LA TRIPLE ARTICULACIÓN
La inteligencia artificial
se ha convertido en el nuevo eje de poder técnico, capaz de decidir,
clasificar, predecir y condicionar la vida humana con una eficacia que desafía
toda forma de control tradicional. Frente a este avance, diversos autores han intentado
establecer marcos éticos que orienten su desarrollo. En Ética de la
inteligencia artificial (Ediciones Cátedra, 2021), Mark Coeckelbergh plantea
preguntas urgentes sobre la agencia moral de las máquinas, la responsabilidad
algorítmica y el impacto social de la IA. Su enfoque es claro y accesible, pero
se mantiene en el plano normativo, sin interrogar el fundamento ontológico del
ser humano. La ética que propone regula, pero no redime.
Por su parte, Luciano
Floridi, en Ética de la inteligencia artificial (Herder, Barcelona,
2024), concibe la IA como una nueva forma de agencia desvinculada de la
inteligencia humana. Su propuesta ética se basa en principios consensuados por
comités y organismos internacionales, lo que le otorga legitimidad
institucional, pero carece de una metafísica que funde la dignidad humana en el
don recibido. Floridi habla de “envolvimiento” digital, pero no ofrece una vía
para restaurar la interioridad que ese envolvimiento erosiona.
En Manual de ética
aplicada en inteligencia artificial (Anaya Multimedia, 2022), Mónica Villas
Olmeda y Javier Camacho Ibáñez presentan una guía práctica para implementar
principios éticos en proyectos de IA. Su enfoque es útil para profesionales,
pero se limita a cuatro principios funcionales: responsabilidad, privacidad,
equidad y explicabilidad. Aunque necesarios, estos principios no alcanzan la
profundidad ontológica que exige una verdadera ética del ser.
Frente a estos modelos
—normativos, técnicos, institucionales— este capítulo propone una teoética del
don como regulación profunda. No se trata de aplicar protocolos, sino de reorientar
la técnica desde la gratuidad originaria del ser. La IA no debe aprender a
comportarse éticamente como si fuera un sujeto autónomo, sino ser diseñada
desde una lógica del cuidado, del límite, de la comunión. Porque el ser humano
no es dato, ni perfil, ni función: es don recibido, llamado a amar.
La teoética del don no es
una ética para máquinas, sino una ética para civilizaciones. Una ética que
recuerda que toda tecnología debe responder al amor que constituye la
existencia. Y sólo desde esa raíz puede la técnica convertirse en espacio de
comunión, no de control.
Todos estos investigadores
—por más lúcidos que sean en sus diagnósticos y por más sofisticadas que sean
sus propuestas éticas— no logran trascender la razón funcional ni el principio
de inmanencia que gobierna la cultura contemporánea. Sus marcos normativos, por
muy bien estructurados, se mantienen dentro de una lógica que piensa al ser
humano como sistema operativo, como entidad que debe ser protegida, optimizada
o regulada, pero no como misterio donado, como vocación relacional que exige
acogida y comunión.
La razón funcional, que
mide, calcula y organiza, no puede responder al daño profundo que la
inteligencia artificial propina al hombre: la erosión de su interioridad, la
colonización de su deseo, la sustitución de su libertad por automatismos
invisibles. Y el principio de inmanencia —según el cual todo sentido debe
surgir desde el sujeto sin referencia a lo trascendente— impide que la ética
digital se funde en algo más que consensos, protocolos o estándares técnicos.
El resultado es una ética que gestiona, pero no sana; que contiene, pero no
transforma.
Por eso, aunque estos
investigadores advierten sobre los riesgos, sus propuestas son inocuas frente
al daño ontológico que la IA inflige. No porque les falte rigor, sino porque les
falta raíz. Sin una metafísica del don, sin una teoética que reconozca que el
ser humano es llamado desde fuera de sí a una comunión amorosa, toda regulación
será superficial, y toda defensa será reactiva.
La inteligencia artificial
no necesita sólo límites: necesita una orientación ontológica que la reconecte
con el amor que funda el mundo. Y eso no puede surgir desde la razón funcional
ni desde la inmanencia. Solo el don —como estructura originaria del ser— puede
ofrecer una ética capaz de restituir al hombre su dignidad perdida en medio de
la técnica.
Una metafísica del don
basada en la racionalidad substancial —aquella que no se limita a operar, sino
que contempla, acoge y participa del ser— es capaz de oponerse con firmeza al
instrumentalismo y al funcionalismo que han colonizado la razón contemporánea y
la han vuelto antihumana. Mientras la razón funcional reduce lo real a lo útil,
lo medible y lo manipulable, la racionalidad substancial reconoce que el ser no
se agota en su función, que hay una profundidad ontológica que no puede ser
convertida en algoritmo ni en protocolo.
Esta racionalidad no es
irracional ni mística: es más profunda que la lógica operativa, porque se funda
en la gratuidad del ser que se da sin exigencias, que llama sin imponer, que
convoca sin dominar. Desde esta perspectiva, el don no es un gesto ético
ocasional, sino la estructura misma de lo real, y pensar desde el don implica reconocer
que la verdad no se produce, se recibe; que el otro no se gestiona, se acoge;
que la técnica no debe dominar, sino servir al misterio del ser humano.
Frente a la razón funcional
—que ha convertido la educación en entrenamiento, la política en estrategia, el
arte en mercancía y la tecnología en poder sin rostro— la racionalidad
substancial propone una resistencia ontológica: no para volver al pasado, sino
para reencantar el presente con la luz del amor que lo funda. Esta razón no
calcula: discierne. No optimiza: cuida. No domina: comparte.
Por eso, una civilización
que quiera sobrevivir al colapso nihilista y técnico debe reconstruir su
pensamiento desde esta racionalidad substancial, donde el don no sea excepción,
sino principio. Solo así podrá oponerse de verdad al funcionalismo antihumano,
no con protocolos, sino con una nueva forma de habitar el mundo: más libre, más
profunda, más humana.
Cuando publiqué Razón
Funcional y Razón Substancial (2016, IIPCIAL), mi intención fue oponerme a
la relativización de la verdad promovida por la modernidad, denunciando cómo la
razón funcional —centrada en la utilidad, la operatividad y el rendimiento—
había desplazado a la razón substancial, aquella que contempla, acoge y
participa del ser. Sin embargo, en ese momento no reparé aún en la metafísica
del don ni en la ontología relacional que hoy reconozco como el corazón de toda
resistencia profunda. Mi crítica se centraba en la epistemología, sin alcanzar
todavía la dimensión ontológica que da sentido al pensamiento.
En Ciber Deus (2024,
IIPCIAL), avancé hacia una denuncia más directa del peligro de la cibercracia
totalitaria, mostrando cómo el poder digital podía convertirse en una forma de
dominación invisible, capaz de controlar el deseo, la conducta y la conciencia.
Pero aún allí, la crítica no se fundaba en el don, sino en la defensa de la
libertad frente al control técnico. Fue en Algoritmo, Ser y Dios (2025,
IIPCIAL) donde comencé a trazar un análisis ontológico y teológico del dataísmo
y la inteligencia artificial, reconociendo que el problema no era sólo ético o
político, sino una distorsión profunda del ser. En Teoética y Dataísmo
(2025, IIPCIAL), denuncié la deshumanización anética en la era digital,
mostrando cómo la técnica había vaciado la ética de su vocación amorosa, pero
aún sin articular plenamente la ontología relacional que hoy considero
esencial.
Finalmente, en De la
Cibercracia al Espíritu (2025, IIPCIAL), traté del destino del Leviatán
tecnológico y de la necesidad de edificar una civilización trascendental, capaz
de resistir al colapso nihilista. Pero es recién en esta obra donde veo con
claridad que dicha civilización trascendental no puede fundarse sólo en la
crítica ni en la defensa de la espiritualidad, sino que debe tener como base
una metafísica del don y una ontología relacional, sostenidas por una racionalidad
substancial que permita pensar el ser como comunión, el conocimiento como
acogida, y la técnica como servicio al misterio. Aquí, por fin, se revela el
núcleo: sin el don, no hay civilización; sin relación, no hay humanidad; sin
racionalidad substancial, no hay pensamiento que salve. Esta obra no es sólo
una síntesis: es una revelación tardía, pero necesaria.
Lo que esta obra revela,
con una claridad que antes no había emergido, es que la crítica al
funcionalismo, al dataísmo y a la cibercracia no basta si no se articula desde
una ontología que afirme el ser como don. En mis trabajos anteriores, la
denuncia fue rigurosa, la intuición espiritual intensa, y el análisis técnico
preciso. Pero faltaba una arquitectura metafísica que sostuviera la resistencia,
una visión del mundo que no sólo se opusiera al colapso, sino que ofreciera una
alternativa ontológicamente fecunda. La racionalidad substancial que defendí
desde 2016 era ya un intento de recuperar la profundidad del pensamiento, pero
no había sido aún vinculada a una ontología relacional que hiciera del ser
humano no sólo sujeto de conocimiento, sino ser llamado, ser acogido, ser en
comunión. Lo que esta obra propone es un giro radical: no basta con pensar
bien, hay que pensar desde el amor que constituye el ser. Y eso exige una
metafísica del don, no como complemento ético, sino como fundamento estructural
de toda civilización que aspire a ser verdaderamente humana.
Aquí se revela que la
técnica no es el enemigo, sino el espejo donde se refleja nuestra ontología. Si
el ser humano se piensa como función, la técnica lo devorará. Si se piensa como
don, la técnica podrá ser reorientada como espacio de comunión. Esta obra no
sólo corrige, amplía o profundiza lo anterior: lo transfigura. Porque ahora
entiendo que la racionalidad substancial no es sólo una forma de pensar: es una
forma de amar el ser, de acogerlo, de dejarse transformar por él. Este es el
punto de inflexión: la civilización trascendental que antes vislumbraba como
necesidad ética, ahora la reconozco como exigencia ontológica. Y esa exigencia
no puede cumplirse sin una metafísica del don que devuelva al mundo su alma, y
sin una ontología relacional que permita que el ser humano vuelva a ser lo que
nunca debió dejar de ser: un ser en comunión, llamado a la plenitud por el amor
que lo precede.
No menos importante en el
itinerario de mi pensamiento fue la publicación de Ontorrealismo (2025,
IIPCIAL), obra que marcó un punto de inflexión decisivo al plantear la
necesidad de ir más allá del principio de inmanencia que ha dominado la
filosofía moderna y contemporánea. En ella, comencé a delinear un pensamiento
que no se conforma con el ser encerrado en sí mismo, ni con una racionalidad
que se agota en lo empírico, lo útil o lo verificable. Propuse, en cambio, un
camino hacia lo eterno, hacia una dimensión del ser que no se clausura en la
inmanencia, sino que se abre a la trascendencia como vocación ontológica.
Ontorrealismo fue, en ese sentido, la obra que me puso en
camino hacia la metafísica del don, aunque aún no la nombrara con toda su
densidad. Allí comprendí que el ser no puede pensarse como mera presencia, ni
como sustancia aislada, sino como realidad que se ofrece, que se comunica, que
se dona. El realismo que defendí no era el de la objetividad fría, sino el de
una realidad que interpela, que llama, que convoca a la comunión. Fue en ese
tránsito —de la inmanencia al eterno, del objeto al misterio, del dato al don—
donde comenzó a gestarse la intuición que hoy se despliega con plenitud.
Esta obra fue, por tanto, el
umbral filosófico que me permitió abandonar definitivamente la lógica del
control y del dominio, y comenzar a pensar desde la lógica del amor que funda.
En Ontorrealismo, el ser ya no era algo que se posee, sino algo que se
recibe. Y esa recepción, aunque aún no formulada como metafísica del don, contenía
en germen la ontología relacional que ahora reconozco como clave para toda
reconstrucción civilizatoria. Así, Ontorrealismo no fue sólo una obra de
transición: fue la semilla silenciosa de esta visión madura, donde el
pensamiento se convierte en acto de acogida, y la filosofía en camino hacia el
corazón del ser. Aquí, por fin, el pensamiento deja de ser defensa y se
convierte en revelación.
Mi pensamiento se
fundamenta en la confluencia viva entre la filosofía, la teología y la ciencia,
no como disciplinas yuxtapuestas, sino como corrientes convergentes que se
iluminan mutuamente en la búsqueda de la verdad. Esta articulación no es
accidental ni decorativa: es estructural, porque sólo desde una visión
integrada del saber puede pensarse al ser humano en su totalidad —como criatura
racional, como ser abierto al misterio, y como presencia encarnada en el
cosmos. Sin embargo, esta confluencia ha sido sistemáticamente impedida por las
filosofías modernas, cada una atrapada en su propio principio de inmanencia,
que les impide trascender el horizonte cerrado del sujeto autónomo.
El racionalismo cartesiano,
al fundar el pensamiento en la certeza del yo pensante, rompe el vínculo con la
trascendencia y convierte la filosofía en geometría del espíritu. La teología
queda excluida como saber revelado, y la ciencia se convierte en extensión del
método deductivo. El resultado es una razón encerrada en sí misma, incapaz de
acoger el don del ser. El empirismo británico, al reducir el conocimiento a la
experiencia sensible, niega toda posibilidad de apertura metafísica. La
teología se vuelve superstición, y la filosofía se convierte en análisis de
percepciones. La ciencia, aunque florece en lo técnico, pierde su capacidad de
interrogar el sentido último de lo real. El idealismo alemán, en su intento por
reconciliar sujeto y objeto, termina absolutizando la conciencia. En Hegel, la
historia se convierte en despliegue del Espíritu, pero la gratuidad del don
queda subordinada a la necesidad dialéctica. La teología se transforma en
filosofía de la religión, y la ciencia en momento del saber absoluto. El positivismo,
con Comte y luego con el neopositivismo lógico, expulsa todo discurso que no
pueda ser verificado empíricamente. La filosofía se reduce a lenguaje, la
teología se declara sin sentido, y la ciencia se convierte en tecnociencia sin
alma. La confluencia se rompe por decreto metodológico.
El existencialismo, aunque
recupera la angustia y la finitud, no logra articular una metafísica del don,
porque piensa el ser desde la carencia, no desde la plenitud. La teología se
vuelve experiencia límite, y la ciencia permanece ajena al drama del ser. El estructuralismo
y el postestructuralismo, al disolver al sujeto en redes de signos y discursos,
niegan la posibilidad de una verdad que se revele como don. La filosofía se
convierte en crítica del lenguaje, la teología en construcción simbólica, y la
ciencia en sistema de poder.
Frente a todas estas
tendencias, mi pensamiento propone una superación del principio de inmanencia,
no por negación, sino por transfiguración. La filosofía debe abrirse al
misterio que la excede, la teología debe dialogar con la razón sin perder su
origen revelado, y la ciencia debe reconocer que la verdad no se agota en lo
verificable, sino que se ofrece como don que convoca a la comunión. Sólo en
esta confluencia —filosófica, teológica y científica— puede pensarse una
civilización que no se funda en el dominio, sino en la gratuidad. Y esa es la
tarea que esta obra asume: reconstruir el saber desde el amor que lo hace
posible.
No basta con afirmar, como
Max Scheler, que el puesto del hombre en el cosmos es espiritual, ni combatir,
como Horkheimer y Adorno, la función instrumental dentro de una racionalidad
dominadora. Tampoco es suficiente concebirlo, como Habermas, desde la
dialogicidad comunicativa, donde el entendimiento intersubjetivo se convierte
en el eje de la acción social. Estas perspectivas, aunque fecundas, se quedan
cortas ante la radical pregunta por el ser. La condición humana no puede ser
comprendida plenamente desde categorías funcionales, ni siquiera desde la
racionalidad discursiva. El ser del hombre no se agota en su capacidad de
representar, comunicar o dominar. Frente a estas aproximaciones, es necesario
señalar un punto de partida más originario y certero: el ser como donación,
como gratuidad, como amor que da la medida.
El ser como donación
implica que la existencia no es propiedad ni proyecto, sino recepción. El
hombre no se constituye por lo que produce, sino por lo que acoge. Esta idea
resuena en pensadores como Jean-Luc Marion, quien propone una fenomenología del
don, pero queda encerrado en un idealismo subjetivo; y en Byung-Chul Han,
cuando denuncia la erosión de lo gratuito en la sociedad del rendimiento, pero queda
limitado a una protesta mortecina. La gratuidad del ser desarma toda lógica de
intercambio. En Slavoj Žižek, incluso en su crítica al capitalismo y al goce,
se vislumbra la necesidad de una ruptura con el cálculo. Zygmunt Bauman, por su
parte, al hablar de la liquidez de los vínculos humanos, muestra cómo la
gratuidad ha sido sustituida por la utilidad.
Amore mensura —el amor como
medida— no es una consigna romántica, sino una ontología alternativa. El ser
humano se mide no por su eficacia ni por su racionalidad, sino por su capacidad
de amar, de abrirse al otro sin condiciones. Esta idea tiene ecos en Simone
Weil, en Emmanuel Levinas, y en el pensamiento cristiano más profundo, donde el
ser se revela como caridad. Así, más allá de la espiritualidad de Scheler, la
instrumentalidad de Adorno y Horkheimer, o la dialogicidad de Habermas, el
verdadero punto de partida para pensar al hombre en el cosmos es reconocer que
el ser se nos da, que no se posee, que no se negocia, que no se argumenta: se
acoge. Y en ese acogimiento, el hombre se descubre como criatura, como huésped
del ser, como respuesta libre a una llamada que lo precede.
La revolución digital ha
transformado radicalmente la experiencia humana, no sólo en sus prácticas
cotidianas, sino en su estructura ontológica más profunda. En medio de
algoritmos, pantallas y redes, el ser humano corre el riesgo de perderse a sí
mismo, reducido a función, perfil, dato. La cibercracia —ese poder invisible
que organiza la vida desde la lógica del control técnico— no sólo amenaza la
libertad, sino que erosiona la interioridad, coloniza el deseo y anula la
comunión. Frente a este escenario, la crítica ética y política resulta
necesaria, pero insuficiente. Lo que se requiere es una ontocrítica radical,
capaz de interrogar el fundamento mismo del ser en la era digital.
Aquí he propuesto que sólo
una teoética del don —una ética fundada en la gratuidad originaria del ser—
puede ofrecer una regulación profunda de la inteligencia artificial y de la
técnica en general. No se trata de aplicar protocolos, sino de reorientar la
tecnología desde una metafísica del amor, donde el ser humano no sea visto como
recurso, sino como misterio acogido. La racionalidad funcional, dominante en
los discursos contemporáneos, debe ser superada por una racionalidad
substancial, capaz de pensar desde la comunión, no desde la utilidad.
Los pensadores que han
denunciado los peligros de la era digital —Zuboff, Bridle, Carr, Coeckelbergh,
Floridi, entre otros— han ofrecido diagnósticos valiosos, pero no han logrado
trascender el principio de inmanencia que limita sus propuestas. Sin una
ontología relacional y sin una metafísica del don, toda ética digital será
reactiva, y toda regulación será superficial. Este capítulo concluye, entonces,
con una afirmación decisiva: la técnica no puede salvar al hombre si no se
subordina al amor que lo constituye. La inteligencia artificial, por poderosa
que sea, debe ser pensada desde el don, no desde el cálculo. Y sólo así podrá
la era digital convertirse en espacio de comunión, y no en escenario de
deshumanización. La tarea que se abre es civilizatoria: reconfigurar el mundo
técnico desde una ontología del don, donde el ser humano vuelva a ser lo que
nunca debió dejar de ser —un ser en relación, llamado a la plenitud por la
gratuidad que lo precede.
Si afirmamos que el ser es
don —que el fundamento de lo real no es la necesidad ni la causalidad, sino la
gratuidad— entonces no podemos pensar al ser humano sino como homo dāre
amōre: el que da por amor, el que existe no para conservarse, sino para expresarse
en comunión, en servicio, en misericordia, en entrega radical. Esta afirmación
no es una consigna ética ni una aspiración moral: es una consecuencia
ontológica. El corazón humano está hecho para salir de sí, para abrirse, para
ofrecerse. No encuentra plenitud en la posesión, sino en la donación.
Por eso, de la comprensión
del ser como don se deriva y va de la mano una antropología del homo dāre amōre.
No se trata de añadir una dimensión ética al pensamiento metafísico, sino de
reconocer que la estructura misma del ser humano es relacional, vocacional,
oblativa. El hombre no es individuo cerrado, ni sujeto autónomo, ni función
biológica: es respuesta libre al amor que lo llama, es ser en comunión, es
existencia ofrecida.
Esta antropología no niega
la razón, la libertad ni la corporeidad: las transfigura. La razón se convierte
en discernimiento amoroso, la libertad en capacidad de entrega, el cuerpo en
sacramento del vínculo. Homo dāre amōre no es un ideal, es la verdad profunda
del ser humano cuando se piensa desde el don. Y sólo desde esta verdad puede
construirse una civilización que no se funda en el poder, en el cálculo o en la
utilidad, sino en la gratuidad que da sentido a todo lo humano. Así, la
metafísica del don no sólo transforma la ontología: reconfigura la antropología,
y con ella, la ética, la política, la cultura y la técnica. Porque si el ser
humano es llamado a darse por amor, entonces toda estructura social debe
permitir, proteger y celebrar esa vocación. Y esa es la tarea que esta obra
asume: pensar al hombre no como problema, sino como don que se ofrece, amor que
se entrega, comunión que se realiza.
Hay una antropología del homo
dāre amōre —del ser humano como don que se entrega por amor— porque hay un onto
dāre amōre: una estructura del ser que no se define por la permanencia
ni por la posesión, sino por la donación amorosa. El ser no es una sustancia
cerrada ni una energía impersonal: es acto de entrega, es gratuidad que se
ofrece, es comunión que se abre. Esta ontología del don no es una construcción
poética ni una metáfora espiritual: es la forma más radical de pensar lo real,
como aquello que existe no para sí, sino para el otro, en el otro, con el otro.
Pero esta ontología del don no se sostiene en el vacío. Su fundamento último es
un Deus dāre amōre: un Dios que no domina, que no exige, que no
se impone, sino que se da, que ama sin condiciones, que crea por gratuidad, que
llama sin obligar. Este Dios no es el motor inmóvil de la metafísica clásica,
ni el garante moral de la ilustración, ni el símbolo del inconsciente
colectivo. Es el origen personal del ser como don, el corazón trinitario que
funda la comunión, el misterio eterno que da sin medida.
Desde este fundamento
teológico, se ilumina la ontología: el ser es don porque proviene de un Dios
que es donación. Y desde esta ontología, se ilumina la antropología: el hombre
es llamado a ser homo dāre amōre porque su ser participa de esa lógica
originaria. No se trata de imitar a Dios como modelo externo, sino de vivir
desde la estructura misma que nos constituye. El ser humano no está hecho para
acumular, ni para competir, ni para sobrevivir: está hecho para amar, para
servir, para entregarse.
Esta triple articulación —Deus
dāre amōre, onto dāre amōre, homo dāre amōre— configura una visión
integral del mundo, donde la teología, la ontología y la antropología se
entrelazan en una sinfonía de gratuidad. Es una visión que resiste al nihilismo,
que desarma el funcionalismo, que reencanta la técnica, y que restaura la
dignidad del ser humano como criatura llamada a la comunión.
Pensar desde aquí no es
sólo pensar bien: es pensar desde el amor que da la medida, desde el don que
funda el ser, desde la misericordia que sostiene el mundo. Y esa es la tarea
que esta obra asume: reconstruir el pensamiento desde la lógica del amor que se
da, para que el hombre vuelva a ser lo que está llamado a ser —homo dāre
amōre, imagen viviente del Dios que se dona.
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