miércoles, 4 de enero de 2012

FILOSOFÍA MITOCRÁTICA, ESCRITURA, DUALISMO Y EMANATISMO


LA FILOSOFÍA MITOCRÁTICA
Gustavo Flores Quelopana
Miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía

1 Filosofía mitocrática y escritura
El primer escrito que se conoce en la historia de la humanidad es la epopeya del Gilgamesh, poema de extraordinaria belleza escrita en caracteres cuneiformes sobre doce tablillas o cantos de arcilla, el texto no separa los versos, pero por el ritmo se calcula que pueden ser unos 3.500. Un tercio del material que se conserva se ha reconstruido a partir de fragmentos de versiones posteriores (c. 1500 a.C.) neoasirias, babilónicas e hititas. Este poema heroico recibe el nombre de su héroe, Gilgamesh, un despótico rey de Babilonia, pero los dioses escuchan las oraciones de los oprimidos ciudadanos de Uruk y envían a un hombre salvaje y brutal, Enkidu, que reta a Gilgamesh a una lucha sin tregua. Consumada la beligerancia, sin que ninguno resulte victorioso, Gilgamesh y Enkidu se hacen grandes amigos, juntos emprenden viajes y comparten numerosas aventuras. Cuando regresan a Uruk, Astarté, diosa protectora de la ciudad, proclama su amor por Gilgamesh. Éste la rechaza y la diosa envía al Toro del Cielo para destruir la ciudad. Gilgamesh y Enkidu dan muerte al toro, los dioses como castigo condenan a muerte a Enkidu por participar en esta hazaña. Tras su muerte, Gilgamesh recurre al sabio Utnapishtim, prototipo del filósofo mitocrático, para descubrir el secreto de la inmortalidad. El sabio le cuenta la historia de una gran inundación, desastre ocurrido en el año 10 mil a. C. según las novísimas investigaciones arqueológicas, cuyos pormenores son tan parejos a los ulteriores relatos bíblicos sobre el diluvio universal que han estimulado el interés de los expertos. Utnapishtim revela a Gilgamesh la planta de la eterna juventud, que se encuentra en las profundidades del mar. Gilgamesh se sumerge y encuentra la planta, pero una sierpe se la roba en el camino de regreso y el héroe, afligido, regresa a Uruk para terminar sus días. Se atribuye que este bello poema a los sumerios de Mesopotamia fue escrito con caracteres ideográficos y es anterior al 3000 a.C. pero en él está presente el principio de transferencia fonética, pudiéndose rastrear la historia hasta averiguar cómo lo ideográfico se convirtió en escritura ideosilábica. En el caso de los egipcios se conocen escritos que proceden de unos cien años después y también testimonian el principio de transferencia fonética. Puede que la evolución de la escritura egipcia respondiera al estímulo de la sumeria. Casi a la vez, se desarrolló la llamada escritura protoelamita, todavía no descifrada y sólo se puede decir que es ideosilábica y el número de signos que tenía. Después, surgieron también sistemas ideosilábicos en el Egeo, el valle del Indo, China, Mesoamérica y América. En la última mitad del segundo milenio antes de Cristo los pueblos semíticos que vivían en Siria y Palestina tomaron el silabario egipcio bajo la forma más sencilla y reducida o los signos de consonante más cualquier vocal, y abandonaron sus ideogramas y silabario complejo. Este nuevo silabario estaba usualmente hecho, porque los egipcios nunca escribieron vocales. El primer documento de escritura semialfabética se ha encontrado en los rótulos conocidos por protosinaíticas, que están fechadas en torno al 1500 a.C. Otro sistema de escritura parecido data del 1300 a.C., y se ha encontrado en la costa norte de la actual Siria, en Ugarit, pero en este caso los caracteres de la escritura eran unas cuñas como las de la escritura cuneiforme de Mesopotamia. En toda la zona se escribía de forma parecida y fueron los griegos quienes tomaron su escritura de los fenicios, dieron el último paso separando vocales de consonantes y las escribieron por separado; así se llegó a la escritura alfabética en torno al 800 a.C.
Para Eric A. Havelock el paso de la oralidad a la escritura en la cultura griega a partir del 700 a. C. hizo posible dos cosas: la superación de la mentalidad homérica, con su lenguaje coloquial que no tenía un margen muy amplio de ideas, y el surgimiento de la filosofía, cuando el pensamiento conceptual adquirió fluidez y su vocabulario se normalizó. Havelock tiene razón al mostrar que el tránsito de la oralidad a la escritura hizo posible un nuevo tipo de pensamiento analítico, reflexivo, tecnológico y científico. En cambio, se equivoca cuando sostiene que hizo posible la filosofía misma. En realidad, lo que surgió fue la filosofía conceptual y logocrática, mientras que no admite que la filosofía mitocrática ya existía en todas las grandes culturas orientales. La filosofía mitocrática no surge sobre la base de la escritura fonética, sino de otras formas de escritura (ideográfica, ideosilábica sin vocales) y sobre todo de la oralidad. Cuando se utilizan signos que representan sonidos, entonces se superan las limitaciones de la escritura ideográfica, en sílabas se pueden escribir todas las palabras que no era posible representar con la escritura ideográfica. Además, cuando se añaden los signos silábicos a las raíces, es posible representar morfemas o las terminaciones de caso o las de la conjugación verbal. Pero el principio de transferencia fonética no rige la escritura que está detrás de la filosofía mitocrática, que es sobre todo de carácter oral. Los primeros sistemas de escritura son de carácter pictográfico, ideográfico o una combinación de ambos. Entre éstos están la escritura cuneiforme de los babilonios y los asirios, la escritura jeroglífica de los egipcios, los símbolos de la escritura china, japonesa y los pictogramas de los mayas. Lo que diferencia a estos sistemas de un alfabeto es que en éstos el signo deja de representar un objeto o una idea y pasa a representar un sonido (escritura fonética). Normalmente, el sonido que representa es el del sonido inicial de la palabra hablada indicada por el pictograma original. Las inscripciones jeroglíficas egipcias contienen dos clases de símbolos: los ideogramas, que  representan el objeto concreto que se graba o algo muy relacionado con él, y los fonogramas, por ejemplo, la figura de un sol puede significar 'sol' o 'día'; los fonogramas o símbolos fonéticos se emplean únicamente por su valor fonético y no tienen otra relación con la palabra que representa. El egiptólogo francés Champollion culminó su trabajo, iniciado en 1821, descubriendo que los dos tipos de escritura egipcia eran representaciones fonéticas. Los mayas contaron con los códices, jeroglifos complejos escritos sobre hojas de papel hechas de ortigas, los Chibchas tenían ideogramas, escritura en forma romboidal que estiliza la rana y el mono, los mochicas registraron mensajes en los pallares, y los incas documentaron sus acontecimientos en quipus y tocapus. En la gramática del Padre Lugo se encuentra la palabra chibcha  ioquezecubunsuca con el significado de leer. Descomponiéndola tenemos: Ioque  significa pergamino, ze  es el pronombre de la primera persona en singular antepuesto a los verbos de acción terminados en suca, mientras cubun significa lenguaje. Por consiguiente, la traducción literal de ioquezecubunsuca  es: yo hablo en pergamino, es decir, escribo. La escritura ideográfica y jeroglífica, que ya es escritura analítica, de las culturas del neolítico superior, fue el vehículo mitocrático de los filósofos indianos. En el quechua tenemos una historia más compleja. Es un idioma aglutinante y flexible, sin pronombres y artículos, en la actualidad muchas palabras están en desuso, el indio del presente ni siquiera habla bien el quechua, sin escritura fonética se carece de control y precisión, el quechua de una región a otra varía en su alfabeto, así el cuzqueño tiene 23 letras mientras el chanca sólo 20, todo lo cual impide formular un alfabeto quechua único. Es un idioma que da la impresión de estar en proceso de desintegración. Sobre el idioma quechua en el tiempo de los incas es posible afirmar que el panorama idiomático estaba ordenado, su característica oral predominaba en el runa común pero en la élite existía una escritura representativa singular que no era obstáculo para el desarrollo de conocimientos abstractos y especulativos. Esta opinión puede establecerse sobre la base de los estudios de Raúl Porras Barrenechea, con su arte eximio de reconstruir tiempos idos, en su trabajo Quipu y quilcas divulgado desde 1945, aporte verdaderamente sensacional a tan debatida materia, donde afirma la existencia de escritura en los incas como una civilización superior; y de Larco Hoyle, con su rigurosidad científica, en su estudio Los Mochicas de 1939, que insistió en un sistema de escritura sobre pallares. A Hoyle lo siguió más tarde Emilio Harth-Terré, con su  acuciosidad  investigadora  y  analítica,  con  su  estudio  El vocabulario estético de los Mochicas de 1976. Estos investigadores fueron más allá de los trabajos de Carlos Radicati quien, en su obra Introducción al estudio de los quipus,, se limitaba a una interpretación contable de los mismos. Luis E. Valcárcel en su Historia del Perú divulgó la existencia de una tela conservada en el Museo del Cusco con 88 asociaciones diferentes que presumió que fuese un alfabeto fonético. Al respecto el testimonio de los cronistas es contradictorio. Suelen afirmar que no tenían escritura pero al mismo tiempo sostienen que escribían con nudos no sólo cuentas numéricas, sino también podían relatar acontecimientos. Esta ambigüedad se presenta en Hernando Pizarro. Cieza de León, Gutiérrez de Santa Clara, Polo de Ondegardo, Fray Domingo de Santo Tomás, Gonzales Holguín, Pedro Sarmiento de Gamboa, José de Acosta, el Inca Garcilaso, Guamán Poma, Bernabé Cobo, Martín de Murúa, Calancha y Fernando de Montesinos. Por lo demás, ya se ha demostrado hasta la saciedad que en el Perú antiguo se pasó por todas las etapas evolutivas de la escritura: la escritura sintético-ideográfica -pinturas rupestres, litografías y geoglifos- y la escritura analítica, -jeroglifos de tocapus y de los quipus probablemente fonéticos-.
Los primeros diccionarios de Fray Domingo de Santo Tomás de 1560 y de Gonzáles Holguín de 1680 registran la palabra quillca o quellca como sinónimo de carta, libro, documento escrito; la palabra quillcanigui o quellacani como significando escritura, acto de escribir; quillcamayoc o quellacayachak como el que sabe escribir. Pedro Sarmiento de Gamboa junto con otros cronistas nos dice que los incas establecieron dos sistemas de comunicación, a saber, los quipus y las quilcas. Cabello de Balboa cuenta que Huayna Cápac expresó su última voluntad dibujando en un palo rayas de distintos colores, y Guamán Poma nos dice que su interpretación estaba limitada a un grupo selecto de doctores expertos en su desciframiento. El clérigo Fernando de Montesinos afirmó en sus escritos que “la escritura había sido conocida por los amautas de una dinastía anterior a los incas, perdiéndose a consecuencia de grandes conmociones sociales…dando cabida entonces sólo al uso de los Quipus”. Estas tesis fueron examinadas y admitidas como probables por los historiadores Rivero y Tschudi, quienes plantearon que la escritura más antigua de los incas consistía en una de caracteres jeroglíficos. Y Porras cita la crónica de Montesinos donde se relata que en la época del gran sabio y astrólogo Toca Corca Apo Capac, cuadragésimo inca, existía en el Cuzco una Universidad donde había caracteres en hojas de pergamino, pero en la época del gran rey Titu Yupanqui Pachacuti, sexagésimo rey peruano, llegaron al Perú gentes ferocísimas por los Andes como por el Brasil, que hicieron grandes guerras y con ellas se perdieron las letras. Titu Yupanqui fue derrotado. Cuatrocientos años más tarde el inca Túpac Cauri Pachacuti consultó al dios Illitici Viracocha si convenía establecer las letras, pero el oráculo reveló que la causa de las desgracias que habían asolado el imperio fueron las letras, por tanto la recomendación fue que nadie las usase ni resucitase, dado que su uso haría más daño. Se mandó entonces que nadie tratase con letras de pergamino, un sabio amauta que revivió los signos fue quemado vivo, y se implantó en Pacaritambo la enseñanza a los nobles de una escritura reemplazante llamada quipus. Si se confirma la antigüedad del quipu de Caral encontrado por la doctora Ruth Shady, entonces tendríamos que éste no fue un invento de los incas sino mucho más antiguo y milenario, al cual los incas recurrieron para no quedarse sin letras. Los informantes que llevaron detalles de todo el imperio incaico para el Virrey Toledo registraron que los generales de Atahualpa quemaron los grandes Archivos del Cusco, dispuestos desde los tiempos de Pachacuti Inca Yupanqui, y que cincuenta años de conquista, 1583, hasta los extirpadores de idolatrías terminaron por quemar los quipus que quedaban en las huacas provinciales por considerarlos hechicería. Porras señala que Sarmiento de Gamboa, Fernando de Montesinos, el Padre Acosta, Cristóbal de Molina y Bernabé Cobo comentan sobre la existencia del Puquin Cancha o gran biblioteca donde se guardaban tablas escritas guarnecidas de oro que contaban las antigüedades, origen y cosas notables acaecidas en el pasado de estos reinos y donde ingresaba sólo el inca y los historiadores autorizados por él. El idioma representativo con escritura jeroglífica de la China imperial hasta el día de hoy, por ejemplo, no fue obstáculo para el surgimiento filosófico taoista, confuciano y maoísta. No vemos, por tanto, el obstáculo para que un idioma sin probable escritura alfabética, como el quechua, hiciese posible la especulación filosófica. Uno de los últimos intentos notables de desciframiento de los quipus ha sido presentado por el peruanista inglés Williams Burns, según el cual los quipus suponen un alfabeto de 10 grafías, sin vocales, que relacionan letras con numerales, son trazos geométricos abreviados, escritos en recuadros, con valor fonético. Con tan sólo 10 letras se puede escribir cualquier pensamiento. Lo cual guarda un asombroso parecido morfo-sintáctico con la gramática japonesa. Todo lo cual hace crecer la convicción que la existencia de la escritura prehispánica fue negada por los conquistadores para facilitar la dominación de un gran pueblo civilizado. La tarea actual de reconstruirlo en su unidad va más allá de la labor etnolingüística y arqueológica, exigiendo creatividad moderna y un desarrollo irreconocible con su pasado. Pero en el tiempo de los incas el panorama era completamente diferente, el idioma estaba ordenado, su característica oral y posiblemente representativa no era obstáculo para el desarrollo de conocimientos abstractos y especulativos. No vemos, por tanto, obstáculos para que un idioma con escritura probablemente fonética como el quechua, hiciese posible la especulación filosófica en su versión mitocrática. Y el simple hecho de que no poseyeran un término similar no significa que esta actividad del pensamiento y existencia humana estuviese ausente entre ellos. Ni siquiera era indispensable que la especulación filosófica en el mundo incaico reprodujera su separación occidental respecto a la religión, ni sus características como discursiva, racional y explicativa. Al pensamiento prehispánico no nos podemos acercar como científicos, tratando de probar cada afirmación que hacemos, sino como pensadores. En este sentido, es posible advertir que el debate sobre la posibilidad de una filosofía prehispánica se ha venido desenvolviendo alrededor de un doble error basado en dicotomías esquemáticas. Primer error: no considerar el nexo entre mito y filosofía. Esto conduce, por un lado, a oponer la filosofía al mito, propio del eurocentrismo que defiende su origen griego y naturaleza conceptual, y a identificar, por otro, la filosofía al mito, propio del nativismo que acoge su origen mitológico y naturaleza cosmogónica-preconceptual. Pero la filosofía ni se opone ni se identifica con el mito, porque surge de éste como filosofía mitológica y luego se emancipa como filosofía conceptual con el descubrimiento de lo universal. Es decir, la filosofía antes de constituirse como ordenadora de conceptos se instituye previamente en comprensión mitológica de la existencia real de la humanidad. El cosmos mítico es legítima reflexión filosófica con categorías preconceptuales, porque su inteligibilidad radical reside en el establecimiento del principio de una realidad ejemplar que la conducta humana debe repetir. Pero el cosmos categorial es la siguiente etapa de la reflexión filosófica, con categorías conceptuales, donde la inteligibilidad radical se define como emancipación de la conciencia intelectual. Esta correlación entre mito y filosofía consiente superar tanto la disquisición   conceptolátrica del  eurocentrismo  como  la definición mitolátrica del nativismo. Si una peca por omisión, por desatender la fase mitológica de la filosofía, la  otra  peca por defecto, por negar la  fase abstractiva en la filosofía prehispánica. Este es el principal vicio del novísimo enfoque intercultural de la filosofía andina, porque al definir la filosofía como experiencia vivencial o inculturada identifica lo filosófico sólo con lo preconceptual, la cosmovisión y lo ritual, descuidando su presentación también como ordenador de abstracciones. Un estudio intercultural que descuida el reconocimiento de la conciencia mítica como parte legítima del logos humano, lo que en realidad hace es un flaco favor al mito para favorecer la dictadura racionalista que monopoliza la ratio, como la única manifestación legítima del logos. Describir la filosofía andina como weltanschaunng, puede ser el reconocimiento del mito como uno de los modos del ser del logos, pero no es aun el reconocimiento de la categoría de filosófico al logos mítico. Por ello, no supera la crítica eurocéntrica, repitiendo al unísono que en lo prehispánico nunca se salió de lo mítico religioso. He aquí el segundo error, no indagar la superación de lo mítico religioso y no iluminar el nacimiento de la conciencia intelectual en el seno de lo prehispánico. Que en el Perú antiguo no sólo existió conciencia intelectual, aunque subsumida bajo la filosofía mítica, se avanzó hacia la filosofía intelectual, aunque esto no haya significado una ruptura con el logos mítico, o mejor dicho los desarrollos intelectuales y la formulación de los conceptos estaban en función de la lógica del mito. Esto lo demuestran los amautas, a quienes el Inca Garcilaso llama filósofos, pero sobre todo también lo demuestran la domesticación racional del tiempo y del espacio, ejemplificado en los grandiosos logros culturales, como testimonio de la presencia de un mundo inteligible donde prima lo verdadero sobre lo real y el mundo se presenta como objeto ante el espíritu. Esta formulación intelectual del mito estaba a cargo del mitógrafo y no del mitólogo, el primero medita y recibe la revelación de los dioses, mientras el segundo conserva y trasmite la tradición mítica. Por tanto, aquí no se trata del triunfo de la razón y esto se manifiesta también en el propio significado metafórico de Pachacamac como vivificador del mundo. Si Occidente está expresado por una filosofía de la Gnosis, los Andes están simbolizados por una filosofía del Camac, como principio animador de Pacha.
2 Los Sabios filósofos
Los sabios mitocráticos eran a la vez místicos, religiosos y contemplativos, y en este sentido opuestos a los sabios racionalistas, conceptualizadores y críticos de la religión, de la tradición occidental. En la tradición brahmánica reflejan la huella de los Upanishads, en la tradición taoísta fulgura el panteísmo, en la usanza andina irradian el mito arquetípico del dios ordenador. El rehabilitado genio histórico del Inca Garcilaso de la Vega, tan tachado de inexacto y novelesco por la excomunión de doctos eruditos, es una fuente privilegiada para estudiar el tema de la filosofía en el Perú Antiguo. También tenemos a Martín de Murúa y Guamán Poma de Ayala. En verdad, los primeros en sostener la existencia de filosofía y de filósofos en el Antiguo Perú fueron el Inca Garcilaso de la Vega y los cronistas Martín de Murúa y Guamán Poma de Ayala a comienzos del siglo XVII. Tanto Garcilaso en Los Comentarios Reales de 1609 habla de los “amautas filósofos”, como Murúa en la Historia del origen y genealogía de los Reyes Incas del Perú de 1613 menciona a los “filósofos adivinos o Guacácue” y hace lo mismo Guamán Poma en La Nueva Crónica y buen gobierno de 1613, mencionando al sabio amauta Juan Yunpa. Obviamente que el tono argumentativo en todos ellos es enormemente diferente; mientras en Garcilaso la asociación entre “amautas incas” y “filósofos” persigue demostrar la existencia de la razón entre los incas civilizadores, en cambio Murúa se limita a la simple constatación descriptiva sin mayores avances teorizantes; y por su parte, Guamán Poma presenta al filósofo Juan Yunpa en medio de un plan de gobierno indígena, que señala a los españoles como raza corrupta, no cree en los incas sino en el mundo indígena. El telón de fondo de estas obras precursoras habían sido los 65 años que duró la Conquista de las Indias –de 1492 a 1557- a través del genocidio, la esclavitud y la servidumbre brutal que acabó con reinos y millares de vidas, aunque los especialistas opinan con razón que la dramática crisis poblacional ocurrida en el siglo XVI tuvo por causa fundamental la implantación de nuevas relaciones económicas que echaron por tierra todo el ancestral edificio socio-político-ideológico basado en relaciones de reciprocidad y redistribución, colapso que provocaría en un alma caritativa como Bartolomé de las Casas el horror y la desesperación que lo llevaría hasta el propio emperador Fernando el Católico y luego ante Carlos V para defender la causa de los indios. Cuando Carlos V dispone que el fraile dominico discuta sus teorías ante Ginés de Sepúlveda en el Consejo de Indias en 1550-51, polémica que concluye con el triunfo de éste último, se inaugura el debate entre los esclavistas, favorables a la teoría de la servidumbre natural de los indios, y los antiesclavistas, favorables a la teoría de la igualdad cristiana. Pero  en realidad, es el Inca Garcilaso el verdadero patriarca indiscutible de nuestra historia precolombina, quien llevó en sí el mundo incaico y el mundo europeo a la vez, es el primero que relaciona de manera sistemática a los amautas con la filosofía, su educación literaria, humanística y filosófica europea, lo pone en inmejorables condiciones para contrastar la realidad andina con la del Viejo Mundo, como clérigo posee los conocimientos necesarios para dilucidar materias escabrosas y complejas como lo concerniente a la religión de sus ancestros y, finalmente, con la traducción de la obra cumbre del neoplatonismo renacentista Los Diálogos de amor de León Hebreo, Esta traducción, reputada hasta hoy como la mejor, lo pone en inmejorables condiciones para dar una opinión autorizada sobre la filosofía de los amautas. Como dice José de la Riva Agüero en su Encomio del Inca Garcilaso: “con estos viajes y comunicaciones de su vivaz adolescencia, fue allegando sus impresiones auténticas y directas sobre el territorio y las leyendas del Perú, que animaron en la edad adulta sus palpitantes Comentarios reales”. Garcilaso tiene plena razón contra Cieza cuando muestra el orden y rumbo civilizador de las conquistas incaicas. Lo que sucede es que él no fue un frío y mediocre amontonador de datos y así como Raimondi falló a favor de su exactitud geográfica, del mismo modo la moderna investigación confirma su exactitud histórica. Ha sido acusado de soñador, iluso, caprichoso y novelesco, por no traernos una imagen truculenta, bárbara y primitiva como Cobo, o un fresco lejano, indiferente y frío como Sarmiento de Gamboa. Ha sido calumniado como Tácito, Salustio, Tito Livio, Renan, Michelet, Taine y Mommsen de efectuar contradictorias reconstrucciones históricas. Nada más injusto con el escritor peruano antiguo más clásico y ponderado. Garcilaso no es inexacto, lo que sucede es que se trata de un historiador con alma de poeta cuyos grandes aciertos son las verdades generales y lo pequeños yerros son los detalles menudos. Su avasallador amor a la tierra no impide al lector hacerse la idea de que el imperio incaico no era un paraíso comunista, pacífico o igualitario, sino un despotismo teocrático gerontocrático y militarista, que inculcó amor al trabajó y la ética social.
Sobre la sabiduría de los Incas se dedica en la primera parte de los Comentarios reales los ocho capítulos últimos del libro segundo; allí habla de las ciencias que los incas alcanzaron primero en la astrología, la medicina, la filosofía natural, luego la geometría, la geografía, la aritmética y la música, por último sobre la filosofía moral e instrumentos técnicos. No obstante a lo largo de toda la obra el Inca Garcilaso repite la fórmula sobre los “amautas que fueron filósofos”. ¿Por qué llamó a los amautas “filósofos”? ¿Qué vio en ellos para que les aplicase tal término nacido en la cultura occidental? ¿Cuál fue su comprensión de la filosofía para que una mentalidad como la suya conocedora del neoplatonismo renacentista y de la tradición filosófico-teológica occidental llamase a los amautas “filósofos”? No se puede olvidar que el joven mestizo no cesó de visitar a su madre y parientes incaicos y prosiguió solazándose en el trato con los orejones y demás indios principales. En primer lugar, en las inimitables páginas de sus Comentarios, henchidas de aguda observación y desbordante fuerza plástica, leemos que entre los Incas “hubo hombres de buenos ingenios”, esto es, de mucha inteligencia y raciocinio. Y luego añade, que los amautas “filosofaron cosas sutiles”. Lo que equivale a afirmar que expresaron razonamientos agudos, perspicaces y finos sobre realidades naturales y sobrenaturales. Su argucia y penetración era cosa admirable y tenida en la mayor estima por el Emperador mismo y en todo el imperio. Pensaron cosas sutiles “como muchas que en su república platicaron”. Esto significa que estos profundos razonadores quechuas tuvieron como uno de los modos privilegiados de expresión filosófica al diálogo y la meditación mística. Los amautas eran filósofos por reflexionar sutil e iniciáticamente sobre realidades sublimes, su diálogo era con las divinidades, su gran inteligencia y raciocinio se explayó en el diálogo y meditación, disponían de quipus, tocapus y edificaciones dispuestas de modo tal, que servían para registrar sus descubrimientos y pensamientos. Asumían sus conocimientos como dones sapienciales de orden sobrenatural, los mismos que les permitían acceder a verdades divinas. Estos hombres sabios, perspicaces e ingeniosos, desfilaron individualmente desapercibidos porque eran vehículos de la divinidad, medios de transmisión de una ciencia espiritual, en el que no cabía el destaque de su propia personalidad. Sus complicados cálculos calendáricos y astronómicos no llegaron a constituir una ciencia experimental porque el espiritualismo de las sociedades arcaicas se encuentra íntimamente asociado a la religión, al mito, la teleología y la escatología. Algo semejante a lo que el teósofo alemán Rudolf Steiner llamó “clarividencia astral”. forma de iluminación recibida de la divinidad y que le permite permanecer unida a ella. Dicha clarividencia astral se adquiriría a través de alucinógenos, ofrendas, ritos, ejercicios de concentración y meditación. En la cultura andina-amazónica existe desde muy antiguo y anterior a los incas una larga tradición de uso de alucinógenos, como el peyote, la coca, la ayahuasca y el San Pedro,  para acceder al mundo de los dioses, obtener profecías y realizar rituales oraculares. En nuestro tiempo, esta mezcla de religión, ciencia y filosofía en una especie de sabiduría divina se llama teosofía, siendo sus autores más caracterizados Mme. Blavatsky y Annie Besant. Lejos de confundir el contenido de la teosofía con la filosofía mitocrática de los amautas y los sabios prehispánicos, sin embargo, ésta puede servir para brindar luces a través de su línea esencial: la filosofía esotérica del mundo antiguo. Buda, Confucio, Zoroastro, Manú, Pitágoras, Platón, Siva, Visnú, gnósticos, neoplatónicos, místicos, Agripa, Boheme, Paracelso, Bruno, Grosseteste, Schelling y Baader manifestaron apelar al depósito original de la verdad divina. En la literatura medieval el término “teósofo” tiene el sentido de “autor inspirado por Dios”. Un tema conexo a esto lo representa lo que hoy llamamos fenómenos paranormales. No es casual que sumerios, egipcios, chinos, hindúes, aztecas, mayas, chibchas, mochicas e incas creyeran en la continuación de la vida después de la muerte, vida y muerte eran vistas como momentos de la existencia que pervive y según Cieza de León  los andinos creían en un Paraíso y en un Infierno. La creencia básica en el trasmundo y la vida más allá de la muerte fue fortalecida indudablemente por fenómenos parapsicológicos, que si son tan comunes entre la moderna sociedad tecnológica y desacralizada, no es difícil imaginar su presencia y enorme impacto en las sociedades arcaicas. Bergson, James y Marcel son algunos de los filósofos que se interesaron vivamente en su estudio. Lo cierto es que fenómenos de psicovisión, mediumnismo, materializaciones, telepatía, precognición, clarividencia, bilocación, fantasmas, profecías, levitación, hipertermia, estigmas, psicografías, etc, que trascienden el tiempo y el espacio avalaría la visión trascendente, arquetípica y primordial del hombre premoderno, se constituiría en un soporte de su fe y revelaría de modo espontáneo la certeza de un cosmos regenerador. La enorme importancia que tiene lo paranormal en la comprensión idónea de la humanidad mitocrática sólo puede ser resaltada en la medida en que se comprenda que éste no es un mero elemento mágico propio de una mentalidad mítica, sino que se manifiesta permanentemente en la historia de todos los tiempos, trascendiendo el actual  mundo racionalista, y mostrando la existencia de una realidad misteriosa más allá del tiempo y espacio común. Junto a la importancia de los alucinógenos y lo paranormal en las culturas prehistóricas y arcaicas, está el ejercicio de la brujería o manipulación de un poder sobrenatural con un propósito perverso. En tiempos prehistóricos la figura del hechicero –como muestra una famosa pintura mural en una caverna francesa- tenía el papel más benigno de propiciar los poderes favorables de las divinidades, pero en tiempos históricos fue vista como la supervivencia del paganismo clásico de las religiones politeístas, que supone un pacto con los poderes personificados del mal.
Esta forma arquetípica de pensar, recibiendo la inspiración divina, conversando con los dioses, y también registrando en quipus, tocapus y edificaciones sagradas, como lo hacían los orejones en el Cusco, preguntando y respondiendo entre personas unidas por el mismo interés de investigación, fue común no sólo entre ellos sino también para buena parte del pensamiento antiguo hasta Aristóteles. El diálogo fue un género privilegiado por entonces de la reflexión filosófica. Recordemos que el divino Platón tenía desconfianza hacia los discursos escritos, por cuanto no hay respuestas ni interrogaciones de parte de interlocutor alguno. Su maestro Sócrates fue el paradigma de este modo dialogado de reflexionar, jamás escribió nada y toda su energía se concentró en conversar con discípulos y amigos. Havelock insiste en la tesis de que la filosofía surge cuando se pasa de la oralidad a la escritura, lo cual equivale a desconocer otras formas de filosofar. Sócrates diariamente desarrollaba oralmente sus ideas y conceptos sin necesidad de recurrir a la escritura, él es un caso palmario de que los conceptos filosóficos pueden encontrar libre cauce meramente dialogando sin hacer uso del escribir y que los pueblos orales no occidentales de alta cultura fueron grandes dialogadores, que concibieron ideas filosóficas sin necesidad de fijarlo en escritura alguna y en conceptos de la ratio, les bastó las metáforas y los símbolos del logos participativo. Pero la práctica del diálogo implica una importancia normativa eminente, la cual radica en que exige el principio de tolerancia filosófica y religiosa, un reconocimiento de una igual legitimidad y de una buena voluntad de entender otras razones. Hay quienes piensan que esta normatividad requiere la presencia de un sistema político democrático, y que por consiguiente la filosofía demanda de ésta para prosperar. Pero en realidad esta normatividad no pide hacer referencia al empleo actual de democracia, ni a su sentido en la Atenas clásica, porque es perfectamente posible en diversos sistemas de gobierno, y más aun en el teocrático incaico basado en el ideal de la virtud y comunicación con los dioses. Por lo que no caben hacer referencias ambivalentes sobre el supuesto enlace entre filosofía y democracia. Más bien, lo que aquí destaca es que el ejercicio  dialogado del pensamiento profundo no requiere de la escritura y justamente los Incas, como dice el mestizo, “no tuvieron letras” pero tuvieron filósofos. En segundo lugar, Garcilaso como casi rememorando la ocasión que tuvo al conocer las momias de cinco de los monarcas incas antes de dejar su ciudad natal, habla de estos amautas que filosofaron cuando aborda la astrología, la filosofía moral, la filosofía natural,  el  pronóstico  de eclipses de sol y de luna, medicina, teología, geometría, aritmética y música. Todo lo cual describe, como cuando tocó la mano rígida de la momia de Huayna Cápac, nítidamente un tipo de forma humana en la cual se encarna el saber filosófico, no se trata del filósofo conceptual sino del filósofo mitocrático, el cual combina la orientación estrictamente teórica y contemplativa con la orientación predominantemente práctica. Garcilaso en la flor de su mocedad gustó mucho de arreos caballerescos y castellanos, hasta que la muerte de su padre lo vino a sacar de tan alegre existencia y a confrontar su realidad de mestizo perulero. Lo que lo hizo mirar más hondamente en sus raíces maternas incaicas. Esta circunstancia contribuyó a que se esforzara por reconstruir incluso la sabiduría de los amautas.
En el primer caso tenemos la sabiduría, mientras que en el segundo tenemos una sabiduría entre otras. Esta alusión está comprendida cuando Garcilaso se refiere a ciertos versos hechos por “los Incas poetas (quienes) los compusieron filosofando las causas segundas”. Y cuando refiere: “La filosofía moral  alcanzaron bien, y en práctica la dejaron escrita en sus leyes, vida y costumbres”, y luego remarca “sólo en filosofía moral se extremaron”. Garcilaso en 1561 de Sevilla pasó a Montilla y luego a Extremadura para conocer a su familia. De todos sus parientes el que le tomó más cariño fue su tío carnal el Capitán D. Alonso de Vargas. Este caballero sirvió a Carlos V por treinta y ocho años en los tercios españoles en Alemania. Pero lo más interesante es que el tío de Garcilaso fue muy amigo del Maestre de Campo Alonso de Vives, hermano del insigne filósofo español Juan Luis Vives. Eran todavía los años juveniles de Garcilaso, cuando aun no se proyectaba como escritor y se encaminaba lleno de ilusiones a la Corte de Madrid, donde trató directamente a los más famosos indianos y peruleros, como Fray Bartolomé de las Casas, Hernando Pizarro, D. Cristóbal Vaca de Castro, el revoltoso clérigo de Baltasar de Loayza, entre otros. Volviendo al tema es posible decir, que nuestro indiano distingue entre incas amautas que filosofaron sobre las causas primeras, en el sentido de saber contemplativo o divino, y los incas amautas que filosofaron sobre las causas segundas, en el sentido del saber práctico. Indudablemente que en sus reflexiones de hombre provecto, ya bastante lejos de sus desengaños cortesanos, asociaría la figura de los amautas como la de Juan Luis Vives en el grupo de saber contemplativo. Ya lejos de su primera mocedad, muy adepta a los libros de caballerías, en 1579 se opera una profunda transformación de su ánimo que lo inclina hacia el estudio y las letras. Todavía bajo el nombre de Gómez Suárez de Figueroa se enfervoriza su devoción por las más graves disciplinas históricas y filosóficas. Su devoción por la meditación lo hizo despedirse de sus ambiciones bélicas y profanas y abrazar el estado eclesiástico, aunque se desconoce la fecha en que da ese paso y si llegó a recibir las órdenes mayores.  Esto nos estimula a pensar que bajo el erudito y políglota  padre  Fray  Agustín de Herrera, el jesuita Jerónimo de Prado y el agustino Fray Fernando de Zárate, sus principales consultores literarios, Garcilaso pudo extraer los criterios adecuados para arribar hacia conclusiones sobre los amautas-filósofos, como sabios que abarcaban tanto el saber divino como el práctico, que sobre el saber divino barruntaban sobre las causas primeras que dios puso en las cosas, sobre el saber práctico lo hacían ocupándose de las causas segundas En consecuencia, el saber intelectual era sólo una de las notas esenciales de la sabiduría del sabio amauta. Hasta aquí que los amautas eran hombres prudentes, reflexivos y juiciosos, no buscaban el sobresalir de su personalidad, cuyo pensamiento sutil se desarrolló a través del diálogo oral, no requiriendo de escritura ni del logos conceptual, cuando no de la experiencia para desarrollar una sabiduría teórica y a la vez práctica, tanto sobre las causas primeras como de las causas segundas de las cosas. En tercer lugar, cuando Garcilaso expone el conocimiento médico y medicinal añade una apreciación aparentemente desconcertante, pero muy significativa:”supieron mucho menos, y mucho menos de teología, porque no supieron levantar el entendimiento a cosas invisibles. Toda la teología de los Incas se encerró en el nombre de Pachacamac”. Cuando el Inca Garcilaso hace estas descripciones era el único reputado representante peruano de la ontología neoplatónica. No hay que duda que sus apreciaciones están tamizadas por la honda impresión y aceptación de un sistema de idealismo sincrético como el de León Hebreo. Esta párrafo aparentemente lapidario para la religión incaica, del que se prendieron sus detractores para acusarlo de no haber comprendido la religión de sus ancestros, no es congruente con la exposición que el Inca ha venido haciendo sobre la religión y la cultura incaica. Nos habló del pensamiento sutil de los amautas, su extraordinaria memoria, gran capacidad de aprendizaje y agilidad de ideación, elogió sus matemáticas, astronomía y poesía, habló de sus buenos ingenios, del rastreo del verdadero Dios Nuestro Señor, de su avizoramiento de la inmortalidad del alma y del cuerpo, de su envidiable régimen social, entre otras cosas más. Pero en estos capítulos sobre la ciencia incaica mantiene un tono de constante comparación con lo alcanzado en Europa y sólo en este sentido puede entenderse el párrafo citado, confrontándolo con el deslumbrante desarrollo de la teología cristiana conocida, por ser él un hombre de letras y de hábito religioso. No obstante, se trata innegablemente de un párrafo muy sumario, apresurado pero no contradictorio. Además, él no pudo llegar a conocer enteramente la teología incaica debido al temprano abandono de su patria, a los veinte años, y a siete décadas de distancia de los acontecimientos de la Conquista lo más granado de los amautas filósofos ya habían sido muertos por las masacres de Atahualpa y los vejámenes de los hidalgos ibéricos. En consecuencia,  muy  poco  pudo  haber  recogido  al respecto de primera mano. Estos eran conocimientos especializados y no meros hechos históricos. El Inca Garcilaso no alcanzó a conocer todo el conocimiento especulativo de los incas y lo que obtuvo le pareció con razón muy pequeño comparado con lo encontrado en Occidente. Por lo demás, era un alma sinceramente religiosa y al adoptar el cristianismo católico lo hizo con toda la fuerza que un indo-hispano de entonces era capaz de hacerlo. Su fe y convicción  religiosa  nueva  no  obnubiló  al mestizo, pero sí lo condicionó hasta la medida de introducir adjetivos tales como “supersticiones”, “hechicerías”, “idolatrías”, ”boberías”, entre otros para referirse a ciertas creencias y conocimientos nativos. Entonces, si su conocimiento de la ciencia incaica resulta limitado ¿puede acaso seguir siendo un fiel guía sobre la cuestión de los amautas filósofos? Sí, por un doble motivo. Primero, por conocer el idioma del imperio y, segundo, por llevar gran parte del espíritu indiano hacia una aculturación occidental. Esto nos permite tener a través de él un criterio cultural comparativo muy valioso sobre lo que conoció por Filosofía en el Viejo Mundo y lo que equivalía a ello en el Nuevo Mundo. En consecuencia, la verdad es diferente. A todas luces los amautas filósofos sí supieron levantar “el entendimiento a cosas invisibles”, lo cual es coherente además en una sociedad teocéntrica y en un gobierno teocrático. Todo esto nos lleva hacia un enriquecimiento de la idea misma de sabiduría, según la cual además del aspecto intelectual y práctico, el concepto de sabiduría inca implica un rico contenido religioso que absorbe y subordina a los otros. Pues, la divinidad solar incaica representa un acercamiento de la noción de sabiduría a la de la Luz o conocimiento perfecto de lo divino. La teología incaica está transida por una metafísica pagana de la Luz, que sirvió de hilo conductor a Garcilaso para compenetrarse con la teología de la Luz del cristianismo católico. En esta teología inca no hay el drama metafísico de los gnósticos, ni hay revelación como en los hebreos, pero sí hay aproximación a través de la razón natural con  el principio plotiniano que concibe a la sabiduría como el conocimiento supremo que el sabio posee de lo Uno y de sus hipóstasis. De modo similar, el amauta filósofo parte de una sabiduría superior que permite reconocer el principio del universo,  rendirle  adoración  y  señalar  el  destino  del  alma individual más allá de la muerte. La sabiduría de lo divino se convierte en razón del cosmos, en cuyo marco es tan inaceptable la separación entre lo teórico y lo práctico, como la separación del individuo respecto al universo. A este aspecto de totalidad el filósofo alemán Estermann lo denomina el principio de complementariedad, sin embargo, como se ha dicho, la categoría dominante en la racionalidad andina es la dualidad, en relación a la cual la complementariedad es su consecuencia. De manera que, por sabiduría entendieron los amautas preponderantemente el conocimiento de lo divino, el logos participativo y analógico. Esta sabiduría divina absorbe y subordina a los otros saberes práctico-técnicos (por ejemplo, la arquitectura monumental siguiendo patrones cósmicos). Y permite reconocer el principio trascendente del mundo así como el destino del alma. Garcilaso, según lo que había visto y conocido en el continente europeo, sobre todo el neoplatonismo con el que simpatizó, llamó por comparación a los amautas “filósofos” porque en su reflexión se unía lo filosófico con lo religioso. La filosofía del pueblo quechua prehispánico muestra una gran similitud, en este sentido, con la India, pues en ambas tenemos civilizaciones que no se hipotecaron al tener y que los hombres pueden ser sublimes y profundamente religiosos. Ambos discurrieron bajo el logos participativo, analógico y mítico, y no estrictamente bajo el logos conceptual. Así el primero y el último de los problemas de la filosofía oriental es la perfección y la libertad humana, la ética es un asunto de la mayor importancia, pero la explicación de la vida no es por la vida misma, sino por el Tao, la talidad o Brahma. Aquí no se busca el conocimiento por el conocimiento, sino por el arte de vivir, filosofía y vida son inseparables. Esta forma de filosofar estaba en concordancia con la edad de cobre y bronce en joyería y utensilios, con el estilo pesado, recio y arisco de su arquitectura monumental, su teatro épico, poesía elegíaca y lírica. Su filosofía mitocrática era severa, sólida y escrupulosa, llena de un acento misterioso e infinito.  Halló sus determinaciones en una reflexión profunda, sutil y sublime, empleo de la meditación mística, como principal género filosófico. Los quipus eran un antiguo sistema contable, y también nemotécnico, que permitía hacer narraciones y probablemente almacenar reflexiones filosóficas. Abarcaban conocimientos teóricos, sobre las causas primeras, y conocimientos prácticos, sobre las causas segundas, sin que ello signifique la pérdida de hegemonía del logos mítico. Tuvieron como saber supremo al conocimiento religioso, dios como hacedor de las causas y ordenador del cosmos. Su logos filosófico fue mitocrático, porque su raciocinio lógico favorece la intuición y la mística, dado que su búsqueda no es de teoría sino de un arte de vivir. Actitud que postergó en alguna medida el desarrollo de la industria, el comercio y la ciencia basada en la observación indirecta, Esta caracterización permiten dar cuenta del por qué Garcilaso  llamó a los amautas “filósofos”.
3 Dualismo de la filosofía mitocrática
Una de las características centrales de la organización mental y social andina y de las filosofías no occidentales es el dualismo. Por ejemplo, antes de la llegada del budismo había poca especulación en el Japón del 500 de n. e., sólo se concebía un universo tripartito, con innúmeros espíritus derivados de una pareja divina, que refleja un esquema dualista, para luego aparecer la diosa solar cuyo hijo es el emperador; fue Tendai el que concilió el budismo con Shinto y el pensamiento shinto está unido al etnocentrismo japonés, el cual en el medioevo atribuyó poderes superiores al pueblo japonés. Pues bien, la interpretación historicista e historiográfica de estirpe empirista, sociologista y positiva supuso que este dualismo se origina en las relaciones de parentesco y se manifiesta en la división dualista existente en los grupos étnicos. Pero la verdad es a la inversa, porque así como construyeron sus templos alineándolos con los astros y constelaciones, de modo similar el dualismo social se deriva de un dualismo metafísico-religioso, de una raíz filosófica-metafísica en su modo de entender el mundo. En otros términos, la causa del dualismo andino no es lo social sino lo filosófico expresado mitocráticamente, es decir, una forma de explicar el mundo donde la manifestación de los fundamentos están unidos con la religión y el mito. El dualismo manifestado en la organización de los ayllus y grupos de parentesco no es causa sino consecuencia de una determinada concepción del mundo. Incluso el Qhapaq Ñam o camino del Señor, que es de procedencia Wari y no Inka, en su ordenación astral responde a esta forma de pensar el cosmos. Envuelto en la misma dirección está la economía andina basada no en la moneda, ni en el mercado, ni en la propiedad colectiva de la tierra sino en la redistribución y reciprocidad derivado de un Principio filosófico-religioso mayor. Pero no sólo los mitos de fundación andino suponen un dualismo sino también los amazónicos. Así el dios demiurgo Yabireri hace la pluralidad de las cosas con su verbo, el mundo nace de su palabra, de su soplo poderoso, pero antes del mundo no se supone una unidad, sino una dualidad, una pareja divina. En el tiempo arcaico el hombre chamán acabó tomando el poder de Yabireri, que debilitado retornó al cielo con su Padre, el hacedor de la tierra, por entonces los espíritus se podían ver, en cambio hoy se ocultan. Este relato de fundación de los pueblos arawaks subandinos desde la perspectiva peculiar Matsiguenga con añadidos Ashanincas, describe la acción de dioses demiurgos. Su importancia es sumamente significativa, dado que se trata de la historia continua más larga del Perú, porque se remonta a la ocupación arawak con 4 mil años ininterrumpidos. Esto es, la mitología andina y amazónica no reposa sobre un basamento monista y creador, sino dualista y ordenador. Este principio está expresado en la deidad Wiracocha o Pachacamac que es de carácter “Ordenador”. Así deja constancia las crónicas de Betanzos y Garcilaso de la Vega. La versión de Cieza de León, que es más antigua, habla de “Creación” del mundo por Wiracocha, pero es indudable que a lo que se refiere el cronista no es a la creación judeo-cristiana, que considera a una divinidad que crea el mundo a partir de la nada, sino más bien se está refiriendo a una divinidad que “ordena el mundo” de la situación caótica en que se encontraba. Este dualismo, por otra parte, es una nota esencial de la forma de pensar de la filosofía mitocrática, pero no la única. Esto es, que la divinidad ordenadora tiene enfrente no a la Nada Absoluta sino a la Nada como algo preexistente, al amenazante Caos que amenaza la existencia y la vida. El deber social de los hombres en este horizonte mental será comprendido como copiando la labor ordenadora divina realizada en el cosmos. Es por ello, que se puede decir que la forma platónica de pensar es casi connatural a la mente humana desde sus inicios. En este sentido, el dualismo incaico no es una creación original de su cultura, no es un rompimiento con su historia, sino fruto de toda una experiencia anterior de la civilización andina, y muy extendida en otras civilizaciones como la Mesoamericana, egipcia y Sumerio-Babilónica, con la excepción de la Brahmánica, el taoísmo chino y la cultura judía, todas ellas profundamente monistas. La filosofía mitocrática de las culturas arcaicas admitieron en su seno formas de explicación del mundo monistas y dualistas. Quizá el aporte Inka haya sido haber fusionado Wiracocha con Pachacamac o Yllia Teqse –Luz Eterna- como lo llama el cronista Santa Cruz Pachacuti. Detrás de Pachacamac, Yllia Teqse o Wiracocha existe una verdadera metafísica andina, basado en un dualismo emanatista. Pero no se trata de una abstracta dualidad primordial, sino de un conjunto de ideas metafísicas y místicas de una relación de principios que están más allá de todo nombre y representación. Por tanto, insistir en que los andinos precolombinos sólo hicieron moral y no metafísica es errónea y falsa. Si el verdadero objetivo del bhramanismo es alcanzar la salvación del alma y del taoísmo alcanzar la inmortalidad, aquí en el mundo precolombino fue lograr la armonía entre cielo y tierra, expresado con mucha fuerza en la justicia social. Los cronistas privilegiaron la relación alto-bajo con los dos ámbitos en los que se dividió la ciudad sagrada de los incas, considerando que Hanan Cuzco y Urin Cuzco estaban representados por una dinastía de gobernantes. Los curacas de hanan y urin eran notoriamente complementarios, se integraban en torno a la reciprocidad de la organización dual en los Andes. Aunque los propios especialistas admiten lo difícil que resulta concretar las muchas funciones de la organización dual en ámbitos menores, sin embargo es plausible sostener que la dualidad en los Andes, como opuestos y complementarios, no puede ser entendida al margen del dualismo metafísico de índole filosófico-mitocrático. Es decir, la filosofía andina del runa común como del sabio contemplativo recogen un universo opuesto y complementario a partir de un ámbito divino, donde un Dios ordenador actúa sobre un Caos a vivificar.
Mientras el dualismo andino personifica los principios opuestos y complementarios, el panteísmo impersonaliza el principio divino identificándolo con el mundo (panteísmo ateo) o la realidad (panteísmo acosmista). En la teología andina no hay panteísmo sino henoteísmo, predominio de una divinidad complementaria sobre todas las demás divinidades menores. Pero el carácter opuesto y complementario de la dualidad no excluye el antagonismo y la lucha, para dar forma y vida a lo informe e inanimado. En realidad, oposición, correspondencia y complementariedad son desagregados simbólicos de la estructura dualista básica del pensamiento andino. Como no hay relación sin partes, no se trata de un pensamiento basado en una estructura “relacional”, sino en otro distinto que parte de la “dualidad”. Dualidad y no Relacionalidad es el punto de quiebre del pensamiento andino prehispánico. Los elementos que son pródigos en la cultura occidental –individualismo, intelectualismo y voluntarismo- eran reducidos en el Perú prehispánico, de mentalidad teocéntrica y estructura agraria, con un  gobierno fuertemente centralizado. Y esto fue la regla no sólo en la cultura inca sino en las que la precedieron. La expresión filosofía prehispánica permite designar a un conglomerado común de elementos culturales y espirituales, fácilmente abarcable y perfilable, no sólo geográfica sino también intelectualmente. Lo señalado por Garcilaso nos permite advertir ciertas tendencias que nos ayudan a definir el primer problema de las características  de los filósofos incaicos. Ahora bien, la dificultad de la ausencia de escritura, aunque discutible, no debe ser exagerada hasta el punto de tomarla como un obstáculo insuperable para la reflexión filosófica. Ya hemos visto cómo los filósofos griegos – la Grecia de la época era ya una cultura con escritura- tuvieron hasta Aristóteles al diálogo como género filosófico privilegiado. La oralidad, que por lo demás no es un asunto terminado en las investigaciones prehispánicas, no es obstáculo para simbolizar. El acto mismo de simbolización no excluye un determinado nivel de concepción. Aquí, el carácter apodíctico del símbolo no reposa en los conceptos formulados desde el principio de identidad, sino desde la armonía de los contrarios. Ninguna cultura está desprovista de conceptos, es decir de contenidos significativos. Todo concepto tiene contenido y extensión. Las palabras no son los conceptos, son sólo los signos, los símbolos de las significaciones. Hay muchos conceptos sin palabras correspondientes. Un concepto puede mentarse no sólo mediante la palabra, sino también a través de números, signos y símbolos de toda clase. El pensamiento simbólico es también, pero no sólo, pensamiento conceptual. En el pensamiento simbólico priman los conceptos funcionales, mientras que en el pensamiento científico priman los conceptos objetivos. Para pulir las ciclópeas piedras de las fortalezas prehispánicas tuvo que echarse mano de conceptos objetivos, pero se hacía todo en función de los conceptos funcionales del pensamiento mítico. Esta es otra razón por la cual se puede filosofar desde el mito, porque no faltan los conceptos, sólo que son de otra naturaleza. El concepto del pensamiento simbólico no es “enunciativo” sino “anunciativo”, esto es que apunta, representa o “está en lugar de”, los caracteres del objeto intuíble son en cierta forma idénticos a la significación simbólica, lo cual permite al símbolo referirse al objeto original que representa.  Una ojeada a las diferentes concepciones sobre el símbolo no presta mucho auxilio para la determinación unívoca del término símbolo.  Lo cierto es que el tratamiento humano con las cosas se caracteriza por una notable capacidad de simbolización. La simbolización mística, práctica o matemática son la base del edificio entero del conocimiento humano. Wilbur M. Urban ha precisado en su libro Lenguaje y realidad, que reducir la función simbólica a una función estrictamente indicativa o señalativa conduce a confundir el símbolo con el signo, pero que considerarla como exactamente representativa lleva a una confusión con cualquier acto de intuición. Rechazando la noción formal y la noción intuitiva del símbolo, Urban propone integrarlas en una unidad oscilante entre las varias significaciones. Símbolos extrínsecos o arbitrarios –externos a la cosa simbolizada- como los del arte y la ciencia; intrínsecos –interno a la cosa simbolizada- como los de la religión y el arte,  y penetrativos, porque son un vehículo de penetración en la cosa simbolizada, como en los mitos. Por su parte, la hermenéutica semiótica ha puesto énfasis en que el mundo humano es el mundo de los significados, del sentido y ese mundo brota en el mito. Según ello, lo propiamente humano sería crear un sentido, antes que una figura con significado. Sin embargo, el hombre es el único animal que puede crear además de significados, símbolos. Más profunda parece ser las interpretaciones de Cassirer, Langer y Ogden y Richards, en el sentido que perciben la naturaleza primordial del pensamiento simbólico. En este sentido, los conceptos objetivos son los conceptos de objetos reales, con correlato intencional, en cambio los conceptos funcionales del pensamiento simbólico son conceptos de objetos ideales. Esta clasificación ontológica y no meramente lógica de Pfänder permite advertir la diversidad de objetos con que se relaciona el concepto. Además hay que puntualizar que Lacan insistió que el hombre no es dueño del orden del significante y el orden que lo constituye está descentrado a favor de un mundo que se le escapa. Derrida, otro pensador también opuesto a una filosofía extraída del cogito, hace hincapié en que la filosofía logocéntrica asimila la escritura a un significante derivado, incurriendo con ello en una caída en la exterioridad del sentido, depreciación que continúa en oposiciones conceptuales (significante y significado, exterior e interior). El caso de Wiracocha o Pachacamac es un asunto límite de la capacidad significativa de un concepto funcional. Por ello, la metafísica andina no es una metafísica del olvido del ser y de la preeminencia del ente social, sino de una renovada y fecunda reflexión sobre las verdades inmutables, eternas y trascendentes. Se trata aquí de una civilización profundamente religiosa que revela en sus mitos una relación con seres trascendentes, que intervienen en el mundo pero no son de este mundo. Los dioses andinos mandan al hombre cuidar el orden del mundo, pero no se agotan con el mundo, no son el mundo. Y la trascendencia tenía que estar presente en la racionalidad andina porque a la “relacionalidad” del mundo le precede la “dualidad de los principios” del mundo. Pero para no desviarnos más de esta digresión, el punto es que en la simbolización mística, práctica o matemática hay concepto. Tanto el simbolismo epistemológico expresado en una notación lingüística sin universo substante; como el simbolismo filosófico-religioso que expresa una realidad inaccesible teóricamente, desarrollada por Schleiermacher, el protestantismo (Sabatier) y el catolicismo (Le Roy), constituyen posibilidades permanentes de la existencia humana. Por este motivo, argumentar que el pensamiento precolombino fue mítico y no filosófico por no ser de carácter conceptual, representa una incomprensión de la naturaleza misma del hombre. La diferencia entre concepto objetivo y concepto funcional, la naturaleza dual del símbolo –representativa e intuitiva- como la presencia de la actividad simbólica en lo epistemológico y filosófico-religioso, abonan en favor de la presencia del concepto incluso en el mito. Es pues, posible estimar que el pensamiento simbólico puede hacer dable, como efectivamente lo hizo, una forma de filosofar distinto al que acontece bajo el predominio del concepto objetivo, regido bajo el principio de identidad. Pero esta interpretación sólo es admisible en el sentido tradicional, donde la relación conceptual no es distinta a la cosa relacionada. La metafísica andina, como la metafísica tradicional, busca el ser en sí, einai la llamaron los griegos, más allá de toda esencia y no termina en un puro concepto trascendente. Para el idealismo platónico el concepto conseguido mediante la abstracción aristotélica o forjado por la reflexión empírica sobre la cosa son vistos como empobrecimiento o falsificaciones de la realidad. Pero con el nominalismo y el empirismo el concepto deja de ser “esencia” platónica para convertirse en “representación” subjetiva. Conocido es que el empirismo realista rechaza esta identificación y sólo lo admite en la medida en que el concepto puede ser como el reverso de la percepción. Por su parte, el neopositivismo, como intento de alianza entre el empirismo con el logicismo, entiende el concepto en un sentido operativo, distinguiendo entre conceptos absolutos y conceptos semánticos. Los conceptos semánticos se refieren sólo a expresiones, equivalente a los conceptos mentales de los nominalistas, mientras los conceptos absolutos no se refieren solamente a expresiones, sino a sus designata.  Esta forma arcaica de filosofar, donde se emplean conceptos funcionales, es lo que se denomina “filosofía mitocrática”.
La filosofía mitocrática es cosmogónica, iniciática, elitista, profética, esotérica y apocalíptica. Está obsedida por la respuesta a la pregunta “¿Cuándo se acabará el tiempo o el mundo?”. Mientras que el acmé  de la filosofía indiana es: “¿Cuándo vendrá el Ordenador del cosmos?”, el de la filosofía hindú es, como se afirma en el famoso Nasadiya-sukta, RVX, 129, el rsi rig védico afirma asombrado: “En el principio no había ni ser ni no ser”; el de la filosofía taoísta es: “Por el vacío mental y la inacción se alcanza el principio del universo”, por su parte el acmé de la filosofía occidental se resume en la pregunta: “¿Por qué hay ser más bien que no ser?”. Las filosofía indiana, hindú, china, y griega no son iguales, pero coinciden cuando se atiende a la raíz última de la preocupación humana. En todas ellas el santo o el sabio alcanzan por meditación o virtud personal el conocimiento último de los principios del universo. Las altas culturas del neolítico superior en varios continentes expresan esta preocupación a través de una filosofía cosmogónica, donde el hombre pertenece a la tierra y la tierra pertenece al cosmos de los dioses. De ahí su exacerbada preocupación por los cálculos astronómicos y la elaboración de sofisticados calendarios, cuya precisión hasta ahora asombran, pero cuyo fin era profetizar una cantidad de hechos hasta llegar a la final destrucción de la tierra y ver cumplido un nuevo ciclo de realización mitológica en el juicio final. Pachacuti es el término usado por los incas para designar una mitológica “renovación del mundo”, idea que al parecer es mucho más antigua que el imperio incaico, y en los mayas el desciframiento parcial por arqueólogos y epigrafistas del Códice de la biblioteca sajona de Dresden –uno de los cuatro Códices mayas que sobrevivieron a la destrucción masiva por el Padre Landa y los españoles, que creyeron que los complejos jeroglifos eran obra del diablo que los había persuadido para realizar horrendos sacrificios humanos- ha permitido conocer cuatro calendarios, con elaborados cálculos del año solar (365 días, 18 meses, 5 días), el año sagrado de 260 días, la rueda calendárica equivalente a nuestro siglo pero de 52 años, y la cuenta larga que se extiende desde su mítico origen, que se remonta al 13 de agosto del 3114 hasta el 21 de diciembre del 2012. Se atribuye estos cálculos a un sacerdote llamado Chilam Balam, el cual se muestra pródigo en predicciones y profecías para las distintas eras históricas. Lo singular es que estos cuatro calendarios encajan dentro de cinco grandes ciclos cosmológicos, cada uno de los cuales tiene una duración de 5125 años, casi lo que dura un Pachacuti. Pero los vaticinios mayas se detienen en el 2012, justo cuando la moderna astronomía tiene pronosticado una extrema gran actividad solar, el alineamiento cósmico del Sol con la Vía Láctea y el balanceo de la tierra sobre su propio eje que se produce cada 26 mil años. Para el libro sagrado del Popol Vuh, que recoge mitos mayas y noticias históricas en lengua maya-quiché y caracteres latinos, este alineamiento galáctico representa las grietas de entrada de los señores del inframundo que cumplirán el mitológico juicio final y la destrucción de la tierra. De modo que, la filosofía cosmogónica de las culturas mitocráticas no está en función del conocimiento mismo, sino de la regeneración del ciclo de renovación del mundo. Se trata de saber cuándo ocurrirá el próximo cataclismo y el comienzo de la nueva era. Todo esto ocurriría en relación con el movimiento precesional de la Tierra que dura 26 mil años, donde cada 5 mil años su eje apunta a una estrella distinta del cielo, donde moran las divinidades, y esto traería nuevamente la recreación del significado mitológico de lo existente. Hoy, el eje terrestre apunta hacia la estrella polar, hace 5000 años apuntaba hacia la estrella Alfa del Dragón, pero en el año 7500 apuntará hacia la estrella Alfa de Cefeo, en el 14000 señalará a la estrella Vega y así se reiniciará el ciclo. Este acontecimiento estelar tenía un profundo significado religioso sobre el sentido del mundo y todo el orden existente. El comienzo de la nueva era es volver al comienzo de los tiempos, donde se reedita la lucha mitológica del inframundo con el Ordenador del mundo. Es por eso que entre los precolombinos el término pacha tiene el significado de espacio y tiempo a la vez. Para los mayas retornaría Kukulkan, mientras que para los andinos prehispánicos regresaría Kon, Tunapa, Wiracocha, Pachacute o Pachacamac para que en una lucha dualista derrote al Caos y ordene el mundo. Lo más sorprendente es que esta concepción cíclica hace pensar en la nueva teoría de la evolución formulada en el 2001 por el científico Simon Wilde de la Universidad de Curtin, el cual al analizar un grano de circón con 4,404 millones de años, mineral encontrado en una región apartada del oeste de Australia y que sólo se forma en contacto con el agua, cuestionó la historia del enfriamiento de la Tierra, el desarrollo de los océanos y la formación de la luna, llevándolo a sostener que la Tierra desde sus comienzos fue favorable a la vida y no fue un ambiente hostil, pero que la vida podría haber evolucionado varias veces después de catastróficas fases de extinción. Algunos que no comprenden el sentido de la filosofía mitocrática han querido objetar que, lo único que se busca es atribuir “filosofía” al mundo andino en razón del prestigio del término. Al contrario, no se trata de exigir capciosa, mimética y caprichosamente que la cultura precolombina haya tenido filosofía por razón de su antigüedad –aunque veinte mil años de desarrollo autónomo no es poca cosa-, civilización que nunca mostró estar congelada. Prestigio que en aquella época de renacimiento y contrarreforma comenzaba a tornarse dudoso por la influencia de las corrientes naturalistas, materialistas, cientistas y humanistas. Quienes presentan semejantes objeciones no han respondido, ni han propuesto explicaciones, sobre el uso por parte de Garcilaso de la palabra filosofía, sino que se han aferrado con más fuerza al sentido que tiene la filosofía en la cultura occidental, es decir, a su sentido eurocéntrico y así fuera de los marcos griegos no hay filosofía posible. Más absurda e insostenible resulta ser aquella objeción superficial que confunde la existencia de un determinado término que designa un conocimiento al modo occidental con la existencia de dicho conocimiento  en otro orbe cultural no occidental, y que sostiene que por el hecho de que el término es de origen griego no puede ser aplicado en una cultura que no tuvo su equivalente en su propia lengua. Si esto fuese así, como que no lo es, entonces hasta la ciencia de la geometría no tuvieron los incas debido a que dicho término también es de origen griego. Tampoco se trata de inventar palabras en quechua, que signifiquen su equivalente occidental, como algunos lo han intentado. De lo que se trata es de descubrir su sentido propio, su peculiar significado en una cultura distinta a la europea. Por el contrario, aquí partimos del hecho objetivo que Garcilaso -un hombre que tradujo la difícil obra de León Hebreo y que fue buen conocedor de la filosofía europea- haya llamado filósofos a los amautas en razón de un  tipo de saber particular, cuyo prestigio y antigüedad es irrelevante en este caso, dado que se trata de una cultura distinta a la occidental. Garcilaso de la Vega resulta ser así el primer pensador de la filosofía peruana que admite la existencia de la filosofía en el Perú prehispánico, y que lo admite solitariamente por un largísimo período de tiempo. Después de quinientos años de colonialismo mental o pensamiento anatópico, todavía cuesta mucho descubrir y reconocer la posibilidad en la filosofía peruana de un sentido filosófico no eurocéntrico en el Perú prehispánico y de su legítima presencia, largamente ignorada, como un período importante de la filosofía nacional. Lejos de nuestro escritor cuzqueño y de nuestro  ensayo  está  la  intención  de equiparar a la cultura incaica con la cultura europea, su sinceridad lo lleva en muchas partes de su libro a emplear adjetivos duros y despectivos respecto a lo logrado en estas tierras americanas. Y así como dijo que no tuvieron yunque, martillo, limas y buriles, entre otras cosas más, bien pudo decir que no tuvieron filosofía, geometría, astronomía, etc. Pero su versión es desde un comienzo lo contrario, trata con toda seguridad a los amautas como filósofos y trata de perfilar un retrato, aunque incompleto, de ellos. Su hincapié en lo coloquial de la reflexión de los amautas nos lleva a reconocer que, las culturas orales tienen un margen mucho mayor de expresión de ideas y de conceptos multívocos, por su íntimo vínculo con el plurisignificativo lenguaje metafórico, el cual no está sujeto al principio de identidad –triunfante desde Parménides y Platón- y que se siente a sus anchas con el principio de contradicción.
Por consiguiente, no se trata de discutir el sentido de la filosofía que surgió de la crisis del mundo griego y de las características de su tránsito de lo oral a lo escrito que desarrolló aun más el pensamiento conceptual. De lo que se trata es de comprender el sentido de la filosofía en una realidad cultural con esquemas mentales distintos a la occidental, incluso vinculada al mito y a la religión. Lo cual no significa que dentro de este vínculo entre mitos y logos no se hayan producido conflictos intrarreligiosos, sin lo cual serían incomprensible la instauración de la nueva deidad solar y del dios Pachacamac, aun más complejo y abstracto que el primero. Por lo demás, este vínculo ya se dio en el seno mismo de Occidente y no es cierto que ello haya sucedido sólo en figuras marginales. Pues no sólo desde San Agustín hasta Santo Tomás, sino incluso, desde la última etapa de la filosofía helenística romana, este vínculo está notoriamente presente y no sólo fueron momentos estelares del pensamiento, sino que condicionaron el destino mismo del devenir filosófico. Tampoco es cierto que este vínculo de la filosofía con lo religioso haya producido el rebajamiento de la filosofía, este es un prejuicio intelectualista de la ilustración atea y del positivismo cientificista decimonónico. Al contrario la filosofía se empobreció cada vez que perdió su problemática religiosa. El racionalismo radical excluye a la poesía, la religión, el arte, la mística y la propia filosofía no racional de las manifestaciones legítimas del logos. La dictadura racionalista rechaza la comunidad que existe en el logos humano entre la razón y el mito. EL pensar eurocéntrico en realidad se vuelve en un seudo mito al unilateralizarse y negar al logos mítico su dignidad lógico-filosófica. Menos aun se busca con este vínculo  confundir el dios de los filósofos con el del simple hombre religioso, porque entre ambos media el Dios vivo del santo, del místico, del filósofo meditativo y espiritual, y del devoto sincero, además no hay nada simple en el Dios del creyente común sobretodo porque rebasa su razón y habla directamente a su corazón. Es más fácil negar al dios-idea de los filósofos y más difícil admitir el Dios vivo del creyente, pues éste último recién habita cuando el yo personal deja de interferir con sus egoístas deseos. No por oscura y diferente que sea el sentido de la filosofía en otro orbe cultural distinto al occidental –que obviamente no es del Perú actual sino de otro desaparecido- vamos a considerarlo producto injertado y heterogéneo y menos renunciar a investigar un sentido diferente a la tradición europea. Más bien, sí es cierto que la filosofía al modo de pensar europeo nos resultó heterogénea respecto a la cultura prehispánica que preexistió. Zanjar esta cuestión con el recurso fácil, esquemático y eurocéntrico de introducir la distinción entre filosofía en sentido estricto y otra en sentido lato, como meras orientaciones del mundo, resulta antifilosófico e ilegítimo desde un punto de vista no occidental. Por cuanto que aquí no sólo no hablamos de comunidades culturales primitivas y sí de comunidades humanas con un apreciable grado de civilización y complejidad, como la Inca, sino también porque en este grado de desarrollo cultural se presenta la filosofía como una necesidad radical del espíritu.
Por ello Garcilaso no estaba exagerando, ni llevándose por el prestigio de la palabra, ni creyendo que por su antigüedad esta cultura tenía que filosofar, ni reivindicando a su raza por el quebranto que sufría, al atribuir el término “filósofos” a los amautas, porque además detalla características que le son muy propias –no individualista, religioso y sabio- y poco parecidas al modelo occidental. El filósofo amauta se desvanece tras su reflexión, Garcilaso no trasmite ningún nombre en particular, no posee una nítida personalidad histórica. Luego, el amauta filósofo no busca el concepto y la objetividad prioritariamente, sino la vivencia del testimonio personal o la intuición con la realidad de la que forma parte, como un  todo vivo. Por ello, y en tercer lugar, el filósofo indiano no es el intelectual o razonador por excelencia, es más bien el sabio que no excluye de sus conocimientos ni lo religioso, lo teórico ni lo práctico. Pero el espíritu de la filosofía prehispánica no es meramente práctica al estar constantemente ligado a lo religioso en su doble sentido: suprarracional y social. De este modo, y en quinto lugar, el espíritu de dicha filosofía no es meramente práctico sino metafísico, porque persigue un fin mundano  -la Justicia y la Moral- que refleja el orden cósmico y divino –la vivificación del mundo como Pachacamac-. Su saber manifestado no tiende a ser un saber culto o un saber técnico –dentro de la clasificación de Scheler- sino fundamentalmente un saber de salvación tanto cósmica como social. Esta filosofía, en séptimo lugar, admite junto al misterio absolutamente trascendental o divino el conocimiento estrictamente natural y humano. El carácter de la filosofía de los amautas está condicionado por una fuerza arquetípica espiritual propia, a saber, lo mesiánico que santifica al mundo, requerido por una necesidad de armonía con lo celeste. Conjuntamente, utilizando la clasificación de Walter Schubart, no hay en ella un ascetismo que anhele la huída del mundo como la hindú, ni un sentido armónico de contemplación como la China, ni un sentido heroico de dominio del mundo como la occidental, ni un sentido revelado y mesiánico de alcanzar el Reino de Dios como la hebrea, sino un sentido vivificador, no revelado, que busca divinizar el mundo y la historia.
Finalmente al hablar sobre el sentido del filosofar prehispánico estamos haciéndolo sobre lo que lo distingue respecto del filosofar occidental: su sentido mitocrático –tradición religiosa como base principal de su reflexionar filosófico- frente al sentido logocrático de Occidente –la pura razón teórica como base del pensar filosófico, atención al empirismo circundante y el desarrollo de la idea de ciencia como infinidad de tareas-. Pero junto a las diferencias también existe una comunidad de supuestos afines: comunidad en una Gran tradición que se halla en el Inconsciente colectivo, comunidad de razón idéntica en todos los hombres, comunidad de anhelo metafísico que traspasa a todas las culturas y comunidad de temas de indagación reflexiva –Dios, hombre y mundo-. La comprensión garcilasista de la filosofía está señalado por su doble acervo cultural: quechua y español, indio y occidental. Supo complementar uno con el otro, procurando interpretar legítimamente el primero con instrumentos conceptuales del segundo, pero jamás pretendió adulterar ni mixtificar. Ello se lo impedía su nueva fe católica. Quiso hacerle justicia a la última gran civilización peruana que sirvió de inspiración incluso a las grandes utopías de Occidente, como fueron la de los filósofos Tomás Moro, Campanella y Francis Bacon. El sentido dualista de la filosofía mitocrática prehispánica está revelado en la significación garcilasina de la palabra “Pachacamac” como dador o vivificador del mundo. Esto es, que no se trata aquí de un principio único generador de todas las cosas, sino al contrario, de una sustancia que insufla de vida a lo inanimado. Pero “esto” inanimado, que está enfrente de lo “vivificante”, equivale a una sustancia opuesta, carente de vida, pero que es, el equivalente al caos, a lo informe. De ahí que, la concepción mitocrática inca sea dualista e implique una idea de la “nada” como algo.
4 Emanatismo y Arquetipos
El arquetipo celeste, eterno y transhistórico preside la metafísica cosmogónica del emanatismo del demiúrgico dios Pachacamac. La abolición del tiempo histórico a favor del tiempo mítico configura la ontología arcaica de los arquetipos celestes. Del dios ordenador emana el Orden a partir de un Caos, pero este proceso es una repetición de modelos divinos. La estructura platónica de la metafísica cosmogónica se refleja perfectamente en la concepción del dios Pachacamac, el cual no es Creador sino Criador u Ordenador del mundo, pero esta ordenación no es arbitraria sino que sigue una secuencia prototípica de orden transhistórico. El hombre precolombino se comporta en el mundo profano siguiendo un arquetipo cósmico, las huacas eran concebidas como montañas cósmicas, escalar la huaca equivalía a trascender el mundo profano para penetrar en la región sagrada, cósmica y pura de los arquetipos celestes. Los templos andinos son el punto de intersección de los mundos superiores y terrestres. Para los Incas el Cusco era el ombligo de la tierra, el punto donde la creación comenzó. Wiracocha es invisible y generó el hombre primordial. El mundo nace del sacrificio del Caos, en un acto cosmogónico del dios Ordenador. En general, el hombre premoderno está dominado por la creencia en la realidad absoluta y esta nostalgia por el tiempo primordial no es un simple deseo de no perder contacto con el dios Ordenador, ni se trata de olvidar la vida histórica, sino que se presenta como un copartícipe del acto divino de la regeneración y repetición cósmica celeste. Al soberano le incumbe cumplir con el proceso de restauración del tiempo y con ello conservar el buen estado de la sociedad. Los horóscopos y los calendarios astronómicos están en función de regenerar el tiempo primordial, en un ritual de repetición del ciclo cósmico de la ordenación. Por eso lo muertos pueden volver al romperse la barrera del tiempo. Pero el retorno a la unidad primordial no es el regreso a lo indiferenciado y latente, más bien implica la memoria mítica de la lucha dramática por vencer al Caos e imponer los arquetipos eternos. Ritos y sacrificios están dirigidos a señalar la nueva regeneración del mundo. El chamán hace recorrer al enfermo hacia el comienzo mismo de su vida, es un viaje cosmogónico. El hombre mitocrático vive en un continuo presente, repetir las acciones le permite mantenerse en un presente atemporal. No se trata de una ontología sin tiempo, al contrario, se trata de una ontología que en la repetición de los arquetipos primordiales se asegura la preeminencia de lo eterno sobre el tiempo vulgar y profano, el tiempo regenerador sobre el tiempo fugaz. Dichos ciclos cósmicos regenerativos están presentes igualmente en los andinos, hindúes, babilónicos, hebreos, persas, cristianos, entre otros, y subrayan la importante regeneración cósmica del Juicio Final. El Tammuz mesopotámico, Asurbanipal babilónico, Yavé judío, Jesús cristiano, Boddhisattva hindú, Kukulkan maya y Wiracocha andino representan una escatológica regeneración periódica del cosmos. Todos ellos no representan a una humanidad ahistórica, de desconocimiento del tiempo profano, sino más bien a una humanidad transhistórica, y por ello vieron la necesidad de reglamentar hasta el sexo, como con los Mochicas según Larco Hoyle.
No es circunstancial la discrepancia del Inca Garcilaso con Pedro de Cieza sobre la traducción de la palabra Pachacamac. No es simplemente un asunto de etimología, sino, prominentemente era un problema teológico-filosófico de importancia capital. Diego González Holguín, autor de uno de los primeros diccionarios bilingües (español-quechua) editado en 1608, detalla la traducción de la palabra Pachacamac  como “ordenador del mundo”. Y en los relatos míticos andinos no cuzqueños de Huarochirí se menciona que los maestros tejedores de la ropa del Inka, adoraban preferentemente a Wiracocha, porque consideraban al universo como un tejido realizado por esta divinidad. La misma cosmovisión de los incas permite una aproximación  a los mitos de ordenación del mundo. Se trata de divinidades celestes que fecundan la tierra y luego “van al cielo” o a los “confines del mundo” o quedan convertidos en Apus.  En general se admite la presencia de principios generadores (Camac, Pachayachachi, incluso Inka). El término Inka o Enqa en aymara parece ser anterior al Tawantinsuyu. Originariamente, Inka al igual que Camac significa “principio generador”. El mismo Arguedas destacó que Inka era equivalente a “modelo originario de todo ser”, esto es, un arquetipo. Por lo demás, no es casualidad que Guamán Poma cuente que del Inka emanaba fuerza divina, y además en las crónicas españolas el Inka es presentado  como un ser sagrado, un dios mediador que debía ser llevado en andas porque si su poder entraba en contacto con la tierra daba lugar a catástrofes. En el universo de las vivencias religiosas del mexicano antiguo coexistieron diversas creencias populares y verdaderos sistemas de pensamiento piadoso debidos a los sacerdotes y los sabios, que reelaboraban conceptualmente los antiguos mitos y doctrinas, pero que en lo sustantivo, salvo ligeras modificaciones, olmecas, mayas y aztecas adoraron en su panteón  a la gran pareja Ometecuhtli (el Señor) y Omecihuatl (la Señora), los cuales engendraron los cuatro puntos cardinales y las deidades protectoras. En este punto resulta curioso y desconcertante la similitud entre Quetzalcóatl y Wiracocha, ambos  son descritos de carácter bondadoso, creador de las edades, recreador de la humanidad, que aparecía y desaparecía periódicamente, de ahí que en pleno siglo XVI los aztecas al ver a Cortés y los incas al ver a Pizarro creyeran que era Quetzalcóatl o Wiracocha el que regresaba. Sin entender este punto crucial no se puede comprender la distancia filosófica que separaba al mundo creacionista de los conquistadores cristianos del mundo emanatista de los incas dualistas. Garcilaso corrige y dice que no es “Pacharurac”, porque “rura” quiere decir “hacer”; es “Pachacamac” porque “Camac” significa “animar”. No es “hacer” el mundo, es “animar” el mundo, dar vida al universo, como rastrearon al verdadero Dios con lumbre natural los filósofos llamados amautas. Pachacamac como deidad desconocida no llega, sin embargo, a establecerse dentro de un monismo ontológico, dado que no es hacedor, ni creador, pero sí vivificador de lo preexistente sin ánima. Su nombre, su aspecto invisible y su carácter vivificador, deducido por la razón, aceptado por la fe, y sin revelación, delinean un principio espiritual que da vida a otro principio autónomo material. En el fondo se trata de la admisión de dos sustancias, irreductibles entre sí y no subordinables, que sirven para la explicación del universo. La idea del dios Pachacamac, cuyo ser es vida auto desplegada en el mundo-universo, supone un dualismo emanatista, una sustancia espiritual ante una sustancia material, esta última es como el no-ser que es algo, aquello que carece de la vida, encarna la Nada como algo, y por consiguiente no asume, ya sea por desconocida o rechazada, la idea de la Nada como absoluto. La Conquista representó la Apocalipsis del emanatismo incaico. El advenimiento del cristianismo representa para Garcilaso algo más que la continuación y la perfección final del imperio incaico. Su reconocimiento de Tres Edades en la historia del Perú: la preinca de barbarie, la Inca de civilización teocrática y la del Imperio Español, es la identificación de la trayectoria de la realidad espiritual del Perú. Como clérigo cristiano sabía que el espíritu “vivificador” es, según San Pablo, el Hombre-Dios a fuer de homo coelestis. Conocía también, por sus largas conversaciones con el amigo jesuita el padre Prado y el agustino Agustín de Zárate, así como por el estudio de la filosofía y de las obras del neoplatonismo florentino, que solamente el Hombre-Dios posee en sí la naturaleza divina entitativamente y en su plenitud sobreabundante, y que por naturaleza, por su origen celestial, es un homo coelestis o también spiritus vivificans. Por ello, su mencionada discrepancia con Pedro de Cieza sobre la traducción de la palabra Pachacamac no es solamente un asunto etimológico, sino eminentemente teológico-filosófico. No es Pacharurac porque rura quiere decir “hacer”, es Pachacamac porque Camac significa “animar”. No es “hacer” el mundo, es “animar” el mundo, dar vida al universo, como rastrearon al verdadero Dios con lumbre natural los filósofos llamados amautas. Con esta justa precisión Garcilaso, cuyo interés no es suponer un Dios creador de las cosas para adaptarlo al cristianismo, como fue el propósito de los curas doctrineros del siglo XVI, introduce una sutil especulación teológica. El Espíritu Santo es la Persona del amor, es decir, la Persona que corresponde a la fecundidad del amor divino, su naturaleza es vida. De este modo, lo que nos está diciendo es que los amautas vislumbraron el Espíritu Santo en Pachacamac como animador del mundo. Por consiguiente, Garcilaso al introducir esta precisión no sólo hace justicia al término lexical, sino que se subraya la presencia del Espíritu Santo, calor verbi, entre los incas. Su reino justo y civilizador estuvo animado por el espíritu que los guió por la senda de lo moralmente bueno, que lo dirige hacia Dios. Y siendo la “vida” la naturaleza del Espíritu Santo, ella corresponde a la fecundidad del amor divino entrevisto en Pachacamac.
Pertenece a su ser eterno, al del Espíritu Santo, personal el ser dabilis, el modo de su procesión por liberalidad, es decir, en forma de don liberal. Como emanación del amor recíproco del Padre y del Hijo puede considerarse también como el don de Dios a las criaturas, ánima del universo –tal como lo apreciaron los amautas a Pachacamac-, es decir, como don supremo y la fuente de todos los demás dones. El Espíritu Santo como santificador de las criaturas en general es la comunicación de la naturaleza divina al mundo, pero  esta  comunicación  no  procede de Dios por el camino de la naturaleza –panteísmo-, sino por vía del amor –cristianismo-, cuya Persona es el Espíritu Santo. Esto, representa tanto como decir que Garcilaso sugiere, puesto que no lo podía afirmar taxativamente por no ser teólogo y el libro aparecía con la censura de la Inquisición, que a los incas les faltó concebir al Dios-amor cuya comunicación no es vía naturaleza. Pero sí concibieron que la vida y dicha natural de los seres o criaturas sean una expresión y un efluvio del amor divino, un soplo que emana del mismo, amor inefable e incomprensible, fundamento y raíz de todos los misterios, es la gratia increata que inunda a las criaturas de vida divina. Conclusiones muy similares al europeo neoplatonismo renacentista  de entonces. Pero todo esto es conocer el amor essentiales de la actividad productiva de Dios, y sin embargo no agota la imagen del explayarse íntimo de Dios. Dicho de otro modo, conocer la divina fuerza de vida que fluye desde el Espíritu Santo hacia las criaturas –como se vislumbra en la figura de Pachacamac- no es conocer los misterios de Dios propiamente dicho. Al cuestionar Garcilaso la traducción de Pachacamac como “Hacedor”, estaba a fin de cuentas defendiendo la concepción cristiana de la Creación ex nihilo, como acto libre de la voluntad divina, por la cual Dios llama desde la nada a la existencia de los seres extradivinos. La creación del universo mediante Dios es completamente diferente de aquella operación de Dios que produce en las criaturas unas relaciones más altas de dependencia y unión con él, y es distinta también a la creación de un nuevo cielo y de una nueva tierra en la glorificación final de la vida eterna. Esto significa que el Inca como indio noble educado tanto en el Viejo como en el Nuevo mundo, estaba en inmejorables condiciones para opinar ubicando a la religión incaica en su verdadero lugar. Y por ello, al excluir el término “Hacedor” está proporcionando al incario, de un modo consciente e intencionado, un criterio emanatista, opuesto al creacionista cristiano. Con esto, se enfrentaba, en desigualdad de condiciones, a la mayoría abrumadora de cronistas, como Juan de Betanzos, Pedro Cieza de León, Cristóbal de Molina, el cuzqueño, Pedro Sarmiento de Gamboa e, incluso, al admirado José de Acosta, quienes creyeron equivocadamente que los incas confesaban a un Supremo Señor como “Hacedor” de todo. Para Garcilaso, por el contrario, en Pachacamac no hay actos de Creación, no es “Hacedor”, hay actos de emanación, es “vivificador”; en todo caso es primera causa ontológica de “animación” pero no de “creación”. En buena cuenta, él está contra los elementos desfiguradores  del quechua que introdujeron los españoles, quienes crearon nuevas palabras  quechuas, y a otras les dieron una significación diferente para amoldarlas a su pensamiento y al pensamiento cristiano. Además, en el lenguaje de la nobleza incaica y de los amautas, se emplearon términos que significaban cosas superiores, especulativas y sutiles, mientras que el pueblo sólo usaba las palabras indispensables para expresar sus actividades comunes y cotidianas. Todo esto vino a empeorarse cuando Atahualpa exterminó a la mayor parte de la nobleza cuzqueña, y cuando la Conquista Española le dio la estocada final. El desenvolvimiento fatal de los hechos determinó la desaparición del quechua noble o culto y la subsistencia del quechua vulgar. Garcilaso corrige estos groseros errores y alteraciones introducidas  por la abrumadora crónica española, e incluso india. Errores de traducción se ha observado modernamente en Santa Cruz Pachacuti, que pone la terminación de una palabra como comienzo de la siguiente en su exposición de la leyenda de los Hermanos Ayar, y similares alteraciones hay en Guamán Poma. Pero la situación cambió radicalmente en tiempos de Garcilaso, la ciencia, el pensamiento y la filosofía incaica se perdió, fue incomprendido, negado y, para el caso de la filosofía, tuvo que recomenzar desde cero con patrones occidentales. Dentro de lo mucho que hizo, fue poco lo que pudo rescatar el Inca para nosotros –recuérdese que abandona el Perú con apenas 21 años, y sus librados amigos peruleros no podían informarle todo-. Muchas técnicas complicadas y conocimientos sutiles, que no eran de su conocimiento, se perdieron definitivamente. Pero alcanzó a dejarnos importantes pistas para lo esencial. Además, él tenía la doble ventaja de conocer el idioma de la nobleza quechua y también la religión cristiana. Y en esta doble y casi universal condición, nuestro escritor cuzqueño advierte el error de traducción de ciertos términos que cambian por completo el sentido de la concepción del mundo inca; errores que hasta el día de hoy ciertos estudiosos empiristas e historicistas lo repiten cándidamente y siguen extrayendo conclusiones erradas sobre el Hombre, el Mundo y Dios sobre la base de los despistados y distorsionadotes cronistas españoles. Para Garcilaso la civilización incaica fue dirigida por un pueblo cuyos hombres estaban vivificados y penetrados por el Espíritu de Dios, eran hombres espirituales cuya finalidad última era lograr para todos los runas su disposición para la santidad –que no excluye sino que exige el trabajo según la condición social-, como participación de las criaturas en la nobleza de la vida divina. Esta santidad de los hombres sin ayuda de la revelación significa el reconocimiento de la intención y ánimos piadosos, que convergen haciendo del hombre una criatura verdaderamente buena. La vocación civilizadora del incario era, en buena cuenta, una obra de santidad en la justicia divina de una conversión de las almas a Dios. Esto significa, contra las interpretaciones positivistas e historicistas, que el Sol y Pachacamac, dioses supremos del incario, no eran elementos de mera figuración ideológica de control social de los pueblos conquistados, muy por el contrario, eran verdaderas realidades divinas, muy propias de su visión sacral del universo y teocrática del mundo. Como reales fuentes de vida sobrenatural hacen de la santidad, a la vez, una disposición real de nuestra alma a la pureza de corazón y manifestación de actos de virtudes teologales.
Esto explica, como lo confiesa el propio Garcilaso, el enorme desarrollo de la filosofía moral, puesto que la santidad no se reducía a las vírgenes del sol,  a los sacerdotes, ni a los lugares llamados huacas, sino que incluso puede perderse mediante actos injustos (equivalente a pecados), hundiendo al hombre aun más abajo que su propia naturaleza. Garcilaso, como hombre del Renacimiento, supo de primera mano cómo en Europa se revivía la satiriasis, la homosexualidad, el bestialismo y la sífilis. El mismo trabajó por tres años, desde 1605, en el Hospital de la Limpia Concepción para enfermedades venéreas. Esta locura irracional renacentista, donde los desafiantes y brutales condottiere enarbolaban como lema: “Soy el enemigo de Dios”, locura que provocaría la contrarreforma, y que resaltó a los ojos de nuestro indiano españolizado los nobles ideales y elevada espiritualidad inca –sin embargo admitía desde la revelación cristiana que eran confesionalmente equivocados-. Como cristiano reconocía que sólo Cristo poseyó la santidad completa in situ viae, porque participaba ya de la santidad eterna, pero en los demás hombres, pueblos y civilizaciones puede la santidad extraviarse, porque su destrucción mediante el pecado es lo esencial del mysterium iniquitatis. Garcilaso sólo quiere señalar el vislumbre en Pachacamac del verdadero Dios cristiano, de ninguna manera pretende establecer una similitud o un paralelismo. En el fondo estaría sosteniendo para los incas la existencia de una religión natural, donde el conocimiento de Dios y de sus obras puede ser obtenido gracias a la razón humana y por la observación de la naturaleza, sin que haya necesidad de recurrir a una “revelación” divina. Por la observación de la naturaleza adoraron al Sol, “en agradecimiento de las muchas cosas logradas por él”, y por la razón adoraron como señor Supremo a Pachacamac, “dios no conocido…que no se había dejado ver, empero creían que existía”.Lo visible corresponde solamente al conocimiento natural, no comunica de suyo una comprensión sobrenatural, pero comunica el milagro del misterio sacramental. Lo invisible corresponde a lo inconcebible, que no es equivalente a lo irracional, sino a lo misterioso. Pachacamac, en este sentido, toca los misterios divinos de forma absoluta. Es decir, verdades respecto de cuya realidad la criatura no puede cerciorarse sino creyendo en conjetura mitocrática o participativa. “Anima” o “vivificador del universo” sería el primer elemento de los misterios incaicos, que están fuera del alcance de la observación natural, y que el logos participativo sólo puede colegir, pero cuyo contenido está más allá de su alcance. No se alcanza plenamente ni siquiera con el logos mítico, porque los medios de la fe tampoco consiguen penetrar en los misterios de la divinidad. La unión de la luz y la oscuridad en el conocimiento del misterioso Pachacamac está dada en la medida en que corresponde al conocimiento de la esencia divina. El simbolismo religioso de la luz mística es universal, su morfología es muy vasta, representa la epifanía ejemplar de la divinidad, accesible sólo al que cree o al iniciado, implica salir del cuerpo y del universo profano, acceder en espíritu, acompañado de un sentimiento de paz profunda, que deja la certidumbre de la inmortalidad del alma y la comprensión del orden sobrenatural. Aquí es donde mejor se puede comprender que el hombre premoderno, arcaico, antiguo no careció de lógica, concepto ni razón, pero desconfió de éstas para dar cuenta de la realidad última de carácter sobrenatural. El simbolismo religioso representa situaciones paradójicas de la realidad última, inexpresables conceptualmente, de dimensión existencial, multivalente, sagrada y metafísica. Esto mismo es aplicable a Pachacamac, como divina fuerza de vida, que fluye comunicándose a las criaturas, es un proceso de espiritualización de la naturaleza que no sólo guarda semejanza con la Tercera Persona de la Trinidad, a saber, el Espíritu Santo, cuya naturaleza es vida, sino que como Vida señala la esencia misma de Dios. El dios que da vida es actividad pura, fecunda interior y exteriormente, que aparentemente está por completo fuera y por encima del orden natural, que persigue la comunicación de sus bienes, como la explayación exterior se sí mismo. Este dios vivificador de todas las cosas, e incluso de las otras deidades, no tiene representación personal, ni templos, ni sacrificios, ni apariencia humana. Este dios no conocido está no sólo implicando la androginia, como fórmula de la totalidad y coincidentia oppositorum, muy común en los mitos de reintegración y androginia divina, sino que era adorado como lo más cercanamente al enigmático Yahvé judío: “Yo soy el que soy”, el innombrable. Pero como está despojado de algún atributo personal está más próximo a un principio impersonal, como el alma del mundo o Brahma de la filosofía hindú. Sin embargo, sería erróneo e inconsecuente con las correcciones que introduce Garcilaso querer ver en esta teología inca una consideración filosófica de Pachacamac como el principio del ser y del conocer; puesto que Pachacamac no es “todo”, sino que sólo es “ánima” del universo.
Lo cual sugiere la presencia de una concepción mitocrática dualista del mundo, muy propia de la mentalidad andina, donde el principio vivificador actuaría sobre una sustancia material preexistente, a la cual anima y vivifica. Pero dicha acción demiúrgica del dios Ordenador se desenvuelve dentro del horizonte del arquetipo celeste y de la repetición cíclica. El modelo transhistórico del tiempo mítico y arquetípico se sobrepone al tiempo concreto. Lo histórico queda supeditado a lo transhistórico arquetípico del tiempo mítico. Aquí es revelador hacer notar que la metafísica dualista andina carece del concepto de la “nada”. El universo está lleno de vida, nada puede venir de la nada, resuena la idea griega nihil ex nihilo, no hay creación sino emanación. Sobre la palabra Ticiviracocha, dice Garcilaso, que ni él ni los indios saben lo que significa. Fue un invento de los cristianos españoles, que como vieron que en el templo de Pachacamac el demonio hablaba en su nombre, se dieron por inventar el término de Viracocha. “Pero si a mí, que soy indio cristiano católico, me preguntasen ¿cómo se llama Dios en tu lengua? Diría: Pachacamac, porque en aquel general lenguaje del Perú no hay otro nombre para nombrar a Dios, sino éste, y todos los demás que los historiadores dicen son generalmente impropios” (op. cit., Lib.2, Cáp. II). Esos nombres compuestos son totalmente inapropiados para dárselos al dios de los incas, pues considera que estos cambios de significación del nombre o verbo en la composición son de suma importancia para que los indios admitan correctamente la enseñanza de la doctrina cristiana. En este caso, no tomar lo que es emanatio, que no supone la idea de la nada, por la creatio, que la implica. Por consiguiente, al afirmar que Pachacamac “hace con el mundo lo que el alma con el cuerpo, que es darle vida, ser, aumento y sustento” (Ibíd.), está subrayando, nuestro “indio cristiano católico”, el contraste entre la concepción creacionista cristiana y la concepción emanatista incaica. La vida de todo lo que existe en el mundo emana del dios Pachacamac, pero esto no lo hace creador ni hacedor del universo, sino que actúa como una especie de inteligencia platónica que organiza la materia, vivificando el mundo, como un demiurgo, obrero o artesano divino invisible que da “ánima al mundo universo”. Nada hay en esta concepción sustentada por Garcilaso de las especulaciones gnósticas, que aplicaban el demiurgo a una emanación del ser Supremo, e inferior, por tanto, a éste, que creó el mundo material y malo en que vivimos. Más alejado, aun, está de aquellas sectas gnósticas que consideraban al demiurgo como un ser esencialmente malo, que vive en lucha eterna con el principio del bien. Todo lo contrario ocurre con el dios Pachacamac: como dador de vida es el dios Supremo, esencialmente bueno, que actúan sobre una materia preexistente, que de por sí no es mala en sí misma. Por eso la Pachamama, los ríos y los cerros, entre otros, serán sagrados. En el Inca es sobretodo la asunción de una nueva fe católica lo que lo incita a enderezar semejantes entuertos historiográficos de los componedores españoles, quienes incluso extendieron el significado de Pachacamac para denominar injustificadamente al demonio. Lo cual denuncia Garcilaso, al precisar que los indios contaban con la palabra Zupay para mentar al diablo con repugnancia y abominación. Añade, además, que este enemigo tenía tanto poder entre los infieles que “hacíase dios entrándose en todo aquello que los indios veneraban y acataban por cosa sagrada”, incluso “hablaba en oráculos y templos, en los rincones de las casas y en otras partes diciéndoles que era el Pachacamac” (Ibid). Al parecer los indios nunca dudaron de la realidad del demonio y de los malos espíritus, y su demonología debía haberles hecho responsables de enfermedades, desgracias, posesiones, sueños, engaños, hechicería y otros similares, compartidas prácticamente por todas las religiones de la cultura humana. Con este testimonio resulta bastante descabellado sostener, como lo pretende el atávico indianismo adanista, la inexistencia de una demonología prehispánica.
Por último, el emanatismo de Pachacamac vivificador es impersonal, ni siquiera tiene apariencia humana, guarda un asombroso parecido con el Brahma hindú o alma del mundo, pero sin personificarse en el Ser Supremo, puesto que tiene frente a sí a una materia inanimada, como la Prakriti o naturaleza primordial. Además hay un esfuerzo por compartir el latido cósmico del mundo, lo que nuevamente nos rememora a la Bhakti. Pachacamac no produce el ser y la nada, no es cosa, es ser, pero no es “nada”, más bien se enfrenta a ella. Por tanto, no es principio único ontológico pero sí principio único vital. De ahí que los incas lejos de imitar la ética china del no hacer o wu wei, del abandono a la acción inmanente del principio cósmico, se entregaron a la ética activa del trabajo y de las conquistas militares. Su dualismo emanatista los impelía a la acción. Cosmológicamente todas las cosas nacen y cambian por la vivificación de Pachacamac, todo tiene su par y su contrario, el hombre sabio se atiene al rumbo armónico de las cosas. Antropológicamente observar la acción vivificante de Pachacamac equivale a conservar a la naturaleza, el pensamiento debe reflejar las verdades del cielo, pues la tierra es espejo imperfecto del mundo divino y uniendo la vida a las cosas se llega a la acción. Devocionalmente adorar a Pachacamac significa reconocer el misterio de un gran dios que está por sobre todos los demás. La idea de Pachacamac contiene una verdadera metafísica inca. La intención de los incas de dar el nombre de “Pachacamac” al sumo Dios que da vida y ser al universo, hace posible sostener la presencia de un conocimiento de la naturaleza de Dios como la vida misma, pero no como Persona divina, sino como “fuerza divina”. Pachacamac más que ser asumido como persona sería una fuerza mítica ordenadora del cosmos. La admisión de que la existencia y los atributos de dios son naturalmente cognoscibles, no significa que dios sea conocido en sí mismo, pues la vivificación es actividad pura o fecunda, que está frente a una materia preexistente a la cual anima. Su comunicación vital es un bien a la criatura, como semejanza de irradiación de la luz divina. La carencia de la idea de la nada absoluta, guarda un lejano parecido, con la divinidad como dadora vida, con la Persona del amor, es decir, con la Persona del Espíritu Santo que tiene que tiene que ver con la fecundidad del amor divino. Pero de cualquier modo, el emanatismo que implica el dios Pachacamac vivificador sólo puede funcionar dentro del horizonte del arquetipo celeste y la repetición cíclica que dominan la estructura mental del hombre arcaico.
5 Nada como algo y Nada absoluta
En la metafísica cosmogónica el ser surge del no-ser, del Caos, pero el Caos no se identifica con la nada absoluta sino con la nada como algo. La descripción que nos hace Garcilaso de la espiritualidad incaica, con los dioses supremos: Pachacamac y el Sol, nos recuerda el término de henoteísmo acuñado por Max Müller para designar la forma religiosa en la cual existen muchos dioses pero sólo uno tiene la primacía. En el caso inca Pachacamac designa a la deidad tenida en mayor veneración. Pero este henoteísmo inca, donde la primacía corresponde a Pachacamac,  no es incompatible con el dualismo, el mismo que podría tener sus lejanísimos antecedentes en los altares del fuego sagrado, como los descubiertos por Ruth Shady en la ciudad de Caral, asentamiento precerámico urbano con 5 mil años de antigüedad. El fuego como símbolo de lo divino fue muy común en la mayor parte de las religiones antiguas conocidas, como los cultos de egipcios, de Mesopotamia y la India, o mejor dicho fue un símbolo común en el culto religioso de los focos civilizatorios más antiguos del mundo, donde Caral no fue una excepción. La íntima conexión entre el fuego y el sol fue reconocido prontamente y las personificaciones divinas de los dioses solares comenzaron a proliferar: el Ra egipcio, el Helios griego, el Mitra persa, el Ormuz zoroastriano, el Thor escandinavo, hasta llegar al Sol de los incas. Pero este culto solar incaico no estuvo desligado de un esquema dualista divino, esquema que al parecer se remonta hasta fechas correspondientes a Caral. El culto del fuego sagrado de esta ciudad es muy probable que estuviera acompañado con alguna complementaria divinidad subterránea, correspondiente a la oscuridad. El mismo dualismo estaría también presente con los aportes del arqueólogo Walter Alva, cuyo descubrimiento de la portentosa tumba del Señor de Sipán, cuya parafernalia mortuoria mochica, 3,500 años después de Caral,  reflejaría una espiritualidad compleja y dual, con dos mitades opuestas y complementarias. Esto ha llevado a otro investigador, Federico Kauffmann Doig, a postular que en la espiritualidad andina no hay presencia de un dios único y asexuado, como en la tradición judía (¿y el fuego sagrado de Caral no era asexuado?), sino que constata la presencia de una pareja divina: el masculino o dios del agua y el femenino o diosa de la tierra. Incluso afirma que el dios del agua fue posteriormente personificado por el Sol. Esto nos conduciría a pensar que la espiritualidad andina se desarrolló por un camino distinto al monoteísmo, lo cual parece cierto. No obstante, no es posible dejar de señalar que el dualismo religioso de Kauffmann en vez de coincidir con el dualismo incaico, como aparentemente pretende, nos permite percatarnos del nivel de mayor conocimiento de la esencia divina. Y ello no implica perder de vista la idea de renovación universal y temporal muy extendido en el sentimiento de renovación cósmica y escatológica de los pueblos arcaicos. Pero en el caso del budismo tenemos a una filosofía de la Asidad, al basarse en una triple negación: de la sustancia, la duración y la bienaventuranza; no hay alma, lo que reencarna son las acciones, es un esfuerzo de hacer ética sin metafísica. En cambio el Wiracochismo, Confucianismo, el taoísmo y el bhramanismo son filosofías de la Esoidad, parten de un Principio (Wiracocha, Cielo, Tao, Brahma). Buda niega el principio individual y universal, es meditativo como el yoga, argumentativo y pluralista como Nyaya y Vaisesika, defiende la supresión de los sacrificios como el Jainismo y sostiene la destrucción periódica como el Sankya. El mundo determinado está conformado por la materia-mente, espacio-tiempo, vida-muerte, es el reino de los fenómenos, en cambio el mundo indeterminado es la asidad, nirvana, la talidad aespacial, atemporal, es el buda estático, el reino de lo en sí. En buena cuenta, en el budismo el dualismo no nace de una metafísica cosmogónica sino de la división de la realidad en dos reinos: lo fenoménico y lo en sí. Uno es el ser temporal y el otro es el no-ser atemporal, pero éste último no es la nada absoluta, sino la nada como algo que está en función del nihilismo y no en función del creacionismo monista.
Me explico. El Sol puede ser identificado con el dios masculino del agua, pero Pachacamac no puede ser identificado con la diosa femenina de la tierra. Pachamama incluso es vivificada por Pachacamac, entonces éste es de una jerarquía y de una instancia tan superior que no cabe ninguna analogía. Pachacamac en el esquema de Kauffmann parece más bien otro dios masculino, lo cual nos llevaría a una Trinidad (el dios Pachacamac, el Sol, y la Pachamama) que no encuentra confirmación alguna ni en las crónicas ni en el mismo Garcilaso. En otros términos, el esquema de la pareja divina del arqueólogo no funciona para el caso inca, no coincide con su parámetro sexuado, resulta inaplicable y distorsionante. Por el contrario, Pachacamac se presenta más bien como aliento o hálito de vida, asexuado, impersonal, es decir el dualismo inca es cualitativamente superior y más complejo al de la primitiva pareja divina andina. Pachacamac no es pareja del dios Sol, es incluso más misterioso y recóndito que éste, superior e inasible, apenas pensable y creíble. Pero su aparente monoteísmo queda limitado a ser ánima del universo, es decir de lo preexistente. En culturas anteriores a la inca podemos observar parecida partición del mundo en mitades complementarias que semejan la pareja divina. Así las figuras del Cóndor y la Serpiente en Chavín es la representación de una dualidad divina, una que reina en el cielo y otra que es dueña de la tierra, aunque por las cámaras mortuorias está acreditada su creencia en la inmortalidad del alma, y posiblemente su remisión al mundo celeste o al mundo subterráneo. En la cultura Mochica se vuelve a presentar la pareja divina en la adoración de los dioses astrales, como el Sol y la Luna, considerados en un matrimonio divino. En cuanto a la cultura Nazca sus motivos de demonios empuñando cabezas trofeos hacen pensar en un culto de las regiones inferiores de la tierra opuesto a las regiones superiores. En la cultura Chimú se presentan dioses astrales semejantes a la Mochica, el par divino el Sol y la Luna son los dispensadores de la fertilidad. Y la misteriosa e importante cultura  Tiahunaco   cuya   famosa   Puerta   del   Sol   muestra, supuestamente, la más antigua imagen de Pachacamac –para Garcilaso mal llamado Viracocha- al dios que anima al universo. Sin embargo, será con el dios Pachacamac incaico donde éste se presenta ya no como una divinidad astral, ni como una divinidad agrícola, ni como una divinidad subterránea, sino que está sobre todas las demás deidades, es el dispensador de la vida del universo, parecido al Aperion o lo indeterminado de Anaximandro o al logos de Heráclito, no es un principio físico o material cósmico, como en los milesios llamados por Aristóteles los filósofos físicos, es un principio inmaterial, benéfico, desconocido, carente de representación (y esto es una reveladora diferencia con la imagen tiahunaquense), sin sacrificios ni residencia espacial, su ubicuidad sólo encuentra límite en la materia preexistente a la cual anima, todo lo cual señala un grado de espiritualización más elevado, de mayor abstracción y complejización, desconocida hasta entonces en el pensamiento andino.
Esta deidad desconocida no llega, sin embargo, a establecerse dentro de un monismo ontológico, dado que no es hacedor, ni creador, pero sí vivificador de lo preexistente sin ánima. Su nombre, su aspecto invisible y su carácter vivificador deducido por la razón, aceptado por la fe, y sin revelación, delinean un principio espiritual que da vida a otro principio autónomo material. En el fondo se trata de la admisión de dos sustancias, irreductibles entre sí y no subordinables, que sirven para la explicación del universo. El mismo dualismo ontológico se hace evidente cuando Garcilaso afirma que: “Tuvieron los incas-amautas, que el hombre era compuesta de cuerpo y ánima, y que el ánima era el espíritu inmortal, y que el cuerpo era hecho de tierra”, pero “no entendían que la otra vida era espiritual, sino corporal como esta misma”, por ello “creyeron en la resurrección de los cuerpos” (Ibíd., Cáp. VII). Este dualismo psicológico del alma y el cuerpo es consecuencia del dualismo metafísico del dios que da ánima al universo. Dualistas han sido varias doctrinas filosóficas fundamentales: la filosofía pitagórica que hizo de los opuestos los principios de la formación de las cosas; los gnósticos y maniqueos que hicieron del Bien y del Mal principios opuestos universales; el aristotelismo con la materia y la forma y el cartesianismo con la reducción de todo ser a la substancia pensante o a la substancia extensa. Una concepción dualista se deriva del dios vivificador incaico, Pachacamac es la sustancia espiritual y actúa sobre una sustancia material que no nombra Garcilaso. ¿Por qué lo dejó sin mentar, le bastó acaso subrayar el carácter no creador del dios que anima el mundo, no se contaba con palabra en quechua que designara a alguna materia primordial, a aquella materia sin vida o sin ánima, los conceptos metafísicos se encontraban aun en pleno desarrollo por los incas-amautas, el término ya existía pero no llegó a conocerlo por su temprana ida del Perú? Es probable que ésta última sea la causa de su incompleta información metafísico-conceptual. En el dualismo que supone la idea de Pachacamac está en su base, como en todo dualismo metafísico, la presencia de la idea de la negación radical de la totalidad de lo existente, es decir está presente la idea de la Nada absoluta. Como afirmó Parménides la Nada no es, es un no-ser absoluto, es una seudo-idea tan absurda como la idea de un círculo cuadrado. Esta concepción de la Nada hace imposible vislumbrar un principio metafísico que haga posible la creación a partir de la Nada. El creacionismo ex nihilo es imposible desde una idea de la Nada absoluta, y en cambio hace perfectamente posible el dualismo metafísico que repudia por contradictoria  la  creación  ex nihilo,  actuando  aquí más bien dos principios preexistentes originarios e irreductibles entre sí para dar origen al cosmos. En cambio, Platón admite el ser del no-ser, define la Nada como alteridad, rechaza la Nada absoluta y afirma su indefinida referencia a otro género del ser. La Nada como objeto y como noción de aquello a lo que no corresponde noción alguna ya era destacado en el siglo IX por Federico de Tours al afirmar que la Nada es algo, pues afirmar: “Me parece que la Nada es Nada, equivale a decir que la Nada es algo” (De nihilo ex tenebris, en P.L. 105, col. 751).
Esta concepción de la Nada en el sentido de que es algo está en la base del monismo creacionista, de la creación ex nihilo, de un principio omnipotente que da lugar al universo desde la misma Nada. Precisamente esta idea de la Nada como otro género del ser está ausente de la espiritualidad andina prehispánica, es lo que hace imposible concebir a un dios verdaderamente creador o hacedor y no meramente dador de vida, como un demiurgo platónico. La postura metafísico dualista-emanatista andina prehispánica se condice más bien con la idea pamenídea de la Nada como un no-ser absoluto, y no con la idea de la Nada como algo. En la teología negativa cristiana Dios se identifica con la Nada absoluta. Así, Scoto Erígena afirma que Dios es Superessentia porque está por sobre la sustancia, y como la Nada es la negación y ausencia de toda esencia o sustancia, entonces Dios y la Nada se identifican (De divis. Nat. III, 19-21). El maestro Eckhart denomina a Dios una Nada superpresente, pero también la creación al ser comparada con el ser de Dios es una pura Nada. En sí y separado del ser de Dios, todo ente creado no es un ser, sino nada. El ser de las criaturas no es idéntico a Dios, porque tiende a la Nada. Jacobo Boheme, por su parte, llamó a Dios una Nada eterna. El ser de la divinidad es vida, es actualidad pura. Su aseidad tiene el carácter decisivo de ser causa sui real, de un crearse a sí mismo. El ser del espíritu de Dios es su vida, un eterno hacerse a sí mismo, manarse de sí mismo. La autogeneración de Dios es un proceso volitivo, auto despliegue eterno e infinito, íntima evolución de lo absoluto como voluntad. De modo análogo, la teología incaica queda fundada en Pachacamac, como deidad dadora de vida. El mundo-universo está fundado en Pachacamac como Dios de la vida pero no es Pachacamac mismo. El mundo-universo tampoco es un momento parcial de la vida eterna; La divinidad de la vida continúa siendo para el mundo, el eterno misterio, su voluntad de vida no se agota en su producto temporal. Pachacamac da ánima al mundo-universo, pero no es exactamente el alma del mundo, El con la naturaleza no son, a fin de cuentas, idénticos. No hay comunidad de esencia entre las cosas y el Ánima del mundo. Lo cual viene a poner en cuestión su carácter panteísta. Actúa sobre una Nada que es algo, esto es lo que aun carece de vida; está sobre el mundo-universo como una Supersustancia. La infinitud de la vida de dios debe definirse como aquello fuera de lo cual  preexiste una materia a ser vivificada por su acción. El ser de Pachacamac como vida es actualidad pura, voluntad vital; el mundo de lo vario y múltiple no es una mera emanación de la primitiva voluntad de vida, sino un ser peculiar, independiente, con realidad propia, efectiva separación y oposición, a pesar de que la única fuente de la vida esté situada en esta divinidad.
Por otro lado, es interesante apreciar la relación de la Nada absoluta y la Nada como algo en el seno mismo del cristianismo. El cristianismo que es una religión llena de misterios, que sólo pueden ser conocidos por la revelación divina, sostiene que la Creación es el acto libre de dios por el cual entran a la existencia los seres extradivinos o las cosas que por sí mismas no eran nada y les comunica un ser esencialmente distinto al suyo. Los misterios en general nos están ocultos por su carácter sobrenatural, y son, precisamente por ello, también suprarracionales. Dentro del atrevimiento ilimitado de querer concebir a dios se distingue entre el acto de Generación y el acto de Creación. Dios produce la segunda Persona del Hijo como generación,  y la tercera Persona del Espíritu Santo como soplo o espiración del Padre y del Hijo. Pero el querer de Dios, como actividad libre que procede del amor necesario que se tiene a sí mismo, hace que desde la Nada cree el mundo natural y humano, y las relaciones de unión con él. A partir de aquí es posible efectuar la siguiente reflexión: si la creación es la creación  de las esencias o sustancias y si sin creación no hay las mismas, no hay nada, entonces Dios crea el mundo a partir de la Nada absoluta. Pero como Dios no sólo produce la creación  sino también la generación de las Personas divinas, entonces Dios es la Nada que es algo. Esto es, que en el cristianismo están inherentemente presentes las dos ideas de la Nada, como absoluta en la Creación y como algo en la Generación. Esta deducción, en vez de contradecir nuestra afirmación anterior, según la cual al dualismo le corresponde  como idea básica la idea de la Nada como algo y al monoteísmo la idea de la Nada absoluta, la confirma puesto que la Nada absoluta del monoteísmo creacionista cristiano es con respecto a la Creación, y la Nada como algo es con respecto a la Generación. La idea del dios Pachacamac, cuyo ser es vida auto desplegada en el mundo-universo, supone un dualismo emanatista, una sustancia espiritual ante una sustancia material, esta última es como el no-ser que es algo, aquello que carece de la vida, encarna la Nada como algo, y por consiguiente no asume, ya sea por desconocida o rechazada, la idea de la Nada como absoluto.
6 La armonía de contrarios
La filosofía japonesa Zen, que se originó en el budismo Mahayana chino, no es filosofía, religión o mística en el sentido occidental, racional y lógico, sino que es algo único de la mente oriental, no busca respuestas, su experiencia es intuición dinámica de la Talidad, de lo que está más allá de lo racional y discursivo, no enseña absorción ni identificación, va hacia la integridad de las cosas no hay lanzamiento en el nirvana, busca liberarse de conceptos y palabras para captar directamente lo real. Eso es la experiencia zen y una de las formas en que mejor se expresa la armonía de los contrarios, la trascendencia de las leyes del concepto y el ir más allá del principio de identidad. En el caso de la filosofía andina la piedad es el camino  hacia la armonía de los contrarios, por eso ésta no será una virtud del hombre, es más bien una relación viva del hombre con lo sagrado. Garcilaso, al describir a Pachacamac como “ánima del mundo-universo” y no como Hacedor ni Creador, nos plantea una concepción dualista-emanatista en la que la idea de la Nada como algo es exigida desde sus fundamentos. Esta idea nos remite a un modo de pensar que no se ajusta al principio lógico de identidad, y lo desborda hacia la armonía de los contrarios.
Ahora bien, se podría pensar que aquel dios vivificante de la teología incaica estaba destinado a fracasar, puesto que al ser invisible, no conocido, sin templos, ni sacrificios, se convierte en una deidad que no responde, que no ama, ni puede ser amado, ofreciendo sólo una visión esencial y participativa de la vida universal. Como el ser o la unidad de la vida, descubierta por el logos analógico, Pachacamac podía dar comienzo al logos de la ratio y al delirio de la deificación humana. Sin embargo, este trunco proceso racionalista no llegó a  desarrollarse,  dado  que  el  dios   Sol  era  el  complemento indivisible, comprensible y directo de la piedad inca. Con templos, sacrificios y oraciones impedía que la creencia religiosa se racionalizara y degradara en una mera virtud humana y continuase siendo el vínculo real del hombre con lo divino. Ello, por supuesto, no fue un obstáculo para que en el estrato de los incas-amautas pudiera seguirse un desarrollo de la visión racionalista de las esencias,  todo  lo cual sería interrumpido y destruido con las matanzas de la nobleza por Atahualpa y la conquista española. Pachacamac es un dios enigmático, como los orientales, lejos de cualquier nostalgia de la unidad nos descubre la no-identidad o la armonía de los contrarios. Lo vivificante y lo aun no vivificado constituyen los dos contrarios cósmicos universales. Se trata así de un logos-vida, que armoniza los contrarios, distinto al logos-palabra griego, que descubre la identidad. Pero Pachacamac parece ser un dios de una era decadente por un detalle significativo: parece ser un dios indiferente al hombre, pero por otro lado, al actuar como demiurgo y en un marco henoteísta mantiene viva la relación primaria del hombre con lo divino. Los dioses incas son densos pero eternos, oscuros y plurales, divinos y simples, sin historia. En ellos el enigma y el sufrimiento están presentes, y como todo lo sagrado, están más allá del principio de identidad. Su luz inaccesible está oculta a la razón y como los dioses orientales Visnú y Cristo son dioses enigmáticos.
El dios vida y el dios sol mantienen su autonomía respecto a la generación de la realidad, siempre  su  realidad  última  queda oculta. No llegan nunca a ser presencias que adviertan el predominio de las ideas sobre las formas, aunque Pachacamac es más idea que forma mientras que la deidad solar es más forma que idea. Pero si los dioses del alma griega representan la nostalgia de la unidad, los dioses del alma andina representan la nostalgia de la armonía de los opuestos. Por ello, el horizonte de la filosofía griega será el predominio de las ideas sobre las formas, mientras que el horizonte de la reflexión filosófica prehispánica será el predominio de las formas sobre las ideas. Así, el descubrimiento del ser (Pachacamac) que hace ser (mundo-universo) no se efectúa, como en Grecia, a través del triunfo de la filosofía sobre la poesía y la religión, sobre los poetas y los profetas, sino que aquí la filosofía dio una idea de lo divino como la armonía de los contrarios, que no colisiona ni con profeta ni con el poeta. Allá en Grecia, en cambio, se dio una idea pura de la unidad de lo divino en lo Uno de Parménides, que causó una separación tajante entre filosofía y mito. El dios Pachacamac es concebido desde aquel privilegiado instante en que la poesía y la filosofía se funden en uno solo. Así, la hazaña fue descubrir aquella fuente del ser  situada más allá de todo el mundo-universo o mundo sensible. Esto plantea una visión de lo filosófico infinitamente alejado de la visión occidental. El Occidente es en efecto logocrático, es decir, que la inteligencia presidida por el principio de identidad hace que el concepto sea la norma absoluta y la racionalización se erija en una especie de poder oculto que marca el canon al conocimiento. El mundo mitocrático prehispánico por el contrario, está libre de la dictadura logocrática del concepto y del principio de identidad, aquí el concepto y las ideas son más ligeras, no desligadas de las formas, ni de las imágenes, prima la armonía de los contrarios, siendo el universo concebido en movimiento incesante, acción vivificadora continua, sin ese reposo de la sustancia aristotélica. Muy parecido al pitagorismo, en la concepción andina no priman las cosas, sino el ciclo temporal, el mito, la leyenda, el viaje del alma, justamente por ello, los muertos nunca abandonaban el mundo de los vivos, y los extirpadores de idolatrías tuvieron que lidiar contra ésta costumbre ancestral de sacar el corpus momificado de los antepasados quemando miles de momias e instaurando el corpus christi Con ritos y adoraciones no se buscaba vivir a expensas de lo meramente humano, sin inspiración en los dioses y sólo con el uso de la pura inteligencia, la salvación no era puramente intelectual, era la armonía de los contrarios lo que preservaba la alteridad y eliminaba la identidad.
Los indios desenterraban a sus muertos a escondidas de los curas extirpadores de idolatrías al serles inconcebible hacer semejante cosa con los difuntos. El mundo de lo subterráneo no mantenía su identidad para siempre, sino que sus relaciones con su contrario la vida eran vivas y permanentes. Por eso mismo nos cuenta Garcilaso que los incas-amautas no sólo eran filósofos sino también poetas, astrónomos, profetas, educadores y sabios. En el logos analógico y participativo del poeta no hay unidad, coherencia y continuidad, habla en nombre de la divinidad y la justificación de sus razones será su propio ser, vida, experiencia y existencia. Hasta el mundo incaico se preservó la unidad entre filosofía y poesía, como lo hubo en el mundo griego con Heráclito, Pitágoras, Parménides y Empédocles, más no se llegó a la denuncia de la mentira de la poesía como en Platón. Ciertamente que Pachacamac al mostrar la unidad del ser en la vida, es un antecedente de la idea unitaria de dios, pero aun no se desprende del dualismo y se mantiene firme dentro de la armonía de los contrarios. Pues, el oscuro y enigmático Pachacamac refleja también que la mente andina llegó a dudar de la realidad sensible, además que no fue movida por la falta de unidad, sino por la ausencia de armonía de los contrarios. Armonía tantas veces quebrada en un territorio tan hostil y castigado por inclementes fenómenos naturales (limitación de tierras de cultivo, fenómeno de El Niño, terremotos, huaycos, heladas, sequías prolongadas, desiertos, crecimiento poblacional, entre otros). Y así, Pachacamac se constituyó en la primera gran revelación filosófica en un horizonte mitocrático, donde la aptitud filosófica presidida por la inspiración poética realiza un descubrimiento filosófico de envergadura: la armonía de los contrarios expresada en el principio misterioso de la vida que anima al mundo-universo. En Pachacamac no solamente se tiene la imagen poética de un dios, sino las ideas sobre un dios conformadas por la filosofía mitocrática. Esto no significa que la conexión entre lenguaje y mito se haya disuelto, porque en este caso las palabras no se reducen a signos conceptuales, las palabras no están regidas por el principio de identidad, sino que prima el pensamiento metafórico y la no-identidad sobre el pensamiento conceptual, aun joven y bisoño en la racionalidad andina, predominantemente metafórica. Los conceptos, logoi, son inmutables, ideas, su carácter de esquema no aprehende la infinita variedad de la existencia. La filosofía mitocrática es la que  pone el acento en el plurisigno de la metáfora, es la que vive el traspaso de lo conceptual a lo metafórico, y  la filosofía occidental es la que traspasa lo metafórico a lo conceptual. La filosofía mitocrática es la que pone el acento en el plurisigno de la metáfora que desrealiza lo real, vive en la no-identidad,  reside en la armonía de los contrarios, su lenguaje –en el que están tanto el logos y el mythos- prioriza en grado superior a las metáforas que a las conceptualizaciones. En la filosofía mitocrática el inca-amauta ejerce la actitud filosófica manteniendo una continua transferencia entre lo conceptual y lo metafórico, entre la función semántica y la función lógica de la palabra, entre la intuición y la inteligencia, no se reduce al ideal lógico, ni se desvincula de la excelencia del pensamiento metafórico. Su ideal no es definir, ni formular fríos conceptos, sino vivir en armonía con el mundo-universo, con el todo. Por ello, los amautas-filósofos no serán descubridores de la lógica, ni de los juicios, sino que buscan sentir en su propio ser la armonía y unión mística con la totalidad universal.
Conclusión
Occidente necesita ser salvado de sí mismo, y una buena manera de hacerlo es comenzando por entender otras formas de filosofar distintas a la hegemonía logocrática del concepto. La filosofía desde el logos de la ratio se constituyó en un monólogo de la razón. Occidente invade actualmente todas las demás culturas y amenaza con arrastrar a la humanidad entera en un torbellino de individualismo y relativismo materialista. Pero ser antimoderno no significa ser antioccidental, porque Occidente se opone a Oriente a partir del mundo moderno, cuando se aparta del espíritu sacralizado, entonces se opone a civilizaciones como China, India, Islam y Amerindia. El conocimiento metafísico nada tiene que ver con la intuición sensible de los filósofos contemporáneos, sino con la intuición intelectual y suprarracional admitida en la antigüedad y en la Edad Media. El occidente moderno es la negación de toda facultad supraindividual y suprarracional, el oriente clásico es lo contrario y además mantiene la superioridad de la contemplación sobre la acción. La ciencia moderna ha ganado en exactitud pero ha perdido profundidad al limitarse a la materia, en cambio la filosofía mitocrática de los antiguos, que no puede morir porque pervive en la experiencia existencial constitutiva del logos y la existencia humana, es muchísimo menos exacta en cuestiones de la materia pero enormemente más profunda en asuntos espirituales, porque está abocado en los misterios de la existencia y en los monstruos que se agazapan en lo más íntimo de nuestro ser y que desde las sombras nos indican una arquetípica lucha a nivel micro y macrocósmico entre el Bien y el Mal. Lo mitocrático bucea en las simas del fenómeno humano y del portento cósmico, y se afana por entender el escalofriante potencial destructor y autogenerador divino que lo conforma. Filosofía es una predisposición humana permanente.

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