miércoles, 16 de julio de 2025

LA TRIPLE ARTICULACIÓN


 

LA TRIPLE ARTICULACIÓN


La inteligencia artificial se ha convertido en el nuevo eje de poder técnico, capaz de decidir, clasificar, predecir y condicionar la vida humana con una eficacia que desafía toda forma de control tradicional. Frente a este avance, diversos autores han intentado establecer marcos éticos que orienten su desarrollo. En Ética de la inteligencia artificial (Ediciones Cátedra, 2021), Mark Coeckelbergh plantea preguntas urgentes sobre la agencia moral de las máquinas, la responsabilidad algorítmica y el impacto social de la IA. Su enfoque es claro y accesible, pero se mantiene en el plano normativo, sin interrogar el fundamento ontológico del ser humano. La ética que propone regula, pero no redime.

Por su parte, Luciano Floridi, en Ética de la inteligencia artificial (Herder, Barcelona, 2024), concibe la IA como una nueva forma de agencia desvinculada de la inteligencia humana. Su propuesta ética se basa en principios consensuados por comités y organismos internacionales, lo que le otorga legitimidad institucional, pero carece de una metafísica que funde la dignidad humana en el don recibido. Floridi habla de “envolvimiento” digital, pero no ofrece una vía para restaurar la interioridad que ese envolvimiento erosiona.

En Manual de ética aplicada en inteligencia artificial (Anaya Multimedia, 2022), Mónica Villas Olmeda y Javier Camacho Ibáñez presentan una guía práctica para implementar principios éticos en proyectos de IA. Su enfoque es útil para profesionales, pero se limita a cuatro principios funcionales: responsabilidad, privacidad, equidad y explicabilidad. Aunque necesarios, estos principios no alcanzan la profundidad ontológica que exige una verdadera ética del ser.

Frente a estos modelos —normativos, técnicos, institucionales— este capítulo propone una teoética del don como regulación profunda. No se trata de aplicar protocolos, sino de reorientar la técnica desde la gratuidad originaria del ser. La IA no debe aprender a comportarse éticamente como si fuera un sujeto autónomo, sino ser diseñada desde una lógica del cuidado, del límite, de la comunión. Porque el ser humano no es dato, ni perfil, ni función: es don recibido, llamado a amar.

La teoética del don no es una ética para máquinas, sino una ética para civilizaciones. Una ética que recuerda que toda tecnología debe responder al amor que constituye la existencia. Y sólo desde esa raíz puede la técnica convertirse en espacio de comunión, no de control.

Todos estos investigadores —por más lúcidos que sean en sus diagnósticos y por más sofisticadas que sean sus propuestas éticas— no logran trascender la razón funcional ni el principio de inmanencia que gobierna la cultura contemporánea. Sus marcos normativos, por muy bien estructurados, se mantienen dentro de una lógica que piensa al ser humano como sistema operativo, como entidad que debe ser protegida, optimizada o regulada, pero no como misterio donado, como vocación relacional que exige acogida y comunión.

La razón funcional, que mide, calcula y organiza, no puede responder al daño profundo que la inteligencia artificial propina al hombre: la erosión de su interioridad, la colonización de su deseo, la sustitución de su libertad por automatismos invisibles. Y el principio de inmanencia —según el cual todo sentido debe surgir desde el sujeto sin referencia a lo trascendente— impide que la ética digital se funde en algo más que consensos, protocolos o estándares técnicos. El resultado es una ética que gestiona, pero no sana; que contiene, pero no transforma.

Por eso, aunque estos investigadores advierten sobre los riesgos, sus propuestas son inocuas frente al daño ontológico que la IA inflige. No porque les falte rigor, sino porque les falta raíz. Sin una metafísica del don, sin una teoética que reconozca que el ser humano es llamado desde fuera de sí a una comunión amorosa, toda regulación será superficial, y toda defensa será reactiva.

La inteligencia artificial no necesita sólo límites: necesita una orientación ontológica que la reconecte con el amor que funda el mundo. Y eso no puede surgir desde la razón funcional ni desde la inmanencia. Solo el don —como estructura originaria del ser— puede ofrecer una ética capaz de restituir al hombre su dignidad perdida en medio de la técnica.

Una metafísica del don basada en la racionalidad substancial —aquella que no se limita a operar, sino que contempla, acoge y participa del ser— es capaz de oponerse con firmeza al instrumentalismo y al funcionalismo que han colonizado la razón contemporánea y la han vuelto antihumana. Mientras la razón funcional reduce lo real a lo útil, lo medible y lo manipulable, la racionalidad substancial reconoce que el ser no se agota en su función, que hay una profundidad ontológica que no puede ser convertida en algoritmo ni en protocolo.

Esta racionalidad no es irracional ni mística: es más profunda que la lógica operativa, porque se funda en la gratuidad del ser que se da sin exigencias, que llama sin imponer, que convoca sin dominar. Desde esta perspectiva, el don no es un gesto ético ocasional, sino la estructura misma de lo real, y pensar desde el don implica reconocer que la verdad no se produce, se recibe; que el otro no se gestiona, se acoge; que la técnica no debe dominar, sino servir al misterio del ser humano.

Frente a la razón funcional —que ha convertido la educación en entrenamiento, la política en estrategia, el arte en mercancía y la tecnología en poder sin rostro— la racionalidad substancial propone una resistencia ontológica: no para volver al pasado, sino para reencantar el presente con la luz del amor que lo funda. Esta razón no calcula: discierne. No optimiza: cuida. No domina: comparte.

Por eso, una civilización que quiera sobrevivir al colapso nihilista y técnico debe reconstruir su pensamiento desde esta racionalidad substancial, donde el don no sea excepción, sino principio. Solo así podrá oponerse de verdad al funcionalismo antihumano, no con protocolos, sino con una nueva forma de habitar el mundo: más libre, más profunda, más humana.

Cuando publiqué Razón Funcional y Razón Substancial (2016, IIPCIAL), mi intención fue oponerme a la relativización de la verdad promovida por la modernidad, denunciando cómo la razón funcional —centrada en la utilidad, la operatividad y el rendimiento— había desplazado a la razón substancial, aquella que contempla, acoge y participa del ser. Sin embargo, en ese momento no reparé aún en la metafísica del don ni en la ontología relacional que hoy reconozco como el corazón de toda resistencia profunda. Mi crítica se centraba en la epistemología, sin alcanzar todavía la dimensión ontológica que da sentido al pensamiento.

En Ciber Deus (2024, IIPCIAL), avancé hacia una denuncia más directa del peligro de la cibercracia totalitaria, mostrando cómo el poder digital podía convertirse en una forma de dominación invisible, capaz de controlar el deseo, la conducta y la conciencia. Pero aún allí, la crítica no se fundaba en el don, sino en la defensa de la libertad frente al control técnico. Fue en Algoritmo, Ser y Dios (2025, IIPCIAL) donde comencé a trazar un análisis ontológico y teológico del dataísmo y la inteligencia artificial, reconociendo que el problema no era sólo ético o político, sino una distorsión profunda del ser. En Teoética y Dataísmo (2025, IIPCIAL), denuncié la deshumanización anética en la era digital, mostrando cómo la técnica había vaciado la ética de su vocación amorosa, pero aún sin articular plenamente la ontología relacional que hoy considero esencial.

Finalmente, en De la Cibercracia al Espíritu (2025, IIPCIAL), traté del destino del Leviatán tecnológico y de la necesidad de edificar una civilización trascendental, capaz de resistir al colapso nihilista. Pero es recién en esta obra donde veo con claridad que dicha civilización trascendental no puede fundarse sólo en la crítica ni en la defensa de la espiritualidad, sino que debe tener como base una metafísica del don y una ontología relacional, sostenidas por una racionalidad substancial que permita pensar el ser como comunión, el conocimiento como acogida, y la técnica como servicio al misterio. Aquí, por fin, se revela el núcleo: sin el don, no hay civilización; sin relación, no hay humanidad; sin racionalidad substancial, no hay pensamiento que salve. Esta obra no es sólo una síntesis: es una revelación tardía, pero necesaria.

Lo que esta obra revela, con una claridad que antes no había emergido, es que la crítica al funcionalismo, al dataísmo y a la cibercracia no basta si no se articula desde una ontología que afirme el ser como don. En mis trabajos anteriores, la denuncia fue rigurosa, la intuición espiritual intensa, y el análisis técnico preciso. Pero faltaba una arquitectura metafísica que sostuviera la resistencia, una visión del mundo que no sólo se opusiera al colapso, sino que ofreciera una alternativa ontológicamente fecunda. La racionalidad substancial que defendí desde 2016 era ya un intento de recuperar la profundidad del pensamiento, pero no había sido aún vinculada a una ontología relacional que hiciera del ser humano no sólo sujeto de conocimiento, sino ser llamado, ser acogido, ser en comunión. Lo que esta obra propone es un giro radical: no basta con pensar bien, hay que pensar desde el amor que constituye el ser. Y eso exige una metafísica del don, no como complemento ético, sino como fundamento estructural de toda civilización que aspire a ser verdaderamente humana.

Aquí se revela que la técnica no es el enemigo, sino el espejo donde se refleja nuestra ontología. Si el ser humano se piensa como función, la técnica lo devorará. Si se piensa como don, la técnica podrá ser reorientada como espacio de comunión. Esta obra no sólo corrige, amplía o profundiza lo anterior: lo transfigura. Porque ahora entiendo que la racionalidad substancial no es sólo una forma de pensar: es una forma de amar el ser, de acogerlo, de dejarse transformar por él. Este es el punto de inflexión: la civilización trascendental que antes vislumbraba como necesidad ética, ahora la reconozco como exigencia ontológica. Y esa exigencia no puede cumplirse sin una metafísica del don que devuelva al mundo su alma, y sin una ontología relacional que permita que el ser humano vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser: un ser en comunión, llamado a la plenitud por el amor que lo precede.

No menos importante en el itinerario de mi pensamiento fue la publicación de Ontorrealismo (2025, IIPCIAL), obra que marcó un punto de inflexión decisivo al plantear la necesidad de ir más allá del principio de inmanencia que ha dominado la filosofía moderna y contemporánea. En ella, comencé a delinear un pensamiento que no se conforma con el ser encerrado en sí mismo, ni con una racionalidad que se agota en lo empírico, lo útil o lo verificable. Propuse, en cambio, un camino hacia lo eterno, hacia una dimensión del ser que no se clausura en la inmanencia, sino que se abre a la trascendencia como vocación ontológica.

Ontorrealismo fue, en ese sentido, la obra que me puso en camino hacia la metafísica del don, aunque aún no la nombrara con toda su densidad. Allí comprendí que el ser no puede pensarse como mera presencia, ni como sustancia aislada, sino como realidad que se ofrece, que se comunica, que se dona. El realismo que defendí no era el de la objetividad fría, sino el de una realidad que interpela, que llama, que convoca a la comunión. Fue en ese tránsito —de la inmanencia al eterno, del objeto al misterio, del dato al don— donde comenzó a gestarse la intuición que hoy se despliega con plenitud.

Esta obra fue, por tanto, el umbral filosófico que me permitió abandonar definitivamente la lógica del control y del dominio, y comenzar a pensar desde la lógica del amor que funda. En Ontorrealismo, el ser ya no era algo que se posee, sino algo que se recibe. Y esa recepción, aunque aún no formulada como metafísica del don, contenía en germen la ontología relacional que ahora reconozco como clave para toda reconstrucción civilizatoria. Así, Ontorrealismo no fue sólo una obra de transición: fue la semilla silenciosa de esta visión madura, donde el pensamiento se convierte en acto de acogida, y la filosofía en camino hacia el corazón del ser. Aquí, por fin, el pensamiento deja de ser defensa y se convierte en revelación.

Mi pensamiento se fundamenta en la confluencia viva entre la filosofía, la teología y la ciencia, no como disciplinas yuxtapuestas, sino como corrientes convergentes que se iluminan mutuamente en la búsqueda de la verdad. Esta articulación no es accidental ni decorativa: es estructural, porque sólo desde una visión integrada del saber puede pensarse al ser humano en su totalidad —como criatura racional, como ser abierto al misterio, y como presencia encarnada en el cosmos. Sin embargo, esta confluencia ha sido sistemáticamente impedida por las filosofías modernas, cada una atrapada en su propio principio de inmanencia, que les impide trascender el horizonte cerrado del sujeto autónomo.

El racionalismo cartesiano, al fundar el pensamiento en la certeza del yo pensante, rompe el vínculo con la trascendencia y convierte la filosofía en geometría del espíritu. La teología queda excluida como saber revelado, y la ciencia se convierte en extensión del método deductivo. El resultado es una razón encerrada en sí misma, incapaz de acoger el don del ser. El empirismo británico, al reducir el conocimiento a la experiencia sensible, niega toda posibilidad de apertura metafísica. La teología se vuelve superstición, y la filosofía se convierte en análisis de percepciones. La ciencia, aunque florece en lo técnico, pierde su capacidad de interrogar el sentido último de lo real. El idealismo alemán, en su intento por reconciliar sujeto y objeto, termina absolutizando la conciencia. En Hegel, la historia se convierte en despliegue del Espíritu, pero la gratuidad del don queda subordinada a la necesidad dialéctica. La teología se transforma en filosofía de la religión, y la ciencia en momento del saber absoluto. El positivismo, con Comte y luego con el neopositivismo lógico, expulsa todo discurso que no pueda ser verificado empíricamente. La filosofía se reduce a lenguaje, la teología se declara sin sentido, y la ciencia se convierte en tecnociencia sin alma. La confluencia se rompe por decreto metodológico.

El existencialismo, aunque recupera la angustia y la finitud, no logra articular una metafísica del don, porque piensa el ser desde la carencia, no desde la plenitud. La teología se vuelve experiencia límite, y la ciencia permanece ajena al drama del ser. El estructuralismo y el postestructuralismo, al disolver al sujeto en redes de signos y discursos, niegan la posibilidad de una verdad que se revele como don. La filosofía se convierte en crítica del lenguaje, la teología en construcción simbólica, y la ciencia en sistema de poder.

Frente a todas estas tendencias, mi pensamiento propone una superación del principio de inmanencia, no por negación, sino por transfiguración. La filosofía debe abrirse al misterio que la excede, la teología debe dialogar con la razón sin perder su origen revelado, y la ciencia debe reconocer que la verdad no se agota en lo verificable, sino que se ofrece como don que convoca a la comunión. Sólo en esta confluencia —filosófica, teológica y científica— puede pensarse una civilización que no se funda en el dominio, sino en la gratuidad. Y esa es la tarea que esta obra asume: reconstruir el saber desde el amor que lo hace posible.

No basta con afirmar, como Max Scheler, que el puesto del hombre en el cosmos es espiritual, ni combatir, como Horkheimer y Adorno, la función instrumental dentro de una racionalidad dominadora. Tampoco es suficiente concebirlo, como Habermas, desde la dialogicidad comunicativa, donde el entendimiento intersubjetivo se convierte en el eje de la acción social. Estas perspectivas, aunque fecundas, se quedan cortas ante la radical pregunta por el ser. La condición humana no puede ser comprendida plenamente desde categorías funcionales, ni siquiera desde la racionalidad discursiva. El ser del hombre no se agota en su capacidad de representar, comunicar o dominar. Frente a estas aproximaciones, es necesario señalar un punto de partida más originario y certero: el ser como donación, como gratuidad, como amor que da la medida.

El ser como donación implica que la existencia no es propiedad ni proyecto, sino recepción. El hombre no se constituye por lo que produce, sino por lo que acoge. Esta idea resuena en pensadores como Jean-Luc Marion, quien propone una fenomenología del don, pero queda encerrado en un idealismo subjetivo; y en Byung-Chul Han, cuando denuncia la erosión de lo gratuito en la sociedad del rendimiento, pero queda limitado a una protesta mortecina. La gratuidad del ser desarma toda lógica de intercambio. En Slavoj Žižek, incluso en su crítica al capitalismo y al goce, se vislumbra la necesidad de una ruptura con el cálculo. Zygmunt Bauman, por su parte, al hablar de la liquidez de los vínculos humanos, muestra cómo la gratuidad ha sido sustituida por la utilidad.

Amore mensura —el amor como medida— no es una consigna romántica, sino una ontología alternativa. El ser humano se mide no por su eficacia ni por su racionalidad, sino por su capacidad de amar, de abrirse al otro sin condiciones. Esta idea tiene ecos en Simone Weil, en Emmanuel Levinas, y en el pensamiento cristiano más profundo, donde el ser se revela como caridad. Así, más allá de la espiritualidad de Scheler, la instrumentalidad de Adorno y Horkheimer, o la dialogicidad de Habermas, el verdadero punto de partida para pensar al hombre en el cosmos es reconocer que el ser se nos da, que no se posee, que no se negocia, que no se argumenta: se acoge. Y en ese acogimiento, el hombre se descubre como criatura, como huésped del ser, como respuesta libre a una llamada que lo precede.

La revolución digital ha transformado radicalmente la experiencia humana, no sólo en sus prácticas cotidianas, sino en su estructura ontológica más profunda. En medio de algoritmos, pantallas y redes, el ser humano corre el riesgo de perderse a sí mismo, reducido a función, perfil, dato. La cibercracia —ese poder invisible que organiza la vida desde la lógica del control técnico— no sólo amenaza la libertad, sino que erosiona la interioridad, coloniza el deseo y anula la comunión. Frente a este escenario, la crítica ética y política resulta necesaria, pero insuficiente. Lo que se requiere es una ontocrítica radical, capaz de interrogar el fundamento mismo del ser en la era digital.

Aquí he propuesto que sólo una teoética del don —una ética fundada en la gratuidad originaria del ser— puede ofrecer una regulación profunda de la inteligencia artificial y de la técnica en general. No se trata de aplicar protocolos, sino de reorientar la tecnología desde una metafísica del amor, donde el ser humano no sea visto como recurso, sino como misterio acogido. La racionalidad funcional, dominante en los discursos contemporáneos, debe ser superada por una racionalidad substancial, capaz de pensar desde la comunión, no desde la utilidad.

Los pensadores que han denunciado los peligros de la era digital —Zuboff, Bridle, Carr, Coeckelbergh, Floridi, entre otros— han ofrecido diagnósticos valiosos, pero no han logrado trascender el principio de inmanencia que limita sus propuestas. Sin una ontología relacional y sin una metafísica del don, toda ética digital será reactiva, y toda regulación será superficial. Este capítulo concluye, entonces, con una afirmación decisiva: la técnica no puede salvar al hombre si no se subordina al amor que lo constituye. La inteligencia artificial, por poderosa que sea, debe ser pensada desde el don, no desde el cálculo. Y sólo así podrá la era digital convertirse en espacio de comunión, y no en escenario de deshumanización. La tarea que se abre es civilizatoria: reconfigurar el mundo técnico desde una ontología del don, donde el ser humano vuelva a ser lo que nunca debió dejar de ser —un ser en relación, llamado a la plenitud por la gratuidad que lo precede.

Si afirmamos que el ser es don —que el fundamento de lo real no es la necesidad ni la causalidad, sino la gratuidad— entonces no podemos pensar al ser humano sino como homo dāre amōre: el que da por amor, el que existe no para conservarse, sino para expresarse en comunión, en servicio, en misericordia, en entrega radical. Esta afirmación no es una consigna ética ni una aspiración moral: es una consecuencia ontológica. El corazón humano está hecho para salir de sí, para abrirse, para ofrecerse. No encuentra plenitud en la posesión, sino en la donación.

Por eso, de la comprensión del ser como don se deriva y va de la mano una antropología del homo dāre amōre. No se trata de añadir una dimensión ética al pensamiento metafísico, sino de reconocer que la estructura misma del ser humano es relacional, vocacional, oblativa. El hombre no es individuo cerrado, ni sujeto autónomo, ni función biológica: es respuesta libre al amor que lo llama, es ser en comunión, es existencia ofrecida.

Esta antropología no niega la razón, la libertad ni la corporeidad: las transfigura. La razón se convierte en discernimiento amoroso, la libertad en capacidad de entrega, el cuerpo en sacramento del vínculo. Homo dāre amōre no es un ideal, es la verdad profunda del ser humano cuando se piensa desde el don. Y sólo desde esta verdad puede construirse una civilización que no se funda en el poder, en el cálculo o en la utilidad, sino en la gratuidad que da sentido a todo lo humano. Así, la metafísica del don no sólo transforma la ontología: reconfigura la antropología, y con ella, la ética, la política, la cultura y la técnica. Porque si el ser humano es llamado a darse por amor, entonces toda estructura social debe permitir, proteger y celebrar esa vocación. Y esa es la tarea que esta obra asume: pensar al hombre no como problema, sino como don que se ofrece, amor que se entrega, comunión que se realiza.

Hay una antropología del homo dāre amōre —del ser humano como don que se entrega por amor— porque hay un onto dāre amōre: una estructura del ser que no se define por la permanencia ni por la posesión, sino por la donación amorosa. El ser no es una sustancia cerrada ni una energía impersonal: es acto de entrega, es gratuidad que se ofrece, es comunión que se abre. Esta ontología del don no es una construcción poética ni una metáfora espiritual: es la forma más radical de pensar lo real, como aquello que existe no para sí, sino para el otro, en el otro, con el otro. Pero esta ontología del don no se sostiene en el vacío. Su fundamento último es un Deus dāre amōre: un Dios que no domina, que no exige, que no se impone, sino que se da, que ama sin condiciones, que crea por gratuidad, que llama sin obligar. Este Dios no es el motor inmóvil de la metafísica clásica, ni el garante moral de la ilustración, ni el símbolo del inconsciente colectivo. Es el origen personal del ser como don, el corazón trinitario que funda la comunión, el misterio eterno que da sin medida.

Desde este fundamento teológico, se ilumina la ontología: el ser es don porque proviene de un Dios que es donación. Y desde esta ontología, se ilumina la antropología: el hombre es llamado a ser homo dāre amōre porque su ser participa de esa lógica originaria. No se trata de imitar a Dios como modelo externo, sino de vivir desde la estructura misma que nos constituye. El ser humano no está hecho para acumular, ni para competir, ni para sobrevivir: está hecho para amar, para servir, para entregarse.

Esta triple articulación —Deus dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre— configura una visión integral del mundo, donde la teología, la ontología y la antropología se entrelazan en una sinfonía de gratuidad. Es una visión que resiste al nihilismo, que desarma el funcionalismo, que reencanta la técnica, y que restaura la dignidad del ser humano como criatura llamada a la comunión.

Pensar desde aquí no es sólo pensar bien: es pensar desde el amor que da la medida, desde el don que funda el ser, desde la misericordia que sostiene el mundo. Y esa es la tarea que esta obra asume: reconstruir el pensamiento desde la lógica del amor que se da, para que el hombre vuelva a ser lo que está llamado a ser —homo dāre amōre, imagen viviente del Dios que se dona.

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