lunes, 7 de julio de 2025

ETICA ANDINA Y ETICA CRISTIANA



 ETICA ANDINA Y ETICA CRISTIANA

El pensamiento andino propone una ética del nosotros, donde la comunidad, el territorio, la reciprocidad y el equilibrio colectivo se erigen como criterios de vida buena. La libertad se concibe no como autodeterminación individual, sino como pertenencia armónica a un orden relacional. Frente al individualismo moderno, esta visión ofrece una crítica potente y necesaria. Pero también plantea serias tensiones con valores fundamentales de la modernidad:

  • Reducción de la subjetividad: La ética comunitaria puede negar el conflicto interno, la elección autónoma y la disidencia crítica.
  • Desconocimiento de los derechos individuales: En nombre del equilibrio colectivo, se puede justificar la exclusión de quienes no se ajustan al modelo tradicional (mujeres, disidentes, migrantes, enfermos).
  • Incompatibilidad con la dignidad personal cristiana: La fe cristiana sostiene la centralidad del alma individual, libre y responsable ante Dios. Esta dimensión escapa a una ética puramente comunitaria.

En el plano ético, no existió una concepción del mal como entidad ontológica o metafísica. El mal era entendido como desequilibrio energético o desarmonía relacional, y no como pecado u ofensa contra una voluntad divina. La ética no partía de un Dios providente o legislador, sino de la necesidad de restablecer la armonía vital con el entorno, los otros y los ancestros.

Según la Reciprocidad cósmica y social (ayni) no había gratuidad. Pero, ¿Siempre había que dar para recibir? ¿Qué pasa con quienes no pueden corresponder (niños, ancianos, personas vulnerables)? ¿Es ético exigir reciprocidad constante o podría volverse un sistema coercitivo o excluyente? Este principio puede transformarse en un imperativo moral que margina a quienes no pueden "devolver". Entonces, ¿Qué lugar ocupaban los vulnerables en el mundo andino?

En general, el pensamiento andino no concebía a la persona como un individuo autónomo, sino como parte de un entramado relacional. Esto tenía implicancias ambivalentes: (1) Niños: Eran considerados parte del ayllu desde el nacimiento, pero su valor estaba ligado a su potencial de contribuir en el futuro. La crianza era comunitaria, pero también funcional. No hay evidencia de abandono sistemático, pero sí de una educación orientada a la obediencia y al rol social. (2) Ancianos: Eran respetados como portadores de memoria y sabiduría, especialmente si conservaban capacidades rituales o narrativas. Sin embargo, si se volvían dependientes sin posibilidad de aportar, podían ser marginados o incluso sacrificados en contextos extremos (según algunas crónicas). (3) Personas con discapacidad o enfermedades crónicas: En una cosmovisión donde el orden cósmico debía mantenerse, lo “anómalo” podía ser interpretado como signo de desequilibrio. Algunas fuentes coloniales mencionan rituales de purificación o aislamiento, aunque también hay registros de cuidado comunitario en ciertos casos.

¿Qué dicen las crónicas? Crónicas como las de Guamán Poma de Ayala y Cieza de León muestran una sociedad jerárquica y funcionalista, donde el valor de cada persona estaba ligado a su rol en el equilibrio social. El Inca podía ordenar redistribuciones de ayuda, pero también castigos severos a quienes rompieran el orden. No hay una noción de “derechos individuales” como los entendemos hoy.

¿Qué implica esto para una lectura filosófica? 1. La reciprocidad (ayni) era un principio ético central, pero no universalmente inclusivo. 2. El equilibrio colectivo podía justificar exclusiones silenciosas. 3. La dignidad no era inherente al individuo, sino relacional y condicional.

Por eso, el pensamiento andino necesita ser transfigurado, no solo conservado. Porque si bien ofrece claves valiosas de relacionalidad y armonía, no basta para garantizar la dignidad de quienes no pueden corresponder. Solo una racionalidad abierta a la gratuidad, al amor al débil, al valor del inútil aparente—como la que propone el Logos cristiano—puede completar esa ética ancestral sin negarla.

La redistribución era privilegio del Inca, por lo que no podía primar la caridad, de ahí que resalte el amor gratuito del cristianismo especialmente hacia los más vulnerables. Exactamente. Y este es un punto neurálgico que merece ser subrayado con fuerza: la redistribución incaica, aunque eficaz y solidaria en términos funcionales, no se fundaba en la gratuidad, sino en la reciprocidad vertical y en la autoridad sagrada del Inca. Era una redistribución sin caridad

En el Tahuantinsuyo, el sistema económico se basaba en dos pilares: reciprocidad (ayni) y redistribución centralizada. Esta última era administrada por el Estado, es decir, por el Inca y su aparato burocrático. Los bienes recolectados en los qollqas (almacenes estatales) eran distribuidos según criterios de utilidad, lealtad y necesidad colectiva, pero siempre bajo el control del poder central. El Inca no actuaba como benefactor movido por compasión, sino como mediador cósmico que garantizaba el orden. La redistribución era parte de un contrato implícito: el pueblo ofrecía trabajo (mit’a), y el Estado devolvía bienes y protección. No había espacio para la caridad gratuita: todo estaba regulado por el principio de equilibrio y funcionalidad.

Este modelo, aunque admirable en su eficiencia, no podía responder plenamente a la dignidad de quienes no podían corresponder: niños, ancianos, enfermos, personas con discapacidad. Su inclusión dependía de la voluntad del Inca, no de un principio universal de amor al débil. Por eso hablar del imperio socialista de los incas por Baudin es totalmente descaminador. La noción de un “imperio socialista” aplicado al Tahuantinsuyo, como lo propuso Louis Baudin en su obra El Imperio Socialista de los Incas (1928), resulta profundamente anacrónica y conceptualmente equívoca. El modelo redistributivo incaico no se basaba en la igualdad ni en la gratuidad, sino en una reciprocidad vertical administrada por el poder absoluto del Inca. La redistribución era parte de un sistema de control político, no de justicia social. No existía propiedad individual, pero eso no implicaba una abolición de clases: la sociedad estaba jerárquicamente estratificada, con nobles, sacerdotes, mitmaqkuna (poblaciones trasladadas) y yanaconas (servidumbre permanente). La reciprocidad (ayni) tenía límites éticos claros: quienes no podían devolver—niños, ancianos, enfermos, personas con discapacidad—dependían de la voluntad del Inca, no de un principio universal de dignidad o compasión. No había caridad, sino funcionalidad. El poder era teocrático y centralizado, no horizontal ni participativo. El Inca era considerado hijo del Sol, y su autoridad era incuestionable. Baudin mismo reconoce que el sistema requería una “administración tiránica” para sostenerse. El enfoque forzado de Baudin, economista francés, se debe a que escribió su obra en un contexto de debates sobre el colectivismo y el socialismo en Europa. Su lectura proyecta categorías modernas sobre una civilización premoderna, idealizando la eficiencia estatal del Tahuantinsuyo como si fuera un antecedente del socialismo planificado. Pero esta analogía ignora las profundas diferencias filosóficas, éticas y antropológicas entre ambos modelos.

El contraste con el cristianismo es tajante y total. El cristianismo introduce una ética de la gratuidad, donde el amor se dirige especialmente a quienes no pueden devolver nada. Frente a un sistema que excluye al “inútil”, el Evangelio proclama: “Bienaventurados los pobres, los mansos, los que lloran”. Esta es la verdadera revolución: no la redistribución desde el poder, sino la dignificación desde el amor. El giro cristiano es amor sin cálculo. Aquí es donde el Logos cristiano introduce una revolución ética: el amor no se basa en la reciprocidad, sino en la gratuidad. Cristo no ama porque el otro pueda devolverle algo, sino porque el otro es digno por ser imagen de Dios. Este amor se expresa especialmente hacia los más vulnerables: “Lo que hiciste con uno de estos pequeños, conmigo lo hiciste”.

La caridad cristiana no es redistribución funcional, sino don sin medida. No depende del mérito ni de la utilidad, sino de la gracia. No se administra desde el poder, sino que brota desde la compasión. Para Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, pero profundizando desde la teología cristiana, existen dos formas principales de justicia: (1) Justicia conmutativa: regula las relaciones entre individuos. Se basa en la igualdad aritmética: dar y recibir en proporción. Es la justicia del contrato, del mercado, del intercambio. Su principio es: a cada uno lo suyo. (2 Justicia distributiva: regula la relación entre la comunidad (o autoridad) y sus miembros. Se basa en la equidad proporcional, pero también en la gratuidad del bien común. Aquí, el principio es: dar a cada uno según su necesidad, dignidad o función, no según lo que pueda devolver. Tomás afirma que la justicia distributiva es superior, porque se orienta al bien común y no al interés particular. Y más aún: en su visión cristiana, la caridad —el amor gratuito— supera incluso a la justicia, porque da sin esperar nada a cambio. Es el amor que se derrama sobre el pobre, el enfermo, el enemigo, el inútil aparente.

“La caridad no busca lo suyo” (1 Cor 13,5), y por eso, para Tomás, la justicia cristiana culmina en la misericordia, que no se limita a dar lo justo, sino que da más allá de lo debido.

Este punto es crucial y fundamental para entender la reconversión del pensamiento andino, que basado en la reciprocidad (ayni), no puede por sí solo sostener una ética del amor gratuito. Su justicia es admirable, pero funcional. No puede acoger plenamente al que no puede devolver. Por eso, como bien señalas, el giro cristiano no es solo un complemento: es una transfiguración ética. El Logos cristiano introduce una lógica nueva: la del don sin cálculo, la del amor que no mide, la del Dios que se da sin esperar retorno. Y solo desde ahí, el símbolo se vuelve sacramento, y la justicia se convierte en gracia. Por eso, el pensamiento andino necesita ser transfigurado, no solo conservado. Su ética de reciprocidad es valiosa, pero insuficiente. Solo cuando se abre al amor gratuito del Evangelio puede florecer en una antropología que reconozca la dignidad de todos, incluso de quienes no pueden devolver nada.

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