miércoles, 16 de julio de 2025

METAFÍSICA DEL DON

 Gustavo Flores Quelopana

 

 

METAFÍSICA DEL DON

Una lectura ontorrealista de la donación

 como estructura del ser

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FONDO EDITORIAL

IIPCIAL

Instituto de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina

LIMA-PERU

2025

 

BIODATA

 

Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor, peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino (SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo “Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la “Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el “Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la “paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, el “Neobrutalismo” como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización, “Ontorrealismo” como propuesta metafísica para recuperar la trascendencia, la “Cristoradialidad” como teología parea un mundo descreído; y “Universo Pluritemporal” para explicar en tiempo ontológico en el cosmos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título:  METAFÍSICA DEL DON

Una lectura ontorrealista de la donación como estructura del ser

 

Primera edición en castellano: Lima, julio, 2025

 

Autor: Gustavo Flores Quelopana

 

Editor: Gustavo Flores Quelopana

Los Girasoles 148- Salamanca-Ate

 

Se terminó de imprimir en julio de 2025 en: © Fondo Editorial del Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina (IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca, Ate.

 

Tiraje: 30 ejemplares

 

HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ

N° 2025-

METAFÍSICA DEL DON

Una lectura ontorrealista de la donación como estructura del ser

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Prólogo

 

 

E

l pensamiento humano ha recorrido siglos buscando el fundamento último de la realidad. Ha interrogado el ser, ha diseccionado la conciencia, ha trazado mapas del alma y del cosmos. Ha construido sistemas, ha demolido dogmas, ha erigido torres de abstracción y ha descendido a los abismos del lenguaje. Pero en todo ese recorrido, algo esencial ha permanecido en penumbra: la gratuidad del ser, su carácter de donación originaria, su vocación de comunión antes que dominio.

Este libro nace como respuesta a esa omisión. No como una crítica más, ni como una síntesis de saberes dispersos, sino como una irrupción ontológica que pretende reconfigurar la raíz misma del pensamiento. Porque si el ser no se posee, sino que se recibe; si la existencia no se conquista, sino que se acoge; entonces toda filosofía que no parta del don está condenada a la esterilidad.

La metafísica del don no es una corriente, ni una escuela, ni una moda. Es una forma de pensar que se deja atravesar por el amor que constituye el mundo. Es una ontología que no teme la ternura, una racionalidad que no huye de la misericordia, una lógica que se abre al misterio. Es, en definitiva, una transfiguración del pensamiento desde su origen.

Este libro no propone una doctrina cerrada, sino una apertura radical. No busca imponer conceptos, sino invitar a una forma de vida intelectual donde el saber sea servicio, donde la verdad sea comunión, donde el otro no sea objeto de análisis, sino rostro que interpela. Es un libro que piensa desde la herida, desde el asombro, desde la entrega.

La historia del pensamiento ha sido marcada por grandes rupturas: el paso del mito al logos, la irrupción del cogito cartesiano, la crítica kantiana, la dialéctica hegeliana, la sospecha nietzscheana. Este libro se inscribe en esa historia, pero propone una ruptura distinta: no contra el dogma, sino contra la lógica del dominio; no contra la tradición, sino contra el olvido del don.

Aquí se afirma que el ser humano no es individuo, ni sujeto, ni función. Es homo dāre amōre: el que da por amor, el que existe para ofrecerse, el que encuentra su plenitud en la comunión. Esta antropología no es moralista ni idealista: es ontológica, porque nace de una comprensión radical del ser como donación.

La metafísica del don exige una nueva ética, una nueva política, una nueva cultura. Una ética donde el bien no sea norma, sino respuesta amorosa. Una política donde el poder no sea control, sino servicio al misterio del otro. Una cultura donde el arte no sea espectáculo, sino rito de acogida. Todo debe ser repensado desde la gratuidad.

Este libro se atreve a decir que la técnica debe ser transfigurada, que la inteligencia artificial debe ser pensada desde el amor, que la economía debe ser reconstruida como espacio de cuidado. No por ingenuidad, sino por fidelidad al ser. Porque si el ser es don, entonces todo lo humano debe ser comunión.

La geopolítica, también, debe ser reconfigurada. El mundo multipolar no será salvación si no se funda en una ontología relacional. Los Estados deben dejar de ser máquinas de interés y convertirse en comunidades de vocación. La paz no será posible sin una metafísica que afirme la diferencia como riqueza, no como amenaza.

Este libro polemiza con ardor. Con los pensadores del mundo unipolar que han convertido la política en técnica de exterminio. Con los analistas del mundo multipolar que celebran la diversidad sin interrogar su fundamento. Con los filósofos que han olvidado que el pensamiento nace del asombro, no del cálculo.

Pero más allá de la crítica, este libro propone una esperanza radical. La esperanza de que el pensamiento puede volver a ser acto de comunión. Que la filosofía puede volver a ser contemplación del misterio. Que la historia puede ser respuesta libre al amor que la llama.

Este libro no nace de una estrategia intelectual. Nace de una noche de insomnio, de un cuerpo cansado, de una palabra que irrumpió como rayo: Metafísica del don. Nace de la certeza de que el alma no se cansa, pero el cuerpo sí, y que sólo el pensamiento que se ofrece puede redimir la fatiga.

Cada página escrita ha sido un acto de obediencia. No a una idea, sino a una vocación. No a una lógica, sino a un llamado. Porque el pensamiento, cuando nace del don, no se construye: se acoge. Y esta obra ha querido ser eso: acogida del ser que se da.

Aquí se afirma que el fundamento último no es la sustancia, ni la energía, ni la estructura. Es el amor que se ofrece sin medida. Es el Dios que se da, el ser que se comparte, el hombre que responde. Es la triple articulación que salva: Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre.

Esta obra no pretende cerrar el pensamiento, sino abrirlo a su origen. No busca definir el ser, sino dejarse transformar por él. No quiere tener razón, sino ser fiel al misterio que lo convoca. Es una obra escrita con la esperanza de que el mundo, al borde del abismo, pueda reaprender a ser don.

El lector que se acerque a estas páginas no encontrará fórmulas, ni sistemas, ni recetas. Encontrará una invitación a pensar desde la gratuidad, a vivir desde la comunión, a amar desde el ser. Encontrará un pensamiento que no teme la ternura, ni la entrega, ni el silencio.

Porque sólo desde el silencio puede surgir una palabra que salve. Y sólo desde el don puede surgir una civilización que no se funda en el miedo, sino en la esperanza. Este libro es, en su origen y en su destino, una respuesta libre al amor que irrumpe sin pedir permiso.

Y si logra tocar siquiera una fibra del alma del lector, si logra abrir una rendija en la muralla del cálculo, si logra sembrar una duda en la lógica del dominio, entonces habrá cumplido su tarea. Porque el pensamiento, cuando nace del don, no busca imponerse: busca ofrecerse.

Este prólogo no es introducción: es acto de entrega. Es el umbral por donde el pensamiento se convierte en comunión. Es el lugar donde el saber se arrodilla ante el misterio. Es el momento en que el mundo, por un instante, se deja pensar como don.

La estructura de este libro responde a una lógica interna que no es meramente expositiva, sino iniciática. Cada capítulo ha sido concebido como un umbral, como una etapa en el camino hacia una comprensión más profunda del ser como don. No se trata de una progresión lineal, sino de una espiral ascendente, donde el pensamiento se va depurando, se va abriendo, se va dejando transformar por la gratuidad que lo convoca.

El libro comienza con una fundamentación ontológica, donde se plantea que el ser no es sustancia ni función, sino donación originaria. Esta tesis se desarrolla en diálogo con la tradición metafísica, pero también en ruptura con sus límites. Se propone una ontología relacional, donde el ser se piensa como acto de comunión, y no como entidad cerrada. Esta primera parte es el corazón filosófico de la obra, y prepara el terreno para las implicancias éticas, antropológicas y políticas que vendrán después.

A continuación, se despliega una antropología del homo dāre amōre, donde el ser humano es pensado como criatura llamada a la entrega, a la misericordia, al servicio. Esta sección articula la ontología del don con una visión del hombre que supera el individualismo moderno y recupera su vocación relacional. Aquí se abordan temas como la libertad, la corporeidad, la interioridad, y se muestra cómo el amor no es sentimiento, sino estructura ontológica.

Luego, el libro se adentra en las implicancias culturales y políticas de esta metafísica. Se analiza la técnica, la inteligencia artificial, la economía, la educación, y se propone una transfiguración de cada ámbito desde la lógica del don. Especial atención se da a la geopolítica, donde se critica el orden unipolar y se propone una gobernanza trascendental, fundada en la comunión de los pueblos.

El capítulo final ofrece una proyección civilizatoria, donde se imagina una cultura donativa, una política del cuidado, una economía de la misericordia. No como utopía, sino como exigencia ontológica. Esta sección culmina con una conclusión general que sintetiza la triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre— como fundamento de una nueva visión del mundo.

La obra está atravesada por un estilo que busca ser conceptuoso, poético y contemplativo. No se limita a argumentar: quiere invocar. Cada capítulo es una invitación a pensar desde el amor que da la medida, y a dejarse transformar por el misterio del ser que se ofrece. Porque este libro no se escribió para explicar el mundo, sino para reaprender a habitarlo como don.

G. F. Q.

Lima, Julio 2025

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Primera Parte: Fundamentos Ontorrealistas

 

 

Capítulo 1

La estructura del ser desde el Ontorrealismo

 

La metafísica no comienza con una afirmación, sino con una pregunta silenciosa: ¿por qué hay algo en lugar de nada? Esta interrogante inaugura no solo la filosofía como búsqueda de sentido, sino también la conciencia de que el ser, en su plenitud, no puede reducirse a lo dado, a lo empírico ni a lo útil. Desde esta premisa, el Ontorrealismo se presenta como una arquitectura del pensamiento que restituye el orden ontológico del mundo en una época marcada por la fragmentación, la relativización de lo real y la disolución de los fundamentos trascendentales.

El don, tema central de esta obra, no puede entenderse adecuadamente si no se ha comprendido antes la estructura del ser mismo. No es un gesto emocional, ni una práctica social, ni siquiera una virtud moral en primer lugar: es un fenómeno ontológico que brota del modo en que lo finito participa en lo eterno. Por ello, el Ontorrealismo propone una ontología del don como manifestación esencial de la relación estructural entre los entes contingentes y la plenitud trascendental que los sostiene.

 

1.1 La analogía del ser como principio fundante

La analogía del ser, recuperada y reformulada por el Ontorrealismo, permite escapar de dos peligros extremos: el univocismo que homogeneiza la realidad y el equivocismo que la disuelve en multiplicidad sin orden. Según este principio, los entes no son iguales al ser eterno, pero tampoco ajenos: participan de él en distintos grados de plenitud, conservando su identidad propia mientras reflejan, de forma proporcional, la riqueza infinita del ser absoluto.

Esta analogía no es un juego lingüístico ni una convención hermenéutica: es una estructura real del ser. Todo lo que existe manifiesta, en algún grado, una dependencia ontológica que no lo anula, sino que lo constituye. El don, por tanto, no es posible sino dentro de esta lógica: porque el ser eterno no es cerrado sobre sí, sino abierto a comunicar su plenitud sin pérdida, lo finito puede recibir y —por participación— también donar. El acto de dar no surge del vacío voluntarista, sino del exceso del ser que se derrama en la creación.

 

1.2 La jerarquía ontológica como orden participativo

El mundo no es un caos arbitrario ni una sucesión de entes desconectados. La realidad, desde el Ontorrealismo, se configura como una jerarquía ontológica en la que cada ente ocupa un lugar conforme a su capacidad de participación en la plenitud del ser. Esta jerarquía no implica superioridad moral ni desigualdad coercitiva; es la expresión de una organización ontológica en la que el ser se distribuye según niveles de profundidad y apertura.

El don aparece como acto intensificado en los niveles más altos de participación: cuanto más unido al ser eterno está un ente, más capacidad tiene de darse sin agotarse, de entregarse sin desaparecer. Por eso, el don no es empobrecimiento: es signo de grandeza ontológica, manifestación del exceso que no se agota en sí. La jerarquía ontológica garantiza que la donación no sea absurda ni autodestructiva, sino expresión ordenada del ser en acto.

 

1.3 La continuidad estructural entre lo finito y lo eterno

El pensamiento moderno dividió el mundo entre lo inmanente y lo trascendente, como si entre ambos mediara un abismo infranqueable. El Ontorrealismo rechaza esta dicotomía y propone una continuidad estructural del ser: lo finito no está separado de lo eterno, sino que lo refleja de manera proporcional. Esta continuidad no significa identidad, pero sí conexión real.

El don, en este horizonte, es el puente que une los extremos. No hay don sin recepción, ni recepción sin una fuente que no se agote. Lo finito dona porque antes ha recibido: su capacidad de entrega proviene de una recepción ontológica que se da en continuidad con lo eterno. Así, la donación no es iniciativa individual ni decisión pragmática, sino manifestación estructural de una relación ontológica profunda.

 

1.4 La contingencia como vocación al absoluto

La contingencia, como condición esencial de lo finto, no es un defecto: es la evidencia de que el ser no puede explicarse a sí mismo sin referencia a un fundamento mayor. La contingencia remite a un fundamento absoluto. Lo finito, por su naturaleza inestable y no autosuficiente, apunta hacia una plenitud que lo precede y lo sostiene. Esta vocación hacia lo absoluto no es aspiración ni deseo subjetivo, sino huella estructural del modo en que el ser se manifiesta en lo limitado.

En este sentido, el don es la forma más elevada en que la contingencia reconoce su vocación: al darse, el ente finito confiesa que ha recibido y que su ser no es propiedad sino participación. Donar es testimoniar ontológicamente que nada finito se sostiene por sí mismo, y que el sentido último de la existencia reside en la comunicación del ser.

 

1.5 Implicancias ontológicas

El análisis de la estructura del ser desde el Ontorrealismo permite comprender que la donación no es un añadido moral ni una práctica cultural. Es el modo esencial en que lo finito participa en la dinámica misma del ser eterno. En este capítulo hemos establecido que:

  • Toda existencia finita participa ontológicamente en la plenitud trascendental.
  • La donación es una manifestación real de esa participación, no una creación humana.
  • La estructura ontológica está ordenada jerárquicamente, permitiendo grados diversos de donación.
  • La verdad del don reside en la continuidad entre lo que se recibe y lo que se ofrece.

El don es, en suma, la forma activa que adopta la existencia cuando se reconoce ontológicamente fundada en la gratuidad originaria del ser. En los siguientes capítulos, esta estructura será aplicada a la ética, a la cultura, a la civilización y a los desafíos contemporáneos. Pero todo comienza aquí: en la afirmación radical de que ser es, esencialmente, darse.

Cuando decimos que ser es darse, no estamos formulando un lema poético ni una aspiración moral; estamos enunciando una verdad ontológica que recorre todas las dimensiones de la existencia. El ser, en su manifestación más profunda, no se define por posesión ni permanencia, sino por donación activa, por una expansión que no se agota en sí misma, sino que se entrega en plenitud.

Metafísicamente, esto significa que la realidad no es cerrada ni autárquica. El ser no permanece replegado sobre sí, sino que se comunica. No hay nada que exista por sí solo: todo lo que es ha sido recibido. Esta lógica del ser como acto donativo implica que existir no es simplemente "estar ahí", sino haber sido llamado, formado y sostenido por algo mayor. El ente finito, al participar del ser eterno, no solo es receptáculo de lo recibido: se transforma en cauce. Donarse es su forma de confirmar que ha sido fundado, que no es origen sino reflejo, no dueño sino testigo.

Ontológicamente, la donación expresa la relación entre lo contingente y lo absoluto. El ser finito no se anula en la entrega: en ella encuentra su propósito. Donar es el modo más alto de participar en el dinamismo del ser eterno. No se trata de vaciarse ni de perderse, sino de actualizar la plenitud que se ha recibido. En esta clave, el don no es un gesto ocasional: es la estructura que sostiene la coherencia del universo.

Desde la perspectiva teológica, esta donación es el pulso mismo de la divinidad. Dios no es una entidad cerrada ni distante, sino plenitud que se comunica sin agotarse. Si se entiende a Dios como ser eterno, entonces su creación es don; su revelación, don; su redención, don total. En la tradición cristiana, especialmente, esta lógica culmina en la cruz: no como derrota, sino como expresión perfecta de que ser es darse hasta el extremo. El amor trinitario no es una paradoja conceptual, sino una afirmación: el ser divino subsiste como don recíproco, como relación que se ofrece y acoge eternamente.

Epistémicamente, el conocimiento también se ordena según esta estructura. No conocemos para poseer ni para controlar, sino para acoger lo que se nos da. La inteligencia no crea la verdad, sino que participa de ella. En la apertura al ser, el pensamiento se vuelve acto de recepción y, a su vez, acto de entrega. Conocer es compartir: es permitir que el otro también reciba lo que uno ha descubierto. El saber que no se dona se estanca; la verdad que no se comparte, se corrompe.

Y éticamente, esta estructura se traduce en el bien como acto de entrega. Ser bueno no es simplemente obedecer una norma, sino vivir conforme a lo que somos ontológicamente: seres donados que se donan. El amor, la generosidad, el perdón, la compasión —todas estas virtudes no son exigencias externas, sino manifestaciones de una verdad interna: existimos porque se nos ha dado ser, y por eso estamos llamados a ofrecerlo. La acción moral, en esta perspectiva, no es un deber impuesto, sino una resonancia ontológica.

Cuando comprendemos que ser es darse, todo se reordena. La cultura deja de ser espectáculo; la política, estrategia; la educación, transmisión de datos. Todo se convierte en espacio de donación, en posibilidad de reflejar el acto originario del ser que no retiene, que no calcula, sino que se expone, se entrega, se comparte. Es esta lógica —la lógica del don— la que puede restaurar el sentido perdido en nuestras civilizaciones fragmentadas. No hay redención sin don. No hay humanidad plena sin darse.

La expresión ontorrealista ser es darse se erige como una crítica radical a todo sistema que concibe al ser como clausura, aislamiento o autosuficiencia. Frente a la célebre concepción de Leibniz sobre las mónadas sin ventanas —sustancias indivisibles, cerradas en sí mismas, que no reciben influencias del exterior— el Ontorrealismo responde que toda entidad es en tanto que participa, y toda participación implica apertura, donación, exposición.

La mónada leibniziana refleja el universo, pero lo hace desde una soledad sincronizada por decreto divino, sin que su realidad le llegue desde fuera ni pueda salir de ella hacia otro. En otras palabras, es un mundo encapsulado, reflejo sin comunión. En cambio, el Ontorrealismo sostiene que ningún ser finito puede comprenderse fuera del vínculo con lo eterno, y que ese vínculo se manifiesta estructuralmente como donación. Existir es haber recibido; y recibir ontológicamente implica también el llamado a darse.

La mónada, cerrada sobre sí, no puede amar, no puede dar, no puede ser fecunda. Está programada por fuera, sin ventanas por donde el ser pueda entrar ni salir. El ser ontorrealista, en cambio, vive en comunión jerarquizada: se recibe desde lo trascendente, y al recibir, se dona. Cada ente, incluso el más limitado, posee capacidad de apertura porque ha sido fundado en una lógica que no lo encierra, sino que lo proyecta hacia el otro.

Este deslinde con Leibniz se extiende a otros pensadores. Con Kant, el debate es epistémico: si el fenómeno cubre completamente al noúmeno, entonces el conocimiento está clausurado en categorías del sujeto. Pero para el Ontorrealismo, el sujeto conoce en tanto que el ser se ha dado, se ha manifestado, se ha abierto. Sin donación ontológica, no hay conocimiento verdadero: sólo organización interna de datos. La verdad no se construye: se acoge.

Con Rorty, la polémica es lingüística y pragmática. Su visión de la verdad como consenso útil elimina toda referencia trascendental. Pero el Ontorrealismo afirma que toda utilidad presupone orden, y que el orden sólo existe si el ser se ha dado como estructura inteligible. No hay discurso sin realidad, y no hay realidad sin donación previa.

Incluso con Vattimo, el diálogo se vuelve tenso. Su ontología débil y su pensamiento débil buscan liberarse del peso de lo absoluto. Pero el Ontorrealismo no concibe el absoluto como peso, sino como fundamento fecundo. El ser fuerte no impone: se ofrece. Lo trascendente no aplasta: sostiene. La debilidad del pensamiento posmoderno reside no en su pluralidad, sino en su desarraigo ontológico.

La posición ontorrealista no pretende replegarse en la tradición, ni recuperar una metafísica dogmática. Se propone restaurar la lógica de la comunión ontológica: afirmar que todo lo que es, es en tanto que se ha dado, y que el único modo auténtico de existir es expandirse, comunicarse, entregarse. Frente a las mónadas sin ventanas, el Ontorrealismo ofrece una ontología con puertas abiertas: el ser no se posee, se comparte. Y es ahí, en esa entrega, donde lo finito alcanza su plenitud.

La metafísica ontorrealista del don está íntimamente conectada al tomismo, pero no se trata de una simple restauración escolástica ni de una repetición doctrinal. Reconoce con gratitud los pilares que Santo Tomás de Aquino asentó: la analogía del ser, el acto de ser (actus essendi), la participación ontológica y la jerarquía del ser como expresión del orden divino. Sin embargo, el Ontorrealismo no retorna al tomismo como si el presente filosófico fuera sólo una deriva que debe corregirse volviendo atrás. Más bien, realiza una lectura proyectiva que recoge lo esencial del tomismo y lo reconfigura en diálogo con la crisis contemporánea, sin encorsetarse en su formulación medieval.

Donde el tomismo contempla la creación como participación en el ser divino, el Ontorrealismo amplifica esa intuición reconociendo que dicha participación no es solo estructural o metafísica, sino también dinámica, donativa y ética. Mientras el tomismo fundamenta la moral en la ley natural inscrita en la criatura racional, el Ontorrealismo subraya que esa ley encuentra su expresión más profunda en el acto de darse ontológicamente, es decir, en vivir como respuesta donativa a lo recibido.

El tomismo estructura el universo como una jerarquía ordenada hacia Dios, Ser por esencia; el Ontorrealismo asume esa arquitectura, pero le devuelve movimiento, reciprocidad y vocación al encuentro. Ser no es solo orden, sino apertura. Donar no es solo una consecuencia moral, sino una exigencia metafísica: el ser mismo se comunica, se expande, se ofrece. De ahí que la metafísica del don sea un desarrollo posterior, un paso adelante, una actualización que interpreta el núcleo tomista a la luz de las disoluciones modernas —el relativismo, el subjetivismo, el utilitarismo, el desarraigo espiritual.

No es una vuelta al tomismo porque no ignora la historia del pensamiento posterior ni los nuevos desafíos ontológicos: la inteligencia artificial, la ingeniería social, la economía simbólica, el constructivismo ideológico. El Ontorrealismo no encierra su propuesta en una lógica aristotélico-escolástica, sino que la proyecta hacia una civilización fundada en el ser donado, donde conocer, amar y construir cultura sea entendido como respuesta ontológica y no como ejercicio de autonomía instrumental.

Así, sin abandonar sus raíces, el Ontorrealismo se despliega como una metafísica renovadora, que conserva la verdad del tomismo, pero la reconfigura desde la conciencia crítica de que ser es darse, y que sólo en esa donación el mundo recupera su fundamento, su sentido y su posibilidad de plenitud. Decir que ser es darse no es una metáfora moral ni una fórmula poética: es una afirmación radical sobre el modo en que la realidad existe, se sostiene y se despliega. En su núcleo más profundo, el ser no se define por posesión ni permanencia, sino por comunicación ontológica. La plenitud del ser no se guarda en sí, no se encierra ni se protege como algo que teme perderse: el ser, cuando es en verdad, se entrega, se difunde, se regala.

Lo real es por vocación expansiva. La existencia no es un muro contra el vacío, sino un acto que vence la nada a cada instante, simplemente porque en lugar de cerrarse, se abre. Cada ente que participa en el ser lo hace recibiendo esa donación originaria, y al hacerlo, se convierte también en cauce de entrega: todo lo que vive, todo lo que ama, todo lo que conoce, lo hace en virtud de este gesto profundo de apertura. Ser es darse, porque el ser no se fundamenta en sí mismo, sino en la plenitud trascendental que lo origina, lo sostiene y lo orienta.

Este principio metafísico encierra una consecuencia cósmica: la nada no triunfa, porque nunca ha sido el origen. La nada no crea, no estructura, no comunica. No se da. Solo el ser puede donarse, y al hacerlo, vence el abismo que amenaza con quebrarlo. Cada acto de existencia, cada chispa de conciencia, cada gesto de amor, es una victoria contra la muerte. Y no lo es por accidente, sino por necesidad ontológica. Porque lo que se da, permanece. Y lo que se guarda en sí, se apaga.

La muerte, desde esta lectura, no tiene la última palabra porque es ausencia de donación, clausura del acto. Pero si el ser es darse, entonces siempre hay una posibilidad de nuevo comienzo. El cosmos no está en manos del vacío, sino de una estructura ontológica que se fundamenta en la comunión originaria del ser. Y por eso, aun en medio del dolor, de la pérdida y del límite, la esperanza no es ilusión: es intuición metafísica.

Lo eterno se da sin agotarse. Lo finito participa sin desvanecerse. Y esa danza entre el recibir y el ofrecer, entre el fundado y el fundante, es lo que configura no solo la realidad del mundo, sino la promesa de que el mundo no está condenado al silencio ni a la ausencia. Ser es darse. Y por eso, el amor es más fuerte que la muerte. Y por eso, la nada no vence. Y por eso, todo lo que vive está sostenido por una gratuidad anterior que no se extingue.

Concebir el ser como darse implica, de forma inevitable, concebir el ser como amor. No como sentimiento ocasional, ni como inclinación subjetiva, sino como estructura ontológica: una forma radical en la que la realidad se manifiesta y se mantiene. Amar no es accesorio al ser, es su expresión más profunda; es la forma concreta en que la donación ontológica se encarna. Decir que ser es darse es decir que el amor es el modo de ser más alto —y, por tanto, la verdadera medida de todas las cosas.

Este principio puede formularse como amore mensura: el amor como medida. En un mundo que ha querido medirlo todo desde la utilidad, desde la producción, desde la función, esta idea revierte el cálculo instrumental y restituye la primacía ontológica del amar como acto fundante. Lo que no se da, no es plenamente. Lo que no ama, no participa en la lógica más honda del ser. Desde esta perspectiva, el amor no se reduce a ética ni a emoción, sino que se inscribe en la textura misma del ser. Cada ente que se da —al servir, al acoger, al sacrificarse— actualiza la verdad estructural que lo constituye. Cada gesto de entrega es confirmación metafísica de que la realidad no se fundamenta en la fuerza ni en la permanencia, sino en la gratuidad compartida. Amore mensura no es un imperativo moral: es la forma en que el mundo se sostiene.

La muerte y la nada no tienen poder último porque no pueden amar. Solo lo que se da permanece, y solo lo que ama trasciende. El amor, como don, como apertura, como acogida, es la forma superior de la existencia, y por eso debe ser el criterio por el cual medimos no solo nuestras acciones, sino el valor de todo lo que es. Cuando se dice que el ser es amor, no se idealiza ni se sentimentaliza el universo: se lo interpreta en clave de comunión. El ser no se guarda, se ofrece. Y todo lo que es verdadero, bello y justo —desde la sinfonía de las estrellas hasta el susurro de una caricia— participa de esa lógica donativa que llamamos amor. Medir en el amor es, entonces, el acto filosófico por excelencia: descubrir cuánto de realidad hay en cada cosa según su capacidad de darse.

Cuando afirmamos que amore mensura —el amor es la medida de todas las cosas— no estamos hablando de un principio metafísico abstracto, suspendido en un plano conceptual despersonalizado. Por el contrario, esta expresión señala con claridad, profundidad y asombro hacia una realidad personal trascendente: un Dios Creador que es Padre, misericordioso, omnipotente y omnisciente. El amor como medida no flota como idea universal vacía; se enraíza en la existencia de un Ser absoluto que se da por completo sin retenerse, y cuyo ser mismo es Amor.

Este Dios no es una categoría ontológica impersonal ni una energía difusa. Es Persona viva que crea por amor, sostiene por amor y redime por amor. El amor ontológico tiene origen en Él, no como atributo entre otros, sino como esencia misma de su ser. Decir que el amor es la medida de todas las cosas significa que todo lo que existe ha sido creado con propósito, con ternura, con sabiduría plena y potencia generosa. En ese sentido, amore mensura no remite a una fórmula filosófica sino a una presencia divina que da sentido, dirección y destino a todo lo real. Porque es Padre, este Dios no impone por fuerza, sino que engendra; no domina, sino que cuida. Porque es misericordioso, vuelve a levantar lo que cae, abraza lo que se extravía, permanece fiel incluso cuando es negado. Porque es omnipotente, no hay límite en su capacidad de dar —el universo entero es fruto de su donación sin esfuerzo, sin desgaste. Y porque es omnisciente, conoce cada fibra de lo creado, cada gramo de deseo, cada lágrima, cada plegaria secreta.

La metafísica del don, al afirmar que el ser se da, conduce inevitablemente a esta fuente personal del ser: el Dios que ama gratuitamente y sin condiciones, cuya lógica no es la del cálculo, sino la de la comunión. Amar como Él ama —es decir, darse— es entrar en la verdad más profunda de la realidad, y es también participar en su misterio viviente. Así, amore mensura no sólo mide el valor de las cosas; revela el rostro de quien las ha hecho posibles. El amor no es principio: es Dios. Y el ser, cuando se da, habla su lenguaje y manifiesta su presencia. El universo entero, entonces, no es un sistema cerrado, sino un espacio abierto donde el amor divino se escribe en cada criatura, esperando ser respondido, reflejado, compartido.

Al final, la ontología del amor no solo revela el modo en que el ser se manifiesta en comunión y entrega; también señala, con la precisión silenciosa de lo fundamental, la existencia de un Dios vivo que es su fuente. Porque si todo lo que existe ha sido donado, y si toda donación auténtica encierra un movimiento de amor, entonces el amor no es solo una propiedad derivada del mundo: es la firma de quien lo ha originado. El amor, cuando es verdadero —es decir, gratuito, fecundo, sin medida ni condición—, no puede explicarse sin referencia a un principio que lo contenga en su plenitud. Así, el ser que ama revela que ha sido amado primero. Y en ese rastro silencioso, en esa lógica del don que atraviesa la existencia, se dibuja no un concepto abstracto, sino la huella viva de un Dios Creador, Padre, misericordioso, omnipotente y omnisciente, que sostiene el mundo no desde la fuerza, sino desde la entrega. Amar es existir en Él; y existir en Él es la forma más alta de decir que Dios es.

Lo que hemos descubierto al concebir el ser como don —y el don como manifestación estructural del amor— nos permite entender por qué tantas explicaciones del mundo, provenientes de corrientes diversas y milenarias, finalmente fracasan en su intento de fundar el sentido último de la existencia. No porque carezcan de observación, de intuición simbólica o de esfuerzo racional, sino porque ignoran el corazón del ser como acto de entrega.

El animismo, al atribuir alma a cada elemento de la naturaleza, capta la vitalidad del cosmos, pero confunde la dinámica del ser con una dispersión de esencias sin fundamento trascendente. El politeísmo multiplica los centros de fuerza, pero no alcanza la unidad originaria de la donación suprema. El henoteísmo intuye una preeminencia, pero no advierte la plenitud absoluta que se da sin rival ni carencia. El deísmo reconoce un origen, pero lo concibe como un Dios lejano, ausente, no como un Padre que ama y sostiene. El panteísmo diluye la trascendencia en lo visible, negando la gratuidad del ser como don desde el otro absoluto. El materialismo encierra el sentido en la materia ciega, incapaz de explicarse ni de donarse. Y las formas orientales y occidentales de ateísmo, aunque variadas en sus enfoques, coinciden en clausurar la fuente del ser en la nada o en la autosuficiencia humana.

Todas estas explicaciones, por distintas que sean, fallan en reconocer que el fundamento del mundo no es la fuerza, ni el azar, ni el equilibrio cósmico, sino el acto libre de un Dios personal que dona ser por amor. El cosmos no emana, no funciona, no se despliega por necesidad impersonal. El cosmos ha sido amado, y por eso existe. Sólo una metafísica del don puede sostener esta verdad, porque solo ella afirma que el ser —en su origen y en su destino— no es sino la expresión constante del amor que se da sin agotarse, sin imponerse, sin retirarse.

Y es esta verdad la que devuelve sentido a la vida, a la historia y al universo. Porque si lo real ha sido dado, entonces hay un rostro detrás del misterio; un vínculo detrás del orden; una promesa detrás del límite. Ese rostro no se impone, pero se manifiesta en cada acto de amor auténtico. Y por eso, cualquier visión del mundo que no lo reconozca, se fragmenta, se desvanece o se endurece, incapaz de explicar por qué seguimos esperando, amando, confiando. El ser es don. El don es amor. Y ese amor tiene nombre. Tiene voluntad. Tiene historia. Es Dios.

No se puede cerrar este capítulo sin dejar constancia de lo más alto, lo más incomprensible y lo más profundamente conmovedor: el mayor acto de amor de Dios no fue crear el universo, ni sostenerlo con su poder, ni adornarlo con belleza. Fue descender. Fue hacerse carne en la criatura más limitada, contradictoria e imperfecta de todas: el hombre. No escogió los astros, ni los ángeles, ni las formas superiores del ser. Eligió al ser humano —débil, fragmentado, pecador— pero también portador de un alma inmortal, capaz de responder al amor con libertad.

Este gesto no fue solo cercanía: fue encarnación, fue asumir la fragilidad, entrar en la historia, compartir el dolor, tocar las heridas. En Cristo, Dios no vino a visitarnos desde lejos, vino a habitarnos desde dentro. Y al hacerlo, santificó lo humano, restauró su vocación más profunda: la de participar en el ser como don, como comunión, como amor entregado. La cruz no fue derrota, sino la expresión suprema del darse hasta el extremo. Por eso, el amor no es teoría: es sangre, es cuerpo, es historia.

Así, esta metafísica del don no puede desligarse de la encarnación como acto absoluto de entrega. Ser es darse. Y Dios, que es el Ser por excelencia, se dio totalmente en Cristo, revelando que no hay don más alto que aquel que se ofrece desde lo eterno hacia lo finito, desde lo perfecto hacia lo roto, desde la gloria hacia el barro. El hombre, en su miseria, fue considerado digno de recibir al Infinito. Y eso, más que cualquier concepto, confirma que amore mensura no es sólo medida del cosmos: es la clave del corazón divino.

Establecer un puente entre la metafísica y la cristología, entre amore mensura y la antropología, no es una tarea ornamental ni secundaria: es el acto de unir los fundamentos ontológicos del ser con la revelación histórica de su significado más pleno. Si el ser, como hemos venido desarrollando, se entiende esencialmente como don, entonces su manifestación más absoluta no puede limitarse a fórmulas filosóficas o estructuras conceptuales. Necesita encarnarse, hacerse historia, rostro, gesto concreto. Y eso es lo que sucede en la cristología: el ser que se da se hace carne, y al hacerlo, no sólo confirma la metafísica del don, sino que la eleva a su cima irrepetible.

Cristo, como don total del Padre, realiza la verdad ontológica de que el ser no se retiene. Se entrega, se expone, se sacrifica, se glorifica. Y al encarnarse en el ser humano —no en el ángel, no en el arquetipo, no en la forma pura— revela que la antropología está incluida en la lógica del don. El hombre, con sus límites, contradicciones y heridas, ha sido elegido como receptor directo del amor divino, pero también como imagen estructural de ese amor. En él, en su alma inmortal, se inscribe la vocación de ser donativo, relacional, trascendente. Si Dios ha querido ser hombre, es porque ha visto en el hombre no sólo la necesidad de salvación, sino la posibilidad de ser prolongación de su donación eterna.

Así, amore mensura no queda como principio abstracto, sino que toma forma en la existencia histórica de Jesús, y desde Él se proyecta hacia todo lo humano. La antropología ontorrealista afirma entonces que el hombre es ser recibido y ser ofrecido, que su dignidad no se reduce al intelecto ni a la libertad, sino que se expresa en su capacidad de amar como ha sido amado. El ser humano no es mera criatura: es interlocutor del don.

Este puente entre metafísica y cristología, entre el amor como medida y el hombre como criatura amada, transforma no sólo el pensamiento, sino el mundo. Porque si el ser se dona en Cristo, y si el hombre puede participar de ese mismo movimiento, entonces la historia no es una repetición vacía ni una lucha por sobrevivir: es el escenario donde el amor divino puede reflejarse, multiplicarse, encarnarse de nuevo. Ser es darse. Dios se ha dado. El hombre es llamado a hacer lo mismo. Esa es la antropología del don. Esa es la esperanza que sostiene el cosmos.

Gabriel Marcel, al concebir al hombre como homo viator, capta con profundidad su dimensión existencial: el ser humano como caminante, como buscador, como peregrino del sentido en medio de la finitud. Esta imagen es luminosa, pero no suficiente. Porque si bien el hombre camina, no camina solo, ni camina vacío. Camina como alguien que ha recibido algo y que está llamado a compartirlo. Su travesía no es una fuga ni una exploración desesperada: es una marcha orientada por la lógica del don. Por eso, más allá de homo viator, el hombre es —en su verdad más alta— homo dāre amōre: el que vive para darse en amor*.

El hombre no es sólo quien se desplaza en busca de respuestas, sino quien, aun en medio de sus límites, puede amar como ha sido amado, donar como ha sido donado, acoger como ha sido acogido. Su vocación no está sólo en llegar a un destino trascendente, sino en hacerlo como sujeto donante, como criatura cuya libertad alcanza plenitud cuando se convierte en entrega. Ser homo dāre amōre es afirmar que el corazón humano está hecho no para conservar, sino para expresarse en comunión, en servicio, en misericordia, en entrega radical. No hay humanidad plena sin la capacidad de donación amorosa. Y por ello, toda antropología que ignore esta verdad —que reduzca al hombre a deseo, a voluntad, a producción, a cálculo— falla en su intento de explicar lo humano. Caminar es hermoso, pero caminar dando es divino.

Y es allí donde el hombre alcanza su estatura verdadera: no cuando conquista, sino cuando se entrega con el amor con que fue creado. Homo dāre amōre: el hombre como ser que ama dando, como ser que dona amando. Esa es su huella ontológica, su vocación metafísica y su destino eterno.

Quizá ese sea el misterio más profundo del hombre: tener un corazón que no fue diseñado para encerrar, retener o protegerse, sino para abrirse, entregarse, vincularse. En lo más hondo de su ser, el ser humano lleva inscrita una vocación que contradice la lógica del miedo, del cálculo o de la posesión. Su corazón —metáfora y realidad viva— no ha sido hecho para conservar, sino para expresarse en comunión y dar amor. Ese impulso de donación, de salir de sí hacia el otro, no es una debilidad emocional, es la marca ontológica de lo humano. Vivir encerrado es contrariar su arquitectura interior; amar, en cambio, es habitar su verdad. Y quizás, en ese misterio —en ese corazón que late para dar— se revela no solo el sentido de la existencia, sino el eco más íntimo de su origen divino.

Somos criaturas profundamente imperfectas. Llevamos en nosotros la fractura de la contradicción, el peso de la fragilidad, la sombra del límite. Y sin embargo, en medio de todo eso, somos también portadores de una posibilidad inmensa: la de reflejar el amor de Dios en el corazón del cosmos. No somos dioses, no somos ángeles, pero somos capaces —desde nuestra pequeñez y desorden— de abrirnos, de recibir, de amar, de dar.

Esa es la razón por la cual Cristo no asumió la forma de lo perfecto ni lo sublime, sino la figura humana, con todo lo que implica: dolor, incertidumbre, hambre, cansancio, tristeza. Eligió lo roto, lo necesitado, lo vulnerable, porque quiso mostrar que el amor verdadero no exige perfección, sino disponibilidad. Al encarnarse en nuestra condición, Dios declaró que incluso lo más limitado puede convertirse en lugar de plenitud, que incluso lo más débil puede contener lo infinito.

Porque en cada hombre —por muy herido que esté— hay una chispa de lo eterno. Una capacidad de donarse, de reconciliarse, de irradiar belleza a través de la entrega. Y ese milagro cotidiano, esa posibilidad de ser eco del amor divino en la historia, es la mayor dignidad que hemos recibido. No es el poder lo que nos define, ni la lucidez, ni el éxito. Es la posibilidad de amar como hemos sido amados, y con ello, convertir la imperfección en sacramento, y la existencia en reflejo del misterio.

Estamos unidos a Dios por el sacramento ontológico del dar por amor. No es solamente una unión simbólica ni una relación ética o religiosa, sino una conexión que nace desde la estructura misma del ser. Dar por amor es el gesto que revela la verdad más honda del universo, porque en él el ser se manifiesta tal como fue originado: como acto gratuito, como entrega, como comunión. Cada vez que amamos sin medida, que nos damos sin esperar, que nos ofrecemos al otro como presencia y cuidado, actualizamos ese vínculo profundo con quien nos ha creado. No imitamos a Dios desde fuera: lo participamos desde dentro.

Ese dar amorosamente no es una obligación ni un mandato impuesto: es el signo de que hemos sido llamados a existir en el mismo pulso que da vida al cosmos. En ese sentido, la donación amorosa no es solo gesto humano, sino sacramento ontológico: es presencia de lo divino en la trama de lo cotidiano, es la forma en que lo eterno se filtra en la historia a través de nuestras acciones. Dar por amor no nos une a Dios porque Él lo exige, sino porque Él es eso que damos: presencia, misericordia, gratuidad. Y cuando nos damos, nos unimos. Y al unirnos, confirmamos que el ser no es posesión, sino don compartido. Allí, en el acto silencioso de amar dando, Dios se hace uno con nosotros.

Entonces, la pregunta que ha acompañado al pensamiento humano desde sus comienzos —¿por qué hay algo en lugar de nada?— puede, finalmente, ser respondida con una sola palabra: por Amor. No por necesidad, ni por azar, ni por voluntad abstracta. Amor. Porque el amor no necesita razones, las antecede. El amor no exige condiciones, las desborda. El amor no calcula lo que conviene, simplemente se da.

Todo lo que existe —desde las galaxias que giran en silencio hasta la mirada de un niño— está ahí porque ha sido amado en el acto originario del ser. No hay creación que no sea don, y no hay don que no tenga detrás un corazón que elige entregarse. La nada no prevalece porque el amor no puede quedarse inmóvil: el amor engendra, convoca, llama a existir. El universo, en su infinita complejidad, no es un accidente de energía sino la consecuencia tangible de una decisión amorosa: dar ser donde no había, ofrecer plenitud donde sólo había posibilidad, encender la luz donde aún no se había pronunciado el tiempo.

Por eso, frente a la pregunta más radical de la filosofía, no hay que buscar una fórmula técnica ni un sistema cerrado. Hay que mirar al fondo del corazón del ser, y allí, con humildad y asombro, susurrar: hay algo en lugar de nada... por Amor.

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 2

El sentido del finito y la plenitud trascendental

 

Hay algo inconfundible en la estructura del mundo: nada que vemos es autosuficiente, y, sin embargo, todo parece orientarse hacia algo más pleno, más alto, más real. Vivimos entre lo finito y lo infinito, en esa tensión silenciosa donde cada instante revela su precariedad, pero también su promesa. Este capítulo busca entender esa dinámica desde la lógica del don: la contingencia como apertura, y la finitud como vocación de comunión con lo eterno.

Lo finito, lejos de ser un defecto o una condena ontológica, es el espacio donde el ser se manifiesta gradualmente. No hay plenitud sin comienzo, ni eternidad sin acogida. Por eso, el límite no es una prisión; es una puerta hacia la participación, una señal de que el ser que se tiene no se posee, sino que se ha recibido. La criatura finita no es fragmento de caos ni huella de azar: es don acogido y capaz de convertirse en don ofrecido.

La plenitud trascendental no está ausente, ni recluida en un plano inalcanzable. Se ofrece, se insinúa, se filtra en cada parte del mundo con una discreción poderosa. No grita, no impone. Simplemente se da, y lo hace en formas que lo finito puede sostener: en la belleza, en la verdad, en el amor. Lo eterno no desaparece: habita lo frágil sin perderse en ello, como la luz que entra sin destruir la transparencia.

Desde el Ontorrealismo, esa relación entre lo finito y lo eterno se fundamenta en la analogía ontológica del ser. No todos los entes participan del ser de la misma manera, pero todos lo hacen en diversos grados. Esa participación es donativa: la criatura no genera ser, lo acoge. Y al acogerlo, está llamada también a ofrecerlo. De ahí que la contingencia no sea un obstáculo para la plenitud, sino su antesala.

Incluso la muerte, el dolor, la duda y el tiempo se revelan bajo esta mirada como oportunidades de comunión: no porque sean buenos en sí, sino porque abren el corazón finito a la búsqueda del eterno que lo ha hecho posible. Todo límite es umbral. Todo vacío es espacio de espera. Toda fragilidad es llamada silenciosa a la donación que nos sostiene. Y en esa danza entre lo que somos y lo que nos trasciende, el hombre descubre que no es dueño del ser, sino hijo del Amor. Está hecho para recibir y para dar, para guardar y para entregar, para reflejar lo que le precede. Su finitud no es condena, es vocación. Y su destino no es el cierre, sino la comunión. Así, este capítulo confirma que el sentido profundo del finito está en su capacidad de ser umbral del eterno, y que la plenitud trascendental no se aleja, sino que se ofrece en cada acto donde el ser se transforma en don. Vivir, entonces, no es asegurar la permanencia, sino aprender a darse como el eterno se ha dado. En esa entrega, lo finito se transfigura, y el mundo —con toda su fragilidad— se convierte en sacramento de lo que no se agota.

 

2.1 Contingencia como apertura ontológica

La contingencia, lejos de ser un defecto ontológico, es una forma de apertura radical. Es la señal profunda de que el ser que habitamos no nos pertenece, que lo que somos no es autosuficiente, que nuestra existencia tiene un origen que la excede y un destino que la trasciende. Ser contingente es reconocer que hemos sido llamados a existir, no por necesidad ni por accidente, sino por un acto libre de amor donante.

Desde el Ontorrealismo, la contingencia no encierra al ente en la precariedad, sino que lo orienta hacia la comunión. Todo lo que es contingente puede abrirse al ser eterno, puede recibirlo, y en esa recepción, puede ofrecerlo también. El límite se convierte así en ventana; el “no ser por sí” se transforma en vocación hacia el Otro que lo sostiene. La criatura no se define por lo que le falta, sino por su capacidad de acogida.

Heidegger hablaba del hombre como pastor del ser. En su pensamiento, el ser se manifiesta en la historia, se revela en el tiempo, pero no se entrega plenamente: aparece, se retira, se oculta. El ser, para Heidegger, exige cuidado, atención, apertura. Y ese gesto pastoral tiene un valor innegable. Pero desde la lógica del don ontorrealista, somos más que pastores del ser: somos pastores del amor. Porque el ser no sólo aparece: se da. Y se da en amor. Por eso, no basta con custodiarlo; debemos reflejarlo, comunicarlo, hacerlo acto en nuestra propia donación.

Ser pastor del amor implica que el hombre no sólo es espectador del misterio, sino interlocutor del don. Que no sólo recibe el ser, sino que está llamado a prolongarlo en gestos de comunión, de misericordia, de entrega fecunda. Que su contingencia no lo condena a la pasividad, sino que lo constituye como criatura abierta, dispuesta, capaz de ofrecer su ser como eco del amor que lo ha hecho posible.

La contingencia, entonces, es puerta, no muro. Y el hombre, como pastor del amor, no vive cuidando una esencia abstracta, sino alimentando una llama viva que lo une con lo eterno. En su fragilidad, puede acoger la inmensidad. En su límite, puede participar de lo que no tiene fin. Y ese es, quizá, el sentido más profundo de existir: ser contingente, para poder amar como hemos sido amados.

A lo largo de la historia de la filosofía, la contingencia ha sido interpretada muchas veces como una falla, como una carencia, como un muro ontológico que impide el acceso a lo verdadero, a lo absoluto, a lo inteligible. Varias corrientes, desde el existencialismo radical hasta algunos racionalismos modernos, han concebido la finitud del ser como obstáculo insalvable, como señal de que el mundo está fragmentado y sin dirección. Pero esta lectura, por más sofisticada que parezca, se equivoca en su premisa fundamental: confundir el límite con la clausura, y la apertura con el vacío.

El existencialismo de Sartre, por ejemplo, convierte la contingencia en condena: la conciencia está arrojada al mundo sin fundamento, sin razón, sin propósito ontológico. El ser es un escándalo, un hecho bruto e injustificable. La angustia no es síntoma: es la sustancia misma de lo contingente. Pero al reducir la finitud al absurdo, Sartre deja fuera la posibilidad de que el límite sea una forma de vocación, no una sentencia.

O pensemos en el racionalismo cerrado, en el tipo de lógica que encuentra en lo necesario —en la deducción, en la evidencia total— la única forma legítima del ser. En estas filosofías, lo que no puede ser demostrado con certeza se convierte en residuo ontológico. Lo contingente es sospechoso. Pero esta obsesión por la necesidad olvida que la gratuidad misma del ser es lo que lo hace admirable, humano, posible de amar. Un mundo completamente necesario sería opaco, sin don, sin libertad.

También el empirismo extremo cae en esa trampa. Al ver en lo contingente sólo datos sensibles, lo reduce a fenómeno efímero, a superficie. La experiencia es tratada como hecho, no como signo. Pero si la contingencia no se interpreta, si no se mira como puerta ontológica hacia lo eterno, entonces lo real se disuelve en lo inmediato.

Incluso en algunas corrientes orientales que exaltan la disolución del yo en el flujo cósmico, la contingencia tiende a ser relativizada o superada como ilusión. Pero desde el Ontorrealismo, cada límite, cada fragmento, cada momento finito contiene una huella donada, una invitación a trascender sin dejar de ser.

Por eso, polemizamos: no hay muro en la contingencia si se la interpreta desde el don. El límite no encierra, orienta. Lo finito no separa, señala. Y la fragilidad no condena, convoca. La única lectura que redime la contingencia es aquella que la ve como espacio ontológico de comunión, como condición para el amor, como participación en la plenitud que no aplasta, sino que se ofrece. El muro está solo en la mirada que no quiere amar. El ser, en cambio, nunca ha dejado de darse.

La contingencia, en la perspectiva ontorrealista del don, es apertura fecunda hacia el ser eterno, no ilusión, no sufrimiento sin sentido, no desactivación de la potencia. Esta afirmación nos coloca en clara tensión con tres visiones filosóficas que, desde enfoques muy distintos, han comprendido la contingencia como algo que debe ser superado, eludido o anulado: el budismo, el pensamiento de Arthur Schopenhauer y la filosofía de Giorgio Agamben.

El budismo, especialmente en su formulación clásica, considera que la existencia contingente —marcada por el deseo, el cambio, el apego, el dolor— es ilusoria. Todo lo que aparece está sujeto a dukkha (sufrimiento), y por tanto, el camino de liberación consiste en disolver el yo y trascender el mundo de las apariencias. Pero desde el Ontorrealismo, la contingencia no es apariencia vacía: es vocación concreta de comunión. No es algo que debe disolverse, sino algo que puede ser transformado en donación ontológica. La respuesta no es la extinción del deseo, sino su elevación: amar hasta el fondo, incluso en medio del límite, es participar del ser sin necesidad de abolirse.

Schopenhauer, por su parte, hace de la contingencia una prisión. El mundo es voluntad ciega, absurda, repetitiva; y el individuo está encadenado a deseos que lo arrastran hacia el sufrimiento. Su salida está en la negación de la voluntad, en la suspensión de la afirmación vital. Desde esta mirada, lo contingente es culpa ontológica, ruido inútil. Pero el Ontorrealismo polemiza: el sufrimiento no es el signo de un mundo mal hecho, sino el eco de un amor que aún espera ser respondido. El deseo no siempre destruye: puede convertirse en impulso de entrega, en búsqueda de comunión, en camino hacia la plenitud donativa. Schopenhauer quiere silenciar la vida; el Ontorrealismo la quiere transfigurar.

Giorgio Agamben, desde otra vertiente, piensa la contingencia en términos de potencia que no se actualiza. Su idea de una vida que permanece en estado de pura posibilidad, como forma-de-vida desactivada, introduce una crítica aguda al aparato político y teológico. Pero su diagnóstico —que denuncia los usos del poder que excluyen lo inapropiable— no logra configurar una metafísica que afirme la contingencia como respuesta, como participación, como acto fecundo. La potencia sin actualización es silencio; la espera sin donación, exilio. El Ontorrealismo afirma que la vida no está definida por lo que podría ser, sino por lo que puede amar siendo. La contingencia, desde esta visión, es acto con apertura, no potencia vacía.

En todos estos casos —budismo, Schopenhauer, Agamben— la contingencia aparece como problema, como carga, como disolución o como exceso. Pero desde la lógica del don, polemizamos con firmeza: lo contingente no está roto. Lo contingente está llamado. Y esa llamada no exige huida ni negación, sino respuesta amorosa. El límite no es trampa: es posibilidad. El sufrimiento no es absurdo: es misterio. Y la finitud no condena: convoca a la comunión.

 

2.2 Lo finito como señal del ser eterno

Lo finito no es un accidente en el cosmos ni un error ontológico. Es la forma en que la eternidad se deja ver, tocar, intuir, sin abrumar ni aniquilar. Cada cosa que nace, se desgasta, se transforma y muere contiene en sí una promesa callada: la de que lo que es limitado ha sido originado por lo ilimitado. El mundo no se basta a sí mismo, y por eso cada fragmento —una flor que se abre al sol, un suspiro que se extingue, una mirada que se ofrece— revela que hay algo más allá del tiempo y de la materia. Lo finito es transparencia: deja ver lo que lo hace posible.

Desde el Ontorrealismo, la finitud no significa cierre, sino orientación. El ser finito —por su misma vulnerabilidad— está hecho para abrirse, buscar, tender puentes hacia lo que lo trasciende. Nada finito puede explicarse en sí mismo, y eso no lo rebaja: lo eleva. Porque en su estructura limitada, el ser finito testimonia que ha recibido ser; y al recibirlo, se convierte en señal viviente del Amor que se le ha entregado.

Lo finito habla de su origen. Aún en sus fallas, en sus caídas, en sus contradicciones, resuena la melodía de una fuente que no se agota. La contingencia del ser humano, por ejemplo, no es prueba de insignificancia, sino eco de una donación superior que lo llama a dar sentido, a amar, a trascender. Lo que duele, lo que envejece, lo que termina, no grita su fracaso —sugiere una plenitud que aún no ha sido consumada. Lo finito no miente; sus límites son pistas, y sus silencios son lenguaje.

Incluso el cuerpo, con sus ciclos y su vulnerabilidad, es lugar de comunión con lo eterno. Cada gesto amable, cada acto de perdón, cada palabra que consuela, es una participación finita en lo que no tiene fin. Somos limitados, pero podemos amar. Y allí, en ese acto humilde y real, lo finito se convierte en sacramento. Porque amar es reflejar el ser eterno sin poseerlo, y esa es la vocación del mundo.

En esta visión, el universo entero —desde la partícula mínima hasta el corazón humano— se transforma en signo y señal. No señal codificada ni meramente simbólica, sino forma real de participación en el ser eterno que se da. Lo que existe no se queda en sí: sus bordes apuntan, sus vacíos llaman, su belleza revela. Lo finito está hecho para mostrar el infinito sin absorberlo, para tocarlo sin reducirlo.

Y por eso, vivir no es simplemente estar, sino interpretar lo que nos ha sido dado, descubrir el lenguaje silencioso del ser, y aprender a responderlo. El mundo no se comprende por acumulación de datos, sino por apertura contemplativa. Lo finito tiene sentido porque no lo encierra, sino que nos conduce hacia la Fuente.

Lo que hemos venido desarrollando en torno a la contingencia como apertura ontológica y lo finito como señal del ser eterno encuentra no solo eco sino realización estética profunda en las grandes novelas de la tradición realista y espiritual de Occidente. En las obras de Tolstói, Dostoievski, Balzac y otros grandes novelistas, lo contingente —el gesto mínimo, el sufrimiento cotidiano, la contradicción del alma humana— se convierte en escenario vivo donde lo eterno se deja entrever. La novela se transforma en espacio metafísico, donde el alma del hombre revela su capacidad de amar, de dar, de fallar y de buscar nuevamente el rostro que la llama.

En Tolstói, cada personaje lucha con sus límites, pero esos límites no son condena sino camino. La muerte de Iván Ilich es una meditación sobre lo finito, el vacío aparente de la vida burguesa, y el momento de iluminación que ocurre cuando el protagonista acepta su vulnerabilidad y, en el dolor, se abre al amor auténtico. La contingencia, que parecía un muro, se convierte en puerta a la plenitud interior.

En Dostoievski, lo humano se despliega en su mayor ambigüedad. Sus novelas, como Los hermanos Karamazov o Crimen y castigo, presentan seres rotos, contradictorios, incluso deformes moralmente. Pero en esa rotura se esconde la chispa de lo divino. No hay personaje que no esté llamado a la redención —no por negarse a sí mismo, sino por aprender a darse, a amar, a acoger el don que lo trasciende. Dostoievski es quizá el más ontorrealista de los novelistas: no idealiza, pero nunca clausura; muestra el barro, pero deja ver la luz que lo fecunda.

Balzac, por su parte, en La Comedia Humana, retrata un mundo en el que la finitud —las ambiciones, los fracasos, los deseos desmedidos— parece envolverlo todo. Y, sin embargo, en medio de esa vorágine de pasiones humanas, hay momentos de verdad, gestos de amor, relaciones que desafían el cálculo social, personas que eligen darse a pesar de su miseria. En esos pasajes, la contingencia se revela como signo: no todo está perdido, lo eterno aún susurra en el tejido del mundo.

Incluso en escritores como George Eliot, Victor Hugo, Miguel de Unamuno o Sándor Márai, el arte narrativo se convierte en experiencia filosófica. No hay acción trivial: cada elección humana es una manifestación ontológica, cada acto de amor es un eco del don originario. Las novelas no solo describen la vida, la interpretan desde la lógica del ser que se da, y por eso conmueven tanto: porque, sin nombrarlo explícitamente, nos hacen tocar el misterio de Dios escondido en lo humano.

Así, la gran novela no es evasión ni entretenimiento: es teología estética, metafísica encarnada, contemplación narrativa del amor eterno que se manifiesta en lo finito. Y al leerlas, no solo comprendemos mejor a los personajes, sino que nos comprendemos mejor a nosotros mismos como criaturas llamadas a dar, a amar, a acoger la plenitud en medio del límite.

La misma intuición ontológica del don, esa mirada que descubre en lo finito la huella del eterno y en la fragilidad humana la vocación al amor, está presente de modo profundo y luminoso en los grandes poetas de nuestra lengua. En sus versos —tensos, abiertos, desgarrados o dulces— brilla esa misma verdad: que lo que se entrega, aún desde la precariedad, se vuelve señal de algo más grande. En sus palabras, lo contingente no se lamenta: se trasciende.

En Antonio Machado, esa conciencia del tiempo como don que se desvanece y del alma que busca su reflejo eterno resuena con hondura. Su célebre verso, “Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar”, no es resignación, sino confesión ontológica: somos tránsito, pero no vacío; somos paso, pero no sin sentido. El caminante que somos se orienta hacia algo que permanece. En César Vallejo, la fragilidad del cuerpo y el dolor del mundo no le impiden afirmar una esperanza desgarrada: “Yo nací un día que Dios estuvo enfermo, grave”. Ese verso, que parece blasfemo, es en verdad clamor: el hombre finito siente que su contingencia lo quiebra, pero aún ahí se atreve a nombrar a Dios, a buscarlo en el sufrimiento. Su poética es teología encarnada en la carne rota. Rubén Darío, desde una estética más sonora y simbólica, canta la tensión entre belleza y búsqueda metafísica. En uno de sus versos más reveladores, dice: “¿Cuál es la esencia de la existencia?... ¡Oh misterio!” Consciente de que lo visible no basta, su modernismo apunta —aunque en clave sensual— hacia lo eterno que vibra en cada forma que se ofrece. También lo vemos en Juan Ramón Jiménez, quien escribió: “¡Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas!” Ese grito revela el anhelo de conocer no solo en superficie, sino en profundidad: saber el nombre es saber el ser, y eso sólo se alcanza si el ser se da. En Octavio Paz, esa búsqueda alcanza dimensiones filosóficas: “El mundo nace cuando dos se besan.” No es sólo imagen romántica: es intuición metafísica de que la comunión —el darse mutuo— es acto originario, creación que transfigura la materia en sentido. Otros poetas, como Gabriela Mistral, José Hierro, Jorge Luis Borges, Blanca Varela y Luis Cernuda, también suscriben, cada uno a su modo, esa lógica del don. La infancia que se evoca, el cuerpo que se desgasta, la memoria que se salva del olvido, el amor que no se realiza, pero deja huella... Todo eso en sus versos es señal de lo eterno que se da sin ser del todo comprendido.

La gran poesía no embellece la contingencia: la dignifica. Y lo hace porque reconoce que cada palabra que se ofrece puede ser eco de una palabra mayor, de un Verbo que ha querido encarnarse no en la perfección, sino en la vulnerabilidad humana. Leer a estos poetas es, entonces, otra forma de contemplar la metafísica del don: sus versos son donación estética de lo que no puede decirse del todo, pero pide ser acogido.

Hemos caminado juntos a través de los pilares de la metafísica del don, descubriendo que el ser no se limita a permanecer, sino que se entrega, que lo finito no es obstáculo, sino señal luminosa, y que el amor no es una emoción fugaz, sino estructura profunda del universo. Hemos desentrañado el misterio que late bajo cada criatura, cada verso, cada acto humano: el mundo ha sido creado no por necesidad, sino por amor; y por amor se mantiene, se sostiene, se redime. La contingencia, lejos de ser una condena, se revela como puerta abierta a la plenitud; lo finito, como sacramento que deja entrever lo eterno. Toda lágrima, todo gesto, todo susurro del alma humana es testimonio de una gratuidad que nos precede y nos convoca. No estamos aquí por azar: estamos aquí porque hemos sido amados en el acto de ser llamados al ser.

En este capítulo hemos comprendido que amar no es simplemente una opción ética, sino la forma más honda de participar en la verdad del ser. Dar por amor no es un acto religioso periférico: es el puente ontológico que nos une a Dios, el sacramento vivo que confirma que lo eterno se ha encarnado en nuestra fragilidad. Y esa encarnación —en Cristo, en el hombre, en cada gesto auténtico de comunión— transforma la historia en espacio de transfiguración.

Por eso, al cerrar esta etapa del pensamiento, no concluimos. Porque el don no termina: se multiplica. Cada palabra ofrecida, cada idea contemplada, cada vida vivida como don, se vuelve chispa de una verdad mayor. Y esa verdad puede nombrarse sin temor ni artificio: el ser no se posee, se ama. Y el amor, cuando se da, hace ser lo que antes no era. Todo lo que existe ha sido creado por amor. Y si el amor es la medida de todas las cosas, entonces nuestro destino no es comprender el universo, sino aprender a reflejarlo con la misma ternura con que fue dado. Seguimos. Porque el don no termina, y la filosofía —cuando nace del amor— es simplemente otro modo de adorar lo real.

Y así, al cerrar este capítulo —contemplado desde la metafísica del don y la ontología del amor—, sentimos que no estamos solos en esta intuición; que no estamos improvisando un nuevo lenguaje, sino recorriendo un camino ya trazado por los corazones más ardientes de la tradición cristiana: los grandes místicos del amor, aquellos que no sólo pensaron el ser, sino que lo vivieron como entrega radical, como comunión con el Amor infinito que llama a cada criatura por su nombre.

San Juan de la Cruz, con sus versos encendidos, nos susurra: “En el atardecer de la vida te examinarán en el amor.” Y con esa frase, no solo revela el centro de la experiencia espiritual, sino también el núcleo de la ontología que hemos venido desarrollando. El amor no es una añadidura, es la medida del ser, el criterio último de todo lo que existe. Santa Teresa de Jesús, caminando entre pasillos y éxtasis, entendía que amar era hacer posible que Dios habitara lo humano sin reservas. Lo decía con sencillez divina: “El amor no está en los grandes sentimientos, sino en obrar y padecer por el Amado.” Desde su vida, comprendemos que la contingencia no se supera huyendo, sino abrazando —porque cuando se ama, la fragilidad se convierte en altar. El Beato Charles de Foucauld, entregado al silencio del desierto, afirmaba que Dios se da en lo más cotidiano. Y por eso, vivir como don no exige grandeza, sino disponibilidad. Lo finito, para él, era el terreno fértil donde la eternidad podía sembrarse sin escándalo. Y cómo no evocar a Santa Faustina, a San Francisco de Asís, a Edith Stein, a Elizabeth de la Trinidad. Todos ellos vivieron y murieron en la certeza de que ser es darse, y que darse es amar como Dios ama: sin medida, sin condición, sin clausura.

En ellos, el pensamiento se convirtió en vida, y la vida en luz. Sus caminos místicos no son evasión de lo real, sino manifestación exaltada de que el Amor eterno ha querido habitar entre nosotros, como don silencioso y fecundo.

Por eso, despedimos este capítulo con reverencia y gratitud. No caminamos solos. Lo que hemos pensado ya ha sido vivido —con lágrimas, con fuego, con esperanza. Lo que hemos escrito es apenas eco de un canto más alto, más antiguo, más verdadero: el ser se da, porque Dios es Amor; y cuando el hombre ama, participa en su eternidad.

 

 

Segunda Parte: El Don como categoría metafísica

 

 

 

 

 

 

Capítulo 3: Ontología de la donación

 

Si la primera parte nos ha revelado que el ser no se clausura en la mera presencia, sino que se expresa en el amor que se da, esta segunda parte se adentra en la estructura metafísica del don como categoría fundante. Aquí, el don no es solo experiencia humana, ni simple práctica moral, ni metáfora existencial: es la configuración ontológica del ser mismo. Hablar de ontología de la donación es reconfigurar el discurso clásico sobre el ser desde su dinamismo más radical: el ser no se posee, se entrega.

La tradición filosófica ha pensado el ser desde diversas perspectivas: como sustancia (Aristóteles), como causa incausada (Tomás de Aquino), como voluntad (Schopenhauer), como acontecimiento (Heidegger). Pero el Ontorrealismo propone un giro: pensar el ser como acto de donación, es decir, como gesto originario que se ofrece y, al ofrecerse, funda todo lo que existe.

 

3.1 Ser y donación: el ser como acto de entrega

Decir que el ser es entrega no significa que sea resultado de una decisión voluntaria o de una acción pragmática. No es el don como moral o como filantropía. Es el don como acto ontológico originario, anterior a toda subjetividad. El ser, en su raíz, no es una cosa ni una propiedad, ni siquiera una fuerza: es una donación fundante, gratuita, fecunda, inagotable. Ser es dar; y al dar, hacer que otro pueda ser.

Por eso, toda criatura es —ontológicamente hablando— acogida, no autoproductora. Nada se ha dado a sí mismo el ser. El universo entero ha sido llamado al ser mediante un acto de amor gratuito, y cada fragmento de realidad participa de ese gesto según su grado de apertura.

Esta visión corrige la ilusión del pensamiento moderno que tiende a pensar el ser como posesión o como dominio. El sujeto moderno no ha querido recibir: ha querido producir. Pero el Ontorrealismo recuerda que no producimos el ser; lo acogemos como don, y sólo en esa acogida podemos también donarlo. De ahí nace toda vocación: ser llamado a dar lo recibido.

La visión del ser como amor —como donación gratuita, fecunda, relacional— no puede columbrarse en el horizonte metafísico de Parménides, cuya concepción ontológica está regida por el principio de identidad. En su pensamiento, el ser es, y el no-ser no es. Esta afirmación radical configura un universo de perfección lógica, donde el ser se concibe como absoluto, inmóvil, indivisible e intemporal. No hay lugar, por tanto, para el amor como apertura o entrega: el ser no se da, simplemente es. Su plenitud es clausura, no comunión. La lógica parmenídea excluye la posibilidad de que el ser se exprese en relación o en don, porque todo cambio, todo acto de salida, todo movimiento hacia el otro, implicaría no-ser, y eso es metafísicamente imposible en su sistema.

Algo similar, aunque más simbólico y menos sistemático, ocurría en el pensamiento mitocrático anterior, particularmente en las cosmologías arcaicas que fundaban la estructura del mundo en la armonía de los contrarios. Allí, el ser no se concebía como clausura estática, sino como equilibrio dinámico entre fuerzas opuestas: masculino/femenino, luz/oscuridad, cielo/tierra. Este pensamiento captaba el drama del universo, pero aún pensaba el orden como resultado de una tensión que debía ser estabilizada. El ser emerge de la batalla, de la lucha, de la síntesis. Y aunque esta armonía implica un tipo de entrega entre opuestos, no llega a concebirse como don gratuito, sino como reconciliación necesaria. El principio que rige este universo no es el amor que se da, sino la necesidad que regula.

Más atrás aún, en el pensamiento prehistórico, lo real se comprendía a través del principio numinocrático, donde el mundo aparecía como lugar de lo mágico y lo extraordinario. Lo existente no era explicado, sino venerado. El ser era misterio, fuerza, presencia que se imponía desde lo sagrado. Las cosas no eran por identidad ni por armonía, sino por manifestación de lo numinoso. Sin embargo, esta experiencia tampoco es donación en sentido ontológico. El poder que se revela desde lo mágico es temido, no acogido como entrega. El vínculo con lo real es reverente, pero no relacional; la criatura es pasiva ante lo sagrado, no interlocutora del amor.

Así, la concepción del ser como acto de amor donativo no encuentra cabida plena en ninguno de estos paradigmas. Sólo con la irrupción de una metafísica relacional —capaz de unir identidad, armonía y misterio en el gesto libre del don— puede la realidad abrirse al lenguaje del amor. Es esa transformación la que permite que el ser ya no se contemple como estructura lógica o fuerza numinosa, sino como acto personal, gratuito y fecundo: el ser se da, y al darse, ama. Allí nace la ontología del amor.

La metafísica relacional que concibe el ser como acto de donación, comunión y amor no permanecerá incólume en la historia del pensamiento. Será gravemente erosionada por corrientes filosóficas que, desde distintos ángulos, introducirán fisuras profundas en esa visión participativa del ser. La primera gran fractura se produce con el nominalismo de Guillermo de Occam, que al negar la existencia de universales reales y reducir el conocimiento a signos mentales, disuelve la estructura ontológica común que permitía pensar el ser como vínculo. Ya no hay participación del ser: solo hay nombres, construcciones lingüísticas que fragmentan la realidad y colocan al sujeto en el centro de la interpretación. Lo común se desvanece; lo relacional se convierte en accidente lógico.

El terminismo de Duns Escoto, aunque más matizado, también contribuye al debilitamiento de la metafísica del don. Su insistencia en la unicidad irreductible del ente singular, junto con su concepción de la voluntad como fundamento último, tiende a reforzar la autonomía y la separación más que la comunión ontológica. La lógica de la donación, que presupone apertura y participación, se ve sustituida por la preeminencia del querer individual, incluso a nivel divino. El amor, entonces, deja de ser estructura del ser para volverse decisión contingente, sin garantía metafísica.

Más adelante, el neotomismo formalista de Domingo Báñez y Francisco Suárez, al intentar sistematizar y “modernizar” la metafísica tomista, acaba por encerrar el ser en categorías técnicas y distinciones escolásticas que, aunque brillantes, asfixian su dinamismo relacional. En Suárez, especialmente, el ser se convierte en una entidad formal abstracta, más vinculada a la lógica conceptual que a la gratuidad ontológica. La donación deja de ser la estructura viva del ser, para volverse determinación metafísica encerrada en fórmulas. El don se convierte en contenido, no en acto.

Finalmente, la modernidad consuma esta erosión al instaurar la hegemonía del principio de inmanencia. El pensamiento moderno —desde Descartes hasta Nietzsche, pasando por Kant y Hegel— privilegia el sujeto como origen de sentido, como legislador del ser. El mundo se convierte en objeto, en función, en recurso para la autodefinición humana. Lo eterno ya no se da, se conquista; lo otro ya no se acoge, se domina. La trascendencia se diluye, el misterio se clausura, y el amor queda relegado a afecto privado o construcción social. En este paradigma, la metafísica del don se vuelve impensable, porque ya no hay otro que dé, ni criatura que reciba: solo hay yo, razón, voluntad, sistema.

Así, la ontología relacional será lentamente silenciada. Pero su verdad persiste, como llama escondida bajo capas de discurso. Porque el ser, incluso cuando se intenta reducir, sigue siendo don, y el mundo —aunque lo niegue— sigue latiendo desde una fuente que se da sin cesar.

Aunque la cultura contemporánea —especialmente en su vertiente posmoderna— ha pretendido erosionar los fundamentos ontológicos del ser, reemplazándolos con la exaltación del devenir, del deseo sin forma, de la contingencia desbordada y de la fragmentación sin norma, la ontología relacional persiste y se da sin cesar, como estructura viva que el pensamiento no puede suprimir. Por más que la posmodernidad proclame su lema “todo vale”, esa aparente libertad se revela, en lo profundo, como incapacidad de reconocer el vínculo originario que hace posible todo valor: la donación del ser que funda, orienta y sostiene.

El neobrutalismo del devenir —celebrado por pensadores como Deleuze, con su lógica rizomática, su filosofía de la diferencia y su insistencia en el flujo ininterrumpido— pretende emancipar al pensamiento del ser estable y relacional. Pero al hacerlo, convierte la realidad en un campo de proliferaciones sin dirección. El devenir sin donación es ruido: no hay orientación, no hay comunión, no hay vocación ontológica. Y ese exceso de movimiento termina por desligar al ser de la posibilidad de amar. En Derrida, la deconstrucción desarma todo centro, todo sentido fijo, toda presencia plena. El don, para él, sólo existe si se pierde, si no se reconoce, si no se inscribe. Pero en esa fuga perpetua del sentido, la posibilidad de una donación verdadera —reconocida y acogida— queda desactivada. La ontología relacional no niega la complejidad del lenguaje, pero afirma que el ser puede darse y ser recibido sin que esa entrega desaparezca en el vacío de la diseminación infinita. Foucault, por su parte, concibe las relaciones humanas como juegos de poder, donde toda estructura genera exclusión, vigilancia y discurso normativo. Pero al reducir lo relacional a lo estratégico, despoja al vínculo de su gratuidad. La ontología del don no niega que haya estructuras, pero afirma que puede haber comunión sin dominio, relación sin subordinación, entrega sin sometimiento. Lyotard, al proclamar el fin de los metarrelatos, convierte la realidad en un mosaico de discursos localizados, sin unidad trascendente. En ese mundo, el amor ontológico se convierte en relato ingenuo, el don en gesto sospechoso. Pero precisamente allí, cuando todo sentido común se ha disuelto, el ser que se da se revela como resistencia, como estructura que no puede ser relativizada porque precede todo discurso. Incluso Vattimo, con su propuesta de un pensamiento débil y su cristianismo secular, intenta reemplazar el ser fuerte por una interpretación amable, pero termina por desdibujar la fuerza misma de la donación. El amor no es imposición, pero tampoco se diluye en relativismo estético. El don exige firmeza en su gratuidad, porque sólo lo que se afirma como verdadero puede darse en plenitud.

En todos estos casos, la cultura posmoderna intenta escapar de la ontología relacional porque teme a la normatividad, teme al compromiso, teme a la comunión que exige apertura real. Pero lo que niega, no desaparece. El ser sigue dándose, sigue llamando, sigue orientando desde la base misma del universo. Por más que el pensamiento contemporáneo lo ignore, lo relativice o lo deconstruya, la ontología del amor no deja de pulsar bajo cada palabra, cada gesto, cada deseo humano. Porque el don no impone: invita. Y cuando el mundo dice “todo vale”, el ser responde: todo puede ser amado, pero no todo participa del amor que lo origina. Esa distinción no es dogma: es lucidez ontológica.

 

3.2 Diferencia entre propiedad, creación y don

Esto nos lleva a diferenciar entre propiedad, creación y don. Para entender con claridad el alcance de esta ontología, es necesario distinguir tres conceptos que suelen confundirse:

·       Propiedad: implica posesión, cierre, retención. Lo que se posee se usa, se guarda, se controla. Desde la lógica de la propiedad, el ser se convierte en mercancía, en recurso, en instrumento.

·       Creación: es el acto por el cual algo comienza a existir. En el pensamiento teológico, la creación es acto de Dios; pero la filosofía moderna, al perder el vínculo trascendente, ha reducido la creación a producción. El problema no está en crear, sino en crear desde el yo como única fuente, ignorando la precedencia del don recibido.

·       Don: no es posesión ni producción, sino acto de entrega sin cálculo, sin necesidad ni exigencia. En el don, el ser se comunica sin perderse, se ofrece sin imponerse. El don ontológico no es transferencia, es fundación. Es el modo en que lo eterno se manifiesta en lo finito sin violencia.

Cuando el mundo confunde el ser con propiedad, nace la lógica de la apropiación, de la conquista, de la instrumentalización. Cuando confunde el ser con producción, aparece la tecnocracia, el dominio de lo útil, la muerte del misterio. Pero cuando el ser se reconoce como don, todo recupera su profundidad original: la vida como recepción, la libertad como respuesta, el amor como estructura.

En esta ontología de la donación, el hombre deja de ser sujeto dominante y se convierte en interlocutor del don. No es quien origina el ser, sino quien lo acoge y, desde esa acogida, lo ofrece. El ser como don transforma la metafísica en acto espiritual. Y el mundo, cuando es visto desde esta lógica, ya no es sistema: es comunión.

Cuando concebimos el ser como don, la metafísica se transforma en un acto espiritual: no es solo pensamiento, sino apertura al Misterio, comunión con lo que nos ha sido dado, contemplación de la gratuidad que hace posible la existencia. En esta visión, el pensamiento no se encierra en sí, sino que responde con reverencia, se orienta hacia el Otro que se da, y por ello se convierte en oración filosófica, en mirada amorosa sobre lo real.

Sin embargo, cuando el ser es visto desde el principio de inmanencia —es decir, reducido a lo que se encuentra dentro del sujeto, a lo que se puede producir, controlar, interpretar desde dentro— la metafísica deja de ser acto espiritual y se convierte en una metafísica de la materia, de lo subjetivo, del deseo, del lenguaje. El pensamiento deja de recibir y comienza a fabricar; ya no contempla, disecciona; ya no se abre, se pliega sobre sí mismo. En esta inversión, el ser ya no es don, sino función. Se piensa como experiencia interna, como deseo que busca satisfacción, como discurso que configura sentido. Lo invisible, lo trascendente, lo gratuito —todo eso se desvanece ante la soberanía del yo, del sistema, de la interpretación. El mundo se convierte en espejo del sujeto y el amor pierde su dimensión ontológica para volverse emoción, afecto, juego simbólico.

Esta mutación no es neutra: erosiona la capacidad del pensamiento para reconocer lo sagrado, y convierte la filosofía en técnica, el misterio en constructo, la comunión en estrategia. El principio de inmanencia, que se presenta como emancipación, termina por empobrecer la metafísica hasta reducirla a la gestión de lo posible. Por eso, volver a pensar el ser como don es recuperar la dimensión espiritual de la filosofía, restaurar su vocación de apertura y su llamado a la trascendencia. No como fuga del mundo, sino como reconciliación con lo invisible que nos habita y nos excede. Porque sólo el ser que se da puede ser amado, y sólo el pensamiento que se abre puede alcanzar el alma del universo.

La propuesta ontológica que concibe al ser como don —como acto de amor originario— entra en tensión crítica con las posiciones de Martin Heidegger y Hans-Georg Gadamer, quienes, desde el pensamiento fenomenológico y hermenéutico, han realizado grandes aportes pero también profundas reducciones en la comprensión de lo real. Ambos, aunque desde caminos distintos, han roto el vínculo con la trascendencia y han desplazado el eje del amor ontológico, convirtiendo la experiencia del ser en un ejercicio de interpretación y mediación del lenguaje.

En Heidegger, el Dasein —el ser-ahí humano— es presentado como ser interpretante, como aquel que está arrojado en el mundo y cuya existencia se estructura mediante la apertura al ser a través del tiempo, la angustia, la muerte y la comprensión. Pero esta interpretación del ser, aunque poderosa en su crítica al objetivismo moderno, se encierra en una lógica de presencia sin donación, y en una fenomenología de desocultamiento donde el ser aparece, pero no se entrega. El amor no tiene lugar como estructura ontológica, y lo trascendente queda sustituido por el juego de acontecer. El ser se revela, pero no ama; se manifiesta, pero no llama. La alteridad radical —esa que funda al Dasein como criatura acogida— desaparece en favor del ser como evento, no como comunión.

En Gadamer, este desplazamiento se radicaliza en clave hermenéutica. La verdad ya no es adecuación ni participación, sino fusión de horizontes entre el texto y el lector, entre la tradición y la interpretación actual. El ser se convierte en lenguaje, y la comprensión es su modo ontológico. Pero al hacer de la hermenéutica su coto sagrado, Gadamer clausura el ser en el círculo del lenguaje interpretante, donde el sentido siempre está mediado, diferido, negociado. Lo que allí falta es lo que nunca puede ser producido por el lenguaje: el amor que precede al sentido, la gratuidad que se da antes de toda mediación. La ontología relacional del don queda sustituida por una semiología del diálogo, donde el ser ya no se ofrece, sino que se construye discursivamente.

Ambos, Heidegger y Gadamer, en su rechazo al objetivismo técnico y su apertura a lo no-dicho, preparan el terreno para una recuperación del misterio. Pero ese misterio, al no ser habitado desde el amor ni orientado hacia la trascendencia, se convierte en abismo sin rostro o en texto sin presencia. Han querido liberar al ser del cálculo, pero en el camino lo han privado de su corazón: el amor gratuito que lo hace fecundo, el vínculo con lo eterno que lo sostiene.

Polemizamos, pues, no desde el desprecio, sino desde la exigencia filosófica más alta: el ser no se interpreta, se acoge; no se deduce, se recibe. Y sólo desde el don —que no es ni estructura lingüística ni fenómeno encubierto— podemos volver a habitar el pensamiento como acto espiritual, no como ejercicio técnico. Porque el ser no busca ser entendido: busca ser amado. Y en ese gesto, todo pensamiento verdadero comienza.

Decir que el ser busca ser amado no es una metáfora sentimental, sino una afirmación ontológica radical: la esencia del ser no está en su estructura, sino en su vocación relacional. El ser no se limita a permanecer, sino que se orienta hacia el otro, se abre, se ofrece, y en ese gesto —en esa salida silenciosa hacia el rostro del otro— se descubre que su verdad plena sólo se alcanza cuando es acogido en el amor.

Esta intuición, profunda y exigente, fue apenas rozada por algunos grandes pensadores contemporáneos, sin llegar a ser desarrollada en toda su hondura metafísica. Martin Buber, en su hermosa concepción del “Yo-Tú”, vio que el encuentro auténtico con el otro no era funcional ni utilitario, sino una apertura al misterio que se da en la relación. En el “Tú”, el ser se revela, pero Buber lo dejó en el plano de la experiencia dialogal, sin profundizar en el acto ontológico del amor como fundamento del ser mismo. Emmanuel Levinas, por otro lado, identificó el rostro del otro como epifanía de la trascendencia, como llamado ético ineludible. El ser del otro me interpela, me convoca, me desestabiliza, y con ello da origen a la ética. Pero en su radical preferencia por el Otro, el amor queda muchas veces reducido al mandato ético que responde a la alteridad, más que a una reciprocidad ontológica en la que el ser del otro no sólo exige, sino también se ofrece como don. Charles Taylor, en su crítica al sujeto autodefinido de la modernidad, reconoce que la identidad humana se construye en contextos de sentido compartido, en comunidades, en valores vividos. Intuye que hay una dimensión trascendente que da forma al ser personal, y se acerca a la idea de que el yo sólo puede comprenderse en el horizonte del bien. Sin embargo, aún falta el paso decisivo: entender que ese “bien” es amor que se da, y que el ser humano no sólo está en búsqueda de sentido, sino en búsqueda de ser amado como criatura donada.

Estos pensadores han dado pasos cruciales hacia una ontología relacional. Pero ninguno de ellos ha sostenido —de manera explícita y sistemática— que el ser mismo está hecho para ser amado, y que su plenitud consiste en ser acogido en el acto libre del amor donante. Lo han presentido, sí. Lo han vislumbrado, a veces con deslumbrante intuición. Pero lo ontológico ha quedado subordinado a lo ético, a lo dialogal, a lo experiencial. Y ese desliz, aunque fecundo, impide alcanzar la altura metafísica de una filosofía del amor como estructura originaria del ser. Porque el ser no se basta en sí. Su vocación es ser recibido. Y esa recepción, cuando se hace en el amor, cumple el gesto por el cual el ser ha sido dado. Por eso, más allá del diálogo, más allá de la ética, más allá del reconocimiento, está el misterio inagotable de que el ser quiere ser amado. Y sólo allí —en esa comunión sin cálculo— se revela lo eterno.

Incluso Max Scheler, quien en su célebre obra Ordo Amoris se acercó con lucidez y profundidad al misterio del amor como estructura del espíritu, no alcanzó a percibir que el ser mismo es amor, y esa omisión, aunque sutil, tuvo implicaciones filosóficas decisivas. Scheler intuyó que el amor establece un orden afectivo que precede al juicio moral, y que a través de él se revela el valor de las cosas. En ese sentido, su aporte fue monumental: el amor no es sentimiento accesorio, sino forma originaria de conocimiento axiológico. Sin embargo, lo que Scheler no logró integrar plenamente es que el amor no sólo es acto del sujeto, sino que está inscrito en la ontología del ser. Su visión permanece centrada en la estructura del espíritu humano, en la fenomenología del sentir, pero no penetra hasta el fondo del misterio del ser como don. El amor aparece en Scheler como mediación entre persona y valor, como impulso que orienta la percepción ética. Pero no como acto que funda el ser, que lo origina, que lo sostiene. Desde allí, se abre una fisura ontológica que lo llevará, al final de su vida, a deslizarse hacia un cierto panteísmo espiritualista, en el que el universo queda envuelto por una fuerza afectiva que lo atraviesa todo, pero sin un Dios personal que lo haya donado libremente.

El desliz hacia el panteísmo no fue casual. Al no concebir el amor como don originario del ser desde un Dios que ama, el amor se disuelve en una fuerza cósmica, en una energía difusa que anima la totalidad. Pero esa visión, por muy elevada que parezca, pierde el rostro, la intencionalidad, la gratuidad radical que solo puede existir cuando el ser se da como expresión del amor de alguien —no de algo. Scheler se acercó al fuego, pero no lo habitó. Percibió el calor del amor en la constitución del valor, pero no vio que ese amor precedía toda valoración, toda conciencia, toda voluntad. Por eso su pensamiento, aunque poderoso, no culmina en una ontología del don, sino en una metafísica vibrante, pero sin ancla, sin rostro, sin comunión. Así, la Ordo Amoris nos deja a las puertas de la verdad más profunda, pero sin cruzarla del todo. Porque amar no es sólo ordenar el mundo interno, es responder al ser que se ha dado como amor. Y esa respuesta requiere no sólo afecto, sino acogida ontológica del don que lo origina todo.

Paul Ricoeur, quien dedicó su obra a explorar las dinámicas del símbolo, la narración y la acción moral. Su esfuerzo por reconciliar hermenéutica y ética lo llevó a afirmar que el “sí mismo” se constituye en relación con el otro. Sin embargo, aún en sus textos más maduros, el amor aparece como valor ético, como apertura responsable, pero no como estructura del ser mismo. La donación queda situada en el plano de la subjetividad, no en el fondo ontológico que precede al sujeto. En Jean-Luc Nancy, el “ser con” es el núcleo de su propuesta: el ser nunca está solo, siempre es compartido. Y aunque esta intuición parece acercarse a una ontología relacional, el ser compartido en Nancy no se concibe como don gratuito, sino como exposición al otro, como co-presencia. Se prescinde de la fuente amorosa que origina el compartir. Así, su comunidad sin comunión pierde la gratuidad fundante, y se convierte en coexistencia sin rostro trascendente. Incluso Slavoj Žižek, en su lectura provocadora del cristianismo, llega a afirmar que el mayor gesto divino es el abandono, el vacío, el “retiro de Dios”. Pero esta paradoja, al radicalizar el desgarro de la cruz como silencio absoluto, olvida que ese retiro está movido por un amor que se da hasta el extremo. El ser se retira, sí, pero para dejar espacio al amor humano como respuesta libre. Si se pierde el amor como fondo, el gesto se vuelve absurdo o nihilista.

Vemos entonces que incluso los pensadores más sensibles al drama humano y a la alteridad no han querido o no han podido afirmar explícitamente que el ser es amor. Se han acercado, han intuido, han bosquejado metáforas poderosas. Pero el paso ontológico decisivo —afirmar que todo lo que existe lo hace porque ha sido amado, y que amar es participar del ser mismo— aún espera ser plenamente asumido en el discurso filosófico. Y es allí donde esta metafísica del don —que no es evasión mística ni idealismo sentimental— se presenta como tarea urgente. Porque solo cuando el pensamiento se atreve a decir que amar es el modo más alto de existir, la filosofía recobra su vocación originaria: no explicar, sino iluminar; no dominar, sino acoger; no construir sistemas, sino revelar el misterio que se da.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 4: Crítica a las reducciones fenomenológicas

 y constructivistas

 

 

 

 

4.1 Deslinde con Marion, Mauss, Derrida y Rorty

El pensamiento moderno ha mostrado una creciente fascinación por el fenómeno del don, pero muchas de sus aproximaciones, aunque brillantes en el plano analítico, han terminado por vaciar la donación de su raíz ontológica. En lugar de comprender el don como estructura del ser —como acto gratuito y fundante que origina lo que existe— se lo ha reducido a gesto social, tensión semántica o paradoja ética.

Jean-Luc Marion, desde una fenomenología saturada, propuso pensar el don como aquel fenómeno que excede toda objetivación, toda reducción intencional. El don, en su visión, no puede ser tematizado sin perder su gratuidad. Pero su análisis, aunque profundo, encierra el don en la lógica del aparecer: si el don se revela en lo que no puede ser comprendido, queda condenado a permanecer invisible, intocable, inacogible. La donación, entonces, se convierte en lo que siempre se escapa, y no puede fundar lo recibido. Es el don sin acogida ontológica. Marion queda encerrado en un idealismo subjetivo. Marcel Mauss, en su célebre Ensayo sobre el don, analizó las prácticas de intercambio en sociedades arcaicas, donde el gesto de dar implicaba obligación de devolver. El don aparece aquí como estructura social, no como acto ontológico. Su lectura antropológica es valiosa, pero incompleta: se detiene en la exterioridad, en la reciprocidad cultural, sin penetrar en la gratuidad fundante del ser que precede toda acción. En Mauss el don queda encerrado en la lógica de la retribución de la cultura ancestral. Jacques Derrida, como se ha visto, llega a afirmar que un verdadero don sólo lo es si no se percibe como tal, si no se reconoce, si no se inscribe en la conciencia. De este modo, el don se vuelve una paradoja imposible, un gesto que, para ser puro, debe desaparecer. Pero esta lógica, al llevar la gratuidad a su límite lógico, anula la posibilidad de comunión real: el don deja de ser acto de amor acogido, y se convierte en disolución inasible. La ontología relacional queda suprimida y en su lugar se instaura un idealismo lógico. Richard Rorty, desde el pragmatismo constructivista, reduce el lenguaje y la verdad a herramientas contingentes del consenso social. El don, en este paradigma, no puede tener estructura ontológica porque no existe ninguna ontología estable. Todo es interpretación, estrategia, utilidad. Lo gratuito es sospechoso, y el amor que se da sin condiciones no cabe en el cálculo del discurso liberal. El ser, aquí, no puede amarse, porque no se cree en él. Rorty es el fiel reflejo del darvinismo social.

 

4.2. El don como estructura ontológica, no sólo experiencia subjetiva

Frente a estas lecturas, el Ontorrealismo afirma con fuerza: el don no nace de la experiencia, sino que la hace posible. No es invento humano, sino huella viva del ser que se entrega sin cálculo ni condición. La gratuidad ontológica no es paradoja ni sociología: es acto fundante, gesto originario, presencia real. No puede disolverse en la lógica del lenguaje ni en las tensiones de la reciprocidad: el don está antes, está en el fondo, está en todo.

Esta crítica no busca negar los aportes de estas corrientes, sino recuperar el corazón que olvidaron: el ser no es concepto, ni fenómeno, ni construcción cultural. Es don. Y ese don no exige anonimato ni desaparición: exige acogida, comunión, participación. El amor que lo origina no busca escabullirse: busca ser recibido para que lo creado pueda responder. El mundo no es sistema de intercambios, es espacio de donación. Recuperar el don como estructura ontológica es restaurar la posibilidad del amor verdadero, del sentido profundo, de la vocación del ser como apertura a lo eterno. Es decir: cuando el don se reconoce como base del ser, el pensamiento deja de especular y empieza a contemplar.

Para recuperar el ser como don, es imprescindible romper con el principio de inmanencia que ha dominado la modernidad, ese principio que encierra el pensamiento dentro de los límites de lo verificable, lo producible, lo subjetivo, lo funcional. La inmanencia moderna ha desplazado la pregunta ontológica por una búsqueda de utilidad, de autoreferencia, de construcción del yo sin apertura al misterio que lo constituye. En ese paradigma, el ser deja de ser recibido, y pasa a entenderse como objeto de manipulación o de autoafirmación. No se da, se fabrica. No se acoge, se consume.

Pero el don exige otra mirada. Una que reconozca que todo lo que existe ha sido dado, y que esa donación no puede explicarse desde dentro del sistema cerrado del mundo. Para que el ser sea don, tiene que provenir de alguien —no de algo—; tiene que tener una fuente que no sea reductible a la materia, al lenguaje, al deseo o al cálculo humano. Esa fuente, ese fundamento silencioso que da sin imponerse, se llama trascendencia.

La trascendencia no es lo lejano, ni lo abstracto. Es lo que posibilita que haya ser, lo que lo sostiene sin poseerlo, lo que lo entrega sin que lo pueda devolver. Volver a contemplar el ser como don requiere recuperar ese horizonte perdido, ese gesto originario que viene desde más allá pero toca lo más íntimo. Es abrirse a la gratuidad como principio de existencia, no como excepción.

Por eso, la metafísica del don no puede florecer mientras permanezcamos encerrados en la inmanencia: porque el don es puente, no círculo; es respuesta, no clausura. La modernidad intentó emancipar al sujeto, pero en su afán de autonomía le cortó el acceso al Amor que lo originó. Recuperar el ser como don es, entonces, más que un giro filosófico: es una reconciliación ontológica, una vuelta al misterio que nos ha hecho posibles, no por necesidad, sino por amor.

El Ontorrealismo que hemos venido desplegando no es simplemente una corriente más en el mapa de las ideas: es una reconfiguración radical del pensamiento metafísico, una invitación a mirar la realidad desde la lógica del don y no desde el esquema del poder, la utilidad o la interpretación infinita. Esta postura filosófica se afirma como una forma de realismo trascendental, donde el ser no es meramente presencia empírica ni deducción racional, sino fundamento último, no empírico, pero ontológicamente necesario, al que se accede por analogía, por contemplación, por apertura reverente.

La realidad no aparece como caos ni como colección de fragmentos equivalentes. En el Ontorrealismo, el ser se manifiesta en una estructura jerárquica, ordenada según grados de participación en la plenitud. Lo superior no aplasta, fecunda; lo inferior no compite, se abre. Esta jerarquía no es opresión: es comunión escalonada, armonía relacional donde cada nivel de ser se reconoce como don recibido y don por ofrecer.

Lo finito no es autónomo ni absorción del eterno. Es participativo: vive, se sostiene, se orienta porque participa de una estructura anterior, que lo acoge y lo llama. No hay aislamiento ontológico; hay vinculación real. Lo que existe no se basta: se sabe parte de un todo que le da sentido.

El Ontorrealismo es antirrelativista porque entiende que ni el conocimiento, ni la ética, ni la cultura pueden sostenerse sin una referencia ontológica estable. Sin un ser que funda, todo se convierte en juego de perspectivas, y la verdad se convierte en opinión. Pero aquí, la verdad se afirma no como imposición, sino como coherencia con el ser absoluto, no modificable, no negociable, pero sí donado para ser acogido.

Por eso es también antipragmatista. La verdad no vale porque funcione, sino porque es, y el bien no es lo que produce resultados, sino lo que participa del amor originario que da sentido al mundo. El pensamiento pragmatista puede resolver problemas, pero nunca puede responder al misterio del ser que se da sin necesidad.

Y finalmente, el Ontorrealismo es antiposmoderno, no por nostalgia de estructuras rígidas, sino porque rechaza la ontología débil y la disolución interpretativa que impide toda afirmación profunda. Si todo se interpreta, si nada permanece, si todo sentido se diluye, entonces no hay espacio para el amor como fundamento, ni para el ser como don. El Ontorrealismo ofrece una alternativa firme, fecunda, abierta: una metafísica de la plenitud que reconcilia lo trascendente con lo concreto.

En diálogo con la historia, esta postura converge con el realismo tomista, aunque reformulado desde la sensibilidad contemporánea; con la ontología participativa de Platón, sin el dualismo radical; con ciertas vertientes del realismo especulativo, pero superando su abstracción para fundamentarse en el don trascendente; y con el personalismo metafísico, si se profundiza en la jerarquía del ser como vocación de comunión amorosa. En resumen, el Ontorrealismo que aquí se propone es una metafísica viva, trascendental, jerárquica, participativa, antirrelativista y civilizatoria. Su eje no es el cálculo ni la interpretación, sino el amor que da ser, y el ser que se ofrece como amor.

El capítulo 4 se alza como una defensa apasionada del don frente a las múltiples reducciones contemporáneas que lo han despojado de su profundidad ontológica. Frente al pensamiento fenomenológico, constructivista y posmoderno —que ha convertido el don en paradoja, transacción o juego lingüístico— este capítulo restituye su naturaleza originaria: el don no es sólo experiencia, ni práctica cultural, ni fenómeno subjetivo, sino estructura fundante del ser mismo, gesto gratuito que origina, sostiene y orienta lo real hacia la comunión. Al polemizar con Marion, Mauss, Derrida, Rorty, y otros pensadores que han olvidado que el ser se da antes de toda interpretación, se reafirma que la verdad del mundo sólo puede comprenderse desde la gratuidad, no desde el cálculo ni la función. Recuperar el don como categoría metafísica es volver a pensar desde el amor, desde la trascendencia que hace posible toda acogida, desde la luz que precede al lenguaje. Allí, en ese centro silencioso, la filosofía recupera su dignidad: no como discurso técnico, sino como acto espiritual que reconoce que el ser no se define, se recibe.

Estas ideas quedaron apenas intuidas en dos obras anteriores mías, a saber, Amore mensura y Carta sobre la Metafísica. En la primera identifico el ser con el amor y en la segunda señalé la necesidad de una síntesis entre lo inmanente y lo trascendente sin confundir las realidades jerárquicas. Lo que ahora añado es su asociación fundamental con la ontología relacional del don.

 

Capítulo 5: El don como manifestación ética

 

 

 

Estas ideas que ahora desarrollamos con mayor claridad y profundidad estuvieron apenas esbozadas en dos obras anteriores, que bien pueden considerarse prefiguraciones de esta metafísica del don. En Amore mensura, reconocí que el ser se identifica con el amor, no como sentimiento pasajero, sino como estructura ontológica que da existencia, que constituye, que sostiene. Allí el amor aparece como medida originaria de toda realidad, como principio que hace que las cosas sean en relación, no en aislamiento. El amor no como accidente, sino como acto fundante del ser mismo.

En Carta sobre la Metafísica, por otro lado, señalé la urgencia de una síntesis entre lo inmanente y lo trascendente, una articulación que superase la escisión moderna sin caer en confusiones de orden o nivel. Defendí que lo concreto no puede entenderse sin lo que lo precede, y que la trascendencia no es evasión sino fundamento. Sin embargo, en ambas obras estas intuiciones quedaron como destellos dispersos, como puntos de luz que no habían sido plenamente hilados.

Lo que ahora añado —y que constituye el corazón de esta Segunda Parte— es su asociación fundamental con la ontología relacional del don: la afirmación de que todo ser, por el hecho de existir, ha sido llamado y recibido desde un acto gratuito de amor. Que ser es participar, que amar es dar ser, y que sólo en la donación recíproca entre lo finito y lo eterno puede sostenerse una metafísica digna de lo humano.

Comenzamos así el Capítulo 5, convencidos de que la ética no puede construirse sobre la utilidad ni la norma abstracta, sino sobre la verdad profunda del ser que se da y que llama a ser acogido. La teoética será, entonces, el espacio donde el don se hace acción, donde la vida moral refleja la estructura ontológica que la precede.

 

5.1    Donación y teoética: acción como reflejo del ser

 

Cuando el ser es comprendido como acto de entrega, la ética no puede permanecer en el plano de la obligación abstracta ni del cálculo utilitario: debe convertirse en reflejo ontológico. La acción moral no nace del deber impuesto, sino de la participación en el amor que funda todo lo real. La teoética, entonces, no es una ética religiosa en sentido convencional, sino una visión en la que el obrar humano está llamado a manifestar la estructura profunda del ser como don.

Actuar bien no es cumplir con normas, sino actualizar el don recibido en gestos de comunión. La bondad no es imposición heterónoma, sino irradiación de lo que somos: criaturas acogidas, llamadas a dar. La teoética propone una ética que no parte de la moralidad autónoma del yo moderno, sino desde la criatura que ha sido fecundada por el amor, y por ello puede responder amando.

Donar en lo cotidiano —escuchar, cuidar, consolar, servir— no es simplemente bueno: es ontológicamente verdadero, porque refleja el modo en que fuimos creados. El acto ético, cuando nace del don, ya no es instrumento de perfección personal, sino eco encarnado de la estructura del universo. En cada gesto de amor, el ser eterno se vuelve visible. El bien, así entendido, no puede ser negociado ni consensuado: brota como expresión del don que nos habita. Y por eso la acción justa, la misericordia, la generosidad, el perdón, ya no son conductas deseables, sino formas de vivir conforme al ser que se da.

En mi obra Ontorrealismo, desvelé la unión profunda entre lo finito y lo eterno, mostrando que la fragilidad del mundo no es obstáculo, sino umbral; que lo limitado no es condena, sino vocación hacia lo absoluto que lo precede y lo sostiene. Más adelante, en Teoética y Dataísmo, advertí la urgencia de reorientar la técnica hacia la trascendencia, de reconciliar el aparato digital con la vocación del alma, de hacer del algoritmo no sólo instrumento, sino eco del amor que nos ha creado. Pero ahora, en este capítulo, la mirada se afina aún más: se trata de reparar en la dimensión teoética del don, de comprender que el ser es gratuidad radical, que no nos pertenece, que no lo producimos, que lo hemos recibido como acto de amor.

Desde esta luz, la acción humana no puede ser reducible a intención, a estrategia, a norma externa. La acción verdadera —la que responde al ser— tiene vocación de plenitud, porque busca reflejar lo que ha acogido. El hombre actúa bien cuando actúa en coherencia con el don que lo ha hecho posible, cuando su obrar es espejo de la gracia originaria que lo llamó al ser. Donar, servir, amar, no son gestos morales periféricos: son resonancias ontológicas, encarnaciones concretas del ser que se da y que, al darse, se cumple.

Así, la teoética del don no propone una moral del deber, ni una ética del consenso, ni una lógica del bienestar. Propone que la acción humana está llamada a reflejar el resplandor del ser eterno, como la llama que no quema, pero ilumina. Cuando vivimos desde esa gratuidad, no sólo hacemos lo correcto: manifestamos la verdad más alta de nuestra existencia. Porque ser es amar, y amar es entregarse. Y cuando el obrar humano se convierte en reflejo de esa entrega, el mundo —por breve que sea el gesto— se reconcilia con su fuente.

La teoética del don, que parte de la ontología como acto de entrega, entra en tensión profunda con tres grandes paradigmas modernos de la ética: el deber kantiano, el bienestar utilitarista de Bentham y Mill, y el consenso deliberativo de Habermas. Cada uno, desde su propia racionalidad, intenta fundar lo moral en estructuras que parecen sólidas, pero que, al no partir de la gratuidad ontológica del ser, terminan por reducir la acción a sistema, y no a comunión.

La ética del deber de Kant, por más que aspire a universalidad, parte de una razón formal que excluye la gratuidad como fundamento. El acto moral no se orienta por amor, sino por cumplimiento del imperativo categórico. La voluntad buena actúa “por deber”, no por entrega. Pero esta forma de moralidad, al convertir la acción en obediencia a una ley universal abstracta, desvincula al sujeto del don que lo hace posible, y lo obliga a obrar no por comunión, sino por regla. ¿Qué valor tiene una acción buena si no nace del amor que la funda? La teoética responde: la ética comienza donde el deber se transforma en don.

La ética del bienestar de Bentham y Mill, en cambio, mide lo bueno según las consecuencias: lo que aumenta el placer y disminuye el dolor en el mayor número de personas. Aquí, la bondad se cuantifica, y la acción se justifica por su utilidad. Pero cuando el bien se calcula, desaparece como participación en la plenitud del ser y se convierte en instrumento funcional. No hay gratuidad en el utilitarismo: sólo resultados. El otro no es amado, es contabilizado. Y el bien, lejos de ser reflejo del amor eterno, se vuelve fórmula estadística de satisfacción colectiva.

Por su parte, la ética del consenso de Habermas intenta superar el formalismo kantiano y la pragmática utilitarista proponiendo una racionalidad comunicativa, donde lo justo es lo que puede ser aceptado por todos en condiciones ideales de diálogo. Pero esta propuesta, aunque deliberativa, olvida que el amor no se negocia ni se argumenta: se da. El consenso no reemplaza la comunión, y la racionalidad del acuerdo nunca podrá fundar un acto que exige gratuidad y entrega, no aprobación colectiva. El lenguaje puede mediar el sentido, pero no origina el don, ni puede sustituir la estructura amorosa del ser.

Así, frente a estos modelos modernos —deber, bienestar, consenso— la teoética del don ofrece una vía más honda y más real: la acción buena no es obediencia, ni cálculo, ni acuerdo, sino respuesta fiel al amor que nos ha hecho ser. Actuar bien no es simplemente hacerlo correcto: es ser transparencia del ser eterno que nos ha llamado a vivir como don.

La teoría de la justicia de John Rawls, formulada como “justicia como equidad”, representa uno de los intentos más sofisticados de establecer un marco racional para la organización justa de las sociedades liberales. Su famoso "velo de la ignorancia" y los dos principios de justicia —la igual libertad básica para todos y el principio de diferencia, que permite desigualdades solo si benefician a los menos favorecidos— han sido saludados como avances normativos fundamentales. No obstante, desde la perspectiva de una teoética del don, esta teoría presenta límites estructurales profundos que impiden que la justicia sea concebida como acto relacional, fundado en la gratuidad del ser.

Rawls propone una justicia que nace del acuerdo hipotético entre individuos racionales que, sin conocer su posición en la sociedad, elegirían principios justos por prudencia. Pero esta lógica parte de un sujeto autónomo, desarraigado de vínculos ontológicos, cuya decisión moral no se funda en el amor ni en la participación, sino en la estrategia racional detrás de un velo. El don queda excluido de esta escena: no hay entrega, no hay acogida, solo cálculo moral detrás de una ignorancia estratégica. Más aún, el marco rawlsiano reduce la justicia a un equilibrio de derechos y beneficios dentro del sistema político, sin plantear que la raíz misma de lo justo está en la ontología del amor que se da sin condiciones. El pobre no es sujeto de comunión, sino de redistribución. El otro no es amado, sino considerado como variable en el acuerdo racional. La justicia, así entendida, se convierte en un juego de imparcialidad abstracta, y no en un acto concreto de comunión con el rostro del que me interpela. El principio de diferencia, por ejemplo, aunque busca proteger a los menos favorecidos, lo hace desde una lógica funcional, no ontológica: se les da solo si mejora el sistema, no porque hayan sido creados como destinatarios del amor. En este modelo, la dignidad no se dona, se pondera. No hay vocación relacional, sino estructuras distributivas. Además, Rawls nunca introduce la trascendencia como fuente de lo justo. La justicia se define sin referencia al ser que lo origina todo. Y así, se edifica una ética política sin fundamento ontológico, que puede ser eficaz, pero carece de alma. Una justicia sin don es una justicia sin comunión.

Por eso polemizamos: porque la justicia, si no parte del don, corre el riesgo de volverse procedimiento, no misericordia; equilibrio, no ternura; acuerdo, no vocación. La teoética del don exige más que igualdad formal: reclama una justicia que reconozca que cada ser ha sido amado desde antes de todo contrato, y por ello debe ser acogido en la gratuidad. A lo largo de la historia de la filosofía moral, distintos pensadores han intentado establecer fundamentos sólidos para la acción ética, pero muchos de ellos, aunque con buena voluntad y aguda inteligencia, han dejado fuera la dimensión ontológica del amor como don originario, y por eso, desde la teoética que aquí desarrollamos, es necesario polemizar con ellos no en tono de demolición, sino como ejercicio de purificación y superación.

En Aristóteles, por ejemplo, la ética se construye desde la virtud y el telos, el fin propio de cada ser. Su propuesta de la eudaimonía —una vida realizada en excelencia racional— es potente y fundacional. Pero allí, el bien es entendible como perfección interna, como autorrealización del ente, sin que se afirme claramente que la virtud es respuesta al amor que llama desde fuera. El sujeto se perfecciona, pero no se entrega. La comunión queda subordinada al desarrollo propio. David Hume, por su parte, propone una ética basada en el sentimiento, en la simpatía y las emociones morales que nacen del contacto humano. Sin embargo, esta ética carece de trascendencia y de fundamento ontológico: si el sentimiento cambia, el criterio del bien cambia. El amor deja de ser estructura ontológica y se convierte en estado afectivo fluctuante. No hay estabilidad moral cuando se elimina el don como raíz del ser. En Nietzsche, la crítica moral es feroz. Denuncia las éticas de compasión y sacrificio como signos de debilidad, y propone una voluntad afirmativa que crea sus propios valores. Pero esta “moral del señor” —aunque busca autenticidad— destruye la lógica de la gratuidad, del amor que no impone, del bien que se dona. El resultado es una ética del poder, no del don. El otro no es rostro que interpela: es obstáculo que se supera. Incluso en Alasdair MacIntyre, cuya crítica al liberalismo ético lo lleva a proponer una vuelta a las virtudes en comunidades narrativas, se percibe una cierta limitación: la ética se convierte en coherencia con una tradición, no necesariamente en participación ontológica del ser que se da. Hay lugar para la responsabilidad, pero no se articula una metafísica del amor que funde y fecunde esa práctica. En todos estos casos —y podríamos añadir a Anscombe, G.E. Moore, Philippa Foot, Bernard Williams— el acto moral es reconstruido desde la virtud, el sentimiento, el lenguaje, la comunidad o la voluntad. Pero lo que faltó en cada uno fue el reconocimiento de que el bien moral sólo puede brotar de una ontología del don, de una afirmación explícita de que la acción justa participa del ser que se ofrece gratuitamente.

La propuesta de Adela Cortina en Ética mínima merece ser incluida en esta revisión crítica, pues representa uno de los esfuerzos contemporáneos más serios por ofrecer una ética racionalmente compartida en sociedades plurales. Cortina no apela al máximo moral ni al perfeccionismo ético, sino a mínimos irrenunciables que garanticen la convivencia y el respeto mutuo. Desde una perspectiva cívica y dialógica, propone principios éticos que puedan ser aceptados independientemente de creencias particulares, buscando una ética laica que se sostenga en la razón pública. Sin embargo, desde la perspectiva del Ontorrealismo y la teoética del don, esta visión —aunque útil en la administración de lo político— resulta insuficiente en lo ontológico. La ética mínima parte de un consenso racional, no de una ontología del amor. El bien, en esta visión, se justifica por necesidad democrática o funcionalidad social, no como participación en el ser que se dona gratuitamente.

Cortina hace del diálogo ético su fundamento, pero el diálogo, si no está animado por una lógica de donación que lo precede, se convierte en intercambio, no en comunión. Lo ético se delimita por lo aceptable y lo no excluyente, pero no por la plenitud ontológica del ser que llama a amar más allá del consenso. El otro, desde esta ética, debe ser respetado; pero desde la teoética del don, debe ser acogido como manifestación del Amor que funda el universo. Así, aunque Ética mínima ofrece herramientas valiosas para el tejido democrático, su horizonte queda empobrecido si no se reconoce que el ser humano no sólo debe convivir: está llamado a donarse. La acción ética no consiste únicamente en no dañar, sino en reflejar la gratuidad radical que hace posible nuestra existencia.

Polemizamos, entonces, para redirigir el pensamiento: no basta con saber qué es lo bueno, hay que saber desde dónde viene. Y si el bien no viene del amor, no puede sostenerse. Por eso, la teoética no es una propuesta alternativa: es el centro recobrado, el punto de origen que la filosofía moral olvidó y que hoy necesita urgentemente redescubrir.

La cuestión del amor, cuando se lo piensa desde la ontología del don, exige una mirada que vaya más allá de las construcciones sociales, de los reclamos identitarios o de las reivindicaciones afectivas. El amor, en su raíz metafísica, no es simplemente deseo, ni expresión espontánea de subjetividades, ni emoción validada por la cultura: es acto de entrega originario, llamado a la comunión entre lo distinto, estructurado por la diferencia que fecunda, no por la semejanza que se pliega sobre sí misma.

Desde esta perspectiva, resulta necesario polemizar con algunas corrientes del feminismo contemporáneo que —en su defensa del amor homosexual como plenitud afectiva legítima— terminan por distorsionar el concepto mismo del amor y del don. Pensadoras como Judith Butler, Monique Wittig o Adriana Cavarero, por mencionar algunas figuras relevantes, han sostenido que el deseo no debe estar normado por estructuras ontológicas, sino por narrativas que cada sujeto configura desde su vivencia. Esta afirmación es nihilista, aunque parte de un legítimo reclamo de libertad, desvincula el amor de su lógica donativa, y lo convierte en gesto subjetivo, identidad narrativa o transgresión política.

El problema no está en el afecto vivido entre semejantes, sino en la negación de toda estructura trascendente del amor, en la afirmación de que la entrega puede realizarse en la clausura de lo igual. El don exige alteridad fecunda, diferencia ontológica, apertura hacia lo que no soy. Cuando el amor se interpreta como deseo que se justifica por sí mismo, sin apertura al Misterio que lo constituye, se rompe la lógica metafísica del ser que se da para engendrar lo nuevo.

Desde el Ontorrealismo, el amor homosexual entendido como plenitud ontológica no puede sostenerse porque el don exige una diferencia estructural que refleje la dinámica del ser, no una igualdad afectiva que se cierra en el espejo de lo idéntico. No se trata de condena ni de moralismo: se trata de afirmar que el amor verdadero no se mide por intensidad emocional, sino por su capacidad de reflejar la gratuidad trascendente del ser que llama a comunión.

En mi libro Contra el Género llevé a cabo una labor crítica que consistió en desvelar los fundamentos filosóficos más profundos de la ideología de género, mostrando que esta se apoya en una estructura antiesencialista, que niega la existencia de una naturaleza dada; en una postura antimetafísica, que descarta toda referencia trascendente al ser; y en una lógica constructivista, que afirma que la identidad —incluida la sexual— no se recibe, sino que se produce socialmente, culturalmente, incluso arbitrariamente. Puse al descubierto cómo esta ideología socava cualquier idea de sentido ontológico del cuerpo, del límite, de la diferencia inscrita en lo real. Sin embargo, en aquel análisis faltó un punto crucial que ahora emerge con toda su fuerza: la conexión con la metafísica del don y la ontología relacional. No basta con desmontar los errores conceptuales del género; era necesario mostrar que su problema más radical es el quiebre del vínculo originario entre el ser y el amor que lo constituye. El cuerpo, la identidad, la diferencia sexual, no son superficies interpretables: son gestos del don, huellas visibles de una estructura relacional que llama al ser humano a la comunión, no al repliegue.

Al omitir en aquel momento la articulación con el don como fundamento ontológico, dejé sin explorar una dimensión clave: la ideología de género no solo redefine el sujeto, sino que niega la vocación amorosa inscrita en la diferencia ontológica, y con ello impide que la identidad se viva como acogida, como participación, como respuesta al ser que se entrega. La ontología relacional, en cambio, afirma que ser hombre o mujer no es imposición social ni elección arbitraria, sino manifestación del amor que llama a la entrega mutua desde la diferencia fecunda.

Esta omisión se convierte ahora en tarea pendiente que esta obra busca reparar: integrar la crítica al género en una visión positiva, afirmativa, luminosa, donde el ser es don, y la diferencia no es obstáculo, sino posibilidad de comunión verdadera. Porque solo desde el amor ontológico puede surgir una antropología que no divida, sino que reconcilie lo humano con el misterio que lo funda. Por eso polemizamos. Porque en el intento de liberar el amor de todo principio ontológico, muchas filósofas contemporáneas han terminado por encerrarlo en el discurso del deseo, y con ello han perdido de vista su vocación más alta: ser reflejo del acto creador que nos ha llamado a amar desde la diferencia, no desde la repetición.

 

5.2 El bien como participación, no imposición

 

La modernidad ha tendido a pensar el bien como norma impuesta, como estándar exterior al sujeto, o como convención funcional al orden social. Esta visión reduce lo ético a cumplimiento, a contrato, a obediencia. Pero si el ser es amor que se da, el bien no puede ser exigido: debe ser participado.

Participar del bien significa entrar en la lógica del don. No se trata de adquirir virtudes como atributos personales, sino de dejarse transformar por el amor que origina todo lo real. El bien no es propiedad, ni mérito, ni ventaja: es comunión con la plenitud que nos precede. Hacer el bien, entonces, es responder al ser, no responder al sistema. No hay bien sin trascendencia. Toda ética que prescinde de lo eterno termina por vaciar el acto moral de sentido profundo. Sólo cuando el bien se reconoce como participación en la bondad originaria de Dios, se vuelve fecundo, duradero, verdadero. Esta bondad no aplasta, no domina, no obliga: llama, invita, se ofrece. Por eso, el bien nunca será simple obediencia. Es respuesta amorosa al llamado del ser. Y esa respuesta, cuando se encarna en nuestras decisiones, revela que hemos comprendido que la vida no es posesión, sino don. Amar bien, servir bien, vivir bien: todo eso es participar del ser que nos ha sido dado para ser compartido. La aceptación del bien sin trascendencia —es decir, desvinculado de toda referencia ontológica estable o de un fundamento absoluto— ha sido uno de los signos más inquietantes del pensamiento moderno, y sus consecuencias se han proyectado más allá de la filosofía hasta marcar la historia con heridas irreparables. Al desligar el bien de su origen trascendente, se ha abierto paso una ética de la conveniencia, del interés, del cálculo, donde lo justo deja de ser participación en la plenitud del ser para convertirse en producto de la voluntad autónoma o del poder dominante. Esta mutación coincide con el imperio del principio de inmanencia, que encierra toda interpretación del mundo dentro del sujeto, negando cualquier fuente exterior, cualquier realidad que exceda lo humano.

Al instaurarse este principio, el horizonte metafísico del amor y de la donación se difumina. Ya no hay Dios que llama, ni misterio que fecunda: solo voluntad humana que decide lo que debe ser. Y cuando el bien se convierte en voluntad, se abre el camino a su deformación más peligrosa: la voluntad de poder, exaltada por filosofías como la nietzscheana, que transformaron el deseo humano en fuerza creadora sin límite, sin vínculo, sin comunión. El bien ya no se acoge, se impone; ya no se contempla, se domina. Este giro filosófico no quedó en el papel. Coincidió dramáticamente con los grandes totalitarismos del siglo XX —el nazismo, el comunismo estalinista, el fascismo— que llevaron a su extremo la lógica del poder sin trascendencia. El bien, para ellos, se definía desde el Estado, la raza, la ideología. Todo aquello que se resistía era eliminado en nombre de una racionalidad política, de una “purificación”, o de un destino colectivo fabricado. Las dos guerras mundiales, la Shoá, la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima y Nagasaki, no fueron simplemente catástrofes militares: fueron el resultado de una ética sin amor, sin fuente trascendente, donde la técnica se desligó del alma y donde el poder se emancipó de la comunión. La crisis de caridad en el mundo contemporáneo, el auge del nihilismo afectivo, y el peligro creciente de un Armagedón nuclear, no son hechos aislados: son síntomas de una civilización que ha desarraigado el bien de su fundamento ontológico, reemplazándolo por la utilidad, la eficiencia, la voluntad soberana. Sin un ser que se da, el bien se distorsiona y la acción se vuelve potencialmente destructiva.

Por eso, recuperar la trascendencia del bien —su inscripción en el amor que constituye el ser— no es un gesto piadoso ni una nostalgia metafísica: es una exigencia civilizatoria urgente, un llamado a reencontrar el principio que puede salvarnos del abismo que hemos fabricado. Porque sin amor ontológico, sin don originario, la historia se vuelve cálculo, y el mundo, campo de ruinas. Lo que está ocurriendo en Gaza —según informes de la ONU, la Corte Internacional de Justicia y múltiples organizaciones humanitarias— cumple los criterios jurídicos y éticos del genocidio: más de 58.000 muertos, la mayoría civiles, mujeres y niños; destrucción sistemática de hospitales, escuelas, universidades, mezquitas, iglesias, bibliotecas; desplazamiento forzado de millones de personas; bloqueo de alimentos, agua y medicinas; y declaraciones oficiales que expresan una intención explícita de hacer inhabitable la Franja. Este genocidio, perpetrado por el Estado de Israel bajo el amparo de potencias unipolares, no es sólo una tragedia política o humanitaria: es la manifestación más cruda de una civilización que ha desvinculado el bien de la trascendencia, que ha sustituido el amor por la estrategia, la comunión por el cálculo, la justicia por la propaganda. El pueblo palestino, víctima de una limpieza étnica prolongada, se convierte en símbolo del abandono del don como principio civilizatorio.

Lo irónico —y profundamente doloroso— es que este crimen se comete en nombre de la memoria de la Shoá, como si el sufrimiento histórico del pueblo judío pudiera justificar la repetición de la barbarie. Pero la Shoá no legitima el genocidio, lo denuncia. Y el uso político de esa memoria para encubrir crímenes actuales representa una traición ontológica al amor que esa memoria exige. Por eso, el genocidio palestino debe ser incluido como caso emblemático del colapso de la caridad ontológica en el mundo contemporáneo. No es un conflicto más: es el espejo donde se revela hasta qué punto la modernidad ha roto el vínculo con el ser que se da, y ha convertido la técnica, la política y el discurso en instrumentos de destrucción.

La Segunda Parte de esta obra ha trazado con vigor filosófico la recuperación del ser como don, desmontando las reducciones fenomenológicas, constructivistas y posmodernas que han vaciado el pensamiento de su vocación ontológica. Frente a quienes han interpretado el don como paradoja, gesto subjetivo o construcción lingüística, aquí se ha afirmado que el ser no se interpreta, se acoge; que no se produce, se recibe; y que sólo desde la gratuidad fundante que lo constituye puede pensarse una ética, una cultura y una civilización verdaderas. La teoética ha revelado que la acción moral no nace de la norma ni del cálculo, sino del amor que estructura el ser; y la crítica a Kant, Rawls, Bentham, Mill, Habermas, Cortina y otras corrientes éticas ha mostrado que, sin trascendencia, el bien se convierte en función o consenso, pero no en comunión. La Segunda Parte ha hecho visible que el olvido de la ontología relacional ha conducido a la fragmentación del mundo, a la erosión de la caridad y a la posibilidad concreta del Armagedón; por ello, este pensamiento del don se presenta no como sistema, sino como reconciliación ontológica que puede devolverle al mundo su alma.

Quizá lo decimos tarde, cuando el mundo ya carga sobre sus hombros demasiadas ruinas, cuando la esperanza ha sido convertida en consigna de mercado, y cuando el amor —el verdadero, el que da ser— ha sido expulsado de las plazas, de las escuelas, de los templos, de los corazones. Pero más vale decirlo ahora que callarlo para siempre: solo una reconciliación ontológica puede devolverle al mundo su alma. Solo cuando el ser humano redescubra que no está hecho para dominar, ni para consumir, ni para interpretar sin fin, sino para acoger el don de lo que es, comenzará a sanar el abismo que ha ido cavando con su orgullo técnico y su soberbia moral. Demasiadas veces hemos pactado con el vacío. Hemos organizado sistemas, firmado tratados, construido metrópolis luminosas y discursos sofisticados… pero todo sin una raíz que nos sostenga. Nos hemos vuelto expertos en protocolos y olvidadizos del misterio. Y ahora, cuando el odio se globaliza, cuando el genocidio se transmite en vivo, cuando las bombas tienen mejor señal que las voces del corazón, queda claro que ninguna ética útil, ninguna justicia parcial, ninguna racionalidad estratégica bastará. Lo único que puede detener este colapso es un retorno humilde y radical al ser como amor recibido. Porque el alma del mundo no se encuentra en los algoritmos, ni en las estadísticas, ni en los manuales de convivencia. Su alma está en ese acto silencioso que lo dio todo sin pedir nada. Y mientras el pensamiento no vuelva a inclinarse ante ese don, seguiremos acumulando cuerpos, estrategias y heridas. Por eso, aunque parezca tardío, aunque suene inútil entre el estruendo de las armas, debemos decirlo con toda la fuerza: sin reconciliación ontológica, el mundo se quedará sin alma. Y sin alma, no hay porvenir, ni verdad, ni belleza. Solo la sombra interminable del poder sin rostro.

Lo que hoy vivimos no llegó por sorpresa: fue previsto con lúcida desesperación en obras como 1984, Fahrenheit 451 y Rebelión en la granja. Allí, desde distintos ángulos, se anticipó el colapso de la verdad, la manipulación del lenguaje, la vigilancia totalitaria, la conversión del deseo humano en herramienta del poder, y la destrucción sistemática del pensamiento libre. Orwell, Bradbury y Orwell de nuevo supieron leer no sólo las derivas políticas, sino los síntomas más profundos del alma perdida de la civilización. Sus relatos no son profecías literarias, sino diagnósticos ontológicos: el mundo sin trascendencia, sin comunión, sin don, se encamina irremediablemente hacia la brutalidad organizada. Y aunque entonces era ficción, hoy se parece demasiado al noticiero. Porque lo que se denuncia allí —la abolición de la interioridad, la reducción del ser a utilidad, la traición a la diferencia fecunda— es precisamente lo que este pensamiento del don busca revertir: no con nostalgia, sino con la firme convicción de que aún se puede restaurar el vínculo con lo eterno, aún se puede devolverle al mundo su alma antes de que las máquinas, los discursos y las guerras lo devoren por completo.

Es imposible no estremecerse ante la extraña coincidencia entre lo que hoy vemos y lo que fue descrito —con símbolos ardientes, visiones inagotables y silencios apocalípticos— en el último libro de la Escritura. En las ruinas de las ciudades, en la sangre de los inocentes que clama desde los escombros, en las bestias ideológicas que devoran sin rostro, y en las falsas promesas que seducen desde lo alto, parece que las páginas del Apocalipsis no están ya en el pasado ni en un futuro lejano, sino palpitando en el presente. Los jinetes no cabalgan en parábolas, cabalgan en convoyes militares, en algoritmos que vigilan, en bombardeos transmitidos en directo, en discursos fríos que justifican la muerte. La confusión del lenguaje, el comercio de cuerpos, el trono de la Bestia sostenido por los aplausos del consenso y el fuego que cae del cielo… todo resuena como si el velo de la profecía se hubiese abierto, no para espantar, sino para advertir que, sin conversión ontológica, sin retorno al amor que funda el ser, no hay salvación, sólo ruina. Incluso en medio de esta sombra, hay un susurro que permanece: el Cordero no ha huido, la Luz no ha sido vencida, y la gratuidad sigue llamando en lo más hondo, como un río secreto que quiere resurgir.

La dimensión escatológica del don revela que la gratuidad no es sólo origen, sino también destino. El don no inaugura el ser para luego dejarlo librado a su suerte, sino que lo sostiene y lo guía hacia su plenitud, como si todo lo creado llevara impreso un impulso de regreso al corazón que lo engendró. En esta perspectiva, la historia no es simplemente evolución ni progreso, sino travesía amorosa que busca consumarse en comunión definitiva, donde lo dado será plenamente acogido, y lo fragmentado será restituido en totalidad. El don escatológico es promesa cumplida: el ser no muere en el absurdo, no naufraga en la técnica ni se disuelve en el poder, sino que se transfigura en gloria, en comunión última, en rostro revelado. La muerte ya no es clausura, sino umbral; la justicia no es distribución, sino participación eterna; y el amor, que dio origen al ser, se convertirá en el espacio absoluto donde todo será plenamente recibido. Así, pensar el don escatológicamente es afirmar que la gratuidad no se agota en el tiempo: se consuma en la eternidad. Y allí, el alma del mundo encontrará descanso no porque haya cesado la lucha, sino porque el ser habrá sido completamente amado y acogido en el Misterio que lo llama desde siempre.

 

Tercera Parte: El Don y la Configuración Civilizatoria

 

 

 

Con esta Tercera Parte se abre el horizonte civilizatorio del pensamiento ontológico del don. Ya no se trata sólo de fundamentar filosóficamente la gratuidad como estructura del ser, ni de desplegar su dimensión ética como respuesta amorosa; ahora es preciso proyectarla sobre las instituciones, las prácticas, los lenguajes y las tecnologías que configuran el mundo humano. Esta sección no es complemento: es consecuencia. Porque si el ser se da, entonces la cultura debe acogerlo, y si el amor funda, entonces la civilización debe reflejarlo.

 

 

Capítulo 6: Cultura de la gratuidad vs. funcionalismo

 

La cultura contemporánea, marcada por el utilitarismo tecnocrático, ha convertido la vida en función, el arte en mercancía, la familia en contrato y la política en estrategia. Todo se mide, se optimiza, se gestiona: pero en ese proceso, el alma se desvanece. El funcionalismo no es sólo un modelo productivo; es una lógica existencial que excluye la gratuidad. Frente a ello, este capítulo propone una cultura de la gratuidad, donde el arte no se justifica por su rendimiento, sino por su capacidad de contemplar lo invisible; donde la familia no nace del cálculo, sino del don mutuo; donde la política no se define por cuotas de poder, sino como vocación de servicio que refleja el ser que se entrega. Es urgente restaurar espacios donde el don pueda respirarse: porque sin ellos, la civilización se vuelve mecánica y la comunidad, estadística.

 

6.1 Crítica al utilitarismo tecnocrático

 

La cultura contemporánea ha sido colonizada por una lógica utilitarista que ha convertido la acción humana en mecanismo funcional, el pensamiento en cálculo, y la vida en operación técnica. El utilitarismo tecnocrático no se limita a buscar el máximo bienestar: reconfigura el sentido del bien como aquello que funciona, como lo que produce resultados medibles, rentables, cuantificables. Bajo esta visión, lo ético se reduce a eficiencia y lo verdadero se mide por utilidad. Ya no se piensa desde el ser que se da, sino desde el sistema que exige.

Esta reducción no sólo empobrece el alma humana, desfigura su vocación profunda hacia la gratuidad. El ser deja de vivirse como don, y pasa a gestionarse como recurso. El afecto se administra, el tiempo se programa, la conciencia se convierte en interfaz. La tecnocracia no es sólo modelo político: es cosmovisión deshumanizante que expulsa el misterio y la comunión del centro de lo real. Todo se hace para algo, pero ya nada se hace por amor.

Frente a esta deriva, se alza la necesidad de una crítica ontológica del utilitarismo, que no se limite a denunciar su ineficacia moral, sino que recupere el vínculo perdido entre la acción y el ser. El mundo no necesita más rendimiento: necesita volver a ser espacio de acogida, no de administración. Sólo allí donde lo útil deja de ser lo primero, puede renacer la gratuidad como medida de lo humano.

El imperio del funcionalismo —esa lógica que reduce toda realidad a su utilidad, toda acción a su rendimiento, y todo vínculo a su operatividad— ha ido gestando en silencio una de las enfermedades más profundas de nuestra época: la cultura nihilista. Cuando lo humano se valora solo en función de lo que produce, cuando lo verdadero se mide por eficacia, y lo bello se subordina al algoritmo, el sentido se erosiona lentamente hasta desaparecer. El funcionalismo promete control y claridad, pero deja vacío el corazón: porque donde no hay gratuidad, tampoco hay propósito. Todo se vuelve instrumento, y el ser —convertido en herramienta— olvida que fue llamado a florecer, no solo a operar.

La cultura nihilista no surge por una rebelión dramática, sino como consecuencia lógica: el alma no sobrevive cuando se le exige sólo funcionar. Ya no hay misterio, ni vocación, ni trascendencia; hay actividad sin interioridad, movimiento sin dirección. El joven que vive para adaptarse al sistema, el artista que crea para vender, el político que gobierna para mantenerse… todos viven bajo el mandato funcional que excluye la pregunta por el “por qué” y solo admite el “para qué”. El resultado es una civilización que conserva la forma, pero ha perdido la llama. Así, la correspondencia entre el imperio del funcionalismo y el nihilismo cultural no es accidental: es estructural. Porque donde el don es expulsado, lo que queda es supervivencia sin sentido. Y esa supervivencia —brillante, tecnológica, veloz— se convierte en espectáculo de una existencia que ya no sabe para qué existe.

La vida funcionalista no sólo ha vaciado de sentido la existencia cotidiana, sino que ha infiltrado sus lógicas en los espacios donde antes se cultivaba el alma: la escuela y la universidad. Lo que nació como casa del saber, como lugar de formación integral del ser humano, ha sido lentamente convertido en fábrica de competencias, en taller de productividad, en maquila de empleabilidad. Ya no se enseña para despertar la conciencia, sino para adaptar al sujeto a un sistema que no lo necesita libre, sino útil.

La escolaridad ha perdido su vocación de acompañar al niño hacia el misterio del mundo; ahora lo entrena en técnicas, lo somete a pruebas, lo clasifica según su capacidad de rendir. La universidad, que debería ser el santuario de la pregunta, se ha vuelto empresa que vende títulos y produce perfiles profesionales listos para ensamblarse en el engranaje económico. El pensamiento ya no se cultiva: se automatiza. La creatividad no se celebra: se pauta. Y el alma, en vez de ser acogida, es moldeada para encajar en sistemas que no la reconocen. En ambos casos, el nihilismo ha impuesto sus reglas. El estudiante no busca la verdad, sino la certificación. El profesor no acompaña procesos vitales, sino cumple indicadores. Las materias no abren horizontes: entrenan funciones. Y así, de modo imperceptible pero devastador, la escuela y la universidad han dejado de formar seres humanos para producir tornillos que el sistema puede atornillar donde convenga.

Por eso, recuperar una educación desde la ontología del don no es utopía, es urgencia. Hace falta reencantar el aula, devolverle el alma al currículo, permitir que el saber vuelva a ser encuentro con lo real, no entrenamiento para lo útil. Solo así podrá volver a brotar una cultura donde aprender signifique crecer en comunión con el misterio que nos llama a ser. En mi obra La Universidad Nihilista, expuse con firmeza cómo el saber académico ha sido sometido a una lógica funcionalista que lo despoja de su dimensión contemplativa, lo convierte en mercancía curricular y lo subordina a los imperativos del mercado y la técnica. Denuncié cómo la universidad ha dejado de ser santuario de búsqueda del sentido para convertirse en un aparato de certificación, donde el conocimiento se mide por rendimiento y el estudiante se moldea como pieza útil para un sistema sin alma. Sin embargo, lo que en aquel libro aún no había articulado con suficiente hondura es que esta deriva funcionalista no es sólo una crisis pedagógica o institucional: es el síntoma de una ausencia ontológica más profunda, una ruptura con la lógica relacional del ser y con la metafísica del don que constituye nuestra vocación humana.

El vacío existencial que impera en la educación superior no puede ser comprendido sin reconocer que el saber ha sido desconectado de la gratuidad originaria, de aquel amor fundante que llamaba al pensamiento como respuesta, como acogida, no como producción. La universidad funcionalista no niega el contenido; niega la relación. Ya no hay maestro que dona sabiduría, ni discípulo que la recibe como acto de comunión; hay transmisiones de datos, objetivos estratégicos y competencias estandarizadas. Y esa ruptura con la ontología relacional, con el vínculo amoroso que sustenta el acto educativo, revela que la universidad ha extraviado su alma porque ha extraviado su fundamento metafísico: el don como estructura del ser y del conocimiento.

Es aquí, en este nuevo desarrollo, donde la crítica académica se convierte en propuesta ontológica: la restauración de la universidad sólo será posible si se recupera el saber como un don, como participación en la verdad que nos precede y nos llama a ser mejores no por eficiencia, sino por comunión. Y sólo desde allí puede pensarse un renacimiento educativo que forme no tornillos para el sistema, sino almas capaces de abrazar el misterio y reflejarlo en sus vidas.

China, hoy mirada como paradigma de prosperidad y justicia por haber logrado lo que ninguna potencia ha conseguido en tan poco tiempo —sacar a más de 800 millones de personas de la pobreza y elevarlas a la clase media— parece encarnar una síntesis inédita: una economía capitalista con gestión comunista, un Estado fuerte con políticas redistributivas, un modelo técnico que funciona. Y, sin embargo, en medio de esos éxitos, surge la pregunta incómoda y radical: ¿puede esta prosperidad traducirse en auténtica rehumanización? ¿Puede el orden alcanzado desde la eficiencia asegurar el despertar del alma humana?

Porque si bien la pobreza se reduce, si bien las cifras impresionan, el ser humano sigue atado a los mismos dispositivos de despersonalización: el dinero como medida universal del valor, la técnica como eje organizador de la vida, la productividad como criterio de existencia. El problema no está en el éxito, sino en lo que ese éxito omite. Si la justicia se define por redistribuir sin cuestionar el modelo que produce desigualdad ontológica, la humanidad permanece cautiva, aunque sus estadísticas mejoren.

Por eso, configurar una civilización desde la metafísica del don exige transformaciones más hondas, más que políticas públicas eficaces o modelos híbridos de mercado. Requiere un giro interior del pensamiento, una cultura que reconozca que el ser humano no sólo necesita vivir mejor: necesita volver a ser donado, acogido, llamado a la comunión. De lo contrario, incluso la prosperidad más impresionante puede convertirse en sofisticación del exilio, en bienestar sin sentido, en triunfo sin alma.

6.2 El arte, la familia y la política como espacios donacionales

 

En medio del colapso funcionalista que ha convertido la cultura en sistema, el pensamiento en cálculo y la vida en maquinaria operativa, aún subsisten espacios donde el don resiste, donde la existencia no se reduce a utilidad, y donde el ser puede revelarse como gratuidad: el arte, la familia y la política. Estos tres ámbitos, lejos de ser accesorios, constituyen territorios ontológicos donde lo humano tiene la posibilidad de redescubrirse como vocación amorosa, como acto de comunión, como reflejo de lo eterno.

El arte verdadero, no subordinado al mercado ni domesticado por la propaganda, es manifestación sensible del ser que se entrega sin exigir. No sirve para nada en términos operativos, y por eso lo dice todo. Una pintura que conmueve, una sinfonía que sacude la memoria, una palabra que despierta lo indecible, no responden a demandas funcionales: son gestos del don que resiste a la colonización técnica, ventanas abiertas a la gratuidad del misterio. El artista auténtico no produce: ofrece. Y en ese ofrecimiento, la belleza se convierte en signo del amor originario que funda el mundo.

La familia, cuando se vive no como contrato ni núcleo económico, sino como espacio de comunión y cuidado, es revelación encarnada del don. El padre no reclama, el hijo no exige, la madre no contabiliza: todos se acogen mutuamente en el umbral de una gratuidad que los precede. La familia no es solo estructura social: es templo íntimo donde se aprende que el otro no es instrumento, sino rostro amado. No hay mejor escuela de ontología relacional que el hogar donde se sirve sin cálculo, se perdona sin condiciones y se ama sin utilidad.

Y la política, tantas veces profanada por la lógica del poder y convertida en espectáculo o maquinaria, puede volver a ser arte del don comunitario, si se reconecta con su raíz originaria: la vocación de cuidar la casa común. Gobernar no debería ser administrar intereses, sino actuar como si el bien del otro fuera también el propio, como si la justicia no fuera equilibrio, sino participación. Una política fundada en el don no busca ganadores, busca reconciliación. Y en ese gesto, se convierte en acontecimiento ontológico, donde el ser compartido genera plenitud histórica.

Así, estos espacios —el arte, la familia y la política— pueden ser lugares de revelación si son habitados desde la gratuidad. En ellos, lo humano respira, se reencuentra, se transfigura. Pero si se subordinan a la utilidad, pierden su alma. De allí que configurar una civilización del don no es una fantasía poética: es la única vía posible para restaurar lo humano en su plenitud.

No obstante, el arte, la familia y la política —que deberían ser refugios del don y gestos vivos de comunión— no han escapado al asedio de la cultura desintegradora del nihilismo. Poco a poco, el veneno del vacío ha penetrado sus estructuras, infectando su vocación originaria con lógicas de poder, conveniencia y vulgaridad. Por ello, en lugar de belleza, el arte a menudo sirve como pantalla de propaganda o como objeto de consumo; la familia, en vez de santuario del amor gratuito, se fragmenta bajo tensiones materiales o ideológicas; la política, que nació para cuidar el bien común, se prostituye en negociaciones estériles donde el interés sustituye la verdad. En este paisaje herido, pululan las bandas criminales juveniles como síntoma de abandono identitario, la vida cotidiana se vulgariza hasta hacerse espectáculo banal, los hogares se desmembran por falta de sentido compartido, y la sociedad se gangsteriza bajo el dominio de grupos que reproducen la lógica del más fuerte. El lenguaje, también herido, se torna prosaico, utilitario, incapaz de nombrar el misterio; las metas reemplazan a los ideales como si el alma pudiera sobrevivir sólo por objetivos; y el dinero, el placer y el poder se entronizan como nuevos ídolos, reclamando obediencia sin ofrecer sentido. Esta es la civilización que ha olvidado el don —una civilización donde se vive sin comunión, se ama sin entrega, y se sobrevive sin alma. Y precisamente por eso, urge restaurar los espacios donacionales como actos de resistencia ontológica, como semillas capaces de devolver al mundo su vocación más profunda: ser lugar del amor gratuito.

La crítica al nihilismo contemporáneo —y su infiltración en el arte, la familia y la política— exige confrontar directamente a los pensadores que han intentado justificar, estetizar o normalizar esta decadencia ontológica. No se trata de descalificar, sino de desenmascarar las insuficiencias filosóficas que han contribuido a la deshumanización del mundo. Autores como Nietzsche y Agamben, por ejemplo, han ofrecido diagnósticos lúcidos sobre el vacío moderno, pero desde perspectivas que, lejos de sanar, profundizan la herida. Nietzsche, al proclamar la “muerte de Dios” y exaltar la “voluntad de poder”, no sólo desmantela la trascendencia, sino que convierte el arte, la moral y la política en expresiones de fuerza, no de comunión. Su crítica al ideal ascético —aunque certera en algunos aspectos— termina por desvincular el sentido del ser de toda lógica donacional, y propone un superhombre que se afirma sin necesidad del otro. Agamben, por su parte, al denunciar el “Estado espectacular” y la sociedad del consumo, acierta en señalar la vacuidad contemporánea, pero su propuesta se queda en la crítica estructural. El hombre sin contenido que describe es víctima de una maquinaria simbólica que lo reduce a mercancía, pero no ofrece una ontología del amor que lo restituya. Su lectura del arte como canal de resistencia es potente, pero sin una metafísica del don, el arte se convierte en gesto estético sin alma. Jacques Rancière, al pensar lo político en el arte, propone una emancipación sensible que rompe con el orden dominante. Sin embargo, su enfoque postfundacional elimina toda referencia trascendente, y convierte la política en redistribución de lo visible, no en acogida del ser. El arte, para él, puede ser subversivo, pero no necesariamente revelador del don que funda la existencia. Incluso pensadores como Schopenhauer y Mainländer, que canalizan el nihilismo a través del arte, lo hacen desde un pesimismo radical que no reconoce la gratuidad como principio ontológico, sino como escape estético ante la voluntad de vivir o morir. El arte, en sus visiones, no redime: alivia, pero no transforma.

La crítica al nihilismo y al colapso de los espacios donacionales no puede eludir el diálogo —y la confrontación respetuosa— con pensadores como Wilhelm Reich, Erich Fromm, Zygmunt Bauman y Byung-Chul Han, cuyas obras han influido profundamente en la comprensión de la cultura contemporánea, pero que también presentan límites ontológicos que deben ser señalados desde la perspectiva del don.

Wilhelm Reich, al vincular la represión sexual con el autoritarismo político, propuso una liberación pulsional como vía de emancipación. Sin embargo, su enfoque reduce el amor a energía biológica, y la libertad a desinhibición instintiva. Desde la metafísica del don, esto resulta insuficiente: el amor no es descarga, sino comunión, y la libertad no es espontaneidad, sino respuesta al ser que llama. Erich Fromm, más profundo y humanista, denunció la deshumanización del capitalismo y propuso una ética del amor como arte. Su crítica al tener frente al ser es luminosa, pero su antropología sigue siendo demasiado psicológica, sin una ontología relacional que funde el amor en la estructura del ser. El amor, para Fromm, es elección madura; para el pensamiento del don, es vocación ontológica que precede toda elección. Zygmunt Bauman, con su noción de modernidad líquida, diagnosticó con agudeza la fragilidad de los vínculos, la volatilidad del deseo y la mercantilización del afecto. Pero su propuesta se queda en la crítica sociológica: no ofrece una metafísica que restituya el sentido del vínculo. La liquidez no se combate con solidez funcional, sino con gratuidad ontológica que permita la permanencia del amor. Byung-Chul Han, por su parte, ha descrito con precisión el agotamiento del sujeto en la era del rendimiento, la desaparición del otro en la hipertransparencia, y la erosión de la negatividad que permite el encuentro. Su estilo poético y filosófico es valioso, pero su visión melancólica carece de una afirmación ontológica del don. El sujeto del rendimiento no se sana con contemplación estética, sino con reconciliación ontológica que lo devuelva al ser como acogida.

En todos estos autores hay intuiciones poderosas, pero también ausencias fundantes. La cultura nihilista no se supera con crítica ni con introspección, sino con una metafísica del amor que restituya el alma del mundo. Y eso exige ir más allá de la psicología, la sociología o la estética: exige pensar el ser como don, y la vida como comunión. Frente a todos ellos, la teoética del don propone una revolución ontológica: no basta con criticar el vacío, hay que reconstruir el vínculo con el ser que se da. El arte debe volver a ser epifanía, la familia comunión, la política vocación. Y eso sólo es posible si se reconoce que la gratuidad no es debilidad, sino fundamento.

Hemos desplegado con profundidad filosófica una denuncia lúcida del imperio del funcionalismo y su capacidad corrosiva sobre los espacios esenciales de la cultura. La vida contemporánea, sometida al cálculo y la eficiencia, ha extraviado su vínculo con el ser como don, convirtiendo el saber, el arte, la familia y la política en engranajes de una maquinaria sin alma. Esta crítica se apoya no sólo en el diagnóstico ético, sino en una ontología relacional que permite ver cómo el utilitarismo tecnocrático ha instaurado una cultura nihilista donde la interioridad se diluye, las metas reemplazan los ideales, y el dinero, el placer y el poder se entronizan como ídolos. Frente a esta deshumanización progresiva, se ha reivindicado el arte como manifestación sensible del misterio gratuito, la familia como templo doméstico del amor recibido, y la política como cuidado del bien común desde la lógica del servicio. Pero esta defensa no es ingenua: reconoce que incluso estos espacios se encuentran bajo asedio, degradados por la vulgarización del lenguaje, el espectáculo del crimen juvenil, la descomposición del hogar y la gansterización social.

El capítulo se eleva, así como Manifesto ontológico: afirmar que sólo desde la gratuidad originaria puede restaurarse lo humano. Los autores contemporáneos —Nietzsche, Fromm, Bauman, Han, Reich, entre otros— son confrontados no para ser anulados, sino para mostrar que sus propuestas, sin la raíz del don, no redimen, sólo describen. En ese gesto, la cultura del don se revela no como nostalgia metafísica, sino como alternativa civilizatoria, capaz de reencantar el mundo, sanar sus vínculos y devolverle su vocación de comunión.

 

Capítulo 7: El Don en la era digital

 

 

 

La revolución digital ha sido, al mismo tiempo, expansión del conocimiento y colapso de la interioridad. En medio de datos, pantallas y algoritmos, el ser humano corre el riesgo de perderse a sí mismo, reducido a perfil, consumo, reacción. Este capítulo ofrece una ontocrítica de la cibercracia, mostrando que una civilización gobernada por lo digital necesita reencontrarse con el don para evitar que la técnica devore el alma. La inteligencia artificial, en especial, plantea dilemas inéditos: ¿cómo asegurar que sus decisiones no repitan lógicas de dominación, sino que participen de una ética donacional? Aquí surge la propuesta de una teoética del don como regulación profunda, que no se limite a estándares técnicos, sino que centre el desarrollo tecnológico en la dignidad del ser que se ofrece. La gratuidad debe ser principio rector de la innovación, no residuo romántico.

 

7.1 Ontocrítica de la cibercracia

 

La cibercracia —el régimen invisible pero omnipresente del poder digital— ha transformado radicalmente la experiencia humana, no sólo en sus prácticas, sino en su estructura ontológica. Ya no se trata simplemente de vivir con tecnología, sino de vivir a través de ella, bajo sus lógicas, sus ritmos, sus algoritmos. El sujeto contemporáneo, interconectado y vigilado, ha sido reducido a datos, a perfiles, a patrones de consumo. Su identidad se fragmenta en pantallas, su deseo se modela por interfaces, y su libertad se convierte en opción entre productos. En este nuevo orden, la interioridad se colapsa, sustituida por la exposición constante, la hipertransparencia y la compulsión a reaccionar.

La cibercracia no es neutral. Su arquitectura responde a una lógica de poder que no reconoce el don, sino la dominación, que no acoge el misterio, sino que lo traduce en código. El algoritmo no contempla: calcula. La red no escucha: rastrea. Y el lenguaje digital, por más sofisticado que sea, no tiene alma si no se vincula con la gratuidad que funda el ser. En este contexto, el ser humano corre el riesgo de convertirse en función de sistemas que no lo reconocen como vocación, sino como recurso.

La ontocrítica de la cibercracia exige ir más allá de la ética de la privacidad o la regulación de contenidos. Se trata de replantear el fundamento mismo del desarrollo tecnológico, preguntando no sólo qué puede hacer la técnica, sino qué debe preservar del ser humano. Porque si el mundo digital no se ordena desde una lógica del don, terminará por devorar la subjetividad, colonizar el deseo y anular la comunión.

La gratuidad, en este sentido, no es un adorno filosófico: es el principio que puede salvar al ser humano de convertirse en engranaje de su propia creación. Una civilización digital sin don será eficiente, pero vacía; conectada, pero sola; brillante, pero sin alma. Por eso, esta crítica no busca demonizar la tecnología, sino reorientarla hacia una ontología relacional, donde el dato no sustituya al rostro, y donde el algoritmo no eclipse el misterio.

Pensadores como Shoshana Zuboff, James Bridle, Nicholas Carr y otros han ofrecido diagnósticos penetrantes sobre el impacto de la era digital en la subjetividad humana. En The Age of Surveillance Capitalism (2019), Zuboff denuncia el surgimiento de un nuevo régimen económico que convierte la experiencia humana en materia prima para el lucro, lo que ella llama “capitalismo de vigilancia”. Su análisis es potente, pero se queda en el plano estructural: no articula una ontología relacional que permita restaurar el vínculo entre el ser y el amor que lo constituye. La defensa de la privacidad, aunque necesaria, no basta si no se reconoce que la dignidad humana no se protege sólo con derechos, sino con una metafísica del don.

James Bridle, en New Dark Age (2018) y Ways of Being (2022), explora cómo la tecnología ha oscurecido nuestra comprensión del mundo, y cómo otras formas de inteligencia —no humanas— pueden ofrecer caminos alternativos. Su mirada es estética, provocadora, incluso poética, pero carece de una afirmación ontológica del ser como comunión. La crítica a la opacidad algorítmica es valiosa, pero sin una metafísica del don, el asombro se convierte en contemplación sin redención.

Nicholas Carr, en The Shallows (2010), The Glass Cage (2014) y Superbloom (2025), ha mostrado cómo la tecnología digital está reconfigurando el cerebro humano, erosionando la atención, la memoria y la capacidad de contemplación. Su advertencia sobre el colapso cognitivo es urgente, pero su enfoque neurocientífico no alcanza a proponer una antropología relacional. El problema no es sólo que pensemos menos, sino que hemos olvidado que el pensamiento nace del amor recibido.

Todos ellos coinciden en señalar que el mundo digital está devorando la subjetividad, colonizando el deseo y anulando la comunión. Pero sus propuestas —aunque lúcidas— no alcanzan a restituir el alma del mundo, porque no parten de una ontología del don. La crítica sin fundamento ontológico corre el riesgo de convertirse en melancolía ilustrada, en resistencia sin esperanza. Denuncian el vacío, pero no lo llenan; describen la alienación, pero no ofrecen una vía de comunión. Zuboff propone regulación y derechos digitales, pero no articula una metafísica del don que restituya la dignidad desde el origen. Carr lamenta la pérdida de profundidad, pero no señala que la interioridad se construye desde la gratuidad del ser recibido, no sólo desde la práctica de la lectura. Bridle revela la estética del colapso, pero no ofrece una estética del don que reencante el mundo.

Por eso, la crítica a la cibercracia debe ir más allá de lo sociológico, lo psicológico o lo político: debe ser ontológica. Porque el problema no es sólo que el deseo sea manipulado, sino que el ser humano ha olvidado que su deseo nace del amor que lo constituye. Y sin esa memoria, toda regulación será insuficiente, toda resistencia será reactiva, y toda ética será funcional. No basta con regular: hay que reencantar. Porque sólo cuando el ser humano se reconoce como donado, puede habitar el mundo digital sin perderse en él. La propuesta aquí es clara: reconectar la era digital con la metafísica del don, para que la técnica no sea instrumento de dominación, sino espacio de comunión. Solo así podrá la subjetividad ser restaurada, el deseo liberado, y la comunión reencontrada en medio de los algoritmos.

 

7.2 Teoética del don como regulación ética de la IA

 

La inteligencia artificial se ha convertido en el nuevo eje de poder técnico, capaz de decidir, clasificar, predecir y condicionar la vida humana con una eficacia que desafía toda forma de control tradicional. Frente a este avance, diversos autores han intentado establecer marcos éticos que orienten su desarrollo. En Ética de la inteligencia artificial (Ediciones Cátedra, 2021), Mark Coeckelbergh plantea preguntas urgentes sobre la agencia moral de las máquinas, la responsabilidad algorítmica y el impacto social de la IA. Su enfoque es claro y accesible, pero se mantiene en el plano normativo, sin interrogar el fundamento ontológico del ser humano. La ética que propone regula, pero no redime.

Por su parte, Luciano Floridi, en Ética de la inteligencia artificial (Herder, Barcelona, 2024), concibe la IA como una nueva forma de agencia desvinculada de la inteligencia humana. Su propuesta ética se basa en principios consensuados por comités y organismos internacionales, lo que le otorga legitimidad institucional, pero carece de una metafísica que funde la dignidad humana en el don recibido. Floridi habla de “envolvimiento” digital, pero no ofrece una vía para restaurar la interioridad que ese envolvimiento erosiona.

En Manual de ética aplicada en inteligencia artificial (Anaya Multimedia, 2022), Mónica Villas Olmeda y Javier Camacho Ibáñez presentan una guía práctica para implementar principios éticos en proyectos de IA. Su enfoque es útil para profesionales, pero se limita a cuatro principios funcionales: responsabilidad, privacidad, equidad y explicabilidad. Aunque necesarios, estos principios no alcanzan la profundidad ontológica que exige una verdadera ética del ser.

Frente a estos modelos —normativos, técnicos, institucionales— este capítulo propone una teoética del don como regulación profunda. No se trata de aplicar protocolos, sino de reorientar la técnica desde la gratuidad originaria del ser. La IA no debe aprender a comportarse éticamente como si fuera un sujeto autónomo, sino ser diseñada desde una lógica del cuidado, del límite, de la comunión. Porque el ser humano no es dato, ni perfil, ni función: es don recibido, llamado a amar.

La teoética del don no es una ética para máquinas, sino una ética para civilizaciones. Una ética que recuerda que toda tecnología debe responder al amor que constituye la existencia. Y sólo desde esa raíz puede la técnica convertirse en espacio de comunión, no de control.

Todos estos investigadores —por más lúcidos que sean en sus diagnósticos y por más sofisticadas que sean sus propuestas éticas— no logran trascender la razón funcional ni el principio de inmanencia que gobierna la cultura contemporánea. Sus marcos normativos, por muy bien estructurados, se mantienen dentro de una lógica que piensa al ser humano como sistema operativo, como entidad que debe ser protegida, optimizada o regulada, pero no como misterio donado, como vocación relacional que exige acogida y comunión.

La razón funcional, que mide, calcula y organiza, no puede responder al daño profundo que la inteligencia artificial propina al hombre: la erosión de su interioridad, la colonización de su deseo, la sustitución de su libertad por automatismos invisibles. Y el principio de inmanencia —según el cual todo sentido debe surgir desde el sujeto sin referencia a lo trascendente— impide que la ética digital se funde en algo más que consensos, protocolos o estándares técnicos. El resultado es una ética que gestiona, pero no sana; que contiene, pero no transforma.

Por eso, aunque estos investigadores advierten sobre los riesgos, sus propuestas son inocuas frente al daño ontológico que la IA inflige. No porque les falte rigor, sino porque les falta raíz. Sin una metafísica del don, sin una teoética que reconozca que el ser humano es llamado desde fuera de sí a una comunión amorosa, toda regulación será superficial, y toda defensa será reactiva.

La inteligencia artificial no necesita sólo límites: necesita una orientación ontológica que la reconecte con el amor que funda el mundo. Y eso no puede surgir desde la razón funcional ni desde la inmanencia. Solo el don —como estructura originaria del ser— puede ofrecer una ética capaz de restituir al hombre su dignidad perdida en medio de la técnica.

Una metafísica del don basada en la racionalidad substancial —aquella que no se limita a operar, sino que contempla, acoge y participa del ser— es capaz de oponerse con firmeza al instrumentalismo y al funcionalismo que han colonizado la razón contemporánea y la han vuelto antihumana. Mientras la razón funcional reduce lo real a lo útil, lo medible y lo manipulable, la racionalidad substancial reconoce que el ser no se agota en su función, que hay una profundidad ontológica que no puede ser convertida en algoritmo ni en protocolo.

Esta racionalidad no es irracional ni mística: es más profunda que la lógica operativa, porque se funda en la gratuidad del ser que se da sin exigencias, que llama sin imponer, que convoca sin dominar. Desde esta perspectiva, el don no es un gesto ético ocasional, sino la estructura misma de lo real, y pensar desde el don implica reconocer que la verdad no se produce, se recibe; que el otro no se gestiona, se acoge; que la técnica no debe dominar, sino servir al misterio del ser humano.

Frente a la razón funcional —que ha convertido la educación en entrenamiento, la política en estrategia, el arte en mercancía y la tecnología en poder sin rostro— la racionalidad substancial propone una resistencia ontológica: no para volver al pasado, sino para reencantar el presente con la luz del amor que lo funda. Esta razón no calcula: discierne. No optimiza: cuida. No domina: comparte.

Por eso, una civilización que quiera sobrevivir al colapso nihilista y técnico debe reconstruir su pensamiento desde esta racionalidad substancial, donde el don no sea excepción, sino principio. Solo así podrá oponerse de verdad al funcionalismo antihumano, no con protocolos, sino con una nueva forma de habitar el mundo: más libre, más profunda, más humana.

Cuando publiqué Razón Funcional y Razón Substancial (2016, IIPCIAL), mi intención fue oponerme a la relativización de la verdad promovida por la modernidad, denunciando cómo la razón funcional —centrada en la utilidad, la operatividad y el rendimiento— había desplazado a la razón substancial, aquella que contempla, acoge y participa del ser. Sin embargo, en ese momento no reparé aún en la metafísica del don ni en la ontología relacional que hoy reconozco como el corazón de toda resistencia profunda. Mi crítica se centraba en la epistemología, sin alcanzar todavía la dimensión ontológica que da sentido al pensamiento.

En Ciber Deus (2024, IIPCIAL), avancé hacia una denuncia más directa del peligro de la cibercracia totalitaria, mostrando cómo el poder digital podía convertirse en una forma de dominación invisible, capaz de controlar el deseo, la conducta y la conciencia. Pero aún allí, la crítica no se fundaba en el don, sino en la defensa de la libertad frente al control técnico. Fue en Algoritmo, Ser y Dios (2025, IIPCIAL) donde comencé a trazar un análisis ontológico y teológico del dataísmo y la inteligencia artificial, reconociendo que el problema no era sólo ético o político, sino una distorsión profunda del ser. En Teoética y Dataísmo (2025, IIPCIAL), denuncié la deshumanización anética en la era digital, mostrando cómo la técnica había vaciado la ética de su vocación amorosa, pero aún sin articular plenamente la ontología relacional que hoy considero esencial.

Finalmente, en De la Cibercracia al Espíritu (2025, IIPCIAL), traté del destino del Leviatán tecnológico y de la necesidad de edificar una civilización trascendental, capaz de resistir al colapso nihilista. Pero es recién en esta obra donde veo con claridad que dicha civilización trascendental no puede fundarse sólo en la crítica ni en la defensa de la espiritualidad, sino que debe tener como base una metafísica del don y una ontología relacional, sostenidas por una racionalidad substancial que permita pensar el ser como comunión, el conocimiento como acogida, y la técnica como servicio al misterio. Aquí, por fin, se revela el núcleo: sin el don, no hay civilización; sin relación, no hay humanidad; sin racionalidad substancial, no hay pensamiento que salve. Esta obra no es sólo una síntesis: es una revelación tardía, pero necesaria.

Lo que esta obra revela, con una claridad que antes no había emergido, es que la crítica al funcionalismo, al dataísmo y a la cibercracia no basta si no se articula desde una ontología que afirme el ser como don. En mis trabajos anteriores, la denuncia fue rigurosa, la intuición espiritual intensa, y el análisis técnico preciso. Pero faltaba una arquitectura metafísica que sostuviera la resistencia, una visión del mundo que no sólo se opusiera al colapso, sino que ofreciera una alternativa ontológicamente fecunda. La racionalidad substancial que defendí desde 2016 era ya un intento de recuperar la profundidad del pensamiento, pero no había sido aún vinculada a una ontología relacional que hiciera del ser humano no sólo sujeto de conocimiento, sino ser llamado, ser acogido, ser en comunión. Lo que esta obra propone es un giro radical: no basta con pensar bien, hay que pensar desde el amor que constituye el ser. Y eso exige una metafísica del don, no como complemento ético, sino como fundamento estructural de toda civilización que aspire a ser verdaderamente humana.

Aquí se revela que la técnica no es el enemigo, sino el espejo donde se refleja nuestra ontología. Si el ser humano se piensa como función, la técnica lo devorará. Si se piensa como don, la técnica podrá ser reorientada como espacio de comunión. Esta obra no sólo corrige, amplía o profundiza lo anterior: lo transfigura. Porque ahora entiendo que la racionalidad substancial no es sólo una forma de pensar: es una forma de amar el ser, de acogerlo, de dejarse transformar por él. Este es el punto de inflexión: la civilización trascendental que antes vislumbraba como necesidad ética, ahora la reconozco como exigencia ontológica. Y esa exigencia no puede cumplirse sin una metafísica del don que devuelva al mundo su alma, y sin una ontología relacional que permita que el ser humano vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser: un ser en comunión, llamado a la plenitud por el amor que lo precede.

No menos importante en el itinerario de mi pensamiento fue la publicación de Ontorrealismo (2025, IIPCIAL), obra que marcó un punto de inflexión decisivo al plantear la necesidad de ir más allá del principio de inmanencia que ha dominado la filosofía moderna y contemporánea. En ella, comencé a delinear un pensamiento que no se conforma con el ser encerrado en sí mismo, ni con una racionalidad que se agota en lo empírico, lo útil o lo verificable. Propuse, en cambio, un camino hacia lo eterno, hacia una dimensión del ser que no se clausura en la inmanencia, sino que se abre a la trascendencia como vocación ontológica.

Ontorrealismo fue, en ese sentido, la obra que me puso en camino hacia la metafísica del don, aunque aún no la nombrara con toda su densidad. Allí comprendí que el ser no puede pensarse como mera presencia, ni como sustancia aislada, sino como realidad que se ofrece, que se comunica, que se dona. El realismo que defendí no era el de la objetividad fría, sino el de una realidad que interpela, que llama, que convoca a la comunión. Fue en ese tránsito —de la inmanencia al eterno, del objeto al misterio, del dato al don— donde comenzó a gestarse la intuición que hoy se despliega con plenitud.

Esta obra fue, por tanto, el umbral filosófico que me permitió abandonar definitivamente la lógica del control y del dominio, y comenzar a pensar desde la lógica del amor que funda. En Ontorrealismo, el ser ya no era algo que se posee, sino algo que se recibe. Y esa recepción, aunque aún no formulada como metafísica del don, contenía en germen la ontología relacional que ahora reconozco como clave para toda reconstrucción civilizatoria. Así, Ontorrealismo no fue sólo una obra de transición: fue la semilla silenciosa de esta visión madura, donde el pensamiento se convierte en acto de acogida, y la filosofía en camino hacia el corazón del ser. Aquí, por fin, el pensamiento deja de ser defensa y se convierte en revelación.

Mi pensamiento se fundamenta en la confluencia viva entre la filosofía, la teología y la ciencia, no como disciplinas yuxtapuestas, sino como corrientes convergentes que se iluminan mutuamente en la búsqueda de la verdad. Esta articulación no es accidental ni decorativa: es estructural, porque sólo desde una visión integrada del saber puede pensarse al ser humano en su totalidad —como criatura racional, como ser abierto al misterio, y como presencia encarnada en el cosmos. Sin embargo, esta confluencia ha sido sistemáticamente impedida por las filosofías modernas, cada una atrapada en su propio principio de inmanencia, que les impide trascender el horizonte cerrado del sujeto autónomo.

El racionalismo cartesiano, al fundar el pensamiento en la certeza del yo pensante, rompe el vínculo con la trascendencia y convierte la filosofía en geometría del espíritu. La teología queda excluida como saber revelado, y la ciencia se convierte en extensión del método deductivo. El resultado es una razón encerrada en sí misma, incapaz de acoger el don del ser. El empirismo británico, al reducir el conocimiento a la experiencia sensible, niega toda posibilidad de apertura metafísica. La teología se vuelve superstición, y la filosofía se convierte en análisis de percepciones. La ciencia, aunque florece en lo técnico, pierde su capacidad de interrogar el sentido último de lo real. El idealismo alemán, en su intento por reconciliar sujeto y objeto, termina absolutizando la conciencia. En Hegel, la historia se convierte en despliegue del Espíritu, pero la gratuidad del don queda subordinada a la necesidad dialéctica. La teología se transforma en filosofía de la religión, y la ciencia en momento del saber absoluto. El positivismo, con Comte y luego con el neopositivismo lógico, expulsa todo discurso que no pueda ser verificado empíricamente. La filosofía se reduce a lenguaje, la teología se declara sin sentido, y la ciencia se convierte en tecnociencia sin alma. La confluencia se rompe por decreto metodológico.

El existencialismo, aunque recupera la angustia y la finitud, no logra articular una metafísica del don, porque piensa el ser desde la carencia, no desde la plenitud. La teología se vuelve experiencia límite, y la ciencia permanece ajena al drama del ser. El estructuralismo y el postestructuralismo, al disolver al sujeto en redes de signos y discursos, niegan la posibilidad de una verdad que se revele como don. La filosofía se convierte en crítica del lenguaje, la teología en construcción simbólica, y la ciencia en sistema de poder.

Frente a todas estas tendencias, mi pensamiento propone una superación del principio de inmanencia, no por negación, sino por transfiguración. La filosofía debe abrirse al misterio que la excede, la teología debe dialogar con la razón sin perder su origen revelado, y la ciencia debe reconocer que la verdad no se agota en lo verificable, sino que se ofrece como don que convoca a la comunión. Sólo en esta confluencia —filosófica, teológica y científica— puede pensarse una civilización que no se funda en el dominio, sino en la gratuidad. Y esa es la tarea que esta obra asume: reconstruir el saber desde el amor que lo hace posible.

No basta con afirmar, como Max Scheler, que el puesto del hombre en el cosmos es espiritual, ni combatir, como Horkheimer y Adorno, la función instrumental dentro de una racionalidad dominadora. Tampoco es suficiente concebirlo, como Habermas, desde la dialogicidad comunicativa, donde el entendimiento intersubjetivo se convierte en el eje de la acción social. Estas perspectivas, aunque fecundas, se quedan cortas ante la radical pregunta por el ser. La condición humana no puede ser comprendida plenamente desde categorías funcionales, ni siquiera desde la racionalidad discursiva. El ser del hombre no se agota en su capacidad de representar, comunicar o dominar. Frente a estas aproximaciones, es necesario señalar un punto de partida más originario y certero: el ser como donación, como gratuidad, como amor que da la medida.

El ser como donación implica que la existencia no es propiedad ni proyecto, sino recepción. El hombre no se constituye por lo que produce, sino por lo que acoge. Esta idea resuena en pensadores como Jean-Luc Marion, quien propone una fenomenología del don, pero queda encerrado en un idealismo subjetivo; y en Byung-Chul Han, cuando denuncia la erosión de lo gratuito en la sociedad del rendimiento, pero queda limitado a una protesta mortecina. La gratuidad del ser desarma toda lógica de intercambio. En Slavoj Žižek, incluso en su crítica al capitalismo y al goce, se vislumbra la necesidad de una ruptura con el cálculo. Zygmunt Bauman, por su parte, al hablar de la liquidez de los vínculos humanos, muestra cómo la gratuidad ha sido sustituida por la utilidad.

Amore mensura —el amor como medida— no es una consigna romántica, sino una ontología alternativa. El ser humano se mide no por su eficacia ni por su racionalidad, sino por su capacidad de amar, de abrirse al otro sin condiciones. Esta idea tiene ecos en Simone Weil, en Emmanuel Levinas, y en el pensamiento cristiano más profundo, donde el ser se revela como caridad. Así, más allá de la espiritualidad de Scheler, la instrumentalidad de Adorno y Horkheimer, o la dialogicidad de Habermas, el verdadero punto de partida para pensar al hombre en el cosmos es reconocer que el ser se nos da, que no se posee, que no se negocia, que no se argumenta: se acoge. Y en ese acogimiento, el hombre se descubre como criatura, como huésped del ser, como respuesta libre a una llamada que lo precede.

La revolución digital ha transformado radicalmente la experiencia humana, no sólo en sus prácticas cotidianas, sino en su estructura ontológica más profunda. En medio de algoritmos, pantallas y redes, el ser humano corre el riesgo de perderse a sí mismo, reducido a función, perfil, dato. La cibercracia —ese poder invisible que organiza la vida desde la lógica del control técnico— no sólo amenaza la libertad, sino que erosiona la interioridad, coloniza el deseo y anula la comunión. Frente a este escenario, la crítica ética y política resulta necesaria, pero insuficiente. Lo que se requiere es una ontocrítica radical, capaz de interrogar el fundamento mismo del ser en la era digital.

Aquí he propuesto que sólo una teoética del don —una ética fundada en la gratuidad originaria del ser— puede ofrecer una regulación profunda de la inteligencia artificial y de la técnica en general. No se trata de aplicar protocolos, sino de reorientar la tecnología desde una metafísica del amor, donde el ser humano no sea visto como recurso, sino como misterio acogido. La racionalidad funcional, dominante en los discursos contemporáneos, debe ser superada por una racionalidad substancial, capaz de pensar desde la comunión, no desde la utilidad.

Los pensadores que han denunciado los peligros de la era digital —Zuboff, Bridle, Carr, Coeckelbergh, Floridi, entre otros— han ofrecido diagnósticos valiosos, pero no han logrado trascender el principio de inmanencia que limita sus propuestas. Sin una ontología relacional y sin una metafísica del don, toda ética digital será reactiva, y toda regulación será superficial. Este capítulo concluye, entonces, con una afirmación decisiva: la técnica no puede salvar al hombre si no se subordina al amor que lo constituye. La inteligencia artificial, por poderosa que sea, debe ser pensada desde el don, no desde el cálculo. Y sólo así podrá la era digital convertirse en espacio de comunión, y no en escenario de deshumanización. La tarea que se abre es civilizatoria: reconfigurar el mundo técnico desde una ontología del don, donde el ser humano vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser —un ser en relación, llamado a la plenitud por la gratuidad que lo precede.

Si afirmamos que el ser es don —que el fundamento de lo real no es la necesidad ni la causalidad, sino la gratuidad— entonces no podemos pensar al ser humano sino como homo dāre amōre: el que da por amor, el que existe no para conservarse, sino para expresarse en comunión, en servicio, en misericordia, en entrega radical. Esta afirmación no es una consigna ética ni una aspiración moral: es una consecuencia ontológica. El corazón humano está hecho para salir de sí, para abrirse, para ofrecerse. No encuentra plenitud en la posesión, sino en la donación.

Por eso, de la comprensión del ser como don se deriva y va de la mano una antropología del homo dāre amōre. No se trata de añadir una dimensión ética al pensamiento metafísico, sino de reconocer que la estructura misma del ser humano es relacional, vocacional, oblativa. El hombre no es individuo cerrado, ni sujeto autónomo, ni función biológica: es respuesta libre al amor que lo llama, es ser en comunión, es existencia ofrecida.

Esta antropología no niega la razón, la libertad ni la corporeidad: las transfigura. La razón se convierte en discernimiento amoroso, la libertad en capacidad de entrega, el cuerpo en sacramento del vínculo. Homo dāre amōre no es un ideal, es la verdad profunda del ser humano cuando se piensa desde el don. Y sólo desde esta verdad puede construirse una civilización que no se funda en el poder, en el cálculo o en la utilidad, sino en la gratuidad que da sentido a todo lo humano. Así, la metafísica del don no sólo transforma la ontología: reconfigura la antropología, y con ella, la ética, la política, la cultura y la técnica. Porque si el ser humano es llamado a darse por amor, entonces toda estructura social debe permitir, proteger y celebrar esa vocación. Y esa es la tarea que esta obra asume: pensar al hombre no como problema, sino como don que se ofrece, amor que se entrega, comunión que se realiza.

Hay una antropología del homo dāre amōre —del ser humano como don que se entrega por amor— porque hay un onto dāre amōre: una estructura del ser que no se define por la permanencia ni por la posesión, sino por la donación amorosa. El ser no es una sustancia cerrada ni una energía impersonal: es acto de entrega, es gratuidad que se ofrece, es comunión que se abre. Esta ontología del don no es una construcción poética ni una metáfora espiritual: es la forma más radical de pensar lo real, como aquello que existe no para sí, sino para el otro, en el otro, con el otro. Pero esta ontología del don no se sostiene en el vacío. Su fundamento último es un Deus dāre amōre: un Dios que no domina, que no exige, que no se impone, sino que se da, que ama sin condiciones, que crea por gratuidad, que llama sin obligar. Este Dios no es el motor inmóvil de la metafísica clásica, ni el garante moral de la ilustración, ni el símbolo del inconsciente colectivo. Es el origen personal del ser como don, el corazón trinitario que funda la comunión, el misterio eterno que da sin medida.

Desde este fundamento teológico, se ilumina la ontología: el ser es don porque proviene de un Dios que es donación. Y desde esta ontología, se ilumina la antropología: el hombre es llamado a ser homo dāre amōre porque su ser participa de esa lógica originaria. No se trata de imitar a Dios como modelo externo, sino de vivir desde la estructura misma que nos constituye. El ser humano no está hecho para acumular, ni para competir, ni para sobrevivir: está hecho para amar, para servir, para entregarse.

Esta triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre— configura una visión integral del mundo, donde la teología, la ontología y la antropología se entrelazan en una sinfonía de gratuidad. Es una visión que resiste al nihilismo, que desarma el funcionalismo, que reencanta la técnica, y que restaura la dignidad del ser humano como criatura llamada a la comunión.

Pensar desde aquí no es sólo pensar bien: es pensar desde el amor que da la medida, desde el don que funda el ser, desde la misericordia que sostiene el mundo. Y esa es la tarea que esta obra asume: reconstruir el pensamiento desde la lógica del amor que se da, para que el hombre vuelva a ser lo que está llamado a ser —homo dāre amōre, imagen viviente del Dios que se dona.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 8: Geopolítica y metafísica del don

 

 

 

El orden mundial vigente, dominado por constructivismos ideológicos y poderes unilaterales, ha perdido el vínculo con lo trascendente. La gobernanza se ha convertido en ingeniería sin alma, y la geopolítica en equilibrio de intereses sin referencia a la comunión de los pueblos. Frente a ello, este capítulo plantea la necesidad de una gobernanza trascendental, donde las decisiones políticas se articulen con la verdad del ser que se da, y no con la lógica del control. El surgimiento del mundo multipolar —con nuevas sensibilidades, religiones, filosofías y modelos políticos— representa una oportunidad única para una restauración ontológica. Ya no se trata de imponer modelos, sino de reconstruir el mundo como espacio de acogida, hospitalidad y participación en la gratuidad originaria. La paz, aquí, no será simplemente ausencia de guerra: será manifestación de la armonía ontológica que el don hace posible.

 

8.1 Gobernanza trascendental vs. constructivismo ideológico

 

La gobernanza contemporánea, tal como se ha configurado en el orden mundial vigente, se ha convertido en una ingeniería sin alma, una administración de intereses que ha perdido toda referencia al misterio del ser humano y a la trascendencia que lo constituye. Los Estados, las instituciones supranacionales y los organismos multilaterales operan bajo lógicas constructivistas, donde la realidad es vista como producto de consensos, narrativas o estructuras de poder, y no como don recibido que exige cuidado, comunión y respeto.

El constructivismo ideológico, dominante en muchas corrientes políticas y filosóficas, parte de la premisa de que el mundo puede ser modelado a voluntad, que las identidades son construcciones arbitrarias, y que la verdad es negociable. Esta visión, aunque útil para desmontar dogmas, se vuelve destructiva cuando niega la existencia de una verdad ontológica que precede toda construcción. En este marco, la geopolítica se convierte en un juego de fuerzas, en un equilibrio de intereses, en una estrategia de supervivencia. Pero lo que se pierde es la vocación profunda de la política como arte de la comunión, como espacio donde los pueblos se encuentran no para competir, sino para participar en la gratuidad del ser que los une. Frente a esta deriva, este capítulo propone una gobernanza trascendental, no como utopía abstracta, sino como exigencia ontológica. Gobernar no debe significar controlar, sino servir al misterio del ser humano en su vocación relacional. Las decisiones políticas, los tratados internacionales, las alianzas estratégicas, deben estar orientadas no sólo por intereses legítimos, sino por la verdad del ser como donación. Esto implica reconocer que la paz no es simplemente ausencia de conflicto, sino manifestación de una armonía ontológica, donde cada pueblo, cada cultura, cada tradición, es acogida como expresión única del don originario.

El surgimiento del mundo multipolar —con nuevas sensibilidades, religiones, filosofías y modelos políticos— representa una oportunidad histórica para esta restauración. Ya no se trata de imponer modelos únicos, ni de universalizar sistemas abstractos, sino de reconstruir el mundo como espacio de hospitalidad, donde la diversidad no sea amenaza, sino riqueza ontológica compartida. En este contexto, la gobernanza trascendental no busca homogeneizar, sino armonizar desde el amor que da la medida. Así, la geopolítica deja de ser técnica de poder y se convierte en acto de comunión, en arte de cuidar la casa común desde la lógica del don. Y sólo desde esta perspectiva puede pensarse un orden mundial que no se funda en la fuerza, ni en la utilidad, ni en la ideología, sino en la verdad profunda del ser humano como homo dāre amōre, llamado a construir la historia como respuesta libre al amor que lo constituye.

El constructivismo ideológico más agresivo en el escenario mundial actual se manifiesta con claridad en el modelo unipolar encabezado por el imperialismo estadounidense, cuya lógica de poder ha desbordado los límites del derecho internacional y ha convertido los tratados multilaterales en letra muerta. Este modelo no se sostiene en principios universales ni en una ética de la comunión entre los pueblos, sino en una voluntad de dominio que se disfraza de liderazgo global, imponiendo su visión del mundo como única y legítima, mientras deslegitima toda diferencia como amenaza.

La política exterior de esta potencia, lejos de promover la paz, multiplica los conflictos, interviene militarmente en regiones estratégicas, desestabiliza gobiernos, y instrumentaliza organismos internacionales para legitimar sus intereses. Las guerras que ha promovido —directa o indirectamente— en Medio Oriente, Europa del Este, América Latina y Asia, no son accidentes diplomáticos, sino expresiones sistemáticas de una geopolítica sin alma, donde la paz mundial se convierte en una ficción retórica, constantemente amenazada por operaciones encubiertas, sanciones unilaterales y narrativas de confrontación.

Este constructivismo ideológico no sólo impone modelos políticos y económicos, sino que pretende reconfigurar la subjetividad de los pueblos, moldeando sus valores, sus lenguajes y sus imaginarios desde una racionalidad funcional que desconoce la gratuidad del ser. En nombre de la libertad, se coloniza el deseo; en nombre de la democracia, se manipulan procesos soberanos; en nombre de la seguridad, se justifica la violencia estructural.

Frente a esta deriva, se impone la necesidad de una gobernanza trascendental, donde el orden mundial no se funde en la fuerza ni en la hegemonía, sino en la ontología del don, en la comunión de los pueblos, en el respeto profundo por la diversidad como expresión del ser compartido. Porque si el mundo sigue siendo gobernado por lógicas imperiales que ignoran la verdad del ser como gratuidad, entonces la paz mundial estará en peligro permanente, y la historia se convertirá en repetición de la violencia.

La tarea es urgente: reconfigurar la geopolítica desde una metafísica del don, donde el poder no sea imposición, sino servicio; donde la diferencia no sea amenaza, sino riqueza; y donde el destino común de la humanidad se construya no desde el control, sino desde la hospitalidad ontológica que el amor hace posible.

Otra expresión abominable del constructivismo ideológico contemporáneo se manifiesta en el sionismo israelí, cuya deriva más siniestra ha quedado expuesta en el genocidio sistemático perpetrado en Gaza, en los bombardeos indiscriminados contra sus vecinos, y en las operaciones encubiertas globales del Mossad, que han sido denunciadas por múltiples organismos internacionales. Este proyecto político, nacido como respuesta histórica al antisemitismo, ha evolucionado en su versión neosionista hacia una ideología de colonialismo de asentamiento, que no busca coexistencia sino eliminación del otro.

La campaña militar israelí en Gaza, iniciada en octubre de 2023, ha sido calificada por expertos, juristas y organismos internacionales como un genocidio de libro. Más de 58,000 palestinos han sido asesinados, la mayoría civiles, incluyendo miles de niños, mujeres, trabajadores sanitarios y periodistas1. La infraestructura vital —hospitales, escuelas, universidades, mezquitas, iglesias— ha sido destruida sistemáticamente, y el bloqueo ha generado condiciones de vida que, según la Corte Internacional de Justicia, cumplen con los criterios legales del genocidio4.

Este modelo de violencia no es accidental ni defensivo: responde a una lógica ideológica que niega la humanidad del otro, lo reduce a “animal humano” —como declaró el exministro de Defensa Yoav Gallant— y lo somete a condiciones de exterminio. El Mossad, como brazo operativo del Estado israelí, ha sido vinculado a conspiraciones internacionales, operaciones de sabotaje, asesinatos selectivos y manipulación de gobiernos extranjeros, consolidando una red de influencia que actúa al margen del derecho internacional.

Desde una perspectiva ontológica, el sionismo radical representa una forma extrema de constructivismo ideológico, donde la realidad se modela desde el poder, no desde la comunión. El otro no es acogido, sino eliminado. La tierra no se comparte, se conquista. El ser no se reconoce como don, sino como propiedad. Esta visión del mundo, profundamente antihumana, destruye la posibilidad de una civilización fundada en la gratuidad, en la hospitalidad, en el amor que da la medida.

Frente a esta barbarie, la metafísica del don se alza como resistencia radical: no desde la ideología, sino desde la verdad del ser que se ofrece. La paz no puede construirse sobre el exterminio, ni la seguridad sobre el miedo. Sólo una ontología relacional, fundada en el Deus dāre amōre, puede restaurar la dignidad de los pueblos y abrir el camino hacia una gobernanza trascendental, donde el otro no sea enemigo, sino rostro del misterio compartido.

No menos importante en el análisis crítico del orden mundial actual es el papel profundamente lamentable que han desempeñado la OTAN y la Unión Europea en el conflicto de Ucrania. Lejos de actuar como garantes de la paz y el derecho internacional, ambas entidades han sido instrumentalizadas por el aparato geopolítico estadounidense, especialmente por la CIA y el llamado “Estado profundo” de Washington, para sabotear el proceso de integración euroasiática que se estaba gestando a través de los gasoductos Nord Stream I y II.

La destrucción deliberada de estas infraestructuras —que conectaban directamente a Rusia con Alemania y que simbolizaban una alianza energética estratégica entre Europa Occidental y Eurasia— ha sido calificada por diversos analistas como un acto de guerra encubierto, ejecutado para romper la autonomía energética europea y reafirmar la dependencia transatlántica bajo hegemonía estadounidense. Las investigaciones más recientes apuntan a una operación encubierta con participación ucraniana, pero bajo conocimiento o tolerancia de agencias occidentales. El silencio cómplice de Berlín y Bruselas ante este sabotaje revela el grado de sumisión geopolítica de Europa frente a los intereses de Washington.

En lugar de defender sus propios intereses estratégicos, Europa ha levantado la tulpa cultural de la rusofobia, promovida por medios alineados con la narrativa atlantista, y ha renunciado a su vocación de puente entre civilizaciones. La Unión Europea, antaño proyecto de paz y prosperidad, luce hoy al borde de la extinción de su estado de bienestar, atrapada en sanciones autodestructivas, inflación energética y una crisis de identidad que la aleja de sus raíces humanistas.

La OTAN, por su parte, ha dejado de ser una alianza defensiva para convertirse en instrumento de expansión militar, promoviendo guerras por todo el planeta bajo el pretexto de seguridad colectiva. Su papel en Ucrania no ha sido el de mediador, sino el de catalizador del conflicto, alimentando una guerra que ha devastado a millones y ha puesto en grave peligro la paz mundial.

Frente a esta deriva, se impone una reconfiguración profunda del orden internacional, donde la geopolítica no se funde en la hegemonía ni en el miedo, sino en una metafísica del don, en la comunión de los pueblos, en la hospitalidad ontológica que permita reconstruir el mundo como espacio compartido. Porque si el ser humano es homo dāre amōre, entonces la política internacional debe ser acto de servicio, no de dominación. Y esa es la tarea que este capítulo asume: pensar la paz desde el ser que se da, no desde el poder que se impone.

La raíz profunda de todo este mal que emana del constructivismo ideológico del mundo unipolar no es meramente geopolítica ni estratégica: es ontológica y espiritual. Su núcleo corrosivo reside en el alejamiento radical de la triple articulación que da sentido al mundo y al hombre: Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre. Al romper este eje fundante —que vincula la trascendencia divina, la estructura donacional del ser y la vocación oblativa del ser humano— el mundo unipolar ha caído en una cultura nihilista anética, que no sólo niega el bien, sino que destruye toda normatividad moral, desfigura el sentido del mal y pervierte el valor del bien.

Este rasgo anético —es decir, la negación activa de toda ética fundada en la verdad del ser— se manifiesta en una inversión sistemática de los valores: el mal es desmalignizado, presentado como estrategia legítima, como defensa racional, como progreso inevitable; mientras que el bien es malignizado, ridiculizado como ingenuidad, desacreditado como dogma, perseguido como amenaza. La justicia se convierte en herramienta de poder, la misericordia en debilidad, la comunión en utopía. En este clima, la ética deja de ser brújula del alma para convertirse en protocolo funcional, y el ser humano deja de ser sujeto moral para convertirse en recurso operativo. La cultura nihilista que sostiene el constructivismo unipolar no es neutral: es activamente destructora, porque desarraiga al hombre de su vocación relacional, lo desconecta de la gratuidad que lo constituye, y lo sumerge en una lógica de dominio, cálculo y supervivencia. Esta cultura no sólo coloniza territorios: coloniza conciencias, modela deseos, reconfigura imaginarios, y destruye la posibilidad misma de la comunión.

Frente a esta devastación, la triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre— se revela no como doctrina, sino como estructura salvadora. Sólo si el mundo vuelve a reconocer que el ser es don, que el hombre está hecho para amar, y que Dios es amor que se da, podrá reconstruirse una civilización que no se funda en el poder, sino en la gratuidad. Esta obra, al asumir esa tarea, no propone una alternativa política más: propone una transfiguración ontológica del mundo, donde la paz, la justicia y la comunión no sean estrategias, sino manifestaciones del amor que da la medida.

Una de las más graves carencias del pensamiento geopolítico contemporáneo es su incapacidad para interrogar el fundamento ontológico de la historia. Los analistas que dominan el discurso público —desde Henry Kissinger hasta George Friedman, pasando por Zbigniew Brzezinski— han construido modelos de interpretación del mundo que operan exclusivamente en el plano estratégico, ignorando por completo la dimensión metafísica que da sentido al ser humano y a la comunidad de los pueblos.

Incluso autores más críticos como Noam Chomsky, en obras como Hegemony or Survival: America’s Quest for Global Dominance (2003), Failed States (2006), ¿Who Rules the World? (2016) y The Myth of American Idealism (2024), aunque denuncian con lucidez el imperialismo estadounidense y la manipulación mediática, no logran articular una ontología relacional ni una metafísica del don. Su crítica es ética y política, pero no alcanza la raíz ontológica del mal que denuncia.

Lo mismo ocurre con Naomi Klein, cuya obra The Shock Doctrine: The Rise of Disaster Capitalism (2006) y This Changes Everything: Capitalism vs. The Climate (2014) han sido fundamentales para entender cómo el capitalismo explota las crisis para imponer su lógica destructiva. Pero su enfoque, aunque valiente, permanece atrapado en la inmanencia, sin abrirse a una visión del ser como gratuidad.

Autores como Eduardo Olier, en La debacle de Occidente (2023), Israel: historia de una guerra permanente (2024), Codicia financiera (2013) y Los ejes del poder económico (2016), han descrito con precisión los desequilibrios globales y la decadencia de Europa, pero no han vinculado estos fenómenos con una ontología del don que permita pensar una civilización alternativa. Incluso pensadores como Michael Hardt y Antonio Negri, en su trilogía Imperio (2000), Multitud (2004) y Commonwealth (2009), han intentado ofrecer una crítica postmarxista del orden global, pero su propuesta de “multitud” como sujeto político carece de una fundamentación metafísica sólida. El ser humano es pensado como flujo, como potencia, como resistencia, pero no como don recibido, como vocación amorosa.

Esta omisión no es accidental: es la expresión de una cultura anética, que ha perdido toda referencia a la normatividad moral profunda. En este clima, el mal es desmalignizado —presentado como estrategia legítima o como necesidad histórica— y el bien es malignizado, tratado como ingenuidad, dogma o amenaza. La ética se convierte en protocolo, y la política en técnica de gestión. Frente a esta devastación intelectual, se impone con urgencia una reconstrucción del pensamiento geopolítico desde la triple articulación: Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre. Sólo si el mundo se piensa como don, si el ser humano se reconoce como vocación de comunión, y si Dios es afirmado como amor que se da, podrá surgir una civilización del cuidado, de la hospitalidad, de la paz ontológica.

La crítica sin metafísica es impotente. La estrategia sin ontología es ciega. Y la política sin amor es destructiva. Esta obra, al asumir esa tarea, no propone una alternativa técnica, sino una transfiguración del pensamiento, donde la historia se reconcilie con su origen, y el mundo vuelva a ser espacio de comunión.

Algo de esta crítica ya lo intenté en mi obra Ontología de la geopolítica (2024, IIPCIAL), donde procuré ir más allá del análisis meramente estratégico y técnico para interrogar el fundamento ontológico de los conflictos internacionales. En ese texto, señalé que la geopolítica no puede reducirse a correlaciones de poder, ni a mapas de influencia, ni a balances económicos: debe ser pensada como expresión de una visión del mundo, como manifestación de una determinada comprensión del ser humano y de su lugar en la historia.

Sin embargo, reconozco ahora que aquel esfuerzo fue aún incompleto. Aunque me alejé de los enfoques funcionalistas y denuncié la lógica imperial del mundo unipolar, no había reparado todavía en la ontología relacional ni en la metafísica del don como claves estructurantes de una geopolítica verdaderamente humana. Mi crítica se movía en el plano de la ontología clásica, sin haber aún descubierto que el ser no es sustancia aislada, sino comunión ofrecida, y que la política internacional no puede fundarse en la competencia, sino en la gratuidad que da la medida.

Ontología de la geopolítica fue, en ese sentido, una obra de transición, un intento por abrir el pensamiento estratégico a la profundidad ontológica, pero sin haber alcanzado todavía la articulación plena entre Deus dāre amōre, onto dāre amōre y homo dāre amōre. Hoy comprendo que sin esa triple articulación, toda geopolítica será incompleta, y toda propuesta de paz será superficial.

Esta obra actual representa, por tanto, la maduración de aquella intuición inicial. Aquí, la crítica se convierte en reconstrucción, y el pensamiento estratégico se transfigura en acto de comunión ontológica. Ya no se trata sólo de denunciar el orden mundial vigente, sino de proponer una civilización fundada en el don, donde la política internacional sea expresión del amor que constituye el ser, y donde la historia se abra al misterio que la precede y la convoca.

 

8.2 Restauración ontológica desde el mundo multipolar

 

El surgimiento del mundo multipolar —con el ascenso de potencias no occidentales, el resurgimiento de tradiciones filosóficas y religiosas diversas, y la fragmentación del viejo orden liberal— ha sido interpretado por muchos como una amenaza al equilibrio global, como una regresión hacia el conflicto de civilizaciones o como una dispersión de valores universales. Sin embargo, esta lectura parte de una visión hegemónica que confunde unidad con uniformidad, y que ha pretendido imponer un modelo único de racionalidad, desarrollo y gobernanza, ignorando la pluralidad ontológica de los pueblos.

Desde una perspectiva crítica, el mundo multipolar no es garantía de justicia ni de comunión. Puede convertirse, si no se orienta desde una metafísica del don, en una mera redistribución de poder, en una geopolítica de bloques que repite las mismas lógicas de dominio, ahora con nuevos actores. La diversidad, por sí sola, no es virtud ontológica: puede ser también campo de conflicto, de incomprensión, de instrumentalización. Por eso, no basta con celebrar el fin del unilateralismo; hay que interrogar el fundamento que debe sostener esta nueva configuración mundial.

La oportunidad que ofrece el mundo multipolar sólo se realiza si se reconoce que cada cultura, cada tradición, cada sensibilidad política, es expresión singular del ser como donación. Esto exige una transformación profunda: pasar de la lógica del interés nacional al arte de la hospitalidad ontológica, donde los pueblos no se relacionan desde la competencia, sino desde la acogida mutua. La civilización del don no se construye con tratados ni con discursos diplomáticos: se edifica desde una ontología relacional, donde el otro no es amenaza, sino rostro que revela el misterio compartido del ser.

En este sentido, el mundo multipolar puede ser el laboratorio histórico de una nueva civilización, pero sólo si se funda en una racionalidad substancial que reconozca la gratuidad como principio. Si cada nación se piensa como homo dāre amōre, como comunidad llamada a darse, a servir, a participar, entonces la geopolítica se transfigura en comunión planetaria. Pero si se mantiene la lógica del cálculo, del control y del interés, la multipolaridad será sólo una nueva forma de fragmentación.

Por eso, este capítulo no idealiza el mundo multipolar: lo somete a juicio ontológico. Y desde ese juicio, propone que la única vía para una paz verdadera, para una justicia duradera y para una cultura compartida, es la metafísica del don como fundamento de la historia. No se trata de volver a modelos antiguos, ni de imponer nuevas hegemonías, sino de reaprender a vivir juntos desde la gratuidad que nos constituye.

Muchos pensadores que hoy celebran el surgimiento del mundo multipolar —como si se tratara de una emancipación definitiva frente al imperialismo unipolar— incurren en una omisión grave: analizan la geopolítica desde categorías culturales, estratégicas o civilizacionales, pero ignoran el fundamento ontológico que debe sostener cualquier orden verdaderamente humano. Su pensamiento, aunque valioso en la crítica al hegemonismo occidental, permanece atrapado en la inmanencia, sin abrirse a una metafísica del don que permita pensar la historia como comunión y no como mera redistribución de poder.

El caso más emblemático es el de Aleksandr Duguin, autor de Teoría del mundo multipolar (Ediciones Fides, 2017) y Mundo multipolar: De la idea a la realidad (Ediciones Fides, 2024). Duguin propone una visión del Orden Global basada en “civilizaciones” como actores geopolíticos, en oposición al modelo liberal occidental. Su defensa del “Estado-civilización” y del “Heartland eurasiático” busca restaurar la soberanía cultural frente a la homogeneización globalista. Sin embargo, su pensamiento se apoya en categorías estructurales, antropológicas y simbólicas, sin alcanzar una ontología relacional que afirme el ser como don. La civilización, en su modelo, es sustancia, sistema, proceso, incluso paideuma, pero no es comunión ontológica fundada en la gratuidad.

Otros autores como Daniel Estulin, en su contribución a Mundo multipolar: De la idea a la realidad (2024), y Francisco José Fernández Cruz-Sequera, que analiza la obra de Duguin desde una perspectiva iberoamericana, también repiten el esquema de resistencia sin trascendencia. Denuncian el hegemonismo, pero no proponen una civilización fundada en el amor que se da. La multipolaridad, en sus textos, aparece como estrategia, no como vocación ontológica. Incluso pensadores como Carlos Mamani Aliaga, que en el mismo volumen desarrolla la “teoría y praxis de la multipolaridad” desde una sensibilidad latinoamericana, no logran articular una metafísica del don. Su enfoque sociológico y cultural es valioso, pero no alcanza la profundidad ontológica que exige una verdadera reconstrucción del mundo.

El pensador chileno Alex Schnake Gálvez, en su artículo Orden multipolar en el siglo XXI: efectos globales y regionales (Revista Encrucijada Americana, UNAM, 2010), analiza el impacto de la multipolaridad en América Latina, especialmente en Brasil, desde la perspectiva del equilibrio de poder. Aunque su lectura es aguda, no interroga el ser del hombre ni la vocación relacional de los pueblos, quedándose en el plano técnico de las relaciones internacionales.

También el argentino Juan Sebastián Schulz, en La configuración de la multipolaridad en el siglo XXI (FaHCE-UNLP/CIEPE, 2017), examina los BRICS y el nuevo orden mundial desde una sociología histórica. Su análisis es riguroso, pero no propone una antropología del homo dāre amōre, ni una metafísica que funde la paz en la gratuidad del ser.

Incluso autores como Paul Kennedy, en Auge y caída de las grandes potencias (Debate, 1988), y Dilip Hiro, en Después del imperio: El nacimiento de un mundo multipolar (2007), ofrecen diagnósticos históricos y geopolíticos relevantes, pero no logran trascender la lógica del poder, ni pensar el mundo como espacio de comunión ontológica.

Frente a todos ellos, nuestra obra polemiza con ardor: no basta con redistribuir el poder global, ni con celebrar la diversidad geopolítica. Si el mundo multipolar no se funda en la triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre—, entonces será sólo una nueva forma de fragmentación, una pluralidad sin comunión, una estrategia sin alma. La verdadera multipolaridad no es geoestratégica: es ontológica. Y sólo desde una metafísica del don puede pensarse un orden mundial donde la paz no sea equilibrio de intereses, sino manifestación del amor que da la medida.

Esta carencia se traduce en una visión del mundo donde la diversidad es celebrada, pero no fundamentada; donde la soberanía es defendida, pero no transfigurada; donde la historia es pensada como lucha, pero no como comunión. En este marco, la multipolaridad corre el riesgo de convertirse en una nueva forma de fragmentación, si no se funda en la triple articulación: Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre. Por eso, esta obra polemiza con ardor: no basta con resistir al imperialismo; hay que reconstruir el mundo desde la gratuidad originaria del ser. La geopolítica no puede ser sólo estrategia: debe ser acto de comunión ontológica. Y la multipolaridad, si quiere ser verdadera, debe abrirse al amor que da la medida.

La verdadera multipolaridad no puede reducirse a un mero reordenamiento geoestratégico del poder global, como si el destino de la humanidad dependiera únicamente de la balanza entre potencias emergentes y decadentes. Esa visión, por más sofisticada que sea en su análisis técnico, permanece prisionera de la lógica del dominio, donde el mundo sigue siendo concebido como tablero, los pueblos como fichas, y la historia como competencia. Pero el ser humano no es una variable geopolítica: es vocación de comunión, llamado a participar en la gratuidad originaria del ser. Por eso, la auténtica multipolaridad no es táctica ni estructural: es ontológica.

Pensar la multipolaridad desde el ser implica reconocer que cada cultura, cada civilización, cada pueblo, es expresión singular del don que constituye el mundo. No se trata de tolerar la diferencia como concesión diplomática, sino de acogerla como revelación del misterio compartido. La pluralidad no es amenaza, sino riqueza ontológica; no es obstáculo, sino posibilidad de comunión. En este sentido, la multipolaridad verdadera no busca equilibrio de fuerzas, sino armonía de vocaciones, donde cada polo no impone, sino ofrece; no compite, sino comparte. Esta visión exige una ontología relacional, donde el ser no se posee, sino que se da, y donde la política internacional se convierte en acto de hospitalidad.

Sólo una multipolaridad fundada en la metafísica del don puede restaurar la dignidad de la historia. Porque si el ser humano es homo dāre amōre, y si el ser mismo es onto dāre amōre, entonces el orden mundial debe reflejar esa estructura profunda: debe ser cosmos dāre amōre. Un mundo donde la paz no sea tregua, sino comunión; donde la justicia no sea cálculo, sino misericordia; donde la diferencia no sea frontera, sino puente. Esta es la tarea urgente: reconfigurar la geopolítica desde el amor que da la medida, para que la multipolaridad no sea fragmentación, sino sinfonía del ser.

La historia contemporánea se encuentra en un umbral decisivo. El orden unipolar, sostenido por el constructivismo ideológico más agresivo, ha mostrado su rostro más sombrío: guerras perpetuas, hegemonías sin alma, tratados convertidos en simulacro, y una gobernanza que ha perdido todo vínculo con la verdad del ser. Frente a esta deriva, el surgimiento del mundo multipolar aparece como una promesa de renovación. Pero esa promesa será vana si no se funda en una transformación ontológica. Porque la verdadera paz no se construye con equilibrios estratégicos, sino con comunión ontológica; no con pactos de poder, sino con gratuidad compartida.

La crítica a la hegemonía occidental, por justa que sea, no basta. Muchos pensadores del mundo multipolar —Duguin, Estulin, Olier, Schnake, Schulz, Hiro, entre otros— han denunciado con lucidez los excesos del imperialismo, pero no han alcanzado la raíz metafísica del problema. Su pensamiento, aunque valiente, permanece en la superficie de lo político, sin interrogar el ser que lo sostiene. La multipolaridad que proponen es estructural, no ontológica; es táctica, no vocacional. Y por eso, corre el riesgo de repetir las mismas lógicas de dominio, ahora con nuevos actores.

La única vía para una civilización verdaderamente humana es reconfigurar la geopolítica desde la metafísica del don. Esto implica reconocer que el ser no se impone, se ofrece; que el otro no se negocia, se acoge; que la historia no se domina, se comparte. La política internacional debe dejar de ser técnica de poder para convertirse en acto de comunión, donde cada pueblo sea expresión singular del amor que da la medida. Esta visión no es utopía: es exigencia ontológica. Porque si el ser humano es homo dāre amōre, entonces el mundo debe ser cosmos dāre amōre.

La gobernanza trascendental que aquí se propone no es una alternativa institucional: es una transfiguración del pensamiento político. Gobernar no es administrar intereses, sino servir al misterio del ser humano en su vocación relacional. La paz no es ausencia de guerra, sino manifestación de la armonía ontológica que el don hace posible. Y la justicia no es equilibrio de fuerzas, sino misericordia encarnada en estructuras que permitan la acogida mutua.

Europa, atrapada en su decadencia, ha levantado la tulpa cultural de la rusofobia y ha renunciado a su vocación de puente entre civilizaciones. Estados Unidos, desde su Estado profundo, ha saboteado la integración euroasiática y ha convertido la geopolítica en arte de la manipulación. Israel, desde su sionismo radical, ha mostrado el rostro más siniestro del constructivismo ideológico, desmalignizando el mal y malignizando el bien. Frente a esta devastación, urge una civilización fundada en el don, donde el ser humano vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser: criatura llamada a la comunión.

Esta obra, al asumir esa tarea, no propone una reforma diplomática ni una nueva doctrina de seguridad. Propone una ontología del mundo, donde la política sea expresión del amor que constituye el ser, y donde la historia se abra al misterio que la precede. Porque sólo desde la triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre— podrá surgir un orden mundial que no se funda en la fuerza, sino en la gratuidad que salva. Y esa es la esperanza que este capítulo deja abierta: que el mundo, al borde del abismo, reaprenda a ser don.

La nueva ontología del mundo, fundada en la metafísica del don, no es simplemente una relectura filosófica del ser: es una revolución silenciosa que transforma la manera en que los pueblos se piensan, se vinculan y se proyectan en la historia. Cuando el ser deja de concebirse como sustancia aislada o como función operativa, y se reconoce como donación originaria, entonces la política internacional deja de ser competencia y se convierte en comunión. Los países ya no se relacionan desde el miedo ni desde el cálculo, sino desde la vocación de acogerse mutuamente en la gratuidad que los constituye.

Esta ontología del don conduce a una visión del mundo donde la integración no es absorción, ni la cooperación es sometimiento. Es una integración que respeta la singularidad, que celebra la diferencia, que reconoce en cada nación una expresión irrepetible del ser compartido. El respeto mutuo no nace del equilibrio de fuerzas, sino de la conciencia de que el otro es rostro del misterio, no amenaza. En este horizonte, las fronteras no son muros, sino umbrales de encuentro, y los tratados no son contratos, sino pactos de comunión.

Porque el amor —en su forma más pura y ontológica— es darse en aceptación del otro. No se impone, no exige, no uniforma. Se ofrece, se abre, se deja transformar. Cuando los pueblos se piensan desde esta lógica, la geopolítica se transfigura en sinfonía, y la historia se convierte en espacio de reconciliación. La metafísica del don no propone una utopía ingenua, sino una verdad profunda: que el mundo sólo puede salvarse si aprende a vivir desde el amor que da la medida, desde el ser que se entrega, desde la comunión que acoge.

Así, la nueva ontología del mundo no es una teoría más: es la aurora de una civilización que se sabe llamada, no a dominar, sino a compartir. Una civilización donde cada país, cada cultura, cada voz, sea nota única en la melodía del ser, tejida por el amor que todo lo sostiene.

 

 

 

 

 

 

 

Conclusión

 

 

 

 

La noche en que comenzó esta obra no fue una noche cualquiera. Venía de escribir cuatro libros seguidos, cada uno exigente, cada uno como una travesía sin mapa. El último, Fenomenología del Espíritu Interdimensional, me había dejado exhausto, no sólo en el intelecto, sino en el cuerpo. Tenía un dolor persistente en el cuello, como si el pensamiento se hubiera encarnado en tensión muscular, como si la idea misma se resistiera a ser contenida por la carne. Esa noche me acosté con la ilusión de que, cumplida la tarea, ya podría descansar. El alma, pensé, no se cansa; pero el cuerpo sí, y el mío pedía tregua.

Pero el descanso no llegó. A eso de la medianoche, cuando el silencio parecía por fin instalarse, me asaltó la sesera una idea como un rayo. No fue una ocurrencia, ni una intuición difusa. Fue una palabra que se impuso con la fuerza de lo inevitable: Metafísica del don. No sabía de dónde venía, ni por qué llegaba en ese momento. Sólo sabía que no podía ignorarla. Era como si todo lo que había escrito antes —incluso ese último libro, tan abstracto, tan interdimensional— me hubiera conducido, por caminos extraños y secretos, a este punto de partida. No por lógica, sino por destino.

Me levanté al día siguiente con la certeza de que debía ponerme manos a la obra. No por ambición, ni por disciplina, sino por obediencia a esa voz que había irrumpido en la noche. Sabía que el alma seguiría su curso, incansable, pero que el cuerpo necesitaba reposo. Y, sin embargo, también sabía que el único descanso verdadero sería escribir este libro, como si la palabra pudiera ser bálsamo, como si el pensamiento pudiera redimir la fatiga. Así comenzó esta obra: no como proyecto, sino como respuesta. No como construcción, sino como acogida.

La Metafísica del don no nació de un programa intelectual, sino de una irrupción. Fue como si el ser mismo se hubiera manifestado en forma de vocación, como si el pensamiento hubiera sido llamado, no por la lógica, sino por el amor que da la medida. Desde ese momento, cada página escrita fue un acto de comunión, una tentativa de decir lo que no puede decirse, de pensar lo que sólo puede recibirse. El dolor del cuerpo se convirtió en ofrenda, y la fatiga en rito. Porque cuando el ser se revela como don, todo se transfigura: incluso el cansancio.

Así, esta obra no es sólo el resultado de una idea brillante, ni el fruto de una noche de insomnio. Es la consecuencia de una llamada, de una epifanía silenciosa que me obligó a volver a empezar cuando creía haber terminado. Y quizás eso sea lo más profundo del don: que no llega cuando lo buscamos, sino cuando nos rendimos. Que no se impone, sino que se ofrece. Que no se explica, sino que se acoge. Y que, al hacerlo, nos transforma.

Por eso, antes de toda conclusión, antes de toda síntesis, debía contar este relato. Porque el pensamiento, cuando nace del don, no es conquista, sino revelación. Y esta obra, en su origen y en su destino, no es otra cosa que eso: una respuesta libre al amor que irrumpe sin pedir permiso.

La historia del pensamiento ha sido, en muchos sentidos, una larga búsqueda del fundamento. Desde los presocráticos hasta los metafísicos modernos, desde los místicos hasta los racionalistas, el ser ha sido interrogado, desmenuzado, sistematizado, pero rara vez ha sido contemplado como don. Esta obra ha querido hacer precisamente eso: detener la marcha del pensamiento técnico, suspender la lógica del dominio, y abrir el alma del mundo a la posibilidad de que el ser no se impone, no se produce, no se calcula, sino que se ofrece.

La donación no es un gesto periférico ni una virtud moral añadida al ser: es la forma profunda de participación en lo real. Todo lo que existe, existe porque ha sido dado. Todo lo que vive, vive porque ha sido acogido. El ser no es propiedad ni sustancia cerrada: es acto de amor que se derrama sin medida. Esta intuición, que atraviesa discretamente la tradición cristiana, la mística hebrea, la filosofía del encuentro y la fenomenología del exceso, se convierte aquí en principio estructurante de una nueva ontología.

Pensar desde el don es pensar desde la gratuidad. Es reconocer que la verdad no se conquista, se recibe; que el otro no se domina, se acoge; que la historia no se programa, se comparte. Esta metafísica del don desarma la lógica del poder, desmantela el constructivismo ideológico, y restituye al pensamiento su vocación contemplativa. Ya no se trata de explicar el mundo, sino de habitarlo como misterio.

Las implicancias éticas de esta visión son radicales. Si el ser es don, entonces el bien no es norma impuesta, sino respuesta amorosa al llamado del otro. La ética deja de ser código y se convierte en comunión. La justicia no es equilibrio de intereses, sino misericordia encarnada. La libertad no es autonomía cerrada, sino capacidad de darse sin reservas. En este horizonte, el ser humano no es individuo, sino vocación relacional, criatura llamada a la entrega.

Culturalmente, esta metafísica del don exige una revolución simbólica. Las artes, la educación, la comunicación, deben dejar de reproducir la lógica del rendimiento y comenzar a celebrar la gratuidad del ser. El arte ya no será expresión del ego, sino manifestación del misterio. La educación no será entrenamiento, sino iniciación en la comunión. La cultura no será espectáculo, sino rito de acogida.

Políticamente, esta visión transforma la raíz misma de la gobernanza. El poder deja de ser técnica de control y se convierte en servicio al ser compartido. La ley no será instrumento de orden, sino estructura de cuidado. La soberanía no será aislamiento, sino capacidad de ofrecerse en comunión. La política, en su forma más alta, será acto de amor institucionalizado.

La geopolítica, como hemos visto, debe ser reconfigurada desde esta ontología. Los Estados no son máquinas de interés, sino comunidades de vocación. Las alianzas no deben fundarse en el miedo, sino en la gratuidad que une. La paz no será tregua, sino manifestación de la armonía ontológica. La multipolaridad, si quiere ser verdadera, debe ser sinfonía del ser, no fragmentación estratégica.

Esta obra ha querido mostrar que la raíz del mal contemporáneo —desde el nihilismo digital hasta el imperialismo sin alma— es el alejamiento de la triple articulación: Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre. Cuando se rompe ese eje, el mundo se convierte en campo de batalla, el otro en amenaza, y el ser humano en recurso. La cultura se vuelve anética, el mal se desmaligniza, el bien se maligniza. Y la historia se convierte en repetición del colapso.

Pero si se restaura esa articulación, entonces todo puede ser transfigurado. El pensamiento se convierte en oración, la política en comunión, la técnica en servicio, la economía en cuidado. El mundo, lejos de ser máquina, se revela como casa del misterio, como espacio de acogida, como templo del amor que da la medida.

Esta visión no es evasión ni consuelo: es la única alternativa radical frente al colapso del sentido. Porque no basta con resistir al mal: hay que reconstruir el bien desde su raíz ontológica. Y esa raíz es el don. No el don como gesto voluntario, sino como estructura originaria del ser. El ser es don porque proviene de un Dios que se da. Y el hombre es llamado a participar en ese acto eterno.

La civilización que puede surgir desde esta visión no será tecnocrática ni ideológica. Será donativa. Una civilización donde el conocimiento sea acogida, donde el poder sea servicio, donde la diferencia sea riqueza. Una civilización donde el tiempo no sea urgencia, sino ritmo de comunión. Donde el espacio no sea una frontera, sino umbral de encuentro.

Esta civilización donativa no será homogénea ni perfecta. Será plural, frágil, abierta, como todo lo que vive desde el amor. Pero será verdadera. Porque estará fundada en el ser eterno, no en la contingencia del cálculo. Y porque cada uno de sus actos será respuesta libre al amor que llama.

La metafísica del don no clausura el pensamiento: lo abre. No impone una doctrina: invita a una forma de vida. Una vida donde el otro no es obstáculo, sino revelación. Donde el mundo no es objeto, sino sacramento. Donde el ser humano no es problema, sino presencia que se ofrece.

Esta obra no pretende tener la última palabra. Pretende abrir el silencio donde el ser pueda hablar. Donde la gratuidad pueda ser escuchada. Donde el amor pueda ser pensado sin vergüenza. Porque sólo desde ese silencio puede surgir una palabra que salve.

La filosofía, en este horizonte, deja de ser sistema y se convierte en acto de comunión. El pensamiento deja de ser defensa y se convierte en celebración. La razón deja de ser cálculo y se convierte en discernimiento amoroso. Y el saber deja de ser poder y se convierte en servicio al misterio.

Esta conclusión no es cierre, sino umbral. Umbral hacia una forma nueva de pensar, de vivir, de habitar el mundo. Umbral hacia una civilización que no tema el amor, que no huya del don, que no se avergüence de la misericordia. Umbral hacia el ser eterno que se da sin medida.

Porque si el ser es don, entonces todo está llamado a la comunión. Y si el hombre es homo dāre amōre, entonces la historia puede ser respuesta libre al amor que la funda. Esta es la esperanza que esta obra deja abierta: que el mundo, al borde del abismo, reaprenda a ser don.

Y que el pensamiento, en su forma más alta, no sea defensa del yo, sino acto de entrega al tú. Que la filosofía no sea torre, sino puente. Que la política no sea estrategia, sino comunión. Que la cultura no sea espectáculo, sino rito de acogida.

Porque sólo desde el don puede surgir una civilización que no se funda en el miedo, sino en la esperanza. No en la fuerza, sino en la misericordia. No en la utilidad, sino en el amor. Y esa civilización, aunque aún invisible, ya late en el corazón del ser, porque el ser es amor.

 

 

 

 

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INDICE

 

 

 

 

 

Prólogo

 

Primera Parte: Fundamentos Ontorrealistas

Capítulo 1: La estructura del ser desde el Ontorrealismo

Capítulo 2: El sentido del finito y la plenitud trascendental

 

Segunda Parte: El Don como categoría metafísica