Aliados por conveniencia: corrupción, offshore y el juego geopolítico entre Perú y Estados Unidos
En la historia reciente del Perú, los escándalos presidenciales no han sido una anomalía, sino casi una constante. Las páginas de la política nacional están marcadas por acusaciones de corrupción, sobornos millonarios, empresas offshore en paraísos fiscales y patrimonios que crecen al amparo del poder. Pero más allá del juicio moral, hay una lectura más profunda: una geopolítica de silencios, respaldos tácitos y conveniencias estratégicas que convierten a estos líderes en piezas útiles para potencias mayores.
Desde Alberto Fujimori y su red de corrupción coordinada por Vladimiro Montesinos, hasta el encierro de Alejandro Toledo, acusado de recibir más de US$30 millones en sobornos mediante cuentas offshore manejadas por su testaferro Josef Maiman, las tramas se repiten con nuevos rostros. Alan García, quien se suicidó en plena investigación, habría recibido sobornos a través de empresas offshore vinculadas a Miguel Atala. Ollanta Humala y su esposa enfrentaron prisión preventiva por presuntas transferencias irregulares de campaña. Pedro Castillo, por su parte, dejó el poder en medio de un intento fallido de golpe de Estado y varios cargos por corrupción. Ninguno ha sido ajeno al señalamiento público o judicial.
En este contexto, las empresas offshore se convierten en herramientas clave: desde la Dorado Asset Management Ltd. de Pedro Pablo Kuczynski (PPK) en las Islas Vírgenes Británicas, hasta las triangulaciones vía Panamá, Bahamas o Seychelles, los nombres de exmandatarios peruanos han aparecido en filtraciones internacionales como los Pandora Papers. Estas estructuras permiten mover dinero con discreción, evadir impuestos y ocultar propietarios reales.
Pero hay una constante aún más reveladora: Estados Unidos nunca ha denunciado directamente a estos expresidentes, salvo en casos donde sus leyes o bancos fueron directamente afectados. En el caso de Toledo, por ejemplo, colaboró con la justicia peruana para lograr su extradición, ya que parte del dinero ilícito pasó por el sistema financiero estadounidense. Fuera de estas excepciones, la relación entre EE.UU. y los líderes peruanos ha sido marcada por una tolerancia estratégica.
Y es que muchos de estos presidentes han sido aliados funcionales del modelo geopolítico estadounidense. Toledo promovió el libre comercio y firmó el Tratado de Libre Comercio con EE.UU.; García y Humala fortalecieron la cooperación en seguridad; PPK, exfuncionario del Banco Mundial y educado en EE.UU., encarnó el perfil más alineado con Washington; incluso Dina Boluarte, pese a su baja aprobación interna, ha mantenido una cercanía diplomática que se traduce en silencios tácticos desde el norte. EE.UU. ha evitado críticas directas a su gestión, privilegiando la estabilidad regional y la funcionalidad política.
La razón es clara: Perú representa una ficha geoestratégica esencial frente al ascenso de los BRICS. Con acceso al Pacífico, abundantes recursos naturales como litio y cobre, y una economía abierta al mercado, es un socio que EE.UU. difícilmente puede permitirse perder. En momentos de tensión global, la estabilidad en países clave se valora más que su transparencia o legitimidad democrática.
Ahora bien, ¿cómo es posible que tantos presidentes hayan sido denunciados si Estados Unidos no los acusó? La respuesta está en la institucionalidad interna y la presión social. Las principales investigaciones surgieron desde la justicia peruana, en especial desde el Ministerio Público y las fiscalías anticorrupción. La sociedad civil, la prensa independiente y organismos como la Contraloría han cumplido un rol crucial en sostener el escrutinio político. Aunque debilitadas por crisis constantes, las instituciones peruanas han iniciado procesos judiciales que incluyeron prisión preventiva, pedidos de extradición y decomisos patrimoniales. Estados Unidos, por su parte, ha colaborado en ciertos casos, pero solo cuando sus intereses fueron directamente tocados.
Esto genera una dualidad incómoda: por un lado, expresidentes peruanos enfrentan denuncias internas contundentes; por otro, reciben respaldo o silencio internacional debido a su utilidad estratégica. Se juzgan en casa y se toleran afuera. La ética se fragmenta según la jurisdicción.
Por eso, resulta imposible ignorar la dimensión más cruda del sistema internacional: las relaciones geopolíticas están regidas por una lógica anética, donde la ética no solo se ignora, sino que se desecha como criterio válido en la toma de decisiones. Los principios morales son instrumentalizados según la conveniencia de cada potencia. Estados Unidos puede exigir transparencia en un país mientras omite cuestionamientos en otro, siempre que el segundo favorezca sus intereses. Perú, como tantos otros, transita esta tensión entre lo moral y lo funcional.
La hipocresía anética permite que gobiernos denuncien abusos en sus adversarios mientras los toleran en sus aliados. Lo ético se convierte en discurso, no en compromiso. El caso peruano —con líderes cuestionados pero funcionales— ejemplifica esta práctica global, donde los principios proclamados rara vez definen el rumbo diplomático.
En conclusión, el ajedrez internacional no se juega con valores, sino con intereses. Perú, con su historial de corrupción presidencial y su peso estratégico, se mueve en ese tablero con ambigüedad constante. La ética es exigida cuando conviene, y olvidada cuando estorba. Reconocerlo no implica rendirse, sino saber con qué reglas se juega —aunque esas reglas sean, precisamente, las de la anética.