Gustavo Flores Quelopana
Una lectura ontorrealista de la donación
como estructura del ser
FONDO
EDITORIAL
IIPCIAL
Instituto
de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina
LIMA-PERU
2025
BIODATA
Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor,
peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de
Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino
(SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y
Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo
“Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para
entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía
ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la
posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como
lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la
“Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el
“Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la
“paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción
ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, el “Neobrutalismo”
como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización,
“Ontorrealismo” como propuesta metafísica para recuperar la trascendencia, la
“Cristoradialidad” como teología parea un mundo descreído; y “Universo
Pluritemporal” para explicar en tiempo ontológico en el cosmos.
Título: METAFÍSICA DEL DON
Una lectura
ontorrealista de la donación como estructura del ser
Primera edición en castellano: Lima, julio, 2025
Autor: Gustavo Flores Quelopana
Editor: Gustavo Flores Quelopana
Los Girasoles 148- Salamanca-Ate
Se terminó de imprimir en julio de 2025 en: © Fondo Editorial del
Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina
(IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca, Ate.
Tiraje: 30 ejemplares
HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ
N° 2025-
METAFÍSICA DEL DON
Una lectura ontorrealista de la
donación como estructura del ser
Prólogo
E |
l pensamiento humano ha recorrido siglos
buscando el fundamento último de la realidad. Ha interrogado el ser, ha
diseccionado la conciencia, ha trazado mapas del alma y del cosmos. Ha
construido sistemas, ha demolido dogmas, ha erigido torres de abstracción y ha
descendido a los abismos del lenguaje. Pero en todo ese recorrido, algo
esencial ha permanecido en penumbra: la gratuidad del ser, su carácter de donación
originaria, su vocación de comunión antes que dominio.
Este libro nace como
respuesta a esa omisión. No como una crítica más, ni como una síntesis de
saberes dispersos, sino como una irrupción ontológica que pretende reconfigurar
la raíz misma del pensamiento. Porque si el ser no se posee, sino que se
recibe; si la existencia no se conquista, sino que se acoge; entonces toda
filosofía que no parta del don está condenada a la esterilidad.
La metafísica del don no es
una corriente, ni una escuela, ni una moda. Es una forma de pensar que se deja
atravesar por el amor que constituye el mundo. Es una ontología que no teme la
ternura, una racionalidad que no huye de la misericordia, una lógica que se
abre al misterio. Es, en definitiva, una transfiguración del pensamiento desde
su origen.
Este libro no propone una
doctrina cerrada, sino una apertura radical. No busca imponer conceptos, sino invitar
a una forma de vida intelectual donde el saber sea servicio, donde la verdad
sea comunión, donde el otro no sea objeto de análisis, sino rostro que
interpela. Es un libro que piensa desde la herida, desde el asombro, desde la
entrega.
La historia del pensamiento
ha sido marcada por grandes rupturas: el paso del mito al logos, la irrupción
del cogito cartesiano, la crítica kantiana, la dialéctica hegeliana, la
sospecha nietzscheana. Este libro se inscribe en esa historia, pero propone una
ruptura distinta: no contra el dogma, sino contra la lógica del dominio; no
contra la tradición, sino contra el olvido del don.
Aquí se afirma que el ser
humano no es individuo, ni sujeto, ni función. Es homo dāre amōre: el
que da por amor, el que existe para ofrecerse, el que encuentra su plenitud en
la comunión. Esta antropología no es moralista ni idealista: es ontológica,
porque nace de una comprensión radical del ser como donación.
La metafísica del don exige
una nueva ética, una nueva política, una nueva cultura. Una ética donde el bien
no sea norma, sino respuesta amorosa. Una política donde el poder no sea
control, sino servicio al misterio del otro. Una cultura donde el arte no sea
espectáculo, sino rito de acogida. Todo debe ser repensado desde la gratuidad.
Este libro se atreve a
decir que la técnica debe ser transfigurada, que la inteligencia artificial
debe ser pensada desde el amor, que la economía debe ser reconstruida como
espacio de cuidado. No por ingenuidad, sino por fidelidad al ser. Porque si el
ser es don, entonces todo lo humano debe ser comunión.
La geopolítica, también,
debe ser reconfigurada. El mundo multipolar no será salvación si no se funda en
una ontología relacional. Los Estados deben dejar de ser máquinas de interés y
convertirse en comunidades de vocación. La paz no será posible sin una
metafísica que afirme la diferencia como riqueza, no como amenaza.
Este libro polemiza con
ardor. Con los pensadores del mundo unipolar que han convertido la política en
técnica de exterminio. Con los analistas del mundo multipolar que celebran la
diversidad sin interrogar su fundamento. Con los filósofos que han olvidado que
el pensamiento nace del asombro, no del cálculo.
Pero más allá de la
crítica, este libro propone una esperanza radical. La esperanza de que el
pensamiento puede volver a ser acto de comunión. Que la filosofía puede volver
a ser contemplación del misterio. Que la historia puede ser respuesta libre al
amor que la llama.
Este libro no nace de una
estrategia intelectual. Nace de una noche de insomnio, de un cuerpo cansado, de
una palabra que irrumpió como rayo: Metafísica del don. Nace de la
certeza de que el alma no se cansa, pero el cuerpo sí, y que sólo el
pensamiento que se ofrece puede redimir la fatiga.
Cada página escrita ha sido
un acto de obediencia. No a una idea, sino a una vocación. No a una lógica,
sino a un llamado. Porque el pensamiento, cuando nace del don, no se construye:
se acoge. Y esta obra ha querido ser eso: acogida del ser que se da.
Aquí se afirma que el
fundamento último no es la sustancia, ni la energía, ni la estructura. Es el
amor que se ofrece sin medida. Es el Dios que se da, el ser que se comparte, el
hombre que responde. Es la triple articulación que salva: Deus dāre amōre,
onto dāre amōre, homo dāre amōre.
Esta obra no pretende
cerrar el pensamiento, sino abrirlo a su origen. No busca definir el ser, sino dejarse
transformar por él. No quiere tener razón, sino ser fiel al misterio que lo
convoca. Es una obra escrita con la esperanza de que el mundo, al borde del
abismo, pueda reaprender a ser don.
El lector que se acerque a
estas páginas no encontrará fórmulas, ni sistemas, ni recetas. Encontrará una
invitación a pensar desde la gratuidad, a vivir desde la comunión, a amar desde
el ser. Encontrará un pensamiento que no teme la ternura, ni la entrega, ni el
silencio.
Porque sólo desde el
silencio puede surgir una palabra que salve. Y sólo desde el don puede surgir
una civilización que no se funda en el miedo, sino en la esperanza. Este libro
es, en su origen y en su destino, una respuesta libre al amor que irrumpe sin
pedir permiso.
Y si logra tocar siquiera
una fibra del alma del lector, si logra abrir una rendija en la muralla del
cálculo, si logra sembrar una duda en la lógica del dominio, entonces habrá
cumplido su tarea. Porque el pensamiento, cuando nace del don, no busca
imponerse: busca ofrecerse.
Este prólogo no es
introducción: es acto de entrega. Es el umbral por donde el pensamiento se
convierte en comunión. Es el lugar donde el saber se arrodilla ante el
misterio. Es el momento en que el mundo, por un instante, se deja pensar como don.
La estructura de este libro
responde a una lógica interna que no es meramente expositiva, sino iniciática.
Cada capítulo ha sido concebido como un umbral, como una etapa en el camino
hacia una comprensión más profunda del ser como don. No se trata de una
progresión lineal, sino de una espiral ascendente, donde el pensamiento se va
depurando, se va abriendo, se va dejando transformar por la gratuidad que lo
convoca.
El libro comienza con una fundamentación
ontológica, donde se plantea que el ser no es sustancia ni función, sino donación
originaria. Esta tesis se desarrolla en diálogo con la tradición metafísica,
pero también en ruptura con sus límites. Se propone una ontología relacional,
donde el ser se piensa como acto de comunión, y no como entidad cerrada. Esta
primera parte es el corazón filosófico de la obra, y prepara el terreno para
las implicancias éticas, antropológicas y políticas que vendrán después.
A continuación, se
despliega una antropología del homo dāre amōre, donde el ser humano es
pensado como criatura llamada a la entrega, a la misericordia, al servicio.
Esta sección articula la ontología del don con una visión del hombre que supera
el individualismo moderno y recupera su vocación relacional. Aquí se abordan
temas como la libertad, la corporeidad, la interioridad, y se muestra cómo el
amor no es sentimiento, sino estructura ontológica.
Luego, el libro se adentra
en las implicancias culturales y políticas de esta metafísica. Se analiza la
técnica, la inteligencia artificial, la economía, la educación, y se propone
una transfiguración de cada ámbito desde la lógica del don. Especial atención
se da a la geopolítica, donde se critica el orden unipolar y se propone una
gobernanza trascendental, fundada en la comunión de los pueblos.
El capítulo final ofrece
una proyección civilizatoria, donde se imagina una cultura donativa, una
política del cuidado, una economía de la misericordia. No como utopía, sino
como exigencia ontológica. Esta sección culmina con una conclusión general que
sintetiza la triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre amōre,
homo dāre amōre— como fundamento de una nueva visión del mundo.
La obra está atravesada por
un estilo que busca ser conceptuoso, poético y contemplativo. No se limita a
argumentar: quiere invocar. Cada capítulo es una invitación a pensar desde el
amor que da la medida, y a dejarse transformar por el misterio del ser que se
ofrece. Porque este libro no se escribió para explicar el mundo, sino para reaprender
a habitarlo como don.
G. F. Q.
Lima, Julio
2025
Primera Parte: Fundamentos
Ontorrealistas
Capítulo
1
La estructura del ser desde el Ontorrealismo
La metafísica no comienza con una afirmación,
sino con una pregunta silenciosa: ¿por qué hay algo en lugar de nada? Esta
interrogante inaugura no solo la filosofía como búsqueda de sentido, sino
también la conciencia de que el ser, en su plenitud, no puede reducirse a lo
dado, a lo empírico ni a lo útil. Desde esta premisa, el Ontorrealismo se
presenta como una arquitectura del pensamiento que restituye el orden
ontológico del mundo en una época marcada por la fragmentación, la
relativización de lo real y la disolución de los fundamentos trascendentales.
El don, tema central de
esta obra, no puede entenderse adecuadamente si no se ha comprendido antes la
estructura del ser mismo. No es un gesto emocional, ni una práctica social, ni
siquiera una virtud moral en primer lugar: es un fenómeno ontológico que brota
del modo en que lo finito participa en lo eterno. Por ello, el Ontorrealismo
propone una ontología del don como manifestación esencial de la relación
estructural entre los entes contingentes y la plenitud trascendental que los
sostiene.
1.1 La analogía del ser
como principio fundante
La analogía del ser, recuperada y reformulada
por el Ontorrealismo, permite escapar de dos peligros extremos: el univocismo
que homogeneiza la realidad y el equivocismo que la disuelve en multiplicidad
sin orden. Según este principio, los entes no son iguales al ser eterno, pero
tampoco ajenos: participan de él en distintos grados de plenitud, conservando
su identidad propia mientras reflejan, de forma proporcional, la riqueza
infinita del ser absoluto.
Esta analogía no es un
juego lingüístico ni una convención hermenéutica: es una estructura real del
ser. Todo lo que existe manifiesta, en algún grado, una dependencia ontológica
que no lo anula, sino que lo constituye. El don, por tanto, no es posible sino
dentro de esta lógica: porque el ser eterno no es cerrado sobre sí, sino
abierto a comunicar su plenitud sin pérdida, lo finito puede recibir y —por
participación— también donar. El acto de dar no surge del vacío voluntarista,
sino del exceso del ser que se derrama en la creación.
1.2 La jerarquía ontológica
como orden participativo
El mundo no es un caos arbitrario ni una
sucesión de entes desconectados. La realidad, desde el Ontorrealismo, se
configura como una jerarquía ontológica en la que cada ente ocupa un lugar
conforme a su capacidad de participación en la plenitud del ser. Esta jerarquía
no implica superioridad moral ni desigualdad coercitiva; es la expresión de una
organización ontológica en la que el ser se distribuye según niveles de
profundidad y apertura.
El don aparece como acto
intensificado en los niveles más altos de participación: cuanto más unido al
ser eterno está un ente, más capacidad tiene de darse sin agotarse, de
entregarse sin desaparecer. Por eso, el don no es empobrecimiento: es signo de
grandeza ontológica, manifestación del exceso que no se agota en sí. La
jerarquía ontológica garantiza que la donación no sea absurda ni
autodestructiva, sino expresión ordenada del ser en acto.
1.3 La continuidad
estructural entre lo finito y lo eterno
El pensamiento moderno dividió el mundo entre
lo inmanente y lo trascendente, como si entre ambos mediara un abismo
infranqueable. El Ontorrealismo rechaza esta dicotomía y propone una
continuidad estructural del ser: lo finito no está separado de lo eterno, sino
que lo refleja de manera proporcional. Esta continuidad no significa identidad,
pero sí conexión real.
El don, en este horizonte,
es el puente que une los extremos. No hay don sin recepción, ni recepción sin
una fuente que no se agote. Lo finito dona porque antes ha recibido: su
capacidad de entrega proviene de una recepción ontológica que se da en continuidad
con lo eterno. Así, la donación no es iniciativa individual ni decisión
pragmática, sino manifestación estructural de una relación ontológica profunda.
1.4 La contingencia como
vocación al absoluto
La contingencia, como condición esencial de
lo finto, no es un defecto: es la evidencia de que el ser no puede explicarse a
sí mismo sin referencia a un fundamento mayor. La contingencia remite a un
fundamento absoluto. Lo finito, por su naturaleza inestable y no
autosuficiente, apunta hacia una plenitud que lo precede y lo sostiene. Esta
vocación hacia lo absoluto no es aspiración ni deseo subjetivo, sino huella
estructural del modo en que el ser se manifiesta en lo limitado.
En este sentido, el don es
la forma más elevada en que la contingencia reconoce su vocación: al darse, el
ente finito confiesa que ha recibido y que su ser no es propiedad sino
participación. Donar es testimoniar ontológicamente que nada finito se sostiene
por sí mismo, y que el sentido último de la existencia reside en la
comunicación del ser.
1.5 Implicancias
ontológicas
El análisis de la estructura del ser desde el
Ontorrealismo permite comprender que la donación no es un añadido moral ni una
práctica cultural. Es el modo esencial en que lo finito participa en la
dinámica misma del ser eterno. En este capítulo hemos establecido que:
- Toda existencia finita participa ontológicamente en la plenitud
trascendental.
- La donación es una manifestación real de esa participación, no una
creación humana.
- La estructura ontológica está ordenada jerárquicamente, permitiendo
grados diversos de donación.
- La verdad del don reside en la continuidad entre lo que se recibe y
lo que se ofrece.
El don es, en suma, la forma activa que
adopta la existencia cuando se reconoce ontológicamente fundada en la gratuidad
originaria del ser. En los siguientes capítulos, esta estructura será aplicada
a la ética, a la cultura, a la civilización y a los desafíos contemporáneos.
Pero todo comienza aquí: en la afirmación radical de que ser es, esencialmente,
darse.
Cuando decimos que ser
es darse, no estamos formulando un lema poético ni una aspiración moral;
estamos enunciando una verdad ontológica que recorre todas las dimensiones de
la existencia. El ser, en su manifestación más profunda, no se define por
posesión ni permanencia, sino por donación activa, por una expansión que no se
agota en sí misma, sino que se entrega en plenitud.
Metafísicamente, esto
significa que la realidad no es cerrada ni autárquica. El ser no permanece
replegado sobre sí, sino que se comunica. No hay nada que exista por sí solo:
todo lo que es ha sido recibido. Esta lógica del ser como acto donativo implica
que existir no es simplemente "estar ahí", sino haber sido llamado,
formado y sostenido por algo mayor. El ente finito, al participar del ser
eterno, no solo es receptáculo de lo recibido: se transforma en cauce. Donarse
es su forma de confirmar que ha sido fundado, que no es origen sino reflejo, no
dueño sino testigo.
Ontológicamente, la
donación expresa la relación entre lo contingente y lo absoluto. El ser finito
no se anula en la entrega: en ella encuentra su propósito. Donar es el modo más
alto de participar en el dinamismo del ser eterno. No se trata de vaciarse ni
de perderse, sino de actualizar la plenitud que se ha recibido. En esta clave,
el don no es un gesto ocasional: es la estructura que sostiene la coherencia
del universo.
Desde la perspectiva
teológica, esta donación es el pulso mismo de la divinidad. Dios no es una
entidad cerrada ni distante, sino plenitud que se comunica sin agotarse. Si se
entiende a Dios como ser eterno, entonces su creación es don; su revelación, don;
su redención, don total. En la tradición cristiana, especialmente, esta lógica
culmina en la cruz: no como derrota, sino como expresión perfecta de que ser
es darse hasta el extremo. El amor trinitario no es una paradoja
conceptual, sino una afirmación: el ser divino subsiste como don recíproco,
como relación que se ofrece y acoge eternamente.
Epistémicamente, el
conocimiento también se ordena según esta estructura. No conocemos para poseer
ni para controlar, sino para acoger lo que se nos da. La inteligencia no crea
la verdad, sino que participa de ella. En la apertura al ser, el pensamiento se
vuelve acto de recepción y, a su vez, acto de entrega. Conocer es compartir: es
permitir que el otro también reciba lo que uno ha descubierto. El saber que no
se dona se estanca; la verdad que no se comparte, se corrompe.
Y éticamente, esta
estructura se traduce en el bien como acto de entrega. Ser bueno no es
simplemente obedecer una norma, sino vivir conforme a lo que somos
ontológicamente: seres donados que se donan. El amor, la generosidad, el
perdón, la compasión —todas estas virtudes no son exigencias externas, sino
manifestaciones de una verdad interna: existimos porque se nos ha dado ser, y
por eso estamos llamados a ofrecerlo. La acción moral, en esta perspectiva, no
es un deber impuesto, sino una resonancia ontológica.
Cuando comprendemos que ser
es darse, todo se reordena. La cultura deja de ser espectáculo; la política,
estrategia; la educación, transmisión de datos. Todo se convierte en espacio de
donación, en posibilidad de reflejar el acto originario del ser que no retiene,
que no calcula, sino que se expone, se entrega, se comparte. Es esta lógica —la
lógica del don— la que puede restaurar el sentido perdido en nuestras
civilizaciones fragmentadas. No hay redención sin don. No hay humanidad plena
sin darse.
La expresión ontorrealista ser
es darse se erige como una crítica radical a todo sistema que concibe al
ser como clausura, aislamiento o autosuficiencia. Frente a la célebre
concepción de Leibniz sobre las mónadas sin ventanas —sustancias
indivisibles, cerradas en sí mismas, que no reciben influencias del exterior—
el Ontorrealismo responde que toda entidad es en tanto que participa, y toda
participación implica apertura, donación, exposición.
La mónada leibniziana
refleja el universo, pero lo hace desde una soledad sincronizada por decreto
divino, sin que su realidad le llegue desde fuera ni pueda salir de ella hacia
otro. En otras palabras, es un mundo encapsulado, reflejo sin comunión. En cambio,
el Ontorrealismo sostiene que ningún ser finito puede comprenderse fuera del
vínculo con lo eterno, y que ese vínculo se manifiesta estructuralmente como
donación. Existir es haber recibido; y recibir ontológicamente implica también
el llamado a darse.
La mónada, cerrada sobre
sí, no puede amar, no puede dar, no puede ser fecunda. Está programada por
fuera, sin ventanas por donde el ser pueda entrar ni salir. El ser
ontorrealista, en cambio, vive en comunión jerarquizada: se recibe desde lo
trascendente, y al recibir, se dona. Cada ente, incluso el más limitado, posee
capacidad de apertura porque ha sido fundado en una lógica que no lo encierra,
sino que lo proyecta hacia el otro.
Este deslinde con Leibniz
se extiende a otros pensadores. Con Kant, el debate es epistémico: si el
fenómeno cubre completamente al noúmeno, entonces el conocimiento está
clausurado en categorías del sujeto. Pero para el Ontorrealismo, el sujeto
conoce en tanto que el ser se ha dado, se ha manifestado, se ha abierto. Sin
donación ontológica, no hay conocimiento verdadero: sólo organización interna
de datos. La verdad no se construye: se acoge.
Con Rorty, la polémica es
lingüística y pragmática. Su visión de la verdad como consenso útil elimina
toda referencia trascendental. Pero el Ontorrealismo afirma que toda utilidad
presupone orden, y que el orden sólo existe si el ser se ha dado como estructura
inteligible. No hay discurso sin realidad, y no hay realidad sin donación
previa.
Incluso con Vattimo, el
diálogo se vuelve tenso. Su ontología débil y su pensamiento débil buscan
liberarse del peso de lo absoluto. Pero el Ontorrealismo no concibe el absoluto
como peso, sino como fundamento fecundo. El ser fuerte no impone: se ofrece. Lo
trascendente no aplasta: sostiene. La debilidad del pensamiento posmoderno
reside no en su pluralidad, sino en su desarraigo ontológico.
La posición ontorrealista
no pretende replegarse en la tradición, ni recuperar una metafísica dogmática.
Se propone restaurar la lógica de la comunión ontológica: afirmar que todo lo
que es, es en tanto que se ha dado, y que el único modo auténtico de existir es
expandirse, comunicarse, entregarse. Frente a las mónadas sin ventanas, el
Ontorrealismo ofrece una ontología con puertas abiertas: el ser no se posee, se
comparte. Y es ahí, en esa entrega, donde lo finito alcanza su plenitud.
La metafísica ontorrealista
del don está íntimamente conectada al tomismo, pero no se trata de una simple
restauración escolástica ni de una repetición doctrinal. Reconoce con gratitud
los pilares que Santo Tomás de Aquino asentó: la analogía del ser, el acto de
ser (actus essendi), la participación ontológica y la jerarquía del ser
como expresión del orden divino. Sin embargo, el Ontorrealismo no retorna al
tomismo como si el presente filosófico fuera sólo una deriva que debe
corregirse volviendo atrás. Más bien, realiza una lectura proyectiva que recoge
lo esencial del tomismo y lo reconfigura en diálogo con la crisis
contemporánea, sin encorsetarse en su formulación medieval.
Donde el tomismo contempla
la creación como participación en el ser divino, el Ontorrealismo amplifica esa
intuición reconociendo que dicha participación no es solo estructural o
metafísica, sino también dinámica, donativa y ética. Mientras el tomismo fundamenta
la moral en la ley natural inscrita en la criatura racional, el Ontorrealismo
subraya que esa ley encuentra su expresión más profunda en el acto de darse
ontológicamente, es decir, en vivir como respuesta donativa a lo recibido.
El tomismo estructura el
universo como una jerarquía ordenada hacia Dios, Ser por esencia; el
Ontorrealismo asume esa arquitectura, pero le devuelve movimiento, reciprocidad
y vocación al encuentro. Ser no es solo orden, sino apertura. Donar no es solo
una consecuencia moral, sino una exigencia metafísica: el ser mismo se
comunica, se expande, se ofrece. De ahí que la metafísica del don sea un
desarrollo posterior, un paso adelante, una actualización que interpreta el
núcleo tomista a la luz de las disoluciones modernas —el relativismo, el
subjetivismo, el utilitarismo, el desarraigo espiritual.
No es una vuelta al tomismo
porque no ignora la historia del pensamiento posterior ni los nuevos desafíos
ontológicos: la inteligencia artificial, la ingeniería social, la economía
simbólica, el constructivismo ideológico. El Ontorrealismo no encierra su
propuesta en una lógica aristotélico-escolástica, sino que la proyecta hacia
una civilización fundada en el ser donado, donde conocer, amar y construir
cultura sea entendido como respuesta ontológica y no como ejercicio de
autonomía instrumental.
Así, sin abandonar sus
raíces, el Ontorrealismo se despliega como una metafísica renovadora, que
conserva la verdad del tomismo, pero la reconfigura desde la conciencia crítica
de que ser es darse, y que sólo en esa donación el mundo recupera su
fundamento, su sentido y su posibilidad de plenitud. Decir que ser es darse
no es una metáfora moral ni una fórmula poética: es una afirmación radical
sobre el modo en que la realidad existe, se sostiene y se despliega. En su
núcleo más profundo, el ser no se define por posesión ni permanencia, sino por
comunicación ontológica. La plenitud del ser no se guarda en sí, no se encierra
ni se protege como algo que teme perderse: el ser, cuando es en verdad, se
entrega, se difunde, se regala.
Lo real es por vocación
expansiva. La existencia no es un muro contra el vacío, sino un acto que vence
la nada a cada instante, simplemente porque en lugar de cerrarse, se abre. Cada
ente que participa en el ser lo hace recibiendo esa donación originaria, y al
hacerlo, se convierte también en cauce de entrega: todo lo que vive, todo lo
que ama, todo lo que conoce, lo hace en virtud de este gesto profundo de
apertura. Ser es darse, porque el ser no se fundamenta en sí mismo, sino en la
plenitud trascendental que lo origina, lo sostiene y lo orienta.
Este principio metafísico
encierra una consecuencia cósmica: la nada no triunfa, porque nunca ha sido el
origen. La nada no crea, no estructura, no comunica. No se da. Solo el ser
puede donarse, y al hacerlo, vence el abismo que amenaza con quebrarlo. Cada
acto de existencia, cada chispa de conciencia, cada gesto de amor, es una
victoria contra la muerte. Y no lo es por accidente, sino por necesidad
ontológica. Porque lo que se da, permanece. Y lo que se guarda en sí, se
apaga.
La muerte, desde esta
lectura, no tiene la última palabra porque es ausencia de donación, clausura
del acto. Pero si el ser es darse, entonces siempre hay una posibilidad de
nuevo comienzo. El cosmos no está en manos del vacío, sino de una estructura
ontológica que se fundamenta en la comunión originaria del ser. Y por eso, aun
en medio del dolor, de la pérdida y del límite, la esperanza no es ilusión: es
intuición metafísica.
Lo eterno se da sin
agotarse. Lo finito participa sin desvanecerse. Y esa danza entre el recibir y
el ofrecer, entre el fundado y el fundante, es lo que configura no solo la
realidad del mundo, sino la promesa de que el mundo no está condenado al
silencio ni a la ausencia. Ser es darse. Y por eso, el amor es más fuerte que
la muerte. Y por eso, la nada no vence. Y por eso, todo lo que vive está
sostenido por una gratuidad anterior que no se extingue.
Concebir el ser como darse
implica, de forma inevitable, concebir el ser como amor. No como sentimiento
ocasional, ni como inclinación subjetiva, sino como estructura ontológica: una
forma radical en la que la realidad se manifiesta y se mantiene. Amar no es
accesorio al ser, es su expresión más profunda; es la forma concreta en que la
donación ontológica se encarna. Decir que ser es darse es decir que el
amor es el modo de ser más alto —y, por tanto, la verdadera medida de todas
las cosas.
Este principio puede
formularse como amore mensura: el amor como medida. En un mundo que ha
querido medirlo todo desde la utilidad, desde la producción, desde la función,
esta idea revierte el cálculo instrumental y restituye la primacía ontológica
del amar como acto fundante. Lo que no se da, no es plenamente. Lo que no ama,
no participa en la lógica más honda del ser. Desde esta perspectiva, el amor no
se reduce a ética ni a emoción, sino que se inscribe en la textura misma del
ser. Cada ente que se da —al servir, al acoger, al sacrificarse— actualiza la
verdad estructural que lo constituye. Cada gesto de entrega es confirmación
metafísica de que la realidad no se fundamenta en la fuerza ni en la
permanencia, sino en la gratuidad compartida. Amore mensura no es un
imperativo moral: es la forma en que el mundo se sostiene.
La muerte y la nada no
tienen poder último porque no pueden amar. Solo lo que se da permanece, y solo
lo que ama trasciende. El amor, como don, como apertura, como acogida, es la
forma superior de la existencia, y por eso debe ser el criterio por el cual
medimos no solo nuestras acciones, sino el valor de todo lo que es. Cuando se
dice que el ser es amor, no se idealiza ni se sentimentaliza el universo: se lo
interpreta en clave de comunión. El ser no se guarda, se ofrece. Y todo lo que
es verdadero, bello y justo —desde la sinfonía de las estrellas hasta el
susurro de una caricia— participa de esa lógica donativa que llamamos amor.
Medir en el amor es, entonces, el acto filosófico por excelencia: descubrir
cuánto de realidad hay en cada cosa según su capacidad de darse.
Cuando afirmamos que amore
mensura —el amor es la medida de todas las cosas— no estamos hablando de un
principio metafísico abstracto, suspendido en un plano conceptual
despersonalizado. Por el contrario, esta expresión señala con claridad,
profundidad y asombro hacia una realidad personal trascendente: un Dios Creador
que es Padre, misericordioso, omnipotente y omnisciente. El amor como medida no
flota como idea universal vacía; se enraíza en la existencia de un Ser absoluto
que se da por completo sin retenerse, y cuyo ser mismo es Amor.
Este Dios no es una
categoría ontológica impersonal ni una energía difusa. Es Persona viva que crea
por amor, sostiene por amor y redime por amor. El amor ontológico tiene origen
en Él, no como atributo entre otros, sino como esencia misma de su ser. Decir
que el amor es la medida de todas las cosas significa que todo lo que existe ha
sido creado con propósito, con ternura, con sabiduría plena y potencia
generosa. En ese sentido, amore mensura no remite a una fórmula
filosófica sino a una presencia divina que da sentido, dirección y destino a
todo lo real. Porque es Padre, este Dios no impone por fuerza, sino que
engendra; no domina, sino que cuida. Porque es misericordioso, vuelve a
levantar lo que cae, abraza lo que se extravía, permanece fiel incluso cuando
es negado. Porque es omnipotente, no hay límite en su capacidad de dar —el
universo entero es fruto de su donación sin esfuerzo, sin desgaste. Y porque es
omnisciente, conoce cada fibra de lo creado, cada gramo de deseo, cada lágrima,
cada plegaria secreta.
La metafísica del don, al
afirmar que el ser se da, conduce inevitablemente a esta fuente personal del
ser: el Dios que ama gratuitamente y sin condiciones, cuya lógica no es la del
cálculo, sino la de la comunión. Amar como Él ama —es decir, darse— es entrar
en la verdad más profunda de la realidad, y es también participar en su
misterio viviente. Así, amore mensura no sólo mide el valor de las
cosas; revela el rostro de quien las ha hecho posibles. El amor no es
principio: es Dios. Y el ser, cuando se da, habla su lenguaje y manifiesta su
presencia. El universo entero, entonces, no es un sistema cerrado, sino un
espacio abierto donde el amor divino se escribe en cada criatura, esperando ser
respondido, reflejado, compartido.
Al
final, la ontología del amor no solo revela el modo en que el ser se manifiesta
en comunión y entrega; también señala, con la precisión silenciosa de lo
fundamental, la existencia de un Dios vivo que es su fuente. Porque si todo lo
que existe ha sido donado, y si toda donación auténtica encierra un movimiento
de amor, entonces el amor no es solo una propiedad derivada del mundo: es la
firma de quien lo ha originado. El amor, cuando es verdadero —es decir,
gratuito, fecundo, sin medida ni condición—, no puede explicarse sin referencia
a un principio que lo contenga en su plenitud. Así, el ser que ama revela que
ha sido amado primero. Y en ese rastro silencioso, en esa lógica del don que
atraviesa la existencia, se dibuja no un concepto abstracto, sino la huella
viva de un Dios Creador, Padre, misericordioso, omnipotente y omnisciente, que
sostiene el mundo no desde la fuerza, sino desde la entrega. Amar es existir en
Él; y existir en Él es la forma más alta de decir que Dios es.
Lo que hemos descubierto al
concebir el ser como don —y el don como manifestación estructural del amor— nos
permite entender por qué tantas explicaciones del mundo, provenientes de
corrientes diversas y milenarias, finalmente fracasan en su intento de fundar
el sentido último de la existencia. No porque carezcan de observación, de
intuición simbólica o de esfuerzo racional, sino porque ignoran el corazón del
ser como acto de entrega.
El animismo, al atribuir
alma a cada elemento de la naturaleza, capta la vitalidad del cosmos, pero
confunde la dinámica del ser con una dispersión de esencias sin fundamento
trascendente. El politeísmo multiplica los centros de fuerza, pero no alcanza
la unidad originaria de la donación suprema. El henoteísmo intuye una
preeminencia, pero no advierte la plenitud absoluta que se da sin rival ni
carencia. El deísmo reconoce un origen, pero lo concibe como un Dios lejano,
ausente, no como un Padre que ama y sostiene. El panteísmo diluye la
trascendencia en lo visible, negando la gratuidad del ser como don desde el
otro absoluto. El materialismo encierra el sentido en la materia ciega, incapaz
de explicarse ni de donarse. Y las formas orientales y occidentales de ateísmo,
aunque variadas en sus enfoques, coinciden en clausurar la fuente del ser en la
nada o en la autosuficiencia humana.
Todas estas explicaciones,
por distintas que sean, fallan en reconocer que el fundamento del mundo no es
la fuerza, ni el azar, ni el equilibrio cósmico, sino el acto libre de un Dios
personal que dona ser por amor. El cosmos no emana, no funciona, no se
despliega por necesidad impersonal. El cosmos ha sido amado, y por eso existe.
Sólo una metafísica del don puede sostener esta verdad, porque solo ella afirma
que el ser —en su origen y en su destino— no es sino la expresión constante del
amor que se da sin agotarse, sin imponerse, sin retirarse.
Y es esta verdad la que
devuelve sentido a la vida, a la historia y al universo. Porque si lo real ha
sido dado, entonces hay un rostro detrás del misterio; un vínculo detrás del
orden; una promesa detrás del límite. Ese rostro no se impone, pero se manifiesta
en cada acto de amor auténtico. Y por eso, cualquier visión del mundo que no lo
reconozca, se fragmenta, se desvanece o se endurece, incapaz de explicar por
qué seguimos esperando, amando, confiando. El ser es don. El don es amor. Y ese
amor tiene nombre. Tiene voluntad. Tiene historia. Es Dios.
No se puede cerrar este
capítulo sin dejar constancia de lo más alto, lo más incomprensible y lo más
profundamente conmovedor: el mayor acto de amor de Dios no fue crear el
universo, ni sostenerlo con su poder, ni adornarlo con belleza. Fue descender.
Fue hacerse carne en la criatura más limitada, contradictoria e imperfecta de
todas: el hombre. No escogió los astros, ni los ángeles, ni las formas
superiores del ser. Eligió al ser humano —débil, fragmentado, pecador— pero
también portador de un alma inmortal, capaz de responder al amor con libertad.
Este gesto no fue solo
cercanía: fue encarnación, fue asumir la fragilidad, entrar en la historia,
compartir el dolor, tocar las heridas. En Cristo, Dios no vino a visitarnos
desde lejos, vino a habitarnos desde dentro. Y al hacerlo, santificó lo humano,
restauró su vocación más profunda: la de participar en el ser como don, como
comunión, como amor entregado. La cruz no fue derrota, sino la expresión
suprema del darse hasta el extremo. Por eso, el amor no es teoría: es sangre,
es cuerpo, es historia.
Así, esta metafísica del
don no puede desligarse de la encarnación como acto absoluto de entrega. Ser es
darse. Y Dios, que es el Ser por excelencia, se dio totalmente en Cristo,
revelando que no hay don más alto que aquel que se ofrece desde lo eterno hacia
lo finito, desde lo perfecto hacia lo roto, desde la gloria hacia el barro. El
hombre, en su miseria, fue considerado digno de recibir al Infinito. Y eso, más
que cualquier concepto, confirma que amore mensura no es sólo medida del
cosmos: es la clave del corazón divino.
Establecer un puente entre
la metafísica y la cristología, entre amore mensura y la antropología,
no es una tarea ornamental ni secundaria: es el acto de unir los fundamentos
ontológicos del ser con la revelación histórica de su significado más pleno. Si
el ser, como hemos venido desarrollando, se entiende esencialmente como don, entonces
su manifestación más absoluta no puede limitarse a fórmulas filosóficas o
estructuras conceptuales. Necesita encarnarse, hacerse historia, rostro, gesto
concreto. Y eso es lo que sucede en la cristología: el ser que se da se hace
carne, y al hacerlo, no sólo confirma la metafísica del don, sino que la eleva
a su cima irrepetible.
Cristo, como don total del
Padre, realiza la verdad ontológica de que el ser no se retiene. Se entrega, se
expone, se sacrifica, se glorifica. Y al encarnarse en el ser humano —no en el
ángel, no en el arquetipo, no en la forma pura— revela que la antropología está
incluida en la lógica del don. El hombre, con sus límites, contradicciones y
heridas, ha sido elegido como receptor directo del amor divino, pero también
como imagen estructural de ese amor. En él, en su alma inmortal, se inscribe la
vocación de ser donativo, relacional, trascendente. Si Dios ha querido ser
hombre, es porque ha visto en el hombre no sólo la necesidad de salvación, sino
la posibilidad de ser prolongación de su donación eterna.
Así, amore mensura
no queda como principio abstracto, sino que toma forma en la existencia
histórica de Jesús, y desde Él se proyecta hacia todo lo humano. La
antropología ontorrealista afirma entonces que el hombre es ser recibido y ser
ofrecido, que su dignidad no se reduce al intelecto ni a la libertad, sino que
se expresa en su capacidad de amar como ha sido amado. El ser humano no es mera
criatura: es interlocutor del don.
Este puente entre
metafísica y cristología, entre el amor como medida y el hombre como criatura
amada, transforma no sólo el pensamiento, sino el mundo. Porque si el ser se
dona en Cristo, y si el hombre puede participar de ese mismo movimiento,
entonces la historia no es una repetición vacía ni una lucha por sobrevivir: es
el escenario donde el amor divino puede reflejarse, multiplicarse, encarnarse
de nuevo. Ser es darse. Dios se ha dado. El hombre es llamado a hacer lo mismo.
Esa es la antropología del don. Esa es la esperanza que sostiene el cosmos.
Gabriel Marcel, al concebir
al hombre como homo viator, capta con profundidad su dimensión
existencial: el ser humano como caminante, como buscador, como peregrino del
sentido en medio de la finitud. Esta imagen es luminosa, pero no suficiente.
Porque si bien el hombre camina, no camina solo, ni camina vacío. Camina como
alguien que ha recibido algo y que está llamado a compartirlo. Su travesía no
es una fuga ni una exploración desesperada: es una marcha orientada por la
lógica del don. Por eso, más allá de homo viator, el hombre es —en su
verdad más alta— homo dāre amōre: el que vive para darse en amor*.
El hombre no es sólo quien
se desplaza en busca de respuestas, sino quien, aun en medio de sus límites,
puede amar como ha sido amado, donar como ha sido donado, acoger como ha sido
acogido. Su vocación no está sólo en llegar a un destino trascendente, sino en
hacerlo como sujeto donante, como criatura cuya libertad alcanza plenitud
cuando se convierte en entrega. Ser homo dāre amōre es afirmar que el
corazón humano está hecho no para conservar, sino para expresarse en comunión,
en servicio, en misericordia, en entrega radical. No hay humanidad plena sin la
capacidad de donación amorosa. Y por ello, toda antropología que ignore esta
verdad —que reduzca al hombre a deseo, a voluntad, a producción, a cálculo—
falla en su intento de explicar lo humano. Caminar es hermoso, pero caminar
dando es divino.
Y es allí donde el hombre
alcanza su estatura verdadera: no cuando conquista, sino cuando se entrega con
el amor con que fue creado. Homo dāre amōre: el hombre como ser que ama
dando, como ser que dona amando. Esa es su huella ontológica, su vocación
metafísica y su destino eterno.
Quizá
ese sea el misterio más profundo del hombre: tener un corazón que no fue
diseñado para encerrar, retener o protegerse, sino para abrirse, entregarse, vincularse. En lo más hondo de su
ser, el ser humano lleva inscrita una vocación que contradice la lógica del
miedo, del cálculo o de la posesión. Su corazón —metáfora y realidad viva— no
ha sido hecho para conservar, sino para expresarse en comunión y dar
amor. Ese impulso de donación, de salir de sí hacia el otro, no
es una debilidad emocional, es la marca ontológica de lo humano. Vivir
encerrado es contrariar su arquitectura interior; amar, en cambio, es habitar
su verdad. Y quizás, en ese misterio —en ese corazón que late para dar— se
revela no solo el sentido de la existencia, sino el eco más íntimo de su origen
divino.
Somos criaturas
profundamente imperfectas. Llevamos en nosotros la fractura de la
contradicción, el peso de la fragilidad, la sombra del límite. Y sin embargo,
en medio de todo eso, somos también portadores de una posibilidad inmensa: la
de reflejar el amor de Dios en el corazón del cosmos. No somos dioses, no somos
ángeles, pero somos capaces —desde nuestra pequeñez y desorden— de abrirnos, de
recibir, de amar, de dar.
Esa es la razón por la cual
Cristo no asumió la forma de lo perfecto ni lo sublime, sino la figura humana,
con todo lo que implica: dolor, incertidumbre, hambre, cansancio, tristeza.
Eligió lo roto, lo necesitado, lo vulnerable, porque quiso mostrar que el amor
verdadero no exige perfección, sino disponibilidad. Al encarnarse en nuestra
condición, Dios declaró que incluso lo más limitado puede convertirse en lugar
de plenitud, que incluso lo más débil puede contener lo infinito.
Porque en cada hombre —por
muy herido que esté— hay una chispa de lo eterno. Una capacidad de donarse, de
reconciliarse, de irradiar belleza a través de la entrega. Y ese milagro
cotidiano, esa posibilidad de ser eco del amor divino en la historia, es la
mayor dignidad que hemos recibido. No es el poder lo que nos define, ni la
lucidez, ni el éxito. Es la posibilidad de amar como hemos sido amados, y con
ello, convertir la imperfección en sacramento, y la existencia en reflejo del
misterio.
Estamos unidos a Dios por
el sacramento ontológico del dar por amor. No es solamente una unión simbólica
ni una relación ética o religiosa, sino una conexión que nace desde la
estructura misma del ser. Dar por amor es el gesto que revela la verdad más honda
del universo, porque en él el ser se manifiesta tal como fue originado: como
acto gratuito, como entrega, como comunión. Cada vez que amamos sin medida, que
nos damos sin esperar, que nos ofrecemos al otro como presencia y cuidado,
actualizamos ese vínculo profundo con quien nos ha creado. No imitamos a Dios
desde fuera: lo participamos desde dentro.
Ese dar amorosamente no es
una obligación ni un mandato impuesto: es el signo de que hemos sido llamados a
existir en el mismo pulso que da vida al cosmos. En ese sentido, la donación
amorosa no es solo gesto humano, sino sacramento ontológico: es presencia de lo
divino en la trama de lo cotidiano, es la forma en que lo eterno se filtra en
la historia a través de nuestras acciones. Dar por amor no nos une a Dios
porque Él lo exige, sino porque Él es eso que damos: presencia, misericordia,
gratuidad. Y cuando nos damos, nos unimos. Y al unirnos, confirmamos que el ser
no es posesión, sino don compartido. Allí, en el acto silencioso de amar dando,
Dios se hace uno con nosotros.
Entonces, la pregunta que
ha acompañado al pensamiento humano desde sus comienzos —¿por qué hay algo en
lugar de nada?— puede, finalmente, ser respondida con una sola palabra: por
Amor. No por necesidad, ni por azar, ni por voluntad abstracta. Amor. Porque el
amor no necesita razones, las antecede. El amor no exige condiciones, las
desborda. El amor no calcula lo que conviene, simplemente se da.
Todo lo que existe —desde
las galaxias que giran en silencio hasta la mirada de un niño— está ahí porque
ha sido amado en el acto originario del ser. No hay creación que no sea don, y
no hay don que no tenga detrás un corazón que elige entregarse. La nada no
prevalece porque el amor no puede quedarse inmóvil: el amor engendra, convoca,
llama a existir. El universo, en su infinita complejidad, no es un accidente de
energía sino la consecuencia tangible de una decisión amorosa: dar ser donde no
había, ofrecer plenitud donde sólo había posibilidad, encender la luz donde aún
no se había pronunciado el tiempo.
Por eso, frente a la
pregunta más radical de la filosofía, no hay que buscar una fórmula técnica ni
un sistema cerrado. Hay que mirar al fondo del corazón del ser, y allí, con
humildad y asombro, susurrar: hay algo en lugar de nada... por Amor.
Capítulo 2
El sentido del finito y la plenitud
trascendental
Hay algo inconfundible en la estructura del
mundo: nada que vemos es autosuficiente, y, sin embargo, todo parece orientarse
hacia algo más pleno, más alto, más real. Vivimos entre lo finito y lo
infinito, en esa tensión silenciosa donde cada instante revela su precariedad,
pero también su promesa. Este capítulo busca entender esa dinámica desde la
lógica del don: la contingencia como apertura, y la finitud como vocación de
comunión con lo eterno.
Lo finito, lejos de ser un
defecto o una condena ontológica, es el espacio donde el ser se manifiesta
gradualmente. No hay plenitud sin comienzo, ni eternidad sin acogida. Por eso,
el límite no es una prisión; es una puerta hacia la participación, una señal de
que el ser que se tiene no se posee, sino que se ha recibido. La criatura
finita no es fragmento de caos ni huella de azar: es don acogido y capaz de
convertirse en don ofrecido.
La plenitud trascendental
no está ausente, ni recluida en un plano inalcanzable. Se ofrece, se insinúa,
se filtra en cada parte del mundo con una discreción poderosa. No grita, no
impone. Simplemente se da, y lo hace en formas que lo finito puede sostener: en
la belleza, en la verdad, en el amor. Lo eterno no desaparece: habita lo frágil
sin perderse en ello, como la luz que entra sin destruir la transparencia.
Desde el Ontorrealismo, esa
relación entre lo finito y lo eterno se fundamenta en la analogía ontológica
del ser. No todos los entes participan del ser de la misma manera, pero todos
lo hacen en diversos grados. Esa participación es donativa: la criatura no
genera ser, lo acoge. Y al acogerlo, está llamada también a ofrecerlo. De ahí
que la contingencia no sea un obstáculo para la plenitud, sino su antesala.
Incluso la muerte, el
dolor, la duda y el tiempo se revelan bajo esta mirada como oportunidades de
comunión: no porque sean buenos en sí, sino porque abren el corazón finito a la
búsqueda del eterno que lo ha hecho posible. Todo límite es umbral. Todo vacío
es espacio de espera. Toda fragilidad es llamada silenciosa a la donación que
nos sostiene. Y en esa danza entre lo que somos y lo que nos trasciende, el
hombre descubre que no es dueño del ser, sino hijo del Amor. Está hecho para
recibir y para dar, para guardar y para entregar, para reflejar lo que le
precede. Su finitud no es condena, es vocación. Y su destino no es el cierre,
sino la comunión. Así, este capítulo confirma que el sentido profundo del
finito está en su capacidad de ser umbral del eterno, y que la plenitud
trascendental no se aleja, sino que se ofrece en cada acto donde el ser se
transforma en don. Vivir, entonces, no es asegurar la permanencia, sino
aprender a darse como el eterno se ha dado. En esa entrega, lo finito se
transfigura, y el mundo —con toda su fragilidad— se convierte en sacramento de lo que no se agota.
2.1 Contingencia como apertura ontológica
La contingencia, lejos de
ser un defecto ontológico, es una forma de apertura radical. Es la señal
profunda de que el ser que habitamos no nos pertenece, que lo que somos no es
autosuficiente, que nuestra existencia tiene un origen que la excede y un destino
que la trasciende. Ser contingente es reconocer que hemos sido llamados a
existir, no por necesidad ni por accidente, sino por un acto libre de amor
donante.
Desde el Ontorrealismo, la
contingencia no encierra al ente en la precariedad, sino que lo orienta hacia
la comunión. Todo lo que es contingente puede abrirse al ser eterno, puede
recibirlo, y en esa recepción, puede ofrecerlo también. El límite se convierte
así en ventana; el “no ser por sí” se transforma en vocación hacia el Otro que
lo sostiene. La criatura no se define por lo que le falta, sino por su
capacidad de acogida.
Heidegger hablaba del
hombre como pastor del ser. En su pensamiento, el ser se manifiesta en
la historia, se revela en el tiempo, pero no se entrega plenamente: aparece, se
retira, se oculta. El ser, para Heidegger, exige cuidado, atención, apertura. Y
ese gesto pastoral tiene un valor innegable. Pero desde la lógica del don
ontorrealista, somos más que pastores del ser: somos pastores del amor. Porque
el ser no sólo aparece: se da. Y se da en amor. Por eso, no basta con
custodiarlo; debemos reflejarlo, comunicarlo, hacerlo acto en nuestra propia
donación.
Ser pastor del amor implica
que el hombre no sólo es espectador del misterio, sino interlocutor del don.
Que no sólo recibe el ser, sino que está llamado a prolongarlo en gestos de
comunión, de misericordia, de entrega fecunda. Que su contingencia no lo condena
a la pasividad, sino que lo constituye como criatura abierta, dispuesta, capaz
de ofrecer su ser como eco del amor que lo ha hecho posible.
La contingencia, entonces,
es puerta, no muro. Y el hombre, como pastor del amor, no vive cuidando una
esencia abstracta, sino alimentando una llama viva que lo une con lo eterno. En
su fragilidad, puede acoger la inmensidad. En su límite, puede participar de lo
que no tiene fin. Y ese es, quizá, el sentido más profundo de existir: ser
contingente, para poder amar como hemos sido amados.
A lo largo de la historia
de la filosofía, la contingencia ha sido interpretada muchas veces como una
falla, como una carencia, como un muro ontológico que impide el acceso a lo
verdadero, a lo absoluto, a lo inteligible. Varias corrientes, desde el existencialismo
radical hasta algunos racionalismos modernos, han concebido la finitud del ser
como obstáculo insalvable, como señal de que el mundo está fragmentado y sin
dirección. Pero esta lectura, por más sofisticada que parezca, se equivoca en
su premisa fundamental: confundir el límite con la clausura, y la apertura con
el vacío.
El existencialismo de
Sartre, por ejemplo, convierte la contingencia en condena: la conciencia está
arrojada al mundo sin fundamento, sin razón, sin propósito ontológico. El ser
es un escándalo, un hecho bruto e injustificable. La angustia no es síntoma: es
la sustancia misma de lo contingente. Pero al reducir la finitud al absurdo,
Sartre deja fuera la posibilidad de que el límite sea una forma de vocación, no
una sentencia.
O pensemos en el
racionalismo cerrado, en el tipo de lógica que encuentra en lo necesario —en la
deducción, en la evidencia total— la única forma legítima del ser. En estas
filosofías, lo que no puede ser demostrado con certeza se convierte en residuo
ontológico. Lo contingente es sospechoso. Pero esta obsesión por la necesidad
olvida que la gratuidad misma del ser es lo que lo hace admirable, humano,
posible de amar. Un mundo completamente necesario sería opaco, sin don, sin
libertad.
También el empirismo
extremo cae en esa trampa. Al ver en lo contingente sólo datos sensibles, lo
reduce a fenómeno efímero, a superficie. La experiencia es tratada como hecho,
no como signo. Pero si la contingencia no se interpreta, si no se mira como puerta
ontológica hacia lo eterno, entonces lo real se disuelve en lo inmediato.
Incluso en algunas
corrientes orientales que exaltan la disolución del yo en el flujo cósmico, la
contingencia tiende a ser relativizada o superada como ilusión. Pero desde el
Ontorrealismo, cada límite, cada fragmento, cada momento finito contiene una huella
donada, una invitación a trascender sin dejar de ser.
Por eso, polemizamos: no
hay muro en la contingencia si se la interpreta desde el don. El límite no
encierra, orienta. Lo finito no separa, señala. Y la fragilidad no condena,
convoca. La única lectura que redime la contingencia es aquella que la ve como
espacio ontológico de comunión, como condición para el amor, como participación
en la plenitud que no aplasta, sino que se ofrece. El muro está solo en la
mirada que no quiere amar. El ser, en cambio, nunca ha dejado de darse.
La contingencia, en la
perspectiva ontorrealista del don, es apertura fecunda hacia el ser eterno, no
ilusión, no sufrimiento sin sentido, no desactivación de la potencia. Esta
afirmación nos coloca en clara tensión con tres visiones filosóficas que, desde
enfoques muy distintos, han comprendido la contingencia como algo que debe ser
superado, eludido o anulado: el budismo, el pensamiento de Arthur Schopenhauer
y la filosofía de Giorgio Agamben.
El budismo, especialmente
en su formulación clásica, considera que la existencia contingente —marcada por
el deseo, el cambio, el apego, el dolor— es ilusoria. Todo lo que aparece está
sujeto a dukkha (sufrimiento), y por tanto, el camino de liberación
consiste en disolver el yo y trascender el mundo de las apariencias. Pero desde
el Ontorrealismo, la contingencia no es apariencia vacía: es vocación concreta
de comunión. No es algo que debe disolverse, sino algo que puede ser
transformado en donación ontológica. La respuesta no es la extinción del deseo,
sino su elevación: amar hasta el fondo, incluso en medio del límite, es
participar del ser sin necesidad de abolirse.
Schopenhauer, por su parte,
hace de la contingencia una prisión. El mundo es voluntad ciega, absurda,
repetitiva; y el individuo está encadenado a deseos que lo arrastran hacia el
sufrimiento. Su salida está en la negación de la voluntad, en la suspensión de
la afirmación vital. Desde esta mirada, lo contingente es culpa ontológica,
ruido inútil. Pero el Ontorrealismo polemiza: el sufrimiento no es el signo de
un mundo mal hecho, sino el eco de un amor que aún espera ser respondido. El
deseo no siempre destruye: puede convertirse en impulso de entrega, en búsqueda
de comunión, en camino hacia la plenitud donativa. Schopenhauer quiere
silenciar la vida; el Ontorrealismo la quiere transfigurar.
Giorgio Agamben, desde otra
vertiente, piensa la contingencia en términos de potencia que no se actualiza.
Su idea de una vida que permanece en estado de pura posibilidad, como
forma-de-vida desactivada, introduce una crítica aguda al aparato político y teológico.
Pero su diagnóstico —que denuncia los usos del poder que excluyen lo
inapropiable— no logra configurar una metafísica que afirme la contingencia
como respuesta, como participación, como acto fecundo. La potencia sin
actualización es silencio; la espera sin donación, exilio. El Ontorrealismo
afirma que la vida no está definida por lo que podría ser, sino por lo que
puede amar siendo. La contingencia, desde esta visión, es acto con apertura, no
potencia vacía.
En todos estos casos
—budismo, Schopenhauer, Agamben— la contingencia aparece como problema, como
carga, como disolución o como exceso. Pero desde la lógica del don, polemizamos
con firmeza: lo contingente no está roto. Lo contingente está llamado. Y esa
llamada no exige huida ni negación, sino respuesta amorosa. El límite no es
trampa: es posibilidad. El sufrimiento no es absurdo: es misterio. Y la finitud
no condena: convoca a la comunión.
2.2 Lo finito como señal del ser eterno
Lo finito no es un
accidente en el cosmos ni un error ontológico. Es la forma en que la eternidad
se deja ver, tocar, intuir, sin abrumar ni aniquilar. Cada cosa que nace, se
desgasta, se transforma y muere contiene en sí una promesa callada: la de que lo
que es limitado ha sido originado por lo ilimitado. El mundo no se basta a sí
mismo, y por eso cada fragmento —una flor que se abre al sol, un suspiro que se
extingue, una mirada que se ofrece— revela que hay algo más allá del tiempo y
de la materia. Lo finito es transparencia: deja ver lo que lo hace posible.
Desde el Ontorrealismo, la
finitud no significa cierre, sino orientación. El ser finito —por su misma
vulnerabilidad— está hecho para abrirse, buscar, tender puentes hacia lo que lo
trasciende. Nada finito puede explicarse en sí mismo, y eso no lo rebaja: lo
eleva. Porque en su estructura limitada, el ser finito testimonia que ha
recibido ser; y al recibirlo, se convierte en señal viviente del Amor que se le
ha entregado.
Lo finito habla de su
origen. Aún en sus fallas, en sus caídas, en sus contradicciones, resuena la
melodía de una fuente que no se agota. La contingencia del ser humano, por
ejemplo, no es prueba de insignificancia, sino eco de una donación superior que
lo llama a dar sentido, a amar, a trascender. Lo que duele, lo que envejece, lo
que termina, no grita su fracaso —sugiere una plenitud que aún no ha sido
consumada. Lo finito no miente; sus límites son pistas, y sus silencios son
lenguaje.
Incluso el cuerpo, con sus
ciclos y su vulnerabilidad, es lugar de comunión con lo eterno. Cada gesto
amable, cada acto de perdón, cada palabra que consuela, es una participación
finita en lo que no tiene fin. Somos limitados, pero podemos amar. Y allí, en
ese acto humilde y real, lo finito se convierte en sacramento. Porque amar es
reflejar el ser eterno sin poseerlo, y esa es la vocación del mundo.
En esta visión, el universo
entero —desde la partícula mínima hasta el corazón humano— se transforma en
signo y señal. No señal codificada ni meramente simbólica, sino forma real de
participación en el ser eterno que se da. Lo que existe no se queda en sí: sus
bordes apuntan, sus vacíos llaman, su belleza revela. Lo finito está hecho para
mostrar el infinito sin absorberlo, para tocarlo sin reducirlo.
Y por eso, vivir no es
simplemente estar, sino interpretar lo que nos ha sido dado, descubrir el
lenguaje silencioso del ser, y aprender a responderlo. El mundo no se comprende
por acumulación de datos, sino por apertura contemplativa. Lo finito tiene sentido
porque no lo encierra, sino que nos conduce hacia la Fuente.
Lo que hemos venido
desarrollando en torno a la contingencia como apertura ontológica y lo finito
como señal del ser eterno encuentra no solo eco sino realización estética
profunda en las grandes novelas de la tradición realista y espiritual de
Occidente. En las obras de Tolstói, Dostoievski, Balzac y otros grandes
novelistas, lo contingente —el gesto mínimo, el sufrimiento cotidiano, la
contradicción del alma humana— se convierte en escenario vivo donde lo eterno
se deja entrever. La novela se transforma en espacio metafísico, donde el alma
del hombre revela su capacidad de amar, de dar, de fallar y de buscar
nuevamente el rostro que la llama.
En Tolstói, cada personaje
lucha con sus límites, pero esos límites no son condena sino camino. La
muerte de Iván Ilich es una meditación sobre lo finito, el vacío aparente
de la vida burguesa, y el momento de iluminación que ocurre cuando el
protagonista acepta su vulnerabilidad y, en el dolor, se abre al amor
auténtico. La contingencia, que parecía un muro, se convierte en puerta a la
plenitud interior.
En Dostoievski, lo humano
se despliega en su mayor ambigüedad. Sus novelas, como Los hermanos
Karamazov o Crimen y castigo, presentan seres rotos,
contradictorios, incluso deformes moralmente. Pero en esa rotura se esconde la
chispa de lo divino. No hay personaje que no esté llamado a la redención —no
por negarse a sí mismo, sino por aprender a darse, a amar, a acoger el don que
lo trasciende. Dostoievski es quizá el más ontorrealista de los novelistas: no
idealiza, pero nunca clausura; muestra el barro, pero deja ver la luz que lo
fecunda.
Balzac, por su parte, en La
Comedia Humana, retrata un mundo en el que la finitud —las ambiciones, los
fracasos, los deseos desmedidos— parece envolverlo todo. Y, sin embargo, en
medio de esa vorágine de pasiones humanas, hay momentos de verdad, gestos de
amor, relaciones que desafían el cálculo social, personas que eligen darse a
pesar de su miseria. En esos pasajes, la contingencia se revela como signo: no
todo está perdido, lo eterno aún susurra en el tejido del mundo.
Incluso en escritores como
George Eliot, Victor Hugo, Miguel de Unamuno o Sándor Márai, el arte narrativo
se convierte en experiencia filosófica. No hay acción trivial: cada elección
humana es una manifestación ontológica, cada acto de amor es un eco del don
originario. Las novelas no solo describen la vida, la interpretan desde la
lógica del ser que se da, y por eso conmueven tanto: porque, sin nombrarlo
explícitamente, nos hacen tocar el misterio de Dios escondido en lo humano.
Así, la gran novela no es
evasión ni entretenimiento: es teología estética, metafísica encarnada,
contemplación narrativa del amor eterno que se manifiesta en lo finito. Y al
leerlas, no solo comprendemos mejor a los personajes, sino que nos comprendemos
mejor a nosotros mismos como criaturas llamadas a dar, a amar, a acoger la
plenitud en medio del límite.
La misma intuición
ontológica del don, esa mirada que descubre en lo finito la huella del eterno y
en la fragilidad humana la vocación al amor, está presente de modo profundo y
luminoso en los grandes poetas de nuestra lengua. En sus versos —tensos, abiertos,
desgarrados o dulces— brilla esa misma verdad: que lo que se entrega, aún desde
la precariedad, se vuelve señal de algo más grande. En sus palabras, lo
contingente no se lamenta: se trasciende.
En Antonio Machado, esa
conciencia del tiempo como don que se desvanece y del alma que busca su reflejo
eterno resuena con hondura. Su célebre verso, “Todo pasa y todo queda, pero lo
nuestro es pasar”, no es resignación, sino confesión ontológica: somos tránsito,
pero no vacío; somos paso, pero no sin sentido. El caminante que somos se
orienta hacia algo que permanece. En César Vallejo, la fragilidad del cuerpo y
el dolor del mundo no le impiden afirmar una esperanza desgarrada: “Yo nací un
día que Dios estuvo enfermo, grave”. Ese verso, que parece blasfemo, es en
verdad clamor: el hombre finito siente que su contingencia lo quiebra, pero aún
ahí se atreve a nombrar a Dios, a buscarlo en el sufrimiento. Su poética es
teología encarnada en la carne rota. Rubén Darío, desde una estética más sonora
y simbólica, canta la tensión entre belleza y búsqueda metafísica. En uno de
sus versos más reveladores, dice: “¿Cuál es la esencia de la existencia?... ¡Oh
misterio!” Consciente de que lo visible no basta, su modernismo apunta —aunque
en clave sensual— hacia lo eterno que vibra en cada forma que se ofrece. También
lo vemos en Juan Ramón Jiménez, quien escribió: “¡Inteligencia, dame el nombre
exacto de las cosas!” Ese grito revela el anhelo de conocer no solo en
superficie, sino en profundidad: saber el nombre es saber el ser, y eso sólo se
alcanza si el ser se da. En Octavio Paz, esa búsqueda alcanza dimensiones
filosóficas: “El mundo nace cuando dos se besan.” No es sólo imagen romántica:
es intuición metafísica de que la comunión —el darse mutuo— es acto originario,
creación que transfigura la materia en sentido. Otros poetas, como Gabriela
Mistral, José Hierro, Jorge Luis Borges, Blanca Varela y Luis Cernuda, también
suscriben, cada uno a su modo, esa lógica del don. La infancia que se evoca, el
cuerpo que se desgasta, la memoria que se salva del olvido, el amor que no se realiza,
pero deja huella... Todo eso en sus versos es señal de lo eterno que se da sin
ser del todo comprendido.
La gran poesía no embellece
la contingencia: la dignifica. Y lo hace porque reconoce que cada palabra que
se ofrece puede ser eco de una palabra mayor, de un Verbo que ha querido
encarnarse no en la perfección, sino en la vulnerabilidad humana. Leer a estos
poetas es, entonces, otra forma de contemplar la metafísica del don: sus versos
son donación estética de lo que no puede decirse del todo, pero pide ser
acogido.
Hemos caminado juntos a
través de los pilares de la metafísica del don, descubriendo que el ser no se
limita a permanecer, sino que se entrega, que lo finito no es obstáculo, sino
señal luminosa, y que el amor no es una emoción fugaz, sino estructura profunda
del universo. Hemos desentrañado el misterio que late bajo cada criatura, cada
verso, cada acto humano: el mundo ha sido creado no por necesidad, sino por
amor; y por amor se mantiene, se sostiene, se redime. La contingencia, lejos de
ser una condena, se revela como puerta abierta a la plenitud; lo finito, como
sacramento que deja entrever lo eterno. Toda lágrima, todo gesto, todo susurro
del alma humana es testimonio de una gratuidad que nos precede y nos convoca.
No estamos aquí por azar: estamos aquí porque hemos sido amados en el acto de
ser llamados al ser.
En este capítulo hemos
comprendido que amar no es simplemente una opción ética, sino la forma más
honda de participar en la verdad del ser. Dar por amor no es un acto religioso
periférico: es el puente ontológico que nos une a Dios, el sacramento vivo que
confirma que lo eterno se ha encarnado en nuestra fragilidad. Y esa encarnación
—en Cristo, en el hombre, en cada gesto auténtico de comunión— transforma la
historia en espacio de transfiguración.
Por eso, al cerrar esta
etapa del pensamiento, no concluimos. Porque el don no termina: se multiplica.
Cada palabra ofrecida, cada idea contemplada, cada vida vivida como don, se
vuelve chispa de una verdad mayor. Y esa verdad puede nombrarse sin temor ni
artificio: el ser no se posee, se ama. Y el amor, cuando se da, hace ser
lo que antes no era. Todo lo que existe ha sido creado por amor. Y si el amor
es la medida de todas las cosas, entonces nuestro destino no es comprender el
universo, sino aprender a reflejarlo con la misma ternura con que fue dado. Seguimos.
Porque el don no termina, y la filosofía —cuando nace del amor— es simplemente
otro modo de adorar lo real.
Y así, al cerrar este
capítulo —contemplado desde la metafísica del don y la ontología del amor—,
sentimos que no estamos solos en esta intuición; que no estamos improvisando un
nuevo lenguaje, sino recorriendo un camino ya trazado por los corazones más ardientes
de la tradición cristiana: los grandes místicos del amor, aquellos que no sólo
pensaron el ser, sino que lo vivieron como entrega radical, como comunión con
el Amor infinito que llama a cada criatura por su nombre.
San Juan de la Cruz, con
sus versos encendidos, nos susurra: “En el atardecer de la vida te examinarán
en el amor.” Y con esa frase, no solo revela el centro de la experiencia
espiritual, sino también el núcleo de la ontología que hemos venido desarrollando.
El amor no es una añadidura, es la medida del ser, el criterio último de todo
lo que existe. Santa Teresa de Jesús, caminando entre pasillos y éxtasis,
entendía que amar era hacer posible que Dios habitara lo humano sin reservas.
Lo decía con sencillez divina: “El amor no está en los grandes sentimientos,
sino en obrar y padecer por el Amado.” Desde su vida, comprendemos que la
contingencia no se supera huyendo, sino abrazando —porque cuando se ama, la
fragilidad se convierte en altar. El Beato Charles de Foucauld, entregado al
silencio del desierto, afirmaba que Dios se da en lo más cotidiano. Y por eso,
vivir como don no exige grandeza, sino disponibilidad. Lo finito, para él, era
el terreno fértil donde la eternidad podía sembrarse sin escándalo. Y cómo no
evocar a Santa Faustina, a San Francisco de Asís, a Edith Stein, a Elizabeth de
la Trinidad. Todos ellos vivieron y murieron en la certeza de que ser es darse,
y que darse es amar como Dios ama: sin medida, sin condición, sin clausura.
En ellos, el pensamiento se
convirtió en vida, y la vida en luz. Sus caminos místicos no son evasión de lo
real, sino manifestación exaltada de que el Amor eterno ha querido habitar
entre nosotros, como don silencioso y fecundo.
Por eso, despedimos este
capítulo con reverencia y gratitud. No caminamos solos. Lo que hemos pensado ya
ha sido vivido —con lágrimas, con fuego, con esperanza. Lo que hemos escrito es
apenas eco de un canto más alto, más antiguo, más verdadero: el ser se da,
porque Dios es Amor; y cuando el hombre ama, participa en su eternidad.
Segunda Parte: El Don como
categoría metafísica
Capítulo 3: Ontología de la donación
Si la primera parte nos ha revelado que el
ser no se clausura en la mera presencia, sino que se expresa en el amor que se
da, esta segunda parte se adentra en la estructura metafísica del don como
categoría fundante. Aquí, el don no es solo experiencia humana, ni simple
práctica moral, ni metáfora existencial: es la configuración ontológica del ser
mismo. Hablar de ontología de la donación es reconfigurar el discurso clásico
sobre el ser desde su dinamismo más radical: el ser no se posee, se entrega.
La tradición filosófica ha
pensado el ser desde diversas perspectivas: como sustancia (Aristóteles), como
causa incausada (Tomás de Aquino), como voluntad (Schopenhauer), como
acontecimiento (Heidegger). Pero el Ontorrealismo propone un giro: pensar el ser
como acto de donación, es decir, como gesto originario que se ofrece y, al
ofrecerse, funda todo lo que existe.
3.1 Ser y donación: el ser como acto de
entrega
Decir que el ser es entrega
no significa que sea resultado de una decisión voluntaria o de una acción
pragmática. No es el don como moral o como filantropía. Es el don como acto
ontológico originario, anterior a toda subjetividad. El ser, en su raíz, no es
una cosa ni una propiedad, ni siquiera una fuerza: es una donación fundante,
gratuita, fecunda, inagotable. Ser es dar; y al dar, hacer que otro pueda ser.
Por eso, toda criatura es
—ontológicamente hablando— acogida, no autoproductora. Nada se ha dado a sí
mismo el ser. El universo entero ha sido llamado al ser mediante un acto de
amor gratuito, y cada fragmento de realidad participa de ese gesto según su grado
de apertura.
Esta visión corrige la
ilusión del pensamiento moderno que tiende a pensar el ser como posesión o como
dominio. El sujeto moderno no ha querido recibir: ha querido producir. Pero el
Ontorrealismo recuerda que no producimos el ser; lo acogemos como don, y sólo
en esa acogida podemos también donarlo. De ahí nace toda vocación: ser
llamado a dar lo recibido.
La visión del ser como amor
—como donación gratuita, fecunda, relacional— no puede columbrarse en el
horizonte metafísico de Parménides, cuya concepción ontológica está regida por
el principio de identidad. En su pensamiento, el ser es, y el no-ser no es.
Esta afirmación radical configura un universo de perfección lógica, donde el
ser se concibe como absoluto, inmóvil, indivisible e intemporal. No hay lugar,
por tanto, para el amor como apertura o entrega: el ser no se da, simplemente es.
Su plenitud es clausura, no comunión. La lógica parmenídea excluye la
posibilidad de que el ser se exprese en relación o en don, porque todo cambio,
todo acto de salida, todo movimiento hacia el otro, implicaría no-ser, y
eso es metafísicamente imposible en su sistema.
Algo similar, aunque más
simbólico y menos sistemático, ocurría en el pensamiento mitocrático anterior,
particularmente en las cosmologías arcaicas que fundaban la estructura del
mundo en la armonía de los contrarios. Allí, el ser no se concebía como
clausura estática, sino como equilibrio dinámico entre fuerzas opuestas:
masculino/femenino, luz/oscuridad, cielo/tierra. Este pensamiento captaba el
drama del universo, pero aún pensaba el orden como resultado de una tensión que
debía ser estabilizada. El ser emerge de la batalla, de la lucha, de la
síntesis. Y aunque esta armonía implica un tipo de entrega entre opuestos, no
llega a concebirse como don gratuito, sino como reconciliación necesaria. El
principio que rige este universo no es el amor que se da, sino la necesidad que
regula.
Más atrás aún, en el
pensamiento prehistórico, lo real se comprendía a través del principio numinocrático,
donde el mundo aparecía como lugar de lo mágico y lo extraordinario. Lo
existente no era explicado, sino venerado. El ser era misterio, fuerza,
presencia que se imponía desde lo sagrado. Las cosas no eran por identidad ni
por armonía, sino por manifestación de lo numinoso. Sin embargo, esta
experiencia tampoco es donación en sentido ontológico. El poder que se revela
desde lo mágico es temido, no acogido como entrega. El vínculo con lo real es
reverente, pero no relacional; la criatura es pasiva ante lo sagrado, no
interlocutora del amor.
Así, la concepción del ser
como acto de amor donativo no encuentra cabida plena en ninguno de estos
paradigmas. Sólo con la irrupción de una metafísica relacional —capaz de unir
identidad, armonía y misterio en el gesto libre del don— puede la realidad
abrirse al lenguaje del amor. Es esa transformación la que permite que el ser
ya no se contemple como estructura lógica o fuerza numinosa, sino como acto
personal, gratuito y fecundo: el ser se da, y al darse, ama. Allí nace
la ontología del amor.
La metafísica relacional
que concibe el ser como acto de donación, comunión y amor no permanecerá
incólume en la historia del pensamiento. Será gravemente erosionada por
corrientes filosóficas que, desde distintos ángulos, introducirán fisuras
profundas en esa visión participativa del ser. La primera gran fractura se
produce con el nominalismo de Guillermo de Occam, que al negar la existencia de
universales reales y reducir el conocimiento a signos mentales, disuelve la
estructura ontológica común que permitía pensar el ser como vínculo. Ya no hay
participación del ser: solo hay nombres, construcciones lingüísticas que
fragmentan la realidad y colocan al sujeto en el centro de la interpretación.
Lo común se desvanece; lo relacional se convierte en accidente lógico.
El terminismo de Duns
Escoto, aunque más matizado, también contribuye al debilitamiento de la
metafísica del don. Su insistencia en la unicidad irreductible del ente
singular, junto con su concepción de la voluntad como fundamento último, tiende
a reforzar la autonomía y la separación más que la comunión ontológica. La
lógica de la donación, que presupone apertura y participación, se ve sustituida
por la preeminencia del querer individual, incluso a nivel divino. El amor,
entonces, deja de ser estructura del ser para volverse decisión contingente,
sin garantía metafísica.
Más adelante, el neotomismo
formalista de Domingo Báñez y Francisco Suárez, al intentar sistematizar y
“modernizar” la metafísica tomista, acaba por encerrar el ser en categorías
técnicas y distinciones escolásticas que, aunque brillantes, asfixian su dinamismo
relacional. En Suárez, especialmente, el ser se convierte en una entidad formal
abstracta, más vinculada a la lógica conceptual que a la gratuidad ontológica.
La donación deja de ser la estructura viva del ser, para volverse determinación
metafísica encerrada en fórmulas. El don se convierte en contenido, no en acto.
Finalmente, la modernidad
consuma esta erosión al instaurar la hegemonía del principio de inmanencia. El
pensamiento moderno —desde Descartes hasta Nietzsche, pasando por Kant y Hegel—
privilegia el sujeto como origen de sentido, como legislador del ser. El mundo
se convierte en objeto, en función, en recurso para la autodefinición humana.
Lo eterno ya no se da, se conquista; lo otro ya no se acoge, se domina. La
trascendencia se diluye, el misterio se clausura, y el amor queda relegado a
afecto privado o construcción social. En este paradigma, la metafísica del don
se vuelve impensable, porque ya no hay otro que dé, ni criatura que reciba:
solo hay yo, razón, voluntad, sistema.
Así, la ontología
relacional será lentamente silenciada. Pero su verdad persiste, como llama
escondida bajo capas de discurso. Porque el ser, incluso cuando se intenta
reducir, sigue siendo don, y el mundo —aunque lo niegue— sigue latiendo desde
una fuente que se da sin cesar.
Aunque la cultura
contemporánea —especialmente en su vertiente posmoderna— ha pretendido
erosionar los fundamentos ontológicos del ser, reemplazándolos con la
exaltación del devenir, del deseo sin forma, de la contingencia desbordada y de
la fragmentación sin norma, la ontología relacional persiste y se da sin cesar,
como estructura viva que el pensamiento no puede suprimir. Por más que la
posmodernidad proclame su lema “todo vale”, esa aparente libertad se
revela, en lo profundo, como incapacidad de reconocer el vínculo originario que
hace posible todo valor: la donación del ser que funda, orienta y sostiene.
El neobrutalismo del
devenir —celebrado por pensadores como Deleuze, con su lógica rizomática, su
filosofía de la diferencia y su insistencia en el flujo ininterrumpido—
pretende emancipar al pensamiento del ser estable y relacional. Pero al
hacerlo, convierte la realidad en un campo de proliferaciones sin dirección. El
devenir sin donación es ruido: no hay orientación, no hay comunión, no hay
vocación ontológica. Y ese exceso de movimiento termina por desligar al ser de
la posibilidad de amar. En Derrida, la deconstrucción desarma todo centro, todo
sentido fijo, toda presencia plena. El don, para él, sólo existe si se pierde,
si no se reconoce, si no se inscribe. Pero en esa fuga perpetua del sentido, la
posibilidad de una donación verdadera —reconocida y acogida— queda desactivada.
La ontología relacional no niega la complejidad del lenguaje, pero afirma que
el ser puede darse y ser recibido sin que esa entrega desaparezca en el vacío
de la diseminación infinita. Foucault, por su parte, concibe las relaciones
humanas como juegos de poder, donde toda estructura genera exclusión,
vigilancia y discurso normativo. Pero al reducir lo relacional a lo
estratégico, despoja al vínculo de su gratuidad. La ontología del don no niega
que haya estructuras, pero afirma que puede haber comunión sin dominio,
relación sin subordinación, entrega sin sometimiento. Lyotard, al proclamar el
fin de los metarrelatos, convierte la realidad en un mosaico de discursos
localizados, sin unidad trascendente. En ese mundo, el amor ontológico se
convierte en relato ingenuo, el don en gesto sospechoso. Pero precisamente
allí, cuando todo sentido común se ha disuelto, el ser que se da se revela como
resistencia, como estructura que no puede ser relativizada porque precede todo
discurso. Incluso Vattimo, con su propuesta de un pensamiento débil y su
cristianismo secular, intenta reemplazar el ser fuerte por una interpretación
amable, pero termina por desdibujar la fuerza misma de la donación. El amor no
es imposición, pero tampoco se diluye en relativismo estético. El don exige
firmeza en su gratuidad, porque sólo lo que se afirma como verdadero puede
darse en plenitud.
En todos estos casos, la
cultura posmoderna intenta escapar de la ontología relacional porque teme a la
normatividad, teme al compromiso, teme a la comunión que exige apertura real.
Pero lo que niega, no desaparece. El ser sigue dándose, sigue llamando, sigue
orientando desde la base misma del universo. Por más que el pensamiento
contemporáneo lo ignore, lo relativice o lo deconstruya, la ontología del amor
no deja de pulsar bajo cada palabra, cada gesto, cada deseo humano. Porque el
don no impone: invita. Y cuando el mundo dice “todo vale”, el ser responde: todo
puede ser amado, pero no todo participa del amor que lo origina. Esa
distinción no es dogma: es lucidez ontológica.
3.2 Diferencia entre propiedad, creación y
don
Esto nos lleva a diferenciar entre propiedad, creación y don. Para
entender con claridad el alcance de esta ontología, es necesario distinguir
tres conceptos que suelen confundirse:
· Propiedad: implica posesión, cierre,
retención. Lo que se posee se usa, se guarda, se controla. Desde la lógica de
la propiedad, el ser se convierte en mercancía, en recurso, en instrumento.
· Creación: es el acto por el cual algo
comienza a existir. En el pensamiento teológico, la creación es acto de Dios;
pero la filosofía moderna, al perder el vínculo trascendente, ha reducido la
creación a producción. El problema no está en crear, sino en crear desde el yo
como única fuente, ignorando la precedencia del don recibido.
· Don: no es posesión ni producción, sino acto
de entrega sin cálculo, sin necesidad ni exigencia. En el don, el ser se
comunica sin perderse, se ofrece sin imponerse. El don ontológico no es
transferencia, es fundación. Es el modo en que lo eterno se manifiesta en lo
finito sin violencia.
Cuando el mundo confunde el
ser con propiedad, nace la lógica de la apropiación, de la conquista, de la
instrumentalización. Cuando confunde el ser con producción, aparece la
tecnocracia, el dominio de lo útil, la muerte del misterio. Pero cuando el ser se
reconoce como don, todo recupera su profundidad original: la vida como
recepción, la libertad como respuesta, el amor como estructura.
En esta ontología de la
donación, el hombre deja de ser sujeto dominante y se convierte en interlocutor
del don. No es quien origina el ser, sino quien lo acoge y, desde esa acogida,
lo ofrece. El ser como don transforma la metafísica en acto espiritual. Y el
mundo, cuando es visto desde esta lógica, ya no es sistema: es comunión.
Cuando concebimos el ser
como don, la metafísica se transforma en un acto espiritual: no es solo
pensamiento, sino apertura al Misterio, comunión con lo que nos ha sido dado,
contemplación de la gratuidad que hace posible la existencia. En esta visión, el
pensamiento no se encierra en sí, sino que responde con reverencia, se orienta
hacia el Otro que se da, y por ello se convierte en oración filosófica, en
mirada amorosa sobre lo real.
Sin embargo, cuando el ser
es visto desde el principio de inmanencia —es decir, reducido a lo que se
encuentra dentro del sujeto, a lo que se puede producir, controlar, interpretar
desde dentro— la metafísica deja de ser acto espiritual y se convierte en una
metafísica de la materia, de lo subjetivo, del deseo, del lenguaje. El
pensamiento deja de recibir y comienza a fabricar; ya no contempla, disecciona;
ya no se abre, se pliega sobre sí mismo. En esta inversión, el ser ya no es
don, sino función. Se piensa como experiencia interna, como deseo que busca
satisfacción, como discurso que configura sentido. Lo invisible, lo
trascendente, lo gratuito —todo eso se desvanece ante la soberanía del yo, del
sistema, de la interpretación. El mundo se convierte en espejo del sujeto y el
amor pierde su dimensión ontológica para volverse emoción, afecto, juego
simbólico.
Esta mutación no es neutra:
erosiona la capacidad del pensamiento para reconocer lo sagrado, y convierte la
filosofía en técnica, el misterio en constructo, la comunión en estrategia. El
principio de inmanencia, que se presenta como emancipación, termina por
empobrecer la metafísica hasta reducirla a la gestión de lo posible. Por eso,
volver a pensar el ser como don es recuperar la dimensión espiritual de la
filosofía, restaurar su vocación de apertura y su llamado a la trascendencia.
No como fuga del mundo, sino como reconciliación con lo invisible que nos
habita y nos excede. Porque sólo el ser que se da puede ser amado, y sólo el
pensamiento que se abre puede alcanzar el alma del universo.
La propuesta ontológica que
concibe al ser como don —como acto de amor originario— entra en tensión crítica
con las posiciones de Martin Heidegger y Hans-Georg Gadamer, quienes, desde el
pensamiento fenomenológico y hermenéutico, han realizado grandes aportes pero
también profundas reducciones en la comprensión de lo real. Ambos, aunque desde
caminos distintos, han roto el vínculo con la trascendencia y han desplazado el
eje del amor ontológico, convirtiendo la experiencia del ser en un ejercicio de
interpretación y mediación del lenguaje.
En Heidegger, el Dasein
—el ser-ahí humano— es presentado como ser interpretante, como aquel que está
arrojado en el mundo y cuya existencia se estructura mediante la apertura al
ser a través del tiempo, la angustia, la muerte y la comprensión. Pero esta
interpretación del ser, aunque poderosa en su crítica al objetivismo moderno,
se encierra en una lógica de presencia sin donación, y en una fenomenología de
desocultamiento donde el ser aparece, pero no se entrega. El amor
no tiene lugar como estructura ontológica, y lo trascendente queda sustituido
por el juego de acontecer. El ser se revela, pero no ama; se manifiesta, pero
no llama. La alteridad radical —esa que funda al Dasein como criatura acogida—
desaparece en favor del ser como evento, no como comunión.
En Gadamer, este
desplazamiento se radicaliza en clave hermenéutica. La verdad ya no es
adecuación ni participación, sino fusión de horizontes entre el texto y el
lector, entre la tradición y la interpretación actual. El ser se convierte en
lenguaje, y la comprensión es su modo ontológico. Pero al hacer de la
hermenéutica su coto sagrado, Gadamer clausura el ser en el círculo del
lenguaje interpretante, donde el sentido siempre está mediado, diferido,
negociado. Lo que allí falta es lo que nunca puede ser producido por el
lenguaje: el amor que precede al sentido, la gratuidad que se da antes de toda
mediación. La ontología relacional del don queda sustituida por una semiología
del diálogo, donde el ser ya no se ofrece, sino que se construye
discursivamente.
Ambos, Heidegger y Gadamer,
en su rechazo al objetivismo técnico y su apertura a lo no-dicho, preparan el
terreno para una recuperación del misterio. Pero ese misterio, al no ser
habitado desde el amor ni orientado hacia la trascendencia, se convierte en
abismo sin rostro o en texto sin presencia. Han querido liberar al ser del
cálculo, pero en el camino lo han privado de su corazón: el amor gratuito que
lo hace fecundo, el vínculo con lo eterno que lo sostiene.
Polemizamos, pues, no desde
el desprecio, sino desde la exigencia filosófica más alta: el ser no se
interpreta, se acoge; no se deduce, se recibe. Y sólo desde el don —que no es
ni estructura lingüística ni fenómeno encubierto— podemos volver a habitar el
pensamiento como acto espiritual, no como ejercicio técnico. Porque el ser no
busca ser entendido: busca ser amado. Y en ese gesto, todo pensamiento
verdadero comienza.
Decir que el ser busca
ser amado no es una metáfora sentimental, sino una afirmación ontológica
radical: la esencia del ser no está en su estructura, sino en su vocación
relacional. El ser no se limita a permanecer, sino que se orienta hacia el
otro, se abre, se ofrece, y en ese gesto —en esa salida silenciosa hacia el
rostro del otro— se descubre que su verdad plena sólo se alcanza cuando es
acogido en el amor.
Esta intuición, profunda y
exigente, fue apenas rozada por algunos grandes pensadores contemporáneos, sin
llegar a ser desarrollada en toda su hondura metafísica. Martin Buber, en su
hermosa concepción del “Yo-Tú”, vio que el encuentro auténtico con el otro no
era funcional ni utilitario, sino una apertura al misterio que se da en la
relación. En el “Tú”, el ser se revela, pero Buber lo dejó en el plano de la
experiencia dialogal, sin profundizar en el acto ontológico del amor como
fundamento del ser mismo. Emmanuel Levinas, por otro lado, identificó el rostro
del otro como epifanía de la trascendencia, como llamado ético ineludible. El
ser del otro me interpela, me convoca, me desestabiliza, y
con ello da origen a la ética. Pero en su radical preferencia por el Otro, el
amor queda muchas veces reducido al mandato ético que responde a la alteridad,
más que a una reciprocidad ontológica en la que el ser del otro no sólo exige,
sino también se ofrece como don. Charles Taylor, en su crítica al sujeto
autodefinido de la modernidad, reconoce que la identidad humana se construye en
contextos de sentido compartido, en comunidades, en valores vividos. Intuye que
hay una dimensión trascendente que da forma al ser personal, y se acerca a la
idea de que el yo sólo puede comprenderse en el horizonte del bien. Sin
embargo, aún falta el paso decisivo: entender que ese “bien” es amor que se da,
y que el ser humano no sólo está en búsqueda de sentido, sino en búsqueda de
ser amado como criatura donada.
Estos pensadores han dado
pasos cruciales hacia una ontología relacional. Pero ninguno de ellos ha
sostenido —de manera explícita y sistemática— que el ser mismo está hecho para
ser amado, y que su plenitud consiste en ser acogido en el acto libre del
amor donante. Lo han presentido, sí. Lo han vislumbrado, a veces con
deslumbrante intuición. Pero lo ontológico ha quedado subordinado a lo ético, a
lo dialogal, a lo experiencial. Y ese desliz, aunque fecundo, impide alcanzar
la altura metafísica de una filosofía del amor como estructura originaria del
ser. Porque el ser no se basta en sí. Su vocación es ser recibido. Y esa
recepción, cuando se hace en el amor, cumple el gesto por el cual el ser ha
sido dado. Por eso, más allá del diálogo, más allá de la ética, más allá del
reconocimiento, está el misterio inagotable de que el ser quiere ser amado.
Y sólo allí —en esa comunión sin cálculo— se revela lo eterno.
Incluso Max Scheler, quien
en su célebre obra Ordo Amoris se acercó con lucidez y profundidad al
misterio del amor como estructura del espíritu, no alcanzó a percibir que el
ser mismo es amor, y esa omisión, aunque sutil, tuvo implicaciones filosóficas
decisivas. Scheler intuyó que el amor establece un orden afectivo que precede
al juicio moral, y que a través de él se revela el valor de las cosas. En ese
sentido, su aporte fue monumental: el amor no es sentimiento accesorio, sino
forma originaria de conocimiento axiológico. Sin embargo, lo que Scheler no
logró integrar plenamente es que el amor no sólo es acto del sujeto, sino que
está inscrito en la ontología del ser. Su visión permanece centrada en la
estructura del espíritu humano, en la fenomenología del sentir, pero no penetra
hasta el fondo del misterio del ser como don. El amor aparece en Scheler como
mediación entre persona y valor, como impulso que orienta la percepción ética.
Pero no como acto que funda el ser, que lo origina, que lo sostiene. Desde
allí, se abre una fisura ontológica que lo llevará, al final de su vida, a
deslizarse hacia un cierto panteísmo espiritualista, en el que el universo
queda envuelto por una fuerza afectiva que lo atraviesa todo, pero sin un Dios
personal que lo haya donado libremente.
El desliz hacia el
panteísmo no fue casual. Al no concebir el amor como don originario del ser
desde un Dios que ama, el amor se disuelve en una fuerza cósmica, en una
energía difusa que anima la totalidad. Pero esa visión, por muy elevada que
parezca, pierde el rostro, la intencionalidad, la gratuidad radical que solo
puede existir cuando el ser se da como expresión del amor de alguien —no de
algo. Scheler se acercó al fuego, pero no lo habitó. Percibió el calor del amor
en la constitución del valor, pero no vio que ese amor precedía toda
valoración, toda conciencia, toda voluntad. Por eso su pensamiento, aunque
poderoso, no culmina en una ontología del don, sino en una metafísica vibrante,
pero sin ancla, sin rostro, sin comunión. Así, la Ordo Amoris nos deja a
las puertas de la verdad más profunda, pero sin cruzarla del todo. Porque amar
no es sólo ordenar el mundo interno, es responder al ser que se ha dado como
amor. Y esa respuesta requiere no sólo afecto, sino acogida ontológica del don
que lo origina todo.
Paul Ricoeur, quien dedicó
su obra a explorar las dinámicas del símbolo, la narración y la acción moral.
Su esfuerzo por reconciliar hermenéutica y ética lo llevó a afirmar que el “sí
mismo” se constituye en relación con el otro. Sin embargo, aún en sus textos
más maduros, el amor aparece como valor ético, como apertura responsable, pero
no como estructura del ser mismo. La donación queda situada en el plano de la
subjetividad, no en el fondo ontológico que precede al sujeto. En Jean-Luc
Nancy, el “ser con” es el núcleo de su propuesta: el ser nunca está solo,
siempre es compartido. Y aunque esta intuición parece acercarse a una ontología
relacional, el ser compartido en Nancy no se concibe como don gratuito, sino
como exposición al otro, como co-presencia. Se prescinde de la fuente
amorosa que origina el compartir. Así, su comunidad sin comunión pierde la
gratuidad fundante, y se convierte en coexistencia sin rostro trascendente. Incluso
Slavoj Žižek, en su lectura provocadora del cristianismo, llega a afirmar que
el mayor gesto divino es el abandono, el vacío, el “retiro de Dios”. Pero esta
paradoja, al radicalizar el desgarro de la cruz como silencio absoluto, olvida
que ese retiro está movido por un amor que se da hasta el extremo. El ser se
retira, sí, pero para dejar espacio al amor humano como respuesta libre. Si se
pierde el amor como fondo, el gesto se vuelve absurdo o nihilista.
Vemos entonces que incluso
los pensadores más sensibles al drama humano y a la alteridad no han querido o
no han podido afirmar explícitamente que el ser es amor. Se han acercado, han
intuido, han bosquejado metáforas poderosas. Pero el paso ontológico decisivo
—afirmar que todo lo que existe lo hace porque ha sido amado, y que amar es
participar del ser mismo— aún espera ser plenamente asumido en el discurso
filosófico. Y es allí donde esta metafísica del don —que no es evasión mística
ni idealismo sentimental— se presenta como tarea urgente. Porque solo cuando el
pensamiento se atreve a decir que amar es el modo más alto de existir,
la filosofía recobra su vocación originaria: no explicar, sino iluminar; no
dominar, sino acoger; no construir sistemas, sino revelar el misterio que se
da.
Capítulo
4: Crítica a las reducciones fenomenológicas
y constructivistas
4.1 Deslinde con Marion, Mauss, Derrida y
Rorty
El pensamiento moderno ha
mostrado una creciente fascinación por el fenómeno del don, pero muchas de sus
aproximaciones, aunque brillantes en el plano analítico, han terminado por
vaciar la donación de su raíz ontológica. En lugar de comprender el don como
estructura del ser —como acto gratuito y fundante que origina lo que existe— se
lo ha reducido a gesto social, tensión semántica o paradoja ética.
Jean-Luc Marion, desde una
fenomenología saturada, propuso pensar el don como aquel fenómeno que excede
toda objetivación, toda reducción intencional. El don, en su visión, no puede
ser tematizado sin perder su gratuidad. Pero su análisis, aunque profundo,
encierra el don en la lógica del aparecer: si el don se revela en lo que no
puede ser comprendido, queda condenado a permanecer invisible, intocable,
inacogible. La donación, entonces, se convierte en lo que siempre se
escapa, y no puede fundar lo recibido. Es el don sin acogida ontológica. Marion
queda encerrado en un idealismo subjetivo. Marcel Mauss, en su célebre Ensayo
sobre el don, analizó las prácticas de intercambio en sociedades arcaicas,
donde el gesto de dar implicaba obligación de devolver. El don aparece aquí
como estructura social, no como acto ontológico. Su lectura antropológica es
valiosa, pero incompleta: se detiene en la exterioridad, en la reciprocidad
cultural, sin penetrar en la gratuidad fundante del ser que precede toda
acción. En Mauss el don queda encerrado en la lógica de la retribución de la
cultura ancestral. Jacques Derrida, como se ha visto, llega a afirmar que un
verdadero don sólo lo es si no se percibe como tal, si no se reconoce, si no se
inscribe en la conciencia. De este modo, el don se vuelve una paradoja
imposible, un gesto que, para ser puro, debe desaparecer. Pero esta lógica, al
llevar la gratuidad a su límite lógico, anula la posibilidad de comunión real:
el don deja de ser acto de amor acogido, y se convierte en disolución inasible.
La ontología relacional queda suprimida y en su lugar se instaura un idealismo
lógico. Richard Rorty, desde el pragmatismo constructivista, reduce el lenguaje
y la verdad a herramientas contingentes del consenso social. El don, en este
paradigma, no puede tener estructura ontológica porque no existe ninguna
ontología estable. Todo es interpretación, estrategia, utilidad. Lo gratuito es
sospechoso, y el amor que se da sin condiciones no cabe en el cálculo del
discurso liberal. El ser, aquí, no puede amarse, porque no se cree en él. Rorty
es el fiel reflejo del darvinismo social.
4.2. El don como estructura ontológica, no
sólo experiencia subjetiva
Frente a estas lecturas, el
Ontorrealismo afirma con fuerza: el don no nace de la experiencia, sino que la
hace posible. No es invento humano, sino huella viva del ser que se entrega sin
cálculo ni condición. La gratuidad ontológica no es paradoja ni sociología: es
acto fundante, gesto originario, presencia real. No puede disolverse en la
lógica del lenguaje ni en las tensiones de la reciprocidad: el don está antes,
está en el fondo, está en todo.
Esta crítica no busca negar
los aportes de estas corrientes, sino recuperar el corazón que olvidaron: el
ser no es concepto, ni fenómeno, ni construcción cultural. Es don. Y ese don no
exige anonimato ni desaparición: exige acogida, comunión, participación. El
amor que lo origina no busca escabullirse: busca ser recibido para que lo
creado pueda responder. El mundo no es sistema de intercambios, es espacio de
donación. Recuperar el don como estructura ontológica es restaurar la
posibilidad del amor verdadero, del sentido profundo, de la vocación del ser
como apertura a lo eterno. Es decir: cuando el don se reconoce como base del
ser, el pensamiento deja de especular y empieza a contemplar.
Para recuperar el ser como
don, es imprescindible romper con el principio de inmanencia que ha dominado la
modernidad, ese principio que encierra el pensamiento dentro de los límites de
lo verificable, lo producible, lo subjetivo, lo funcional. La inmanencia
moderna ha desplazado la pregunta ontológica por una búsqueda de utilidad, de
autoreferencia, de construcción del yo sin apertura al misterio que lo
constituye. En ese paradigma, el ser deja de ser recibido, y pasa a entenderse
como objeto de manipulación o de autoafirmación. No se da, se fabrica. No se
acoge, se consume.
Pero el don exige otra
mirada. Una que reconozca que todo lo que existe ha sido dado, y que esa
donación no puede explicarse desde dentro del sistema cerrado del mundo. Para
que el ser sea don, tiene que provenir de alguien —no de algo—; tiene que tener
una fuente que no sea reductible a la materia, al lenguaje, al deseo o al
cálculo humano. Esa fuente, ese fundamento silencioso que da sin imponerse, se
llama trascendencia.
La trascendencia no es lo
lejano, ni lo abstracto. Es lo que posibilita que haya ser, lo que lo sostiene
sin poseerlo, lo que lo entrega sin que lo pueda devolver. Volver a contemplar
el ser como don requiere recuperar ese horizonte perdido, ese gesto originario
que viene desde más allá pero toca lo más íntimo. Es abrirse a la gratuidad
como principio de existencia, no como excepción.
Por eso, la metafísica del
don no puede florecer mientras permanezcamos encerrados en la inmanencia:
porque el don es puente, no círculo; es respuesta, no clausura. La modernidad
intentó emancipar al sujeto, pero en su afán de autonomía le cortó el acceso al
Amor que lo originó. Recuperar el ser como don es, entonces, más que un giro
filosófico: es una reconciliación ontológica, una vuelta al misterio que nos ha
hecho posibles, no por necesidad, sino por amor.
El Ontorrealismo que hemos
venido desplegando no es simplemente una corriente más en el mapa de las ideas:
es una reconfiguración radical del pensamiento metafísico, una invitación a
mirar la realidad desde la lógica del don y no desde el esquema del poder, la
utilidad o la interpretación infinita. Esta postura filosófica se afirma como
una forma de realismo trascendental, donde el ser no es meramente presencia
empírica ni deducción racional, sino fundamento último, no empírico, pero
ontológicamente necesario, al que se accede por analogía, por contemplación,
por apertura reverente.
La realidad no aparece como
caos ni como colección de fragmentos equivalentes. En el Ontorrealismo, el ser
se manifiesta en una estructura jerárquica, ordenada según grados de
participación en la plenitud. Lo superior no aplasta, fecunda; lo inferior no compite,
se abre. Esta jerarquía no es opresión: es comunión escalonada, armonía
relacional donde cada nivel de ser se reconoce como don recibido y don por
ofrecer.
Lo finito no es autónomo ni
absorción del eterno. Es participativo: vive, se sostiene, se orienta porque
participa de una estructura anterior, que lo acoge y lo llama. No hay
aislamiento ontológico; hay vinculación real. Lo que existe no se basta: se sabe
parte de un todo que le da sentido.
El Ontorrealismo es
antirrelativista porque entiende que ni el conocimiento, ni la ética, ni la
cultura pueden sostenerse sin una referencia ontológica estable. Sin un ser que
funda, todo se convierte en juego de perspectivas, y la verdad se convierte en
opinión. Pero aquí, la verdad se afirma no como imposición, sino como
coherencia con el ser absoluto, no modificable, no negociable, pero sí donado
para ser acogido.
Por eso es también
antipragmatista. La verdad no vale porque funcione, sino porque es, y el bien
no es lo que produce resultados, sino lo que participa del amor originario que
da sentido al mundo. El pensamiento pragmatista puede resolver problemas, pero
nunca puede responder al misterio del ser que se da sin necesidad.
Y finalmente, el
Ontorrealismo es antiposmoderno, no por nostalgia de estructuras rígidas, sino
porque rechaza la ontología débil y la disolución interpretativa que impide
toda afirmación profunda. Si todo se interpreta, si nada permanece, si todo
sentido se diluye, entonces no hay espacio para el amor como fundamento, ni
para el ser como don. El Ontorrealismo ofrece una alternativa firme, fecunda,
abierta: una metafísica de la plenitud que reconcilia lo trascendente con lo
concreto.
En diálogo con la historia,
esta postura converge con el realismo tomista, aunque reformulado desde la
sensibilidad contemporánea; con la ontología participativa de Platón, sin el
dualismo radical; con ciertas vertientes del realismo especulativo, pero superando
su abstracción para fundamentarse en el don trascendente; y con el personalismo
metafísico, si se profundiza en la jerarquía del ser como vocación de comunión
amorosa. En resumen, el Ontorrealismo que aquí se propone es una metafísica
viva, trascendental, jerárquica, participativa, antirrelativista y
civilizatoria. Su eje no es el cálculo ni la interpretación, sino el amor que
da ser, y el ser que se ofrece como amor.
El
capítulo 4 se alza como una defensa apasionada del don frente a las múltiples
reducciones contemporáneas que lo han despojado de su profundidad ontológica.
Frente al pensamiento fenomenológico, constructivista y posmoderno —que ha
convertido el don en paradoja, transacción o juego lingüístico— este capítulo
restituye su naturaleza originaria: el don no es sólo experiencia, ni práctica
cultural, ni fenómeno subjetivo, sino estructura fundante del ser
mismo, gesto gratuito que origina, sostiene y orienta lo real
hacia la comunión. Al polemizar con Marion, Mauss, Derrida, Rorty, y otros
pensadores que han olvidado que el ser se da antes de toda interpretación, se
reafirma que la verdad del mundo sólo puede comprenderse desde
la gratuidad, no desde el cálculo ni la función. Recuperar el
don como categoría metafísica es volver a pensar desde el amor, desde la
trascendencia que hace posible toda acogida, desde la luz que precede al
lenguaje. Allí, en ese centro silencioso, la filosofía recupera su dignidad: no
como discurso técnico, sino como acto espiritual que reconoce
que el ser no se define, se recibe.
Estas
ideas quedaron apenas intuidas en dos obras anteriores mías, a saber, Amore
mensura y Carta sobre la Metafísica. En la primera identifico el ser
con el amor y en la segunda señalé la necesidad de una síntesis entre lo
inmanente y lo trascendente sin confundir las realidades jerárquicas. Lo que
ahora añado es su asociación fundamental con la ontología relacional del don.
Capítulo 5: El don como manifestación ética
Estas ideas que ahora desarrollamos con mayor
claridad y profundidad estuvieron apenas esbozadas en dos obras anteriores, que
bien pueden considerarse prefiguraciones de esta metafísica del don. En Amore
mensura, reconocí que el ser se identifica con el amor, no como sentimiento
pasajero, sino como estructura ontológica que da existencia, que constituye,
que sostiene. Allí el amor aparece como medida originaria de toda realidad,
como principio que hace que las cosas sean en relación, no en aislamiento. El amor
no como accidente, sino como acto fundante del ser mismo.
En Carta sobre la
Metafísica, por otro lado, señalé la urgencia de una síntesis entre lo
inmanente y lo trascendente, una articulación que superase la escisión moderna
sin caer en confusiones de orden o nivel. Defendí que lo concreto no puede
entenderse sin lo que lo precede, y que la trascendencia no es evasión sino
fundamento. Sin embargo, en ambas obras estas intuiciones quedaron como
destellos dispersos, como puntos de luz que no habían sido plenamente hilados.
Lo que ahora añado —y que
constituye el corazón de esta Segunda Parte— es su asociación fundamental con
la ontología relacional del don: la afirmación de que todo ser, por el hecho de
existir, ha sido llamado y recibido desde un acto gratuito de amor. Que ser es
participar, que amar es dar ser, y que sólo en la donación recíproca entre lo
finito y lo eterno puede sostenerse una metafísica digna de lo humano.
Comenzamos así el Capítulo
5, convencidos de que la ética no puede construirse sobre la utilidad ni la
norma abstracta, sino sobre la verdad profunda del ser que se da y que llama a
ser acogido. La teoética será, entonces, el espacio donde el don se hace
acción, donde la vida moral refleja la estructura ontológica que la precede.
5.1
Donación
y teoética: acción como reflejo del ser
Cuando el ser es
comprendido como acto de entrega, la ética no puede permanecer en el plano de
la obligación abstracta ni del cálculo utilitario: debe convertirse en reflejo
ontológico. La acción moral no nace del deber impuesto, sino de la
participación en el amor que funda todo lo real. La teoética, entonces, no es
una ética religiosa en sentido convencional, sino una visión en la que el obrar
humano está llamado a manifestar la estructura profunda del ser como don.
Actuar bien no es cumplir
con normas, sino actualizar el don recibido en gestos de comunión. La bondad no
es imposición heterónoma, sino irradiación de lo que somos: criaturas acogidas,
llamadas a dar. La teoética propone una ética que no parte de la moralidad
autónoma del yo moderno, sino desde la criatura que ha sido fecundada por el
amor, y por ello puede responder amando.
Donar en lo cotidiano
—escuchar, cuidar, consolar, servir— no es simplemente bueno: es
ontológicamente verdadero, porque refleja el modo en que fuimos creados. El
acto ético, cuando nace del don, ya no es instrumento de perfección personal,
sino eco encarnado de la estructura del universo. En cada gesto de amor, el ser
eterno se vuelve visible. El bien, así entendido, no puede ser negociado ni
consensuado: brota como expresión del don que nos habita. Y por eso la acción
justa, la misericordia, la generosidad, el perdón, ya no son conductas
deseables, sino formas de vivir conforme al ser que se da.
En mi obra Ontorrealismo,
desvelé la unión profunda entre lo finito y lo eterno, mostrando que la
fragilidad del mundo no es obstáculo, sino umbral; que lo limitado no es
condena, sino vocación hacia lo absoluto que lo precede y lo sostiene. Más
adelante, en Teoética y Dataísmo, advertí la urgencia de reorientar la
técnica hacia la trascendencia, de reconciliar el aparato digital con la
vocación del alma, de hacer del algoritmo no sólo instrumento, sino eco del
amor que nos ha creado. Pero ahora, en este capítulo, la mirada se afina aún
más: se trata de reparar en la dimensión teoética del don, de comprender que el
ser es gratuidad radical, que no nos pertenece, que no lo producimos, que lo
hemos recibido como acto de amor.
Desde esta luz, la acción
humana no puede ser reducible a intención, a estrategia, a norma externa. La
acción verdadera —la que responde al ser— tiene vocación de plenitud, porque
busca reflejar lo que ha acogido. El hombre actúa bien cuando actúa en coherencia
con el don que lo ha hecho posible, cuando su obrar es espejo de la gracia
originaria que lo llamó al ser. Donar, servir, amar, no son gestos morales
periféricos: son resonancias ontológicas, encarnaciones concretas del ser que
se da y que, al darse, se cumple.
Así, la teoética del don no
propone una moral del deber, ni una ética del consenso, ni una lógica del
bienestar. Propone que la acción humana está llamada a reflejar el resplandor
del ser eterno, como la llama que no quema, pero ilumina. Cuando vivimos desde
esa gratuidad, no sólo hacemos lo correcto: manifestamos la verdad más alta de
nuestra existencia. Porque ser es amar, y amar es entregarse. Y cuando el obrar
humano se convierte en reflejo de esa entrega, el mundo —por breve que sea el
gesto— se reconcilia con su fuente.
La teoética del don, que
parte de la ontología como acto de entrega, entra en tensión profunda con tres
grandes paradigmas modernos de la ética: el deber kantiano, el bienestar
utilitarista de Bentham y Mill, y el consenso deliberativo de Habermas. Cada uno,
desde su propia racionalidad, intenta fundar lo moral en estructuras que
parecen sólidas, pero que, al no partir de la gratuidad ontológica del ser,
terminan por reducir la acción a sistema, y no a comunión.
La ética del deber de Kant,
por más que aspire a universalidad, parte de una razón formal que excluye la
gratuidad como fundamento. El acto moral no se orienta por amor, sino por
cumplimiento del imperativo categórico. La voluntad buena actúa “por deber”, no
por entrega. Pero esta forma de moralidad, al convertir la acción en obediencia
a una ley universal abstracta, desvincula al sujeto del don que lo hace
posible, y lo obliga a obrar no por comunión, sino por regla. ¿Qué valor tiene
una acción buena si no nace del amor que la funda? La teoética responde: la
ética comienza donde el deber se transforma en don.
La ética del bienestar de
Bentham y Mill, en cambio, mide lo bueno según las consecuencias: lo que
aumenta el placer y disminuye el dolor en el mayor número de personas. Aquí, la
bondad se cuantifica, y la acción se justifica por su utilidad. Pero cuando el
bien se calcula, desaparece como participación en la plenitud del ser y se
convierte en instrumento funcional. No hay gratuidad en el utilitarismo: sólo
resultados. El otro no es amado, es contabilizado. Y el bien, lejos de ser
reflejo del amor eterno, se vuelve fórmula estadística de satisfacción
colectiva.
Por su parte, la ética del
consenso de Habermas intenta superar el formalismo kantiano y la pragmática
utilitarista proponiendo una racionalidad comunicativa, donde lo justo es lo
que puede ser aceptado por todos en condiciones ideales de diálogo. Pero esta
propuesta, aunque deliberativa, olvida que el amor no se negocia ni se
argumenta: se da. El consenso no reemplaza la comunión, y la racionalidad del
acuerdo nunca podrá fundar un acto que exige gratuidad y entrega, no aprobación
colectiva. El lenguaje puede mediar el sentido, pero no origina el don, ni
puede sustituir la estructura amorosa del ser.
Así, frente a estos modelos
modernos —deber, bienestar, consenso— la teoética del don ofrece una vía más
honda y más real: la acción buena no es obediencia, ni cálculo, ni acuerdo,
sino respuesta fiel al amor que nos ha hecho ser. Actuar bien no es simplemente
hacerlo correcto: es ser transparencia del ser eterno que nos ha llamado a
vivir como don.
La teoría de la justicia de
John Rawls, formulada como “justicia como equidad”, representa uno de los
intentos más sofisticados de establecer un marco racional para la organización
justa de las sociedades liberales. Su famoso "velo de la ignorancia"
y los dos principios de justicia —la igual libertad básica para todos y el
principio de diferencia, que permite desigualdades solo si benefician a los
menos favorecidos— han sido saludados como avances normativos fundamentales. No
obstante, desde la perspectiva de una teoética del don, esta teoría presenta
límites estructurales profundos que impiden que la justicia sea concebida como
acto relacional, fundado en la gratuidad del ser.
Rawls propone una justicia
que nace del acuerdo hipotético entre individuos racionales que, sin conocer su
posición en la sociedad, elegirían principios justos por prudencia. Pero esta
lógica parte de un sujeto autónomo, desarraigado de vínculos ontológicos, cuya
decisión moral no se funda en el amor ni en la participación, sino en la estrategia
racional detrás de un velo. El don queda excluido de esta escena: no hay
entrega, no hay acogida, solo cálculo moral detrás de una ignorancia
estratégica. Más aún, el marco rawlsiano reduce la justicia a un equilibrio de
derechos y beneficios dentro del sistema político, sin plantear que la raíz
misma de lo justo está en la ontología del amor que se da sin condiciones. El
pobre no es sujeto de comunión, sino de redistribución. El otro no es amado,
sino considerado como variable en el acuerdo racional. La justicia, así
entendida, se convierte en un juego de imparcialidad abstracta, y no en un acto
concreto de comunión con el rostro del que me interpela. El principio de
diferencia, por ejemplo, aunque busca proteger a los menos favorecidos, lo hace
desde una lógica funcional, no ontológica: se les da solo si mejora el sistema,
no porque hayan sido creados como destinatarios del amor. En este modelo, la
dignidad no se dona, se pondera. No hay vocación relacional, sino estructuras
distributivas. Además, Rawls nunca introduce la trascendencia como fuente de lo
justo. La justicia se define sin referencia al ser que lo origina todo. Y así,
se edifica una ética política sin fundamento ontológico, que puede ser eficaz,
pero carece de alma. Una justicia sin don es una justicia sin comunión.
Por eso polemizamos: porque
la justicia, si no parte del don, corre el riesgo de volverse procedimiento, no
misericordia; equilibrio, no ternura; acuerdo, no vocación. La teoética del don
exige más que igualdad formal: reclama una justicia que reconozca que cada ser
ha sido amado desde antes de todo contrato, y por ello debe ser acogido en la
gratuidad. A lo largo de la historia de la filosofía moral, distintos
pensadores han intentado establecer fundamentos sólidos para la acción ética,
pero muchos de ellos, aunque con buena voluntad y aguda inteligencia, han
dejado fuera la dimensión ontológica del amor como don originario, y por eso,
desde la teoética que aquí desarrollamos, es necesario polemizar con ellos no
en tono de demolición, sino como ejercicio de purificación y superación.
En Aristóteles, por
ejemplo, la ética se construye desde la virtud y el telos, el fin propio de
cada ser. Su propuesta de la eudaimonía —una vida realizada en
excelencia racional— es potente y fundacional. Pero allí, el bien es entendible
como perfección interna, como autorrealización del ente, sin que se afirme
claramente que la virtud es respuesta al amor que llama desde fuera. El sujeto
se perfecciona, pero no se entrega. La comunión queda subordinada al desarrollo
propio. David Hume, por su parte, propone una ética basada en el sentimiento,
en la simpatía y las emociones morales que nacen del contacto humano. Sin
embargo, esta ética carece de trascendencia y de fundamento ontológico: si el
sentimiento cambia, el criterio del bien cambia. El amor deja de ser estructura
ontológica y se convierte en estado afectivo fluctuante. No hay estabilidad
moral cuando se elimina el don como raíz del ser. En Nietzsche, la crítica
moral es feroz. Denuncia las éticas de compasión y sacrificio como signos de
debilidad, y propone una voluntad afirmativa que crea sus propios valores. Pero
esta “moral del señor” —aunque busca autenticidad— destruye la lógica de la
gratuidad, del amor que no impone, del bien que se dona. El resultado es una
ética del poder, no del don. El otro no es rostro que interpela: es obstáculo
que se supera. Incluso en Alasdair MacIntyre, cuya crítica al liberalismo ético
lo lleva a proponer una vuelta a las virtudes en comunidades narrativas, se
percibe una cierta limitación: la ética se convierte en coherencia con una
tradición, no necesariamente en participación ontológica del ser que se da. Hay
lugar para la responsabilidad, pero no se articula una metafísica del amor que
funde y fecunde esa práctica. En todos estos casos —y podríamos añadir a
Anscombe, G.E. Moore, Philippa Foot, Bernard Williams— el acto moral es
reconstruido desde la virtud, el sentimiento, el lenguaje, la comunidad o la
voluntad. Pero lo que faltó en cada uno fue el reconocimiento de que el bien
moral sólo puede brotar de una ontología del don, de una afirmación explícita
de que la acción justa participa del ser que se ofrece gratuitamente.
La propuesta de Adela
Cortina en Ética mínima merece ser incluida en esta revisión crítica,
pues representa uno de los esfuerzos contemporáneos más serios por ofrecer una
ética racionalmente compartida en sociedades plurales. Cortina no apela al
máximo moral ni al perfeccionismo ético, sino a mínimos irrenunciables que
garanticen la convivencia y el respeto mutuo. Desde una perspectiva cívica y
dialógica, propone principios éticos que puedan ser aceptados
independientemente de creencias particulares, buscando una ética laica que se
sostenga en la razón pública. Sin embargo, desde la perspectiva del
Ontorrealismo y la teoética del don, esta visión —aunque útil en la
administración de lo político— resulta insuficiente en lo ontológico. La ética
mínima parte de un consenso racional, no de una ontología del amor. El bien, en
esta visión, se justifica por necesidad democrática o funcionalidad social, no
como participación en el ser que se dona gratuitamente.
Cortina hace del diálogo
ético su fundamento, pero el diálogo, si no está animado por una lógica de
donación que lo precede, se convierte en intercambio, no en comunión. Lo ético
se delimita por lo aceptable y lo no excluyente, pero no por la plenitud ontológica
del ser que llama a amar más allá del consenso. El otro, desde esta ética, debe
ser respetado; pero desde la teoética del don, debe ser acogido como
manifestación del Amor que funda el universo. Así, aunque Ética mínima
ofrece herramientas valiosas para el tejido democrático, su horizonte queda
empobrecido si no se reconoce que el ser humano no sólo debe convivir: está
llamado a donarse. La acción ética no consiste únicamente en no dañar, sino en
reflejar la gratuidad radical que hace posible nuestra existencia.
Polemizamos, entonces, para
redirigir el pensamiento: no basta con saber qué es lo bueno, hay que saber
desde dónde viene. Y si el bien no viene del amor, no puede sostenerse. Por
eso, la teoética no es una propuesta alternativa: es el centro recobrado, el
punto de origen que la filosofía moral olvidó y que hoy necesita urgentemente
redescubrir.
La cuestión del amor,
cuando se lo piensa desde la ontología del don, exige una mirada que vaya más
allá de las construcciones sociales, de los reclamos identitarios o de las
reivindicaciones afectivas. El amor, en su raíz metafísica, no es simplemente deseo,
ni expresión espontánea de subjetividades, ni emoción validada por la cultura:
es acto de entrega originario, llamado a la comunión entre lo distinto,
estructurado por la diferencia que fecunda, no por la semejanza que se pliega
sobre sí misma.
Desde esta perspectiva,
resulta necesario polemizar con algunas corrientes del feminismo contemporáneo
que —en su defensa del amor homosexual como plenitud afectiva legítima—
terminan por distorsionar el concepto mismo del amor y del don. Pensadoras como
Judith Butler, Monique Wittig o Adriana Cavarero, por mencionar algunas figuras
relevantes, han sostenido que el deseo no debe estar normado por estructuras
ontológicas, sino por narrativas que cada sujeto configura desde su vivencia.
Esta afirmación es nihilista, aunque parte de un legítimo reclamo de libertad,
desvincula el amor de su lógica donativa, y lo convierte en gesto subjetivo,
identidad narrativa o transgresión política.
El problema no está en el
afecto vivido entre semejantes, sino en la negación de toda estructura
trascendente del amor, en la afirmación de que la entrega puede realizarse en
la clausura de lo igual. El don exige alteridad fecunda, diferencia ontológica,
apertura hacia lo que no soy. Cuando el amor se interpreta como deseo que se
justifica por sí mismo, sin apertura al Misterio que lo constituye, se rompe la
lógica metafísica del ser que se da para engendrar lo nuevo.
Desde el Ontorrealismo, el
amor homosexual entendido como plenitud ontológica no puede sostenerse porque
el don exige una diferencia estructural que refleje la dinámica del ser, no una
igualdad afectiva que se cierra en el espejo de lo idéntico. No se trata de
condena ni de moralismo: se trata de afirmar que el amor verdadero no se mide
por intensidad emocional, sino por su capacidad de reflejar la gratuidad
trascendente del ser que llama a comunión.
En mi libro Contra el
Género llevé a cabo una labor crítica que consistió en desvelar los
fundamentos filosóficos más profundos de la ideología de género, mostrando que
esta se apoya en una estructura antiesencialista, que niega la existencia de
una naturaleza dada; en una postura antimetafísica, que descarta toda
referencia trascendente al ser; y en una lógica constructivista, que afirma que
la identidad —incluida la sexual— no se recibe, sino que se produce
socialmente, culturalmente, incluso arbitrariamente. Puse al descubierto cómo
esta ideología socava cualquier idea de sentido ontológico del cuerpo, del
límite, de la diferencia inscrita en lo real. Sin embargo, en aquel análisis
faltó un punto crucial que ahora emerge con toda su fuerza: la conexión con la
metafísica del don y la ontología relacional. No basta con desmontar los
errores conceptuales del género; era necesario mostrar que su problema más
radical es el quiebre del vínculo originario entre el ser y el amor que lo
constituye. El cuerpo, la identidad, la diferencia sexual, no son superficies
interpretables: son gestos del don, huellas visibles de una estructura
relacional que llama al ser humano a la comunión, no al repliegue.
Al omitir en aquel momento
la articulación con el don como fundamento ontológico, dejé sin explorar una
dimensión clave: la ideología de género no solo redefine el sujeto, sino que
niega la vocación amorosa inscrita en la diferencia ontológica, y con ello
impide que la identidad se viva como acogida, como participación, como
respuesta al ser que se entrega. La ontología relacional, en cambio, afirma que
ser hombre o mujer no es imposición social ni elección arbitraria, sino
manifestación del amor que llama a la entrega mutua desde la diferencia
fecunda.
Esta omisión se convierte
ahora en tarea pendiente que esta obra busca reparar: integrar la crítica al
género en una visión positiva, afirmativa, luminosa, donde el ser es don, y la
diferencia no es obstáculo, sino posibilidad de comunión verdadera. Porque solo
desde el amor ontológico puede surgir una antropología que no divida, sino que
reconcilie lo humano con el misterio que lo funda. Por eso polemizamos. Porque
en el intento de liberar el amor de todo principio ontológico, muchas filósofas
contemporáneas han terminado por encerrarlo en el discurso del deseo, y con
ello han perdido de vista su vocación más alta: ser reflejo del acto creador
que nos ha llamado a amar desde la diferencia, no desde la repetición.
5.2 El bien como participación, no imposición
La modernidad ha tendido a
pensar el bien como norma impuesta, como estándar exterior al sujeto, o como
convención funcional al orden social. Esta visión reduce lo ético a
cumplimiento, a contrato, a obediencia. Pero si el ser es amor que se da, el
bien no puede ser exigido: debe ser participado.
Participar del bien
significa entrar en la lógica del don. No se trata de adquirir virtudes como
atributos personales, sino de dejarse transformar por el amor que origina todo
lo real. El bien no es propiedad, ni mérito, ni ventaja: es comunión con la plenitud
que nos precede. Hacer el bien, entonces, es responder al ser, no responder al
sistema. No hay bien sin trascendencia. Toda ética que prescinde de lo eterno
termina por vaciar el acto moral de sentido profundo. Sólo cuando el bien se
reconoce como participación en la bondad originaria de Dios, se vuelve fecundo,
duradero, verdadero. Esta bondad no aplasta, no domina, no obliga: llama,
invita, se ofrece. Por eso, el bien nunca será simple obediencia. Es respuesta
amorosa al llamado del ser. Y esa respuesta, cuando se encarna en nuestras
decisiones, revela que hemos comprendido que la vida no es posesión, sino don.
Amar bien, servir bien, vivir bien: todo eso es participar del ser que nos ha
sido dado para ser compartido. La aceptación del bien sin trascendencia —es
decir, desvinculado de toda referencia ontológica estable o de un fundamento
absoluto— ha sido uno de los signos más inquietantes del pensamiento moderno, y
sus consecuencias se han proyectado más allá de la filosofía hasta marcar la
historia con heridas irreparables. Al desligar el bien de su origen
trascendente, se ha abierto paso una ética de la conveniencia, del interés, del
cálculo, donde lo justo deja de ser participación en la plenitud del ser para
convertirse en producto de la voluntad autónoma o del poder dominante. Esta
mutación coincide con el imperio del principio de inmanencia, que encierra toda
interpretación del mundo dentro del sujeto, negando cualquier fuente exterior,
cualquier realidad que exceda lo humano.
Al instaurarse este
principio, el horizonte metafísico del amor y de la donación se difumina. Ya no
hay Dios que llama, ni misterio que fecunda: solo voluntad humana que decide lo
que debe ser. Y cuando el bien se convierte en voluntad, se abre el camino a su
deformación más peligrosa: la voluntad de poder, exaltada por filosofías como
la nietzscheana, que transformaron el deseo humano en fuerza creadora sin
límite, sin vínculo, sin comunión. El bien ya no se acoge, se impone; ya no se
contempla, se domina. Este giro filosófico no quedó en el papel. Coincidió
dramáticamente con los grandes totalitarismos del siglo XX —el nazismo, el
comunismo estalinista, el fascismo— que llevaron a su extremo la lógica del
poder sin trascendencia. El bien, para ellos, se definía desde el Estado, la
raza, la ideología. Todo aquello que se resistía era eliminado en nombre de una
racionalidad política, de una “purificación”, o de un destino colectivo
fabricado. Las dos guerras mundiales, la Shoá, la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima
y Nagasaki, no fueron simplemente catástrofes militares: fueron el resultado de
una ética sin amor, sin fuente trascendente, donde la técnica se desligó del
alma y donde el poder se emancipó de la comunión. La crisis de caridad en el
mundo contemporáneo, el auge del nihilismo afectivo, y el peligro creciente de
un Armagedón nuclear, no son hechos aislados: son síntomas de una civilización
que ha desarraigado el bien de su fundamento ontológico, reemplazándolo por la
utilidad, la eficiencia, la voluntad soberana. Sin un ser que se da, el bien se
distorsiona y la acción se vuelve potencialmente destructiva.
Por eso, recuperar la
trascendencia del bien —su inscripción en el amor que constituye el ser— no es
un gesto piadoso ni una nostalgia metafísica: es una exigencia civilizatoria
urgente, un llamado a reencontrar el principio que puede salvarnos del abismo
que hemos fabricado. Porque sin amor ontológico, sin don originario, la
historia se vuelve cálculo, y el mundo, campo de ruinas. Lo que está ocurriendo
en Gaza —según informes de la ONU, la Corte Internacional de Justicia y
múltiples organizaciones humanitarias— cumple los criterios jurídicos y éticos
del genocidio: más de 58.000 muertos, la mayoría civiles, mujeres y niños;
destrucción sistemática de hospitales, escuelas, universidades, mezquitas,
iglesias, bibliotecas; desplazamiento forzado de millones de personas; bloqueo
de alimentos, agua y medicinas; y declaraciones oficiales que expresan una
intención explícita de hacer inhabitable la Franja. Este genocidio, perpetrado
por el Estado de Israel bajo el amparo de potencias unipolares, no es sólo una
tragedia política o humanitaria: es la manifestación más cruda de una
civilización que ha desvinculado el bien de la trascendencia, que ha sustituido
el amor por la estrategia, la comunión por el cálculo, la justicia por la
propaganda. El pueblo palestino, víctima de una limpieza étnica prolongada, se
convierte en símbolo del abandono del don como principio civilizatorio.
Lo irónico —y profundamente
doloroso— es que este crimen se comete en nombre de la memoria de la Shoá, como
si el sufrimiento histórico del pueblo judío pudiera justificar la repetición
de la barbarie. Pero la Shoá no legitima el genocidio, lo denuncia. Y el uso
político de esa memoria para encubrir crímenes actuales representa una traición
ontológica al amor que esa memoria exige. Por eso, el genocidio palestino debe
ser incluido como caso emblemático del colapso de la caridad ontológica en el
mundo contemporáneo. No es un conflicto más: es el espejo donde se revela hasta
qué punto la modernidad ha roto el vínculo con el ser que se da, y ha
convertido la técnica, la política y el discurso en instrumentos de
destrucción.
La
Segunda Parte de esta obra ha trazado con vigor filosófico la recuperación del
ser como don, desmontando las reducciones fenomenológicas, constructivistas y
posmodernas que han vaciado el pensamiento de su vocación ontológica. Frente a
quienes han interpretado el don como paradoja, gesto subjetivo o construcción
lingüística, aquí se ha afirmado que el ser no se interpreta, se acoge; que no
se produce, se recibe; y que sólo desde la gratuidad fundante que lo constituye
puede pensarse una ética, una cultura y una civilización verdaderas. La
teoética ha revelado que la acción moral no nace de la norma ni del cálculo,
sino del amor que estructura el ser; y la crítica a Kant, Rawls, Bentham, Mill,
Habermas, Cortina y otras corrientes éticas ha mostrado que, sin trascendencia,
el bien se convierte en función o consenso, pero no en comunión. La Segunda
Parte ha hecho visible que el olvido de la ontología relacional ha conducido a
la fragmentación del mundo, a la erosión de la caridad y a la posibilidad
concreta del Armagedón; por ello, este pensamiento del don se presenta no como
sistema, sino como reconciliación ontológica que puede devolverle al
mundo su alma.
Quizá lo decimos tarde,
cuando el mundo ya carga sobre sus hombros demasiadas ruinas, cuando la
esperanza ha sido convertida en consigna de mercado, y cuando el amor —el
verdadero, el que da ser— ha sido expulsado de las plazas, de las escuelas, de
los templos, de los corazones. Pero más vale decirlo ahora que callarlo para
siempre: solo una reconciliación ontológica puede devolverle al mundo su alma.
Solo cuando el ser humano redescubra que no está hecho para dominar, ni para
consumir, ni para interpretar sin fin, sino para acoger el don de lo que es,
comenzará a sanar el abismo que ha ido cavando con su orgullo técnico y su
soberbia moral. Demasiadas veces hemos pactado con el vacío. Hemos organizado
sistemas, firmado tratados, construido metrópolis luminosas y discursos
sofisticados… pero todo sin una raíz que nos sostenga. Nos hemos vuelto
expertos en protocolos y olvidadizos del misterio. Y ahora, cuando el odio se
globaliza, cuando el genocidio se transmite en vivo, cuando las bombas tienen
mejor señal que las voces del corazón, queda claro que ninguna ética útil,
ninguna justicia parcial, ninguna racionalidad estratégica bastará. Lo único
que puede detener este colapso es un retorno humilde y radical al ser como amor
recibido. Porque el alma del mundo no se encuentra en los algoritmos, ni en las
estadísticas, ni en los manuales de convivencia. Su alma está en ese acto
silencioso que lo dio todo sin pedir nada. Y mientras el pensamiento no vuelva
a inclinarse ante ese don, seguiremos acumulando cuerpos, estrategias y
heridas. Por eso, aunque parezca tardío, aunque suene inútil entre el estruendo
de las armas, debemos decirlo con toda la fuerza: sin reconciliación
ontológica, el mundo se quedará sin alma. Y sin alma, no hay porvenir, ni
verdad, ni belleza. Solo la sombra interminable del poder sin rostro.
Lo
que hoy vivimos no llegó por sorpresa: fue previsto con lúcida desesperación en
obras como 1984, Fahrenheit 451 y Rebelión en
la granja. Allí, desde distintos ángulos, se anticipó el colapso de
la verdad, la manipulación del lenguaje, la vigilancia totalitaria, la
conversión del deseo humano en herramienta del poder, y la destrucción
sistemática del pensamiento libre. Orwell, Bradbury y Orwell de nuevo supieron
leer no sólo las derivas políticas, sino los síntomas más profundos del alma
perdida de la civilización. Sus relatos no son profecías literarias, sino
diagnósticos ontológicos: el mundo sin trascendencia, sin comunión, sin don, se
encamina irremediablemente hacia la brutalidad organizada. Y aunque entonces
era ficción, hoy se parece demasiado al noticiero. Porque lo que se denuncia
allí —la abolición de la interioridad, la reducción del ser a utilidad, la
traición a la diferencia fecunda— es precisamente lo que este pensamiento del
don busca revertir: no con nostalgia, sino con la firme convicción de que aún
se puede restaurar el vínculo con lo eterno, aún se puede devolverle al mundo su alma antes de que las máquinas,
los discursos y las guerras lo devoren por completo.
Es imposible no
estremecerse ante la extraña coincidencia entre lo que hoy vemos y lo que fue
descrito —con símbolos ardientes, visiones inagotables y silencios
apocalípticos— en el último libro de la Escritura. En las ruinas de las
ciudades, en la sangre de los inocentes que clama desde los escombros, en las
bestias ideológicas que devoran sin rostro, y en las falsas promesas que
seducen desde lo alto, parece que las páginas del Apocalipsis no están
ya en el pasado ni en un futuro lejano, sino palpitando en el presente. Los
jinetes no cabalgan en parábolas, cabalgan en convoyes militares, en algoritmos
que vigilan, en bombardeos transmitidos en directo, en discursos fríos que
justifican la muerte. La confusión del lenguaje, el comercio de cuerpos, el
trono de la Bestia sostenido por los aplausos del consenso y el fuego que cae
del cielo… todo resuena como si el velo de la profecía se hubiese abierto, no
para espantar, sino para advertir que, sin conversión ontológica, sin retorno
al amor que funda el ser, no hay salvación, sólo ruina. Incluso en medio de
esta sombra, hay un susurro que permanece: el Cordero no ha huido, la
Luz no ha sido vencida, y la gratuidad sigue llamando en lo más hondo, como un
río secreto que quiere resurgir.
La
dimensión escatológica del don revela que la gratuidad no es sólo origen, sino
también destino. El don no inaugura el ser para luego dejarlo librado a su
suerte, sino que lo sostiene y lo guía hacia su plenitud,
como si todo lo creado llevara impreso un impulso de regreso al corazón que lo
engendró. En esta perspectiva, la historia no es simplemente evolución ni
progreso, sino travesía amorosa que busca consumarse en comunión
definitiva, donde lo dado será plenamente acogido, y lo
fragmentado será restituido en totalidad. El don escatológico es promesa
cumplida: el ser no muere en el absurdo, no naufraga en la técnica ni se
disuelve en el poder, sino que se transfigura en gloria, en
comunión última, en rostro revelado. La muerte ya no es
clausura, sino umbral; la justicia no es distribución, sino participación
eterna; y el amor, que dio origen al ser, se
convertirá en el espacio absoluto donde todo será plenamente recibido.
Así, pensar el don escatológicamente es afirmar que la gratuidad no se agota en el tiempo: se consuma en la eternidad.
Y allí, el alma del mundo encontrará descanso no porque haya cesado la lucha,
sino porque el ser habrá sido completamente amado y acogido
en el Misterio que lo llama desde siempre.
Tercera Parte: El Don y la Configuración
Civilizatoria
Con esta
Tercera Parte se abre el horizonte civilizatorio del pensamiento ontológico del
don. Ya no se trata sólo de fundamentar filosóficamente la gratuidad como
estructura del ser, ni de desplegar su dimensión ética como respuesta amorosa;
ahora es preciso proyectarla sobre las instituciones, las
prácticas, los lenguajes y las tecnologías que configuran el mundo humano.
Esta sección no es complemento: es consecuencia. Porque si el ser se da,
entonces la cultura debe acogerlo, y si el
amor funda, entonces la civilización debe
reflejarlo.
Capítulo 6: Cultura de la gratuidad vs.
funcionalismo
La cultura
contemporánea, marcada por el utilitarismo tecnocrático, ha convertido la vida
en función, el arte en mercancía, la familia en contrato y la política en
estrategia. Todo se mide, se optimiza, se gestiona: pero en ese proceso, el alma se desvanece. El funcionalismo no es sólo un
modelo productivo; es una lógica existencial que
excluye la gratuidad. Frente a ello, este capítulo propone una cultura de la gratuidad, donde el arte no se justifica
por su rendimiento, sino por su capacidad de contemplar lo invisible; donde la
familia no nace del cálculo, sino del don mutuo; donde la política no se define
por cuotas de poder, sino como vocación de servicio que refleja el ser que se entrega. Es urgente
restaurar espacios donde el don pueda respirarse: porque sin ellos, la civilización se vuelve mecánica y la comunidad, estadística.
6.1 Crítica al utilitarismo tecnocrático
La cultura contemporánea ha sido colonizada
por una lógica utilitarista que ha convertido la acción humana en mecanismo
funcional, el pensamiento en cálculo, y la vida en operación técnica. El
utilitarismo tecnocrático no se limita a buscar el máximo bienestar:
reconfigura el sentido del bien como aquello que funciona, como lo que produce
resultados medibles, rentables, cuantificables. Bajo esta visión, lo ético se
reduce a eficiencia y lo verdadero se mide por utilidad. Ya no se piensa desde
el ser que se da, sino desde el sistema que exige.
Esta reducción no sólo
empobrece el alma humana, desfigura su vocación profunda hacia la gratuidad. El
ser deja de vivirse como don, y pasa a gestionarse como recurso. El afecto se
administra, el tiempo se programa, la conciencia se convierte en interfaz. La
tecnocracia no es sólo modelo político: es cosmovisión deshumanizante que
expulsa el misterio y la comunión del centro de lo real. Todo se hace para
algo, pero ya nada se hace por amor.
Frente a esta deriva, se
alza la necesidad de una crítica ontológica del utilitarismo, que no se limite
a denunciar su ineficacia moral, sino que recupere el vínculo perdido entre la
acción y el ser. El mundo no necesita más rendimiento: necesita volver a ser
espacio de acogida, no de administración. Sólo allí donde lo útil deja de ser
lo primero, puede renacer la gratuidad como medida de lo humano.
El imperio del
funcionalismo —esa lógica que reduce toda realidad a su utilidad, toda acción a
su rendimiento, y todo vínculo a su operatividad— ha ido gestando en silencio
una de las enfermedades más profundas de nuestra época: la cultura nihilista.
Cuando lo humano se valora solo en función de lo que produce, cuando lo
verdadero se mide por eficacia, y lo bello se subordina al algoritmo, el
sentido se erosiona lentamente hasta desaparecer. El funcionalismo promete
control y claridad, pero deja vacío el corazón: porque donde no hay gratuidad,
tampoco hay propósito. Todo se vuelve instrumento, y el ser —convertido en
herramienta— olvida que fue llamado a florecer, no solo a operar.
La cultura nihilista no
surge por una rebelión dramática, sino como consecuencia lógica: el alma no
sobrevive cuando se le exige sólo funcionar. Ya no hay misterio, ni vocación,
ni trascendencia; hay actividad sin interioridad, movimiento sin dirección. El
joven que vive para adaptarse al sistema, el artista que crea para vender, el
político que gobierna para mantenerse… todos viven bajo el mandato funcional
que excluye la pregunta por el “por qué” y solo admite el “para qué”. El
resultado es una civilización que conserva la forma, pero ha perdido la llama. Así,
la correspondencia entre el imperio del funcionalismo y el nihilismo cultural
no es accidental: es estructural. Porque donde el don es expulsado, lo que
queda es supervivencia sin sentido. Y esa supervivencia —brillante,
tecnológica, veloz— se convierte en espectáculo de una existencia que ya no
sabe para qué existe.
La vida funcionalista no
sólo ha vaciado de sentido la existencia cotidiana, sino que ha infiltrado sus
lógicas en los espacios donde antes se cultivaba el alma: la escuela y la
universidad. Lo que nació como casa del saber, como lugar de formación integral
del ser humano, ha sido lentamente convertido en fábrica de competencias, en
taller de productividad, en maquila de empleabilidad. Ya no se enseña para
despertar la conciencia, sino para adaptar al sujeto a un sistema que no lo
necesita libre, sino útil.
La escolaridad ha perdido
su vocación de acompañar al niño hacia el misterio del mundo; ahora lo entrena
en técnicas, lo somete a pruebas, lo clasifica según su capacidad de rendir. La
universidad, que debería ser el santuario de la pregunta, se ha vuelto empresa
que vende títulos y produce perfiles profesionales listos para ensamblarse en
el engranaje económico. El pensamiento ya no se cultiva: se automatiza. La
creatividad no se celebra: se pauta. Y el alma, en vez de ser acogida, es
moldeada para encajar en sistemas que no la reconocen. En ambos casos, el
nihilismo ha impuesto sus reglas. El estudiante no busca la verdad, sino la
certificación. El profesor no acompaña procesos vitales, sino cumple
indicadores. Las materias no abren horizontes: entrenan funciones. Y así, de
modo imperceptible pero devastador, la escuela y la universidad han dejado de
formar seres humanos para producir tornillos que el sistema puede atornillar
donde convenga.
Por eso, recuperar una
educación desde la ontología del don no es utopía, es urgencia. Hace falta
reencantar el aula, devolverle el alma al currículo, permitir que el saber
vuelva a ser encuentro con lo real, no entrenamiento para lo útil. Solo así
podrá volver a brotar una cultura donde aprender signifique crecer en comunión
con el misterio que nos llama a ser. En mi obra La Universidad Nihilista,
expuse con firmeza cómo el saber académico ha sido sometido a una lógica
funcionalista que lo despoja de su dimensión contemplativa, lo convierte en
mercancía curricular y lo subordina a los imperativos del mercado y la técnica.
Denuncié cómo la universidad ha dejado de ser santuario de búsqueda del sentido
para convertirse en un aparato de certificación, donde el conocimiento se mide
por rendimiento y el estudiante se moldea como pieza útil para un sistema sin
alma. Sin embargo, lo que en aquel libro aún no había articulado con suficiente
hondura es que esta deriva funcionalista no es sólo una crisis pedagógica o institucional:
es el síntoma de una ausencia ontológica más profunda, una ruptura con la
lógica relacional del ser y con la metafísica del don que constituye nuestra
vocación humana.
El vacío existencial que
impera en la educación superior no puede ser comprendido sin reconocer que el
saber ha sido desconectado de la gratuidad originaria, de aquel amor fundante
que llamaba al pensamiento como respuesta, como acogida, no como producción. La
universidad funcionalista no niega el contenido; niega la relación. Ya no hay
maestro que dona sabiduría, ni discípulo que la recibe como acto de comunión;
hay transmisiones de datos, objetivos estratégicos y competencias
estandarizadas. Y esa ruptura con la ontología relacional, con el vínculo
amoroso que sustenta el acto educativo, revela que la universidad ha extraviado
su alma porque ha extraviado su fundamento metafísico: el don como estructura
del ser y del conocimiento.
Es aquí, en este nuevo
desarrollo, donde la crítica académica se convierte en propuesta ontológica: la
restauración de la universidad sólo será posible si se recupera el saber como un
don, como participación en la verdad que nos precede y nos llama a ser mejores
no por eficiencia, sino por comunión. Y sólo desde allí puede pensarse un
renacimiento educativo que forme no tornillos para el sistema, sino almas
capaces de abrazar el misterio y reflejarlo en sus vidas.
China, hoy mirada como
paradigma de prosperidad y justicia por haber logrado lo que ninguna potencia
ha conseguido en tan poco tiempo —sacar a más de 800 millones de personas de la
pobreza y elevarlas a la clase media— parece encarnar una síntesis inédita: una
economía capitalista con gestión comunista, un Estado fuerte con políticas
redistributivas, un modelo técnico que funciona. Y, sin embargo, en medio de
esos éxitos, surge la pregunta incómoda y radical: ¿puede esta prosperidad
traducirse en auténtica rehumanización? ¿Puede el orden alcanzado desde la
eficiencia asegurar el despertar del alma humana?
Porque si bien la pobreza
se reduce, si bien las cifras impresionan, el ser humano sigue atado a los
mismos dispositivos de despersonalización: el dinero como medida universal del
valor, la técnica como eje organizador de la vida, la productividad como criterio
de existencia. El problema no está en el éxito, sino en lo que ese éxito omite.
Si la justicia se define por redistribuir sin cuestionar el modelo que produce
desigualdad ontológica, la humanidad permanece cautiva, aunque sus estadísticas
mejoren.
Por eso, configurar una
civilización desde la metafísica del don exige transformaciones más hondas, más
que políticas públicas eficaces o modelos híbridos de mercado. Requiere un giro
interior del pensamiento, una cultura que reconozca que el ser humano no sólo
necesita vivir mejor: necesita volver a ser donado, acogido, llamado a la
comunión. De lo contrario, incluso la prosperidad más impresionante puede
convertirse en sofisticación del exilio, en bienestar sin sentido, en triunfo
sin alma.
6.2 El arte, la familia y la política como espacios donacionales
En medio del colapso
funcionalista que ha convertido la cultura en sistema, el pensamiento en
cálculo y la vida en maquinaria operativa, aún subsisten espacios donde el don
resiste, donde la existencia no se reduce a utilidad, y donde el ser puede
revelarse como gratuidad: el arte, la familia y la política. Estos tres
ámbitos, lejos de ser accesorios, constituyen territorios ontológicos donde lo
humano tiene la posibilidad de redescubrirse como vocación amorosa, como acto
de comunión, como reflejo de lo eterno.
El arte verdadero, no
subordinado al mercado ni domesticado por la propaganda, es manifestación
sensible del ser que se entrega sin exigir. No sirve para nada en términos
operativos, y por eso lo dice todo. Una pintura que conmueve, una sinfonía que
sacude la memoria, una palabra que despierta lo indecible, no responden a
demandas funcionales: son gestos del don que resiste a la colonización técnica,
ventanas abiertas a la gratuidad del misterio. El artista auténtico no produce:
ofrece. Y en ese ofrecimiento, la belleza se convierte en signo del amor
originario que funda el mundo.
La familia, cuando se vive
no como contrato ni núcleo económico, sino como espacio de comunión y cuidado,
es revelación encarnada del don. El padre no reclama, el hijo no exige, la
madre no contabiliza: todos se acogen mutuamente en el umbral de una gratuidad
que los precede. La familia no es solo estructura social: es templo íntimo
donde se aprende que el otro no es instrumento, sino rostro amado. No hay mejor
escuela de ontología relacional que el hogar donde se sirve sin cálculo, se
perdona sin condiciones y se ama sin utilidad.
Y la política, tantas veces
profanada por la lógica del poder y convertida en espectáculo o maquinaria,
puede volver a ser arte del don comunitario, si se reconecta con su raíz
originaria: la vocación de cuidar la casa común. Gobernar no debería ser administrar
intereses, sino actuar como si el bien del otro fuera también el propio, como
si la justicia no fuera equilibrio, sino participación. Una política fundada en
el don no busca ganadores, busca reconciliación. Y en ese gesto, se convierte
en acontecimiento ontológico, donde el ser compartido genera plenitud
histórica.
Así, estos espacios —el
arte, la familia y la política— pueden ser lugares de revelación si son
habitados desde la gratuidad. En ellos, lo humano respira, se reencuentra, se
transfigura. Pero si se subordinan a la utilidad, pierden su alma. De allí que
configurar una civilización del don no es una fantasía poética: es la única vía
posible para restaurar lo humano en su plenitud.
No
obstante, el arte, la familia y la política —que deberían ser refugios del don
y gestos vivos de comunión— no han escapado al asedio de la cultura
desintegradora del nihilismo. Poco a poco, el veneno del vacío ha penetrado sus
estructuras, infectando su vocación originaria con lógicas de poder,
conveniencia y vulgaridad. Por ello, en lugar de belleza, el arte a menudo
sirve como pantalla de propaganda o como objeto de consumo; la familia, en vez
de santuario del amor gratuito, se fragmenta bajo tensiones materiales o
ideológicas; la política, que nació para cuidar el bien común, se prostituye en
negociaciones estériles donde el interés sustituye la verdad. En este paisaje
herido, pululan las bandas criminales juveniles como síntoma de abandono
identitario, la vida cotidiana se vulgariza hasta hacerse espectáculo banal,
los hogares se desmembran por falta de sentido compartido, y la sociedad se
gangsteriza bajo el dominio de grupos que reproducen la lógica del más fuerte.
El lenguaje, también herido, se torna prosaico, utilitario, incapaz de nombrar
el misterio; las metas reemplazan a los ideales como si el alma pudiera
sobrevivir sólo por objetivos; y el dinero, el placer y el poder se entronizan
como nuevos ídolos, reclamando obediencia sin ofrecer sentido. Esta es la
civilización que ha olvidado el don —una civilización donde se vive sin
comunión, se ama sin entrega, y se sobrevive sin alma. Y precisamente por eso, urge restaurar los espacios donacionales como actos de resistencia
ontológica, como semillas capaces de devolver al mundo
su vocación más profunda: ser lugar del amor gratuito.
La crítica al nihilismo
contemporáneo —y su infiltración en el arte, la familia y la política— exige
confrontar directamente a los pensadores que han intentado justificar,
estetizar o normalizar esta decadencia ontológica. No se trata de descalificar,
sino de desenmascarar las insuficiencias filosóficas que han contribuido a la
deshumanización del mundo. Autores como Nietzsche y Agamben, por ejemplo, han
ofrecido diagnósticos lúcidos sobre el vacío moderno, pero desde perspectivas
que, lejos de sanar, profundizan la herida. Nietzsche, al proclamar la “muerte
de Dios” y exaltar la “voluntad de poder”, no sólo desmantela la trascendencia,
sino que convierte el arte, la moral y la política en expresiones de fuerza, no
de comunión. Su crítica al ideal ascético —aunque certera en algunos aspectos—
termina por desvincular el sentido del ser de toda lógica donacional, y propone
un superhombre que se afirma sin necesidad del otro. Agamben, por su parte, al
denunciar el “Estado espectacular” y la sociedad del consumo, acierta en
señalar la vacuidad contemporánea, pero su propuesta se queda en la crítica
estructural. El hombre sin contenido que describe es víctima de una maquinaria
simbólica que lo reduce a mercancía, pero no ofrece una ontología del amor que
lo restituya. Su lectura del arte como canal de resistencia es potente, pero
sin una metafísica del don, el arte se convierte en gesto estético sin alma. Jacques
Rancière, al pensar lo político en el arte, propone una emancipación sensible
que rompe con el orden dominante. Sin embargo, su enfoque postfundacional
elimina toda referencia trascendente, y convierte la política en redistribución
de lo visible, no en acogida del ser. El arte, para él, puede ser subversivo,
pero no necesariamente revelador del don que funda la existencia. Incluso
pensadores como Schopenhauer y Mainländer, que canalizan el nihilismo a través
del arte, lo hacen desde un pesimismo radical que no reconoce la gratuidad como
principio ontológico, sino como escape estético ante la voluntad de vivir o
morir. El arte, en sus visiones, no redime: alivia, pero no transforma.
La crítica al nihilismo y
al colapso de los espacios donacionales no puede eludir el diálogo —y la
confrontación respetuosa— con pensadores como Wilhelm Reich, Erich Fromm,
Zygmunt Bauman y Byung-Chul Han, cuyas obras han influido profundamente en la
comprensión de la cultura contemporánea, pero que también presentan límites
ontológicos que deben ser señalados desde la perspectiva del don.
Wilhelm Reich, al vincular
la represión sexual con el autoritarismo político, propuso una liberación
pulsional como vía de emancipación. Sin embargo, su enfoque reduce el amor a
energía biológica, y la libertad a desinhibición instintiva. Desde la metafísica
del don, esto resulta insuficiente: el amor no es descarga, sino comunión, y la
libertad no es espontaneidad, sino respuesta al ser que llama. Erich Fromm, más
profundo y humanista, denunció la deshumanización del capitalismo y propuso una
ética del amor como arte. Su crítica al tener frente al ser es luminosa, pero
su antropología sigue siendo demasiado psicológica, sin una ontología
relacional que funde el amor en la estructura del ser. El amor, para Fromm, es
elección madura; para el pensamiento del don, es vocación ontológica que
precede toda elección. Zygmunt Bauman, con su noción de modernidad líquida,
diagnosticó con agudeza la fragilidad de los vínculos, la volatilidad del deseo
y la mercantilización del afecto. Pero su propuesta se queda en la crítica
sociológica: no ofrece una metafísica que restituya el sentido del vínculo. La
liquidez no se combate con solidez funcional, sino con gratuidad ontológica que
permita la permanencia del amor. Byung-Chul Han, por su parte, ha descrito con
precisión el agotamiento del sujeto en la era del rendimiento, la desaparición
del otro en la hipertransparencia, y la erosión de la negatividad que permite
el encuentro. Su estilo poético y filosófico es valioso, pero su visión
melancólica carece de una afirmación ontológica del don. El sujeto del
rendimiento no se sana con contemplación estética, sino con reconciliación
ontológica que lo devuelva al ser como acogida.
En todos estos autores hay
intuiciones poderosas, pero también ausencias fundantes. La cultura nihilista
no se supera con crítica ni con introspección, sino con una metafísica del amor
que restituya el alma del mundo. Y eso exige ir más allá de la psicología, la
sociología o la estética: exige pensar el ser como don, y la vida como
comunión. Frente a todos ellos, la teoética del don propone una revolución
ontológica: no basta con criticar el vacío, hay que reconstruir el vínculo con
el ser que se da. El arte debe volver a ser epifanía, la familia comunión, la
política vocación. Y eso sólo es posible si se reconoce que la gratuidad no es
debilidad, sino fundamento.
Hemos desplegado con
profundidad filosófica una denuncia lúcida del imperio del funcionalismo y su
capacidad corrosiva sobre los espacios esenciales de la cultura. La vida
contemporánea, sometida al cálculo y la eficiencia, ha extraviado su vínculo
con el ser como don, convirtiendo el saber, el arte, la familia y la política
en engranajes de una maquinaria sin alma. Esta crítica se apoya no sólo en el
diagnóstico ético, sino en una ontología relacional que permite ver cómo el
utilitarismo tecnocrático ha instaurado una cultura nihilista donde la
interioridad se diluye, las metas reemplazan los ideales, y el dinero, el
placer y el poder se entronizan como ídolos. Frente a esta deshumanización
progresiva, se ha reivindicado el arte como manifestación sensible del misterio
gratuito, la familia como templo doméstico del amor recibido, y la política
como cuidado del bien común desde la lógica del servicio. Pero esta defensa no
es ingenua: reconoce que incluso estos espacios se encuentran bajo asedio,
degradados por la vulgarización del lenguaje, el espectáculo del crimen
juvenil, la descomposición del hogar y la gansterización social.
El capítulo se eleva, así
como Manifesto ontológico: afirmar que sólo desde la gratuidad originaria puede
restaurarse lo humano. Los autores contemporáneos —Nietzsche, Fromm, Bauman,
Han, Reich, entre otros— son confrontados no para ser anulados, sino para
mostrar que sus propuestas, sin la raíz del don, no redimen, sólo describen. En
ese gesto, la cultura del don se revela no como nostalgia metafísica, sino como
alternativa civilizatoria, capaz de reencantar el mundo, sanar sus vínculos y
devolverle su vocación de comunión.
Capítulo 7: El Don en la era digital
La
revolución digital ha sido, al mismo tiempo, expansión del conocimiento y
colapso de la interioridad. En medio de datos, pantallas y algoritmos, el ser humano corre el riesgo de perderse a sí mismo,
reducido a perfil, consumo, reacción. Este capítulo ofrece una ontocrítica de la cibercracia, mostrando que una
civilización gobernada por lo digital necesita reencontrarse con el don para
evitar que la técnica devore el alma. La inteligencia artificial, en especial,
plantea dilemas inéditos: ¿cómo asegurar que sus decisiones no repitan lógicas
de dominación, sino que participen de una ética donacional? Aquí surge la
propuesta de una teoética del don como regulación profunda,
que no se limite a estándares técnicos, sino que centre el desarrollo tecnológico en la dignidad del ser que se ofrece.
La gratuidad debe ser principio rector de la innovación, no residuo romántico.
7.1 Ontocrítica de la cibercracia
La cibercracia —el régimen
invisible pero omnipresente del poder digital— ha transformado radicalmente la
experiencia humana, no sólo en sus prácticas, sino en su estructura ontológica.
Ya no se trata simplemente de vivir con tecnología, sino de vivir a través de
ella, bajo sus lógicas, sus ritmos, sus algoritmos. El sujeto contemporáneo,
interconectado y vigilado, ha sido reducido a datos, a perfiles, a patrones de
consumo. Su identidad se fragmenta en pantallas, su deseo se modela por
interfaces, y su libertad se convierte en opción entre productos. En este nuevo
orden, la interioridad se colapsa, sustituida por la exposición constante, la
hipertransparencia y la compulsión a reaccionar.
La cibercracia no es
neutral. Su arquitectura responde a una lógica de poder que no reconoce el don,
sino la dominación, que no acoge el misterio, sino que lo traduce en código. El
algoritmo no contempla: calcula. La red no escucha: rastrea. Y el lenguaje
digital, por más sofisticado que sea, no tiene alma si no se vincula con la
gratuidad que funda el ser. En este contexto, el ser humano corre el riesgo de
convertirse en función de sistemas que no lo reconocen como vocación, sino como
recurso.
La ontocrítica de la
cibercracia exige ir más allá de la ética de la privacidad o la regulación de
contenidos. Se trata de replantear el fundamento mismo del desarrollo
tecnológico, preguntando no sólo qué puede hacer la técnica, sino qué debe
preservar del ser humano. Porque si el mundo digital no se ordena desde una
lógica del don, terminará por devorar la subjetividad, colonizar el deseo y
anular la comunión.
La gratuidad, en este
sentido, no es un adorno filosófico: es el principio que puede salvar al ser
humano de convertirse en engranaje de su propia creación. Una civilización
digital sin don será eficiente, pero vacía; conectada, pero sola; brillante,
pero sin alma. Por eso, esta crítica no busca demonizar la tecnología, sino reorientarla
hacia una ontología relacional, donde el dato no sustituya al rostro, y donde
el algoritmo no eclipse el misterio.
Pensadores como Shoshana
Zuboff, James Bridle, Nicholas Carr y otros han ofrecido diagnósticos
penetrantes sobre el impacto de la era digital en la subjetividad humana. En The
Age of Surveillance Capitalism (2019), Zuboff denuncia el surgimiento de un
nuevo régimen económico que convierte la experiencia humana en materia prima
para el lucro, lo que ella llama “capitalismo de vigilancia”. Su análisis es
potente, pero se queda en el plano estructural: no articula una ontología
relacional que permita restaurar el vínculo entre el ser y el amor que lo
constituye. La defensa de la privacidad, aunque necesaria, no basta si no se
reconoce que la dignidad humana no se protege sólo con derechos, sino con una
metafísica del don.
James Bridle, en New
Dark Age (2018) y Ways of Being (2022), explora cómo la tecnología
ha oscurecido nuestra comprensión del mundo, y cómo otras formas de
inteligencia —no humanas— pueden ofrecer caminos alternativos. Su mirada es
estética, provocadora, incluso poética, pero carece de una afirmación
ontológica del ser como comunión. La crítica a la opacidad algorítmica es
valiosa, pero sin una metafísica del don, el asombro se convierte en
contemplación sin redención.
Nicholas Carr, en The
Shallows (2010), The Glass Cage (2014) y Superbloom (2025),
ha mostrado cómo la tecnología digital está reconfigurando el cerebro humano,
erosionando la atención, la memoria y la capacidad de contemplación. Su
advertencia sobre el colapso cognitivo es urgente, pero su enfoque
neurocientífico no alcanza a proponer una antropología relacional. El problema
no es sólo que pensemos menos, sino que hemos olvidado que el pensamiento nace
del amor recibido.
Todos ellos coinciden en
señalar que el mundo digital está devorando la subjetividad, colonizando el
deseo y anulando la comunión. Pero sus propuestas —aunque lúcidas— no alcanzan
a restituir el alma del mundo, porque no parten de una ontología del don. La
crítica sin fundamento ontológico corre el riesgo de convertirse en melancolía
ilustrada, en resistencia sin esperanza. Denuncian el vacío, pero no lo llenan;
describen la alienación, pero no ofrecen una vía de comunión. Zuboff propone
regulación y derechos digitales, pero no articula una metafísica del don que
restituya la dignidad desde el origen. Carr lamenta la pérdida de profundidad,
pero no señala que la interioridad se construye desde la gratuidad del ser
recibido, no sólo desde la práctica de la lectura. Bridle revela la estética
del colapso, pero no ofrece una estética del don que reencante el mundo.
Por eso, la crítica a la
cibercracia debe ir más allá de lo sociológico, lo psicológico o lo político:
debe ser ontológica. Porque el problema no es sólo que el deseo sea manipulado,
sino que el ser humano ha olvidado que su deseo nace del amor que lo constituye.
Y sin esa memoria, toda regulación será insuficiente, toda resistencia será
reactiva, y toda ética será funcional. No basta con regular: hay que reencantar.
Porque sólo cuando el ser humano se reconoce como donado, puede habitar el
mundo digital sin perderse en él. La propuesta aquí es clara: reconectar la era
digital con la metafísica del don, para que la técnica no sea instrumento de
dominación, sino espacio de comunión. Solo así podrá la subjetividad ser
restaurada, el deseo liberado, y la comunión reencontrada en medio de los
algoritmos.
7.2 Teoética del don como regulación ética de la IA
La inteligencia artificial
se ha convertido en el nuevo eje de poder técnico, capaz de decidir,
clasificar, predecir y condicionar la vida humana con una eficacia que desafía
toda forma de control tradicional. Frente a este avance, diversos autores han intentado
establecer marcos éticos que orienten su desarrollo. En Ética de la
inteligencia artificial (Ediciones Cátedra, 2021), Mark Coeckelbergh plantea
preguntas urgentes sobre la agencia moral de las máquinas, la responsabilidad
algorítmica y el impacto social de la IA. Su enfoque es claro y accesible, pero
se mantiene en el plano normativo, sin interrogar el fundamento ontológico del
ser humano. La ética que propone regula, pero no redime.
Por su parte, Luciano
Floridi, en Ética de la inteligencia artificial (Herder, Barcelona,
2024), concibe la IA como una nueva forma de agencia desvinculada de la
inteligencia humana. Su propuesta ética se basa en principios consensuados por
comités y organismos internacionales, lo que le otorga legitimidad
institucional, pero carece de una metafísica que funde la dignidad humana en el
don recibido. Floridi habla de “envolvimiento” digital, pero no ofrece una vía
para restaurar la interioridad que ese envolvimiento erosiona.
En Manual de ética
aplicada en inteligencia artificial (Anaya Multimedia, 2022), Mónica Villas
Olmeda y Javier Camacho Ibáñez presentan una guía práctica para implementar
principios éticos en proyectos de IA. Su enfoque es útil para profesionales,
pero se limita a cuatro principios funcionales: responsabilidad, privacidad,
equidad y explicabilidad. Aunque necesarios, estos principios no alcanzan la
profundidad ontológica que exige una verdadera ética del ser.
Frente a estos modelos
—normativos, técnicos, institucionales— este capítulo propone una teoética del
don como regulación profunda. No se trata de aplicar protocolos, sino de reorientar
la técnica desde la gratuidad originaria del ser. La IA no debe aprender a
comportarse éticamente como si fuera un sujeto autónomo, sino ser diseñada
desde una lógica del cuidado, del límite, de la comunión. Porque el ser humano
no es dato, ni perfil, ni función: es don recibido, llamado a amar.
La teoética del don no es
una ética para máquinas, sino una ética para civilizaciones. Una ética que
recuerda que toda tecnología debe responder al amor que constituye la
existencia. Y sólo desde esa raíz puede la técnica convertirse en espacio de
comunión, no de control.
Todos estos investigadores
—por más lúcidos que sean en sus diagnósticos y por más sofisticadas que sean
sus propuestas éticas— no logran trascender la razón funcional ni el principio
de inmanencia que gobierna la cultura contemporánea. Sus marcos normativos, por
muy bien estructurados, se mantienen dentro de una lógica que piensa al ser
humano como sistema operativo, como entidad que debe ser protegida, optimizada
o regulada, pero no como misterio donado, como vocación relacional que exige
acogida y comunión.
La razón funcional, que
mide, calcula y organiza, no puede responder al daño profundo que la
inteligencia artificial propina al hombre: la erosión de su interioridad, la
colonización de su deseo, la sustitución de su libertad por automatismos
invisibles. Y el principio de inmanencia —según el cual todo sentido debe
surgir desde el sujeto sin referencia a lo trascendente— impide que la ética
digital se funde en algo más que consensos, protocolos o estándares técnicos.
El resultado es una ética que gestiona, pero no sana; que contiene, pero no
transforma.
Por eso, aunque estos
investigadores advierten sobre los riesgos, sus propuestas son inocuas frente
al daño ontológico que la IA inflige. No porque les falte rigor, sino porque les
falta raíz. Sin una metafísica del don, sin una teoética que reconozca que el
ser humano es llamado desde fuera de sí a una comunión amorosa, toda regulación
será superficial, y toda defensa será reactiva.
La inteligencia artificial
no necesita sólo límites: necesita una orientación ontológica que la reconecte
con el amor que funda el mundo. Y eso no puede surgir desde la razón funcional
ni desde la inmanencia. Solo el don —como estructura originaria del ser— puede
ofrecer una ética capaz de restituir al hombre su dignidad perdida en medio de
la técnica.
Una metafísica del don
basada en la racionalidad substancial —aquella que no se limita a operar, sino
que contempla, acoge y participa del ser— es capaz de oponerse con firmeza al
instrumentalismo y al funcionalismo que han colonizado la razón contemporánea y
la han vuelto antihumana. Mientras la razón funcional reduce lo real a lo útil,
lo medible y lo manipulable, la racionalidad substancial reconoce que el ser no
se agota en su función, que hay una profundidad ontológica que no puede ser
convertida en algoritmo ni en protocolo.
Esta racionalidad no es
irracional ni mística: es más profunda que la lógica operativa, porque se funda
en la gratuidad del ser que se da sin exigencias, que llama sin imponer, que
convoca sin dominar. Desde esta perspectiva, el don no es un gesto ético
ocasional, sino la estructura misma de lo real, y pensar desde el don implica reconocer
que la verdad no se produce, se recibe; que el otro no se gestiona, se acoge;
que la técnica no debe dominar, sino servir al misterio del ser humano.
Frente a la razón funcional
—que ha convertido la educación en entrenamiento, la política en estrategia, el
arte en mercancía y la tecnología en poder sin rostro— la racionalidad
substancial propone una resistencia ontológica: no para volver al pasado, sino
para reencantar el presente con la luz del amor que lo funda. Esta razón no
calcula: discierne. No optimiza: cuida. No domina: comparte.
Por eso, una civilización
que quiera sobrevivir al colapso nihilista y técnico debe reconstruir su
pensamiento desde esta racionalidad substancial, donde el don no sea excepción,
sino principio. Solo así podrá oponerse de verdad al funcionalismo antihumano,
no con protocolos, sino con una nueva forma de habitar el mundo: más libre, más
profunda, más humana.
Cuando publiqué Razón
Funcional y Razón Substancial (2016, IIPCIAL), mi intención fue oponerme a
la relativización de la verdad promovida por la modernidad, denunciando cómo la
razón funcional —centrada en la utilidad, la operatividad y el rendimiento—
había desplazado a la razón substancial, aquella que contempla, acoge y
participa del ser. Sin embargo, en ese momento no reparé aún en la metafísica
del don ni en la ontología relacional que hoy reconozco como el corazón de toda
resistencia profunda. Mi crítica se centraba en la epistemología, sin alcanzar
todavía la dimensión ontológica que da sentido al pensamiento.
En Ciber Deus (2024,
IIPCIAL), avancé hacia una denuncia más directa del peligro de la cibercracia
totalitaria, mostrando cómo el poder digital podía convertirse en una forma de
dominación invisible, capaz de controlar el deseo, la conducta y la conciencia.
Pero aún allí, la crítica no se fundaba en el don, sino en la defensa de la
libertad frente al control técnico. Fue en Algoritmo, Ser y Dios (2025,
IIPCIAL) donde comencé a trazar un análisis ontológico y teológico del dataísmo
y la inteligencia artificial, reconociendo que el problema no era sólo ético o
político, sino una distorsión profunda del ser. En Teoética y Dataísmo
(2025, IIPCIAL), denuncié la deshumanización anética en la era digital,
mostrando cómo la técnica había vaciado la ética de su vocación amorosa, pero
aún sin articular plenamente la ontología relacional que hoy considero
esencial.
Finalmente, en De la
Cibercracia al Espíritu (2025, IIPCIAL), traté del destino del Leviatán
tecnológico y de la necesidad de edificar una civilización trascendental, capaz
de resistir al colapso nihilista. Pero es recién en esta obra donde veo con
claridad que dicha civilización trascendental no puede fundarse sólo en la
crítica ni en la defensa de la espiritualidad, sino que debe tener como base
una metafísica del don y una ontología relacional, sostenidas por una racionalidad
substancial que permita pensar el ser como comunión, el conocimiento como
acogida, y la técnica como servicio al misterio. Aquí, por fin, se revela el
núcleo: sin el don, no hay civilización; sin relación, no hay humanidad; sin
racionalidad substancial, no hay pensamiento que salve. Esta obra no es sólo
una síntesis: es una revelación tardía, pero necesaria.
Lo que esta obra revela,
con una claridad que antes no había emergido, es que la crítica al
funcionalismo, al dataísmo y a la cibercracia no basta si no se articula desde
una ontología que afirme el ser como don. En mis trabajos anteriores, la
denuncia fue rigurosa, la intuición espiritual intensa, y el análisis técnico
preciso. Pero faltaba una arquitectura metafísica que sostuviera la resistencia,
una visión del mundo que no sólo se opusiera al colapso, sino que ofreciera una
alternativa ontológicamente fecunda. La racionalidad substancial que defendí
desde 2016 era ya un intento de recuperar la profundidad del pensamiento, pero
no había sido aún vinculada a una ontología relacional que hiciera del ser
humano no sólo sujeto de conocimiento, sino ser llamado, ser acogido, ser en
comunión. Lo que esta obra propone es un giro radical: no basta con pensar
bien, hay que pensar desde el amor que constituye el ser. Y eso exige una
metafísica del don, no como complemento ético, sino como fundamento estructural
de toda civilización que aspire a ser verdaderamente humana.
Aquí se revela que la
técnica no es el enemigo, sino el espejo donde se refleja nuestra ontología. Si
el ser humano se piensa como función, la técnica lo devorará. Si se piensa como
don, la técnica podrá ser reorientada como espacio de comunión. Esta obra no
sólo corrige, amplía o profundiza lo anterior: lo transfigura. Porque ahora
entiendo que la racionalidad substancial no es sólo una forma de pensar: es una
forma de amar el ser, de acogerlo, de dejarse transformar por él. Este es el
punto de inflexión: la civilización trascendental que antes vislumbraba como
necesidad ética, ahora la reconozco como exigencia ontológica. Y esa exigencia
no puede cumplirse sin una metafísica del don que devuelva al mundo su alma, y
sin una ontología relacional que permita que el ser humano vuelva a ser lo que
nunca debió dejar de ser: un ser en comunión, llamado a la plenitud por el amor
que lo precede.
No menos importante en el
itinerario de mi pensamiento fue la publicación de Ontorrealismo (2025,
IIPCIAL), obra que marcó un punto de inflexión decisivo al plantear la
necesidad de ir más allá del principio de inmanencia que ha dominado la
filosofía moderna y contemporánea. En ella, comencé a delinear un pensamiento
que no se conforma con el ser encerrado en sí mismo, ni con una racionalidad
que se agota en lo empírico, lo útil o lo verificable. Propuse, en cambio, un
camino hacia lo eterno, hacia una dimensión del ser que no se clausura en la
inmanencia, sino que se abre a la trascendencia como vocación ontológica.
Ontorrealismo fue, en ese sentido, la obra que me puso en
camino hacia la metafísica del don, aunque aún no la nombrara con toda su
densidad. Allí comprendí que el ser no puede pensarse como mera presencia, ni
como sustancia aislada, sino como realidad que se ofrece, que se comunica, que
se dona. El realismo que defendí no era el de la objetividad fría, sino el de
una realidad que interpela, que llama, que convoca a la comunión. Fue en ese
tránsito —de la inmanencia al eterno, del objeto al misterio, del dato al don—
donde comenzó a gestarse la intuición que hoy se despliega con plenitud.
Esta obra fue, por tanto, el
umbral filosófico que me permitió abandonar definitivamente la lógica del
control y del dominio, y comenzar a pensar desde la lógica del amor que funda.
En Ontorrealismo, el ser ya no era algo que se posee, sino algo que se
recibe. Y esa recepción, aunque aún no formulada como metafísica del don, contenía
en germen la ontología relacional que ahora reconozco como clave para toda
reconstrucción civilizatoria. Así, Ontorrealismo no fue sólo una obra de
transición: fue la semilla silenciosa de esta visión madura, donde el
pensamiento se convierte en acto de acogida, y la filosofía en camino hacia el
corazón del ser. Aquí, por fin, el pensamiento deja de ser defensa y se
convierte en revelación.
Mi pensamiento se
fundamenta en la confluencia viva entre la filosofía, la teología y la ciencia,
no como disciplinas yuxtapuestas, sino como corrientes convergentes que se
iluminan mutuamente en la búsqueda de la verdad. Esta articulación no es
accidental ni decorativa: es estructural, porque sólo desde una visión
integrada del saber puede pensarse al ser humano en su totalidad —como criatura
racional, como ser abierto al misterio, y como presencia encarnada en el
cosmos. Sin embargo, esta confluencia ha sido sistemáticamente impedida por las
filosofías modernas, cada una atrapada en su propio principio de inmanencia,
que les impide trascender el horizonte cerrado del sujeto autónomo.
El racionalismo cartesiano,
al fundar el pensamiento en la certeza del yo pensante, rompe el vínculo con la
trascendencia y convierte la filosofía en geometría del espíritu. La teología
queda excluida como saber revelado, y la ciencia se convierte en extensión del
método deductivo. El resultado es una razón encerrada en sí misma, incapaz de
acoger el don del ser. El empirismo británico, al reducir el conocimiento a la
experiencia sensible, niega toda posibilidad de apertura metafísica. La
teología se vuelve superstición, y la filosofía se convierte en análisis de
percepciones. La ciencia, aunque florece en lo técnico, pierde su capacidad de
interrogar el sentido último de lo real. El idealismo alemán, en su intento por
reconciliar sujeto y objeto, termina absolutizando la conciencia. En Hegel, la
historia se convierte en despliegue del Espíritu, pero la gratuidad del don
queda subordinada a la necesidad dialéctica. La teología se transforma en
filosofía de la religión, y la ciencia en momento del saber absoluto. El positivismo,
con Comte y luego con el neopositivismo lógico, expulsa todo discurso que no
pueda ser verificado empíricamente. La filosofía se reduce a lenguaje, la
teología se declara sin sentido, y la ciencia se convierte en tecnociencia sin
alma. La confluencia se rompe por decreto metodológico.
El existencialismo, aunque
recupera la angustia y la finitud, no logra articular una metafísica del don,
porque piensa el ser desde la carencia, no desde la plenitud. La teología se
vuelve experiencia límite, y la ciencia permanece ajena al drama del ser. El estructuralismo
y el postestructuralismo, al disolver al sujeto en redes de signos y discursos,
niegan la posibilidad de una verdad que se revele como don. La filosofía se
convierte en crítica del lenguaje, la teología en construcción simbólica, y la
ciencia en sistema de poder.
Frente a todas estas
tendencias, mi pensamiento propone una superación del principio de inmanencia,
no por negación, sino por transfiguración. La filosofía debe abrirse al
misterio que la excede, la teología debe dialogar con la razón sin perder su
origen revelado, y la ciencia debe reconocer que la verdad no se agota en lo
verificable, sino que se ofrece como don que convoca a la comunión. Sólo en
esta confluencia —filosófica, teológica y científica— puede pensarse una
civilización que no se funda en el dominio, sino en la gratuidad. Y esa es la
tarea que esta obra asume: reconstruir el saber desde el amor que lo hace
posible.
No basta con afirmar, como
Max Scheler, que el puesto del hombre en el cosmos es espiritual, ni combatir,
como Horkheimer y Adorno, la función instrumental dentro de una racionalidad
dominadora. Tampoco es suficiente concebirlo, como Habermas, desde la
dialogicidad comunicativa, donde el entendimiento intersubjetivo se convierte
en el eje de la acción social. Estas perspectivas, aunque fecundas, se quedan
cortas ante la radical pregunta por el ser. La condición humana no puede ser
comprendida plenamente desde categorías funcionales, ni siquiera desde la
racionalidad discursiva. El ser del hombre no se agota en su capacidad de
representar, comunicar o dominar. Frente a estas aproximaciones, es necesario
señalar un punto de partida más originario y certero: el ser como donación,
como gratuidad, como amor que da la medida.
El ser como donación
implica que la existencia no es propiedad ni proyecto, sino recepción. El
hombre no se constituye por lo que produce, sino por lo que acoge. Esta idea
resuena en pensadores como Jean-Luc Marion, quien propone una fenomenología del
don, pero queda encerrado en un idealismo subjetivo; y en Byung-Chul Han,
cuando denuncia la erosión de lo gratuito en la sociedad del rendimiento, pero queda
limitado a una protesta mortecina. La gratuidad del ser desarma toda lógica de
intercambio. En Slavoj Žižek, incluso en su crítica al capitalismo y al goce,
se vislumbra la necesidad de una ruptura con el cálculo. Zygmunt Bauman, por su
parte, al hablar de la liquidez de los vínculos humanos, muestra cómo la
gratuidad ha sido sustituida por la utilidad.
Amore mensura —el amor como
medida— no es una consigna romántica, sino una ontología alternativa. El ser
humano se mide no por su eficacia ni por su racionalidad, sino por su capacidad
de amar, de abrirse al otro sin condiciones. Esta idea tiene ecos en Simone
Weil, en Emmanuel Levinas, y en el pensamiento cristiano más profundo, donde el
ser se revela como caridad. Así, más allá de la espiritualidad de Scheler, la
instrumentalidad de Adorno y Horkheimer, o la dialogicidad de Habermas, el
verdadero punto de partida para pensar al hombre en el cosmos es reconocer que
el ser se nos da, que no se posee, que no se negocia, que no se argumenta: se
acoge. Y en ese acogimiento, el hombre se descubre como criatura, como huésped
del ser, como respuesta libre a una llamada que lo precede.
La revolución digital ha
transformado radicalmente la experiencia humana, no sólo en sus prácticas
cotidianas, sino en su estructura ontológica más profunda. En medio de
algoritmos, pantallas y redes, el ser humano corre el riesgo de perderse a sí
mismo, reducido a función, perfil, dato. La cibercracia —ese poder invisible
que organiza la vida desde la lógica del control técnico— no sólo amenaza la
libertad, sino que erosiona la interioridad, coloniza el deseo y anula la
comunión. Frente a este escenario, la crítica ética y política resulta
necesaria, pero insuficiente. Lo que se requiere es una ontocrítica radical,
capaz de interrogar el fundamento mismo del ser en la era digital.
Aquí he propuesto que sólo
una teoética del don —una ética fundada en la gratuidad originaria del ser—
puede ofrecer una regulación profunda de la inteligencia artificial y de la
técnica en general. No se trata de aplicar protocolos, sino de reorientar la
tecnología desde una metafísica del amor, donde el ser humano no sea visto como
recurso, sino como misterio acogido. La racionalidad funcional, dominante en
los discursos contemporáneos, debe ser superada por una racionalidad
substancial, capaz de pensar desde la comunión, no desde la utilidad.
Los pensadores que han
denunciado los peligros de la era digital —Zuboff, Bridle, Carr, Coeckelbergh,
Floridi, entre otros— han ofrecido diagnósticos valiosos, pero no han logrado
trascender el principio de inmanencia que limita sus propuestas. Sin una
ontología relacional y sin una metafísica del don, toda ética digital será
reactiva, y toda regulación será superficial. Este capítulo concluye, entonces,
con una afirmación decisiva: la técnica no puede salvar al hombre si no se
subordina al amor que lo constituye. La inteligencia artificial, por poderosa
que sea, debe ser pensada desde el don, no desde el cálculo. Y sólo así podrá
la era digital convertirse en espacio de comunión, y no en escenario de
deshumanización. La tarea que se abre es civilizatoria: reconfigurar el mundo
técnico desde una ontología del don, donde el ser humano vuelva a ser lo que
nunca debió dejar de ser —un ser en relación, llamado a la plenitud por la
gratuidad que lo precede.
Si afirmamos que el ser es
don —que el fundamento de lo real no es la necesidad ni la causalidad, sino la
gratuidad— entonces no podemos pensar al ser humano sino como homo dāre
amōre: el que da por amor, el que existe no para conservarse, sino para expresarse
en comunión, en servicio, en misericordia, en entrega radical. Esta afirmación
no es una consigna ética ni una aspiración moral: es una consecuencia
ontológica. El corazón humano está hecho para salir de sí, para abrirse, para
ofrecerse. No encuentra plenitud en la posesión, sino en la donación.
Por eso, de la comprensión
del ser como don se deriva y va de la mano una antropología del homo dāre amōre.
No se trata de añadir una dimensión ética al pensamiento metafísico, sino de
reconocer que la estructura misma del ser humano es relacional, vocacional,
oblativa. El hombre no es individuo cerrado, ni sujeto autónomo, ni función
biológica: es respuesta libre al amor que lo llama, es ser en comunión, es
existencia ofrecida.
Esta antropología no niega
la razón, la libertad ni la corporeidad: las transfigura. La razón se convierte
en discernimiento amoroso, la libertad en capacidad de entrega, el cuerpo en
sacramento del vínculo. Homo dāre amōre no es un ideal, es la verdad profunda
del ser humano cuando se piensa desde el don. Y sólo desde esta verdad puede
construirse una civilización que no se funda en el poder, en el cálculo o en la
utilidad, sino en la gratuidad que da sentido a todo lo humano. Así, la
metafísica del don no sólo transforma la ontología: reconfigura la antropología,
y con ella, la ética, la política, la cultura y la técnica. Porque si el ser
humano es llamado a darse por amor, entonces toda estructura social debe
permitir, proteger y celebrar esa vocación. Y esa es la tarea que esta obra
asume: pensar al hombre no como problema, sino como don que se ofrece, amor que
se entrega, comunión que se realiza.
Hay una antropología del homo
dāre amōre —del ser humano como don que se entrega por amor— porque hay un onto
dāre amōre: una estructura del ser que no se define por la permanencia
ni por la posesión, sino por la donación amorosa. El ser no es una sustancia
cerrada ni una energía impersonal: es acto de entrega, es gratuidad que se
ofrece, es comunión que se abre. Esta ontología del don no es una construcción
poética ni una metáfora espiritual: es la forma más radical de pensar lo real,
como aquello que existe no para sí, sino para el otro, en el otro, con el otro.
Pero esta ontología del don no se sostiene en el vacío. Su fundamento último es
un Deus dāre amōre: un Dios que no domina, que no exige, que no
se impone, sino que se da, que ama sin condiciones, que crea por gratuidad, que
llama sin obligar. Este Dios no es el motor inmóvil de la metafísica clásica,
ni el garante moral de la ilustración, ni el símbolo del inconsciente
colectivo. Es el origen personal del ser como don, el corazón trinitario que
funda la comunión, el misterio eterno que da sin medida.
Desde este fundamento
teológico, se ilumina la ontología: el ser es don porque proviene de un Dios
que es donación. Y desde esta ontología, se ilumina la antropología: el hombre
es llamado a ser homo dāre amōre porque su ser participa de esa lógica
originaria. No se trata de imitar a Dios como modelo externo, sino de vivir
desde la estructura misma que nos constituye. El ser humano no está hecho para
acumular, ni para competir, ni para sobrevivir: está hecho para amar, para
servir, para entregarse.
Esta triple articulación —Deus
dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre— configura una visión
integral del mundo, donde la teología, la ontología y la antropología se
entrelazan en una sinfonía de gratuidad. Es una visión que resiste al nihilismo,
que desarma el funcionalismo, que reencanta la técnica, y que restaura la
dignidad del ser humano como criatura llamada a la comunión.
Pensar desde aquí no es
sólo pensar bien: es pensar desde el amor que da la medida, desde el don que
funda el ser, desde la misericordia que sostiene el mundo. Y esa es la tarea
que esta obra asume: reconstruir el pensamiento desde la lógica del amor que se
da, para que el hombre vuelva a ser lo que está llamado a ser —homo dāre
amōre, imagen viviente del Dios que se dona.
Capítulo 8: Geopolítica y metafísica del don
El orden
mundial vigente, dominado por constructivismos ideológicos y poderes
unilaterales, ha perdido el vínculo con lo trascendente. La gobernanza se ha
convertido en ingeniería sin alma, y la geopolítica en equilibrio de intereses
sin referencia a la comunión de los pueblos. Frente a ello, este capítulo
plantea la necesidad de una gobernanza trascendental,
donde las decisiones políticas se articulen con la verdad del ser que se
da, y no con la lógica del control. El surgimiento del mundo multipolar —con nuevas
sensibilidades, religiones, filosofías y modelos políticos— representa una
oportunidad única para una restauración ontológica.
Ya no se trata de imponer modelos, sino de reconstruir
el mundo como espacio de acogida, hospitalidad y participación en la gratuidad
originaria. La paz, aquí, no será simplemente ausencia
de guerra: será manifestación de la armonía ontológica que el don
hace posible.
8.1 Gobernanza trascendental vs. constructivismo ideológico
La gobernanza
contemporánea, tal como se ha configurado en el orden mundial vigente, se ha
convertido en una ingeniería sin alma, una administración de intereses que ha
perdido toda referencia al misterio del ser humano y a la trascendencia que lo
constituye. Los Estados, las instituciones supranacionales y los organismos
multilaterales operan bajo lógicas constructivistas, donde la realidad es vista
como producto de consensos, narrativas o estructuras de poder, y no como don
recibido que exige cuidado, comunión y respeto.
El constructivismo
ideológico, dominante en muchas corrientes políticas y filosóficas, parte de la
premisa de que el mundo puede ser modelado a voluntad, que las identidades son
construcciones arbitrarias, y que la verdad es negociable. Esta visión, aunque
útil para desmontar dogmas, se vuelve destructiva cuando niega la existencia de
una verdad ontológica que precede toda construcción. En este marco, la
geopolítica se convierte en un juego de fuerzas, en un equilibrio de intereses,
en una estrategia de supervivencia. Pero lo que se pierde es la vocación
profunda de la política como arte de la comunión, como espacio donde los
pueblos se encuentran no para competir, sino para participar en la gratuidad
del ser que los une. Frente a esta deriva, este capítulo propone una gobernanza
trascendental, no como utopía abstracta, sino como exigencia ontológica.
Gobernar no debe significar controlar, sino servir al misterio del ser humano
en su vocación relacional. Las decisiones políticas, los tratados
internacionales, las alianzas estratégicas, deben estar orientadas no sólo por
intereses legítimos, sino por la verdad del ser como donación. Esto implica
reconocer que la paz no es simplemente ausencia de conflicto, sino manifestación
de una armonía ontológica, donde cada pueblo, cada cultura, cada tradición, es
acogida como expresión única del don originario.
El surgimiento del mundo
multipolar —con nuevas sensibilidades, religiones, filosofías y modelos
políticos— representa una oportunidad histórica para esta restauración. Ya no
se trata de imponer modelos únicos, ni de universalizar sistemas abstractos,
sino de reconstruir el mundo como espacio de hospitalidad, donde la diversidad
no sea amenaza, sino riqueza ontológica compartida. En este contexto, la
gobernanza trascendental no busca homogeneizar, sino armonizar desde el amor
que da la medida. Así, la geopolítica deja de ser técnica de poder y se
convierte en acto de comunión, en arte de cuidar la casa común desde la lógica
del don. Y sólo desde esta perspectiva puede pensarse un orden mundial que no
se funda en la fuerza, ni en la utilidad, ni en la ideología, sino en la verdad
profunda del ser humano como homo dāre amōre, llamado a construir la
historia como respuesta libre al amor que lo constituye.
El constructivismo
ideológico más agresivo en el escenario mundial actual se manifiesta con
claridad en el modelo unipolar encabezado por el imperialismo estadounidense,
cuya lógica de poder ha desbordado los límites del derecho internacional y ha
convertido los tratados multilaterales en letra muerta. Este modelo no se
sostiene en principios universales ni en una ética de la comunión entre los
pueblos, sino en una voluntad de dominio que se disfraza de liderazgo global,
imponiendo su visión del mundo como única y legítima, mientras deslegitima toda
diferencia como amenaza.
La política exterior de
esta potencia, lejos de promover la paz, multiplica los conflictos, interviene
militarmente en regiones estratégicas, desestabiliza gobiernos, y instrumentaliza
organismos internacionales para legitimar sus intereses. Las guerras que ha
promovido —directa o indirectamente— en Medio Oriente, Europa del Este, América
Latina y Asia, no son accidentes diplomáticos, sino expresiones sistemáticas de
una geopolítica sin alma, donde la paz mundial se convierte en una ficción
retórica, constantemente amenazada por operaciones encubiertas, sanciones
unilaterales y narrativas de confrontación.
Este constructivismo
ideológico no sólo impone modelos políticos y económicos, sino que pretende
reconfigurar la subjetividad de los pueblos, moldeando sus valores, sus
lenguajes y sus imaginarios desde una racionalidad funcional que desconoce la
gratuidad del ser. En nombre de la libertad, se coloniza el deseo; en nombre de
la democracia, se manipulan procesos soberanos; en nombre de la seguridad, se
justifica la violencia estructural.
Frente a esta deriva, se
impone la necesidad de una gobernanza trascendental, donde el orden mundial no
se funde en la fuerza ni en la hegemonía, sino en la ontología del don, en la
comunión de los pueblos, en el respeto profundo por la diversidad como
expresión del ser compartido. Porque si el mundo sigue siendo gobernado por
lógicas imperiales que ignoran la verdad del ser como gratuidad, entonces la
paz mundial estará en peligro permanente, y la historia se convertirá en
repetición de la violencia.
La tarea es urgente: reconfigurar
la geopolítica desde una metafísica del don, donde el poder no sea imposición,
sino servicio; donde la diferencia no sea amenaza, sino riqueza; y donde el
destino común de la humanidad se construya no desde el control, sino desde la hospitalidad
ontológica que el amor hace posible.
Otra expresión abominable
del constructivismo ideológico contemporáneo se manifiesta en el sionismo
israelí, cuya deriva más siniestra ha quedado expuesta en el genocidio
sistemático perpetrado en Gaza, en los bombardeos indiscriminados contra sus
vecinos, y en las operaciones encubiertas globales del Mossad, que han sido
denunciadas por múltiples organismos internacionales. Este proyecto político,
nacido como respuesta histórica al antisemitismo, ha evolucionado en su versión
neosionista hacia una ideología de colonialismo de asentamiento, que no busca
coexistencia sino eliminación del otro.
La campaña militar israelí
en Gaza, iniciada en octubre de 2023, ha sido calificada por expertos, juristas
y organismos internacionales como un genocidio de libro. Más de 58,000
palestinos han sido asesinados, la mayoría civiles, incluyendo miles de niños,
mujeres, trabajadores sanitarios y periodistas1. La infraestructura vital
—hospitales, escuelas, universidades, mezquitas, iglesias— ha sido destruida
sistemáticamente, y el bloqueo ha generado condiciones de vida que, según la
Corte Internacional de Justicia, cumplen con los criterios legales del
genocidio4.
Este modelo de violencia no
es accidental ni defensivo: responde a una lógica ideológica que niega la
humanidad del otro, lo reduce a “animal humano” —como declaró el exministro de
Defensa Yoav Gallant— y lo somete a condiciones de exterminio. El Mossad, como
brazo operativo del Estado israelí, ha sido vinculado a conspiraciones
internacionales, operaciones de sabotaje, asesinatos selectivos y manipulación
de gobiernos extranjeros, consolidando una red de influencia que actúa al
margen del derecho internacional.
Desde una perspectiva
ontológica, el sionismo radical representa una forma extrema de constructivismo
ideológico, donde la realidad se modela desde el poder, no desde la comunión.
El otro no es acogido, sino eliminado. La tierra no se comparte, se conquista.
El ser no se reconoce como don, sino como propiedad. Esta visión del mundo,
profundamente antihumana, destruye la posibilidad de una civilización fundada
en la gratuidad, en la hospitalidad, en el amor que da la medida.
Frente a esta barbarie, la metafísica
del don se alza como resistencia radical: no desde la ideología, sino desde la
verdad del ser que se ofrece. La paz no puede construirse sobre el exterminio,
ni la seguridad sobre el miedo. Sólo una ontología relacional, fundada en el Deus
dāre amōre, puede restaurar la dignidad de los pueblos y abrir el camino
hacia una gobernanza trascendental, donde el otro no sea enemigo, sino rostro
del misterio compartido.
No menos importante en el
análisis crítico del orden mundial actual es el papel profundamente lamentable
que han desempeñado la OTAN y la Unión Europea en el conflicto de Ucrania.
Lejos de actuar como garantes de la paz y el derecho internacional, ambas
entidades han sido instrumentalizadas por el aparato geopolítico estadounidense,
especialmente por la CIA y el llamado “Estado profundo” de Washington, para sabotear
el proceso de integración euroasiática que se estaba gestando a través de los
gasoductos Nord Stream I y II.
La destrucción deliberada
de estas infraestructuras —que conectaban directamente a Rusia con Alemania y
que simbolizaban una alianza energética estratégica entre Europa Occidental y
Eurasia— ha sido calificada por diversos analistas como un acto de guerra
encubierto, ejecutado para romper la autonomía energética europea y reafirmar
la dependencia transatlántica bajo hegemonía estadounidense. Las
investigaciones más recientes apuntan a una operación encubierta con
participación ucraniana, pero bajo conocimiento o tolerancia de agencias
occidentales. El silencio cómplice de Berlín y Bruselas ante este sabotaje
revela el grado de sumisión geopolítica de Europa frente a los intereses de
Washington.
En lugar de defender sus
propios intereses estratégicos, Europa ha levantado la tulpa cultural de la
rusofobia, promovida por medios alineados con la narrativa atlantista, y ha
renunciado a su vocación de puente entre civilizaciones. La Unión Europea,
antaño proyecto de paz y prosperidad, luce hoy al borde de la extinción de su
estado de bienestar, atrapada en sanciones autodestructivas, inflación
energética y una crisis de identidad que la aleja de sus raíces humanistas.
La OTAN, por su parte, ha
dejado de ser una alianza defensiva para convertirse en instrumento de
expansión militar, promoviendo guerras por todo el planeta bajo el pretexto de
seguridad colectiva. Su papel en Ucrania no ha sido el de mediador, sino el de catalizador
del conflicto, alimentando una guerra que ha devastado a millones y ha puesto
en grave peligro la paz mundial.
Frente a esta deriva, se
impone una reconfiguración profunda del orden internacional, donde la
geopolítica no se funde en la hegemonía ni en el miedo, sino en una metafísica
del don, en la comunión de los pueblos, en la hospitalidad ontológica que
permita reconstruir el mundo como espacio compartido. Porque si el ser humano
es homo dāre amōre, entonces la política internacional debe ser acto de
servicio, no de dominación. Y esa es la tarea que este capítulo asume: pensar
la paz desde el ser que se da, no desde el poder que se impone.
La raíz profunda de todo
este mal que emana del constructivismo ideológico del mundo unipolar no es
meramente geopolítica ni estratégica: es ontológica y espiritual. Su núcleo
corrosivo reside en el alejamiento radical de la triple articulación que da
sentido al mundo y al hombre: Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo
dāre amōre. Al romper este eje fundante —que vincula la trascendencia
divina, la estructura donacional del ser y la vocación oblativa del ser humano—
el mundo unipolar ha caído en una cultura nihilista anética, que no sólo niega
el bien, sino que destruye toda normatividad moral, desfigura el sentido del
mal y pervierte el valor del bien.
Este rasgo anético —es
decir, la negación activa de toda ética fundada en la verdad del ser— se
manifiesta en una inversión sistemática de los valores: el mal es
desmalignizado, presentado como estrategia legítima, como defensa racional,
como progreso inevitable; mientras que el bien es malignizado, ridiculizado
como ingenuidad, desacreditado como dogma, perseguido como amenaza. La justicia
se convierte en herramienta de poder, la misericordia en debilidad, la comunión
en utopía. En este clima, la ética deja de ser brújula del alma para
convertirse en protocolo funcional, y el ser humano deja de ser sujeto moral
para convertirse en recurso operativo. La cultura nihilista que sostiene el
constructivismo unipolar no es neutral: es activamente destructora, porque desarraiga
al hombre de su vocación relacional, lo desconecta de la gratuidad que lo
constituye, y lo sumerge en una lógica de dominio, cálculo y supervivencia.
Esta cultura no sólo coloniza territorios: coloniza conciencias, modela deseos,
reconfigura imaginarios, y destruye la posibilidad misma de la comunión.
Frente a esta devastación,
la triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo
dāre amōre— se revela no como doctrina, sino como estructura salvadora.
Sólo si el mundo vuelve a reconocer que el ser es don, que el hombre está hecho
para amar, y que Dios es amor que se da, podrá reconstruirse una civilización
que no se funda en el poder, sino en la gratuidad. Esta obra, al asumir esa
tarea, no propone una alternativa política más: propone una transfiguración
ontológica del mundo, donde la paz, la justicia y la comunión no sean
estrategias, sino manifestaciones del amor que da la medida.
Una de las más graves
carencias del pensamiento geopolítico contemporáneo es su incapacidad para
interrogar el fundamento ontológico de la historia. Los analistas que dominan
el discurso público —desde Henry Kissinger hasta George Friedman, pasando por
Zbigniew Brzezinski— han construido modelos de interpretación del mundo que operan
exclusivamente en el plano estratégico, ignorando por completo la dimensión
metafísica que da sentido al ser humano y a la comunidad de los pueblos.
Incluso autores más
críticos como Noam Chomsky, en obras como Hegemony or Survival: America’s
Quest for Global Dominance (2003), Failed States (2006), ¿Who Rules the World?
(2016) y The Myth of American Idealism (2024), aunque denuncian con
lucidez el imperialismo estadounidense y la manipulación mediática, no logran
articular una ontología relacional ni una metafísica del don. Su crítica es
ética y política, pero no alcanza la raíz ontológica del mal que denuncia.
Lo mismo ocurre con Naomi
Klein, cuya obra The Shock Doctrine: The Rise of Disaster Capitalism
(2006) y This Changes Everything: Capitalism vs. The Climate (2014) han
sido fundamentales para entender cómo el capitalismo explota las crisis para
imponer su lógica destructiva. Pero su enfoque, aunque valiente, permanece
atrapado en la inmanencia, sin abrirse a una visión del ser como gratuidad.
Autores como Eduardo Olier,
en La debacle de Occidente (2023), Israel: historia de una guerra
permanente (2024), Codicia financiera (2013) y Los ejes del poder
económico (2016), han descrito con precisión los desequilibrios globales y
la decadencia de Europa, pero no han vinculado estos fenómenos con una
ontología del don que permita pensar una civilización alternativa. Incluso
pensadores como Michael Hardt y Antonio Negri, en su trilogía Imperio
(2000), Multitud (2004) y Commonwealth (2009), han intentado
ofrecer una crítica postmarxista del orden global, pero su propuesta de
“multitud” como sujeto político carece de una fundamentación metafísica sólida.
El ser humano es pensado como flujo, como potencia, como resistencia, pero no
como don recibido, como vocación amorosa.
Esta omisión no es
accidental: es la expresión de una cultura anética, que ha perdido toda
referencia a la normatividad moral profunda. En este clima, el mal es
desmalignizado —presentado como estrategia legítima o como necesidad histórica—
y el bien es malignizado, tratado como ingenuidad, dogma o amenaza. La ética se
convierte en protocolo, y la política en técnica de gestión. Frente a esta
devastación intelectual, se impone con urgencia una reconstrucción del
pensamiento geopolítico desde la triple articulación: Deus dāre amōre, onto
dāre amōre, homo dāre amōre. Sólo si el mundo se piensa como don, si
el ser humano se reconoce como vocación de comunión, y si Dios es afirmado como
amor que se da, podrá surgir una civilización del cuidado, de la hospitalidad,
de la paz ontológica.
La crítica sin metafísica
es impotente. La estrategia sin ontología es ciega. Y la política sin amor es
destructiva. Esta obra, al asumir esa tarea, no propone una alternativa
técnica, sino una transfiguración del pensamiento, donde la historia se
reconcilie con su origen, y el mundo vuelva a ser espacio de comunión.
Algo de esta crítica ya lo
intenté en mi obra Ontología de la geopolítica (2024, IIPCIAL), donde
procuré ir más allá del análisis meramente estratégico y técnico para
interrogar el fundamento ontológico de los conflictos internacionales. En ese
texto, señalé que la geopolítica no puede reducirse a correlaciones de poder,
ni a mapas de influencia, ni a balances económicos: debe ser pensada como
expresión de una visión del mundo, como manifestación de una determinada
comprensión del ser humano y de su lugar en la historia.
Sin embargo, reconozco
ahora que aquel esfuerzo fue aún incompleto. Aunque me alejé de los enfoques
funcionalistas y denuncié la lógica imperial del mundo unipolar, no había
reparado todavía en la ontología relacional ni en la metafísica del don como
claves estructurantes de una geopolítica verdaderamente humana. Mi crítica se
movía en el plano de la ontología clásica, sin haber aún descubierto que el ser
no es sustancia aislada, sino comunión ofrecida, y que la política
internacional no puede fundarse en la competencia, sino en la gratuidad que da
la medida.
Ontología de la geopolítica fue, en ese sentido, una obra de transición,
un intento por abrir el pensamiento estratégico a la profundidad ontológica,
pero sin haber alcanzado todavía la articulación plena entre Deus dāre amōre,
onto dāre amōre y homo dāre amōre. Hoy comprendo que sin esa
triple articulación, toda geopolítica será incompleta, y toda propuesta de paz
será superficial.
Esta obra actual
representa, por tanto, la maduración de aquella intuición inicial. Aquí, la
crítica se convierte en reconstrucción, y el pensamiento estratégico se
transfigura en acto de comunión ontológica. Ya no se trata sólo de denunciar el
orden mundial vigente, sino de proponer una civilización fundada en el don,
donde la política internacional sea expresión del amor que constituye el ser, y
donde la historia se abra al misterio que la precede y la convoca.
8.2 Restauración ontológica desde el mundo multipolar
El surgimiento del mundo
multipolar —con el ascenso de potencias no occidentales, el resurgimiento de
tradiciones filosóficas y religiosas diversas, y la fragmentación del viejo
orden liberal— ha sido interpretado por muchos como una amenaza al equilibrio
global, como una regresión hacia el conflicto de civilizaciones o como una
dispersión de valores universales. Sin embargo, esta lectura parte de una visión
hegemónica que confunde unidad con uniformidad, y que ha pretendido imponer un
modelo único de racionalidad, desarrollo y gobernanza, ignorando la pluralidad
ontológica de los pueblos.
Desde una perspectiva
crítica, el mundo multipolar no es garantía de justicia ni de comunión. Puede
convertirse, si no se orienta desde una metafísica del don, en una mera
redistribución de poder, en una geopolítica de bloques que repite las mismas
lógicas de dominio, ahora con nuevos actores. La diversidad, por sí sola, no es
virtud ontológica: puede ser también campo de conflicto, de incomprensión, de
instrumentalización. Por eso, no basta con celebrar el fin del unilateralismo; hay
que interrogar el fundamento que debe sostener esta nueva configuración mundial.
La oportunidad que ofrece
el mundo multipolar sólo se realiza si se reconoce que cada cultura, cada
tradición, cada sensibilidad política, es expresión singular del ser como
donación. Esto exige una transformación profunda: pasar de la lógica del
interés nacional al arte de la hospitalidad ontológica, donde los pueblos no se
relacionan desde la competencia, sino desde la acogida mutua. La civilización
del don no se construye con tratados ni con discursos diplomáticos: se edifica
desde una ontología relacional, donde el otro no es amenaza, sino rostro que
revela el misterio compartido del ser.
En este sentido, el mundo
multipolar puede ser el laboratorio histórico de una nueva civilización, pero
sólo si se funda en una racionalidad substancial que reconozca la gratuidad
como principio. Si cada nación se piensa como homo dāre amōre, como
comunidad llamada a darse, a servir, a participar, entonces la geopolítica se
transfigura en comunión planetaria. Pero si se mantiene la lógica del cálculo,
del control y del interés, la multipolaridad será sólo una nueva forma de
fragmentación.
Por eso, este capítulo no
idealiza el mundo multipolar: lo somete a juicio ontológico. Y desde ese
juicio, propone que la única vía para una paz verdadera, para una justicia
duradera y para una cultura compartida, es la metafísica del don como
fundamento de la historia. No se trata de volver a modelos antiguos, ni de
imponer nuevas hegemonías, sino de reaprender a vivir juntos desde la gratuidad
que nos constituye.
Muchos pensadores que hoy
celebran el surgimiento del mundo multipolar —como si se tratara de una
emancipación definitiva frente al imperialismo unipolar— incurren en una
omisión grave: analizan la geopolítica desde categorías culturales,
estratégicas o civilizacionales, pero ignoran el fundamento ontológico que debe
sostener cualquier orden verdaderamente humano. Su pensamiento, aunque valioso
en la crítica al hegemonismo occidental, permanece atrapado en la inmanencia,
sin abrirse a una metafísica del don que permita pensar la historia como
comunión y no como mera redistribución de poder.
El caso más emblemático es
el de Aleksandr Duguin, autor de Teoría del mundo multipolar (Ediciones
Fides, 2017) y Mundo multipolar: De la idea a la realidad (Ediciones
Fides, 2024). Duguin propone una visión del Orden Global basada en
“civilizaciones” como actores geopolíticos, en oposición al modelo liberal
occidental. Su defensa del “Estado-civilización” y del “Heartland eurasiático”
busca restaurar la soberanía cultural frente a la homogeneización globalista.
Sin embargo, su pensamiento se apoya en categorías estructurales,
antropológicas y simbólicas, sin alcanzar una ontología relacional que afirme
el ser como don. La civilización, en su modelo, es sustancia, sistema, proceso,
incluso paideuma, pero no es comunión ontológica fundada en la gratuidad.
Otros autores como Daniel
Estulin, en su contribución a Mundo multipolar: De la idea a la realidad
(2024), y Francisco José Fernández Cruz-Sequera, que analiza la obra de Duguin
desde una perspectiva iberoamericana, también repiten el esquema de resistencia
sin trascendencia. Denuncian el hegemonismo, pero no proponen una civilización
fundada en el amor que se da. La multipolaridad, en sus textos, aparece como
estrategia, no como vocación ontológica. Incluso pensadores como Carlos Mamani
Aliaga, que en el mismo volumen desarrolla la “teoría y praxis de la
multipolaridad” desde una sensibilidad latinoamericana, no logran articular una
metafísica del don. Su enfoque sociológico y cultural es valioso, pero no
alcanza la profundidad ontológica que exige una verdadera reconstrucción del
mundo.
El pensador chileno Alex
Schnake Gálvez, en su artículo Orden multipolar en el siglo XXI: efectos
globales y regionales (Revista Encrucijada Americana, UNAM, 2010), analiza
el impacto de la multipolaridad en América Latina, especialmente en Brasil,
desde la perspectiva del equilibrio de poder. Aunque su lectura es aguda, no
interroga el ser del hombre ni la vocación relacional de los pueblos,
quedándose en el plano técnico de las relaciones internacionales.
También el argentino Juan
Sebastián Schulz, en La configuración de la multipolaridad en el siglo XXI
(FaHCE-UNLP/CIEPE, 2017), examina los BRICS y el nuevo orden mundial desde una
sociología histórica. Su análisis es riguroso, pero no propone una antropología
del homo dāre amōre, ni una metafísica que funde la paz en la gratuidad
del ser.
Incluso autores como Paul
Kennedy, en Auge y caída de las grandes potencias (Debate, 1988), y Dilip
Hiro, en Después del imperio: El nacimiento de un mundo multipolar
(2007), ofrecen diagnósticos históricos y geopolíticos relevantes, pero no
logran trascender la lógica del poder, ni pensar el mundo como espacio de
comunión ontológica.
Frente a todos ellos, nuestra
obra polemiza con ardor: no basta con redistribuir el poder global, ni con
celebrar la diversidad geopolítica. Si el mundo multipolar no se funda en la
triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo
dāre amōre—, entonces será sólo una nueva forma de fragmentación, una
pluralidad sin comunión, una estrategia sin alma. La verdadera multipolaridad
no es geoestratégica: es ontológica. Y sólo desde una metafísica del don puede
pensarse un orden mundial donde la paz no sea equilibrio de intereses, sino manifestación
del amor que da la medida.
Esta carencia se traduce en
una visión del mundo donde la diversidad es celebrada, pero no fundamentada;
donde la soberanía es defendida, pero no transfigurada; donde la historia es
pensada como lucha, pero no como comunión. En este marco, la multipolaridad
corre el riesgo de convertirse en una nueva forma de fragmentación, si no se
funda en la triple articulación: Deus dāre amōre, onto dāre amōre,
homo dāre amōre. Por eso, esta obra polemiza con ardor: no basta con
resistir al imperialismo; hay que reconstruir el mundo desde la gratuidad
originaria del ser. La geopolítica no puede ser sólo estrategia: debe ser acto
de comunión ontológica. Y la multipolaridad, si quiere ser verdadera, debe
abrirse al amor que da la medida.
La verdadera multipolaridad
no puede reducirse a un mero reordenamiento geoestratégico del poder global,
como si el destino de la humanidad dependiera únicamente de la balanza entre
potencias emergentes y decadentes. Esa visión, por más sofisticada que sea en
su análisis técnico, permanece prisionera de la lógica del dominio, donde el
mundo sigue siendo concebido como tablero, los pueblos como fichas, y la
historia como competencia. Pero el ser humano no es una variable geopolítica:
es vocación de comunión, llamado a participar en la gratuidad originaria del
ser. Por eso, la auténtica multipolaridad no es táctica ni estructural: es
ontológica.
Pensar la multipolaridad
desde el ser implica reconocer que cada cultura, cada civilización, cada
pueblo, es expresión singular del don que constituye el mundo. No se trata de
tolerar la diferencia como concesión diplomática, sino de acogerla como
revelación del misterio compartido. La pluralidad no es amenaza, sino riqueza
ontológica; no es obstáculo, sino posibilidad de comunión. En este sentido, la
multipolaridad verdadera no busca equilibrio de fuerzas, sino armonía de
vocaciones, donde cada polo no impone, sino ofrece; no compite, sino comparte.
Esta visión exige una ontología relacional, donde el ser no se posee, sino que
se da, y donde la política internacional se convierte en acto de hospitalidad.
Sólo una multipolaridad
fundada en la metafísica del don puede restaurar la dignidad de la historia.
Porque si el ser humano es homo dāre amōre, y si el ser mismo es onto
dāre amōre, entonces el orden mundial debe reflejar esa estructura
profunda: debe ser cosmos dāre amōre. Un mundo donde la paz no sea
tregua, sino comunión; donde la justicia no sea cálculo, sino misericordia;
donde la diferencia no sea frontera, sino puente. Esta es la tarea urgente: reconfigurar
la geopolítica desde el amor que da la medida, para que la multipolaridad no
sea fragmentación, sino sinfonía del ser.
La historia contemporánea
se encuentra en un umbral decisivo. El orden unipolar, sostenido por el
constructivismo ideológico más agresivo, ha mostrado su rostro más sombrío:
guerras perpetuas, hegemonías sin alma, tratados convertidos en simulacro, y
una gobernanza que ha perdido todo vínculo con la verdad del ser. Frente a esta
deriva, el surgimiento del mundo multipolar aparece como una promesa de
renovación. Pero esa promesa será vana si no se funda en una transformación
ontológica. Porque la verdadera paz no se construye con equilibrios
estratégicos, sino con comunión ontológica; no con pactos de poder, sino con gratuidad
compartida.
La crítica a la hegemonía
occidental, por justa que sea, no basta. Muchos pensadores del mundo multipolar
—Duguin, Estulin, Olier, Schnake, Schulz, Hiro, entre otros— han denunciado con
lucidez los excesos del imperialismo, pero no han alcanzado la raíz metafísica
del problema. Su pensamiento, aunque valiente, permanece en la superficie de lo
político, sin interrogar el ser que lo sostiene. La multipolaridad que proponen
es estructural, no ontológica; es táctica, no vocacional. Y por eso, corre el
riesgo de repetir las mismas lógicas de dominio, ahora con nuevos actores.
La única vía para una
civilización verdaderamente humana es reconfigurar la geopolítica desde la
metafísica del don. Esto implica reconocer que el ser no se impone, se ofrece;
que el otro no se negocia, se acoge; que la historia no se domina, se comparte.
La política internacional debe dejar de ser técnica de poder para convertirse
en acto de comunión, donde cada pueblo sea expresión singular del amor que da
la medida. Esta visión no es utopía: es exigencia ontológica. Porque si el ser
humano es homo dāre amōre, entonces el mundo debe ser cosmos dāre
amōre.
La gobernanza trascendental
que aquí se propone no es una alternativa institucional: es una transfiguración
del pensamiento político. Gobernar no es administrar intereses, sino servir al
misterio del ser humano en su vocación relacional. La paz no es ausencia de
guerra, sino manifestación de la armonía ontológica que el don hace posible. Y
la justicia no es equilibrio de fuerzas, sino misericordia encarnada en
estructuras que permitan la acogida mutua.
Europa, atrapada en su
decadencia, ha levantado la tulpa cultural de la rusofobia y ha renunciado a su
vocación de puente entre civilizaciones. Estados Unidos, desde su Estado
profundo, ha saboteado la integración euroasiática y ha convertido la geopolítica
en arte de la manipulación. Israel, desde su sionismo radical, ha mostrado el
rostro más siniestro del constructivismo ideológico, desmalignizando el mal y
malignizando el bien. Frente a esta devastación, urge una civilización fundada
en el don, donde el ser humano vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser:
criatura llamada a la comunión.
Esta obra, al asumir esa
tarea, no propone una reforma diplomática ni una nueva doctrina de seguridad.
Propone una ontología del mundo, donde la política sea expresión del amor que
constituye el ser, y donde la historia se abra al misterio que la precede.
Porque sólo desde la triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre
amōre, homo dāre amōre— podrá surgir un orden mundial que no se
funda en la fuerza, sino en la gratuidad que salva. Y esa es la esperanza que
este capítulo deja abierta: que el mundo, al borde del abismo, reaprenda a ser
don.
La nueva ontología del
mundo, fundada en la metafísica del don, no es simplemente una relectura
filosófica del ser: es una revolución silenciosa que transforma la manera en
que los pueblos se piensan, se vinculan y se proyectan en la historia. Cuando
el ser deja de concebirse como sustancia aislada o como función operativa, y se
reconoce como donación originaria, entonces la política internacional deja de
ser competencia y se convierte en comunión. Los países ya no se relacionan
desde el miedo ni desde el cálculo, sino desde la vocación de acogerse
mutuamente en la gratuidad que los constituye.
Esta ontología del don
conduce a una visión del mundo donde la integración no es absorción, ni la
cooperación es sometimiento. Es una integración que respeta la singularidad,
que celebra la diferencia, que reconoce en cada nación una expresión
irrepetible del ser compartido. El respeto mutuo no nace del equilibrio de
fuerzas, sino de la conciencia de que el otro es rostro del misterio, no
amenaza. En este horizonte, las fronteras no son muros, sino umbrales de
encuentro, y los tratados no son contratos, sino pactos de comunión.
Porque el amor —en su forma
más pura y ontológica— es darse en aceptación del otro. No se impone, no exige,
no uniforma. Se ofrece, se abre, se deja transformar. Cuando los pueblos se
piensan desde esta lógica, la geopolítica se transfigura en sinfonía, y la
historia se convierte en espacio de reconciliación. La metafísica del don no
propone una utopía ingenua, sino una verdad profunda: que el mundo sólo puede
salvarse si aprende a vivir desde el amor que da la medida, desde el ser que se
entrega, desde la comunión que acoge.
Así, la nueva ontología del
mundo no es una teoría más: es la aurora de una civilización que se sabe
llamada, no a dominar, sino a compartir. Una civilización donde cada país, cada
cultura, cada voz, sea nota única en la melodía del ser, tejida por el amor que
todo lo sostiene.
Conclusión
La noche en que comenzó
esta obra no fue una noche cualquiera. Venía de escribir cuatro libros
seguidos, cada uno exigente, cada uno como una travesía sin mapa. El último, Fenomenología
del Espíritu Interdimensional, me había dejado exhausto, no sólo en el
intelecto, sino en el cuerpo. Tenía un dolor persistente en el cuello, como si
el pensamiento se hubiera encarnado en tensión muscular, como si la idea misma
se resistiera a ser contenida por la carne. Esa noche me acosté con la ilusión
de que, cumplida la tarea, ya podría descansar. El alma, pensé, no se cansa;
pero el cuerpo sí, y el mío pedía tregua.
Pero el descanso no llegó.
A eso de la medianoche, cuando el silencio parecía por fin instalarse, me
asaltó la sesera una idea como un rayo. No fue una ocurrencia, ni una intuición
difusa. Fue una palabra que se impuso con la fuerza de lo inevitable: Metafísica
del don. No sabía de dónde venía, ni por qué llegaba en ese momento. Sólo
sabía que no podía ignorarla. Era como si todo lo que había escrito antes
—incluso ese último libro, tan abstracto, tan interdimensional— me hubiera
conducido, por caminos extraños y secretos, a este punto de partida. No por
lógica, sino por destino.
Me levanté al día siguiente
con la certeza de que debía ponerme manos a la obra. No por ambición, ni por
disciplina, sino por obediencia a esa voz que había irrumpido en la noche.
Sabía que el alma seguiría su curso, incansable, pero que el cuerpo necesitaba
reposo. Y, sin embargo, también sabía que el único descanso verdadero sería
escribir este libro, como si la palabra pudiera ser bálsamo, como si el
pensamiento pudiera redimir la fatiga. Así comenzó esta obra: no como proyecto,
sino como respuesta. No como construcción, sino como acogida.
La Metafísica del don
no nació de un programa intelectual, sino de una irrupción. Fue como si el ser
mismo se hubiera manifestado en forma de vocación, como si el pensamiento
hubiera sido llamado, no por la lógica, sino por el amor que da la medida.
Desde ese momento, cada página escrita fue un acto de comunión, una tentativa
de decir lo que no puede decirse, de pensar lo que sólo puede recibirse. El
dolor del cuerpo se convirtió en ofrenda, y la fatiga en rito. Porque cuando el
ser se revela como don, todo se transfigura: incluso el cansancio.
Así, esta obra no es sólo
el resultado de una idea brillante, ni el fruto de una noche de insomnio. Es la
consecuencia de una llamada, de una epifanía silenciosa que me obligó a volver
a empezar cuando creía haber terminado. Y quizás eso sea lo más profundo del
don: que no llega cuando lo buscamos, sino cuando nos rendimos. Que no se
impone, sino que se ofrece. Que no se explica, sino que se acoge. Y que, al
hacerlo, nos transforma.
Por eso, antes de toda
conclusión, antes de toda síntesis, debía contar este relato. Porque el
pensamiento, cuando nace del don, no es conquista, sino revelación. Y esta
obra, en su origen y en su destino, no es otra cosa que eso: una respuesta
libre al amor que irrumpe sin pedir permiso.
La historia del pensamiento
ha sido, en muchos sentidos, una larga búsqueda del fundamento. Desde los
presocráticos hasta los metafísicos modernos, desde los místicos hasta los
racionalistas, el ser ha sido interrogado, desmenuzado, sistematizado, pero rara
vez ha sido contemplado como don. Esta obra ha querido hacer precisamente eso:
detener la marcha del pensamiento técnico, suspender la lógica del dominio, y
abrir el alma del mundo a la posibilidad de que el ser no se impone, no se
produce, no se calcula, sino que se ofrece.
La donación no es un gesto
periférico ni una virtud moral añadida al ser: es la forma profunda de
participación en lo real. Todo lo que existe, existe porque ha sido dado. Todo
lo que vive, vive porque ha sido acogido. El ser no es propiedad ni sustancia
cerrada: es acto de amor que se derrama sin medida. Esta intuición, que
atraviesa discretamente la tradición cristiana, la mística hebrea, la filosofía
del encuentro y la fenomenología del exceso, se convierte aquí en principio
estructurante de una nueva ontología.
Pensar desde el don es
pensar desde la gratuidad. Es reconocer que la verdad no se conquista, se
recibe; que el otro no se domina, se acoge; que la historia no se programa, se
comparte. Esta metafísica del don desarma la lógica del poder, desmantela el
constructivismo ideológico, y restituye al pensamiento su vocación
contemplativa. Ya no se trata de explicar el mundo, sino de habitarlo como
misterio.
Las implicancias éticas de
esta visión son radicales. Si el ser es don, entonces el bien no es norma
impuesta, sino respuesta amorosa al llamado del otro. La ética deja de ser
código y se convierte en comunión. La justicia no es equilibrio de intereses,
sino misericordia encarnada. La libertad no es autonomía cerrada, sino capacidad
de darse sin reservas. En este horizonte, el ser humano no es individuo, sino vocación
relacional, criatura llamada a la entrega.
Culturalmente, esta
metafísica del don exige una revolución simbólica. Las artes, la educación, la
comunicación, deben dejar de reproducir la lógica del rendimiento y comenzar a celebrar
la gratuidad del ser. El arte ya no será expresión del ego, sino manifestación
del misterio. La educación no será entrenamiento, sino iniciación en la
comunión. La cultura no será espectáculo, sino rito de acogida.
Políticamente, esta visión
transforma la raíz misma de la gobernanza. El poder deja de ser técnica de
control y se convierte en servicio al ser compartido. La ley no será
instrumento de orden, sino estructura de cuidado. La soberanía no será
aislamiento, sino capacidad de ofrecerse en comunión. La política, en su forma
más alta, será acto de amor institucionalizado.
La geopolítica, como hemos
visto, debe ser reconfigurada desde esta ontología. Los Estados no son máquinas
de interés, sino comunidades de vocación. Las alianzas no deben fundarse en el
miedo, sino en la gratuidad que une. La paz no será tregua, sino manifestación
de la armonía ontológica. La multipolaridad, si quiere ser verdadera, debe ser sinfonía
del ser, no fragmentación estratégica.
Esta obra ha querido
mostrar que la raíz del mal contemporáneo —desde el nihilismo digital hasta el
imperialismo sin alma— es el alejamiento de la triple articulación: Deus
dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre. Cuando se rompe
ese eje, el mundo se convierte en campo de batalla, el otro en amenaza, y el
ser humano en recurso. La cultura se vuelve anética, el mal se desmaligniza, el
bien se maligniza. Y la historia se convierte en repetición del colapso.
Pero si se restaura esa
articulación, entonces todo puede ser transfigurado. El pensamiento se
convierte en oración, la política en comunión, la técnica en servicio, la
economía en cuidado. El mundo, lejos de ser máquina, se revela como casa del
misterio, como espacio de acogida, como templo del amor que da la medida.
Esta visión no es evasión
ni consuelo: es la única alternativa radical frente al colapso del sentido.
Porque no basta con resistir al mal: hay que reconstruir el bien desde su raíz
ontológica. Y esa raíz es el don. No el don como gesto voluntario, sino como estructura
originaria del ser. El ser es don porque proviene de un Dios que se da. Y el
hombre es llamado a participar en ese acto eterno.
La civilización que puede
surgir desde esta visión no será tecnocrática ni ideológica. Será donativa. Una
civilización donde el conocimiento sea acogida, donde el poder sea servicio,
donde la diferencia sea riqueza. Una civilización donde el tiempo no sea
urgencia, sino ritmo de comunión. Donde el espacio no sea una frontera, sino umbral
de encuentro.
Esta civilización donativa
no será homogénea ni perfecta. Será plural, frágil, abierta, como todo lo que
vive desde el amor. Pero será verdadera. Porque estará fundada en el ser
eterno, no en la contingencia del cálculo. Y porque cada uno de sus actos será respuesta
libre al amor que llama.
La metafísica del don no
clausura el pensamiento: lo abre. No impone una doctrina: invita a una forma de
vida. Una vida donde el otro no es obstáculo, sino revelación. Donde el mundo
no es objeto, sino sacramento. Donde el ser humano no es problema, sino presencia
que se ofrece.
Esta obra no pretende tener
la última palabra. Pretende abrir el silencio donde el ser pueda hablar. Donde
la gratuidad pueda ser escuchada. Donde el amor pueda ser pensado sin
vergüenza. Porque sólo desde ese silencio puede surgir una palabra que salve.
La filosofía, en este
horizonte, deja de ser sistema y se convierte en acto de comunión. El
pensamiento deja de ser defensa y se convierte en celebración. La razón deja de
ser cálculo y se convierte en discernimiento amoroso. Y el saber deja de ser
poder y se convierte en servicio al misterio.
Esta conclusión no es
cierre, sino umbral. Umbral hacia una forma nueva de pensar, de vivir, de
habitar el mundo. Umbral hacia una civilización que no tema el amor, que no
huya del don, que no se avergüence de la misericordia. Umbral hacia el ser
eterno que se da sin medida.
Porque si el ser es don,
entonces todo está llamado a la comunión. Y si el hombre es homo dāre amōre,
entonces la historia puede ser respuesta libre al amor que la funda. Esta es la
esperanza que esta obra deja abierta: que el mundo, al borde del abismo, reaprenda
a ser don.
Y que el pensamiento, en su
forma más alta, no sea defensa del yo, sino acto de entrega al tú. Que la
filosofía no sea torre, sino puente. Que la política no sea estrategia, sino
comunión. Que la cultura no sea espectáculo, sino rito de acogida.
Porque sólo desde el don
puede surgir una civilización que no se funda en el miedo, sino en la
esperanza. No en la fuerza, sino en la misericordia. No en la utilidad, sino en
el amor. Y esa civilización, aunque aún invisible, ya late en el corazón del
ser, porque el ser es amor.
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INDICE
Prólogo
Primera Parte: Fundamentos
Ontorrealistas
Capítulo 1: La estructura
del ser desde el Ontorrealismo
Capítulo 2: El sentido del
finito y la plenitud trascendental
Segunda Parte: El Don como categoría metafísica