente sepultado por el método científico. Otro tema, no menos importante, que desborda la presente temática concierne a la actualidad que ha cobrado la relación entre probabilismo y la física de la incertidumbre. Corsi y ricorsi donde la ciencia física contemporánea ha tenido un impacto sobre la filosofía de la probabilidad y con ello vemos que si otrora la ciencia del siglo dieciocho arremetió contra el probabilismo en cambio la ciencia desde la física de la incertidumbre la acoge en todos sus fueros problemáticos.

Pero en grandes rasgos, los representantes peruanos de la filosofía virreinal durante el segundo período llamado utópico-moral son parte de la búsqueda y gestación de la nueva teología liberadora que se erigía, por una parte, como legítima heredera del magisterio y la lucha del humanismo teológico del siglo dieciséis, y, por otra parte, constituía la respuesta político-social católica ante la inconsecuencia social incalificable del reformismo evangélico-protestante. En el fondo del escenario se encontraba la realidad oprimida del indio llano, de cuya etnia solamente la élite indígena mantenía privilegios siempre y cuando apoyasen el orden político español. El experimento social de las reducciones jesuíticas constituía el ejemplo más palmario y atrevido de relacionar la Escritura con la existencia humana y la historia concreta. Allí se efectuó con gran audacia la primera reforma agraria de América, entre otras medidas de avanzada justicia social, que a la larga provocaría las falsas acusaciones de tiranicidio y regicidio. Si la teología protestante preconizó un cambio de paradigma retornando al Evangelio, en cambio el catolicismo postridentino fue más atrevido y audaz con las reducciones jesuíticas, al demostrar que la fe sin las obras por el bien temporal no ayudan a servir verdaderamente a Dios ni a la sociedad. En el fondo se enfrentaban dos paradigmas teológicos. El católico, remozado por el magisterio neotomista de Suárez y Vitoria y la inspiración social de Agustín, y el segundo, fragmentado e inconsecuente.


[1] El jesuita Manuel Marzal en su obra  Los Jesuitas y la modernidad en Iberoamérica 1549–1773, PUCP-Fondo Editorial, Lima 2007; sostiene que desde su llegada al Nuevo Mundo la orden de los jesuitas ayudó al proceso de expansión ideológica, teológica y cultural que contribuyó a la afirmación del proyecto político de la Corona en América. Al respecto hay que decir que si bien es cierto que Felipe III de España expidió decretos en 1607 para cautelar a las misiones, reconocer su autonomía para proteger a indios, más no a negros ni mestizos, contra los encomenderos y cazadores de esclavos, esto no significa la afirmación del proyecto político de la Corona precisamente, sino de la afirmación de la utopía social evangelizadora cristiana en América. Y Marzal mismo lo reconoce en su libro La utopía posible, indios y jesuitas en América colonial, 2 t., PUCP, Lima 1994.

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