EL PELIGRO DEL TOTALITARISMO ANDINO
La reivindicación del
pensamiento andino, en su intención emancipadora, a veces incurre en
esencialismos identitarios: se absolutiza “lo indígena” como categoría pura,
moralmente superior, y se contrapone a “lo occidental” como categoría corrupta
o decadente. Esta inversión simbólica busca corregir siglos de colonialismo,
pero puede derivar en nuevas formas de exclusión. Estas derivas deben ser
señaladas con firmeza:
· Esencialismo cultural: Convertir la identidad
andina en sustancia inmutable niega su historicidad, diversidad interna y
capacidad crítica.
· Totalitarismo simbólico: Elevar una
cosmovisión a horizonte normativo único anula el diálogo intercultural real.
· Racismo inverso: Algunas formas de
pensamiento decolonial terminan invirtiendo la lógica discriminatoria,
perpetuando la división en vez de sanarla.
· Negación de la universalidad evangélica: El
Evangelio no es cultura occidental: es Palabra universal. Toda forma de
esencialismo que rechace esta apertura traiciona la vocación católica del
mensaje cristiano.
Tanto el Inca Garcilaso de la Vega como
Felipe Guamán Poma de Ayala fueron cristianos y cronistas fundamentales del
Perú colonial, pero sus proyectos intelectuales y políticos difieren
radicalmente—y esa diferencia es clave para comprender y criticar las actuales
corrientes “tahuantinsuyanas” que, en nombre de lo ancestral, reproducen
lógicas excluyentes. Para Garcilaso el mestizaje es horizonte integrador, hijo
de madre noble inca y padre español, encarna en su propia biografía la tensión
y la posibilidad del mestizaje. En Comentarios Reales, no idealiza ni
demoniza: busca una síntesis espiritual y cultural entre lo andino y lo
hispánico, entre el mito y el cristianismo. Su propuesta no es de pureza, sino
de fecundación mutua. El mestizaje no es una pérdida, sino una plenitud
posible.
Guamán Poma enarbola una
utopía étnica excluyente. Aunque cristiano fervoroso, Guamán Poma propone en su
Nueva corónica y buen gobierno una restitución del orden incaico, con
una jerarquía étnica clara: los indígenas como pueblo elegido, los españoles
como intrusos corruptores. Su proyecto, aunque anticolonial, no es mestizo ni
integrador, sino que tiende a una purificación simbólica del poder indígena,
donde el otro (mestizo, negro, europeo) queda subordinado o excluido. Como han
señalado estudios recientes2, su visión puede leerse como una forma temprana de
etnonacionalismo, que hoy resuena en ciertos discursos radicales que idealizan
el Tahuantinsuyo como un paraíso perdido y excluyente.
Esto tiene relevancia
actual para la crítica a los neotahuantinsuyanos. Las corrientes actuales que
reivindican un “retorno al Tahuantinsuyo” muchas veces reproducen una lógica
racializada, donde lo mestizo es visto como traición, y lo indígena como
esencia pura. Esta postura, lejos de sanar la herida colonial, la absolutiza, y
termina negando la complejidad histórica del Perú y de América Latina. Frente a
ello, la propuesta de Garcilaso—y la nuestra, desde un logos sincrético—ofrece
una alternativa más fecunda y evangélica: no restaurar una pureza imposible,
sino transfigurar la herida en encuentro.
Otro detalle relevante es
que el racismo fecunda el totalitarismo genocida, lo que hemos visto en el
nazismo y actualmente en el sionismo destructor en Gaza. Esto ha ocurrido en
distintos contextos históricos, y es fundamental abordarlo con rigor, sin caer
en simplificaciones ni en comparaciones automáticas. El racismo se ha mostrado como
semilla del totalitarismo En el caso del nazismo, el racismo biológico fue el
núcleo de su cosmovisión: la idea de una “raza superior” justificó la
exclusión, persecución y exterminio sistemático de judíos, gitanos, personas
con discapacidad, homosexuales y otros grupos. El Holocausto fue la expresión
más extrema de esta lógica. En contextos contemporáneos, diversas voces
críticas han señalado que cuando una ideología nacionalista se basa en la
superioridad étnica o religiosa, puede derivar en políticas de exclusión,
apartheid o incluso violencia masiva. Algunos analistas y organismos
internacionales han denunciado que políticas del Estado de Israel hacia los
palestinos presentan rasgos de discriminación estructural o incluso de limpieza
étnica.
De lo cual emerge una
advertencia filosófica. Lo que une estos fenómenos no es una identidad
ideológica, sino una estructura de pensamiento excluyente: cuando se absolutiza
una identidad (racial, étnica, religiosa) como fundamento del Estado o de la
verdad histórica, se abre la puerta al totalitarismo. El otro deja de ser
interlocutor y se convierte en amenaza ontológica. Por eso, aquí —al proponer
una transfiguración del pensamiento ancestral desde el Logos cristiano— ofrece
una alternativa ética y espiritual: una racionalidad que no se funda en la
pureza, sino en la apertura; no en la identidad cerrada, sino en el amor que
acoge al otro como don.
En
Los
orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt ofreció una de las
interpretaciones más lúcidas del siglo XX sobre los regímenes que, como el
nazismo y el estalinismo, buscaron la dominación total del ser humano mediante
el terror, la propaganda y la anulación del pluralismo. Su análisis del
antisemitismo, el imperialismo y la disolución del espacio público como
condiciones de posibilidad del totalitarismo sigue siendo imprescindible para
comprender cómo el racismo, cuando se convierte en principio organizador del
poder, puede desembocar en el exterminio. Sin embargo, su lectura —aunque
penetrante— permanece anclada en el horizonte europeo y no alcanza a pensar los
totalitarismos simbólicos que pueden emerger desde proyectos identitarios no
occidentales.
En
ese sentido, es necesario ampliar su marco: el racismo
no es solo una patología del Norte ilustrado, colonialista e imperialista, sino
también una tentación del Sur herido, cuando absolutiza
su diferencia y convierte la memoria en frontera. Por eso, frente a las nuevas
formas de etnonacionalismo andino que idealizan el Tahuantinsuyo como una
pureza perdida y excluyente, es urgente recordar que todo esencialismo étnico, cuando se sacraliza, puede fecundar lógicas
totalitarias. La historia ya ha mostrado —en Europa y más allá—
que el mito de la pureza, cuando se arma con poder, puede terminar en
exclusión, violencia y muerte. Solo una racionalidad abierta al otro, como la
que propone el Logos cristiano, puede desactivar esa deriva y ofrecer un
horizonte donde la identidad no se construya contra el otro, sino con él.
A lo largo del siglo XX,
distintas voces alertaron sobre las condiciones culturales, simbólicas y
políticas que hacen posible el surgimiento del totalitarismo. Carl Friedrich y
Zbigniew Brzezinski ofrecieron en Totalitarian Dictatorship
and Autocracy una
definición estructural del totalitarismo basada en la centralización del poder,
el partido único, el control ideológico y el culto al líder. Si bien su enfoque
describe con precisión los regímenes de partido, deja fuera los totalitarismos
de base cultural o epistémica. Un proyecto como el neotahuantinsuyano que
idealiza una etnicidad mítica, que sacraliza un pasado homogéneo y excluyente,
y que desea restaurarlo anulando la diversidad histórica de las repúblicas
andinas, puede operar como un totalitarismo difuso pero efectivo: sin partido
único, pero con mito único; sin líder carismático, pero con una voz simbólica
que impone pertenencias y marca quién merece ser escuchado y quién debe ser
callado.
George Orwell, en cambio,
no necesitó la teoría política para vislumbrar el alma del totalitarismo: bastó
su intuición literaria. En 1984, mostró cómo el poder total no solo
vigila cuerpos, sino que coloniza el lenguaje y la memoria. Cuando se impone
una “neolengua” ancestral —con términos como “originario”, “puro” o “legítimo”
convertidos en armas identitarias— se deja de pensar, y se comienza a obedecer
símbolos. En algunos discursos actuales neotahuantinsuyanos que proclaman la
pureza indígena como única forma válida de identidad, se detecta esa lógica: una
gramática cerrada que ya no narra, sino que ordena; ya no busca comprender,
sino clasificar y excluir.
Claude Lefort en La invención democrática ofrece una advertencia crucial: el
totalitarismo comienza cuando el poder deja de ser representativo y se
convierte en encarnación de un pueblo único, cerrado sobre sí mismo. Cuando una
comunidad política deja de aceptar el vacío simbólico del poder —ese espacio
que en democracia permanece abierto al conflicto y al desacuerdo— y lo llena
con una identidad esencializada, comienza el peligro. Así, si el “pueblo
andino” neotahuantinsuyano es elevado a categoría absoluta y el mestizo, el
occidental o el migrante son excluidos del relato nacional, estamos ante una
forma de encierro totalizante que ya no necesita armas: le basta con una
memoria sacralizada que no admite disenso.
Leszek Kołakowski, en su
trilogía monumental Main Currents of Marxism desde una tradición marxista crítica, mostró
que la utopía redentora, cuando no acepta límites ni pluralidad, deviene
fácilmente en represión. Su análisis del estalinismo podría aplicarse, con las
debidas diferencias, a los proyectos que anhelan restaurar una supuesta armonía
ancestral neotahuantinsuyana. Porque si esa utopía no reconoce el mestizaje, la
pluralidad cultural, la hibridez espiritual, termina proponiendo una salvación
monocorde, cerrada, incapaz de escuchar la complejidad de lo real. El
Tahuantinsuyo, si es convertido en destino escatológico, puede volverse también
prisión.
Franz Neumann, en Behemoth,
reveló que el totalitarismo no siempre se construye con orden, leyes y
estructura, sino también desde el caos simbólico, la fragmentación
institucional y el dominio del mito. En los discursos actuales que apelan a la
ancestralidad como legitimidad suprema, pero sin proyecto político coherente ni
estructura argumentativa, se detecta ese mismo peligro: un caos simbólico que
opera por fascinación, exclusión y sacralización de lo propio, mientras se
demoniza lo externo. Así como el nazismo unificó su violencia en torno al mito
ario, ciertos movimientos andinos neotahuantinsuyanos contemporáneos tienden a
organizar su acción en torno al mito puro de la sangre, del territorio o de la
lengua sagrada.
Giorgio Agamben advierte
que el totalitarismo puede operar mediante la excepción: al declarar que
ciertas vidas están fuera del pacto ciudadano, se las expone al abandono
simbólico o incluso físico. En el caso del etnonacionalismo neotahuantinsuyano andino
radical, los no indígenas —o los indígenas “contaminados”— pueden convertirse
en vidas desnudas desde el punto de vista identitario: presentes, pero
sin pertenencia plena, tolerados, pero sin legitimidad. Y es justamente aquí
donde el discurso cristiano, con su afirmación de que toda vida humana es
imagen de Dios, digna de amor y redención, ofrece una barrera teológica y ética
frente al mito totalitario.
En Sabiduría filosófica
del Yawar Mayu, Hugo Chacón recoge con vehemencia una veta del pensamiento
indigenista que, lejos de moderarse, se radicaliza en clave esencialista. Su
propuesta, aunque revestida de filosofía ancestral, converge peligrosamente con
una visión excluyente de la identidad nacional. Para Chacón, lo andino no es
solo el núcleo de lo peruano: es su totalidad legítima y, al mismo tiempo, una
realidad supranacional. Desde allí postula que el desarrollo debe ser conducido
por la “sangre andina”, que debe reconstruirse el Tahuantinsuyo como horizonte
histórico y que el retorno al ayllu es el único camino auténtico hacia una vida
buena.
Esta postura remite
claramente al primer Luis E. Valcárcel, aquel de Tempestad en los Andes
(1927), cuya propuesta indigenista planteaba la recuperación plena de la
civilización incaica como alternativa a la República criolla. En esa etapa,
Valcárcel concebía lo indígena como reserva moral, histórica y espiritual de la
nación, en abierta oposición al legado occidental. Esa visión, aunque
comprensible en su contexto, promovía una lógica binaria de redención étnica
que ignoraba la complejidad de la sociedad peruana. Sin embargo, en su madurez,
el segundo Valcárcel, junto con Uriel García, dio un giro hacia una concepción
integradora. Ambos comprendieron que el Perú no podía pensarse desde purezas
identitarias, sino desde la realidad mestiza como síntesis conflictiva pero
fecunda. Ese tránsito fue fundamental para José María Arguedas, quien en su
obra encarnó una propuesta cultural más profunda: no eliminar el dolor del
mestizaje, sino abrazarlo como la posibilidad de una reconciliación vital entre
mundos.
Chacón, en cambio, retoma anacrónicamente
el impulso del primer Valcárcel, pero sin el sentido histórico del segundo. Su
filosofía reanuda la tentación del purismo telúrico, donde lo andino es elevado
a fundamento ontológico y todo lo no originario queda relegado, impuro o
colonizado. En este marco, lo mestizo no es síntesis, sino traición; el otro no
es interlocutor, sino obstáculo. Esta visión es peligrosa no solo por lo que
excluye, sino por el tipo de identidad que propone: una identidad sagrada,
homogénea, autorreferencial, que no admite fisuras ni alteridad. En un país
marcado por el entrelazamiento étnico, espiritual y cultural, una propuesta así
no fortalece la nación: la fragmenta, la balcaniza, la somete a una mitología
de purezas imposibles.
Lo que está en juego no es
simplemente una preferencia por lo ancestral, sino el sentido mismo de lo
nacional. Frente a ello, la propuesta de un logos sincrético, como la
que aquí se defiende, ofrece un camino distinto: ni la disolución de lo
ancestral en el multiculturalismo decorativo, ni el absolutismo simbólico del
retorno al Inca, sino una transfiguración fecunda, donde lo andino pueda
dialogar, ser iluminado y elevado por la gracia del Logos, sin perder su voz,
pero también sin aislarla.
En suma, los estudios
clásicos sobre el totalitarismo permiten identificar con nitidez los peligros
que acechan cuando una identidad colectiva se absolutiza y clausura el espacio
del otro. Y si bien estos análisis nacieron del trauma europeo del siglo XX, su
vigencia es universal. América Latina, y en particular el mundo andino,
necesita estar alerta frente a la tentación de invertir el racismo histórico
con un nuevo racismo sacralizado. Porque todo esencialismo racista puede
convertirse en exclusión, y toda exclusión puede terminar en violencia. Solo
una racionalidad transfigurada por el amor al otro, como la que propone el
Logos cristiano, puede evitar que la memoria se convierta en dogma, y que la
herida se transforme en frontera.
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