miércoles, 16 de julio de 2025

Geopolítica y metafísica del don

 

Geopolítica y metafísica del don

 


 

 

El orden mundial vigente, dominado por constructivismos ideológicos y poderes unilaterales, ha perdido el vínculo con lo trascendente. La gobernanza se ha convertido en ingeniería sin alma, y la geopolítica en equilibrio de intereses sin referencia a la comunión de los pueblos. Frente a ello, este capítulo plantea la necesidad de una gobernanza trascendental, donde las decisiones políticas se articulen con la verdad del ser que se da, y no con la lógica del control. El surgimiento del mundo multipolar —con nuevas sensibilidades, religiones, filosofías y modelos políticos— representa una oportunidad única para una restauración ontológica. Ya no se trata de imponer modelos, sino de reconstruir el mundo como espacio de acogida, hospitalidad y participación en la gratuidad originaria. La paz, aquí, no será simplemente ausencia de guerra: será manifestación de la armonía ontológica que el don hace posible.

 

8.1 Gobernanza trascendental vs. constructivismo ideológico

 

La gobernanza contemporánea, tal como se ha configurado en el orden mundial vigente, se ha convertido en una ingeniería sin alma, una administración de intereses que ha perdido toda referencia al misterio del ser humano y a la trascendencia que lo constituye. Los Estados, las instituciones supranacionales y los organismos multilaterales operan bajo lógicas constructivistas, donde la realidad es vista como producto de consensos, narrativas o estructuras de poder, y no como don recibido que exige cuidado, comunión y respeto.

El constructivismo ideológico, dominante en muchas corrientes políticas y filosóficas, parte de la premisa de que el mundo puede ser modelado a voluntad, que las identidades son construcciones arbitrarias, y que la verdad es negociable. Esta visión, aunque útil para desmontar dogmas, se vuelve destructiva cuando niega la existencia de una verdad ontológica que precede toda construcción. En este marco, la geopolítica se convierte en un juego de fuerzas, en un equilibrio de intereses, en una estrategia de supervivencia. Pero lo que se pierde es la vocación profunda de la política como arte de la comunión, como espacio donde los pueblos se encuentran no para competir, sino para participar en la gratuidad del ser que los une. Frente a esta deriva, este capítulo propone una gobernanza trascendental, no como utopía abstracta, sino como exigencia ontológica. Gobernar no debe significar controlar, sino servir al misterio del ser humano en su vocación relacional. Las decisiones políticas, los tratados internacionales, las alianzas estratégicas, deben estar orientadas no sólo por intereses legítimos, sino por la verdad del ser como donación. Esto implica reconocer que la paz no es simplemente ausencia de conflicto, sino manifestación de una armonía ontológica, donde cada pueblo, cada cultura, cada tradición, es acogida como expresión única del don originario.

El surgimiento del mundo multipolar —con nuevas sensibilidades, religiones, filosofías y modelos políticos— representa una oportunidad histórica para esta restauración. Ya no se trata de imponer modelos únicos, ni de universalizar sistemas abstractos, sino de reconstruir el mundo como espacio de hospitalidad, donde la diversidad no sea amenaza, sino riqueza ontológica compartida. En este contexto, la gobernanza trascendental no busca homogeneizar, sino armonizar desde el amor que da la medida. Así, la geopolítica deja de ser técnica de poder y se convierte en acto de comunión, en arte de cuidar la casa común desde la lógica del don. Y sólo desde esta perspectiva puede pensarse un orden mundial que no se funda en la fuerza, ni en la utilidad, ni en la ideología, sino en la verdad profunda del ser humano como homo dāre amōre, llamado a construir la historia como respuesta libre al amor que lo constituye.

El constructivismo ideológico más agresivo en el escenario mundial actual se manifiesta con claridad en el modelo unipolar encabezado por el imperialismo estadounidense, cuya lógica de poder ha desbordado los límites del derecho internacional y ha convertido los tratados multilaterales en letra muerta. Este modelo no se sostiene en principios universales ni en una ética de la comunión entre los pueblos, sino en una voluntad de dominio que se disfraza de liderazgo global, imponiendo su visión del mundo como única y legítima, mientras deslegitima toda diferencia como amenaza.

La política exterior de esta potencia, lejos de promover la paz, multiplica los conflictos, interviene militarmente en regiones estratégicas, desestabiliza gobiernos, y instrumentaliza organismos internacionales para legitimar sus intereses. Las guerras que ha promovido —directa o indirectamente— en Medio Oriente, Europa del Este, América Latina y Asia, no son accidentes diplomáticos, sino expresiones sistemáticas de una geopolítica sin alma, donde la paz mundial se convierte en una ficción retórica, constantemente amenazada por operaciones encubiertas, sanciones unilaterales y narrativas de confrontación.

Este constructivismo ideológico no sólo impone modelos políticos y económicos, sino que pretende reconfigurar la subjetividad de los pueblos, moldeando sus valores, sus lenguajes y sus imaginarios desde una racionalidad funcional que desconoce la gratuidad del ser. En nombre de la libertad, se coloniza el deseo; en nombre de la democracia, se manipulan procesos soberanos; en nombre de la seguridad, se justifica la violencia estructural.

Frente a esta deriva, se impone la necesidad de una gobernanza trascendental, donde el orden mundial no se funde en la fuerza ni en la hegemonía, sino en la ontología del don, en la comunión de los pueblos, en el respeto profundo por la diversidad como expresión del ser compartido. Porque si el mundo sigue siendo gobernado por lógicas imperiales que ignoran la verdad del ser como gratuidad, entonces la paz mundial estará en peligro permanente, y la historia se convertirá en repetición de la violencia.

La tarea es urgente: reconfigurar la geopolítica desde una metafísica del don, donde el poder no sea imposición, sino servicio; donde la diferencia no sea amenaza, sino riqueza; y donde el destino común de la humanidad se construya no desde el control, sino desde la hospitalidad ontológica que el amor hace posible.

Otra expresión abominable del constructivismo ideológico contemporáneo se manifiesta en el sionismo israelí, cuya deriva más siniestra ha quedado expuesta en el genocidio sistemático perpetrado en Gaza, en los bombardeos indiscriminados contra sus vecinos, y en las operaciones encubiertas globales del Mossad, que han sido denunciadas por múltiples organismos internacionales. Este proyecto político, nacido como respuesta histórica al antisemitismo, ha evolucionado en su versión neosionista hacia una ideología de colonialismo de asentamiento, que no busca coexistencia sino eliminación del otro.

La campaña militar israelí en Gaza, iniciada en octubre de 2023, ha sido calificada por expertos, juristas y organismos internacionales como un genocidio de libro. Más de 58,000 palestinos han sido asesinados, la mayoría civiles, incluyendo miles de niños, mujeres, trabajadores sanitarios y periodistas1. La infraestructura vital —hospitales, escuelas, universidades, mezquitas, iglesias— ha sido destruida sistemáticamente, y el bloqueo ha generado condiciones de vida que, según la Corte Internacional de Justicia, cumplen con los criterios legales del genocidio4.

Este modelo de violencia no es accidental ni defensivo: responde a una lógica ideológica que niega la humanidad del otro, lo reduce a “animal humano” —como declaró el exministro de Defensa Yoav Gallant— y lo somete a condiciones de exterminio. El Mossad, como brazo operativo del Estado israelí, ha sido vinculado a conspiraciones internacionales, operaciones de sabotaje, asesinatos selectivos y manipulación de gobiernos extranjeros, consolidando una red de influencia que actúa al margen del derecho internacional.

Desde una perspectiva ontológica, el sionismo radical representa una forma extrema de constructivismo ideológico, donde la realidad se modela desde el poder, no desde la comunión. El otro no es acogido, sino eliminado. La tierra no se comparte, se conquista. El ser no se reconoce como don, sino como propiedad. Esta visión del mundo, profundamente antihumana, destruye la posibilidad de una civilización fundada en la gratuidad, en la hospitalidad, en el amor que da la medida.

Frente a esta barbarie, la metafísica del don se alza como resistencia radical: no desde la ideología, sino desde la verdad del ser que se ofrece. La paz no puede construirse sobre el exterminio, ni la seguridad sobre el miedo. Sólo una ontología relacional, fundada en el Deus dāre amōre, puede restaurar la dignidad de los pueblos y abrir el camino hacia una gobernanza trascendental, donde el otro no sea enemigo, sino rostro del misterio compartido.

No menos importante en el análisis crítico del orden mundial actual es el papel profundamente lamentable que han desempeñado la OTAN y la Unión Europea en el conflicto de Ucrania. Lejos de actuar como garantes de la paz y el derecho internacional, ambas entidades han sido instrumentalizadas por el aparato geopolítico estadounidense, especialmente por la CIA y el llamado “Estado profundo” de Washington, para sabotear el proceso de integración euroasiática que se estaba gestando a través de los gasoductos Nord Stream I y II.

La destrucción deliberada de estas infraestructuras —que conectaban directamente a Rusia con Alemania y que simbolizaban una alianza energética estratégica entre Europa Occidental y Eurasia— ha sido calificada por diversos analistas como un acto de guerra encubierto, ejecutado para romper la autonomía energética europea y reafirmar la dependencia transatlántica bajo hegemonía estadounidense. Las investigaciones más recientes apuntan a una operación encubierta con participación ucraniana, pero bajo conocimiento o tolerancia de agencias occidentales. El silencio cómplice de Berlín y Bruselas ante este sabotaje revela el grado de sumisión geopolítica de Europa frente a los intereses de Washington.

En lugar de defender sus propios intereses estratégicos, Europa ha levantado la tulpa cultural de la rusofobia, promovida por medios alineados con la narrativa atlantista, y ha renunciado a su vocación de puente entre civilizaciones. La Unión Europea, antaño proyecto de paz y prosperidad, luce hoy al borde de la extinción de su estado de bienestar, atrapada en sanciones autodestructivas, inflación energética y una crisis de identidad que la aleja de sus raíces humanistas.

La OTAN, por su parte, ha dejado de ser una alianza defensiva para convertirse en instrumento de expansión militar, promoviendo guerras por todo el planeta bajo el pretexto de seguridad colectiva. Su papel en Ucrania no ha sido el de mediador, sino el de catalizador del conflicto, alimentando una guerra que ha devastado a millones y ha puesto en grave peligro la paz mundial.

Frente a esta deriva, se impone una reconfiguración profunda del orden internacional, donde la geopolítica no se funde en la hegemonía ni en el miedo, sino en una metafísica del don, en la comunión de los pueblos, en la hospitalidad ontológica que permita reconstruir el mundo como espacio compartido. Porque si el ser humano es homo dāre amōre, entonces la política internacional debe ser acto de servicio, no de dominación. Y esa es la tarea que este capítulo asume: pensar la paz desde el ser que se da, no desde el poder que se impone.

La raíz profunda de todo este mal que emana del constructivismo ideológico del mundo unipolar no es meramente geopolítica ni estratégica: es ontológica y espiritual. Su núcleo corrosivo reside en el alejamiento radical de la triple articulación que da sentido al mundo y al hombre: Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre. Al romper este eje fundante —que vincula la trascendencia divina, la estructura donacional del ser y la vocación oblativa del ser humano— el mundo unipolar ha caído en una cultura nihilista anética, que no sólo niega el bien, sino que destruye toda normatividad moral, desfigura el sentido del mal y pervierte el valor del bien.

Este rasgo anético —es decir, la negación activa de toda ética fundada en la verdad del ser— se manifiesta en una inversión sistemática de los valores: el mal es desmalignizado, presentado como estrategia legítima, como defensa racional, como progreso inevitable; mientras que el bien es malignizado, ridiculizado como ingenuidad, desacreditado como dogma, perseguido como amenaza. La justicia se convierte en herramienta de poder, la misericordia en debilidad, la comunión en utopía. En este clima, la ética deja de ser brújula del alma para convertirse en protocolo funcional, y el ser humano deja de ser sujeto moral para convertirse en recurso operativo. La cultura nihilista que sostiene el constructivismo unipolar no es neutral: es activamente destructora, porque desarraiga al hombre de su vocación relacional, lo desconecta de la gratuidad que lo constituye, y lo sumerge en una lógica de dominio, cálculo y supervivencia. Esta cultura no sólo coloniza territorios: coloniza conciencias, modela deseos, reconfigura imaginarios, y destruye la posibilidad misma de la comunión.

Frente a esta devastación, la triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre— se revela no como doctrina, sino como estructura salvadora. Sólo si el mundo vuelve a reconocer que el ser es don, que el hombre está hecho para amar, y que Dios es amor que se da, podrá reconstruirse una civilización que no se funda en el poder, sino en la gratuidad. Esta obra, al asumir esa tarea, no propone una alternativa política más: propone una transfiguración ontológica del mundo, donde la paz, la justicia y la comunión no sean estrategias, sino manifestaciones del amor que da la medida.

Una de las más graves carencias del pensamiento geopolítico contemporáneo es su incapacidad para interrogar el fundamento ontológico de la historia. Los analistas que dominan el discurso público —desde Henry Kissinger hasta George Friedman, pasando por Zbigniew Brzezinski— han construido modelos de interpretación del mundo que operan exclusivamente en el plano estratégico, ignorando por completo la dimensión metafísica que da sentido al ser humano y a la comunidad de los pueblos.

Incluso autores más críticos como Noam Chomsky, en obras como Hegemony or Survival: America’s Quest for Global Dominance (2003), Failed States (2006), ¿Who Rules the World? (2016) y The Myth of American Idealism (2024), aunque denuncian con lucidez el imperialismo estadounidense y la manipulación mediática, no logran articular una ontología relacional ni una metafísica del don. Su crítica es ética y política, pero no alcanza la raíz ontológica del mal que denuncia.

Lo mismo ocurre con Naomi Klein, cuya obra The Shock Doctrine: The Rise of Disaster Capitalism (2006) y This Changes Everything: Capitalism vs. The Climate (2014) han sido fundamentales para entender cómo el capitalismo explota las crisis para imponer su lógica destructiva. Pero su enfoque, aunque valiente, permanece atrapado en la inmanencia, sin abrirse a una visión del ser como gratuidad.

Autores como Eduardo Olier, en La debacle de Occidente (2023), Israel: historia de una guerra permanente (2024), Codicia financiera (2013) y Los ejes del poder económico (2016), han descrito con precisión los desequilibrios globales y la decadencia de Europa, pero no han vinculado estos fenómenos con una ontología del don que permita pensar una civilización alternativa. Incluso pensadores como Michael Hardt y Antonio Negri, en su trilogía Imperio (2000), Multitud (2004) y Commonwealth (2009), han intentado ofrecer una crítica postmarxista del orden global, pero su propuesta de “multitud” como sujeto político carece de una fundamentación metafísica sólida. El ser humano es pensado como flujo, como potencia, como resistencia, pero no como don recibido, como vocación amorosa.

Esta omisión no es accidental: es la expresión de una cultura anética, que ha perdido toda referencia a la normatividad moral profunda. En este clima, el mal es desmalignizado —presentado como estrategia legítima o como necesidad histórica— y el bien es malignizado, tratado como ingenuidad, dogma o amenaza. La ética se convierte en protocolo, y la política en técnica de gestión. Frente a esta devastación intelectual, se impone con urgencia una reconstrucción del pensamiento geopolítico desde la triple articulación: Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre. Sólo si el mundo se piensa como don, si el ser humano se reconoce como vocación de comunión, y si Dios es afirmado como amor que se da, podrá surgir una civilización del cuidado, de la hospitalidad, de la paz ontológica.

La crítica sin metafísica es impotente. La estrategia sin ontología es ciega. Y la política sin amor es destructiva. Esta obra, al asumir esa tarea, no propone una alternativa técnica, sino una transfiguración del pensamiento, donde la historia se reconcilie con su origen, y el mundo vuelva a ser espacio de comunión.

Algo de esta crítica ya lo intenté en mi obra Ontología de la geopolítica (2024, IIPCIAL), donde procuré ir más allá del análisis meramente estratégico y técnico para interrogar el fundamento ontológico de los conflictos internacionales. En ese texto, señalé que la geopolítica no puede reducirse a correlaciones de poder, ni a mapas de influencia, ni a balances económicos: debe ser pensada como expresión de una visión del mundo, como manifestación de una determinada comprensión del ser humano y de su lugar en la historia.

Sin embargo, reconozco ahora que aquel esfuerzo fue aún incompleto. Aunque me alejé de los enfoques funcionalistas y denuncié la lógica imperial del mundo unipolar, no había reparado todavía en la ontología relacional ni en la metafísica del don como claves estructurantes de una geopolítica verdaderamente humana. Mi crítica se movía en el plano de la ontología clásica, sin haber aún descubierto que el ser no es sustancia aislada, sino comunión ofrecida, y que la política internacional no puede fundarse en la competencia, sino en la gratuidad que da la medida.

Ontología de la geopolítica fue, en ese sentido, una obra de transición, un intento por abrir el pensamiento estratégico a la profundidad ontológica, pero sin haber alcanzado todavía la articulación plena entre Deus dāre amōre, onto dāre amōre y homo dāre amōre. Hoy comprendo que sin esa triple articulación, toda geopolítica será incompleta, y toda propuesta de paz será superficial.

Esta obra actual representa, por tanto, la maduración de aquella intuición inicial. Aquí, la crítica se convierte en reconstrucción, y el pensamiento estratégico se transfigura en acto de comunión ontológica. Ya no se trata sólo de denunciar el orden mundial vigente, sino de proponer una civilización fundada en el don, donde la política internacional sea expresión del amor que constituye el ser, y donde la historia se abra al misterio que la precede y la convoca.

 

8.2 Restauración ontológica desde el mundo multipolar

 

El surgimiento del mundo multipolar —con el ascenso de potencias no occidentales, el resurgimiento de tradiciones filosóficas y religiosas diversas, y la fragmentación del viejo orden liberal— ha sido interpretado por muchos como una amenaza al equilibrio global, como una regresión hacia el conflicto de civilizaciones o como una dispersión de valores universales. Sin embargo, esta lectura parte de una visión hegemónica que confunde unidad con uniformidad, y que ha pretendido imponer un modelo único de racionalidad, desarrollo y gobernanza, ignorando la pluralidad ontológica de los pueblos.

Desde una perspectiva crítica, el mundo multipolar no es garantía de justicia ni de comunión. Puede convertirse, si no se orienta desde una metafísica del don, en una mera redistribución de poder, en una geopolítica de bloques que repite las mismas lógicas de dominio, ahora con nuevos actores. La diversidad, por sí sola, no es virtud ontológica: puede ser también campo de conflicto, de incomprensión, de instrumentalización. Por eso, no basta con celebrar el fin del unilateralismo; hay que interrogar el fundamento que debe sostener esta nueva configuración mundial.

La oportunidad que ofrece el mundo multipolar sólo se realiza si se reconoce que cada cultura, cada tradición, cada sensibilidad política, es expresión singular del ser como donación. Esto exige una transformación profunda: pasar de la lógica del interés nacional al arte de la hospitalidad ontológica, donde los pueblos no se relacionan desde la competencia, sino desde la acogida mutua. La civilización del don no se construye con tratados ni con discursos diplomáticos: se edifica desde una ontología relacional, donde el otro no es amenaza, sino rostro que revela el misterio compartido del ser.

En este sentido, el mundo multipolar puede ser el laboratorio histórico de una nueva civilización, pero sólo si se funda en una racionalidad substancial que reconozca la gratuidad como principio. Si cada nación se piensa como homo dāre amōre, como comunidad llamada a darse, a servir, a participar, entonces la geopolítica se transfigura en comunión planetaria. Pero si se mantiene la lógica del cálculo, del control y del interés, la multipolaridad será sólo una nueva forma de fragmentación.

Por eso, este capítulo no idealiza el mundo multipolar: lo somete a juicio ontológico. Y desde ese juicio, propone que la única vía para una paz verdadera, para una justicia duradera y para una cultura compartida, es la metafísica del don como fundamento de la historia. No se trata de volver a modelos antiguos, ni de imponer nuevas hegemonías, sino de reaprender a vivir juntos desde la gratuidad que nos constituye.

Muchos pensadores que hoy celebran el surgimiento del mundo multipolar —como si se tratara de una emancipación definitiva frente al imperialismo unipolar— incurren en una omisión grave: analizan la geopolítica desde categorías culturales, estratégicas o civilizacionales, pero ignoran el fundamento ontológico que debe sostener cualquier orden verdaderamente humano. Su pensamiento, aunque valioso en la crítica al hegemonismo occidental, permanece atrapado en la inmanencia, sin abrirse a una metafísica del don que permita pensar la historia como comunión y no como mera redistribución de poder.

El caso más emblemático es el de Aleksandr Duguin, autor de Teoría del mundo multipolar (Ediciones Fides, 2017) y Mundo multipolar: De la idea a la realidad (Ediciones Fides, 2024). Duguin propone una visión del Orden Global basada en “civilizaciones” como actores geopolíticos, en oposición al modelo liberal occidental. Su defensa del “Estado-civilización” y del “Heartland eurasiático” busca restaurar la soberanía cultural frente a la homogeneización globalista. Sin embargo, su pensamiento se apoya en categorías estructurales, antropológicas y simbólicas, sin alcanzar una ontología relacional que afirme el ser como don. La civilización, en su modelo, es sustancia, sistema, proceso, incluso paideuma, pero no es comunión ontológica fundada en la gratuidad.

Otros autores como Daniel Estulin, en su contribución a Mundo multipolar: De la idea a la realidad (2024), y Francisco José Fernández Cruz-Sequera, que analiza la obra de Duguin desde una perspectiva iberoamericana, también repiten el esquema de resistencia sin trascendencia. Denuncian el hegemonismo, pero no proponen una civilización fundada en el amor que se da. La multipolaridad, en sus textos, aparece como estrategia, no como vocación ontológica. Incluso pensadores como Carlos Mamani Aliaga, que en el mismo volumen desarrolla la “teoría y praxis de la multipolaridad” desde una sensibilidad latinoamericana, no logran articular una metafísica del don. Su enfoque sociológico y cultural es valioso, pero no alcanza la profundidad ontológica que exige una verdadera reconstrucción del mundo.

El pensador chileno Alex Schnake Gálvez, en su artículo Orden multipolar en el siglo XXI: efectos globales y regionales (Revista Encrucijada Americana, UNAM, 2010), analiza el impacto de la multipolaridad en América Latina, especialmente en Brasil, desde la perspectiva del equilibrio de poder. Aunque su lectura es aguda, no interroga el ser del hombre ni la vocación relacional de los pueblos, quedándose en el plano técnico de las relaciones internacionales.

También el argentino Juan Sebastián Schulz, en La configuración de la multipolaridad en el siglo XXI (FaHCE-UNLP/CIEPE, 2017), examina los BRICS y el nuevo orden mundial desde una sociología histórica. Su análisis es riguroso, pero no propone una antropología del homo dāre amōre, ni una metafísica que funde la paz en la gratuidad del ser.

Incluso autores como Paul Kennedy, en Auge y caída de las grandes potencias (Debate, 1988), y Dilip Hiro, en Después del imperio: El nacimiento de un mundo multipolar (2007), ofrecen diagnósticos históricos y geopolíticos relevantes, pero no logran trascender la lógica del poder, ni pensar el mundo como espacio de comunión ontológica.

Frente a todos ellos, nuestra obra polemiza con ardor: no basta con redistribuir el poder global, ni con celebrar la diversidad geopolítica. Si el mundo multipolar no se funda en la triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre—, entonces será sólo una nueva forma de fragmentación, una pluralidad sin comunión, una estrategia sin alma. La verdadera multipolaridad no es geoestratégica: es ontológica. Y sólo desde una metafísica del don puede pensarse un orden mundial donde la paz no sea equilibrio de intereses, sino manifestación del amor que da la medida.

Esta carencia se traduce en una visión del mundo donde la diversidad es celebrada, pero no fundamentada; donde la soberanía es defendida, pero no transfigurada; donde la historia es pensada como lucha, pero no como comunión. En este marco, la multipolaridad corre el riesgo de convertirse en una nueva forma de fragmentación, si no se funda en la triple articulación: Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre. Por eso, esta obra polemiza con ardor: no basta con resistir al imperialismo; hay que reconstruir el mundo desde la gratuidad originaria del ser. La geopolítica no puede ser sólo estrategia: debe ser acto de comunión ontológica. Y la multipolaridad, si quiere ser verdadera, debe abrirse al amor que da la medida.

La verdadera multipolaridad no puede reducirse a un mero reordenamiento geoestratégico del poder global, como si el destino de la humanidad dependiera únicamente de la balanza entre potencias emergentes y decadentes. Esa visión, por más sofisticada que sea en su análisis técnico, permanece prisionera de la lógica del dominio, donde el mundo sigue siendo concebido como tablero, los pueblos como fichas, y la historia como competencia. Pero el ser humano no es una variable geopolítica: es vocación de comunión, llamado a participar en la gratuidad originaria del ser. Por eso, la auténtica multipolaridad no es táctica ni estructural: es ontológica.

Pensar la multipolaridad desde el ser implica reconocer que cada cultura, cada civilización, cada pueblo, es expresión singular del don que constituye el mundo. No se trata de tolerar la diferencia como concesión diplomática, sino de acogerla como revelación del misterio compartido. La pluralidad no es amenaza, sino riqueza ontológica; no es obstáculo, sino posibilidad de comunión. En este sentido, la multipolaridad verdadera no busca equilibrio de fuerzas, sino armonía de vocaciones, donde cada polo no impone, sino ofrece; no compite, sino comparte. Esta visión exige una ontología relacional, donde el ser no se posee, sino que se da, y donde la política internacional se convierte en acto de hospitalidad.

Sólo una multipolaridad fundada en la metafísica del don puede restaurar la dignidad de la historia. Porque si el ser humano es homo dāre amōre, y si el ser mismo es onto dāre amōre, entonces el orden mundial debe reflejar esa estructura profunda: debe ser cosmos dāre amōre. Un mundo donde la paz no sea tregua, sino comunión; donde la justicia no sea cálculo, sino misericordia; donde la diferencia no sea frontera, sino puente. Esta es la tarea urgente: reconfigurar la geopolítica desde el amor que da la medida, para que la multipolaridad no sea fragmentación, sino sinfonía del ser.

La historia contemporánea se encuentra en un umbral decisivo. El orden unipolar, sostenido por el constructivismo ideológico más agresivo, ha mostrado su rostro más sombrío: guerras perpetuas, hegemonías sin alma, tratados convertidos en simulacro, y una gobernanza que ha perdido todo vínculo con la verdad del ser. Frente a esta deriva, el surgimiento del mundo multipolar aparece como una promesa de renovación. Pero esa promesa será vana si no se funda en una transformación ontológica. Porque la verdadera paz no se construye con equilibrios estratégicos, sino con comunión ontológica; no con pactos de poder, sino con gratuidad compartida.

La crítica a la hegemonía occidental, por justa que sea, no basta. Muchos pensadores del mundo multipolar —Duguin, Estulin, Olier, Schnake, Schulz, Hiro, entre otros— han denunciado con lucidez los excesos del imperialismo, pero no han alcanzado la raíz metafísica del problema. Su pensamiento, aunque valiente, permanece en la superficie de lo político, sin interrogar el ser que lo sostiene. La multipolaridad que proponen es estructural, no ontológica; es táctica, no vocacional. Y por eso, corre el riesgo de repetir las mismas lógicas de dominio, ahora con nuevos actores.

La única vía para una civilización verdaderamente humana es reconfigurar la geopolítica desde la metafísica del don. Esto implica reconocer que el ser no se impone, se ofrece; que el otro no se negocia, se acoge; que la historia no se domina, se comparte. La política internacional debe dejar de ser técnica de poder para convertirse en acto de comunión, donde cada pueblo sea expresión singular del amor que da la medida. Esta visión no es utopía: es exigencia ontológica. Porque si el ser humano es homo dāre amōre, entonces el mundo debe ser cosmos dāre amōre.

La gobernanza trascendental que aquí se propone no es una alternativa institucional: es una transfiguración del pensamiento político. Gobernar no es administrar intereses, sino servir al misterio del ser humano en su vocación relacional. La paz no es ausencia de guerra, sino manifestación de la armonía ontológica que el don hace posible. Y la justicia no es equilibrio de fuerzas, sino misericordia encarnada en estructuras que permitan la acogida mutua.

Europa, atrapada en su decadencia, ha levantado la tulpa cultural de la rusofobia y ha renunciado a su vocación de puente entre civilizaciones. Estados Unidos, desde su Estado profundo, ha saboteado la integración euroasiática y ha convertido la geopolítica en arte de la manipulación. Israel, desde su sionismo radical, ha mostrado el rostro más siniestro del constructivismo ideológico, desmalignizando el mal y malignizando el bien. Frente a esta devastación, urge una civilización fundada en el don, donde el ser humano vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser: criatura llamada a la comunión.

Esta obra, al asumir esa tarea, no propone una reforma diplomática ni una nueva doctrina de seguridad. Propone una ontología del mundo, donde la política sea expresión del amor que constituye el ser, y donde la historia se abra al misterio que la precede. Porque sólo desde la triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre— podrá surgir un orden mundial que no se funda en la fuerza, sino en la gratuidad que salva. Y esa es la esperanza que este capítulo deja abierta: que el mundo, al borde del abismo, reaprenda a ser don.

La nueva ontología del mundo, fundada en la metafísica del don, no es simplemente una relectura filosófica del ser: es una revolución silenciosa que transforma la manera en que los pueblos se piensan, se vinculan y se proyectan en la historia. Cuando el ser deja de concebirse como sustancia aislada o como función operativa, y se reconoce como donación originaria, entonces la política internacional deja de ser competencia y se convierte en comunión. Los países ya no se relacionan desde el miedo ni desde el cálculo, sino desde la vocación de acogerse mutuamente en la gratuidad que los constituye.

Esta ontología del don conduce a una visión del mundo donde la integración no es absorción, ni la cooperación es sometimiento. Es una integración que respeta la singularidad, que celebra la diferencia, que reconoce en cada nación una expresión irrepetible del ser compartido. El respeto mutuo no nace del equilibrio de fuerzas, sino de la conciencia de que el otro es rostro del misterio, no amenaza. En este horizonte, las fronteras no son muros, sino umbrales de encuentro, y los tratados no son contratos, sino pactos de comunión.

Porque el amor —en su forma más pura y ontológica— es darse en aceptación del otro. No se impone, no exige, no uniforma. Se ofrece, se abre, se deja transformar. Cuando los pueblos se piensan desde esta lógica, la geopolítica se transfigura en sinfonía, y la historia se convierte en espacio de reconciliación. La metafísica del don no propone una utopía ingenua, sino una verdad profunda: que el mundo sólo puede salvarse si aprende a vivir desde el amor que da la medida, desde el ser que se entrega, desde la comunión que acoge.

Así, la nueva ontología del mundo no es una teoría más: es la aurora de una civilización que se sabe llamada, no a dominar, sino a compartir. Una civilización donde cada país, cada cultura, cada voz, sea nota única en la melodía del ser, tejida por el amor que todo lo sostiene.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.