jueves, 27 de mayo de 2021

ONTOLOGÍA DE LA ALTERIDAD (II)

   


                           

ONTOLOGÍA DE LA ALTERIDAD (II)

Contra la racionalidad sin ética

Gustavo Flores Quelopana

 

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Ontología de la alteridad

 

La fenomenología de la alteridad de Levinas, que busca evitar el solipsismo, se ubica más allá de la fenomenología trascendental de Husserl y de la ontología fundamental de Heidegger. Pero de lo que se trata ahora es de saltar la valla fenomenológica para reconocer la estructura ontológica de la alteridad, centrada en el ser ético.

 

El existente siente el impulso ontológico de salir de la existencia, inconforme y asediado de contradicciones irrumpe en lo Otro y en los Otros. Pero en esta irrupción hacia la alteridad se da la otredad del sí mismo. La otredad del sí mismo alude al misterio del propio yo para el existente. Sófocles decía: “Nada hay más misterioso que el hombre”. Y Freud y luego Lacan ahondaron en esta verdad. La conciencia moral no sólo se desconcierta ante la otredad del mundo y la otredad del prójimo, sino también ante la otredad de sí mismo. Se percibe a sí mismo como un logos insondable y profundo, lleno de misterios y enigmas, frente al cual debe asumir y adaptarse. No se trata de ninguna división esquizofrénica de la persona, se trata de los vericuetos insondables del alma, que apenas afloran en el sueño nocturno, las fantasías conscientes, el dormir sin soñar y el soñar despierto. Extendiendo las elaboraciones teóricas de Ernst Bloch, en El Principio Esperanza, se podría decir que el hombre es una utopía viviente. El principio esperanza es una ontología dinámica del ser y en ese dinamismo entra la acción ética. Sólo que en ese dinamismo de la acción ética se inscribe no en el horizonte blochiano de lo trascendente sin trascendencia, sino en el de lo trascendente con trascendencia. El deseo de utopía está presente no sólo en todas las edades del hombre, sino en el corazón mismo de la razón ética, porque el deseo de bien finito es insostenible sin el Bien absoluto.

 

Hay que afirmar que lo ético es irreductible a lo ontológico es negar la particular naturaleza ontológica de la existencia humana. El hecho de existir es algo bueno, si no lo fuera nos hundiríamos en la nada, pero esa bondad del existir es común a todos los entes. Sin embargo, en el hombre cobra una relevancia especial porque le da sentido a su ser. En el hombre la bondad del existir se vuelve inversamente proporcional a la realización valorativa de su existencia. A mayor realización valorativa menos importancia cobra su simple naturaleza ética, porque lo importante en el hombre no es su estructura ética-ontológica, sino la realización práctica de la misma. Y en esa realización práctica de la estructura ética-ontológica del hombre está el sentido religioso de la unión con el Bien Supremo. En otras palabras, de poco sirve emprender la realización del sentido ético al margen de su unión con el sentido religioso. Y esto es así porque el pináculo del sentido de las dimensiones éticas de la vida es el sentido religioso de unión con el Absoluto. Es por ello por lo que la secularización empobrece la realización plena del sentido ético de la vida, porque al vaciar al hombre de la sed de Dios estrangula su vida ética en vanagloria y narcisismo soberbio. El sentido religioso de lo ético no es sustitución de la clave ética por la clave teológica, sino que es su cabal cumplimiento porque se trata de elevarse hacia la Otredad suprema que es Dios. Dios es el Otro absoluto, incognoscible, santo y puro, que nos remite a la identidad completa del Bien con el Ser. Es por eso por lo que la existencia ética finita humana tiene que ver no sólo con el valor, sino también con el bien y el ser. Es más, el valor perdería peso y sentido sin éstos últimos.               

 

Así, cuando el multimillonario Warren Buffett afirma con orgullo sobre la revolución de los ricos contra los pobres: "Naturalmente que hay lucha de clases, lo que pasa que es la mía la que va ganando", lo que se entiende es que no sólo se está faltando al sentido ético con el prójimo sino también con la Otredad absoluta que es Dios. Ahora se entiende por qué la izquierda se ha vuelto conservadora, logrando aliarse con el sentido común. Lo que hoy pide el pueblo es conservar los derechos a estudiar, a tener familia, a trabajar en su lugar de origen, a la sanidad, a la pensión, a mantener sus derechos laborales. Pero todo eso fue arrasado por la ofensiva salvaje del neoliberalismo y la oligarquía financiera. Entonces, ahora se concibe que ser conservador se ha convertido en algo muy de izquierda. Ser conservador se convirtió en la mejor forma de ser antisistema. Pero de poco servirá ser de izquierda y antisistema si no se repara en que el sentido ético se diluye en las manos del hombre cuando anda divorciado del sentido religioso de lo ético.

 

La modernidad no se salvará en sus principios fundamentales de Fraternidad, Igualdad y Solidaridad mientras que no se alíe con el sentido religioso de lo ético. Mientras tanto seguirá precipitándose en el abismo mortal de la disolución nihilista.

 

El hombre es un ser ambiguo, acosado de contradicciones, su existencia es un valor condicional, el valor a su vez es secreto y manifiesto, todo lo cual hace posible que rechace el valor. Lo que nos hace éticos no es el encuentro en la otredad, sino el encuentro y la realización libre de los valores. Lo ético ya es en sí metafísica porque revela un trascendente en lo inmanente con la misión cósmica de enlazar la inmanencia con la trascendencia. Y ello sólo es posible con los valores máximos del Amor y el Bien. Pero parece que vivimos en una época postmoral, en el que bastan el Derecho y la política. Como sostiene Adela Cortina, en su libro Ética sin moral, la ética sin religión y sin metafísica ha sido vaciada de contenido, se ha quedado sin objeto en nuestros tiempos. Utilitaristas y partidarios de la ética discursiva han adelgazado tanto la ética que en las manos solamente queda el Derecho y la política. El resultado es una ética sin moral. Su apuesta es por la autonomía personal y la solidaridad social, capaz de llevar adelante la ética moderna y legitimar la democracia auténtica. Es más, en otro libro suyo titulado Ética mínima, sostiene que en tiempos en que nadie ambiciona descubrir la verdad, el bien y la justicia, sino solamente pasarla bien, es necesario que la cultura recupere su sentido respondiendo las preguntas por la rectitud y la justicia. Por lo menos busca alumbrar una ética de mínimos con el consenso y la autonomía humana como ejes centrales. No obstante, hay que señalar que son justamente estos ejes acentuados al máximo los que están conduciendo a la modernidad al gris nihilismo decadente y disolvente del sentido moral.

 

Los filósofos éticos que se aferran al ídolo de la secularización, a saber, la razón autónoma, jamás entenderán que es justamente ésta la que hay que derribar para dejar a una razón que reconozca las verdades suprarracionales, O sea no se trata de sustituir la razón por la fe, sino de reconocer a ambas como herramientas indispensables que tiene el hombre para elevarse a la verdad. Al contrario, el insistir en la razón autónoma ha llevado a la racionalidad sin ética hacia la negación de la razón y de la verdad.

 

Por ello, el camino no es salir de lo ontológico para entrar en lo ético. Pues lo ético es una forma superior de la ontología. Y en esta forma superior el ideal cumple un papel relevante. Lo humano no es el ente que se supedita al ser real, porque opone el ideal a lo real. El ideal se identifica con el atractor del valor, pero ya es el poder dinámico y viviente de la idea persiguiendo al valor. Pero en esta oposición del ideal a lo real se expresa la continuidad del acto de participación ontológica. Es una oposición ética que no excluye lo ontológico. La relación ética no está más allá de la ontología, no es extraontológica, porque el Yo es morada del ser valorativo. Pero la aparición del Otro no impone responsabilidad al Yo, sino a condición de determinados ideales y valores. Por ello la relación ética es asimétrica en cuanto a la responsabilidad, pero simétrica en cuanto a la identidad -reconocerse a sí mismo en el Otro-. La Conquista de América por el imperio español se ilustra bien la relación ética asimétrica entre el español conquistador y los autóctonos vencidos. Mientras que la relación ética simétrica se aprecia cuando los autóctonos reparan que los invasores son humanos en vez dioses y pueden ser destruidos.

 

Como no se da el camino de separación entre ética y ontología tampoco es necesario ir hacia otro tipo de lenguaje distinto de lo ontológico. En De otro modo de ser o más allá de la esencia, Levinas se propone ir más allá del lenguaje conceptual para instalarse en el corazón de la ética. A su modo de ver las cosas la comprensión del prójimo exige instalarse lejos de la comodidad lógica de lo “dicho” para tender campamento en lo “dicho”. El prójimo es prerreflexivo e invoca responsabilidad moral. Pero ya hemos visto que todo este esfuerzo por la búsqueda de otro tipo de lenguaje no ontológico se deriva de un malentendido de base: lo ético está más allá de lo ontológico. Pues, la responsabilidad que exige el encuentro con el prójimo no sólo plantea la primacía de la acción sobre la teoría, sino también la asistencia de la teoría sobre la acción. En otras palabras, el prójimo será prerreflexivo en cuanto a su existencia, pero no en tanto existente. Y por ello mismo plantea el problema racional de la justicia.  

 

La ontología de la alteridad es ética ontológica porque ve el sujeto como ente en relación y como ente que se observa en sí mismo dentro de un todo referencial que no se desentiende el Ser, sino que es una forma particular del ser. Los hechos vitales y empíricos del amor, la indiferencia, el gozo, el dolor, la muerte, la paternidad, la amistad, entre otros, son atendidos justamente porque este ser en relación no puede sumirse en el solipsismo del yo trascendental husserliano, ni en la incomunicación del Dasein heideggeriano, ni en el divorcio ontológico de la alteridad levinasiana. En la ontología de la alteridad la ética no se supedita al Ser, sino que es manifestación de la transformación misma del ser. El ser ético no es una supeditación del ente al Ser, sino que es una realización del ser en lo ético. El ser ético está irremisiblemente arrojado a la relación con la otredad, no puede esquivarla, ni en las mayores atrocidades que se pueden cometer contra el prójimo desaparece aquella condición ontológica de ser ético, ya sea para asumirla o negarla. El ser ético es una condición, no una determinación, y por ello mismo expresa la ambigüedad de la propia condición humana siempre dependiente de su decisión libre.

 

Justamente por ello la adhesión de Heidegger al nazismo no sólo fue de índole contingente y personal, no se trata de una simple falta de coraje, sino de una decisión libre que no deja de estar acorde con sus presupuestos filosóficos, como del Dasein abstracto y solitario, cuyo encuentro fundamental no es con los otros sino con el Ser o su idea del hombre como ser para la muerte. Ahí sí hay supeditación inhumana del hombre al Ser. Pero en la ontología de la alteridad no lo puede haber, salvo deliberadamente por razones ideológicas, porque el hombre es ese ser rodeado en el mundo de alteridades, otredades, que no puede ignorar, porque incluso la indiferencia frente a ellos ya es un tomarlo en cuenta. Por ello, cuando Gadamer (Verdad y método) afirma que la “facticidad de la vida” no son las cosas sino las creencias, costumbres y valores, o el ethos, olvida señalar lo fundamental a todo ello, a saber, el vínculo ontológico-ético con los demás. Gadamer se limita al ethos-logos o argumentativo intelectivo, pero lo anterior a ello es el ethos-pathos o lo emocional prerreflexivo.

 

La muerte es un hecho empírico y vital que sacude al hombre desde los cimientos del ethos pathos hasta el ethos logos. La muerte impacta y enlaza con la otredad de una manera muy especial. El “ya nunca lo veré” o “lo veré en otro mundo” es un signo del fuerte vinculo prerreflexivo y emocional que guarda el hombre con su prójimo. Al morir el otro la capa ética más profunda, el ethos páthico, recibe el golpe de su ausencia de un modo desconcertante, humillante y enigmática. Siente no sólo que se le ha quitado algo, una compañía apreciada, y que no puede hacer nada, se siente impotente, sino que, además, se le hace patente su propia mortalidad y desintegración en la muerte del prójimo. La experimentación propia e intensa de la finitud por la pérdida de un familiar o allegado lo llena de angustia y desesperación. Ama la vida y se resiste a ser un ser para la muerte. Y la falta de sentido y la incomprensibilidad del hecho pasa a ser asistido por el siguiente nivel de la conciencia ética como es el ethos logos. De ahí saldrá la comprensión valorativa, el consuelo y la esperanza moral para el hecho luctuoso. Las reacciones de los niños ante la muerte son de lo más reveladores y significativas de aquella capa prerreflexiva y emocional del ser humano. El niño siente impresión, orfandad, tristeza, ansiedad, enojo, culpa. El pensamiento concreto de los pequeños expresa con más claridad ese estrato profundo del ethos pathos que ve la muerte como un viaje del que se ha de volver. La valoración de la partida mortal como momentánea, no entiende su carácter irrevocable, inevitable e irreversible. Esa limitación de la comprensión de la muerte se encuentra fuertemente enlazada al estrato emocional que responde a una percepción especial del tiempo. El niño de edad preescolar casi no siente el transcurso del tiempo. Es similar a la sensación mágica que se cobija en el alma del poeta. En su mundo mágico las fronteras del espacio y del tiempo aún no han cobrado su rigidez posterior. Se experimenta el tiempo como un devenir continuo donde apenas cambia el color del cielo. Así, de leve le parece la muerte, apenas un ligero cambio del que luego se ha de volver. Esa percepción está ligada más pronto a la capa del ethos pathos de la esfera valorativa, la misma que imprime el sello de la imposibilidad de un no retorno en medio de la sensación de la existencia como algo bueno.

El filósofo sudcoreano Byung Chul Han reflexiona sobre la muerte en su obra Muerte y alteridad. Tomando en cuenta a Kant, Heidegger, Levinas y Canetti, entre otros, afirmará que concebimos la muerte como la extinción sin residuos del yo personal, como la imposición absoluta de lo totalmente heterogéneo. La inminencia de la muerte puede despertar un amor heroico, en el que el yo deja paso al otro y se promete una supervivencia. Así en torno a la muerte surgen complejas líneas entrecruzadas de tensión entre el yo y el otro. Una de ellas es tomar conciencia de la mortalidad para asumir la serenidad y la afabilidad. En la explicación de Byung Chul Han sobre la muerte se puede advertir nítidamente que el esfuerzo por tematizar la experiencia de la finitud en la mortalidad pertenece a lo que hemos llamado el ethos logos, al ethos discursivo, mientras que las reacciones prerreflexivas de énfasis del yo y el amor heroico ante ésta tienen que ver con la capa del ethos páthico. Pero la valoración páthica de la muerte no adelanta la conclusión de que somos un “ser para la muerte” o “para la inmortalidad”, ello acaecerá luego con la valoración del logos.

 

Ahora bien, el tema de la guerra es otro empírico y vital que corre parejo al de la muerte. Pero es muy diferente una “guerra que se sufre” a una “guerra que se emprende”. Una guerra que se padece asalta el estrato emocional más profundo de la existencia, el ethos pathos, que está ligado a la supervivencia misma. El deseo de no morir domina en ella. En cambio, en la guerra que se emprende predomina el ethos logos, ligado a la asunción discursiva de determinados valores justificatorios o condenatorios. El deseo de matar predomina en ella. De lo contrario cómo explicar la adhesión a la guerra de mentes lúcidas de intelectuales como Spengler, Jünger, Schmitt, Jaspers, pero también Max Weber y Thomas Mann, a la "ideología de la guerra". El filósofo e historiador italiano Domenico Losurdo, en su obra La comunidad, la muerte, occidente, examina dichas afecciones que calificaban a la guerra como "grande y maravillosa". Primero estudia la configuración filosófica centrada en la idea del ocaso de Occidente junto al tema de la comunidad y la muerte en la guerra. De lo cual emergerá produce en Alemania la ideología de "tierra y sangre" de la ideología nazi. Luego compara el tema del destino occidental-alemán, frente a los opuestos "mercantilismos" de las democracias y de la Unión Soviética. Pero el propósito de todo este recorrido de Losurdo es explicar los elementos ideológicos en la teoría filosófica de Heidegger y contextualizarlo sin recurrir a apología ni a demonización. De su examen se extrae la conclusión de que el “ser para la muerte” del Mago de Friburgo respondía al ethos del logos como discurso predominante en el contexto social de la Alemania de entreguerras. Lo interesante aquí es apreciar que Heidegger nunca supo procesar los horrores del Holocausto como censurables. Su filosofía nunca tuvo oído para la ética, sino tan sólo para el Ser abstracto. Ese divorcio profundo entre el ethos del pathos y el ethos del logos en Heidegger es una característica de la sociedad nihilista divorciada de los valores superiores, es un mal de nuestro tiempo. Esa comunicación defectuosa entre la captación emocional del valor y su efectuación práctica, hasta el límite de su negación, no tiene que ver con la naturaleza humana, sino con la presión social y el deterioro cultural de la sociedad imperante. Un sistema social que sustituye las auténticas necesidades humanas por otras artificiales, como sucede en el capitalismo, termina aniquilando los reales valores humanos e imponiendo una civilización material. Al trastocarse los órdenes teleológicos lo cuantitativo termina sometiendo a lo cualitativo, el valor se reduce a objeto, avanza arrolladoramente la tragedia de la cultura, donde un ímpetu demoníaco orilla a la humanidad a una especie de demencia social. La barbarie de la civilización materialista desemboca en la hegemonía de lo técnico-científico, donde lo importante no es pensar seriamente, ni conocer la verdad, ni valorar sustancialmente, sino vivir sin responsabilidad y actuar con ironía lúdica.  

 

 

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Ethos páthico y Ethos logos


La ontología de la alteridad parte de esta diferencia entre ethos páthico y ethos como logos. El primero atiende a la estructura ontológica de lo ético, como forma especial de la naturaleza humana. El segundo a las manifestaciones discursas en la historia de dicho fondo. El primero no es extratemporal, pero tampoco es enteramente histórico, es esencia que depende la existencia para manifestarse. En cambio, el segundo es temporal e histórico. Pero la estructura ontológica de lo ético, el ethos-pathos, no obliga, sólo condiciona la obligación. Si obligara dejaría de ser ético y se volvería en el algo determinado y no libre. Es por ello por lo que el hombre es una existencia que marcha como existente. Y en su marcha encuentra que la filosofía no es una opción sino una implicación existencial.

 

Esto tiene que ver con la afirmación de Heidegger en Interpretaciones fenomenológicas sobre Aristóteles, donde indica que el hombre a pesar de su apertura permanece oculto. Pero lo oculto en el hombre no es una determinación de su finitud ontológica sino una condición de su ontología ética. Justamente lo oculto preserva su libertad y lo hacer ser lo que es, a saber, un ser libre, capaz de amor y odio, de bien y mal. El hombre como ser finito es un ser contingente y falible pero también libre. Esto no significa que la ética precede a la metafísica por medio de una praxis vital, sino que es ya una manifestación metafísica de la criatura humana que está entre los Otros.

 

La categoría mundanal de la vida, admitida por Dilthey, Husserl, Heidegger, Ortega, Gadamer y Habermas, es el contexto del ethos-logos donde se toma posición frente a los valores, pero previa a ella se da la categoría a priori-trascendente de la vida, como el contexto del ethos-pathos donde el sujeto está situado ante la Otredad y la dación de los valores. Es por eso, que la ontología de la alteridad no es simplemente ética de la alteridad, porque no se limita a ver que los sujetos son seres en relación, sino que, además, señala que esa relación es posibilitada por una estructura ontológico-ética como horizonte metafísico donde aparece la Otredad y se dan los valores, mucho antes de la toma de posición ante ellos. Por eso, es un horizonte prerreflexivo y prejudicativo, metafísico y ontológico, pero de naturaleza ética. Por eso, no es el comprender lo propio del hombre sino, un acto prerreflexivo previo, el recibir la dación del valor. Ciertamente que la mera dación del valor es inoperante sin el comprender, pero la dupla “dación del valor-comprender el valor” -con la primacía del primero- es lo propio de la existencia humana.

 

Es por eso por lo que quienes afirman desde una ética discursiva -Habermas, por ejemplo, en su obra Ética del discurso y la cuestión de la verdad- que el mundo se funda en estructuras lingüísticas intersubjetivamente compartidas, tienen razón sólo a nivel del ethos-logos, pero no del ethos como pathos. El hombre no sólo es un ser que conversa -Aristóteles decía que es el ser que tiene lenguaje-, porque si se abarcan gestos estaríamos a nivel de los animales como las ballenas y los delfines. No sólo somos diálogo y prudencia -como prefiere Gadamer-, sino que somos lenguaje porque habitamos en un previo horizonte extralingüístico de índole ético-valorativo. El Ser habla al hombre, pero también nos habla nuestro propio ser en clave ético-valorativa. En realidad, el Ser habla al hombre bajo el tamiz de esta clave. Todo el interés humano por las cosas del mundo pasa por el cernedero de lo ético-valorativo. Hay otra forma de decir lo mismo: ninguna gran idea llega al hombre sin antes haber estado en su corazón.

 

Quizá sea otra forma de leer la lógica del corazón de Pascal. Pero Pascal con su cristianismo individualista del siglo diecisiete sea ajeno al tiempo natural y en ello se aleje de nosotros, pero es contemporáneo no por su tiempo de la gracia, sino por advertir -como Dostoievski- que la cuestión de Dios es una cuestión decisiva del hombre, quizá el asunto existencial más importante que condiciona nuestra relación con el prójimo. El hombre será una nada frente al infinito, un todo ante la nada, pero un medio para evitar con el prójimo la nada y elevarse juntos al infinito. La ontología de la alteridad no reclama una actitud pascaliana, porque ya está instalada en la ontología del bien y del mal que anida en el corazón del hombre. Si cada uno encuentra lo que es en el fondo de su corazón, es porque no todos venimos al mundo con la misma capacidad para percibir el ethos como pathos y realizar el ethos como logos. De qué depende esa capacidad de nuestra alma. No hay duda de que somos misterio para nosotros mismos. Y es mejor reconocer que nuestra razón es tan poca cosa que es locura pretender tener respuesta para todas las preguntas.

 

Por lo pronto lo más prudente será acogernos al consejo de Pascal: Hay que cuidarnos de dos excesos, excluir la razón y no admitir más que la razón. Sin duda que la comprensión e interpretación de la ontología de la alteridad es temporal e histórica, porque el hombre lo es. Pero de ello no se deriva necesariamente que no pueda comprender ni interpretar lo intemporal y transhistórico. Incluso puede darse que el Ser y el Valor no siempre converse con el hombre o que su conversación no sea escuchada. La intersubjetividad del diálogo no se siempre y en todo momento de la misma manera. De aquí estamos a un paso de sentirnos tentados a repetir gadamerianamente que la hermenéutica no es un método sino el modo de ser del hombre. Pero no es necesario reincidir en la ontología fundamental heideggeriana porque la ontología de la alteridad pone énfasis en que antes que seres interpretantes somo seres captadores de los valores. Los valores asedian al ser del hombre porque su ontología es ética. Ni en la depravación y denigración el hombre pierde su sentido ético, incluso puede perder la vergüenza, pero no el sentido de lo malo y lo bueno. Esto es importante, porque señala el grado de enlace que existe entre el ser y lo bueno. Como ya lo destacó la escolástica, el acto de existir es algo bueno, ni el demonio puede desprenderse de ello. En cambio, la realización del valor, la práctica del bien o del mal, depende del desarrollo de los hábitos virtuosos o viciosos.

 

Es por eso por lo que se puede desconfiar de la ética cuando no se promueve la virtud y se extiende la cultura de la vulgaridad. En este sentido la ontología de la alteridad no es ninguna garantía para el triunfo del bien y la edificación de una sociedad y civilización ética, sino tan sólo la indicación que lo ético no se desentiende del ser, ni es su opuesto ni se subsume ni le es superior. Simplemente en la jerarquía de los seres lo ético es la forma correspondiente al ser del hombre. Su desarrollo no depende de esta base, ni de la toma de conciencia intelectiva respecto a ella, sino del desarrollo de virtudes que hagan posible la realización efectiva del bien y del valor superior del amor. Es por ello que la ontología de la alteridad no puede limitarse a una interpretación y comprensión temporalista del ser, el bien, la verdad, la historia, porque el hombre no es sólo temporal, hay en él algo de lo eterno e infinito. No se trata de caer en un nuevo nominalismo y relativismo proclamando que el hecho supremo es la interpretación, porque no es el lenguaje el que constituye la conciencia sino lo moral, lo ético y el valor. Pero a pesar de que es el horizonte ético el que constituye la conciencia, ello no significa siquiera que tener conciencia moral implique la consecuente práctica de los valores. Existe una conocida anécdota sobre Max Scheler al respecto: un alumno le preguntó porqué no vivía los valores con la misma pasión con la que los exponía, sólo atinó a responder que el poste indicador del camino no necesariamente se mueve en ese sentido. El peligro de tal actitud lo hemos visto en el desarrollo subsiguiente de la filosofía en la línea posmoderna y en el neopragmatismo donde incluso el poste indicador ha sido arrancado para sólo quedarse con la actitud interpretante. En la racionalidad práctica discursiva se cruzan la ética y la hermenéutica en un contexto donde no hay normas universales, sino solamente modos de vida. El resultado es un relativismo inevitable.

 

Todo indica que la verdad, el bien y el valor no pueden quedar bajo el horizonte del intérprete. Ello está basado en una errónea comprensión de la esencia humana, como existencia interpretante en vez de existencia sintiente del valor. Pues el fundamento ontológico del valor y del bien no es la existencialidad del ser humano interpretante. No es que haya verdad porque lo interpreto, sino que interpreto porque hay verdad. De la misma forma no hay bien y valor porque existo, sino que existo porque hay bien y valor. Lo afirmado también colisiona frontalmente con la ética discursiva habermasiana que sostiene que ni la tradición ni el diálogo son garante del libre acuerdo, porque son distorsionadas por fuerzas que violentan la relación intersubjetiva. Por lo cual, únicamente el “consenso” garantiza la verdad. Sin embargo, hacer como los habermasianos que el conocimiento de la realidad sea una construcción lingüística no supera la valla del subjetivismo y del historicismo. En este sentido, la ontología de la alteridad al hacer comprender que el hombre es una criatura ética, que no crea el valor ni el bien, sino que lo capta en su capa primordial ética del pathos y que pugna por expresarlo en la capa ético del logos, evita caer en la trampa del subjetivismo, el historicismo y el relativismo moral.

 

La revolución filosófica de la ética de la alteridad levinasiana es concebida como una ética que surge autónomamente respecto a la ontología, en la que el Otro es una alteridad radical y trascendente a la que denomina infinito. Considera que la ontología occidental ha estado dominada por el concepto de totalidad, la cual ha promovido la libertad egoísta y la dominación del Otro. Con lo cual la ontología impide la relación con el otro basado en la justicia. El Otro no es una idea sino un rostro que evoca conversar, pero que también cuestiona la conciencia. El rostro es el primer discurso que interpela. Es la presencia del Otro lo que provoca la corriente ética de la conciencia. El deseo es infinito, pero el deseo de ser más allá de la esencia es acción humilde que va a lo infinito del Otro. Lo Otro cuyo término no es el ser sino Dios. Es decir, la Otredad de Dios que se encuentra más allá del ser y de la ontología.

 

Lo que aquí propongo como ontología de la alteridad es que es un error concebir la ética más allá de la ontología. La ética no está subsumida ni más acá pero tampoco más allá de lo ontológico. Lo que hemos afirmado es que la ética es un modo particular de lo ontológico. La ética es una ontología de la persona, diferente a la ontología de las cosas. La ética es la ontología de un ser dotado de libertad, capaz de captar el valor y de llevarlo a la práctica. No es la ontología y el concepto de totalidad lo que lleva necesariamente a la dominación del Otro e impide la justicia y el diálogo con el Otro, sino que son los vicios y pasiones desenfrenadas. No será concebir al Otro como un infinito lo que promoverá el diálogo justo con él, sino atenerse a las virtudes. Por otro lado, poner a Dios por encima del ser como bondad suprema resulta sumamente controvertible.

 

Más coherente resulta Hans Jonas, en su libro El principio de responsabilidad. Ensayo de una ética para la civilización tecnológica, al afirmar que imponerse sobre la ética antropocéntrica que se basa en el obrar tecnológico significa una nueva metafísica que rescate el ser sin antropocentrismos y coloque la vida como finalidad propia y bien ontológico. El principio de responsabilidad se plasma en una ética ecológica que subsume la tecnociencia a una ética que ve con claridad que el futuro de la naturaleza es una responsabilidad metafísica.   

 

Otro autor que se empeña en una ética sin sustento en una metafísica del ser es Vattimo. Desde una ética débil, en su libro Ética de la interpretación, rechaza la postura de Levinas que considera que el respeto al otro se funda en la absoluta alteridad del otro, porque también el otro ha perdido su alteridad absoluta por la occidentalización del mundo y la cultura de masas. También considera la ética como la época del final de la metafísica. Busca fundar su ética hermenéutica en el horizonte de la ontología nihilista, sin valores supremos, donde sólo queda la devoción por lo limitado y lo efímero. Piensa que ello conduce a la solidaridad y el respeto. Pero en realidad su cóctel de esteticismo schopenhaueriano, superhombre nietzscheano y estética negativa de Adorno, resulta un poderoso vomitivo de los principios orientadores para quedar purgado de toda moral.

 

Por último, la ética pragmática del liberal Richard Rorty, en su libro ¿Esperanza o conocimiento?, y en su empeño por avanzar hacia una segunda Ilustración que supere el sueño por lo universal de la razón, asegura que llegó la hora de que los hombres dejen de buscar ideales universales y se conformen en resolver problemas específicos que nos separan. La ética en vez de servirse de la ficticia razón universal debe servirse de la real imaginación. No existe fundamento universal de los derechos humanos, todo es cuestión de ampliar la simpatía. La moral empieza donde el autointerés termina. Lo que en buena cuenta hace Rorty es sustituir lo que llama el egoísmo patológico universalista por el egoísmo patológico individualista. Su triste pragmatismo moral concluye concibiendo a la misma como un simple ajuste biológico de la especie. Si Levinas se las emprende contra la ontología occidental, la ceguera metafísica es un mal generalizado de la presente época nihilista que señala el rumbo de pensadores como Vattimo y Rorty, los cuales resuelven todo el debate ético a nivel del discursivo ethos logos sin fundamentos fuertes y universales. 

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