ETICA ANDINA Y ETICA CRISTIANA
El pensamiento andino
propone una ética del nosotros, donde la comunidad, el territorio, la
reciprocidad y el equilibrio colectivo se erigen como criterios de vida buena.
La libertad se concibe no como autodeterminación individual, sino como
pertenencia armónica a un orden relacional. Frente al individualismo moderno,
esta visión ofrece una crítica potente y necesaria. Pero también plantea serias
tensiones con valores fundamentales de la modernidad:
- Reducción de la subjetividad: La ética comunitaria puede negar el
conflicto interno, la elección autónoma y la disidencia crítica.
- Desconocimiento de los derechos individuales: En nombre del
equilibrio colectivo, se puede justificar la exclusión de quienes no se
ajustan al modelo tradicional (mujeres, disidentes, migrantes, enfermos).
- Incompatibilidad con la dignidad personal cristiana: La fe
cristiana sostiene la centralidad del alma individual, libre y responsable
ante Dios. Esta dimensión escapa a una ética puramente comunitaria.
En el plano ético, no existió una concepción del mal como entidad
ontológica o metafísica. El mal era entendido como desequilibrio energético o desarmonía relacional, y no como pecado u ofensa contra una voluntad divina. La
ética no partía de un Dios providente o legislador, sino de la necesidad de restablecer la armonía vital con el entorno, los otros y los ancestros.
Según la Reciprocidad cósmica y social (ayni) no
había gratuidad. Pero, ¿Siempre había que dar para recibir? ¿Qué pasa con
quienes no pueden corresponder (niños, ancianos, personas
vulnerables)? ¿Es ético exigir reciprocidad constante o podría volverse un
sistema coercitivo o excluyente? Este principio puede transformarse en un
imperativo moral que margina a quienes no pueden "devolver".
Entonces, ¿Qué
lugar ocupaban los vulnerables en el mundo andino?
En general, el pensamiento
andino no concebía a la persona como un individuo autónomo, sino como parte de
un entramado relacional. Esto tenía implicancias ambivalentes: (1) Niños: Eran
considerados parte del ayllu desde el nacimiento, pero su valor estaba ligado a
su potencial de contribuir en el futuro. La crianza era comunitaria, pero
también funcional. No hay evidencia de abandono sistemático, pero sí de una
educación orientada a la obediencia y al rol social. (2) Ancianos: Eran
respetados como portadores de memoria y sabiduría, especialmente si conservaban
capacidades rituales o narrativas. Sin embargo, si se volvían dependientes sin
posibilidad de aportar, podían ser marginados o incluso sacrificados en
contextos extremos (según algunas crónicas). (3) Personas con discapacidad o
enfermedades crónicas: En una cosmovisión donde el orden cósmico debía
mantenerse, lo “anómalo” podía ser interpretado como signo de desequilibrio.
Algunas fuentes coloniales mencionan rituales de purificación o aislamiento,
aunque también hay registros de cuidado comunitario en ciertos casos.
¿Qué dicen las crónicas? Crónicas como las de Guamán Poma de Ayala y Cieza
de León muestran una sociedad jerárquica y funcionalista, donde el valor de
cada persona estaba ligado a su rol en el equilibrio social. El Inca podía
ordenar redistribuciones de ayuda, pero también castigos severos a quienes
rompieran el orden. No hay una noción de “derechos individuales” como los
entendemos hoy.
¿Qué implica esto para una lectura filosófica? 1. La reciprocidad (ayni)
era un principio ético central, pero no universalmente inclusivo. 2. El
equilibrio colectivo podía justificar exclusiones silenciosas. 3. La dignidad
no era inherente al individuo, sino relacional y condicional.
Por eso, el pensamiento
andino necesita ser transfigurado, no solo conservado. Porque si bien ofrece
claves valiosas de relacionalidad y armonía, no basta para garantizar la
dignidad de quienes no pueden corresponder. Solo una racionalidad abierta a la
gratuidad, al amor al débil, al valor del inútil aparente—como la que propone
el Logos cristiano—puede completar esa ética ancestral sin negarla.
La redistribución era
privilegio del Inca, por lo que no podía primar la caridad, de ahí que resalte
el amor gratuito del cristianismo especialmente hacia los más vulnerables. Exactamente.
Y este es un punto neurálgico que merece ser subrayado con fuerza: la
redistribución incaica, aunque eficaz y solidaria en términos funcionales, no
se fundaba en la gratuidad, sino en la reciprocidad vertical y en la autoridad
sagrada del Inca. Era una redistribución sin caridad
En el Tahuantinsuyo, el
sistema económico se basaba en dos pilares: reciprocidad (ayni) y redistribución
centralizada. Esta última era administrada por el Estado, es decir, por el Inca
y su aparato burocrático. Los bienes recolectados en los qollqas
(almacenes estatales) eran distribuidos según criterios de utilidad, lealtad y
necesidad colectiva, pero siempre bajo el control del poder central. El Inca no
actuaba como benefactor movido por compasión, sino como mediador cósmico que
garantizaba el orden. La redistribución era parte de un contrato implícito: el
pueblo ofrecía trabajo (mit’a), y el Estado devolvía bienes y protección. No
había espacio para la caridad gratuita: todo estaba regulado por el principio
de equilibrio y funcionalidad.
Este modelo, aunque
admirable en su eficiencia, no podía responder plenamente a la dignidad de
quienes no podían corresponder: niños, ancianos, enfermos, personas con
discapacidad. Su inclusión dependía de la voluntad del Inca, no de un principio
universal de amor al débil. Por eso hablar del imperio socialista de los incas
por Baudin es totalmente descaminador. La noción de un “imperio socialista”
aplicado al Tahuantinsuyo, como lo propuso Louis Baudin en su obra El
Imperio Socialista de los Incas (1928), resulta profundamente anacrónica y
conceptualmente equívoca. El modelo redistributivo incaico no se basaba en la
igualdad ni en la gratuidad, sino en una reciprocidad vertical administrada por
el poder absoluto del Inca. La redistribución era parte de un sistema de
control político, no de justicia social. No existía propiedad individual, pero
eso no implicaba una abolición de clases: la sociedad estaba jerárquicamente
estratificada, con nobles, sacerdotes, mitmaqkuna (poblaciones trasladadas) y
yanaconas (servidumbre permanente). La reciprocidad (ayni) tenía límites éticos
claros: quienes no podían devolver—niños, ancianos, enfermos, personas con
discapacidad—dependían de la voluntad del Inca, no de un principio universal de
dignidad o compasión. No había caridad, sino funcionalidad. El poder era
teocrático y centralizado, no horizontal ni participativo. El Inca era
considerado hijo del Sol, y su autoridad era incuestionable. Baudin mismo
reconoce que el sistema requería una “administración tiránica” para sostenerse.
El enfoque forzado de Baudin, economista francés, se debe a que escribió su
obra en un contexto de debates sobre el colectivismo y el socialismo en Europa.
Su lectura proyecta categorías modernas sobre una civilización premoderna,
idealizando la eficiencia estatal del Tahuantinsuyo como si fuera un
antecedente del socialismo planificado. Pero esta analogía ignora las profundas
diferencias filosóficas, éticas y antropológicas entre ambos modelos.
El contraste con el
cristianismo es tajante y total. El cristianismo introduce una ética de la
gratuidad, donde el amor se dirige especialmente a quienes no pueden devolver
nada. Frente a un sistema que excluye al “inútil”, el Evangelio proclama:
“Bienaventurados los pobres, los mansos, los que lloran”. Esta es la verdadera
revolución: no la redistribución desde el poder, sino la dignificación desde el
amor. El giro cristiano es amor sin cálculo. Aquí es donde el Logos cristiano
introduce una revolución ética: el amor no se basa en la reciprocidad, sino en
la gratuidad. Cristo no ama porque el otro pueda devolverle algo, sino porque
el otro es digno por ser imagen de Dios. Este amor se expresa especialmente
hacia los más vulnerables: “Lo que hiciste con uno de estos pequeños, conmigo
lo hiciste”.
La caridad cristiana no es
redistribución funcional, sino don sin medida. No depende del mérito ni de la
utilidad, sino de la gracia. No se administra desde el poder, sino que brota
desde la compasión. Para Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, pero
profundizando desde la teología cristiana, existen dos formas principales de
justicia: (1) Justicia conmutativa: regula las relaciones entre individuos. Se
basa en la igualdad aritmética: dar y recibir en proporción. Es la justicia del
contrato, del mercado, del intercambio. Su principio es: a cada uno lo suyo.
(2 Justicia distributiva: regula la relación entre la comunidad (o autoridad) y
sus miembros. Se basa en la equidad proporcional, pero también en la gratuidad
del bien común. Aquí, el principio es: dar a cada uno según su necesidad,
dignidad o función, no según lo que pueda devolver. Tomás afirma que la
justicia distributiva es superior, porque se orienta al bien común y no al
interés particular. Y más aún: en su visión cristiana, la caridad —el amor
gratuito— supera incluso a la justicia, porque da sin esperar nada a cambio. Es
el amor que se derrama sobre el pobre, el enfermo, el enemigo, el inútil
aparente.
“La caridad no busca lo suyo” (1 Cor 13,5), y
por eso, para Tomás, la justicia cristiana culmina en la misericordia, que no
se limita a dar lo justo, sino que da más allá de lo debido.
Este punto es crucial y fundamental
para entender la reconversión del pensamiento andino, que basado en la
reciprocidad (ayni), no puede por sí solo sostener una ética del amor gratuito.
Su justicia es admirable, pero funcional. No puede acoger plenamente al que no
puede devolver. Por eso, como bien señalas, el giro cristiano no es solo un
complemento: es una transfiguración ética. El Logos cristiano introduce una
lógica nueva: la del don sin cálculo, la del amor que no mide, la del Dios que
se da sin esperar retorno. Y solo desde ahí, el símbolo se vuelve sacramento, y
la justicia se convierte en gracia. Por eso, el pensamiento andino necesita ser
transfigurado, no solo conservado. Su ética de reciprocidad es valiosa, pero
insuficiente. Solo cuando se abre al amor gratuito del Evangelio puede florecer
en una antropología que reconozca la dignidad de todos, incluso de quienes no
pueden devolver nada.
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