lunes, 7 de julio de 2025

EL PELIGRO DEL TOTALITARISMO ANDINO

 


EL PELIGRO DEL TOTALITARISMO ANDINO

La reivindicación del pensamiento andino, en su intención emancipadora, a veces incurre en esencialismos identitarios: se absolutiza “lo indígena” como categoría pura, moralmente superior, y se contrapone a “lo occidental” como categoría corrupta o decadente. Esta inversión simbólica busca corregir siglos de colonialismo, pero puede derivar en nuevas formas de exclusión. Estas derivas deben ser señaladas con firmeza:

·       Esencialismo cultural: Convertir la identidad andina en sustancia inmutable niega su historicidad, diversidad interna y capacidad crítica.

·       Totalitarismo simbólico: Elevar una cosmovisión a horizonte normativo único anula el diálogo intercultural real.

·       Racismo inverso: Algunas formas de pensamiento decolonial terminan invirtiendo la lógica discriminatoria, perpetuando la división en vez de sanarla.

·       Negación de la universalidad evangélica: El Evangelio no es cultura occidental: es Palabra universal. Toda forma de esencialismo que rechace esta apertura traiciona la vocación católica del mensaje cristiano.

Tanto el Inca Garcilaso de la Vega como Felipe Guamán Poma de Ayala fueron cristianos y cronistas fundamentales del Perú colonial, pero sus proyectos intelectuales y políticos difieren radicalmente—y esa diferencia es clave para comprender y criticar las actuales corrientes “tahuantinsuyanas” que, en nombre de lo ancestral, reproducen lógicas excluyentes. Para Garcilaso el mestizaje es horizonte integrador, hijo de madre noble inca y padre español, encarna en su propia biografía la tensión y la posibilidad del mestizaje. En Comentarios Reales, no idealiza ni demoniza: busca una síntesis espiritual y cultural entre lo andino y lo hispánico, entre el mito y el cristianismo. Su propuesta no es de pureza, sino de fecundación mutua. El mestizaje no es una pérdida, sino una plenitud posible.

Guamán Poma enarbola una utopía étnica excluyente. Aunque cristiano fervoroso, Guamán Poma propone en su Nueva corónica y buen gobierno una restitución del orden incaico, con una jerarquía étnica clara: los indígenas como pueblo elegido, los españoles como intrusos corruptores. Su proyecto, aunque anticolonial, no es mestizo ni integrador, sino que tiende a una purificación simbólica del poder indígena, donde el otro (mestizo, negro, europeo) queda subordinado o excluido. Como han señalado estudios recientes2, su visión puede leerse como una forma temprana de etnonacionalismo, que hoy resuena en ciertos discursos radicales que idealizan el Tahuantinsuyo como un paraíso perdido y excluyente.

Esto tiene relevancia actual para la crítica a los neotahuantinsuyanos. Las corrientes actuales que reivindican un “retorno al Tahuantinsuyo” muchas veces reproducen una lógica racializada, donde lo mestizo es visto como traición, y lo indígena como esencia pura. Esta postura, lejos de sanar la herida colonial, la absolutiza, y termina negando la complejidad histórica del Perú y de América Latina. Frente a ello, la propuesta de Garcilaso—y la nuestra, desde un logos sincrético—ofrece una alternativa más fecunda y evangélica: no restaurar una pureza imposible, sino transfigurar la herida en encuentro.

Otro detalle relevante es que el racismo fecunda el totalitarismo genocida, lo que hemos visto en el nazismo y actualmente en el sionismo destructor en Gaza. Esto ha ocurrido en distintos contextos históricos, y es fundamental abordarlo con rigor, sin caer en simplificaciones ni en comparaciones automáticas. El racismo se ha mostrado como semilla del totalitarismo En el caso del nazismo, el racismo biológico fue el núcleo de su cosmovisión: la idea de una “raza superior” justificó la exclusión, persecución y exterminio sistemático de judíos, gitanos, personas con discapacidad, homosexuales y otros grupos. El Holocausto fue la expresión más extrema de esta lógica. En contextos contemporáneos, diversas voces críticas han señalado que cuando una ideología nacionalista se basa en la superioridad étnica o religiosa, puede derivar en políticas de exclusión, apartheid o incluso violencia masiva. Algunos analistas y organismos internacionales han denunciado que políticas del Estado de Israel hacia los palestinos presentan rasgos de discriminación estructural o incluso de limpieza étnica.

De lo cual emerge una advertencia filosófica. Lo que une estos fenómenos no es una identidad ideológica, sino una estructura de pensamiento excluyente: cuando se absolutiza una identidad (racial, étnica, religiosa) como fundamento del Estado o de la verdad histórica, se abre la puerta al totalitarismo. El otro deja de ser interlocutor y se convierte en amenaza ontológica. Por eso, aquí —al proponer una transfiguración del pensamiento ancestral desde el Logos cristiano— ofrece una alternativa ética y espiritual: una racionalidad que no se funda en la pureza, sino en la apertura; no en la identidad cerrada, sino en el amor que acoge al otro como don.

En Los orígenes del totalitarismo, Hannah Arendt ofreció una de las interpretaciones más lúcidas del siglo XX sobre los regímenes que, como el nazismo y el estalinismo, buscaron la dominación total del ser humano mediante el terror, la propaganda y la anulación del pluralismo. Su análisis del antisemitismo, el imperialismo y la disolución del espacio público como condiciones de posibilidad del totalitarismo sigue siendo imprescindible para comprender cómo el racismo, cuando se convierte en principio organizador del poder, puede desembocar en el exterminio. Sin embargo, su lectura —aunque penetrante— permanece anclada en el horizonte europeo y no alcanza a pensar los totalitarismos simbólicos que pueden emerger desde proyectos identitarios no occidentales.

En ese sentido, es necesario ampliar su marco: el racismo no es solo una patología del Norte ilustrado, colonialista e imperialista, sino también una tentación del Sur herido, cuando absolutiza su diferencia y convierte la memoria en frontera. Por eso, frente a las nuevas formas de etnonacionalismo andino que idealizan el Tahuantinsuyo como una pureza perdida y excluyente, es urgente recordar que todo esencialismo étnico, cuando se sacraliza, puede fecundar lógicas totalitarias. La historia ya ha mostrado —en Europa y más allá— que el mito de la pureza, cuando se arma con poder, puede terminar en exclusión, violencia y muerte. Solo una racionalidad abierta al otro, como la que propone el Logos cristiano, puede desactivar esa deriva y ofrecer un horizonte donde la identidad no se construya contra el otro, sino con él.

A lo largo del siglo XX, distintas voces alertaron sobre las condiciones culturales, simbólicas y políticas que hacen posible el surgimiento del totalitarismo. Carl Friedrich y Zbigniew Brzezinski ofrecieron en Totalitarian Dictatorship and Autocracy una definición estructural del totalitarismo basada en la centralización del poder, el partido único, el control ideológico y el culto al líder. Si bien su enfoque describe con precisión los regímenes de partido, deja fuera los totalitarismos de base cultural o epistémica. Un proyecto como el neotahuantinsuyano que idealiza una etnicidad mítica, que sacraliza un pasado homogéneo y excluyente, y que desea restaurarlo anulando la diversidad histórica de las repúblicas andinas, puede operar como un totalitarismo difuso pero efectivo: sin partido único, pero con mito único; sin líder carismático, pero con una voz simbólica que impone pertenencias y marca quién merece ser escuchado y quién debe ser callado.

George Orwell, en cambio, no necesitó la teoría política para vislumbrar el alma del totalitarismo: bastó su intuición literaria. En 1984, mostró cómo el poder total no solo vigila cuerpos, sino que coloniza el lenguaje y la memoria. Cuando se impone una “neolengua” ancestral —con términos como “originario”, “puro” o “legítimo” convertidos en armas identitarias— se deja de pensar, y se comienza a obedecer símbolos. En algunos discursos actuales neotahuantinsuyanos que proclaman la pureza indígena como única forma válida de identidad, se detecta esa lógica: una gramática cerrada que ya no narra, sino que ordena; ya no busca comprender, sino clasificar y excluir.

Claude Lefort en La invención democrática ofrece una advertencia crucial: el totalitarismo comienza cuando el poder deja de ser representativo y se convierte en encarnación de un pueblo único, cerrado sobre sí mismo. Cuando una comunidad política deja de aceptar el vacío simbólico del poder —ese espacio que en democracia permanece abierto al conflicto y al desacuerdo— y lo llena con una identidad esencializada, comienza el peligro. Así, si el “pueblo andino” neotahuantinsuyano es elevado a categoría absoluta y el mestizo, el occidental o el migrante son excluidos del relato nacional, estamos ante una forma de encierro totalizante que ya no necesita armas: le basta con una memoria sacralizada que no admite disenso.

Leszek Kołakowski, en su trilogía monumental Main Currents of Marxism desde una tradición marxista crítica, mostró que la utopía redentora, cuando no acepta límites ni pluralidad, deviene fácilmente en represión. Su análisis del estalinismo podría aplicarse, con las debidas diferencias, a los proyectos que anhelan restaurar una supuesta armonía ancestral neotahuantinsuyana. Porque si esa utopía no reconoce el mestizaje, la pluralidad cultural, la hibridez espiritual, termina proponiendo una salvación monocorde, cerrada, incapaz de escuchar la complejidad de lo real. El Tahuantinsuyo, si es convertido en destino escatológico, puede volverse también prisión.

Franz Neumann, en Behemoth, reveló que el totalitarismo no siempre se construye con orden, leyes y estructura, sino también desde el caos simbólico, la fragmentación institucional y el dominio del mito. En los discursos actuales que apelan a la ancestralidad como legitimidad suprema, pero sin proyecto político coherente ni estructura argumentativa, se detecta ese mismo peligro: un caos simbólico que opera por fascinación, exclusión y sacralización de lo propio, mientras se demoniza lo externo. Así como el nazismo unificó su violencia en torno al mito ario, ciertos movimientos andinos neotahuantinsuyanos contemporáneos tienden a organizar su acción en torno al mito puro de la sangre, del territorio o de la lengua sagrada.

Giorgio Agamben advierte que el totalitarismo puede operar mediante la excepción: al declarar que ciertas vidas están fuera del pacto ciudadano, se las expone al abandono simbólico o incluso físico. En el caso del etnonacionalismo neotahuantinsuyano andino radical, los no indígenas —o los indígenas “contaminados”— pueden convertirse en vidas desnudas desde el punto de vista identitario: presentes, pero sin pertenencia plena, tolerados, pero sin legitimidad. Y es justamente aquí donde el discurso cristiano, con su afirmación de que toda vida humana es imagen de Dios, digna de amor y redención, ofrece una barrera teológica y ética frente al mito totalitario.

En Sabiduría filosófica del Yawar Mayu, Hugo Chacón recoge con vehemencia una veta del pensamiento indigenista que, lejos de moderarse, se radicaliza en clave esencialista. Su propuesta, aunque revestida de filosofía ancestral, converge peligrosamente con una visión excluyente de la identidad nacional. Para Chacón, lo andino no es solo el núcleo de lo peruano: es su totalidad legítima y, al mismo tiempo, una realidad supranacional. Desde allí postula que el desarrollo debe ser conducido por la “sangre andina”, que debe reconstruirse el Tahuantinsuyo como horizonte histórico y que el retorno al ayllu es el único camino auténtico hacia una vida buena.

Esta postura remite claramente al primer Luis E. Valcárcel, aquel de Tempestad en los Andes (1927), cuya propuesta indigenista planteaba la recuperación plena de la civilización incaica como alternativa a la República criolla. En esa etapa, Valcárcel concebía lo indígena como reserva moral, histórica y espiritual de la nación, en abierta oposición al legado occidental. Esa visión, aunque comprensible en su contexto, promovía una lógica binaria de redención étnica que ignoraba la complejidad de la sociedad peruana. Sin embargo, en su madurez, el segundo Valcárcel, junto con Uriel García, dio un giro hacia una concepción integradora. Ambos comprendieron que el Perú no podía pensarse desde purezas identitarias, sino desde la realidad mestiza como síntesis conflictiva pero fecunda. Ese tránsito fue fundamental para José María Arguedas, quien en su obra encarnó una propuesta cultural más profunda: no eliminar el dolor del mestizaje, sino abrazarlo como la posibilidad de una reconciliación vital entre mundos.

Chacón, en cambio, retoma anacrónicamente el impulso del primer Valcárcel, pero sin el sentido histórico del segundo. Su filosofía reanuda la tentación del purismo telúrico, donde lo andino es elevado a fundamento ontológico y todo lo no originario queda relegado, impuro o colonizado. En este marco, lo mestizo no es síntesis, sino traición; el otro no es interlocutor, sino obstáculo. Esta visión es peligrosa no solo por lo que excluye, sino por el tipo de identidad que propone: una identidad sagrada, homogénea, autorreferencial, que no admite fisuras ni alteridad. En un país marcado por el entrelazamiento étnico, espiritual y cultural, una propuesta así no fortalece la nación: la fragmenta, la balcaniza, la somete a una mitología de purezas imposibles.

Lo que está en juego no es simplemente una preferencia por lo ancestral, sino el sentido mismo de lo nacional. Frente a ello, la propuesta de un logos sincrético, como la que aquí se defiende, ofrece un camino distinto: ni la disolución de lo ancestral en el multiculturalismo decorativo, ni el absolutismo simbólico del retorno al Inca, sino una transfiguración fecunda, donde lo andino pueda dialogar, ser iluminado y elevado por la gracia del Logos, sin perder su voz, pero también sin aislarla.

En suma, los estudios clásicos sobre el totalitarismo permiten identificar con nitidez los peligros que acechan cuando una identidad colectiva se absolutiza y clausura el espacio del otro. Y si bien estos análisis nacieron del trauma europeo del siglo XX, su vigencia es universal. América Latina, y en particular el mundo andino, necesita estar alerta frente a la tentación de invertir el racismo histórico con un nuevo racismo sacralizado. Porque todo esencialismo racista puede convertirse en exclusión, y toda exclusión puede terminar en violencia. Solo una racionalidad transfigurada por el amor al otro, como la que propone el Logos cristiano, puede evitar que la memoria se convierta en dogma, y que la herida se transforme en frontera.

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