Gustavo Flores Quelopana
Las desconcertantes Galaxias tempranas
del telescopio James Webb y la libertad creativa de la mente infinita
FONDO
EDITORIAL
IIPCIAL
Instituto
de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina
LIMA-PERU
2025
BIODATA
Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor,
peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de
Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino
(SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y
Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo
“Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para
entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía
ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la
posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como
lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la
“Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el
“Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la
“paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción
ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, el “Neobrutalismo”
como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización,
“Ontorrealismo” como propuesta metafísica para recuperar la trascendencia, y la
“Cristoradialidad” como teología parea un mundo descreído.
Título: UNIVERSO PLURITEMPORAL. Las desconcertantes Galaxias tempranas
del telescopio James Webb y la libertad creativa de la mente infinita.
Primera edición en castellano: Lima, julio, 2025
Autor: Gustavo Flores Quelopana
Editor: Gustavo Flores Quelopana
Los Girasoles 148- Salamanca-Ate
Se terminó de imprimir en julio de 2025 en: © Fondo Editorial del
Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina
(IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca, Ate.
Tiraje: 30 ejemplares
HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ
N° 2025-
UNIVERSO PLURITEMPORAL
Las desconcertantes Galaxias
tempranas dell telescopio James Webb y la libertad creativa de la mente
infinita
P r ó l o g o
"El
tiempo no es uniforme en la creación, porque no es sombra del devenir, sino
huella del Eterno. Allí donde la razón natural se extravía, la razón
sobrenatural reconoce el estilo libre del Infinito."
E |
l universo ha temblado,
pero no por un estallido estelar ni por el eco tardío de un Big Bang remoto. Ha
temblado en sus fundamentos conceptuales, en sus pilares de interpretación, en
esa trama invisible de supuestos que nos permitía explicar el pasado remoto
como si fuera una línea recta. El culpable —si es que buscamos uno— lleva un
nombre que parece salido de una novela de ciencia ficción: el telescopio James
Webb.
El telescopio espacial más
poderoso jamás construido ha abierto no solo una nueva ventana, sino un abismo.
En lugar de encontrar el caos primordial en la infancia del cosmos, ha
descubierto orden. Donde esperábamos cúmulos disformes, incipientes, inestables,
vemos galaxias maduras, grandes, luminosas, estructuradas. Como si el universo
hubiera avanzado por un atajo. Como si una mano invisible hubiera escrito
directamente en las páginas finales del prólogo cósmico.
Este libro no nace del
escándalo astronómico en sí, sino de su resonancia teológica y filosófica.
Porque cuando la ciencia topa con lo inexplicable, el asombro vuelve a ser
método, y la contemplación reclama su lugar junto al cálculo. En estas páginas
no defendemos una doctrina específica ni promovemos una teoría alternativa:
invitamos a pensar, a sentir, a especular, con la seriedad de quien mira el
cielo esperando escuchar algo más que ruido de fondo.
Vivimos en una época
marcada por el mito de la transparencia: todo debe explicarse, todo debe
calcularse, todo debe encajar. Y, sin embargo, aquí estamos, de nuevo rodeados
de misterio. Un misterio que, lejos de ser oscuridad ignorante, es claridad
desbordante; un misterio que, como diría Dionisio Areopagita, es “luz más
brillante que cualquier entendimiento”. Ante este temblor cosmológico, este
descubrimiento disruptivo, una pregunta se impone: ¿y si el tiempo no es uno?
¿Y si el universo no marcha al ritmo de un único metrónomo cósmico, sino que
danza con compases múltiples, con tempos superpuestos, con irrupciones que no
contradicen la lógica, sino que la expanden?
En otras palabras: ¿y si
vivimos en un universo pluritemporal? Este concepto, que recorre el corazón del
presente ensayo, no es simplemente una solución filosófica al problema
astronómico. Es una intuición ancestral, rescatada y reactualizada. Ya San
Agustín, en sus Confesiones, hablaba del tiempo como algo que no
pertenece a Dios, sino a la criatura. Dios no creó en el tiempo, sino con
el tiempo. Es más: el tiempo mismo fue creado. El tiempo no es un contenedor,
sino una criatura, una consecuencia, un hilo tejido por la mente infinita para
que nosotros podamos leer la historia.
Si el tiempo es creado,
entonces no es necesario que todo lo creado siga un desarrollo lineal y
cronológico. La madurez, la plenitud, el orden no tienen por qué ser
consecuencias de una evolución, sino que pueden ser frutos súbitos de una
intención total. El cosmos puede haber sido sembrado no solo con semillas, sino
con árboles ya florecidos. Y esto es exactamente lo que el James Webb parece
haber encontrado: árboles cósmicos que florecieron en la aurora del universo,
galones de tiempo condensados en un instante luminoso. Tal vez lo súbito no
contradiga lo gradual, sino que lo complemente. Tal vez estemos ante una nueva
categoría de lo real, donde la creación ya no es solo devenir, sino aparición.
No solo proceso, sino irrupción.
Hay aquí una afinidad
extraña entre la física de vanguardia y las intuiciones místicas. Tanto
Gregorio de Nisa como Plotino vislumbraron que el tiempo humano no agota las
posibilidades del ser. En la filosofía neoplatónica, lo eterno no es lo
indefinido, sino lo pleno. Y lo pleno, por definición, puede hacerse presente
sin preámbulo, sin antes. Esta plenitud sin proceso encuentra su eco en la idea
agustiniana de que Dios, siendo eterno, crea sin sucesión: su acto es uno, pero
sus efectos aparecen distribuidos en una aparente cronología.
En este marco, el
descubrimiento de galaxias maduras en el tiempo cósmico temprano deja de ser
una anomalía y pasa a ser una epifanía. Una aparición de lo inesperado como
gesto de libertad. Y es allí donde entra la noción clave de este libro: la
libertad creativa de la mente infinita. Porque si la mente que sostiene el
cosmos es infinita —y libre—, entonces no está obligada a seguir los pasos que
nuestra razón le prescribe. Puede crear de golpe, de forma súbita, lo que
nosotros suponíamos que debía llegar después. Puede sembrar el final en el
inicio. Puede curvar el tiempo. Puede hacer del cosmos un poema y no un
algoritmo.
Este contraste entre el
rigor técnico del James Webb y la trascendencia de la mente creadora crea una
tensión fecunda. En ese cruce, justamente, se sitúa este ensayo. No como una
reconciliación superficial entre ciencia y fe, sino como una exploración honesta
y poética de un territorio común: el territorio del asombro razonado, de la fe
pensante, de la razón contemplativa.
“Hay que ver lo visible
como si fuera invisible, y lo invisible como si fuera visible”, escribió
Hildegarda de Bingen. En esta línea, nuestro propósito es doble: leer los datos
cósmicos como signos y leer los signos como invitación al pensamiento. No se trata
de forzar una interpretación religiosa, ni de defender dogmas cerrados, sino de
abrir el lenguaje y el intelecto a un universo que nos sobrepasa… y, sin
embargo, nos incluye.
El título que guía esta
obra —Universo Pluritemporal: El telescopio James Webb y la libertad
creativa de la mente infinita— no es casual. Es, en cierto sentido, una
tesis en sí misma. Señala que el asombro actual por los datos astronómicos
puede ser una ocasión privilegiada para volver a pensar la creación, no como un
hecho del pasado, sino como una melodía presente, que suena a veces en acordes
esperados, y otras en rupturas gloriosas.
Este prólogo, entonces, es
solo el umbral. Más adelante recorreremos con detalle las implicancias
cosmológicas, teológicas y filosóficas de este descubrimiento. Analizaremos
cómo el pluralismo temporal se manifiesta, cómo lo súbito y lo gradual pueden
entrelazarse, y cómo la libertad creativa de una mente infinita da forma a un
universo que ya no cabe en nuestros esquemas, pero que cabe maravillosamente en
nuestra alma abierta.
En el corazón de este
ensayo vibra un concepto que no es solo poético, sino técnico y necesario:
pluritemporalidad. Afirmar que el universo es “pluritemporal” no significa
simplemente que transcurre en muchas velocidades, sino que no existe un único
patrón absoluto de tiempo, sino diversas escalas, marcos y lógicas temporales
que coexisten, se entrecruzan o incluso se contradicen desde nuestra
perspectiva finita.
Filosóficamente, la
pluritemporalidad implica que el tiempo no es una línea homogénea y continua,
sino un campo diverso donde conviven el instante y la duración, la recurrencia
y la sorpresa. En esta clave, se puede hablar de un tiempo físico, medible y relativo;
un tiempo vivido, subjetivo y fenomenológico; y un tiempo ontológico, enraizado
en el ser mismo. La coexistencia de galaxias maduras en el universo primitivo
abre, por tanto, la posibilidad de que haya eventos cuyo tiempo propio no
coincide con el reloj cósmico dominante, sino que responden a otro ritmo, otro
pulso de lo real.
Teológicamente, la
pluritemporalidad se articula con la diferencia entre el tiempo de Dios
(Kairós) y el tiempo humano (chronos). Desde Agustín hasta la mística medieval,
se ha sostenido que Dios crea el tiempo, pero no habita en él. Por eso
puede actuar fuera de toda sucesión, introducir irrupciones intempestivas
—milagros, revelaciones, plenitudes— que no se explican por causas anteriores,
sino por una libertad absoluta. La creación misma, entonces, no responde a una
secuencia fija, sino a un acto eterno que irrumpe de múltiples maneras en la
historia.
Científicamente, aunque el
lenguaje es otro, hay ecos convergentes. La relatividad general nos enseñó que
el tiempo no es universal, sino dependiente del observador, de la velocidad, de
la gravedad. La física cuántica sugiere incluso que en ciertas escalas el
tiempo podría disolverse como variable. Y la cosmología actual —sacudida por
los hallazgos del James Webb— se enfrenta al hecho de que eventos separados por
distancias abismales pueden mostrar desarrollos asincrónicos, como si el
universo alojara múltiples relojes mal sincronizados, o mejor aún, distintas
partituras temporales dentro de una sinfonía mayor.
Por todo ello, cuando
afirmamos que el universo es pluritemporal, no invocamos una metáfora difusa,
sino una hipótesis sólida, cargada de consecuencias. Afirmamos que lo súbito no
contradice lo gradual; que lo maduro puede brotar en lo naciente; que hay más
de un tiempo latiendo en la historia del cosmos. Ese reconocimiento nos obliga
a abrir tanto la ciencia como la teología hacia un lenguaje más amplio, más
flexible, más capaz de alojar lo inesperado. Y, sobre todo, nos recuerda que
detrás del pulso visible del universo podría haber una mente infinita que no
mide, sino que compone.
Sin embargo, no han faltado
voces que, desde una lectura apresurada o ideológicamente cargada, han querido
ver en los descubrimientos del James Webb una refutación de la idea de creación
divina. Como si el hallazgo de galaxias maduras en el amanecer cósmico
invalidara la noción de un origen trascendente. Pero esta conclusión no solo es
filosóficamente débil, sino teológicamente infundada y científicamente
innecesaria.
En primer lugar, la ciencia
no niega a Dios porque no puede hablar de Dios. Su método, por definición, se
limita a lo observable, lo medible, lo replicable. Pretender que un telescopio
—por más potente que sea— pueda pronunciarse sobre la existencia o inexistencia
de una mente creadora es confundir niveles de discurso. Como bien señaló el
físico y teólogo John Polkinghorne, “la ciencia explica el mecanismo; la
teología, el significado”.
Además, los datos del James
Webb no niegan la creación: niegan nuestras expectativas sobre cómo debía
haberse desplegado. Y eso, lejos de ser una amenaza para la fe, puede ser una
invitación a purificarla de proyecciones humanas. La creación divina no se
reduce a un modelo cosmológico; es un acto libre, inabarcable, que puede
manifestarse tanto en lo que comprendemos como en lo que nos desconcierta. Desde
la teología clásica, la creación no es un evento pasado, sino una relación
permanente de dependencia ontológica. Dios no solo creó el universo “al
principio”, sino que lo sostiene en cada instante. Por eso, que el universo nos
sorprenda no es una objeción a la fe, sino una confirmación de que la creación
no es un reloj que se dio cuerda una vez, sino una sinfonía viva que sigue
sonando.
Incluso desde la filosofía
de la ciencia, el intento de usar los datos del Webb como argumento contra la
creación incurre en una falacia: confundir explicación con origen. Que podamos
describir cómo se formaron las galaxias no implica que hayamos explicado por
qué hay algo en lugar de nada, ni qué fundamento sostiene el ser mismo. Como
recordaba Edith Stein, “la ciencia puede describir el mundo, pero no puede
justificar su existencia”.
Por todo ello, este libro
no parte de una defensa reactiva, sino de una afirmación serena: la libertad
creativa de la mente infinita no se ve amenazada por el avance del
conocimiento, sino que lo inspira. El James Webb no ha cerrado la puerta a la
trascendencia; la ha entreabierto un poco más, dejando pasar un resplandor que
no contradice la fe, sino que la invita a elevarse con mayor humildad y
asombro.
Tampoco sorprende que
algunos hayan querido ver en los hallazgos del James Webb una supuesta “prueba”
contra la creación divina. Esta lectura, sin embargo, no nace del telescopio,
sino del clima cultural que lo interpreta. En efecto, vivimos en una época
donde el pensamiento dominante —o al menos el más ruidoso— se mueve en
coordenadas posmodernas, marcadas por el nihilismo existencial, el hedonismo
como horizonte ético, el imperio del deseo como criterio de verdad, y un
anarquismo epistemológico y moral que disuelve toda noción de fundamento.
En este contexto, no es
extraño que se pretenda leer el universo como un accidente sin sentido, como
una danza ciega de partículas sin partitura. El materialismo ateo
contemporáneo, lejos de ser una conclusión científica, es muchas veces una
actitud cultural previa, una disposición del ánimo que busca en los datos lo
que ya ha decidido creer: que no hay propósito, que no hay origen intencional,
que no hay más que azar y necesidad. Como advirtió Nietzsche, el nihilismo no
es simplemente la negación de Dios, sino la erosión de todo valor trascendente,
la caída de todo sentido que no emane del yo.
Pero esta actitud no es
neutra. Es hija de una época que ha sustituido la verdad por la opinión, la
sabiduría por la utilidad, y la trascendencia por la inmediatez. En palabras de
Alex Callinicos, la posmodernidad proclama “un mundo posthistórico desprovisto
de significado”. Y en ese mundo, todo lo que huela a orden, a propósito, a
diseño, es sospechoso. De ahí que incluso un descubrimiento que revela una
estructura inesperada y madura en el origen del cosmos sea interpretado no como
signo de una inteligencia creadora, sino como una anomalía que debe ser
domesticada por nuevas fórmulas sin alma.
Frente a esta lectura
reductiva, este libro propone otra mirada: una que no teme al misterio, que no
se avergüenza de la palabra “creación”, y que se atreve a pensar que el
universo no solo es, sino que significa. Que no solo existe, sino que resuena
con la libertad de una mente infinita. Y que esa libertad no se somete a
nuestros esquemas, sino que los desborda con una belleza que no pide permiso.
La idea de un universo
pluritemporal no contradice, sino que profundiza y expande la tesis central de
mi libro Tiempo y Eternidad: que el tiempo no es un accidente del
cosmos, ni una ilusión subjetiva, sino una estructura ontológica vinculada a la
trascendencia. En mi obra, sostengo que el tiempo es la vía de despliegue de lo
finito hacia la plenitud del ser. Esta afirmación, lejos de ser meramente
metafísica, encuentra ahora un eco inesperado en los datos del James Webb: un
universo donde lo súbito y lo gradual coexisten, donde la madurez aparece en la
aurora, donde el tiempo no es un río uniforme, sino un delta de múltiples
brazos.
La pluritemporalidad, en
este sentido, no fragmenta el tiempo, sino que lo revela en su riqueza
estructural. Hay un tiempo que mide, otro que madura, otro que irrumpe. Hay un
tiempo que se despliega como proceso, y otro que se manifiesta como don. Y todos
ellos, lejos de excluirse, confluyen en la vocación del ser hacia su plenitud. Desde
esta perspectiva, el tiempo no es simplemente duración, sino tensión hacia la
trascendencia. Es el espacio donde lo finito se abre a lo infinito, donde la
criatura se deja modelar por la libertad de la mente creadora. Así, el universo
pluritemporal no es un caos de relojes, sino una coreografía de plenitudes en
distintos compases. Y el ser humano, situado en medio de esa danza, no es un
espectador pasivo, sino un intérprete llamado a leer los signos del tiempo como
caminos hacia el Ser.
El tiempo, lejos de ser una
prisión, es una pedagogía del ser, una liturgia cósmica donde lo eterno se
insinúa en lo efímero, y donde cada instante puede ser umbral de lo absoluto. El
tiempo no es un accidente del universo, sino una huella ontológica del Infinito
en lo finito. No es una ilusión, ni una mera categoría mental, ni un residuo de
la materia en movimiento. Es, más bien, la forma en que lo eterno se deja tocar
por la criatura, el modo en que la plenitud se despliega sin agotarse. En esta
clave, el tiempo no es un simple “transcurrir”, sino una estructura del ser
creado. Como afirmo en Tiempo y Eternidad, el tiempo es la vía por la
cual lo finito avanza hacia su plenitud ontológica, no por necesidad, sino por
vocación. Y esa vocación está inscrita en la arquitectura misma del cosmos,
como una partitura que permite tanto los pasajes lentos como los acordes
súbitos.
Desde esta perspectiva, el
descubrimiento de galaxias maduras en el alba del universo no es una anomalía,
sino una manifestación de la libertad creadora. Dios, al ser eterno, no está
sometido al tiempo, pero puede inscribir su eternidad en la temporalidad de
modos diversos: 1. Puede crear procesos que maduran lentamente, como la
formación estelar que observamos en muchas regiones del cosmos. 2. Pero también
puede crear plenitudes súbitas, como esas galaxias que aparecen “antes de
tiempo”, porque el tiempo no lo limita: lo obedece.
Así, el universo
pluritemporal no es un caos de relojes, sino una coreografía de tiempos
entrelazados, donde lo súbito y lo evolutivo no se excluyen, sino que revelan
distintas facetas de la misma libertad infinita. El tiempo, en este marco, es
la huella de Dios en la creación, no como un residuo, sino como una firma viva.
Y esa firma puede escribirse en procesos o en irrupciones, en semillas o en
frutos, en caminos o en milagros.
Los datos del James Webb no
niegan a Dios; confirman que su libertad creadora se manifiesta en modos que
desconciertan a la razón natural, pero que la razón sobrenatural reconoce como
signos de una plenitud más alta. O dicho en una forma aún más lapidaria: Lo que
la razón natural juzga imposible, la razón sobrenatural lo reconoce como estilo
del Infinito.
Y, sin embargo, hay quienes
—con prisa o con prejuicio— han querido leer en los datos del James Webb una
negación de la creación divina. Como si un telescopio pudiera ver más allá de
las galaxias y penetrar el misterio del Ser. Como si la madurez inesperada de
unas estructuras cósmicas fuera suficiente para declarar la muerte de Dios.
Pero esta lectura no nace del Webb, sino de un clima cultural inmanentista que
ha perdido el oído para lo trascendente.
Vivimos en una época donde
el nihilismo se disfraza de lucidez, el hedonismo de libertad, y el deseo de
criterio. Una época que ha sustituido la verdad por la utilidad, la sabiduría
por la inmediatez, y la trascendencia por el espectáculo. En este contexto, no
sorprende que se pretenda leer el universo como un accidente sin autor, como
una sinfonía sin compositor. Pero esa lectura, aunque se revista de ciencia, no
es científica: es ideológica. Y como toda ideología, teme al misterio porque no
puede domesticarlo.
Frente a esta mirada
empobrecida, este libro afirma —con la serenidad de lo que no necesita gritar—
que la libertad creativa de Dios no se somete a nuestros relojes ni a nuestras
lógicas. Que puede crear galaxias que maduran lentamente, y otras que aparecen
súbitamente plenas. Que puede sembrar procesos y también irrupciones. Porque el
tiempo, como he escrito en Tiempo y Eternidad, no es un accidente del
universo, sino la huella misma del Eterno en lo finito. Una arquitectura
ontológica que permite tanto el despliegue como la aparición, tanto la espera
como el milagro.
Por eso, los datos del
James Webb no niegan a Dios. Confirman que su libertad creadora se manifiesta
en formas que desconciertan a la razón natural, pero que la razón sobrenatural
reconoce como signos de una plenitud más alta. Como enseñó Tomás de Aquino, la
fe no contradice la razón: la eleva. La trasciende sin destruirla. La lleva más
allá de sus límites sin humillarla, como el amor lleva al conocimiento más allá
de la evidencia. Y así, lo que para algunos es escándalo, para otros es
revelación. Lo que para unos es anomalía, para otros es signo. Porque lo que la
razón natural juzga imposible, la razón sobrenatural lo reconoce como estilo
del Infinito.
Este libro es para esos
otros. Para los que aún creen que el universo no solo es, sino que significa.
Para los que no temen pensar con el corazón ni amar con la inteligencia. Para
los que, al mirar una galaxia prematura, no ven una amenaza, sino una promesa. Bienvenidos
a un universo que no cabe en nuestros relojes. Bienvenidos a una creación que
no pide permiso para sorprender. Bienvenidos a la libertad creativa de la mente
infinita.
Parte I
La conmoción del cosmos
“Hay momentos en que el cielo no solo brilla: interrumpe.
Y en esa luz
inesperada no se oculta la ciencia,
sino la verdad que la excede. Porque el universo
no solo expande
materia: conmueve el alma que lo contempla.”
1. El cosmos temprano que
no debía existir: El James Webb y las galaxias que desafían el tiempo lineal
Hay descubrimientos que no
solo aumentan el conocimiento: lo resquebrajan. Lo interpelan desde adentro. Lo
vuelven incómodo. Lo obligan a rendirse ante una evidencia que no cabe en su
propio marco interpretativo. Lo que ha mostrado el telescopio James Webb —con
una claridad casi insolente— es uno de esos descubrimientos: galaxias inmensas,
luminosas, ordenadas… en el alba misma del universo. No eran niebla. No eran
escombros cósmicos en formación. Eran estructuras maduras. Y su sola existencia
desafía la narrativa lineal que hemos edificado sobre el nacimiento del cosmos.
¿Qué significa que, apenas
unos cientos de millones de años después del Big Bang, ya haya galaxias tan
complejas como las que suponíamos posibles miles de millones de años más tarde?
Significa que el universo ha decidido hablar otro idioma. Que lo súbito irrumpe
donde esperábamos lo gradual. Que lo maduro se asoma donde solo admitíamos
germen. El modelo cosmológico estándar nos ha educado en una visión procesual
del universo. Como un árbol que crece desde la semilla, se ramifica, florece,
da fruto. Pero lo que el James Webb nos muestra es una flor abierta en el
instante en que apenas la luz comenzaba a levantarse sobre el caos. ¿No
habremos confundido la duración con la plenitud? ¿No estaremos, tal vez,
proyectando nuestra necesidad de crecimiento lineal sobre un universo que no
sigue nuestros calendarios?
Algunos han sugerido que
los datos están mal calibrados. Que la distancia estimada de estas galaxias,
basada en corrimientos al rojo, podría estar equivocada. Que quizá no son tan
antiguas como parecen. Tal vez. Pero incluso las respuestas técnicas más cautelosas
no logran disolver el asombro de fondo. Porque lo que se ha quebrado no es
simplemente un dato, sino una convicción subterránea: la idea de que el tiempo
solo madura por acumulación, que la complejidad debe seguir a la lentitud, que
el ser necesita siempre un antes para alcanzar el después. La filosofía sabe
que no es así. O al menos, lo sospecha. Desde Platón hasta Agustín, desde
Pascal hasta Kierkegaard, se ha intuido que la realidad no está obligada a
crecer como una semilla, sino que puede, de pronto, aparecer como un relámpago.
Lo súbito no es lo opuesto a lo verdadero. Es su forma más inesperada. La
teología, por su parte, lo ha dicho con otras palabras: “Hágase la luz”. No
“que se forme lentamente la luz por la interacción de partículas”, sino
“hágase”. Un acto. Una decisión sin proceso. Una plenitud que no necesita
causas intermedias porque proviene de una fuente absoluta. Estas galaxias
prematuras —si se me permite el oxímoron— podrían ser eso: el eco cósmico de
una libertad creadora que no se deja limitar por el reloj de sus criaturas. No
son “errores de la física”. Son pistas. Son metáforas encarnadas. Son la
presencia de un ritmo que no es evolución, sino epifanía.
¿Y si el tiempo no fuera
uno? ¿Y si el universo no hablara en una sola clave cronológica? ¿Y si
existieran regiones del cosmos que maduran con otro compás, otro pulso, otro
modo de ser tiempo? El descubrimiento del telescopio James Webb no destruye
nuestra cosmología: la ensancha. La obliga a pensar más allá de la secuencia.
Más allá de la cronología. Más allá del reloj.
Así, el universo que
creíamos entender aparece ahora como un texto bilingüe: un palimpsesto donde la
evolución y la aparición súbita coexisten. Donde lo gradual y lo milagroso no
se anulan, sino que se intercalan. Y en esa complejidad hay una promesa: la de
no reducir lo real a lo previsible. Comienza así, con estas galaxias
imposibles, no solo una nueva etapa de la ciencia, sino una nueva estética de
la creación. Una en la que el tiempo no es prisión, sino escenario plural. Una
en la que la madurez no es siempre el resultado del esfuerzo, sino a veces el
fruto de una libertad que crea sin pedir permiso. El cosmos temprano que no
debía existir está aquí. Y no es un escándalo. Es una invitación.
El cosmos temprano no solo
conmociona por lo que muestra, sino por cómo lo muestra: no como una secuencia
de causas mecánicas, ni como una ruptura aislada que desafía la física, sino
como una coreografía donde lo causal y lo milagroso no se excluyen, sino que
danzan juntos. El James Webb nos revela un universo en el que el milagro no
interrumpe la causalidad, la transfigura; y la causalidad no elimina la
libertad de Dios, sino que la deja fluir como forma.
La galaxia que “no debía
estar allí” no es necesariamente un desmentido del mecanismo cósmico, sino una
epifanía donde el mecanismo se ve superado por un estilo que apunta más allá de
sí mismo. Es como si lo causal hubiera sido sostenido, no cancelado, por un
gesto creador más alto. El milagro no suprime las leyes: las abre a su origen. Por
eso, hablar de “una estética de la creación” no es floritura retórica. Es una
afirmación teológica: el universo no solo tiene estructura, tiene belleza.
Y esa belleza no reside solo en la precisión de sus leyes, sino en la
convivencia de lo explicable y lo admirable, de lo esperable y lo sorprendente.
La estética de la creación es justamente eso: una simultaneidad armónica entre
el orden y la irrupción, entre la ley y la gracia, entre la evolución y el fiat.
Cuando decimos que el
cosmos temprano es “milagroso” no lo decimos para tapar lo que no entendemos,
sino para señalar que hay cosas que entendemos justamente porque se manifiestan
como misterio. El milagro, en este registro, no es un hueco en el saber, sino
una plenitud que desborda sus límites. Y así, lo que el telescopio observa no
es sólo un objeto. Es una forma visible del lenguaje del Infinito. Como si el
universo, desde su infancia, nos estuviera diciendo: “No me entenderás si
separas lo causal de lo gratuito, lo mecánico de lo amoroso, lo observable de
lo revelado”.
De este modo no tiembla el
universo, tiembla nuestro modo de conocerlo. Lo que el telescopio James Webb ha
provocado no es solo una revisión de modelos astrofísicos, sino una crisis
epistemológica de fondo. Descubrimos que el universo primitivo era capaz de
mostrar plenitudes que no caben en nuestros cronogramas teóricos, y con ello se
nos desploman no solo proyecciones científicas, sino supuestos más hondos: los
que dictan qué puede ser, cuándo puede serlo, y por qué.
Lo verdaderamente
conmocionado no es el cielo: somos nosotros. Nuestra seguridad, nuestra
pretensión de cronologías cerradas, de desarrollos previsibles, de sistemas que
lo abarcan todo. El misterio no aparece como un bache en el saber, sino como su
condición de posibilidad: el asombro que nos recuerda que conocer no es poseer,
sino aproximarse con humildad. Por eso, la conmoción del cosmos es ante todo
una pedagogía del límite, una lección contra la arrogancia hermenéutica de
quien cree que el universo debe corresponderse con nuestras hipótesis. Lo
desconcertante no niega el conocimiento: lo depura. Y el misterio no suspende
la razón: la ensancha hasta volverla hospitalaria al infinito. La conmoción,
entonces, es gracia. Porque rasga el velo de nuestras seguridades y nos deja
otra vez como al principio: bajo el cielo, y en silencio.
Es como si el universo, a
través de estas paradojas precoces reveladas por el James Webb, se hubiese
convertido en un pedagogo del alma científica, susurrando que el conocimiento
no basta con medir: debe también contemplar. La ciencia, enfrentada a galaxias
que no obedecen su cronograma, se encuentra ante su propio umbral: o se
encierra en la obstinación de sus modelos, o se abre con humildad al
pensamiento más amplio, más hondo, más vertical. Como si el Webb, sin quererlo,
lanzara una invitación secreta: “Vuelve a conversar con la filosofía. No
temas a la teología. Aún queda misterio.”
Porque cuando el universo
revela plenitudes “demasiado tempranas”, está hablando un lenguaje que los
instrumentos registran pero que la razón instrumental no comprende. Se necesita
otro oído, otra sintaxis, otro vocabulario: una inteligencia capaz de unir lo
finito con lo infinito, lo visible con lo velado, lo empírico con lo simbólico,
lo inmanente con lo trascendente. Este es el momento en que la ciencia, si es
verdaderamente amante de la verdad, debe abrir la puerta que tantas veces ha
querido cerrar: la que lleva a la trascendencia. La que no niega lo medible,
pero reconoce que el ser excede toda estadística y que el sentido no se deja
encerrar en gráficos.
El telescopio más avanzado
de nuestra especie ha captado algo más que luz antigua: ha registrado una
grieta luminosa entre lo creado y su origen. Y en esa grieta, tal vez, resuene
un llamado: a que volvamos a pensar el universo no como un objeto, sino como un
signo. Lo que respira detrás de todo este signo es que el cosmos no es solo una
realidad física, sino un signo ontológico, una huella visible del ser
trascendental que lo origina, lo sostiene y lo llama hacia la plenitud. El
universo no es opaco, aunque a veces se oculte. Su estructura, su belleza, su
inteligibilidad y su exceso no remiten solo a sí mismos: remiten hacia lo otro,
hacia lo Alto, hacia aquello vertical que no se puede contener en fórmulas,
pero que late en el fondo horizontal de cada fórmula. Por eso, como decía San
Buenaventura, el mundo es una “escala para ascender a Dios”; y como enseñaba
Tomás de Aquino, todo ente creado lleva impresa una participación del ser
divino, como un sello invisible en la cera de lo real. El cosmos, en su pluralidad
de tiempos, en su armonía de lo súbito y lo procesual, no es una suma de datos,
sino una sintaxis del sentido. Una escritura viviente donde lo finito se abre a
lo infinito, donde el orden habla de una inteligencia, y donde incluso lo
inexplicable es una invitación a dejar de controlar para comenzar a contemplar.
Por eso, cuando decimos que
el tiempo no es uniforme y que hay galaxias que surgen “demasiado pronto”, no
estamos leyendo una grieta, sino una grieta que revela luz. Es el signo de que
la creación no se agota en el mecanismo. Que detrás de la causalidad, hay
libertad. Y más allá del orden físico, hay una verdad que no es empírica, sino
trascendental: la Verdad del Ser que no compite con las cosas, sino que las
constituye. Así, el cosmos se vuelve icono. No ídolo que encierra, sino icono
que transparenta. Una creación que —como dijo el cardenal Ratzinger— “no está
hecha para sí misma, sino para llevar más allá de sí”. Y cada estrella, cada
galaxia imposible, cada tiempo que no se alinea con nuestros modelos… se
convierte en una sílaba del Verbo que no cesa de hablar.
2. Pluralidad temporal como
clave de lectura: Ritmos superpuestos y la ruptura de la cronología única
La crisis que provocan los
datos del James Webb no es solo astrofísica, es metafísica: no cuestionan
únicamente cómo se formaron las primeras galaxias, sino con qué estructura
ontológica del tiempo está construido el universo. Lo que el telescopio ha captado
parece, a primera vista, prematuro, desajustado, incluso imposible. Pero quizá
lo sea solo si asumimos que existe una sola línea de tiempo, un único ritmo
cósmico bajo el cual todo debe evolucionar. Tal vez estamos ante algo más
radical: un cosmos que respira en tiempos diversos, superpuestos y
entretejidos.
La modernidad ha heredado
una concepción homogénea y unidimensional del tiempo. A partir del siglo XVII,
el tiempo se convirtió en coordenada, en magnitud medible, en telón de fondo
neutro donde ocurren los fenómenos. El tiempo dejó de ser misterio para volverse
métrica. Pero este paradigma lineal —cómodo para las ecuaciones, pero ciego
para lo simbólico— se fractura ante la posibilidad de que existan eventos que
no maduran cronológicamente, sino teológicamente. Es decir, no en función de
una secuencia, sino según un designio. La pluralidad temporal se ofrece
entonces como una clave hermenéutica liberadora. No todas las cosas deben pasar
por las horcas caudinas de las mismas etapas, ni estar sometidas al mismo
tempo. Algunas se despliegan, otras irrumpen. Algunas maduran, otras aparecen.
No porque haya errores, sino porque hay libertad. Y porque el tiempo mismo es
creación, no absoluto. Como escribió san Agustín, “El tiempo no precede a la
creación; nace con ella”. Por eso puede tener formas múltiples, ritmos
distintos, niveles diversos de intensidad y manifestación.
Esta visión no es
caprichosa ni puramente teológica. La propia ciencia la ha estado rozando desde
hace décadas. La relatividad general mostró que el tiempo se curva y se dilata;
la física cuántica sugiere que el tiempo podría ser granular, incluso ilusorio
en ciertas escalas. Y en cosmología, las estructuras tempranas descubiertas
parecen no respetar las etapas previstas. No porque estén mal, sino porque
responden a otro ritmo, tal vez no cuantificable, pero sí real. Pitagóricamente
se puede decir que el cosmos, como la música, tiene varios compases a la vez.
Afirmar la
pluritemporalidad no es renunciar al rigor, sino ensanchar su campo. Es
comprender que, si Dios es libre, también lo es en cómo distribuye el tiempo.
Puede sembrar historia o presencia, proceso o aparición, sin contradicción. En
esta óptica, el cosmos no solo es vasto en el espacio, sino en el modo de
habitar el tiempo. No es una recta, sino una sinfonía. No un río, sino un delta
donde confluyen cauces distintos del mismo manantial trascendente.
Esto tiene implicaciones
profundas: significa que lo que llamamos “anomalía” puede ser simplemente otro
modo legítimo de tiempo. Lo que parece madurar “antes de tiempo”, tal vez
responde a un Kairós, un tiempo pleno, cargado de sentido, que no necesita justificación
cronológica. En lugar de forzar al universo a obedecer nuestros calendarios,
deberíamos aprender a escuchar sus pausas, sus síncopas, sus silencios llenos. Así
como hay distintos modos de conocer (sensorial, intelectual, espiritual), tal
vez haya también diversas formas de temporizar. No solo lo evolutivo, sino lo
súbito. No solo lo necesario, sino lo libre. Lo milagroso no destruye el
tiempo, lo reordena desde dentro. Y eso es lo que estas galaxias parecen
testimoniar: no una falla en el sistema, sino una plenitud adelantada por
designio. Aceptar esta pluralidad requiere, por supuesto, un descentramiento
radical. Exige abandonar la ilusión de que el tiempo humano es la medida de
todo lo real. Implica abrirse a la posibilidad de que el cosmos —como una
liturgia cósmica— esté habitado por varios tiempos simultáneos, y que Dios sea
el único capaz de leerlos todos de un solo golpe. Porque Él no solo crea el
ser: crea los modos de ser en el tiempo.
Tal vez el James Webb no
está solo mostrándonos galaxias antiguas: está mostrándonos la polifonía
secreta del tiempo divino. Un tiempo no uniforme, no lineal, no monótono, sino
tenso, libre y plural. Un tiempo que nace en la eternidad y se esparce como luz
sobre la historia. Ese es el tiempo que late en cada rincón del universo. Y
reconocerlo no es abdicar de la razón: es volverla hospitalaria al milagro, es
reconocer el ámbito suprarracional de lo real. Así como hay ritmos superpuestos
en la realidad los hay también en el conocimiento.
El conocimiento no se da en
un solo compás. No todo saber madura al mismo ritmo, ni toda comprensión ocurre
en la secuencia que dicta la lógica proposicional. Así como en el cosmos hay
galaxias que aparecen súbitamente plenas y otras que se forman gota a gota, en
el alma humana hay intuiciones que irrumpen como relámpago y otras que
requieren la lenta digestión del pensamiento. La modernidad nos enseñó a pensar
el conocimiento como progresivo, acumulativo, lineal. Se nos habló de avances,
de etapas, de paradigmas que ceden ante nuevos modelos más eficientes. Pero lo
que suele olvidarse es que hay saberes que no obedecen a esa lógica: saberes
que brotan como gracia, que se abren como epifanía, que aparecen “antes de
tiempo” según el canon académico, pero “a su debido tiempo” según el ritmo del
espíritu.
Incluso en el ámbito más
riguroso de la ciencia, los momentos fundacionales no suelen ser lineales.
¿Acaso no fue una intuición casi poética la que llevó a Einstein a imaginar el
espacio-tiempo como una geometría curva, antes de que los cálculos lo confirmaran?
¿No fueron sueños, juegos o silencios los que precedieron a descubrimientos
mayores? Hay una epistemología no dicha, una lógica no cronológica del saber,
que se entrelaza con la verdad al margen de nuestras escalas. Así como Dios
escribe la creación en pluralidad de tiempos, también nos habla en pluralidad
de comprensiones. Hay verdades que necesitan años de estudio y otras que se
presentan como un instante de claridad que rompe la oscuridad como un sol al
alba. Un niño puede comprender lo sagrado con la velocidad de la pureza,
mientras un teólogo necesita años para deshacerse de sus propios andamios.
Por eso, el desafío no es
unificar los tiempos del conocimiento, sino aprender a escucharlos juntos.
Reconocer que el saber técnico, el filosófico, el teológico y el contemplativo
no están en conflicto, sino en polifonía. Que el logos y el asombro no se excluyen,
sino que se fecundan. Que la simultaneidad de saberes es tan real como la
simultaneidad de galaxias.
Esto también es parte de la
pluritemporalidad: no solo la del universo, sino la del alma que conoce. No
todo aprendizaje es adquisición. A veces es rendición. A veces es gracia. Y si
hay galaxias que aparecen antes de que las ecuaciones las permitan, también hay
verdades que nos son dadas antes de que nuestra razón esté lista para
recibirlas.
3. Ciencia y asombro ante
el misterio: Cuando la razón se curva en dirección al infinito
En toda verdadera aventura
del conocimiento hay un punto donde la lógica, sin dejar de ser lógica,
comienza a doblarse. No se quiebra, no abdica, pero se inclina con reverencia.
Es el instante en que la razón, empujada hasta sus márgenes, se curva como una
rama ante el peso de su propio fruto. Ese fruto es el misterio. Y es allí donde
comienza —no termina— la ciencia verdadera. El James Webb ha sido una obra
maestra de ingeniería, pero su mayor logro no ha sido técnico, sino espiritual:
ha devuelto al cielo su poder de interpelación. En un ontorrealismo asombroso al
mostrarnos galaxias que no debían existir —al menos según nuestros cálculos—,
nos ha recordado que el universo no nos pertenece, que lo observable no se
agota en lo explicable, y que la realidad contiene más sorpresa que
certidumbre.
El asombro, en este
contexto, no es ignorancia. Es inteligencia despierta. Es la razón reconociendo
sus límites no como fracaso, sino como frontera fecunda. Es el pensamiento que,
al tocar el misterio, no se retira avergonzado, sino que se abre en forma de
pregunta, de reverencia, de plegaria intelectual. Así nace la sabiduría: no
como acumulación, sino como vulnerabilidad ante lo que excede. Lo que está en
juego, entonces, es la postura del sujeto que conoce. La ciencia moderna,
especialmente desde el siglo XIX, ha oscilado entre una actitud de dominio
técnico —el mundo como objeto manipulable— y una de humildad metodológica —el
mundo como estructura a descifrar. Pero ahora emerge otra actitud más honda: la
ciencia como contemplación, como disposición interior a dejarse afectar por lo
que se revela sin razón aparente. En este sentido, el telescopio James Webb no
contradice la teología: la provoca. No se enfrenta a la fe: la convoca. Porque
al hacernos ver lo que no esperábamos —lo que no podía estar allí y sin embargo
está— nos pone frente a una cuestión mayor: ¿cuánta realidad queda fuera de
nuestro campo explicativo? ¿Y no será esa realidad precisamente lo que da
sentido al resto? La razón, cuando es verdadera, no se cierra ante el misterio:
lo reconoce como su horizonte. Y como escribió Pascal, “la última función de la
razón es reconocer que hay infinitas cosas que la superan”. En este movimiento
de reconocimiento, la ciencia más lúcida se aproxima a la teología más elevada:
ambas saben que pensar no es controlar, sino dejarse interpelar. El asombro es,
entonces, la forma espiritual de la razón cuando se vuelve generosa. Es la
inteligencia liberada del narcisismo, capaz de habitar una verdad que no nace
de sí misma. Y esa verdad —esa Verdad con mayúscula— no se deduce ni se
calcula: se contempla, se recibe, se adora.
Este libro nace desde allí.
Desde ese pliegue en la razón donde ya no basta describir el universo como una
máquina sin alma. Desde ese lugar donde lo observable deja entrever lo
invisible, no porque el método haya fallado, sino porque la realidad misma pide
ser pensada de otro modo: no solo como estructura, sino como signo. El misterio
no es una zona oscura que debamos disipar con tecnología. Es una presencia
luminosa que se oculta para no violentarnos, para que podamos buscarla
libremente. Así ocurre también en el cosmos. No todo se entrega en la
superficie. Hay galaxias que revelan su secreto solo a aquellos que miran con
doble lente: la de la precisión y la del sentido. Y allí, donde una estructura
madura se manifiesta antes del tiempo previsto, la razón se curva en dirección
al infinito. Este gesto de la razón que se curva no es debilidad: es gloria. Es
su forma más digna, más alta, más libre. Es el momento en que el saber deja de
ser soberbia y se vuelve disponibilidad. Y en esa disponibilidad puede alojar
al Otro, al Infinito, al Dios que no compite con la ciencia, sino que la
inspira desde dentro como una música de fondo que muchos han olvidado escuchar.
Por eso, la conmoción del
cosmos debe llevarnos también a una conmoción del conocimiento. A un temblor
benéfico que derribe el cientificismo sin negar la ciencia, que supere el
fundamentalismo sin traicionar el rigor. Que devuelva al saber su vocación contemplativa,
su latido simbólico, su coraje metafísico. La razón, al curvarse, no se somete:
se transfigura. Y en ese gesto humilde —el del que se inclina ante el misterio
sin dejar de pensar— comienza el verdadero diálogo entre ciencia, filosofía y
teología. No como disciplinas enfrentadas, sino como tres formas de atención al
asombro. En ese punto, la astronomía deja de ser un inventario de estrellas y
se vuelve liturgia del cosmos. Y el telescopio, que parecía ser solo un ojo
frío, se transforma en un órgano del alma que, por un momento, se deja guiar
por aquello que no calcula, pero que convoca. Lo que se ve… y lo que brilla más
allá de toda visión.
Cuánta razón tenía Blondel.
Su distinción entre problema y misterio no es una sutileza
académica, sino una clave para leer el mundo —y ahora, también, el cosmos— con
ojos más hondos. El problema, decía Blondel, es aquello que se enfrenta
desde fuera, que se resuelve, que se disuelve con método. El misterio,
en cambio, es aquello en lo que uno entra, que nos envuelve, que no se
resuelve, sino que se habita. El problema se domina; el misterio, se contempla.
Y lo que el telescopio James Webb ha hecho —sin pretenderlo— es devolver el
misterio al corazón de la ciencia cosmológica. Porque cuando el universo
primitivo muestra galaxias que no deberían estar allí, cuando la cronología se
deshace y la madurez aparece en el alba, no estamos ante un simple problema
técnico. Estamos ante un signo. Un signo que no se deja reducir a ecuaciones,
porque no es un error: es una epifanía.
El Webb, con su mirada
infrarroja, ha penetrado no solo el polvo cósmico, sino la ilusión de que todo
puede ser explicado sin asombro. Ha mostrado que incluso en la ciencia más
avanzada, el misterio no ha sido desterrado: solo estaba esperando ser redescubierto.
Y en ese redescubrimiento, la filosofía y la teología no son intrusas, sino
aliadas. Porque solo ellas pueden decir lo que la ciencia no puede pronunciar
sin traicionarse: que el universo no solo es, sino que significa. Blondel lo
supo: el misterio no es lo que no entendemos, sino lo que nunca terminaremos de
entender del todo, porque nos excede en su origen y en su fin. Y ahora, el
cosmos mismo parece repetirle: “No soy un problema a resolver, soy un
misterio a contemplar.”
Bibliografía
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confirma un misterio cósmico que desconcierta a la ciencia. Gizmodo en español.
https://es.gizmodo.com/algo-no-encaja-en-el-universo-telescopio-james-webb-confirma-un-misterio-cosmico-que-desconcierta-a-la-ciencia-2000169391
/ Martínez-Juárez, P. (2024, agosto 27). Nada más comenzar su
andadura el James Webb pareció “romper” los modelos cosmológicos. Tenemos otra
explicación. Xataka Ciencia. https://www.xataka.com/espacio/nada-comenzar-su-andadura-james-webb-parecio-romper-modelos-cosmologicos-tenemos-otra-explicacion
/ Infobae. (2025, febrero 21). Observaciones con Webb
confirman un desafío a la teoría cósmica. Infobae Ciencia.
https://www.infobae.com/america/agencias/2024/12/09/observaciones-con-webb-confirman-un-desafio-a-la-teoria-cosmica/
Parte II
Tiempo y plenitud ontológica
. “El
tiempo no es la jaula de la creación, sino su música plural.
Y esa
música no repite compás, porque nace de una libertad
que nunca se repite a sí misma.”
4. El tiempo como huella
del Eterno Entre Tiempo y Eternidad y el universo: arquitectura, no accidente
Desde hace siglos, el
pensamiento filosófico ha oscilado entre dos formas de concebir el tiempo: como
un velo ilusorio que recubre la eternidad o como una dimensión secundaria,
derivada del cambio y la imperfección. En ambos casos, el tiempo aparece degradado,
como si fuera una pérdida respecto a lo real, un accidente que acompaña la
caída del ser en la finitud. Pero mi obra Tiempo y Eternidad —en
resonancia con una intuición que atraviesa lo mejor de la metafísica cristiana—
se atreve a decir lo contrario: que el tiempo no es una ilusión, ni un
accidente, sino una huella estructural del Ser eterno en la creación. Es decir,
que el tiempo forma parte de la arquitectura misma del mundo, y que allí donde
hay tiempo, late el pulso de un Dios que no solo crea, sino que conduce.
Esta afirmación no es
menor. Implica una revisión profunda del imaginario moderno, que suele concebir
el tiempo como una mera coordenada neutral o, peor aún, como una sucesión
indiferente de instantes sin dirección. Y, sin embargo, cuando el telescopio
James Webb nos permite ver cómo galaxias maduras aparecen “demasiado pronto”,
esta noción de tiempo como fluido homogéneo y lineal colapsa. No se trata solo
de un error en los cálculos: es una sacudida ontológica. Algo en la estructura
del tiempo mismo se revela múltiple, discontinuo, abundante. Y en esa
abundancia se insinúa la libertad de un Creador que no repite esquemas, sino
que inventa ritmos. No hay contradicción entre esta visión y mi propuesta: hay
un entrelazamiento profundo. Si el tiempo es la vía por la cual lo finito
avanza hacia su plenitud ontológica —como desarrollo con fuerza en Tiempo y
Eternidad—, entonces debe poseer una plasticidad interior, una capacidad
para acoger múltiples recorridos hacia el ser. No todo madura igual, no todo se
despliega al mismo ritmo. Y eso no es defecto, sino signo de una composición
más alta. El tiempo no es un solo carril: es una arquitectura con múltiples
niveles, puentes, descansos y aceleraciones. Una partitura más que una línea.
Un tejido más que una línea recta. Es aquí donde la noción de pluritemporalidad
cósmica encuentra su fundamento teológico más profundo: si Dios es eterno —es
decir, libre respecto al tiempo—, entonces su acto creador no necesita
someterse a cronologías únicas. Puede insertar plenitudes súbitas donde
esperamos solo procesos. Puede crear caminos largos y, al mismo tiempo, pasajes
breves y milagrosos. El tiempo creado no se impone a Dios; nace de su libertad.
Y por eso muestra las huellas de esa libertad: multiplicidad, belleza,
asimetría, epifanía.
Así como el espacio está
colmado de galaxias en todas las direcciones, el tiempo está poblado de
plenitudes en distintas intensidades. Y si el espacio no es uniforme —como bien
sabe la cosmología— tampoco lo es el tiempo. Lo que llamamos tiempo cósmico es
solo una convención, útil pero incompleta. Porque el universo no envejece como
un reloj: madura como un organismo lleno de órganos distintos. Cada parte tiene
su ciclo, su ritmo, su lógica interna. Pero detrás de todos esos movimientos
hay una sola melodía: la melodía del Ser llamando a la plenitud.
Esto devuelve al tiempo su
dignidad ontológica. No es un envoltorio que debe ser trascendido, ni una
prisión que ha de romperse: es la forma concreta en que lo finito es llamado al
ser. Por eso no se puede pensar el tiempo sin pensar el deseo: el deseo del ser
hacia su origen, hacia su cumplimiento, hacia su transfiguración. El tiempo,
entonces, no es solo duración: es tensión ontológica hacia el Bien, una
dilatación del alma cósmica hacia su fuente. Y por eso, también, no puede ser
uniforme. Porque el bien no se distribuye simétricamente, ni la gracia actúa
con relojes. Donde hay libertad, hay pluralidad. Donde hay creación, hay
sorpresa. Donde hay Dios, el tiempo es escultura, no secuencia. Decir,
entonces, que el universo es pluritemporal no es decir que está desordenado. Es
decir que está habitado por una libertad que no se repite. Es afirmar que lo
súbito y lo gradual no son enemigos, sino voces de la misma verdad. Y que el
tiempo, lejos de ser una propiedad secundaria de la materia, es la huella viva
de un Ser que no solo da existencia, sino que llama al ser por caminos
diversos, incluso aquellos que desconciertan nuestra razón.
He aquí una de las tesis
más decisivas de esta obra: el tiempo no es una ilusión subjetiva ni una simple
dimensión física. Es una estructura ontológica que manifiesta la libertad
amorosa del Eterno en la historia del mundo. Y por eso, cuando el telescopio
nos muestra plenitudes prematuras, no estamos solo ante una anomalía
científica. Estamos ante una sinfonía del ser, donde cada galaxia es un acorde
inesperado en la partitura de la creación. Aquí comienza la contemplación del
tiempo como misterio habitable. Como pedagogía del ser. Como camino hacia una
plenitud que no es nunca idéntica, pero siempre verdadera. Como lenguaje plural
que nos recuerda, en cada rincón del universo, que el ser no es simétrico, pero
sí fecundo. Y que Dios, como un artista libre, no repite formas: las reinventa
con cada trazo del tiempo.
De manera que el tiempo
como criatura de Dios no es simétrico, ni unidimensional, sino multiforme y
plástico a la creatividad divina. Esto condensa con fuerza y belleza una de las
intuiciones más fecundas de esta obra: el tiempo no es una línea, es una forma
de la libertad divina. Y, como toda criatura salida de esa libertad, no es
rígida ni homogénea, sino multiforme, plural, plástica y sorprendente. El
tiempo, en esta visión, no es un reloj impuesto sobre la creación, sino una
arquitectura maleable, esculpida por el deseo del Creador. No hay monotonía en
la acción de Dios: hay invención. Y eso se manifiesta en el tiempo como
flexión, como sinfonía de compases, como danza de plenitudes súbitas y procesos
lentos. Así, entender el tiempo como criatura —y no como absoluto— es liberar
nuestra lectura del universo. Es poder decir, sin temor ni escándalo, que las
galaxias pueden surgir antes del tiempo previsto porque el tiempo mismo es
instrumento, no dogma; es alabanza, no prisión.
Ahora bien, cuál es el
significado de la irrupción de lo súbito en el tiempo, no sólo alude a la
libertad de Dios sino también al entrelazamiento entre lo inmanente y lo
trascendente en el orden mismo de la creación finita. Esta pregunta toca la
médula de lo que venimos desplegando: la irrupción de lo súbito en el tiempo no
es solo una firma de la libertad divina, sino un punto de cruce donde lo
inmanente y lo trascendente se abrazan en el lenguaje mismo de la creación. Cuando
algo súbito irrumpe —una galaxia que aparece sin proceso, una plenitud que
estalla antes de ser “esperada”— no estamos simplemente ante una excepción
cósmica: estamos ante una ventana teológica. Una forma en que la trascendencia
toca lo creado sin anularlo, lo invade sin destruirlo, lo fecunda sin
violentarlo. Es, en cierto modo, un sacramento del tiempo en lo macrocósmico:
un instante donde lo eterno roza la historia y deja huella. Porque lo súbito,
en este contexto, no es desorden ni capricho. Es signo de que la realidad no
está cerrada sobre sí misma, de que lo finito no se basta, de que el mundo
—aunque estructurado— no es autosuficiente. En cada irrupción inesperada, lo
creado revela su porosidad ontológica: su apertura hacia lo Otro. Y esa
apertura no es debilidad, es vocación.
En ese sentido, el
acontecimiento súbito es una forma privilegiada de epifanía: hace visible, en
el marco de lo inmanente, la acción libre de lo trascendente. Lo que llamamos
milagro —en cosmología, en biología o en la vida espiritual— no es un “parche” en
el mundo, sino una presión amorosa de lo eterno sobre el tiempo. El súbito no
rompe el proceso: lo revela desde otra altura. Así, cuando en el cosmos aparece
una madurez antes de lo previsto, no estamos solo ante una variación
estadística. Estamos ante un lenguaje: el modo en que Dios escribe sin
gramática repetida, manifestando que el mundo es mundo porque se le permite ser
sorprendido. La creación no es un sistema cerrado. Es un teatro de irrupciones.
Y lo súbito es su más honda metáfora: cuando lo inmanente se vuelve icono de lo
trascendente, cuando el tiempo late con el pulso de quien lo sostiene más allá
de sí.
El universo como “teatro de
irrupciones” no implica que Dios actúe fuera del orden, ni mucho menos contra
él. Implica, más bien, que lo transciende sin contradecirlo, como el poeta que
puede salirse del metro sin violar el ritmo, porque lo habita desde dentro. Las
irrupciones —aquellas galaxias que aparecen antes del tiempo esperado, aquellos
momentos súbitos de plenitud— no son dictados de una voluntad ciega, sino
movimientos de una libertad que actúa con sabiduría y amor indivisibles. El
nominalismo, al separar voluntad y razón en Dios, abrió la puerta a una imagen
oscura: un Dios que puede querer lo que sea, incluso lo irracional, porque su
querer sería anterior a cualquier forma de verdad o bien. Pero esta obra, en
línea con la gran tradición tomista y agustiniana, afirma lo contrario: que la
voluntad de Dios es inseparable de su Logos, que su querer es también verdad y
don, y que la creación es la irradiación libre de ese Amor que es también
Sabiduría.
Las irrupciones en el
tiempo —esos Kairós que interrumpen la cronología sin anularla— no son
evidencias de arbitrariedad, sino manifestaciones de una lógica más alta, de
una razón que no es meramente inferencial, sino generosa y creadora. Y esa
razón está tejida con caridad. Porque el fin último de cada interrupción es
precisamente hacer presente lo eterno en lo contingente, lo incondicionado en
lo histórico, la Gracia en el espesor del mundo. Decir que Dios puede romper
nuestros esquemas no es decir que contradice el orden: es afirmar que su orden
es más vasto que nuestras categorías, más tenso, más pleno. Las galaxias del
Webb, como los milagros del Evangelio, no suspenden la racionalidad del cosmos:
la amplifican. Porque señalan que la Razón con mayúscula —el Logos eterno— no
está ausente del mundo, sino que lo fecunda con irrupciones que son al mismo
tiempo Belleza, Verdad y Bien. Por eso, este teatro de irrupciones no es
caótico ni arbitrario. Es una dramaturgia sagrada donde lo infinito entra en
escena no para violentar lo creado, sino para transfigurarlo. La
transfiguración de lo infinito en el tiempo revela no que el Creador puede
hacer lo que quiera con su creación, sino que lo hace según un plan justo y
misericordioso.
La transfiguración de lo
infinito en el tiempo revela no que el Creador puede hacer lo que quiera con su
creación, sino que lo hace según un plan justo y misericordioso. Devuelve la fe
al hombre a través de lo visible descifrado por un salto cualitativo de la
razón. Porque cuando lo Infinito entra en el tiempo no lo hace como tirano
cósmico, sino como autor que ama lo que crea y crea según el amor que ama. No
“hace lo que quiere” como expresión de poder arbitrario —como temía el
nominalismo— sino que quiere lo que hace en perfecta comunión de sabiduría,
justicia y misericordia. Cada irrupción no es capricho: es fidelidad. La
transfiguración de lo infinito en el tiempo —se manifieste en una galaxia
prematura o en una vida transformada— revela que la libertad divina está regida
por un orden más alto que la lógica de lo posible: el orden del Amor. Y por
eso, en lo súbito se revela lo fiel, y en lo desconcertante lo confiable. La
razón no se quiebra: se ensancha. Se eleva cualitativamente no por
contradicción, sino por afinación con un horizonte más alto. Eso es
precisamente lo que devuelve la fe: que lo visible, cuando se vuelve signo,
puede leerse como don. Pero ese don solo se recibe cuando la razón, sin dejar
de ser razón, da un salto: no un salto hacia la sinrazón, sino un salto hacia
el sentido. Un salto que no anula lo conocido, sino que lo convierte en
revelación.
5. La vía de lo finito
hacia la plenitud del ser: Ontología dinámica y vocación trascendente del
tiempo creado
Si el tiempo es, como hemos
afirmado, una criatura que participa de la libertad divina, entonces el devenir
no es una maldición, sino una vocación. El mundo creado no está condenado a un
perpetuo alejamiento del origen, sino invitado a una plenitud que se gesta en
el interior mismo de la temporalidad. Esta es la clave: el tiempo no es solo
medida de cambio, sino camino ontológico hacia un destino de ser. Una
vía. Un drama. Un itinerario cargado de sentido.
En la cosmología
contemporánea, la evolución del universo se describe como un despliegue
continuo de energía, materia y estructura. Desde los primeros segundos tras el
Big Bang hasta la formación de galaxias, estrellas y planetas, todo parece
obedecer a leyes físicas precisas. Pero lo que cada vez se vuelve más claro
—gracias a observaciones como las del James Webb y al desajuste entre lo
predicho y lo observado— es que la evolución del cosmos no es solo mecánica,
sino también creativa. Hay emergencia. Hay novedad. Hay complejidad que brota
sin causa reductible.
En biología sucede algo
semejante: la evolución ha dejado de pensarse como simple acumulación de
mutaciones aleatorias a lo Monod. Desde el surgimiento de la vida hasta la
aparición de la autoconciencia humana, lo que emerge no es solo adaptación,
sino interiorización, simbolización, apertura al sentido. Incluso en lo más
físico, la materia tiende hacia formas de mayor organización, integración y
resonancia. Esto no significa que haya una finalidad mecánica codificada en las
partículas, pero sí permite intuir que la materia parece “apta” para ser
elevable. La ciencia no prueba dogmas, pero abre horizontes de inteligibilidad.
Y ese horizonte sugiere que el mundo no está cerrado sobre su facticidad, sino
que tiende a su plenitud. Que el universo, lejos de ser un mecanismo ciego,
podría ser un relato que se dirige hacia una culminación transfiguradora.
Paul Chauchard, en su obra La
creación evolutiva (1966), propuso una síntesis entre ciencia y fe que
buscaba reconciliar la evolución biológica con una visión teológica de la
creación. Influido por Teilhard de Chardin, Chauchard afirmaba que la creación
no era un acto puntual, sino un proceso continuo, una evolución guiada por una
inteligencia trascendente. En su contexto, esta visión era profundamente
innovadora: ofrecía una alternativa al fijismo y al materialismo, y abría un
espacio para pensar la historia del cosmos como una historia de sentido. Pero
lo que los datos del telescopio James Webb han puesto sobre la mesa es algo aún
más radical: la posibilidad de una creación sin evolución previa. Es decir, la
aparición de estructuras cósmicas maduras en el universo primitivo, sin el
tiempo suficiente —según los modelos actuales— para haber evolucionado hasta
ese estado. Galaxias espirales con barras centrales, discos delgados bien
definidos, cúmulos estelares organizados, todo esto en un universo que, según la
cronología estándar, apenas estaba saliendo de su infancia. Esto no niega la
evolución como proceso real y observable en muchos niveles del cosmos. Pero sí
obliga a reconocer que la evolución no es la única forma en que la creación se
manifiesta. Hay también creación súbita, plenitud sin proceso, madurez sin prehistoria.
Y eso nos lleva a una teología más rica: una en la que Dios no solo acompaña el
devenir, sino que también irrumpe con actos de plenitud inesperada. En este
sentido, podríamos decir que la creación evolutiva de Chauchard ha sido
fecundada por la creación epifánica que revela el Webb. No se trata de
oponerlas, sino de integrarlas en una visión más amplia: una creación
pluriforme, donde lo súbito y lo gradual no se excluyen, sino que se entrelazan
como dos modos de la libertad divina.
La metafísica clásica
entendía al ser como acto, perfección, actualidad. Pero a menudo imaginó ese
acto como pura inmovilidad. Sin embargo, pensadores como Tomás de Aquino, Edith
Stein o Maurice Blondel intuyeron una verdad más audaz: que lo creado posee un
ser-en-camino, una ontología de la tendencia, del despliegue, de la
participación creciente. En esta visión, la criatura no es sólo un ente dado:
es un proyecto, una posibilidad abierta por el acto creador que la llama a más.
El tiempo, desde aquí, no es una falta ontológica, sino la forma finita de la
plenitud en proceso. No porque el tiempo agote a Dios, sino porque Dios se
digna a acompañar a sus criaturas en un ritmo de maduración que respeta su
estructura finita. Cada instante es entonces una llamada al ser, no una pérdida
del ser. Esta ontología dinámica no relativiza la verdad del ser, sino que
explica por qué lo finito necesita tiempo: para acoger lo que ha recibido y
dejarse configurar por su llamada trascendente. El tiempo es la pedagogía del
ser. La medida de la esperanza. La forma en que la vocación del ente se teje
entre memoria, espera y deseo.
Y aquí emerge lo decisivo:
la plenitud a la que el ser finito tiende no está contenida en él mismo. Lo
trasciende. Por eso, el tiempo creado lleva inscrita una inquietud, una falta,
una apertura que nunca puede cerrarse en el mundo. Como en Pascal, el corazón
del ser creado tiene un hueco del tamaño de lo Infinito. Y ese hueco no es
vacío: es promesa. Para el pensamiento que estamos desarrollando —en
continuidad con la tradición metafísica cristiana y especialmente tomista—, el
finito no se clausura en su ser, sino que está ontológicamente orientado hacia
una plenitud que lo trasciende y lo funda. Su ser es recibido, y su destino no
es la autosuficiencia, sino la participación. En otras palabras: el
tiempo no lleva al finito hacia su propio centro, sino hacia el centro que lo
sostiene más allá de sí: el Ser infinito. Aquí se abre un verdadero abismo
entre esta ontología del ser en vía —vocación, apertura, promesa— y el
existencialismo heideggeriano. Para Heidegger, el ser del ente finito está
marcado por el límite inmanente de la muerte. Su proyecto es un lanzarse hacia
un “poder ser” que se consuma en la finitud misma. La apertura del Dasein es un
estar-hacia-la-nada, no un ser-llamado hacia la plenitud. La trascendencia
queda “intramundanizada”, y el horizonte último de sentido no rebasa el
ser-ahí. En cambio, en la visión que sostenemos —y que late en toda esta obra—,
la marcha del ser finito en el tiempo no termina en la nada, sino en el Todo.
Su temporalidad no es condena, sino forma de esperanza. Su inacabamiento no es
tragedia, sino condición para el don. No está cerrado sobre sí, sino abierto al
Ser que lo llama por su nombre. Y ese Ser —eterno, libre, amante— es quien le
da destino, no solo origen. En este punto, la teología no niega la finitud: la
transfigura. Y la diferencia fundamental es que, para el existencialismo
heideggeriano, la plenitud es imposible porque el tiempo es agotamiento. En
cambio, en tu visión, el tiempo es invitación, espacio de maduración hacia la
plenitud recibida. No es angustia por lo que no será, sino esperanza por lo que
ya está prometido. Para Heidegger, el tiempo es caída; para la metafísica
cristiana, el tiempo es llamada. Para uno, el ser se consuma en el límite; para
el otro, en la comunión.
Por su parte, la Sagrada
Escritura no presenta la historia como una repetición cíclica, ni como una
evolución sin dirección. La Biblia narra un devenir con sentido, una historia
de alianza que se desarrolla en el tiempo pero que apunta más allá del tiempo,
hacia una plenitud escatológica. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, el
tiempo está cargado de presencia divina, no como invasión sino como guía. La
teología cristiana ha llamado a esta plenitud con muchos nombres: Reino,
consumación, parusía, deificación. Pero en todos ellos resuena una certeza: el
tiempo es llamado a volverse transparente a la eternidad, no por negación, sino
por transfiguración. Y por eso, la vía del finito no es solo una marcha hacia
la muerte, sino una ascensión hacia el cumplimiento de su ser en Dios.
Aquí se comprende la
importancia del Kairós: el momento en que el tiempo cronológico es tocado por
lo eterno. Cada irrupción de lo súbito —en la historia, en el cosmos, en la
vida de los santos— no niega el proceso, lo orienta. Lo ilumina. Lo revela desde
dentro. La galaxia que madura súbitamente, como la gracia que transforma al
pecador, no contradice el tiempo: lo conduce a su centro secreto. Y así el
universo entero, en su pluralidad de ritmos y procesos, aparece como una
pedagogía de lo Absoluto. No cerrado en sí, sino abierto a una plenitud que
solo puede ser dada, nunca producida. El ser finito, en esta clave, no se basta
ni se cancela: se ofrece como espacio para el don, como espera activa de su
consumación en el Logos que lo llamó del no-ser al ser.
La galaxia que madura
súbitamente —esa flor cósmica que se abre antes de lo previsto, sin anuncio,
sin proceso visible— se presenta como un signo inquietante para la conciencia
humana. No porque contradiga el orden, sino porque invita a pensar que el orden
no lo es todo. Que hay algo más: una libertad que no destruye la forma, pero la
desborda. Una plenitud que no se agota en la estadística ni en la causalidad
lineal.
Ante este signo, las
grandes tradiciones religiosas y metafísicas han intentado responder. Algunas
lo hacen desde la serenidad de lo cíclico, como el taoísmo, que ve en cada
manifestación un juego armónico del Tao. Pero lo súbito les resulta ajeno: la
maduración sin proceso quiebra la imagen del flujo gradual e impersonal. Otras,
como el vedanta, ven en esa galaxia una ilusión más dentro del sueño de lo
fenoménico: una forma sin sustancia, un espejismo de Brahman. El budismo, con
su compasiva indiferencia ante lo que aparece y desaparece, la registraría como
una cristalización transitoria del vacío. Ninguna de ellas se detiene demasiado
en el signo, porque en su fondo late la certeza de que el tiempo no tiene
drama, solo repetición o vaciamiento. El zoroastrismo o el islam podrían verla
como un signo de victoria, un gesto de fuerza divina que irrumpe en la materia
como prueba de un poder mayor. Y, sin embargo, su lectura es exterior: se trata
de una señal enviada por un soberano, no de una epifanía donde lo creado
participa del ser que lo engendra. El ocultismo, por su parte, busca códigos,
símbolos, correspondencias. Todo puede tener un significado, sí, pero raramente
conduce a una ontología del sentido. El signo se convierte en secreto, no en
revelación. Incluso en el judaísmo clásico o en el islam, que hablan de signos
divinos en la creación, el evento cósmico queda subordinado a la narrativa
histórica de la alianza o de la sumisión. La galaxia que madura antes del
tiempo permitido no encuentra aún palabras teológicas capaces de leerla en su
espesor: como evento ontológico, como gesto de misericordia, como partitura del
infinito en el tiempo.
La cosmovisión andina —rica
en simbolismo, profundamente enraizada en la reciprocidad, la complementariedad
y la sacralidad de la naturaleza— ofrece una visión del mundo que ha resistido
siglos de colonización y modernidad. Pero precisamente por su fuerza simbólica,
corre el riesgo de volverse intocable, de ser idealizada como si fuera
autosuficiente, como si no necesitara ser interpelada por los desafíos del
pensamiento contemporáneo, de la ciencia, o de la revelación cristiana. Uno de
sus límites más notorios es su inmanencia cerrada: al concebir el mundo como
totalidad viva, donde todo está interrelacionado y animado, puede tender a
confundir lo sagrado con lo divino, lo vital con lo trascendente. La Pachamama
es madre, sí, pero no es Dios. El cosmos es digno, pero no es absoluto. Y
cuando se absolutiza la armonía natural, se corre el riesgo de idolatrar el
equilibrio, de negar el drama, el conflicto, la irrupción de lo nuevo que no
nace del ciclo, sino de la gracia. Además, su concepción del tiempo —cíclico,
ritual, ligado a los ritmos agrícolas— puede volverse insuficiente para pensar
la historia como camino hacia una plenitud escatológica. El tiempo no es solo
retorno: es también promesa. Y esa promesa no nace del Pacha, sino del Dios que
llama desde más allá del mundo. Por eso, la crítica no debe ser negación, sino
purificación y apertura. La cosmovisión andina tiene intuiciones valiosísimas:
la sacralidad de la tierra, la comunidad como forma de vida, la reciprocidad
como ética. Pero necesita ser fecundada por una visión más alta del ser, del
tiempo y del destino. Necesita ser trascendida sin ser destruida, como el
Antiguo Testamento en el Nuevo: no abolido, sino cumplido.
La cosmovisión andina —con
toda su hondura mítica, su sabiduría simbólica y su reverencia por la tierra—
parte de una intuición central: la armonía del todo. El mundo no es un
agregado, sino una totalidad viviente donde la reciprocidad (ayni), la
complementariedad (yanantin) y el equilibrio (suma qamaña)
estructuran la realidad. Pero en esta armonía cerrada no hay espacio para la
irrupción, para lo súbito que quiebra el ciclo, para lo inesperado que irrumpe
no desde dentro del Pacha, sino desde más allá. La galaxia que madura
súbitamente —ese hecho que desconcierta a la cosmología más precisa— quiebra
toda visión que absolutice la ciclicidad o la simetría del cosmos. Su aparición
no responde a un ritmo solar, ni a una reciprocidad agrícola, ni a un equilibrio
de energías. No devuelve nada a nadie. Simplemente aparece. Irrumpe. Brilla. Y
en esa irrupción revela que la realidad no se agota en el orden, ni siquiera en
el orden natural de lo sagrado.
Ahí está el límite de la
cosmovisión andina: en su encierro inmanente. Porque cuando todo lo real queda
contenido en el equilibrio del mundo, no hay lugar para lo gratuito, para el
don que desborda, para la trascendencia que llega sin deber nada al ciclo. La
galaxia prematura no encaja en el calendario sagrado, porque no devuelve una
deuda, sino que anuncia una plenitud que no depende del devenir, sino que lo
interpela. Pero es precisamente desde esa tensión que la cosmovisión andina
puede ser fecundada. Porque lo que la galaxia súbita revela no es una negación
del mundo: es la irrupción del Eterno en lo contingente. Una gratuidad que no
se opone al Pacha, pero que le recuerda que el mundo no se basta, que la
sacralidad de la tierra es símbolo, no sustancia. Que la plenitud no brota del
equilibrio cerrado, sino del don que irrumpe sin ser merecido. Y allí, en esa
herida luminosa que abre la galaxia impensada, la teología cristiana puede
decir lo que el andinismo no alcanza a nombrar: que el mundo es bueno, pero no
es absoluto; que la creación es digna, pero es signo; que el tiempo es sagrado,
pero está abierto a una irrupción que no brota del ciclo, sino de una libertad
eterna que llama a plenitud. Así, la galaxia que madura súbitamente no destruye
el mundo andino: lo transfigura. Lo lleva más allá de sí mismo, como Cristo
llevó más allá la Ley, como la gracia lleva más allá al mérito, como la
eternidad lleva más allá al tiempo. La irrupción no niega: revela que hay más.
Solo una visión donde el
ser finito es vocación, no prisión; donde el tiempo es vía hacia el
cumplimiento, no condena al eterno retorno; donde la creación es signo, no
cárcel, solo allí puede comprenderse que esa galaxia súbita no es escándalo ni
capricho, sino fidelidad. No es ruido cósmico, sino revelación de una estética
donde la plenitud no necesita permiso y la luz irrumpe porque hay un Logos que
escribe con libertad y amor. Y eso es precisamente lo que distingue a la gran
tradición judeocristiana —en su forma más contemplativa y ontológica— de las
otras cosmovisiones. Porque en ella, lo súbito no es anomalía, sino gracia. La
irrupción del ser no es sombra del caos, sino estilo del Creador. Una galaxia
puede madurar sin proceso porque hay una eternidad que toca la historia sin
violarla. Porque el tiempo mismo está hecho para acoger lo inesperado. Porque
lo visible, cuando se vuelve signo, puede devolver la fe al que contempla. Así,
el universo no es un eco frío del todo, ni una trampa de la percepción, ni una
ilusión pasajera. Es drama sagrado, lenguaje encarnado, teofanía velada en
polvo y fuego estelar. Y esa galaxia imposible no se explica: se recibe. Se
interpreta. Se adora.
Concluyendo, se puede
afirmar que el tiempo expresa vocación de plenitud, El tiempo creado no es un
residuo cósmico, ni una herida del alma. Es la vía donde el ser finito se deja
madurar por la presencia que lo llama. Es ritmo, camino, espera, apertura. Y su
sentido no se agota en la física, ni en la biología, ni en la filosofía: solo
la teología puede leer en él la nostalgia del Eterno. Por eso, el universo no
solo contiene seres. Contiene seres en vía. En tensión. En promesa. Y toda la
creación, desde la partícula hasta la estrella, está invitada a volverse
plenitud en Dios. Porque el tiempo —cuando es más que duración— es comunión
ofrecida. Y la plenitud del ser… no es cosa, es encuentro.
Gabriel Marcel, en Homo
viator. Prolegómenos a una metafísica de la esperanza, describía al ser
humano como un ser en tránsito, un peregrino existencial que no se define por
lo que posee, sino por lo que espera. El hombre no es un objeto acabado, sino
una vocación abierta, una marcha hacia el misterio del ser. Su esperanza no es optimismo
ingenuo, sino fidelidad en medio de la oscuridad. Pero ahora, a la luz de lo
que el telescopio James Webb ha revelado —galaxias que maduran antes de lo
previsto, estructuras cósmicas que desafían la cronología lineal—, podemos
extender esa categoría antropológica a una categoría cósmica: el universo mismo
aparece como un ser en camino, como un cosmo viator. Pero ahora vemos
que el universo como peregrino: no solo expansión, sino vocación. El Webb no
nos ha mostrado un universo estático ni meramente mecánico. Nos ha mostrado un
cosmos en tensión hacia la plenitud, donde lo súbito y lo gradual coexisten,
donde la materia no solo se organiza, sino que parece responder a una llamada.
La aparición de galaxias maduras en el universo temprano no es solo un dato: es
un signo. Un signo de que el cosmos no se basta a sí mismo, de que su historia
no es solo expansión, sino peregrinación. Así como el homo viator no
camina por caminar, sino porque espera algo, el cosmo viator no se
despliega por azar, sino porque es llamado desde su origen hacia su
cumplimiento. El universo no solo es: se dirige. Y ese movimiento no es ciego,
sino cargado de sentido.
En otras palabras, el Webb nos revela el drama cósmico. El telescopio
James Webb ha sido, sin quererlo, un instrumento teológico. Ha revelado que el
universo no es un sistema cerrado, sino una historia abierta. Que el tiempo no
es uniforme, sino plural. Que la plenitud no siempre es fruto del proceso, sino
a veces don que irrumpe. Y eso nos obliga a pensar el cosmos no como un objeto,
sino como un sujeto en marcha, como un viator que no se explica solo por
sus leyes internas, sino por la llamada que lo sostiene desde más allá de sí. Teología
del cosmo viator: creación en camino hacia la gloria. Desde la teología
cristiana, esta intuición encuentra su plenitud: la creación no es un hecho
consumado, sino una historia en marcha hacia la transfiguración. San Pablo lo
dijo con fuerza: “La creación entera gime con dolores de parto, esperando la
manifestación de los hijos de Dios” (Rm 8,22). El universo no es solo
escenario: es actor en el drama de la redención. Y su tiempo no es solo
duración: es espera, es esperanza, es vocación. El cosmo viator es,
entonces, el universo como criatura en camino hacia su cumplimiento en Dios. No
como fusión panteísta, sino como participación libre. No como ciclo eterno,
sino como historia con sentido. No como necesidad, sino como respuesta al Amor
que lo llama.
Todo lo cual exige una Filosofía del cosmo viator: una ontología
del tránsito. Esta visión exige una ontología dinámica: el ser no es solo acto,
es también camino. El universo no es solo lo que es, sino lo que está llamado a
ser. Y esa llamada no se reduce a la evolución física, sino que atraviesa la
materia como una melodía que la convoca a más. El cosmo viator es el
universo como ser en tensión hacia su plenitud ontológica, como criatura que no
se agota en su facticidad, sino que espera ser transfigurada. El cosmo
viator y la esperanza cósmica están unidas. Así como el homo viator
es el hombre que espera, el cosmo viator es el universo que espera. Que
gime, que se dilata, que se deja habitar por lo eterno. Y esa esperanza no es
ingenuidad: es la forma cósmica de la fidelidad. La galaxia que madura
súbitamente no es anomalía: es signo de que la plenitud puede irrumpir sin
proceso, porque el tiempo mismo es criatura del Eterno. En suma, se marcha
hacia una metafísica de la esperanza cósmica. El cosmo viator es una
categoría que une ciencia, filosofía y teología. Es el universo como camino,
como signo, como promesa. Es la materia que no se cierra sobre sí, sino que se
abre al misterio que la llama. Es la creación que no se explica solo por sus
leyes, sino por el Amor que la sostiene y la espera. Y así, como decía Marcel
del hombre, podemos decir ahora del cosmos: “No es lo que posee lo que lo
define, sino lo que espera.”
La peregrinación del cosmos está unida a la peregrinación del hombre,
pues el nuevo hombre es indesligable de la nueva tierra y del nuevo cielo, y
ese es el lenguaje teológico más profundo del que nos habla el Webb. Esta
intuición podría ser el corazón palpitante de todo este libro. Porque sí: el
cosmos no peregrina solo. Su marcha no es muda, ni su historia indiferente. La
creación no es un decorado para el drama humano, sino compañera viva en su
esperanza. Si el James Webb nos ha mostrado que el universo está en tránsito,
en tensión, en parto hacia una plenitud inesperada, entonces podemos decir —con
audacia y reverencia— que el cosmos entero es un viator con nosotros. Y esto no
es poesía gratuita. Es teología profunda. Porque la Escritura no promete solo
redención personal, sino una nueva creación: “Vi un cielo nuevo y una tierra
nueva” (Ap 21,1). El “nuevo hombre” no puede entenderse sin ese nuevo cielo y
esa nueva tierra. Antropología y cosmología se entrelazan, porque la gracia que
transfigura al hombre quiere también transfigurar su entorno, su historia, su
cosmos. Por eso, lo que el Webb ha captado —esos signos de madurez prematura,
esas galaxias que desafían los modelos— no son meras anomalías físicas. Son
símbolos cósmicos de una plenitud que se acerca, como si la creación misma —en
sus ritmos y rupturas— estuviera anticipando la manifestación gloriosa de los
hijos de Dios (cf. Rm 8,19). Decir que el hombre es un viator ya no basta. Hay
que decir que todo el universo está en camino, y que su destino está unido al
nuestro. Porque la redención no es una fuga de la tierra: es una
transfiguración del todo. Y ese todo incluye el espacio, el tiempo, la materia,
la luz. Y también esas galaxias que, como mensajeras mudas, nos dicen: la
gloria puede irrumpir sin previo aviso. Y cuando lo haga, todo será nuevo.
De esta manera, todo lo que vemos por el
lente del telescopio James Webb es preludio, no conclusión. Las galaxias que
irrumpen antes del tiempo susurran promesas que aún no comprendemos. Cada luz
que alcanza nuestros ojos desde el abismo es un eco del Verbo que viene. El
cosmos no solo fue creado: espera.
Y en su espera resplandece el anuncio de la gloria que lo transfigurará todo. Si el Creador ha permitido
que el hombre en su historia llegue a alcanzar ver los portentos del cosmos no
es por casualidad, sino que encierra un mensaje profundo que tiene que ver con
la redención de la creación entera. Exactamente. Esa contemplación no es solo
conquista tecnológica: es llamada teológica. Que el hombre —ser finito, frágil,
peregrino— sea capaz de leer el lenguaje de las estrellas, no significa que
domina el universo, sino que ha sido invitado a descifrar su sentido. Y ese
sentido no es otro que la gloria hacia la cual todo tiende. El James Webb —como
antes el Hubble, y como la mente humana— no solo observa: responde a una
invitación divina. Porque si ahora el hombre puede ver los confines del cosmos,
es porque la historia entera está madurando hacia su plenitud. El conocimiento
no es accidente; es participación en la obra redentora. Y lo que el telescopio
capta —luz antigua, armonía imposible, plenitudes prematuras— no es solo
física: es profecía. Dios no ha dado al hombre ojos para ver galaxias, sino
corazón para intuir en ellas la promesa de una creación restaurada,
transfigurada, glorificada. Ver el universo es ya anticipar el Reino. Porque
quien contempla lo creado con humildad redimida, ya está en camino de ver al
Creador cara a cara.
Ver galaxias que no son
fruto de una evolución nos habla de un estado de existencia donde el espíritu
reina sobre la materia, el alma sobre el cuerpo y lo eterno sobre el tiempo Sí.
Porque lo que vemos no es solo un fenómeno cósmico, sino una imagen anticipada
de un orden más alto, aquel donde la materia ya no necesita procesos para
alcanzar su forma, porque ha sido penetrada completamente por el sentido. Las
galaxias que maduran súbitamente no contradicen la física; revelan que hay una
física transfigurada, donde el Logos actúa sin intermediarios, y donde la
evolución no es necesaria porque la plenitud ha descendido sin cálculo. Estas
estructuras celestes —llenas, ordenadas, armónicas— no hablan de azar ni de
caos, sino de una realidad donde la materia ha sido habitada por la gloria. Y
eso es, en el fondo, una figura del Reino: cuando lo eterno transfigura el
tiempo, cuando el alma ya no lucha contra el cuerpo, sino que lo eleva, cuando
el espíritu ya no está atrapado en la historia, sino que la conduce. No estamos
viendo simplemente galaxias jóvenes que “parecen viejas”; estamos viendo la
memoria de un futuro, el reflejo de un estado ontológico donde la creación ha
sido reconciliada con su Creador, y el tiempo no gesta, sino que recibe el don.
6. Lo súbito y lo gradual:
una sola partitura Creación lenta y creación inmediata como expresiones
complementarias
El universo no ha sido
tejido con una sola aguja. No todo lo real se manifiesta bajo el ritmo pausado
de la evolución, ni todo lo creado brota como fruto instantáneo de una palabra
divina. Entre lo súbito y lo gradual se extiende una tensión fecunda, no como
oposición, sino como armonía compleja. Ambas formas de aparición —lo que madura
despacio y lo que irrumpe sin preaviso— componen la doble métrica de la
creación.
La modernidad, sin embargo,
ha privilegiado lo gradual. Desde el Iluminismo hasta la física clásica, el
saber fue seducido por la idea de que todo debe explicarse mediante secuencias
lógicas, temporalidades mesurables y desarrollos inferibles. Lo súbito fue
relegado al campo de lo emocional, lo anecdótico o lo premoderno. Pero el
cosmos no ha firmado ese contrato. Las observaciones del James Webb han
socavado ese paradigma unilateral. Las galaxias que aparecen estructuradas y
maduras en los primeros cientos de millones de años del universo no obedecen la
linealidad que el modelo cosmológico esperaba. No niegan lo gradual, pero lo
rodean de misterio. Revelan que hay algo en el corazón de la materia que no se
explica únicamente por acumulación. Lo súbito, en este contexto, no es
disonancia, sino contrapunto. No es negación de lo progresivo, sino plenitud
inesperada que lo complementa. Así como una sinfonía necesita tanto del crescendo
como del subito forte, la creación se articula en registros diversos:
unos lentos, otros instantáneos; unos procesuales, otros epifánicos.
Desde la tradición
teológica cristiana, esta complementariedad encuentra su fundamento en la
libertad divina. Dios no está atado a cronologías. Crea en el tiempo, pero no
está contenido por él. Puede formar al ser humano “del barro de la tierra” y
hacerlo madurar lentamente, como puede decir “hágase la luz” y ver, al
instante, que la luz era buena. En los textos bíblicos más antiguos, ya
encontramos esta doble métrica: la creación en seis días —ritmada, ordenada,
secuencial— coexiste con acciones divinas fulgurantes, como la apertura del mar
Rojo, el fiat de la encarnación, la resurrección. Dios no se contradice
al actuar en ritmos distintos. Se revela. Esta pluralidad rítmica no es signo
de incoherencia, sino de riqueza. Solo una inteligencia empobrecida por el
mecanicismo espera que todo lo real ocurra con el mismo tempo. Pero el amor
creador no es monótono. Es libre. Es imprevisible en su fidelidad. Lo gradual
tiene su grandeza: es pedagogía. Enseña paciencia, maduración, proceso. El
crecimiento de un árbol, la formación de un alma, la cristalización de una idea
—todo lo profundo suele gestarse despacio. Pero lo súbito tiene su lenguaje
propio: es epifanía. Revelación inesperada de una plenitud que no dependía de
nuestras condiciones.
El problema, entonces, no
está en lo gradual ni en lo súbito. Está en oponerlos. En reducir la creación a
uno solo de sus registros. En absolutizar el proceso o romantizar el milagro,
sin ver que ambos —cuando nacen de la misma libertad divina— se explican
mutuamente. En la tradición filosófica, el énfasis en el proceso ha derivado en
formas de historicismo que absolutizan el tiempo como única medida del ser.
Hegel, por ejemplo, subordinó la verdad al devenir. Solo lo que madura
dialécticamente es real. Pero esa es una concepción incompleta del ser. Porque
también hay verdad que irrumpe sin preámbulo. Sin mediaciones. Del otro lado,
ciertas formas de espiritualismo han romantizado lo súbito: el éxtasis, la
iluminación repentina, el salto místico. Pero cuando lo súbito se absolutiza,
puede convertirse en desprecio del cuerpo, del tiempo, de la historia. Por eso,
la sabiduría consiste en articular ambos polos, no en elegir uno. En el campo
cosmológico, algo similar ocurre. La teoría inflacionaria, por ejemplo, postula
una expansión súbita en los primeros instantes del universo. Pero esa
“inflación” necesita ser encajada dentro de un modelo evolutivo más amplio. Lo
súbito da origen; lo gradual estructura.
A nivel teológico, la
encarnación es el paradigma de esta articulación. Dios entra en la historia
como evento súbito —el Verbo se hace carne—, pero su vida se despliega en
treinta años de crecimiento, silencio, espera. El milagro inicial se encarna en
la historia. Lo súbito asume lo gradual y la propia vida de Cristo lo demuestra.
Esta complementariedad también atraviesa la existencia humana. El amor, por
ejemplo, puede surgir como flechazo —repentino, inexplicable— pero debe
sostenerse en la trama de la cotidianidad. La gracia puede irrumpir como luz,
pero luego pide conversión, perseverancia, proceso. Las galaxias que maduran
súbitamente son, entonces, símbolo cósmico de esta dialéctica. Revelan que hay
realidades que no necesitan de una evolución progresiva para alcanzar su
plenitud. Y que esa plenitud, aunque inesperada, no contradice el sentido: lo
revela desde otra altura. Esto tiene consecuencias epistemológicas. Si solo
buscamos comprender lo real por acumulación de datos, lo súbito nos resultará
ininteligible. Pero si aceptamos que la verdad puede revelarse también como
don, como kairós, como irrupción, entonces nuestro conocimiento se vuelve hospedable
al asombro.
Lo súbito no es ignorancia.
Es otra forma del saber. Un saber no deductivo, sino contemplativo. Que
reconoce que algunas verdades llegan como regalo, no como conquista. Que se
abren como flor, no se construyen como torre. Por eso, la teología no puede
prescindir de lo súbito. La revelación es, por definición, evento gratuito. No
puede ser deducida, ni producida. Solo recibida. El Logos no se infiere: se
encarna. Pero tampoco puede prescindir de lo gradual. Porque el Verbo encarnado
camina con los hombres. Enseña, forma, espera. La redención no ocurre solo en
el Gólgota, sino también en Caná, en el desierto, en la cena compartida. El
Dios súbito es también Dios paciente. Esta dupla —lo súbito y lo gradual— es
también clave hermenéutica. Solo una lectura dual del tiempo puede comprender
que en el universo hay armonías que no responden a una sola métrica. Que el
tiempo no es lineal ni circular: es polifónico. Hay instantes, pero también
procesos. Hay ritmo, pero también síncopa. Los Padres de la Iglesia lo intuyeron.
En Basilio, Gregorio de Nisa, Agustín, aparece la idea de que Dios puede crear
de la nada lo que nosotros solo concebimos como proceso. La creación no se
agota en el inicio: es constante, diversa, rica en tonos. Santo Tomás fue aún
más claro: Dios puede actuar por causas segundas —lo gradual— o por acción
inmediata —lo súbito— sin que ninguna contradiga su sabiduría. Porque Él es
causa del ser, no solo del cambio.
En tiempos modernos, la
teología ha cedido terreno a una visión únicamente evolutiva e inmanente, como
si lo único respetable fuera lo lento y material. Pero lo súbito no es evasión:
es forma de manifestación. Es visibilidad del eterno en el tiempo. No niega la
historia: la fecunda. En la espiritualidad, lo súbito y lo gradual aparecen
también en la vida mística. Hay almas que avanzan lentamente, con esfuerzo, y
otras que reciben dones inesperados, rupturas de luz, heridas de amor divino
que desbordan toda pedagogía. Ninguna es superior: ambas son reales. Lo súbito
no es privilegio, ni trampa. Es lenguaje de un Dios que no se deja encerrar en
rutinas. Pero lo gradual no es castigo, ni retraso. Es lenguaje de un Dios que
acompaña la lentitud de sus criaturas. Ambos modos son expresión de un mismo
Amor. Por eso, toda creación es liturgia: lenta como un Adviento, súbita como
una Epifanía. Quien solo espera milagros niega la fidelidad de Dios. Quien solo
cree en procesos niega su libertad. Solo quien ve el milagro en el proceso y el
proceso en el milagro, adora. El cosmos, tal como lo vemos ahora, no responde a
un solo compás. La galaxia que madura súbitamente no contradice la que tarda
mil millones de años. Ambas obedecen a una misma partitura. Una que no
escribimos nosotros. Una que no es monótona, sino polirrítmica. Esa partitura
está escrita en una clave.
Lo que nos muestra el James
Webb es en última instancia liturgia y epifanía del Adviento del Dios creador y
salvador. Porque lo que el Webb muestra no es solo un archivo de luz antigua ni
una colección de datos astrofísicos; lo que despliega ante nuestros ojos es una
liturgia cósmica en tiempo real, un altar celeste donde la materia misma
celebra su origen y se adelanta a su destino. Cada galaxia que irrumpe sin
previo aviso, cada estructura prematuramente madura, es una incensación
estelar, un Kyrie silencioso del universo que gime y canta a la vez. Y si es
liturgia, es porque convoca al hombre al asombro adorante; si es epifanía, es
porque nos revela —en lo visible— la huella secreta de lo invisible. Y si es
Adviento, es porque no señala lo que ya es plenamente, sino lo que está por
llegar, lo que se anuncia con temblor de gloria, con belleza en forma de
espera.
En este sentido, el Webb no
es solo tecnología de observación: es instrumento providencial de contemplación
escatológica. Nos recuerda que el cosmos no ha concluido su devenir y que cada
pliegue de gas, cada abismo de vacío, cada brote de luz, es promesa. Sí: lo que
vemos no es solo ciencia. Es una revelación cósmica en clave litúrgica. Es el
universo diciendo: “Maranatha. El Señor viene.”
Bibliografía
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Ensayo de una crítica de la vida y de una ciencia de la práctica (J. M.
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Fuentes periodísticas y divulgativas sobre el telescopio James Webb: Martínez-Juárez, P. (2024, agosto 27). Nada
más comenzar su andadura el James Webb pareció “romper” los modelos
cosmológicos. Tenemos otra explicación. Xataka Ciencia. https://www.xataka.com/espacio/nada-comenzar-su-andadura-james-webb-parecio-romper-modelos-cosmologicos-tenemos-otra-explicacion
/ Parolari, M. N. (2025, mayo 30). El telescopio James Webb
confirma un misterio cósmico que desconcierta a la ciencia. Gizmodo en
Español. https://es.gizmodo.com/algo-no-encaja-en-el-universo-telescopio-james-webb-confirma-un-misterio-cosmico-que-desconcierta-a-la-ciencia-2000169391
/ Infobae. (2025, febrero 21). Observaciones con Webb
confirman un desafío a la teoría cósmica. Infobae Ciencia.
https://www.infobae.com/america/agencias/2024/12/09/observaciones-con-webb-confirman-un-desafio-a-la-teoria-cosmica/
Parte III
Teología de la libertad
creadora
“El que es dice: Hágase. Y lo dicho se vuelve
ser.
No porque lo necesite, sino porque ama.
Y el mundo, sorprendido, florece en gloria sin
proceso.”
7. Dios fuera del reloj
El fiat eterno, la madurez
súbita y la soberanía del Creador son ideas clave de la teología misma. Toda
teología que quiera pensar con hondura a Dios debe empezar por despojarlo de
nuestros relojes. Porque si el tiempo es criatura —como sostiene la mejor
metafísica cristiana— entonces Dios no habita en la secuencia, no espera, no
recuerda, no proyecta. Él es. Su acto creador no nace en un momento, porque es
eterno. Su palabra no se emite en un segundo particular, porque su fiat no es
temporal: es trascendente.
La frase “hágase la luz” no
significa que Dios comenzó a hablar después de estar en silencio. Significa que
su querer y su hacer son uno, que su eternidad toca al tiempo como un padre
toca el rostro de su hijo, sin invadirlo, pero dándole forma. Esa “luz” que se
hizo no es solo un fenómeno físico. Es la manifestación de una voluntad sin
origen ni final. De un fiat eterno que no responde a causas, porque es la
Causa. No obstante, en el mundo creado, ese fiat resuena como evento. Ocurre en
el tiempo. Despierta cosas. Da lugar. Irrumpe. Y por eso, lo que desde Dios es
eternidad, desde el cosmos se percibe como súbito. Porque el tiempo no puede
contener la eternidad: solo puede ser herido dulcemente por ella. Y cada vez
que eso ocurre —cada galaxia que madura fuera de las cronologías previstas,
cada plenitud que irrumpe antes del proceso— lo que vemos no es un error: es la
soberanía amorosa del Creador manifestándose como epifanía.
Esa soberanía no es
arbitrariedad, como temían los nominalistas. Dios no actúa “fuera del orden”
porque le apetezca, sino porque su orden es más alto que nuestros modelos. No
viola sus propias leyes: las supera desde dentro. El milagro, la plenitud súbita,
la galaxia que se organiza sin proceso, no son parches a un sistema mal
diseñado, sino jornadas de gracia en la arquitectura cósmica. Como si el
arquitecto escribiera, en medio de su edificio, un poema que no necesita
columna para sostenerse. Y aun así sostiene. Dios fuera del reloj no significa
Dios sin sentido. Significa Dios cuya eternidad no espera el momento oportuno,
porque lo crea. Su Kairós no ocurre dentro del tiempo, sino que le da sentido
al tiempo desde fuera. Es el punto por el cual todas las cosas maduran, no
porque hayan recorrido un camino, sino porque fueron miradas con amor creador.
Este es el misterio de la
madurez súbita. Aquella galaxia que no debería estar allí, según la cronología
estándar, no es un error cósmico, sino una señal de que la creación no sigue un
guión cerrado, sino una partitura viva que Dios ejecuta con libertad y ternura.
Y su libertad no contradice la razón: la amplía. No destruye la causalidad: la
transfigura en transparencia. Aquí se manifiesta una dimensión clave de la
teología de la creación: Dios no solo crea el qué, sino el cómo y el cuándo. No
sólo da el ser, sino que decide el ritmo con el que el ser se despliega. Y ese
ritmo puede ser lento como una gestación o súbito como un relámpago. Ambos
obedecen a una libertad que no es caos, sino estilo.
Toda creación súbita es, en
el fondo, una huella visible del Dios que no necesita pasos para llegar a donde
ya está. Y eso es lo que escandaliza al pensamiento secular: que haya plenitud
sin proceso. Que haya orden sin evolución. Que haya belleza sin cálculo. Pero
no se trata de irracionalidad. Se trata de una racionalidad más alta. De una
razón que no se mide, sino que se contempla. Dios fuera del reloj no es el Dios
ausente de la historia, sino el Dios que la sostiene sin depender de ella. El
que puede, sin contradicción, actuar en el proceso o sin él. Que puede esperar
siglos o irrumpir sin previo aviso. Porque el tiempo no lo contiene, pero Él
contiene al tiempo. Por eso, lo que el telescopio James Webb ha revelado no son
simplemente datos cosmológicos. Son ecos de una liturgia eterna que se filtra
en la historia. Cada estructura imposible, cada plenitud inesperada, cada
florecimiento cósmico prematuro es una página de esa liturgia del fiat que no
cesa. Como si el universo aún escuchara, detrás del polvo y el silencio, la
misma voz que dijo: "Hágase"… y sigue diciéndolo. Creer en un Dios
fuera del reloj no es abandonar la ciencia, sino liberarla de su cerrazón. Es
permitirle ver que la verdad no solo se mide: también se recibe. Y que algunas
estructuras del cosmos no son solo información: son formas visibles de una
fidelidad invisible. Sí, el fiat eterno no se cansa. No envejece. No se repite.
Pero tampoco se desmiente. Cada vez que crea, lo hace como por primera vez.
Cada plenitud súbita es una nueva sílaba del Verbo en el tiempo. Una muestra de
que el universo no se basta, pero tampoco se traiciona. Porque está habitado
por el Creador que no mide con cronómetros, sino con gloria.
Este capítulo no dice que
lo súbito es mejor que lo gradual. Dice algo más profundo: que ambos son
expresiones de una libertad cuya soberanía está en el amor. Un amor que da el
tiempo, y lo trasciende. Un amor que no improvisa, pero tampoco repite. Un amor
que puede hacer madurar una estrella como puede transfigurar un alma: en un
instante, si quiere. Y eso no ofende la razón. La sana. Así, cuando decimos que
Dios está fuera del reloj, no negamos el tiempo: lo sacralizamos. No
despreciamos el proceso: lo dejamos abierto a la gracia. No anulamos la
historia: la convertimos en altar. Porque en el fondo, todo tiempo es don. Y
todo don, cuando es amado, puede madurar de pronto. Como una estrella que no
esperaba ser galaxia. Como el alma que, sin saber por qué, ha sido tocada por
la luz.
Para un Creador que está
fuera del tiempo la existencia de galaxias donde no debería haber es
demostración de su señorío en el universo. Exactamente. Es la marca indeleble
de un Señor del ser, no sujeto al devenir, cuya soberanía no consiste en
intervenir de vez en cuando como un agente externo, sino en sostener, originar
y plasmar el universo desde una eternidad sin reloj. Que surjan galaxias “donde
no deberían” —según nuestras cronologías— no indica fallo del modelo físico,
sino quiebre providencial de nuestras categorías ante una libertad
infinitamente mayor. En términos ontológicos, estas estructuras prematuras son
testimonio de que la creación no está encadenada a una evolución lineal y
predecible, sino abierta a la iniciativa amorosa del Creador. No aparecen a
pesar de la física, sino porque la física misma está sostenida por un Logos
que puede infundir plenitud sin requerir proceso. Estas galaxias son, si se
quiere, evidencia astrofísica de una teología silenciosa, la que susurra que el
mundo no es azar ni necesidad, sino libertad en acto. Dios no necesita las
etapas para formar la forma. Y cuando lo hace —cuando revela plenitud antes del
tiempo calculado— no está rompiendo reglas, está mostrando que las reglas no lo
gobiernan a Él. Por eso, cada anomalía cósmica es una epifanía que devuelve lo
visible a su condición de signo. En el fondo, el universo no explica a Dios,
pero Dios sí puede hablar a través del universo, cuando se lo contempla con
humildad. Y en esas galaxias imposibles resuena, sin palabras, una frase
inconfundible: “Yo soy. Y mi señorío no se rinde a los relojes.”
Estas explicaciones
muestran lo extraviado del eterno retorno de lo mismo de Nietzsche. Sin duda.
Porque lo que se manifiesta en estas observaciones cosmológicas —galaxias que
irrumpen sin proceso, plenitudes que aparecen antes del tiempo calculado— no es
un retorno, sino una marcha hacia una plenitud inédita. El “eterno retorno de
lo mismo” de Nietzsche, más que una cosmología, es una afirmación existencial:
la idea de que todo se repite sin fin, sin sentido, sin redención. Pero las
galaxias súbitas no repiten nada. No regresan a lo anterior. No son fatalidad.
Son irrupciones singulares, impredecibles, portadoras de significado. Donde
Nietzsche ve un universo trágico que gira sobre sí mismo, sin dirección ni
horizonte, lo que vemos hoy —a la luz del James Webb y de una teología del
tiempo— es un universo en tensión hacia la gloria, no hacia el retorno. Un
universo con memoria, promesa y finalidad. Un universo que no gira en círculos
cerrados, sino que se abre hacia una culminación transfiguradora, donde lo nuevo
no es negado, sino fecundado por la libertad amorosa del Creador. Así, este
cosmos no confirma la desesperanza nietzscheana, sino que la desmiente con
belleza. Porque no estamos condenados a lo mismo. Estamos siendo llamados a lo
más. Todo lo cual queda fuera del alcance de la metafísica de lo inmanente del
nietzscheanismo.
Este señorío del Creador no
es dominio exterior sobre las cosas, sino presencia interior que les da ser.
Dios no actúa desde fuera, como un relojero que interviene: actúa desde el ser
mismo, como fuente permanente de actualidad, como origen continuo del tiempo. Y
por eso, puede obrar sin etapas. Puede irrumpir sin anticipación. Puede
sorprender… sin haber cambiado. Frente a esto, los sistemas filosóficos se
quedan cortos. Hegel, con su dialéctica universal, no puede admitir lo súbito
sin integrarlo como etapa. Pero lo súbito no encaja: irrumpe, desborda, revela.
En Schopenhauer, el mundo es voluntad ciega, y la creación carece de sentido.
En Whitehead o Samuel Alexander, Dios mismo está sujeto al proceso. Y en los
filósofos del lenguaje, la realidad se agota en estructuras simbólicas, sin
espacio para la gratuidad del ser. Incluso la duración de Bergson, con toda su
profundidad, es insuficiente. Porque, aunque libera al tiempo de la geometría,
no lo abre a la eternidad. Su devenir es continuo, espontáneo, vital, pero
cerrado en sí. No hay lugar para el milagro, ni para la irrupción pura. Solo
expansión interna. Pero la creación —como la gracia— no se explica desde
dentro: se recibe desde fuera, sin ser violada.
Por eso, la teología de la
creación no puede alojarse en marcos inmanentistas. Exige una metafísica del
don, donde lo creado no se origina por necesidad ni por proceso, sino por un
amor que obra con libertad y sin deuda. Un amor que puede madurar una forma sin
historia previa. Que puede introducir plenitud allí donde no había
prefiguración. Y que cuando lo hace, no hiere el orden: lo transfigura. La
galaxia que madura súbitamente no contradice la evolución cósmica: la
relativiza. Muestra que el proceso no es dueño de la creación, sino vehículo.
Que no hay un solo compás. Que la partitura del universo contiene tanto
crescendos como irrupciones. Y que el Creador no está limitado al lento avance
de causas segundas. Puede —si quiere— decir: “Hágase”, y el ser florece. Esto
no destruye la ciencia. La libera. Porque deja de exigirle que encierre al
mundo en una única métrica. Y también purifica la teología, que a veces ha
romantizado lo súbito en desmedro de lo gradual. Pero el punto no es elegir. Lo
verdaderamente divino es que ambas formas se entrelazan en una sola partitura:
la de un Dios libre que crea como quiere, cuando quiere y porque ama. Por eso,
cuando decimos que Dios está fuera del reloj, no lo expulsamos de la historia:
lo confesamos como su fuente. No negamos el proceso: lo asumimos como parte del
lenguaje divino. Pero nos negamos a absolutizarlo. Porque sabemos que la
libertad que da origen al cosmos puede actuar por etapas o sin ellas. Y que, en
ambos casos, su sello es la gloria.
Lo súbito no se opone a lo
racional, se opone a la suficiencia de nuestras categorías. Irrumpe para
recordarnos que el tiempo no tiene la última palabra. Que el cosmos no se
explica solo. Que el mundo es don, no destino. Y que detrás de cada pliegue de
gas, de cada estrella que nace sin calendario, hay una voz que sigue resonando,
como al principio: “Hágase”. Y la luz fue.
Las galaxias que aparecen
en el universo primitivo con una madurez inesperada no solo desafían los
modelos físicos estándares: interpelan también a las cosmovisiones religiosas y
filosóficas que pretenden explicar lo real sin apelar a un acto libre y trascendente.
Entre ellas, el panteísmo y el deísmo se ofrecen como intentos antitéticos de
resolver el misterio del ser: uno disolviendo a Dios en el mundo; el otro
desligándolo de él. Pero ambas posturas, cuando se enfrentan a lo súbito,
revelan su impotencia.
Para el panteísmo, no hay
irrupción ni epifanía, porque todo es ya Dios. La realidad no es creación, sino
manifestación de la divinidad en modos diversos. La galaxia prematura,
entonces, no sorprende: es una expresión más del Todo que fluye. No hay voluntad
externa, ni fiat, ni don. Todo es necesario. Todo es inmanente. Pero ahí mismo
yace su límite: si todo lo que aparece es divino, nada puede ser signo, porque
no hay alteridad que lo funde. Lo súbito pierde espesor. No es gracia, ni
irrupción de lo Otro, sino movimiento de una totalidad que no se desborda
porque ya lo contiene todo. El panteísmo, así, niega a la creación su condición
de llamada, y al Creador su libertad. La plenitud sin proceso no tiene
lugar porque no hay realmente proceso, ni plenitud: solo cambio de formas.
En sentido inverso, el
deísmo conserva la alteridad entre Dios y el mundo, pero la congela. Según su
esquema, Dios creó el universo como quien da cuerda a un reloj y luego se
retira. Las leyes naturales lo rigen todo, y si algo ocurre, es porque estaba inscrito
desde el inicio. La galaxia súbita, entonces, no es milagro, ni signo, ni gesto
de fidelidad: es simplemente consecuencia retardada de una causa anterior que
ignoramos. El deísmo cancela la posibilidad misma de una intervención actual
del Creador. No hay Kairós, ni revelación, ni epifanía cósmica. La soberanía de
Dios queda reducida a haber creado el sistema. Luego, silencio. Pero un Dios
que no puede irrumpir, que no puede amar en el tiempo, que no puede
sorprender... ¿es aún Dios, o mero postulado abstracto para justificar un orden
que ya no necesita su presencia?
Ambas posturas, desde
lugares opuestos, niegan el núcleo de la creación cristiana, que el mundo es
real y distinto de Dios, pero que está sostenido en cada instante por su
Palabra, y que esa Palabra puede, si lo desea, irrumpir de nuevo, sin proceso
ni cálculo, solo por amor. Ahí reside la clave: lo súbito como lenguaje de una
libertad que no necesita al mundo, pero lo elige. El panteísmo disuelve esa
libertad. El deísmo la vacía. Solo una teología del fiat eterno —como la que venimos
formulando— puede darles a estas galaxias su verdadero peso: no como anomalía,
sino como signo de un señorío que no se somete a los relojes, y de un amor que
puede otorgar plenitud donde no se esperaba, y precisamente por eso, donde más
se necesita. Porque si todo es Dios, no hay sorpresa. Y si Dios ya no habla, no
hay esperanza. Pero si Dios es libre y cercano, entonces cada estrella
imposible puede ser una palabra viva de su gloria.
Pero, así como Spinoza y
Voltaire son insatisfactorios para explicar estas galaxias súbitas, también lo
es el modelo del vacío cuántico de Hawking. Sí, y esa crítica es tan necesaria
como reveladora. Porque si bien el modelo del vacío cuántico propuesto por
Hawking ha sido una de las formulaciones más audaces para pensar el origen del
universo sin necesidad de una causa externa inmediata, su alcance ontológico y
teológico es profundamente limitado cuando se trata de explicar fenómenos como
la madurez súbita de galaxias en el universo primitivo. El modelo de
Hawking —especialmente en su formulación con James Hartle del “estado sin
frontera”— propone que el universo pudo surgir de una fluctuación cuántica del
vacío, sin necesidad de condiciones iniciales clásicas. En este marco, el vacío
cuántico no es la nada, sino una espuma de potencialidades energéticas, donde
pares de partículas virtuales emergen y se aniquilan constantemente. Aplicado
al origen del cosmos, este modelo sugiere que el universo podría haberse
originado espontáneamente, sin intervención divina, como una “autoemergencia”
del campo cuántico.
Pero aquí está el límite:
el vacío cuántico no es la nada metafísica, sino una estructura física
altamente determinada, con leyes, constantes, simetrías y condiciones de
posibilidad. No es ausencia absoluta, sino presencia latente de energía y
forma. Por tanto, no explica el ser, sino el cambio dentro del ser. No da
cuenta del fiat, sino del despliegue. Y cuando aparecen galaxias que no
deberían estar allí —estructuras maduras sin proceso evolutivo previo—, el
modelo del vacío cuántico no puede interpretarlas como signo, ni como don, ni
como irrupción de sentido. Solo puede decir que “ocurrieron”, sin por qué. Además,
el modelo de Hawking no contempla la libertad, ni la gratuidad, ni la
finalidad. Es un modelo físico, no una metafísica. Y por eso, no puede leer lo
súbito como lenguaje, ni como fidelidad, ni como epifanía. En el mejor de los
casos, lo reduce a fluctuación estadística. Pero una galaxia que madura sin
proceso no es ruido: es forma, es belleza, es plenitud. Y eso exige una causa
que no sea solo energía, sino inteligencia amorosa.
Así como Spinoza disuelve a
Dios en la necesidad del todo, y Voltaire lo congela en un relojero ausente,
Hawking lo sustituye por un campo cuántico sin rostro ni voluntad. Pero ninguna
de esas visiones puede explicar por qué hay algo en vez de nada, ni por qué ese
algo puede florecer sin proceso, ni por qué lo visible puede ser signo de lo
invisible. La galaxia súbita no es una fluctuación: es una palabra pronunciada
fuera del tiempo. Y solo una teología del fiat eterno puede escucharla como lo
que es: una revelación silenciosa del Creador que no necesita etapas para amar.
Roger Penrose es, sin duda,
una de las mentes más audaces y originales de la cosmología contemporánea. Su
propuesta de la Cosmología Cíclica Conforme (CCC) —según la cual el
universo actual es solo una fase dentro de una secuencia infinita de “eones”
cósmicos— busca ofrecer una alternativa al modelo inflacionario estándar. En
este marco, la aparición de galaxias maduras en el universo temprano no sería
una anomalía, sino una huella residual del eón anterior, una especie de eco
estructural que atraviesa la frontera entre ciclos cósmicos. Ahora bien, aunque
esta teoría tiene el mérito de ampliar el horizonte especulativo y de
introducir una visión no lineal del tiempo cósmico, su capacidad explicativa
ante las galaxias súbitas es limitada y ambigua.
Veamos por qué: 1. La CCC
no predice directamente la madurez súbita. Penrose sugiere que ciertas
estructuras observables —como patrones en el fondo cósmico de microondas—
podrían ser rastros de agujeros negros evaporados en un eón anterior. Pero no
ofrece un mecanismo claro por el cual galaxias enteras, con barras espirales y
discos bien definidos, emerjan súbitamente en el nuevo eón. La CCC habla de
continuidad conforme, no de madurez estructural precoz. Por tanto, la galaxia
súbita no es predicha, sino reinterpretada a posteriori. 2. La CCC conserva una
lógica determinista del devenir. Aunque rompe con la linealidad del Big Bang
único, la CCC sigue siendo una teoría de continuidad matemática, donde cada eón
se conecta con el siguiente mediante transformaciones conformes. No hay lugar
para un fiat libre, para una irrupción que no provenga del ciclo anterior. En
ese sentido, la CCC no puede dar cuenta de lo súbito como don, sino solo como
consecuencia de una geometría previa. 3. No hay evidencia empírica concluyente.
Penrose ha señalado ciertos patrones circulares en el fondo cósmico como
posibles huellas de su teoría, pero la comunidad científica no ha validado de
forma robusta esas interpretaciones. Y en cuanto a las galaxias súbitas, la CCC
no ha ofrecido predicciones verificables que la distingan de otros modelos. Su
poder explicativo sigue siendo más especulativo que predictivo. 4. La CCC no
contempla una libertad creadora trascendente. Desde una perspectiva teológica,
el límite más profundo de la CCC es que no puede pensar la creación como acto
libre y amoroso de un Dios personal. El universo se repite, pero no es llamado.
Se transforma, pero no es redimido. La CCC es una cosmología sin Kairós, sin
gracia, sin epifanía. Y por eso, no puede leer la galaxia súbita como signo,
sino solo como eco. En suma, tanto Hawking como Penrose no rompen la camisa de
fuerza inmanentista de la modernidad.
En conclusión, se trata de una teoría brillante, pero insuficiente. La
CCC de Penrose es una propuesta valiente, que merece ser escuchada y debatida.
Pero no basta para explicar la madurez súbita como signo de un fiat eterno. Los
eones sucesivos se pierden en el sinsentido. Porque lo que vemos en esas
galaxias no es solo continuidad, sino irrupción. No es solo geometría, sino
gloria. Y eso exige una categoría que Penrose —por fidelidad a su marco
matemático— no puede nombrar: la libertad amorosa del Creador.
8. Milagro, Kairós y
plenitud: El tiempo divino como irrupción y sentido
El tiempo, cuando se lo
mira desde la eternidad, deja de ser una sucesión homogénea y se revela como el
lugar del encuentro. No es simplemente duración, ni escenario indiferente: es
ritmo de la espera y de la visita. Y si es cierto que el tiempo humano se mide
en relojes, también lo es que el tiempo divino se mide en fidelidades. Allí
donde el cronos se agota en la repetición, el Kairós irrumpe como
sentido inesperado. Esa es la clave: el tiempo no solo transcurre —a veces, se
llena.
El milagro no es la
violación de las leyes naturales, sino la transparencia súbita del tiempo al
sentido eterno. No suspende el orden: lo revela. Es el momento en que la
creación recuerda quién la sostiene, y ese recuerdo se vuelve visible. A veces
es una curación, a veces un gesto cósmico, a veces una palabra. Pero siempre es
un acto gratuito, no deducible, no exigible. El milagro no se produce; se
recibe.
El Kairós es su
arquitectura interna. No todo instante es igual: hay momentos que laten de otro
modo. El griego antiguo lo sabía, cuando distinguía entre chronos
(tiempo cuantitativo) y kairós (tiempo cualitativo, significativo). En
la revelación bíblica, este segundo es el tiempo donde Dios se hace presente:
en el éxodo, en el Sinaí, en la Encarnación, en Pentecostés. No hay fórmula
para provocarlo. Pero cuando acontece, el alma lo reconoce como plenitud. Por
eso, milagro y kairós no son categorías folclóricas, sino estructuras
teológicas del tiempo. En ellas se concentra un misterio: que el Eterno puede
tocar el tiempo sin aplastarlo, que la finitud no es límite para el Amor. Aquel
que no necesita del proceso puede elegir, en su libertad, actuar de modo súbito.
Y cuando lo hace, el mundo no queda herido, sino iluminado.
El telescopio James Webb ha
mostrado que incluso en la arquitectura celeste hay epifanías. Galaxias que no
deberían estar allí, según nuestro cronos, se manifiestan como adelantos de una
plenitud que no se explica por proceso, sino por presencia. Y eso no es solo
física: es una teología muda, una liturgia sin palabras. Es un tipo de milagro
que no sana cuerpos, pero cura la miopía espiritual que cree que lo real es
solo lo que se espera. Aquí el milagro no es espectáculo, sino acto de
fidelidad divina. No responde a una necesidad técnica, sino a un exceso de
amor. Y por eso, nunca puede ser programado. Solo puede ser contemplado. El Kairós
no se produce ni se calcula. Llega. Y cuando llega, nada vuelve a ser lo mismo.
Porque lo que se da no es una función, sino una presencia.
En esta clave, el milagro
tiene una dimensión pedagógica. Enseña al creyente que el tiempo no es prisión.
Que el mundo no está cerrado, ni el alma condenada al peso del pasado. Cada día
puede ser visitado. Cada estructura puede ser tocada. Lo importante no es
producir milagros, sino vivir abiertos a su posibilidad. No negar lo súbito,
sino desearlo sin exigirlo. Pero hay un peligro: convertir el kairós en
fetiche, en experiencia buscada, en mecanismo de compensación espiritual.
Entonces el milagro deja de ser don y se vuelve ídolo. Por eso, la tradición
espiritual más profunda nos enseña que hay que buscar al Dador más que al don.
Porque el verdadero milagro no es lo que ocurre afuera, sino lo que se enciende
adentro. El kairós toca el mundo, sí, pero su fruto es una nueva
capacidad de percibir sentido donde antes solo había sucesos. En el centro de
esta experiencia está la Encarnación. El fiat de María, la visita del ángel, la
Palabra que se hace carne: todo eso es Kairós puro. Un milagro
ontológico. Dios entrando en la historia no como intruso, sino como esposo. Y
desde entonces, toda historia humana queda marcada por la posibilidad de ser
visitada. La plenitud ya no es un ideal lejano: ha entrado al tiempo.
La resurrección es el
milagro de todos los milagros. No porque contradiga la biología, sino porque
transfigura el sentido del morir y del vivir. Es el Kairós que da valor
a todos los demás. En Cristo resucitado, la historia ya no camina hacia su
agotamiento, sino hacia su cumplimiento. La muerte ya no es la última palabra.
El tiempo ya no se disuelve: se abre a la eternidad. En la vida del creyente,
cada sacramento es también un milagro: una forma en que lo eterno toca lo
finito sin destruirlo. El agua que bautiza, el pan que alimenta, la voz que
absuelve, el óleo que consuela… todo eso son Kairóí litúrgicos. Son
momentos en que la materia se vuelve transparencia, en que el mundo se vuelve
altar. El creyente no los fabrica: los acoge.
Lo súbito y lo gradual
—como vimos— no se oponen. El Kairós no niega el chronos, lo
transfigura. Así como el sol no anula al reloj, el milagro no niega el proceso,
pero lo relativiza. Le recuerda que no es dueño de la plenitud, sino espacio
para recibirla. Y por eso, el tiempo humano, cuando se deja habitar por Dios,
ya no es ansiedad ni repetición: es espera atenta, vigilancia amorosa, latido
de esperanza. Desde esta visión, el tiempo es forma del amor. No
es vacío que se llena, sino ritmo de una promesa. Y cuando esa promesa se
cumple de forma súbita, entonces se produce lo que llamamos milagro. No como
escape del mundo, sino como epifanía del Reino que ya late dentro del mundo sin
ser. consumado aún, pero ya
presente como semilla. El milagro, entonces, no desmiente lo creado, sino que
lo revela transfigurado. No interrumpe el tiempo: lo colma de sentido. Y ese
sentido no se impone, no se demuestra, no se calcula. Se acoge. Se contempla.
Se adora. La plenitud no es la culminación de un proceso únicamente, sino la
irrupción del cumplimiento prometido en el corazón mismo del devenir. El Kairós
es esa visita que no depende de nuestra preparación, pero que llega donde
encuentra una apertura. Por eso, el milagro no se produce por mérito, sino que
responde a una confianza humilde, a una disponibilidad amorosa. No es garantía,
es gracia. Y su mayor fruto es la conversión del mirar: ver el mundo como
signo, no como simple escenario.
El creyente vive así entre
el chronos y el kairós, entre la espera y la visita, entre la
rutina y la sorpresa. Y todo su caminar es una pedagogía del asombro. Porque
sabe que el Reino ya está en medio de nosotros, pero no como totalidad visible,
sino como levadura escondida, como luz que viene de lejos, como promesa que
puede irrumpir en cualquier esquina del tiempo. Por eso no se desespera. Porque
sabe que el milagro no se fuerza, pero tampoco se excluye. Y porque en el
fondo, lo que espera no es una señal, sino al Dios que ya ha venido, que sigue
viniendo y que vendrá, como fuego lento o como súbita gloria.
Las galaxias sin evolución
visible —esas que aparecen en los albores del universo con madurez estructural—
viven exactamente en la frontera entre el chronos y el kairós. Su
existencia no se pliega al transcurso esperado del tiempo físico lineal
(chronos), pero tampoco está fuera del tiempo: irrumpen en él como epifanías
significativas, como si un sentido eterno se hubiera precipitado en la historia
sin previo aviso. Desde el chronos, son una anomalía. El modelo
cosmológico estándar postula que estructuras complejas necesitan miles de
millones de años para desarrollarse. Pero estas galaxias aparecen formadas,
densas, maduras cuando el tiempo no debería haber dado aún espacio para tal
complejidad. En el lenguaje cronológico, son “demasiado pronto”. Pero desde el kairós
—es decir, desde la perspectiva del tiempo como plenitud significativa— no han
llegado antes, sino en el momento justo para decir algo. No obedecen a la
cronología, sino a una lógica simbólica: su aparición no es mera evolución, es
mensaje.
Viven entre ambos ritmos:
el chronos que las encierra en un marco físico, y el kairós que
las desliza como signos. Como figuras liminares, son a la vez materia y
sentido. En su forma, responden a leyes astrofísicas. Pero en su irrupción,
apuntan a un fiat más alto. Son como milagros cosmológicos: no suspenden la
naturaleza, pero muestran que esta puede ser atravesada por una plenitud
gratuita. De este modo, estas galaxias no solo son objetos de estudio, sino
eventos teológicos. Revelan que el universo no se limita a acumular años, sino
que es capaz de abrirse a lo inesperado, a lo no deducible, a lo gratuito. Y en
ese cruce entre chronos y kairós, la materia misma se vuelve
sacramento. Cada una de esas galaxias —que no deberían estar allí y, sin
embargo, brillan— es un vestigio de la eternidad haciéndose tiempo.
Ahora bien, por qué Dios
querría mostrarnos en cada una de esas galaxias que son un vestigio de la
eternidad haciéndose tiempo. Porque ese es precisamente su modo de hablar
cuando el lenguaje ya no basta. Porque en cada una de esas galaxias súbitas,
silenciosas e imposibles, Dios responde al deseo más hondo del alma humana: no
vivir en un mundo cerrado, sino en un cosmos abierto al sentido. Dios no
necesita mostrarnos nada. No tiene carencia, ni urgencia. Pero elige revelarse
porque su amor es expansivo, porque la creación no es un hecho mudo, sino un
poema en marcha. Y en esas galaxias que no deberían estar allí y, sin embargo,
brillan, nos dice sin palabras: “Yo soy Señor del tiempo. Nada me obliga. Pero
todo lo sostengo. Incluso lo que desborda tu modelo.”
Nos lo muestra porque sabe
que el hombre necesita signos para recordar que no camina solo. Nos lo muestra
porque el universo no es una máquina, sino una historia, y toda historia bien
narrada contiene giros inesperados que revelan el corazón del autor. La galaxia
súbita es ese giro. No como ruptura, sino como afirmación de que la eternidad
puede hacerse presente en el tiempo sin anunciarse primero. Y quizás —solo
quizás— lo hace también por ternura. Porque sabe que el alma, extraviada entre
relojes, necesita recordar que la plenitud no siempre se logra por etapas; a
veces desciende como un regalo, como una luz que no esperábamos, pero que
siempre estuvo prometida. Es como si, en medio del silencio cósmico, Dios
susurrara: "¿Ves esta galaxia que no debería estar allí? Mira bien: así es
como obro… también contigo."
Lo que parece desorden para
nuestros cálculos, es fidelidad para su promesa. Lo que para la ciencia es
anómalo, para el creyente es anticipo. Porque si puede hacer florecer una
estructura cósmica sin proceso, también puede hacer madurar tu historia —por rota
o tardía que parezca— con una sola mirada suya. Es como si dijera: "Lo
hice allí, donde nadie esperaba… y puedo hacerlo en ti, que me esperas." En
esas galaxias imposibles brilla un amor que no calcula probabilidades, sino que
cumple promesas más allá del reloj. No hay abismo temporal que lo detenga. Y
cada una de esas luces antiguas nos canta en voz baja: "Lo que ves con tus
ojos es cómo cumplo con mi creación. Lo que haré contigo… será aún más cercano
y más grande."
Ello demuestra lo unido que
está la cosmología con la antropología, porque es con el hombre con lo que
arriba el nuevo cielo y la nueva tierra, y lo es por gratuidad y amor porque a
Dios nada le hace falta. Exactamente. Lo afirmado encierra una intuición
teológica de enorme densidad: la cosmología y la antropología no son saberes
separados, sino capítulos distintos de una misma historia de amor, la historia
de un Dios que crea sin necesitar, que sostiene sin cansarse, y que corona su
obra no con una galaxia perfecta, sino con un rostro humano capaz de responder
libremente al Amor. El universo no llega a su plenitud por sí mismo. El nuevo
cielo y la nueva tierra no son resultado de una evolución cósmica autónoma,
sino de una comunión alcanzada. Y esa comunión se realiza cuando el hombre,
llamado a imagen y semejanza, responde al fiat creador con su propio fiat
filial: “Hágase en mí.” Entonces, y solo entonces, el cosmos canta su doxología
completa.
Lo más asombroso es que
todo esto sucede por pura gratuidad. Porque a Dios, en efecto, nada le falta.
Él no crea por necesidad, sino por sobreabundancia. No redime por obligación,
sino por fidelidad a su propia bondad. Y por eso mismo, lo que vemos en el
cielo —esas galaxias que florecen fuera de toda espera— no son demostraciones
de poder, sino gestos de amor. Son como guiños luminosos que nos dicen: “Tú
eres el interlocutor de todo esto. No fue hecho sin ti.” La cosmología sin
antropología se vuelve ciega. La antropología sin cosmología se vuelve sorda.
Pero cuando ambas se dan la mano, entonces escuchamos al universo decir —a
través del hombre, en nombre del hombre—: “El Espíritu y la esposa dicen: Ven.”
(Ap 22,17)
De manera que la plenitud
cósmica no es fruto de una evolución necesaria, sino don gratuito que irrumpe
desde la libertad divina, entonces es imprescindible trazar un deslinde crítico
con la propuesta de Pierre Teilhard de Chardin. No por desprecio, sino por
fidelidad a la verdad revelada y a la libertad del Creador. Teilhard fue un
pensador brillante, místico y apasionado, que intentó reconciliar la fe
cristiana con la visión científica de un universo en evolución. Su intuición
central —la convergencia de la materia hacia un Punto Omega, identificado con
Cristo— buscaba mostrar que la historia del cosmos es una marcha ascendente
hacia la divinización. Pero en su intento de integrar ciencia y teología,
confundió proceso con plenitud, necesidad con gracia, y evolución con
redención. El error fundamental de Teilhard no fue afirmar que el universo
evoluciona —eso es compatible con la fe—, sino atribuirle a esa evolución un
carácter necesario, irreversible y salvífico. En su visión, el cosmos se dirige
inevitablemente hacia su consumación en Cristo, como si la materia llevara en
sí misma la promesa de su divinización. Pero eso anula la gratuidad del fiat,
borra la posibilidad del milagro, y convierte la historia en un destino, no en
una vocación.
Además, su noción de Cristo
cósmico —aunque inspiradora— corre el riesgo de diluir la singularidad de la
Encarnación histórica. El Cristo de Teilhard es más principio estructural que
persona libre; más energía de convergencia que Hijo encarnado. Y así, la
redención deja de ser un acto libre de amor crucificado, para convertirse en el
punto final de un proceso cósmico inevitable. Por eso, las galaxias súbitas
—esas que aparecen sin proceso, sin evolución previa, como plenitud inesperada—
desmienten la lógica teilhardiana. No son fruto de una convergencia ascendente,
sino signos de una libertad que irrumpe sin deberle nada al devenir. Son, en el
fondo, una crítica silenciosa al evolucionismo teológico: porque muestran que
la gloria no se alcanza por acumulación, sino por don. El deslinde, entonces,
no es contra la ciencia, ni contra la evolución como fenómeno. Es contra la
absolutización del proceso, contra la idea de que el cosmos se salva solo,
contra la tentación de sustituir la gracia por la necesidad. Porque si el
universo puede ser transfigurado, no es porque haya madurado lo suficiente,
sino porque Dios ha querido tocarlo con su gloria. En una palabra, el universo
no se transfigura por evolución sino por gloria.
Hay teorías que piensan el
universo con admirable audacia, pero olvidan preguntarse por qué hay algo en
vez de nada. Y otras que, en su afán por defender la libertad de Dios, terminan
encerrándolo en lógicas funcionales, lo deífican o lo diluyen. Pero todas
—desde distintos ángulos— se vuelven incapaces de nombrar la galaxia súbita
como signo. Les falta algo más que explicación: les falta gratuidad, es decir,
el papel del amor.
Whitehead, por ejemplo,
imaginó un Dios que deviene junto con el mundo, que evoluciona, que es
procesual. Sin duda, recuperó una imagen relacional del Creador. Pero en su
sistema, Dios no es principio libre del ser, sino copartícipe del devenir. No
crea desde la eternidad, sino que madura con la historia, como en Hegel. Y
entonces, una galaxia prematura no es signo de libertad, sino “evento altamente
creativo”. No hay milagro, solo complejidad. La libertad eterna queda absorbida
en un dinamismo sin trascendencia.
Arthur Peacocke va más
lejos: Dios actúa desde dentro del sistema, a través del azar, de las
probabilidades, de la autoorganización. Es un “Dios oculto” que no irrumpe, que
no interfiere, que deja que el mundo se haga a sí mismo. La intención, sin
duda, es noble: evitar el Dios-tapón. Pero al final, lo que se pierde es la
confianza en un Amor que puede hablar sin pedir permiso al proceso. Una galaxia
súbita, entonces, es ruido estadístico. No revelación. No se ve el fiat; se ve
el sistema.
Paul Davies es más
agnóstico, pero igualmente atrapado en la fine-tuning. Admite que el universo
parece ajustado para la vida, pero evita hablar de propósito. Las anomalías
cósmicas serían curiosidades dentro de un patrón más amplio, no invitaciones al
asombro. Porque donde no hay rostro, tampoco hay Palabra. El cosmos, aunque
preciso, queda sin voz.
Desde lo cuántico, David
Bohm introdujo la bella noción de un “orden implicado”: todo lo visible sería
despliegue de un fondo más profundo, un todo coherente. Pero ese fondo no ama.
No dice. No escucha. Es belleza sin interlocutor. Y entonces, esa galaxia
luminosa, que no debería haber aparecido aún, es solo una expresión del orden,
no una carta dirigida a nosotros.
Más cerca de la evolución,
Francisco Ayala cree en un Dios que otorga autonomía: creó las condiciones para
que el mundo generara su propia complejidad. Pero, ¿qué ocurre cuando esa
autonomía produce una estructura imposible? ¿Un milagro? No. Solo un accidente
dentro del margen. Nada que asombre. Nada que diga “Yo soy”.
Y más radical aún es
Jean-Luc Nancy, que nos habla de “una creación sin creador”. El mundo, según
él, se da a sí mismo, sin fuente, sin donante, sin amor. Solo surgimiento.
Entonces, ¿qué significan esas galaxias sin proceso? Nada. Ni mensaje, ni
promesa, ni ternura. Solo materia bien acomodada.
Todos estos modelos —unos
profundamente científicos, otros teológicos, otros filosóficos— han perdido el
oído para oír la Palabra cuando se pronuncia sin voz. Se han olvidado de que
hay gestos que no buscan explicación, sino contemplación. Y que una galaxia
prematura puede ser más que una estructura: puede ser una lágrima de eternidad
cayendo en el tiempo. Porque en el fondo, lo que está en juego no es la
explicación del universo, sino la posibilidad de la esperanza. Y sin un Creador
libre, amoroso, gratuito, que pueda irrumpir cuando y como quiera, el milagro
se disuelve, la espera se vuelve absurda, y el alma se asfixia en cronómetros. Por
eso, este deslinde no es polémica. Es confesión. No es desprecio. Es fidelidad
al don. Porque cuando una galaxia brilla donde no debía, no está rompiendo la
física: está cumpliendo una promesa. Y solo quien cree en el Dios que dice “yo
hago nuevas todas las cosas”, puede mirar ese brillo y responder, con
lágrimas en los ojos: “Sí, Señor… yo también te espero.” Entonces, cuál es la
relación de estas galaxias sin proceso con la teología de la esperanza.
La relación es
profundamente reveladora: las galaxias sin proceso son signos astrofísicos del
núcleo mismo de la teología de la esperanza, porque encarnan anticipaciones
visibles de una plenitud no lograda por evolución, sino dada por don, y eso es
exactamente lo que la esperanza cristiana proclama: que lo mejor no viene por
acumulación, sino por fidelidad de Alguien que promete y cumple. En la
esperanza, el alma no espera simplemente “que el tiempo pase”, sino que lo
imposible ocurra por la palabra del que es fiel. Por eso, las galaxias que
irrumpen maduras donde no deberían estar, según el tiempo físico, son más que
anomalías cosmológicas: son metáforas cósmicas de la lógica del Reino. Irrumpen
antes del proceso porque no están sujetas al mérito del tiempo, sino al fiat de
la gratuidad.
Y esto impacta de lleno en
la antropología teológica: así como esas galaxias no son fruto de una evolución
prolongada, tampoco la salvación es resultado del esfuerzo acumulativo del
hombre, sino de una visita divina que llega en el Kairós. La esperanza, entonces,
no es expectativa lineal, sino confianza en una irrupción que transforma desde
dentro lo que parecía inacabado. El creyente, como el cosmos, está en tensión,
en equilibrio dinámico. Y así como el universo muestra por instantes que puede
albergar plenitud súbita, también el alma vive sabiendo que la transfiguración
puede sobrevenir “de pronto”, sin haberla merecido, solo por Amor. Las galaxias
sin proceso son, en última instancia, resplandores materiales de lo que la
esperanza sabe en silencio: que el futuro de Dios ya comenzó a filtrarse. En
ellas, Dios dice al corazón del mundo lo mismo que promete al corazón del
hombre: “No te salvarás por cronología, ni por evolución. Te salvaré por
promesa.” Salvarse por promesa significa no alcanzar la plenitud por mérito, sino recibirla como don inmerecido.
Es confiar en que el amor de Dios cumple lo
que la historia no puede lograr por sí sola. Es vivir
sabiendo que la fidelidad divina precede
y trasciende todo esfuerzo humano
9. La creación como acto
incesante: Sostenimiento ontológico y revelación continua
El mayor malentendido
moderno en torno al concepto de creación es haberlo reducido a un acto
inaugural y cerrado en el pasado. Según esa visión, Dios —si existe— habría
creado “en el principio”, como quien activa un mecanismo autónomo para después
retirarse. Pero esta perspectiva, sostenida tanto por formas de deísmo como por
un sector de la ciencia moderna, no es solo filosóficamente insostenible: es
teológicamente estéril. Porque la creación, desde su fondo más radical, no es
un instante pretérito: es una relación ontológica que se renueva a cada
momento.
Desde la metafísica
clásica, especialmente en Tomás de Aquino, se afirma con rigor que Dios no solo
da el ser, sino que lo sostiene. No como un carpintero que mantiene la silla de
pie, sino como el acto mismo de ser que fundamenta la existencia de todo lo
creado. En otras palabras: si Dios dejara de pensarte, cesarías de existir. La
creación es, entonces, acto permanente, no suceso remoto. Este sostenimiento
ontológico escapa tanto a la física como a las reducciones filosóficas
contemporáneas. Porque no se trata de intervención episódica ni de energía
misteriosa: se trata de la gratuidad permanente que hace que algo exista en vez
de nada. Es el Amor gratuito de Dios lo que hace que haya ser en vez de nada. Y
eso no puede ser modelado ni simulado: solo puede ser confesado.
El modelo cosmológico
dominante, por ejemplo, explica el universo desde el Big Bang hasta las
fluctuaciones cuánticas del vacío. Algunos —como Hawking— han llegado a sugerir
que no hace falta Dios porque el universo puede “surgir por sí mismo” del vacío
físico. Pero ese “vacío” no es la nada: es una condición estructurada, con
leyes, simetrías, campos cuánticos y ecuaciones. Entonces no estamos ante el
origen radical del ser, sino ante una transformación dentro del ser. Y eso —por
más elegante que sea el modelo— no explica el por qué hay algo en lugar de
nada. La misma insuficiencia se presenta en los modelos de teístas evolutivos
moderados, como Francisco Ayala o John Polkinghorne, que sostienen que Dios
crea al dar autonomía al proceso natural. Aunque esta visión busca respetar la
libertad de lo creado y evitar un “Dios tapagujeros”, termina en ocasiones
funcionalizando la creación: Dios actúa solo al inicio, y luego confía en el
despliegue autónomo. Pero esto diluye la noción de que todo ser creado necesita
continuamente del Creador, no para funcionar, sino para ser.
Desde otro ángulo, las
filosofías del proceso —como en Whitehead y Hartshorne— sostienen que Dios y el
mundo coevolucionan, y que el mundo contribuye al ser divino. Esto niega la
aseidad de Dios. La creación ya no es don libre, sino necesidad compartida.
Dios queda atrapado en el devenir, necesitado del cosmos para “completarse”.
Pero si el Creador depende de la creación, entonces ya no crea: coopera. Un
Dios tal ya deja de ser Dios, y se convierte en otro ente que evoluciona.
También encontramos
posturas reduccionistas en el neurocientificismo o el fisicalismo ontológico,
que afirman que lo real es únicamente lo que se puede cuantificar, medir,
replicar. Para estas corrientes, hablar de creación permanente es mitología o
poesía. Pero el fisicalismo no ve que su axioma es incompleto: no puede
explicar el ser, ni el sentido, ni el aparecer mismo de lo real. No hay
ecuación que dé razón del acto de existir, ni software que modele la gratuidad
radical del don. No obstante, en la creación late un verbo continuo: Dios sigue
diciendo “Hágase”. No una vez, sino siempre. Porque su Palabra no fue dicha en
el pasado: es eterna, y por eso sostiene cada partícula, cada átomo, cada alma.
En esa lógica, la creación es una teofanía prolongada, no un recuerdo. Cada
amanecer es pronunciado. Cada latido es donado. Cada galaxia —incluso las
súbitas— es mantenida en el ser por un querer amoroso.
El naturalismo, en sus dos
vertientes —ontológica y epistémica—, ha pretendido ofrecer una explicación
total del mundo desde dentro del mundo. El naturalismo ontológico afirma que
todo lo que existe es natural, es decir, que no hay más realidad que la que
puede ser descrita por las ciencias naturales. El naturalismo epistémico, por
su parte, sostiene que todo conocimiento válido debe derivarse de métodos
empíricos o científicos. Ambas posturas, aunque distintas, convergen en una
misma negación: la imposibilidad de pensar el ser como don.
Desde el naturalismo
ontológico, la creación no es creación: es autoorganización de la materia. No
hay fiat, ni gratuidad, ni acto libre. Solo hay despliegue de estructuras
físicas, químicas y biológicas. Pero esta visión, aunque elegante en su
formulación, no puede explicar por qué hay algo en vez de nada, ni por qué ese
algo es inteligible, ni por qué el universo no colapsa en el caos. El ser queda
reducido a lo que se puede medir, y todo lo que no entra en el marco de lo
cuantificable es descartado como irrelevante o ilusorio. El naturalismo
epistémico, por su parte, empobrece el conocimiento al reducirlo a lo
verificable empíricamente. Pero hay verdades que no se miden: se contemplan.
Hay realidades que no se infieren: se reciben. La belleza, el sentido, la
libertad, la esperanza, no caben en un laboratorio. Y sin embargo, son más
reales que muchas constantes físicas. El alma humana no se deja reducir a
sinapsis, ni la creación a ecuaciones. Porque el conocimiento no es solo
cálculo: es apertura al misterio.
Ambas formas de naturalismo
—ontológica y epistémica— son ciegas ante lo súbito, lo gratuito, lo revelado.
No pueden interpretar una galaxia que aparece sin proceso como signo, porque no
creen en el signo. No pueden leer el universo como palabra, porque no creen en
el Logos. Y por eso, cuando el cosmos se vuelve altar, el naturalismo no sabe
arrodillarse: solo sabe medir. Pero la creación no es un sistema cerrado. Es
una herida de eternidad en el tiempo, un don que no se agota, un acto que no
cesa. Y ese acto no puede ser pensado desde dentro del sistema, sino desde la
libertad amorosa de un Creador que no necesita del mundo, pero lo quiere. El
naturalismo, al negar esa libertad, niega también la esperanza. Porque si todo
es necesario, nada es prometido. Y si nada es prometido, el alma no puede
esperar.
Por eso, la teología de la
creación como acto incesante no es compatible con el naturalismo fuerte. No
porque niegue la ciencia, sino porque se niega a absolutizarla. No porque
desprecie lo natural, sino porque sabe que lo natural no se basta. Y no porque
rechace el conocimiento empírico, sino porque confiesa que hay una sabiduría
más alta: la del don.
Esto tiene implicaciones
profundas para la antropología: el ser humano no es autónomo ontológicamente,
aunque sea libre moralmente. Su libertad es precisamente signo de haber sido
creado por amor: no para ser engranaje, sino para ser rostro. Y ese rostro
vive, respira, espera, porque es continuamente querido. La tradición mística lo
intuyó antes que los sistemas: san Juan de la Cruz dice que “Dios está creando
el mundo en este ahora”, y el Maestro Eckhart afirma que “Dios está pariendo al
Hijo eternamente en el alma”. Aquí, la creación no es fábrica, sino gestación
sin cesar. Dios no se cansa porque su acto es puro; no se repite porque su amor
es siempre nuevo.
Por eso, pensar la creación
como acto incesante no es panteísmo (porque Dios no es el mundo), ni vitalismo
(porque el mundo no se basta), ni animismo (porque no todo vibra con lo
divino), sino confesión de un Dios trascendente que no deja de donar ser a lo
que ama. Es la gratuidad infinita obrando silenciosamente en cada segundo que
no colapsa, en cada cuerpo que no se disuelve, en cada ser que sigue siendo. Esta
visión reorienta incluso la espiritualidad: no hay que ir en busca de milagros
espectaculares para ver a Dios actuar. Basta con respirar. Porque si existes,
es que el Creador sigue diciendo tu nombre. Y si el universo no ha colapsado en
el caos, es que la Palabra sigue pronunciándose, sin agotarse ni repetirse. Contra
las visiones que reducen la creación al primer instante, o al sistema funcional
del cosmos, el alma creyente afirma con ternura y lucidez: “No estoy aquí por
fuerza. Estoy aquí por Amor. Y ese Amor no dejó de crear cuando comenzó el
tiempo: sigue creando en este instante.” Pero la gratuidad del amor del Creador
fue invisibilizada por la cosmovisión inmanentista de la modernidad.
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confirma un misterio cósmico que desconcierta a la ciencia. Gizmodo en
Español. https://es.gizmodo.com/algo-no-encaja-en-el-universo-telescopio-james-webb-confirma-un-misterio-cosmico-que-desconcierta-a-la-ciencia-2000169391
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confirman un desafío a la teoría cósmica. Infobae Ciencia.
https://www.infobae.com/america/agencias/2024/12/09/observaciones-con-webb-confirman-un-desafio-a-la-teoria-cosmica/
Parte IV
Contra el
eclipse del sentido
“Cuando el mundo ya no
habla,
no es porque el ser haya callado,
sino porque hemos cubierto de ruido su voz.
Pero aún en la penumbra, el Logos
sigue brillando como sentido que llama.”
10. Anarquía del sentido y
materialismo tardío: Nihilismo posmoderno, deseo sin logos y alergia a la
trascendencia
Vivimos en una época que ha
aprendido a desconfiar de todo lo que no puede ser deconstruido. La sospecha se
ha vuelto virtud, y la ironía, método. En nombre de la libertad, se ha disuelto
el sentido; en nombre de la autonomía, se ha negado la trascendencia. El
resultado no es emancipación, sino orfandad ontológica. Y en ese vacío, el
nihilismo posmoderno ha encontrado su trono: no como negación violenta, sino
como desgaste lento de toda promesa.
Este nihilismo no se
proclama con estridencia. Se presenta como lucidez, como madurez crítica, como
superación de las “ilusiones metafísicas”. Pero su núcleo es el mismo que
Nietzsche diagnosticó: la desvalorización de todos los valores, la muerte de
Dios como eclipse del sentido. Lo nuevo es su forma: ya no es trágico, sino
cínico; ya no es rebelde, sino administrado. Es un nihilismo de supermercado,
que no grita, pero anestesia. En la filosofía, este proceso ha sido legitimado
por pensadores como Jean-François Lyotard, quien celebró la “incredulidad ante
los metarrelatos”, o Gianni Vattimo, que propuso un “pensamiento débil” como
forma de habitar la posmodernidad. Ambos, desde registros distintos, han
contribuido a desfondar la noción de verdad como don recibido, reemplazándola
por una pluralidad de interpretaciones sin centro. El resultado es una
hermenéutica sin revelación, una palabra sin Verbo.
En la ciencia, el nihilismo
adopta la forma del materialismo tardío: una visión del mundo donde todo es
reducible a procesos físico-químicos, y donde la conciencia, el amor, la
libertad o la belleza no son más que epifenómenos de la materia. Figuras como
Richard Dawkins o Daniel Dennett han promovido esta visión con fervor casi
religioso, negando toda apertura a la trascendencia. Para ellos, el universo no
tiene propósito, y el ser humano es un accidente afortunado. Pero un accidente
no puede esperar. Ni orar. Ni amar.
Incluso en la teología, el
nihilismo ha encontrado cómplices. Algunos teólogos contemporáneos —inspirados
por Heidegger, Derrida o Vattimo— han abrazado una “kénosis radical” que vacía
a Dios de toda alteridad, convirtiéndolo en pura disponibilidad, en silencio
absoluto, en ausencia estructural. Se habla de un “Dios débil”, de una
“revelación sin contenido”, de una “fe sin dogma”. Pero cuando todo se
debilita, ya no hay a quién rezar. Solo queda el eco de una plegaria sin
destinatario.
Este clima cultural ha
producido una anarquía del sentido: no porque haya muchas verdades, sino porque
ya no hay ninguna que se reciba como don. Todo es construcción, todo es relato,
todo es deseo. Pero el deseo, sin logos, se vuelve pulsión. Y la pulsión, sin
forma, se vuelve violencia. Por eso, el nihilismo posmoderno no es pacífico: es
una guerra larvada contra toda forma que pretenda significar algo más allá de
sí. La alergia a la trascendencia no es solo intelectual: es espiritual. Es el
rechazo visceral a la idea de que no somos el origen de nuestro propio ser, de
que hay un Otro que nos llama, que nos espera, que nos juzga y nos ama. El
nihilismo posmoderno no niega a Dios con argumentos: lo silencia con
indiferencia. Y en ese silencio, el alma se disuelve en entretenimiento, en
consumo, en ironía. Pero no se salva.
Frente a esto, la teología
de la creación como acto incesante —que hemos venido desarrollando— ofrece una
alternativa radical: el sentido no se construye, se recibe. No es producto del
deseo, sino respuesta al Verbo. No es invención, sino revelación. Y por eso,
puede irrumpir donde no lo esperábamos: en una galaxia súbita, en una palabra,
que toca, en una vida que se transfigura. La esperanza no es una estrategia
narrativa: es la certeza de que el Logos sigue hablando, incluso en medio del
ruido. Y esa certeza no se deduce: se acoge. Porque el sentido no se impone,
pero tampoco se improvisa. Tiene origen. Tiene rostro. Tiene nombre.
Por eso, resistir al
nihilismo posmoderno no es volver a los sistemas cerrados, ni a las verdades
impuestas. Es volver a la gratuidad del don, a la humildad de recibir, a la
valentía de esperar. Es confesar que el mundo no se basta, y que el alma no se
explica. Es decir, con Pascal: “Tú no me buscarías si no me hubieras encontrado
ya.” Y así, en medio de la anarquía del sentido, el creyente no se desespera.
Porque sabe que el Logos no ha callado, que la creación sigue siendo
pronunciada, y que incluso en el desierto posmoderno, una voz sigue diciendo:
“Hágase”. Y esa voz no se apaga. Porque no viene de nosotros. Viene de lo alto.
Y por eso, sostiene.
La anarquía del sentido que
caracteriza al nihilismo posmoderno no es un fenómeno aislado del espíritu,
sino el reflejo cultural profundo de una estructura económica y geopolítica que
también ha entrado en crisis: el neoliberalismo global y el orden unipolar que
lo sostuvo. Ambos —la disolución del sentido y la hegemonía del mercado
autorregulado— nacieron juntos y están colapsando juntos. Durante décadas, el
neoliberalismo no solo impuso una lógica económica de desregulación,
privatización y supremacía del capital financiero: impuso también una
antropología implícita, donde el individuo era concebido como consumidor, el
deseo como motor absoluto, y el mercado como árbitro último del valor. En ese
marco, el sentido fue desplazado por la utilidad, la verdad por la
rentabilidad, y la trascendencia por la inmediatez. El alma fue sustituida por
la marca. El logos, por el algoritmo.
Este modelo necesitaba un
mundo unipolar para expandirse sin freno. La hegemonía estadounidense
—económica, militar, cultural— garantizaba la difusión global del pensamiento
único, del “fin de la historia”, del consenso de Washington. Pero esa
hegemonía, como muestra Alejandro Dabat en su análisis del agotamiento
neoliberal, ha entrado en una fase de descomposición estructural, acelerada por
crisis financieras, pandemias, guerras y el ascenso de potencias emergentes
como China, India o Rusia. La caída del mundo unipolar no solo es geopolítica:
es simbólica. El relato que sostenía al neoliberalismo —progreso lineal,
globalización feliz, democracia de mercado— ya no convence ni a sus propios
beneficiarios. Y en su lugar no ha surgido aún un nuevo relato compartido, sino
una fragmentación del sentido, una proliferación de discursos sin centro, una
posmodernidad sin promesa. Es la anarquía del sentido: el alma sin horizonte,
el deseo sin logos, la historia sin dirección. Pero el surgimiento de un mundo
multipolar —aunque aún incierto— abre la posibilidad de una pluralidad de
sentidos, de una reapropiación cultural, espiritual y política de los pueblos.
No se trata de idealizar el multipolarismo, sino de reconocer que el colapso
del neoliberalismo abre un espacio para repensar el sentido desde otras
fuentes: la gratuidad, la comunidad, la trascendencia.
Pero tampoco se puede
perder de vista que el agotamiento nihilista del sentido hace que el mundo
unipolar de Occidente en su colapso vire hacia el fascismo, lo que tiene
repercusiones espirituales profundas. Porque el agotamiento nihilista del
sentido no solo deja al alma sin horizonte: deja a las sociedades sin inmunidad
frente al fascismo. Cuando el mundo unipolar —sostenido por el relato
neoliberal de progreso, consumo y autonomía individual— comienza a colapsar, no
deja tras de sí un vacío neutral, sino una herida abierta que clama por forma,
pertenencia y dirección. Y es precisamente allí donde el fascismo —en sus
nuevas máscaras— encuentra terreno fértil. El fascismo no regresa como copia
del pasado, sino como respuesta deformada al vacío contemporáneo. Ya no
necesita uniformes ni desfiles: le basta con ofrecer sentido donde el mercado
solo ofrecía deseo, y orden donde la posmodernidad solo ofrecía fragmentación.
En ese sentido, el fascismo no es solo una ideología política: es una teología
invertida del resentimiento, una liturgia del miedo que promete redención a
través de la exclusión.
Este giro no es accidental.
Como ha señalado Marcia Sá Cavalcante Schuback, el nuevo fascismo se alimenta
del “vacío de la resistencia” y de la ambigüedad espiritual del presente, donde
la democracia se ha vuelto incapaz de ofrecer esperanza, y la libertad ha sido
reducida a elección de consumo. En ese contexto, el alma —desprovista de
trascendencia— se vuelve vulnerable a cualquier relato que le prometa
identidad, pertenencia y destino, aunque sea a costa del otro. Las
repercusiones espirituales son profundas. Porque el fascismo no solo captura
cuerpos o votos: captura imaginarios, reconfigura el deseo, reemplaza la espera
por obediencia. Y lo hace en un mundo donde la trascendencia ha sido expulsada
del lenguaje público, y donde la creación ya no es vista como don, sino como
recurso. En ese mundo, la nostalgia del absoluto se vuelve peligrosa, porque ya
no encuentra su cauce en la adoración, sino en la dominación.
Por eso, la teología de la
creación como acto incesante —que hemos venido desarrollando— no es solo una
alternativa espiritual: es una resistencia política. Porque allí donde el
fascismo promete sentido a través del enemigo, el fiat eterno ofrece sentido a
través del don. Allí donde el nihilismo abre la puerta al totalitarismo, la
gratuidad del ser recuerda que no estamos aquí por cálculo, sino por amor. Y
quizás por eso, en este tiempo de colapso y transición, la batalla más profunda
no es entre ideologías, sino entre formas de habitar el mundo: como posesión o
como don; como encierro o como apertura; como miedo o como esperanza.
En El asalto a la razón,
Georg Lukács diagnosticó el irracionalismo moderno como una respuesta
ideológica del imperialismo burgués en crisis, una forma de pensamiento que,
desde Schelling hasta Heidegger, fue desmantelando la razón ilustrada para
justificar el dominio colonial, el racismo y, finalmente, el fascismo. Pero
hoy, en el siglo XXI, ese irracionalismo no ha desaparecido: ha mutado. Ya no
es el irracionalismo del imperialismo colonial clásico, sino el del
hiperimperialismo de las megacorporaciones privadas, que operan más allá del
Estado-nación y que han capturado no solo los mercados, sino también la
producción simbólica del mundo.
Este nuevo irracionalismo
no se presenta como reacción filosófica explícita, sino como atmósfera cultural
globalizada, donde el deseo ha sido desanclado del logos, y la subjetividad ha
sido colonizada por algoritmos que no buscan verdad, sino retención. Las
megacorporaciones —Google, Meta, Amazon, Tencent, BlackRock— no necesitan
justificar su poder con sistemas filosóficos: lo ejercen mediante la
administración del deseo, la manipulación de la atención y la sustitución del
sentido por estímulo. El resultado es una anarquía del sentido administrada,
donde todo puede significar cualquier cosa, pero nada remite a una
trascendencia.
Lukács denunció que el
irracionalismo filosófico del siglo XX fue funcional al fascismo. Hoy, el nuevo
irracionalismo —más líquido, más cínico, más espectacular— es funcional a un
fascismo de mercado, que no necesita uniformes ni censura, porque ha convertido
la libertad en consumo y la verdad en algoritmo. Y este hiperimperialismo no
solo niega la trascendencia: la vuelve irrelevante. No la combate: la silencia.
No la refuta: la reemplaza por entretenimiento. Por eso, si Lukács explicó el
irracionalismo como ideología del imperialismo en decadencia, hoy hace falta
una crítica del irracionalismo como ideología del hiperimperio digital, donde
el alma ya no es alienada por la mercancía, sino disuelta en la interfaz. Y esa
crítica no puede ser solo económica o política: debe ser también teológica,
porque lo que está en juego no es solo el sentido del mundo, sino la
posibilidad misma de recibir el mundo como don.
El hiperimperio digital, al
colonizar no solo los cuerpos sino también las formas de conocer, ha instaurado
un régimen cognitivo que descompone el sentido en opinión, y la verdad en
algoritmo. Bajo su lógica, el conocimiento ya no es búsqueda compartida de lo
real, sino producción subjetiva de contenido efímero, gobernado por la
relevancia instantánea, los flujos de deseo, y las burbujas emocionales de cada
usuario. Y en ese ecosistema, lo que no puede ser apropiado por la inmediatez
se vuelve incomprensible. Por eso, las galaxias sin proceso —esas formas
cósmicas que irrumpen sin evolución previa, como signos de un fiat gratuito—
resultan opacas para la epistemología algorítmica del hiperimperio. Porque
ellas no son virales, no confirman identidades, no apelan a la pulsión. Exigen
silencio, contemplación, espera. Son misterio, no contenido. Y eso las
vuelve irrelevantes para un sistema que sólo valora lo que se puede monetizar o
manipular emocionalmente. Además, estas galaxias desafían la estructura
profunda del hiperimperio digital: la narrativa del control absoluto de los
datos. En un mundo que presume que todo es predecible, modelable y
cuantificable, la aparición de plenitud súbita es un escándalo epistemológico.
Rompe la continuidad causal, introduce gratuidad, insinúa trascendencia. Y eso
es inadmisible para una cultura que ha hecho del "no hay fuera del
sistema" su dogma central.
Por eso, no sorprende que
el alma modelada por el hiperimperio digital —formateada por el scroll,
entrenada en la sospecha, habituada al zapping— pierda la capacidad de leer lo
real como signo, de abrirse al logos encarnado en la materia. Porque cuando el
conocimiento se subjetiviza al extremo, el universo deja de hablar, y el
milagro se vuelve ruido. La galaxia súbita, entonces, no es señal del Fiat: es
un error estadístico en la base de datos. Pero lo que el hiperimperio llama
error, la teología de la creación llama epifanía. Y por eso, resistir esta
subjetivación del conocimiento no es nostalgia premoderna, sino una forma de
esperanza activa: la esperanza de que todavía hay realidades que nos preceden,
que nos desbordan, que nos dicen algo verdadero, aunque no lo hayamos pedido.
Tampoco Han ni Sloterdijk
ni Bauman están abiertos a la epifanía de la trascendencia y en consecuencia no
son susceptibles al significado de las galaxias sin proceso. Y esa ceguera no
es un descuido: es una consecuencia estructural de sus marcos filosóficos, que
—aunque críticos y lúcidos en muchos aspectos— no pueden acoger la irrupción de
lo trascendente como don gratuito, y por tanto, no están en condiciones de leer
el cosmos como signo. Byung-Chul Han, por ejemplo, ha diagnosticado con agudeza
la lógica del rendimiento, la transparencia forzada, la autoexplotación y la
depresión en la sociedad neoliberal. Pero su pensamiento —heredero de Foucault
y Heidegger— carece de una ontología del don. En su mundo, todo es presión,
vigilancia, cansancio. No hay lugar para la gracia, ni para el milagro, ni para
el fiat. La galaxia súbita, en su marco, no puede ser signo de una libertad
amorosa, porque no hay un Otro que hable. Solo hay sistema. Peter Sloterdijk,
con su teoría de las esferas y su antropotécnica, ha ofrecido una visión
original del habitar humano. Pero su pensamiento es inmanente hasta la médula.
Las esferas son construcciones inmunológicas, no espacios de revelación. La
trascendencia, en su obra, es sustituida por la autorreferencialidad del sujeto
que se entrena, que se forma, que se autoproduce. Por eso, no hay epifanía: hay
arquitectura simbólica. Y la galaxia sin proceso no es palabra, sino espuma. Zygmunt
Bauman, por su parte, ha descrito con maestría la modernidad líquida, la
fragilidad de los vínculos, la precariedad del yo. Pero su diagnóstico —aunque
éticamente sensible— no se abre a una esperanza trascendente. Su crítica es
lúcida, pero no hay Logos que redima, solo nostalgia de comunidad. En su
universo, la galaxia súbita sería una metáfora de lo efímero, no una irrupción
de sentido eterno.
En los tres casos, el
resultado es el mismo: el cosmos no puede hablar, porque no hay quien escuche.
La materia no puede ser signo, porque no hay Palabra. Y el alma no puede
esperar, porque no hay promesa. Por eso, las galaxias sin proceso —que en una
teología del fiat eterno son epifanías de la libertad divina— quedan reducidas
a anomalías, a metáforas o a ruido estructural. Pero el creyente, al
contemplarlas, no ve solo estructura: ve fidelidad. No ve solo luz: ve Palabra.
Y por eso, donde Han ve cansancio, Sloterdijk ve técnica, y Bauman ve
disolución, el alma orante ve un signo que dice: “Yo soy el que hace nuevas
todas las cosas.”
Pero la tragedia del
pensamiento antiesencialista y antitrascendentalista se prolonga en Lipovetsky,
Taylor y Agamben. Sí, y esa prolongación es tan sutil como devastadora. Porque,
aunque Lipovetsky, Taylor y Agamben provienen de tradiciones distintas —la
sociología posmoderna, la filosofía comunitarista y la ontología política
respectivamente—, los tres comparten una renuncia estructural a la
trascendencia como fuente de sentido, y con ello, cierran la posibilidad de
leer el mundo como signo. La tragedia no es solo intelectual: es espiritual. Gilles Lipovetsky, en su
diagnóstico de la hipermodernidad, ha descrito con lucidez la cultura del
vacío, el imperio de lo efímero, la estetización de la vida cotidiana y la
consagración de la autenticidad como simulacro. Pero su mirada —aunque crítica—
no se abre nunca a una epifanía del Logos. El sujeto que describe es
narcisista, cansado, fragmentado… pero no es llamado. No hay Verbo, solo
consumo. Y por eso, las galaxias sin proceso no pueden ser para él signos de un
fiat eterno, sino apenas anomalías dentro de una cultura saturada de imágenes. Charles Taylor, aunque más
abierto a la dimensión espiritual, reconstruye la modernidad desde una
hermenéutica de la autenticidad que termina por subjetivizar la trascendencia.
En La era secular, describe cómo el “imaginario social” ha desplazado a
Dios como horizonte común. Pero su propuesta —centrada en la “narrativa del yo”
y en la recuperación de fuentes morales internas— no se atreve a afirmar una
irrupción real del Eterno en el tiempo. La trascendencia queda como nostalgia,
no como presencia. Y por eso, el cosmos ya no puede hablar: solo puede ser
interpretado. Giorgio Agamben, por su
parte, ha llevado el pensamiento antiesencialista a su forma más radical. En su
lectura de la teología política, la trascendencia es siempre sospechosa de
violencia, y el Mesías es figura de interrupción sin contenido. Su “tiempo mesiánico”
no es plenitud, sino suspensión. Y su ontología —inspirada en Heidegger y
Benjamin— no permite que el ser se diga como don, sino solo como excepción. En
ese marco, una galaxia súbita no es signo de fidelidad, sino de fractura. No
hay promesa, solo espera sin cumplimiento.
En los tres casos, el
resultado es el mismo: el mundo ya no puede ser leído como revelación. La
materia no es transparencia, sino superficie. El tiempo no es Kairós, sino
repetición o suspensión. Y el alma, privada de un Logos que la llame, queda
condenada a buscar autenticidad en el espejo o redención en la excepción. Por
eso, la tragedia del pensamiento antiesencialista y antitrascendentalista no es
solo que niegue a Dios: es que ya no puede reconocerlo cuando habla. Y así,
cuando una galaxia florece sin proceso, no hay nadie que escuche su canto.
Están sordos y ciegos a la epifanía cósmica del ser infinito en lo finito. Para
ellos todo se agota en el horizonte de la finitud.
11. El telescopio como
espejo cultural: Entre proyección ideológica y signo cósmico
Desde sus orígenes, el
telescopio ha sido mucho más que un instrumento óptico: ha sido un espejo
cultural, un artefacto que refleja tanto lo que vemos como cómo lo
vemos. No solo amplía nuestra mirada sobre el cosmos, sino que refracta
nuestras ideologías, deseos, temores y cosmovisiones. En este capítulo,
proponemos una lectura del telescopio como símbolo ambivalente: entre la
proyección ideológica de la modernidad técnica y la posibilidad de una epifanía
cósmica que desborde nuestros marcos. De modo que el telescopio opera como
extensión del sujeto moderno.
Desde Galileo, el
telescopio ha sido celebrado como emblema del racionalismo científico. Pero esa
celebración no es neutra: el telescopio nace en el seno de una modernidad que
busca dominar, medir y controlar. Es el ojo del sujeto cartesiano, que se separa
del mundo para observarlo como objeto. En este sentido, el telescopio no solo
revela el universo: lo convierte en espectáculo, en dato, en mapa. Y así, como
ha señalado Bruno Latour, la ciencia moderna no descubre: construye redes de
inscripción. En esta clave, el telescopio es también una prótesis del poder
epistémico occidental. Su mirada ha sido históricamente eurocéntrica,
masculina, colonial. Ha servido para cartografiar el cielo con los mismos
impulsos con que se cartografiaron continentes. Y en ese gesto, como advierte
Donna Haraway, la visión se vuelve “visión desde ninguna parte”,
pretendidamente objetiva, pero en realidad saturada de intereses.
En la era contemporánea,
esta función se ha intensificado. El telescopio espacial —como el Hubble o el
James Webb— no es solo un instrumento científico: es un emblema geopolítico, un
artefacto cultural, un ícono mediático. Las imágenes que produce son cuidadosamente
seleccionadas, coloreadas, narradas. No muestran “lo que hay”, sino lo que
queremos ver: belleza, orden, profundidad, misterio. Son, en muchos casos,
proyecciones estéticas de una humanidad que busca consuelo en el cosmos. Gilles
Deleuze ya advertía que la técnica no es neutral: produce mundos posibles. Y en
este caso, el telescopio produce un universo que responde a nuestras
ansiedades: un universo legible, fotogénico, sublime. Pero esa producción puede
volverse ideológica cuando oculta la gratuidad del ser bajo la ilusión de
control. Cuando convierte el cielo en fondo de pantalla, en mercancía visual,
en espectáculo sin epifanía.
Y, sin embargo, el
telescopio también puede ser otra cosa. Puede ser una grieta en la lógica del
control, una ventana por donde se cuela lo inesperado. Cuando el James Webb
detecta galaxias maduras en el universo primitivo —estructuras que no deberían
estar allí según nuestros modelos—, el telescopio deja de ser prótesis del
saber y se convierte en testigo de un misterio. Ya no confirma nuestras
teorías: las desborda. Ya no proyecta sentido: lo recibe. En ese momento, el
telescopio se vuelve sacramento cósmico. No porque revele a Dios directamente,
sino porque abre el alma a la posibilidad de que el universo no es solo
estructura, sino palabra. Y esa palabra no se deduce: se escucha. No se
calcula: se acoge. El telescopio, entonces, no es solo ojo: es oído.
Muchos pensadores
contemporáneos —Sloterdijk, Han, Agamben, Lipovetsky— han reflexionado sobre la
técnica, la imagen, la transparencia, el cansancio. Pero ninguno de ellos ha
abierto su pensamiento a la posibilidad de una epifanía trascendente. Para ellos,
el telescopio es solo un dispositivo cultural, una extensión del biopoder, una
metáfora del vacío. Pero no puede ser signo. No puede ser don. No puede ser
milagro. No obstante, lo es. Porque cuando una galaxia florece sin proceso, no
está obedeciendo a nuestras categorías: las está desafiando. Y ese desafío no
es amenaza, sino invitación. Invitación a pensar que el cosmos no es solo lo
que vemos, sino lo que nos ve.
En una palabra, si el
pensar funcional de la modernidad inmanentista se encumbró con el telescopio,
hoy ese mismo instrumento invita a superar el pensar funcional por el pensar
substancial, a superar el inmanentismo de la misma modernidad que acompañó desde
su origen. El telescopio toca la trompeta del juicio final de la razón
instrumental.
El telescopio, que nació
como símbolo del pensar funcional moderno, hoy —paradójicamente— invita a su
superación. En su origen, fue el emblema de una razón instrumental que buscaba
medir, predecir, controlar. Galileo, Newton, Kepler, todos lo usaron para leer
el cielo como mecanismo, no como misterio. El telescopio fue, en ese sentido,
la prótesis ocular del sujeto cartesiano, que separa al observador del mundo y
lo convierte en objeto. Pero hoy, con el James Webb y la aparición de galaxias
sin proceso evolutivo, ese mismo instrumento desborda el paradigma que lo
engendró. Ya no confirma nuestras hipótesis: las desafía. Ya no amplía el mapa
del cosmos funcional: lo convierte en signo de una alteridad que no se deja
reducir a función. Y así, el telescopio —que fue el ojo del pensar funcional—
se vuelve espejo del pensar substancial.
Pero ¿Qué es el pensar
funcional? Es el pensar que no pregunta por el ser, sino por el comportamiento.
No busca lo que las cosas son, sino lo que hacen. Se interesa por
relaciones, no por esencias. Es el pensar de la física moderna, de la técnica,
de la ingeniería. Este pensar fue fecundo, pero incompleto. Porque al reducir
la realidad a función, pierde el espesor ontológico del mundo. Como advirtió
Raimon Panikkar, el pensar funcional no ve cosas, sino operaciones. Y por eso,
no puede ver el milagro: solo la anomalía. Entonces, ¿Qué es el pensar
substancial? Es el pensar que busca el ser detrás del fenómeno. No se contenta
con el “cómo”, sino que se atreve a preguntar “¿por qué hay algo y no más bien
nada?”. Es el pensar que lee el mundo como signo, no como sistema. Es el pensar
que abre la razón a la gratuidad del don.
Cuando el telescopio
muestra galaxias que no deberían estar allí, el pensar funcional se bloquea: no
puede explicarlas. Pero el pensar substancial las acoge como epifanías. No como
errores, sino como palabras. No como fallas del modelo, sino como visitas del
Logos. Lo más fascinante es que la superación del inmanentismo moderno no viene
desde fuera, sino desde dentro de su propio símbolo. El telescopio, que fue
instrumento de la razón inmanente, se convierte ahora en umbral hacia la
trascendencia. No porque haya cambiado su estructura, sino porque el cosmos ha
hablado más allá de lo que esperábamos. Y así, el telescopio —como el
pensamiento mismo— se transfigura. Ya no es solo ojo que mide: es oído que
escucha. Ya no es solo técnica: es liturgia cósmica. Y en esa transformación,
la modernidad se ve obligada a mirar y oír más allá de sí misma, hacia un
pensar que no se agota en la función, sino que se abre al ser como don.
La modernidad, agotada en
su pensar técnico y funcional, debe aprender a mirar y a escuchar más allá de
sus propios instrumentos, y eso implica una reapertura al don, es decir, a
aquello que no se produce, ni se construye, ni se deduce, sino que se recibe. La
modernidad confió radicalmente en su ver: en el ojo mecánico, en la lente
aumentada, en el dato. Ver se volvió sinónimo de conocer; y conocer, de
dominar. Pero esa visión —ligada al objeto, al experimento, al resultado— es
ciega a lo que no se deja reducir a función. ¿Cómo ver el ser como don, si el
ojo solo busca operación? ¿Cómo percibir una plenitud súbita, si el modelo
espera solo evolución? Es allí donde entra la luz de la fe. Porque la fe no
niega el ver, sino que lo trasciende. No apaga la razón: la convierte en
peregrina. Ilumina lo invisible no porque lo imagine, sino porque lo reconoce
como dado sin cálculo. Y así, lo que antes era invisible al sentido —porque no
era útil, ni predecible, ni reproducible— se vuelve visible al espíritu, no por
clarividencia, sino por acogida. “En tu luz, veremos la luz” (Sal
36,10).
También el oído moderno fue
moldeado por la técnica: está entrenado para recibir señal, para filtrar ruido,
para obedecer al sistema de alertas. Pero no está preparado para oír el susurro
del ser, ni para acoger la voz que no se impone, ni para discernir el silencio
como palabra. El hombre del algoritmo no escucha: calcula. Y por eso, no
reconoce el milagro cuando habla. Pero el oído del espíritu no es receptor
funcional: es espacio litúrgico. Escuchar no es esperar señales, sino abrirse
al Verbo. El creyente no escucha solo sonidos: "escucha a Dios",
porque sabe que hay palabras que no gritan, pero convocan. Y esas palabras no
se repiten: acontecen. Por eso, la fe no se contenta con decodificar mensajes;
busca presencia. Hay realidades que solo pueden ser vistas cuando se ama. El
fiat del Infinito, el florecer de una galaxia sin proceso, la promesa que
irrumpe sin haber sido ganada: todo eso no se comprende con lógica, pero se ve
con fe. Porque no es un fenómeno que pide explicación, sino un don que pide respuesta.
Sin la luz de la fe, se ve el cosmos; con ella, se reconoce al Creador. Por
eso, cuando la modernidad se encuentra con aquello que desconcierta su cálculo,
solo tiene dos caminos: o lo niega como anomalía… o se deja desbordar por un
ver y un oír que nacen del asombro. Y ese asombro, en su forma más alta, se
llama fe.
En efecto, el eclipse
inmanentista de los sentidos sensoriales —es decir, su progresiva saturación,
cosificación o desconexión de lo simbólico— no es sólo una pérdida: es también
una oportunidad teológica. Porque allí donde el tacto ya no toca, el oído ya no
escucha, la mirada ya no contempla y la sensibilidad está embotada por la
sobreexposición, se abre la posibilidad del despertar de otros sentidos: los
espirituales, que no registran lo cuantificable, sino lo que desborda
silenciosamente la materia. El inmanentismo moderno, al absolutizar el mundo
sensible, paradójicamente ha terminado por vaciarlo de sentido. La imagen ya no
remite a lo invisible: es consumo. El sonido ya no evoca armonía: es ruido. El
cuerpo ya no es sacramento: es objeto. Es lo que san Juan de la Cruz llamaría
“noche de los sentidos”, aunque esta vez inducida no por la fe contemplativa,
sino por la lógica de un mundo que ha divorciado la percepción de la
trascendencia.
Como resultado, los
sentidos quedan eclipsados en un presente sin epifanía: ven sin ver, oyen sin
escuchar, tocan sin conmover. Es la anestesia de lo visible, la fatiga del
espectáculo, el agotamiento del gusto. Todo está saturado —y por eso, ya no se
revela. Pero como enseñaron los místicos y los Padres de la Iglesia, existe
otra forma de percibir: los sentidos espirituales, aquellas capacidades
interiores del alma para saborear la verdad, oír el silencio de Dios, palpar su
presencia, ver su huella en la creación. Estos sentidos —el gustus fidei,
la auditio interior, la tactus cordis— no se activan por
estimulación, sino por gracia. Y con frecuencia, sólo despiertan cuando los
sentidos naturales ya no bastan. Cuando el alma ya no encuentra consuelo en la
estética saturada, en la música vacía, en las imágenes programadas, entonces se
abre un abismo nuevo. Y ese abismo no es solo carencia: es espacio para la
visita. Es ahí, en la noche del gusto y del tacto, donde el Verbo puede
empezar a saborearse no con la lengua, sino con el alma. Donde la luz ya no
deslumbra los ojos, sino que enciende la conciencia con un resplandor que no
viene de abajo, sino de lo alto.
De algún modo, entonces, el
eclipse sensorial es preparación mística, aunque no haya sido querido. Es lo
que los monjes del desierto sabían: que hay una ceguera que prepara la visión,
un silencio que prepara el oído del espíritu, una sequedad que vuelve el alma
sedienta de sentido. El nihilismo inmanentista, sin saberlo, puede dejar
expuesto el hueco por donde entrará el asombro. Y quizás por eso, en esta hora
donde la modernidad ya no ve, ni oye, ni toca con hondura, no estamos
condenados al vacío, sino llamados al nacimiento de otra sensibilidad. No se
trata de abandonar lo sensible, sino de recuperarlo como umbral del Logos, no
como adicción sensorial. Porque cuando ya no vemos porque todo brilla sin
verdad, y ya no escuchamos porque todo suena sin palabra, y ya no tocamos
porque todo ha sido instrumentalizado… el alma puede aprender a saborear de
nuevo lo que no se compra ni se programa: el sentido gratuito del ser.
El sentido gratuito del ser
es la convicción de que la existencia —la nuestra, la del cosmos, la del tiempo
mismo— no es producto de una necesidad, ni de una función, ni de un azar sin
fondo, sino de un don que precede toda demanda y desborda todo cálculo. Es el
reconocimiento de que “hay algo en lugar de nada” no por razones
internas al ser, sino porque Alguien quiso, libre y amorosamente, que fuera
así. Sus rasgos fundamentales son: 1. No se deduce, se recibe: no es una
consecuencia lógica del mundo, sino una revelación silenciosa que acontece en
la gratuidad del ser mismo. 2. No es funcional, es desbordante: no responde a
una utilidad ni se deja reducir a finalidad; su presencia excede todo propósito
asignado por la técnica. 3. No se construye, se acoge: no se impone desde la
cultura o desde el sujeto moderno; se intuye en el asombro, se percibe en la
contemplación. 4. No parte del deseo humano, sino del querer divino: no nace de
nuestras proyecciones, sino de una decisión libre del Creador que quiere que el
ser sea. 5. Es epifánico: aparece como iluminación, no como conclusión;
resplandece cuando ya no era necesario que el mundo dijera nada, y sin embargo
lo dice.
El sentido gratuito del ser
se revela en lo que no debería estar allí, pero está, como una galaxia sin
proceso, un corazón que perdona, una vida rescatada sin explicación, una
plenitud inesperada. Donde el pensar funcional se paraliza, el ser gratuito canta.
Donde el sistema calla, el fiat resplandece. Podríamos decir, con von
Balthasar, que el sentido gratuito del ser no se impone, se ofrece con forma y
belleza, esperando ser acogido más con el alma que con la mente. O con Edith
Stein, que el ser “es luz para el espíritu cuando se deja mirar con humildad”.
Sin esa predisposición humilde el ser no ilumina el espíritu.
12. Lo imposible como
estilo del Infinito: Razón natural desconcertada, razón sobrenatural iluminada
Lo imposible no es el
límite de lo real: es su estilo cuando el Infinito decide hablar. Y cuando lo
hace, la razón natural se desconcierta, mientras la razón sobrenatural se
ilumina. Este capítulo es una defensa del milagro como forma del ser, del
asombro como método, y del Infinito como sujeto que irrumpe —no como concepto
que se deduce. Y para ello, es necesario polemizar con los guardianes del
inmanentismo, que han cerrado el mundo sobre sí mismo y han sellado el cielo
con fórmulas.
Lo imposible no es lo que
contradice la lógica, sino lo que desborda la expectativa de lo necesario. Es
aquello que no se deduce del proceso, que no se explica por evolución, que no
se contiene en el sistema. Es la galaxia sin proceso, el fiat sin causa, la
plenitud sin maduración. Y por eso, es el estilo del Infinito: porque solo el
que no necesita puede dar sin cálculo. Solo el que es plenitud puede irrumpir
sin deuda. La razón natural —cuando se encierra en el inmanentismo— no puede
pensar lo imposible. Solo admite lo que se deduce, lo que se mide, lo que se
repite. Por eso, cuando aparece una galaxia madura en el universo primitivo, o
una vida transformada sin proceso psicológico, no sabe qué hacer. Lo llama
“anomalía”, “ruido”, “excepción estadística”. Pero no puede decir: “esto es
signo”.
Pensadores como Spinoza,
Deleuze, Han, Agamben, Sloterdijk y Bauman, cada uno a su modo, han contribuido
a esta clausura. En Spinoza, lo infinito es sustancia sin rostro; en Deleuze,
es flujo sin donante; en Han, es cansancio sin epifanía; en Agamben, es
mesianismo sin cumplimiento; en Sloterdijk, es esfera sin cielo; en Bauman, es
liquidez sin promesa. Todos ellos han pensado lo real sin apertura al milagro.
Pero hay otra razón: la
razón sobrenatural, que no niega la lógica, pero la deja abierta al don. Es la
razón que sabe que el ser no se agota en el cálculo, que el tiempo puede ser
visitado, que el mundo puede ser tocado. Es la razón de Tomás de Aquino cuando
dice que “la gracia no destruye la naturaleza, sino que la eleva”. Es la razón
de Pascal, que afirma: “el corazón tiene razones que la razón no entiende”. Es
la razón de María, que, ante lo imposible, no objeta: cree. Esta razón no es
irracional: es trascendida. No niega el mundo: lo escucha. Y por eso, cuando ve
una galaxia sin proceso, no se escandaliza: adora. Porque sabe que el Infinito
no se demuestra: se revela.
Pero
el hombre del inmanentismo no sabe escuchar, y así se queda sordo para oir al
ser en su epifanía. Porque el mundo fue hecho para ser visitado. Pero el hombre
del inmanentismo no sabe escuchar. Es el
hombre del ruido ensordecedor de la máquina, de la música sin silencio, del
algoritmo sin pausa. Cultor del estruendo por el estruendo, adicto a la
vibración sin alma, ha perdido el oído del asombro. Y así se ha vuelto sordo al ser cuando se hace epifanía.
La modernidad ha sido tiempo de sordera y ceguera ontológica aunada a la
hipertrofia de la subjetividad individual.
El inmanentismo —en sus
formas filosóficas, científicas y teológicas— es la negación estructural de lo
imposible. No porque lo refute, sino porque lo vuelve impensable. Y así, cuando
lo imposible ocurre, no hay lenguaje para nombrarlo. El milagro se vuelve
error. El signo, ruido. El don, sospecha. Pero el alma no se deja engañar.
Porque el alma fue hecha para el Infinito. Y cuando lo imposible ocurre, algo
en ella despierta. No porque lo entienda, sino porque lo reconoce. Como quien
oye una voz que no esperaba, pero que siempre había esperado. Lo imposible no
es excepción: es el estilo del Infinito cuando ama. Y por eso, no se puede
pensar desde la necesidad, ni desde la función, ni desde la clausura. Solo se
puede pensar desde el don. Desde la gratuidad. Desde la fe. Y así, cuando la
razón natural se desconcierta, la razón sobrenatural se arrodilla. Porque ha
visto lo que no se puede ver. Ha oído lo que no se puede decir. Y ha
comprendido —sin entender— que el mundo no se basta. Porque el mundo fue hecho
para ser visitado.
La célebre obra Los no
lugares de Marc Augé es, sin duda, una de las radiografías más lúcidas de
la sobremodernidad. Su concepto de “no lugar” —espacios de tránsito, sin
identidad, sin historia, sin relación— ha iluminado con precisión la
experiencia contemporánea del anonimato urbano, del consumo sin comunidad, del
habitar sin pertenencia. Aeropuertos, supermercados, autopistas, hoteles de
cadena: todos ellos son, para Augé, escenarios del desarraigo moderno, donde el
sujeto circula sin dejar huella y sin ser tocado. No obstante, la obra de Augé
está incompleta. No por lo que dice, sino por lo que no puede —o no quiere—
ver: la dimensión trascendente del habitar humano. Su mirada, aunque crítica,
permanece encerrada en una antropología inmanentista, donde el sentido se
construye desde abajo, desde la historia, desde la relación social, pero nunca
desde el don que viene de lo alto.
Por eso, cuando Augé
describe los no lugares como espacios sin memoria ni comunidad, no alcanza a
ver que también son espacios sin epifanía. No porque no pueda haberla, sino
porque su marco teórico no la permite. El aeropuerto no es solo un lugar de
tránsito: puede ser un umbral. El vagón del metro no es solo anonimato: puede
ser lugar de revelación. Pero para eso, hace falta una antropología abierta al
Logos, una mirada que no se detenga en la superficie del flujo, sino que
escuche el murmullo del ser.
En otras palabras: Los
no lugares describe con agudeza el eclipse del sentido, pero no vislumbra
la posibilidad de su transfiguración. Porque para eso, habría que admitir que
el mundo no es solo espacio funcional, sino escenario de una visita. Y eso
exige una categoría que Augé no maneja: la gracia. Por eso, frente a su
diagnóstico lúcido pero incompleto, podemos decir: “El mundo fue hecho para ser
visitado. Y los no lugares, aunque no lo sepan, también pueden ser altares.” Y
es que con la gracia se transfigura el lugar, todo vuelve a ser revelación
ontológica de la presencia del ser.
Los pensadores
inmanentistas, en registros distintos, han hecho un diagnóstico preciso del
colapso del sentido en la modernidad tardía. Pero ninguno ha dejado abierto el
cielo. La razón crítica se ha vuelto sorda al canto del ser, el espacio ya no
se presenta como escenario de una visita, y el alma ha perdido su vocación
litúrgica. Por eso, las galaxias que florecen sin proceso, los silencios que
cargan sentido, las luces que irrumpen sin causa previa, no encuentran en sus
marcos un lenguaje que los acoja.
Byung-Chul Han expone con
lucidez la patología de la autoexplotación, la positividad forzada, la
hipertransparencia y el cansancio espiritual. Pero su horizonte es horizontal:
todo está atrapado en el rendimiento. No hay grieta por donde entre el Verbo.
Nada irrumpe. La gracia no acontece. Por eso, su alma filosófica se agota, pero
no se entrega. Peter Sloterdijk con su teoría de las esferas muestra cómo los
humanos se inmunizan del exterior. Construimos burbujas simbólicas, afectivas y
técnicas. Pero en su antropotécnica no hay lugar para una voz que llame desde
fuera. El ser no se regala: se entrena. No hay altar, solo gimnasio del yo. Zygmunt
Bauman narra la fragilidad de las relaciones líquidas, la fluidez de los
vínculos, la obsolescencia de la permanencia. Pero su crítica carece de
escatología. No hay plenitud prometida. Solo nostalgia y deriva. No hay
redención: solo fluidez sin orilla. Gilles Lipovetsky diagnostica la
estetización vacía del mundo, la seducción de lo banal, el narcisismo sin alma.
Pero para él, todo lo simbólico es simulacro: la epifanía queda excluida de
entrada. La luz no significa: solo brilla. El cuerpo no habla: solo posa. Nada
canta. Charles Taylor reconstruye el tránsito de la secularidad como pérdida
del horizonte trascendente. Pero su recuperación del sentido es tímida y
humanista, no confesional ni revelacional. El Logos no irrumpe: apenas se
sospecha. No hay Fiat: hay conversación. Giorgio Agamben con su mesianismo sin
cumplimiento, su tiempo vacío, su Cristo interrumpido: todo en él es suspensión
sin promesa. El ser no se dice: se aplaza. El signo no revela: fractura. Lo
imposible nunca llega: solo se posterga. Jean-Luc Nancy quiere pensar la
creación sin Creador, un mundo sin origen, un sentido sin voz. Pero en ese
mundo el alma no puede agradecer, ni esperar, ni orar. La materia no
transparenta nada: solo se da sin intención. Michel de Certeau ve en las
prácticas cotidianas una microrresistencia al poder: caminar, cocinar, narrar.
Pero todo signo queda reducido a táctica, no a sacramento. El espacio no se
transfigura: se negocia. No hay altar: solo astucia. Marcelo Vigliano ve con
lucidez la “ciudad sin atributos”, vacía de densidad simbólica. Pero no abre
esa ciudad al Fiat. No espera ninguna visita. Su crítica es precisa, pero le
falta cielo. La ciudad no es morada: es interfaz. El alma no peregrina: solo
circula.
Todos ellos piensan sin
abrir el pensamiento al milagro. Narran el eclipse, pero no esperan la aurora.
Describen el mundo, pero no lo oyen. Por eso, no están preparados para leer una
galaxia sin proceso como lo que es: un signo de que el ser no se rige por
cálculo, sino por gratuidad. Y, sin embargo, el Logos sigue hablando. Porque: “El
mundo fue hecho para ser visitado.” Solo quien espera visita puede ver en el
colapso del sentido una puerta entreabierta al Fiat que nunca cesa.
El Fiat no cesa porque el
amor no se cansa. Lo que en muchas filosofías se pensó como un acto cerrado o
un suceso inaugural, en la teología del don se reconoce como una palabra que no
termina de decirse: “Hágase”. Y esa palabra —porque viene de un Dios que
es libertad en acto y misericordia en espera— mantiene el mundo abierto no solo
en su estructura, sino en su destino. Decir que “lo ontológico no está
clausurado en su accesibilidad” significa afirmar que el ser no es una
categoría rígida ni un sistema autosuficiente: es un espacio preparado para el
encuentro, para la transformación, para la inhabitación del Otro. El mundo no
está completo, porque fue hecho para crecer en gracia. El ser no está sellado,
porque su clave es la hospitalidad. Y el tiempo no está condenado a repetirse,
porque en cada instante puede irrumpir lo eterno.
La imagen de un Dios que
crea y se aleja está en el fondo de muchas cosmovisiones deístas y también de
ciertos cientificismos disfrazados de objetividad. Pero el Dios del Fiat eterno
es el que siempre está por venir y por perdonar. Un Dios que no se impone, pero
espera libremente ser invocado. Un Dios que no fuerza la transformación, pero
abre el mundo al milagro. Un Dios que sostiene en el ser, y además llama a
transfigurarlo. Por eso, cuando se dice que Dios siempre está dispuesto a
perdonar, se está diciendo algo más radical que un gesto moral: estás diciendo
que la ontología misma está atravesada por la posibilidad del nuevo comienzo.
El perdón no es un simple reinicio: es la irrupción de lo que no se podía
prever en la historia de lo posible. Es lo imposible que el Infinito hace
visible. Así, el cosmos no es solo cosmos: es Kairós en espera, es altar
disponible. Porque: “El mundo fue hecho para ser visitado.” Y esa visita
no es solo metafísica ni moral: es ontológica y redentora.
En síntesis, el universo
pluritemporal que revela el telescopio James Webb no es solo un hallazgo
científico: es una confirmación cósmica de la teología del don. Porque lo que
el Webb nos muestra —galaxias maduras donde no deberían estar, estructuras
complejas en el alba del tiempo, luz que viaja desde los confines del ser— no
responde a una lógica de necesidad, sino a una lógica de gratuidad. Es el
universo como epifanía, no como sistema cerrado.
El James Webb ha captado
galaxias que, según nuestros modelos, no deberían haber existido tan pronto.
Esto rompe la narrativa lineal de la evolución cósmica y sugiere que el tiempo
no es solo cronología, sino Kairós: un tejido de plenitudes súbitas, de irrupciones
inesperadas, de dones que no se explican por maduración, sino por libertad. El
universo no se despliega como un reloj, sino como una sinfonía donde el
Infinito puede tocar una nota fuera de compás… y sin embargo perfecta. El
telescopio no solo capta luz: capta libertad. Porque lo que vemos no es lo que
esperábamos. Y eso es lo más teológico del asunto: el cosmos no obedece a
nuestras predicciones, sino a una Mente que crea sin estar obligada. Esa Mente
no necesita del universo, pero lo quiere. No está sujeta al tiempo, pero lo
habita. No está encerrada en la causalidad, pero la sostiene. Y por eso, lo que
el Webb revela no es solo información: es estilo. El estilo del Infinito que no
repite, sino que sorprende. Que no calcula, sino que dona. Que no se ajusta al
modelo, sino que lo desborda con belleza.
La teología del don afirma
que el ser no se explica por sí mismo, sino por una libertad amorosa que lo
sostiene y lo transfigura. Y eso es exactamente lo que el Webb nos permite ver:
Un universo que no se basta, pero que resplandece. Un cosmos que no se explica
del todo, pero que se ofrece. Un tiempo que no es solo duración, sino ocasión
para el milagro. Como dijo el jesuita Guy Consolmagno, director del
Observatorio Vaticano, las imágenes del Webb son “alimento para el espíritu” y
testimonio de que el universo no solo es lógico, sino también hermoso.
En resumen: el telescopio
James Webb, al mostrarnos un universo pluritemporal y sorprendente, no refuta
la teología del don: la ilustra con luz infrarroja. Porque solo un mundo creado
por amor puede ser tan libre, tan inesperado, tan bello.
Bibliografía
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Fuentes periodísticas y divulgativas sobre el telescopio James Webb: Martínez-Juárez, P. (2024, agosto 27). Nada
más comenzar su andadura el James Webb pareció “romper” los modelos
cosmológicos. Tenemos otra explicación. Xataka Ciencia. https://www.xataka.com/espacio/nada-comenzar-su-andadura-james-webb-parecio-romper-modelos-cosmologicos-tenemos-otra-explicacion
/ Parolari, M. N. (2025, mayo 30). El telescopio James Webb
confirma un misterio cósmico que desconcierta a la ciencia. Gizmodo en
español. https://es.gizmodo.com/algo-no-encaja-en-el-universo-telescopio-james-webb-confirma-un-misterio-cosmico-que-desconcierta-a-la-ciencia-2000169391
/ Infobae. (2025, febrero 21). Observaciones con Webb
confirman un desafío a la teoría cósmica. Infobae Ciencia.
https://www.infobae.com/america/agencias/2024/12/09/observaciones-con-webb-confirman-un-desafio-a-la-teoria-cosmica/
Epílogo
La sinfonía pluritemporal:
cómo habitar un universo donde Dios no repite, sino crea
“No hay eco en el cielo:
sólo voz nueva.
El Infinito no recita, compone.
Y cada día, si el alma
escucha,
vuelve a decir: ‘Hágase’.”
Dios no repite. Lo que
hace, no lo recicla; lo inaugura. El universo no es una rueda sin fin, ni una
máquina que gira por inercia: es una sinfonía donde cada compás tiene voz
propia y cada nota ha sido compuesta en libertad amorosa. No hay copia en el fiat
divino: hay novedad incesante. Y por eso, habitar este universo no es adaptarse
al ciclo ni resignarse al proceso: es disponerse a ser sorprendidos por un
sentido que irrumpe sin previo aviso, como gracia que no se negocia.
El telescopio James Webb
nos lo ha recordado: vivimos en un universo pluritemporal, donde galaxias
florecen antes de que el tiempo madure, donde la luz llega de regiones que no
caben en nuestros mapas causales. No hay evolución lineal: hay plenitudes prematuras,
destellos de un amor que no se ajusta a los algoritmos. La ciencia, sin querer,
ha tocado el borde de lo que los místicos saben: que el mundo no obedece solo a
leyes, sino a libertad creadora.
Y si Dios no repite,
entonces la existencia no es repetición ni destino, sino vocación. Nuestra
historia, personal y colectiva, no está cerrada: es partitura abierta a la
improvisación del Espíritu. No estamos condenados a vivir el eterno retorno de
la posmodernidad cínica; estamos llamados a responder con vida nueva al llamado
silencioso de un Logos que aún canta.
Este universo no fue hecho
para funcionar: fue hecho para ser visitado. Y esa visita no es abstracta ni
pasada: es presente, gratuita, personal. Un Dios que no repite puede hacer de
un alma cansada, un templo. De una cultura agotada, un jardín. De una época
ciega, un lugar de epifanía.
Pero para eso hay que
aprender de nuevo a escuchar lo irrepetible, a discernir lo que no se deduce,
pero ilumina, a mirar más allá del espejo de la técnica, hacia el resplandor
imprevisible de un amor que crea porque ama, y no porque deba.
El alma que habita este
universo pluritemporal no sobrevive: responde. No calcula: adora. No repite:
crea con Él. Porque el Fiat aún resuena. Porque el mundo no está clausurado.
Porque cada instante puede ser altar, y cada galaxia súbita, palabra no dicha
aún del Verbo eterno. Y por eso —a pesar del ruido, el eclipse, el cansancio—
todavía vale la pena vivir de rodillas ante el misterio… y de pie ante la
historia.
En
el corazón de esta teología del don resplandece una categoría nueva: universo pluritemporal. No se trata de un cosmos que
evoluciona en línea recta, ni de una cronología homogénea, sino de una realidad
transida por tiempos múltiples, entrelazados, abiertos a la
irrupción del Eterno. El universo pluritemporal es aquel que
—como sinfonía compuesta por un Dios que no repite— contiene plenitudes sin proceso, comienzos que no parten del pasado,
dones que no se esperan, pero llegan. Es un universo donde el
tiempo no encierra, sino que escucha; donde cada instante puede ser visitado,
cada galaxia puede ser signo, y cada criatura, umbral del Infinito. No es el
universo de la necesidad, sino el de la libertad creadora,
donde el ser no está atrapado en la función, sino abierto a la transformación. Y por eso, habitar este
universo pluritemporal no es sobrevivir al azar,
sino disponerse al milagro. Porque lo que el telescopio
revela con luz infrarroja, el alma lo reconoce como
lenguaje del Fiat que aún resuena.
Índice
Prólogo
Parte I: La conmoción
del cosmos
1.
El cosmos temprano que no debía existir: El James Webb y las galaxias
que desafían el tiempo lineal
2.
Pluralidad temporal como clave de lectura Ritmos superpuestos y la
ruptura de la cronología única
3.
Ciencia y asombro ante el misterio Cuando la razón se curva en dirección
al infinito
Parte II: Tiempo y
plenitud ontológica
4.
El tiempo como huella del Eterno Entre Tiempo y Eternidad y el
universo: arquitectura, no accidente
5.
La vía de lo finito hacia la plenitud del ser Ontología dinámica y
vocación trascendente del tiempo creado
6.
Lo súbito y lo gradual: una sola partitura Creación lenta y creación
inmediata como expresiones complementarias
Parte III: Teología de
la libertad creadora
7.
Dios fuera del reloj El fiat eterno, la madurez súbita y la soberanía
del Creador
8.
Milagro, Kairós y plenitud El tiempo divino como irrupción y sentido
9.
La creación como acto incesante Sostenimiento ontológico y revelación
continua
Parte IV: Contra el
eclipse del sentido
10.
Anarquía del sentido y materialismo tardío Nihilismo posmoderno, deseo
sin logos y alergia a la trascendencia
11.
El telescopio como espejo cultural Entre proyección ideológica y signo
cósmico
12.
Lo imposible como estilo del Infinito Razón natural desconcertada, razón
sobrenatural iluminada
Epílogo
La sinfonía pluritemporal: cómo habitar un universo donde Dios no repite, sino
crea
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