Geopolítica y metafísica del don
El orden
mundial vigente, dominado por constructivismos ideológicos y poderes
unilaterales, ha perdido el vínculo con lo trascendente. La gobernanza se ha
convertido en ingeniería sin alma, y la geopolítica en equilibrio de intereses
sin referencia a la comunión de los pueblos. Frente a ello, este capítulo
plantea la necesidad de una gobernanza trascendental,
donde las decisiones políticas se articulen con la verdad del ser que se
da, y no con la lógica del control. El surgimiento del mundo multipolar —con nuevas
sensibilidades, religiones, filosofías y modelos políticos— representa una
oportunidad única para una restauración ontológica.
Ya no se trata de imponer modelos, sino de reconstruir
el mundo como espacio de acogida, hospitalidad y participación en la gratuidad
originaria. La paz, aquí, no será simplemente ausencia
de guerra: será manifestación de la armonía ontológica que el don
hace posible.
8.1 Gobernanza trascendental vs. constructivismo ideológico
La gobernanza
contemporánea, tal como se ha configurado en el orden mundial vigente, se ha
convertido en una ingeniería sin alma, una administración de intereses que ha
perdido toda referencia al misterio del ser humano y a la trascendencia que lo
constituye. Los Estados, las instituciones supranacionales y los organismos
multilaterales operan bajo lógicas constructivistas, donde la realidad es vista
como producto de consensos, narrativas o estructuras de poder, y no como don
recibido que exige cuidado, comunión y respeto.
El constructivismo
ideológico, dominante en muchas corrientes políticas y filosóficas, parte de la
premisa de que el mundo puede ser modelado a voluntad, que las identidades son
construcciones arbitrarias, y que la verdad es negociable. Esta visión, aunque
útil para desmontar dogmas, se vuelve destructiva cuando niega la existencia de
una verdad ontológica que precede toda construcción. En este marco, la
geopolítica se convierte en un juego de fuerzas, en un equilibrio de intereses,
en una estrategia de supervivencia. Pero lo que se pierde es la vocación
profunda de la política como arte de la comunión, como espacio donde los
pueblos se encuentran no para competir, sino para participar en la gratuidad
del ser que los une. Frente a esta deriva, este capítulo propone una gobernanza
trascendental, no como utopía abstracta, sino como exigencia ontológica.
Gobernar no debe significar controlar, sino servir al misterio del ser humano
en su vocación relacional. Las decisiones políticas, los tratados
internacionales, las alianzas estratégicas, deben estar orientadas no sólo por
intereses legítimos, sino por la verdad del ser como donación. Esto implica
reconocer que la paz no es simplemente ausencia de conflicto, sino manifestación
de una armonía ontológica, donde cada pueblo, cada cultura, cada tradición, es
acogida como expresión única del don originario.
El surgimiento del mundo
multipolar —con nuevas sensibilidades, religiones, filosofías y modelos
políticos— representa una oportunidad histórica para esta restauración. Ya no
se trata de imponer modelos únicos, ni de universalizar sistemas abstractos,
sino de reconstruir el mundo como espacio de hospitalidad, donde la diversidad
no sea amenaza, sino riqueza ontológica compartida. En este contexto, la
gobernanza trascendental no busca homogeneizar, sino armonizar desde el amor
que da la medida. Así, la geopolítica deja de ser técnica de poder y se
convierte en acto de comunión, en arte de cuidar la casa común desde la lógica
del don. Y sólo desde esta perspectiva puede pensarse un orden mundial que no
se funda en la fuerza, ni en la utilidad, ni en la ideología, sino en la verdad
profunda del ser humano como homo dāre amōre, llamado a construir la
historia como respuesta libre al amor que lo constituye.
El constructivismo
ideológico más agresivo en el escenario mundial actual se manifiesta con
claridad en el modelo unipolar encabezado por el imperialismo estadounidense,
cuya lógica de poder ha desbordado los límites del derecho internacional y ha
convertido los tratados multilaterales en letra muerta. Este modelo no se
sostiene en principios universales ni en una ética de la comunión entre los
pueblos, sino en una voluntad de dominio que se disfraza de liderazgo global,
imponiendo su visión del mundo como única y legítima, mientras deslegitima toda
diferencia como amenaza.
La política exterior de
esta potencia, lejos de promover la paz, multiplica los conflictos, interviene
militarmente en regiones estratégicas, desestabiliza gobiernos, y instrumentaliza
organismos internacionales para legitimar sus intereses. Las guerras que ha
promovido —directa o indirectamente— en Medio Oriente, Europa del Este, América
Latina y Asia, no son accidentes diplomáticos, sino expresiones sistemáticas de
una geopolítica sin alma, donde la paz mundial se convierte en una ficción
retórica, constantemente amenazada por operaciones encubiertas, sanciones
unilaterales y narrativas de confrontación.
Este constructivismo
ideológico no sólo impone modelos políticos y económicos, sino que pretende
reconfigurar la subjetividad de los pueblos, moldeando sus valores, sus
lenguajes y sus imaginarios desde una racionalidad funcional que desconoce la
gratuidad del ser. En nombre de la libertad, se coloniza el deseo; en nombre de
la democracia, se manipulan procesos soberanos; en nombre de la seguridad, se
justifica la violencia estructural.
Frente a esta deriva, se
impone la necesidad de una gobernanza trascendental, donde el orden mundial no
se funde en la fuerza ni en la hegemonía, sino en la ontología del don, en la
comunión de los pueblos, en el respeto profundo por la diversidad como
expresión del ser compartido. Porque si el mundo sigue siendo gobernado por
lógicas imperiales que ignoran la verdad del ser como gratuidad, entonces la
paz mundial estará en peligro permanente, y la historia se convertirá en
repetición de la violencia.
La tarea es urgente: reconfigurar
la geopolítica desde una metafísica del don, donde el poder no sea imposición,
sino servicio; donde la diferencia no sea amenaza, sino riqueza; y donde el
destino común de la humanidad se construya no desde el control, sino desde la hospitalidad
ontológica que el amor hace posible.
Otra expresión abominable
del constructivismo ideológico contemporáneo se manifiesta en el sionismo
israelí, cuya deriva más siniestra ha quedado expuesta en el genocidio
sistemático perpetrado en Gaza, en los bombardeos indiscriminados contra sus
vecinos, y en las operaciones encubiertas globales del Mossad, que han sido
denunciadas por múltiples organismos internacionales. Este proyecto político,
nacido como respuesta histórica al antisemitismo, ha evolucionado en su versión
neosionista hacia una ideología de colonialismo de asentamiento, que no busca
coexistencia sino eliminación del otro.
La campaña militar israelí
en Gaza, iniciada en octubre de 2023, ha sido calificada por expertos, juristas
y organismos internacionales como un genocidio de libro. Más de 58,000
palestinos han sido asesinados, la mayoría civiles, incluyendo miles de niños,
mujeres, trabajadores sanitarios y periodistas1. La infraestructura vital
—hospitales, escuelas, universidades, mezquitas, iglesias— ha sido destruida
sistemáticamente, y el bloqueo ha generado condiciones de vida que, según la
Corte Internacional de Justicia, cumplen con los criterios legales del
genocidio4.
Este modelo de violencia no
es accidental ni defensivo: responde a una lógica ideológica que niega la
humanidad del otro, lo reduce a “animal humano” —como declaró el exministro de
Defensa Yoav Gallant— y lo somete a condiciones de exterminio. El Mossad, como
brazo operativo del Estado israelí, ha sido vinculado a conspiraciones
internacionales, operaciones de sabotaje, asesinatos selectivos y manipulación
de gobiernos extranjeros, consolidando una red de influencia que actúa al
margen del derecho internacional.
Desde una perspectiva
ontológica, el sionismo radical representa una forma extrema de constructivismo
ideológico, donde la realidad se modela desde el poder, no desde la comunión.
El otro no es acogido, sino eliminado. La tierra no se comparte, se conquista.
El ser no se reconoce como don, sino como propiedad. Esta visión del mundo,
profundamente antihumana, destruye la posibilidad de una civilización fundada
en la gratuidad, en la hospitalidad, en el amor que da la medida.
Frente a esta barbarie, la metafísica
del don se alza como resistencia radical: no desde la ideología, sino desde la
verdad del ser que se ofrece. La paz no puede construirse sobre el exterminio,
ni la seguridad sobre el miedo. Sólo una ontología relacional, fundada en el Deus
dāre amōre, puede restaurar la dignidad de los pueblos y abrir el camino
hacia una gobernanza trascendental, donde el otro no sea enemigo, sino rostro
del misterio compartido.
No menos importante en el
análisis crítico del orden mundial actual es el papel profundamente lamentable
que han desempeñado la OTAN y la Unión Europea en el conflicto de Ucrania.
Lejos de actuar como garantes de la paz y el derecho internacional, ambas
entidades han sido instrumentalizadas por el aparato geopolítico estadounidense,
especialmente por la CIA y el llamado “Estado profundo” de Washington, para sabotear
el proceso de integración euroasiática que se estaba gestando a través de los
gasoductos Nord Stream I y II.
La destrucción deliberada
de estas infraestructuras —que conectaban directamente a Rusia con Alemania y
que simbolizaban una alianza energética estratégica entre Europa Occidental y
Eurasia— ha sido calificada por diversos analistas como un acto de guerra
encubierto, ejecutado para romper la autonomía energética europea y reafirmar
la dependencia transatlántica bajo hegemonía estadounidense. Las
investigaciones más recientes apuntan a una operación encubierta con
participación ucraniana, pero bajo conocimiento o tolerancia de agencias
occidentales. El silencio cómplice de Berlín y Bruselas ante este sabotaje
revela el grado de sumisión geopolítica de Europa frente a los intereses de
Washington.
En lugar de defender sus
propios intereses estratégicos, Europa ha levantado la tulpa cultural de la
rusofobia, promovida por medios alineados con la narrativa atlantista, y ha
renunciado a su vocación de puente entre civilizaciones. La Unión Europea,
antaño proyecto de paz y prosperidad, luce hoy al borde de la extinción de su
estado de bienestar, atrapada en sanciones autodestructivas, inflación
energética y una crisis de identidad que la aleja de sus raíces humanistas.
La OTAN, por su parte, ha
dejado de ser una alianza defensiva para convertirse en instrumento de
expansión militar, promoviendo guerras por todo el planeta bajo el pretexto de
seguridad colectiva. Su papel en Ucrania no ha sido el de mediador, sino el de catalizador
del conflicto, alimentando una guerra que ha devastado a millones y ha puesto
en grave peligro la paz mundial.
Frente a esta deriva, se
impone una reconfiguración profunda del orden internacional, donde la
geopolítica no se funde en la hegemonía ni en el miedo, sino en una metafísica
del don, en la comunión de los pueblos, en la hospitalidad ontológica que
permita reconstruir el mundo como espacio compartido. Porque si el ser humano
es homo dāre amōre, entonces la política internacional debe ser acto de
servicio, no de dominación. Y esa es la tarea que este capítulo asume: pensar
la paz desde el ser que se da, no desde el poder que se impone.
La raíz profunda de todo
este mal que emana del constructivismo ideológico del mundo unipolar no es
meramente geopolítica ni estratégica: es ontológica y espiritual. Su núcleo
corrosivo reside en el alejamiento radical de la triple articulación que da
sentido al mundo y al hombre: Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo
dāre amōre. Al romper este eje fundante —que vincula la trascendencia
divina, la estructura donacional del ser y la vocación oblativa del ser humano—
el mundo unipolar ha caído en una cultura nihilista anética, que no sólo niega
el bien, sino que destruye toda normatividad moral, desfigura el sentido del
mal y pervierte el valor del bien.
Este rasgo anético —es
decir, la negación activa de toda ética fundada en la verdad del ser— se
manifiesta en una inversión sistemática de los valores: el mal es
desmalignizado, presentado como estrategia legítima, como defensa racional,
como progreso inevitable; mientras que el bien es malignizado, ridiculizado
como ingenuidad, desacreditado como dogma, perseguido como amenaza. La justicia
se convierte en herramienta de poder, la misericordia en debilidad, la comunión
en utopía. En este clima, la ética deja de ser brújula del alma para
convertirse en protocolo funcional, y el ser humano deja de ser sujeto moral
para convertirse en recurso operativo. La cultura nihilista que sostiene el
constructivismo unipolar no es neutral: es activamente destructora, porque desarraiga
al hombre de su vocación relacional, lo desconecta de la gratuidad que lo
constituye, y lo sumerge en una lógica de dominio, cálculo y supervivencia.
Esta cultura no sólo coloniza territorios: coloniza conciencias, modela deseos,
reconfigura imaginarios, y destruye la posibilidad misma de la comunión.
Frente a esta devastación,
la triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo
dāre amōre— se revela no como doctrina, sino como estructura salvadora.
Sólo si el mundo vuelve a reconocer que el ser es don, que el hombre está hecho
para amar, y que Dios es amor que se da, podrá reconstruirse una civilización
que no se funda en el poder, sino en la gratuidad. Esta obra, al asumir esa
tarea, no propone una alternativa política más: propone una transfiguración
ontológica del mundo, donde la paz, la justicia y la comunión no sean
estrategias, sino manifestaciones del amor que da la medida.
Una de las más graves
carencias del pensamiento geopolítico contemporáneo es su incapacidad para
interrogar el fundamento ontológico de la historia. Los analistas que dominan
el discurso público —desde Henry Kissinger hasta George Friedman, pasando por
Zbigniew Brzezinski— han construido modelos de interpretación del mundo que operan
exclusivamente en el plano estratégico, ignorando por completo la dimensión
metafísica que da sentido al ser humano y a la comunidad de los pueblos.
Incluso autores más
críticos como Noam Chomsky, en obras como Hegemony or Survival: America’s
Quest for Global Dominance (2003), Failed States (2006), ¿Who Rules the World?
(2016) y The Myth of American Idealism (2024), aunque denuncian con
lucidez el imperialismo estadounidense y la manipulación mediática, no logran
articular una ontología relacional ni una metafísica del don. Su crítica es
ética y política, pero no alcanza la raíz ontológica del mal que denuncia.
Lo mismo ocurre con Naomi
Klein, cuya obra The Shock Doctrine: The Rise of Disaster Capitalism
(2006) y This Changes Everything: Capitalism vs. The Climate (2014) han
sido fundamentales para entender cómo el capitalismo explota las crisis para
imponer su lógica destructiva. Pero su enfoque, aunque valiente, permanece
atrapado en la inmanencia, sin abrirse a una visión del ser como gratuidad.
Autores como Eduardo Olier,
en La debacle de Occidente (2023), Israel: historia de una guerra
permanente (2024), Codicia financiera (2013) y Los ejes del poder
económico (2016), han descrito con precisión los desequilibrios globales y
la decadencia de Europa, pero no han vinculado estos fenómenos con una
ontología del don que permita pensar una civilización alternativa. Incluso
pensadores como Michael Hardt y Antonio Negri, en su trilogía Imperio
(2000), Multitud (2004) y Commonwealth (2009), han intentado
ofrecer una crítica postmarxista del orden global, pero su propuesta de
“multitud” como sujeto político carece de una fundamentación metafísica sólida.
El ser humano es pensado como flujo, como potencia, como resistencia, pero no
como don recibido, como vocación amorosa.
Esta omisión no es
accidental: es la expresión de una cultura anética, que ha perdido toda
referencia a la normatividad moral profunda. En este clima, el mal es
desmalignizado —presentado como estrategia legítima o como necesidad histórica—
y el bien es malignizado, tratado como ingenuidad, dogma o amenaza. La ética se
convierte en protocolo, y la política en técnica de gestión. Frente a esta
devastación intelectual, se impone con urgencia una reconstrucción del
pensamiento geopolítico desde la triple articulación: Deus dāre amōre, onto
dāre amōre, homo dāre amōre. Sólo si el mundo se piensa como don, si
el ser humano se reconoce como vocación de comunión, y si Dios es afirmado como
amor que se da, podrá surgir una civilización del cuidado, de la hospitalidad,
de la paz ontológica.
La crítica sin metafísica
es impotente. La estrategia sin ontología es ciega. Y la política sin amor es
destructiva. Esta obra, al asumir esa tarea, no propone una alternativa
técnica, sino una transfiguración del pensamiento, donde la historia se
reconcilie con su origen, y el mundo vuelva a ser espacio de comunión.
Algo de esta crítica ya lo
intenté en mi obra Ontología de la geopolítica (2024, IIPCIAL), donde
procuré ir más allá del análisis meramente estratégico y técnico para
interrogar el fundamento ontológico de los conflictos internacionales. En ese
texto, señalé que la geopolítica no puede reducirse a correlaciones de poder,
ni a mapas de influencia, ni a balances económicos: debe ser pensada como
expresión de una visión del mundo, como manifestación de una determinada
comprensión del ser humano y de su lugar en la historia.
Sin embargo, reconozco
ahora que aquel esfuerzo fue aún incompleto. Aunque me alejé de los enfoques
funcionalistas y denuncié la lógica imperial del mundo unipolar, no había
reparado todavía en la ontología relacional ni en la metafísica del don como
claves estructurantes de una geopolítica verdaderamente humana. Mi crítica se
movía en el plano de la ontología clásica, sin haber aún descubierto que el ser
no es sustancia aislada, sino comunión ofrecida, y que la política
internacional no puede fundarse en la competencia, sino en la gratuidad que da
la medida.
Ontología de la geopolítica fue, en ese sentido, una obra de transición,
un intento por abrir el pensamiento estratégico a la profundidad ontológica,
pero sin haber alcanzado todavía la articulación plena entre Deus dāre amōre,
onto dāre amōre y homo dāre amōre. Hoy comprendo que sin esa
triple articulación, toda geopolítica será incompleta, y toda propuesta de paz
será superficial.
Esta obra actual
representa, por tanto, la maduración de aquella intuición inicial. Aquí, la
crítica se convierte en reconstrucción, y el pensamiento estratégico se
transfigura en acto de comunión ontológica. Ya no se trata sólo de denunciar el
orden mundial vigente, sino de proponer una civilización fundada en el don,
donde la política internacional sea expresión del amor que constituye el ser, y
donde la historia se abra al misterio que la precede y la convoca.
8.2 Restauración ontológica desde el mundo multipolar
El surgimiento del mundo
multipolar —con el ascenso de potencias no occidentales, el resurgimiento de
tradiciones filosóficas y religiosas diversas, y la fragmentación del viejo
orden liberal— ha sido interpretado por muchos como una amenaza al equilibrio
global, como una regresión hacia el conflicto de civilizaciones o como una
dispersión de valores universales. Sin embargo, esta lectura parte de una visión
hegemónica que confunde unidad con uniformidad, y que ha pretendido imponer un
modelo único de racionalidad, desarrollo y gobernanza, ignorando la pluralidad
ontológica de los pueblos.
Desde una perspectiva
crítica, el mundo multipolar no es garantía de justicia ni de comunión. Puede
convertirse, si no se orienta desde una metafísica del don, en una mera
redistribución de poder, en una geopolítica de bloques que repite las mismas
lógicas de dominio, ahora con nuevos actores. La diversidad, por sí sola, no es
virtud ontológica: puede ser también campo de conflicto, de incomprensión, de
instrumentalización. Por eso, no basta con celebrar el fin del unilateralismo; hay
que interrogar el fundamento que debe sostener esta nueva configuración mundial.
La oportunidad que ofrece
el mundo multipolar sólo se realiza si se reconoce que cada cultura, cada
tradición, cada sensibilidad política, es expresión singular del ser como
donación. Esto exige una transformación profunda: pasar de la lógica del
interés nacional al arte de la hospitalidad ontológica, donde los pueblos no se
relacionan desde la competencia, sino desde la acogida mutua. La civilización
del don no se construye con tratados ni con discursos diplomáticos: se edifica
desde una ontología relacional, donde el otro no es amenaza, sino rostro que
revela el misterio compartido del ser.
En este sentido, el mundo
multipolar puede ser el laboratorio histórico de una nueva civilización, pero
sólo si se funda en una racionalidad substancial que reconozca la gratuidad
como principio. Si cada nación se piensa como homo dāre amōre, como
comunidad llamada a darse, a servir, a participar, entonces la geopolítica se
transfigura en comunión planetaria. Pero si se mantiene la lógica del cálculo,
del control y del interés, la multipolaridad será sólo una nueva forma de
fragmentación.
Por eso, este capítulo no
idealiza el mundo multipolar: lo somete a juicio ontológico. Y desde ese
juicio, propone que la única vía para una paz verdadera, para una justicia
duradera y para una cultura compartida, es la metafísica del don como
fundamento de la historia. No se trata de volver a modelos antiguos, ni de
imponer nuevas hegemonías, sino de reaprender a vivir juntos desde la gratuidad
que nos constituye.
Muchos pensadores que hoy
celebran el surgimiento del mundo multipolar —como si se tratara de una
emancipación definitiva frente al imperialismo unipolar— incurren en una
omisión grave: analizan la geopolítica desde categorías culturales,
estratégicas o civilizacionales, pero ignoran el fundamento ontológico que debe
sostener cualquier orden verdaderamente humano. Su pensamiento, aunque valioso
en la crítica al hegemonismo occidental, permanece atrapado en la inmanencia,
sin abrirse a una metafísica del don que permita pensar la historia como
comunión y no como mera redistribución de poder.
El caso más emblemático es
el de Aleksandr Duguin, autor de Teoría del mundo multipolar (Ediciones
Fides, 2017) y Mundo multipolar: De la idea a la realidad (Ediciones
Fides, 2024). Duguin propone una visión del Orden Global basada en
“civilizaciones” como actores geopolíticos, en oposición al modelo liberal
occidental. Su defensa del “Estado-civilización” y del “Heartland eurasiático”
busca restaurar la soberanía cultural frente a la homogeneización globalista.
Sin embargo, su pensamiento se apoya en categorías estructurales,
antropológicas y simbólicas, sin alcanzar una ontología relacional que afirme
el ser como don. La civilización, en su modelo, es sustancia, sistema, proceso,
incluso paideuma, pero no es comunión ontológica fundada en la gratuidad.
Otros autores como Daniel
Estulin, en su contribución a Mundo multipolar: De la idea a la realidad
(2024), y Francisco José Fernández Cruz-Sequera, que analiza la obra de Duguin
desde una perspectiva iberoamericana, también repiten el esquema de resistencia
sin trascendencia. Denuncian el hegemonismo, pero no proponen una civilización
fundada en el amor que se da. La multipolaridad, en sus textos, aparece como
estrategia, no como vocación ontológica. Incluso pensadores como Carlos Mamani
Aliaga, que en el mismo volumen desarrolla la “teoría y praxis de la
multipolaridad” desde una sensibilidad latinoamericana, no logran articular una
metafísica del don. Su enfoque sociológico y cultural es valioso, pero no
alcanza la profundidad ontológica que exige una verdadera reconstrucción del
mundo.
El pensador chileno Alex
Schnake Gálvez, en su artículo Orden multipolar en el siglo XXI: efectos
globales y regionales (Revista Encrucijada Americana, UNAM, 2010), analiza
el impacto de la multipolaridad en América Latina, especialmente en Brasil,
desde la perspectiva del equilibrio de poder. Aunque su lectura es aguda, no
interroga el ser del hombre ni la vocación relacional de los pueblos,
quedándose en el plano técnico de las relaciones internacionales.
También el argentino Juan
Sebastián Schulz, en La configuración de la multipolaridad en el siglo XXI
(FaHCE-UNLP/CIEPE, 2017), examina los BRICS y el nuevo orden mundial desde una
sociología histórica. Su análisis es riguroso, pero no propone una antropología
del homo dāre amōre, ni una metafísica que funde la paz en la gratuidad
del ser.
Incluso autores como Paul
Kennedy, en Auge y caída de las grandes potencias (Debate, 1988), y Dilip
Hiro, en Después del imperio: El nacimiento de un mundo multipolar
(2007), ofrecen diagnósticos históricos y geopolíticos relevantes, pero no
logran trascender la lógica del poder, ni pensar el mundo como espacio de
comunión ontológica.
Frente a todos ellos, nuestra
obra polemiza con ardor: no basta con redistribuir el poder global, ni con
celebrar la diversidad geopolítica. Si el mundo multipolar no se funda en la
triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo
dāre amōre—, entonces será sólo una nueva forma de fragmentación, una
pluralidad sin comunión, una estrategia sin alma. La verdadera multipolaridad
no es geoestratégica: es ontológica. Y sólo desde una metafísica del don puede
pensarse un orden mundial donde la paz no sea equilibrio de intereses, sino manifestación
del amor que da la medida.
Esta carencia se traduce en
una visión del mundo donde la diversidad es celebrada, pero no fundamentada;
donde la soberanía es defendida, pero no transfigurada; donde la historia es
pensada como lucha, pero no como comunión. En este marco, la multipolaridad
corre el riesgo de convertirse en una nueva forma de fragmentación, si no se
funda en la triple articulación: Deus dāre amōre, onto dāre amōre,
homo dāre amōre. Por eso, esta obra polemiza con ardor: no basta con
resistir al imperialismo; hay que reconstruir el mundo desde la gratuidad
originaria del ser. La geopolítica no puede ser sólo estrategia: debe ser acto
de comunión ontológica. Y la multipolaridad, si quiere ser verdadera, debe
abrirse al amor que da la medida.
La verdadera multipolaridad
no puede reducirse a un mero reordenamiento geoestratégico del poder global,
como si el destino de la humanidad dependiera únicamente de la balanza entre
potencias emergentes y decadentes. Esa visión, por más sofisticada que sea en
su análisis técnico, permanece prisionera de la lógica del dominio, donde el
mundo sigue siendo concebido como tablero, los pueblos como fichas, y la
historia como competencia. Pero el ser humano no es una variable geopolítica:
es vocación de comunión, llamado a participar en la gratuidad originaria del
ser. Por eso, la auténtica multipolaridad no es táctica ni estructural: es
ontológica.
Pensar la multipolaridad
desde el ser implica reconocer que cada cultura, cada civilización, cada
pueblo, es expresión singular del don que constituye el mundo. No se trata de
tolerar la diferencia como concesión diplomática, sino de acogerla como
revelación del misterio compartido. La pluralidad no es amenaza, sino riqueza
ontológica; no es obstáculo, sino posibilidad de comunión. En este sentido, la
multipolaridad verdadera no busca equilibrio de fuerzas, sino armonía de
vocaciones, donde cada polo no impone, sino ofrece; no compite, sino comparte.
Esta visión exige una ontología relacional, donde el ser no se posee, sino que
se da, y donde la política internacional se convierte en acto de hospitalidad.
Sólo una multipolaridad
fundada en la metafísica del don puede restaurar la dignidad de la historia.
Porque si el ser humano es homo dāre amōre, y si el ser mismo es onto
dāre amōre, entonces el orden mundial debe reflejar esa estructura
profunda: debe ser cosmos dāre amōre. Un mundo donde la paz no sea
tregua, sino comunión; donde la justicia no sea cálculo, sino misericordia;
donde la diferencia no sea frontera, sino puente. Esta es la tarea urgente: reconfigurar
la geopolítica desde el amor que da la medida, para que la multipolaridad no
sea fragmentación, sino sinfonía del ser.
La historia contemporánea
se encuentra en un umbral decisivo. El orden unipolar, sostenido por el
constructivismo ideológico más agresivo, ha mostrado su rostro más sombrío:
guerras perpetuas, hegemonías sin alma, tratados convertidos en simulacro, y
una gobernanza que ha perdido todo vínculo con la verdad del ser. Frente a esta
deriva, el surgimiento del mundo multipolar aparece como una promesa de
renovación. Pero esa promesa será vana si no se funda en una transformación
ontológica. Porque la verdadera paz no se construye con equilibrios
estratégicos, sino con comunión ontológica; no con pactos de poder, sino con gratuidad
compartida.
La crítica a la hegemonía
occidental, por justa que sea, no basta. Muchos pensadores del mundo multipolar
—Duguin, Estulin, Olier, Schnake, Schulz, Hiro, entre otros— han denunciado con
lucidez los excesos del imperialismo, pero no han alcanzado la raíz metafísica
del problema. Su pensamiento, aunque valiente, permanece en la superficie de lo
político, sin interrogar el ser que lo sostiene. La multipolaridad que proponen
es estructural, no ontológica; es táctica, no vocacional. Y por eso, corre el
riesgo de repetir las mismas lógicas de dominio, ahora con nuevos actores.
La única vía para una
civilización verdaderamente humana es reconfigurar la geopolítica desde la
metafísica del don. Esto implica reconocer que el ser no se impone, se ofrece;
que el otro no se negocia, se acoge; que la historia no se domina, se comparte.
La política internacional debe dejar de ser técnica de poder para convertirse
en acto de comunión, donde cada pueblo sea expresión singular del amor que da
la medida. Esta visión no es utopía: es exigencia ontológica. Porque si el ser
humano es homo dāre amōre, entonces el mundo debe ser cosmos dāre
amōre.
La gobernanza trascendental
que aquí se propone no es una alternativa institucional: es una transfiguración
del pensamiento político. Gobernar no es administrar intereses, sino servir al
misterio del ser humano en su vocación relacional. La paz no es ausencia de
guerra, sino manifestación de la armonía ontológica que el don hace posible. Y
la justicia no es equilibrio de fuerzas, sino misericordia encarnada en
estructuras que permitan la acogida mutua.
Europa, atrapada en su
decadencia, ha levantado la tulpa cultural de la rusofobia y ha renunciado a su
vocación de puente entre civilizaciones. Estados Unidos, desde su Estado
profundo, ha saboteado la integración euroasiática y ha convertido la geopolítica
en arte de la manipulación. Israel, desde su sionismo radical, ha mostrado el
rostro más siniestro del constructivismo ideológico, desmalignizando el mal y
malignizando el bien. Frente a esta devastación, urge una civilización fundada
en el don, donde el ser humano vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser:
criatura llamada a la comunión.
Esta obra, al asumir esa
tarea, no propone una reforma diplomática ni una nueva doctrina de seguridad.
Propone una ontología del mundo, donde la política sea expresión del amor que
constituye el ser, y donde la historia se abra al misterio que la precede.
Porque sólo desde la triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre
amōre, homo dāre amōre— podrá surgir un orden mundial que no se
funda en la fuerza, sino en la gratuidad que salva. Y esa es la esperanza que
este capítulo deja abierta: que el mundo, al borde del abismo, reaprenda a ser
don.
La nueva ontología del
mundo, fundada en la metafísica del don, no es simplemente una relectura
filosófica del ser: es una revolución silenciosa que transforma la manera en
que los pueblos se piensan, se vinculan y se proyectan en la historia. Cuando
el ser deja de concebirse como sustancia aislada o como función operativa, y se
reconoce como donación originaria, entonces la política internacional deja de
ser competencia y se convierte en comunión. Los países ya no se relacionan
desde el miedo ni desde el cálculo, sino desde la vocación de acogerse
mutuamente en la gratuidad que los constituye.
Esta ontología del don
conduce a una visión del mundo donde la integración no es absorción, ni la
cooperación es sometimiento. Es una integración que respeta la singularidad,
que celebra la diferencia, que reconoce en cada nación una expresión
irrepetible del ser compartido. El respeto mutuo no nace del equilibrio de
fuerzas, sino de la conciencia de que el otro es rostro del misterio, no
amenaza. En este horizonte, las fronteras no son muros, sino umbrales de
encuentro, y los tratados no son contratos, sino pactos de comunión.
Porque el amor —en su forma
más pura y ontológica— es darse en aceptación del otro. No se impone, no exige,
no uniforma. Se ofrece, se abre, se deja transformar. Cuando los pueblos se
piensan desde esta lógica, la geopolítica se transfigura en sinfonía, y la
historia se convierte en espacio de reconciliación. La metafísica del don no
propone una utopía ingenua, sino una verdad profunda: que el mundo sólo puede
salvarse si aprende a vivir desde el amor que da la medida, desde el ser que se
entrega, desde la comunión que acoge.
Así, la nueva ontología del
mundo no es una teoría más: es la aurora de una civilización que se sabe
llamada, no a dominar, sino a compartir. Una civilización donde cada país, cada
cultura, cada voz, sea nota única en la melodía del ser, tejida por el amor que
todo lo sostiene.
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