lunes, 12 de julio de 2021

IGUALDAD SIN LÁGRIMAS Justicia como copertenencia (I)

 


IGUALDAD SIN LÁGRIMAS

Justicia como copertenencia (I)

Gustavo Flores Quelopana

 

P R Ó L O G O

 

Justicia no sólo es equidad sino también gratuidad. Lo que indica que la esencia de la justicia es la copertenencia. La Onto-ética de la Justicia a diferencia de la metafísica ontológica de la escolástica, que fundamenta los principios de la justicia en la identidad de Bien y Ser; en contraste con el nominalismo de los liberales y libertarios, que la fundan en propósitos humanos; y en discordancia con el culturalismo comunitarista, que lo basa en la comunidad y la tradición; afirma que la justicia se basa en la estructura onto-ética del hombre mismo como copertenencia. Esto es, no hay que ir tan lejos como la metafísica escolástica y antigua ascendiendo a las alturas del Ser para hallar el fundamento de la Justicia, porque ésta mora en la misma esencia de la naturaleza humana. Si el hombre busca la idea de justicia es porque su ser onto-ético lo inclina naturalmente a ello. Otra cosa son las contingencias materiales e históricas por las que se tiene que atravesar en la realización de dicha idea.

En el hombre lo ontológico no se da por arriba ni por debajo de lo ético, sino que lo ético es la instancia ontológica propia de la naturaleza humana, donde se revela la justicia como copertenencia. Ética y ontología andan unidos en el hombre. Sin lo primero estamos ante una criatura distinta al hombre, propio del reino de la animalidad. Esto exige entender lo ético en su sentido primigenio, a saber, como capacidad de intuir el valor. En esta capacidad reside la naturaleza metafísica humana que lo predispone a descubrir el mundo metaempírico de las ideas de Bien, Justicia, Verdad, Universalidad, Dios. La ética en segunda instancia es estudio del bien y del mal, sus relaciones con la moral y el comportamiento humano. Pero en primera instancia es condición de posibilidad del valor. Y nada en el hombre llega al conocimiento si no es por intermedio de su valoración previa. De manera que la onto-ética de la justicia no es ontología de la justicia, menos aún es parte de las soluciones nominalistas e historicistas en boga. En una palabra, la filosofía de la justicia basada en la onto-ética de la justicia está en mejor posición para subsanar el distanciamiento categórico entre ética y política, superar el formalismo que lo limita a lo ético y político, reparar la separación entre ética privada y derecho público, devolviendo al hombre un fundamento fuerte en el debate sobre la Justicia. La filosofía de la justicia sostiene una idea muy simple y básica, a saber, la perfección de la justicia es el fin de la ética, de la política y de la ciencia jurídica. El hombre es un arquitecto imperfecto que busca llevar a cabo una obra perfecta. Así, con la perfección de la justicia se contribuye a la perfección del universo (perfectio universo). Pues el compromiso supremo de la sabiduría es que la organización moral y social no quede rezagada ni subordinada al avance de los conocimientos científicos y técnicos. Esto es, la tarea de la teoría es enriquecer y potenciar la praxis para mejorar el mundo. La teoría exige convertirse en práctica, porque la práctica no puede subsistir y se degrada sin la teoría. El mandato universal de la razón es promocionar el bienestar y la libertad de todos los seres humanos y preservar la paz universal. Buscar la perfección de la justicia es el compromiso ético del imperio de la razón. Y ello es así porque en el fondo la búsqueda de la perfección de la justicia sólo es lícita si redunda en el bienestar común, para que todos los seres humanos estén en condiciones de alcanzar la felicidad. Por eso, se trata de una empresa ética que se esfuerza por la instauración de la Justicia Universal. La misma que solamente puede expresarse en el mejoramiento de las condiciones de vida de la humanidad, tanto en su vertiente material como espiritual. Por ello, la justicia no puede ser perfeccionada si se excluye de ella el perdón, la caridad. Pues, la caridad es la justica de la sabiduría. Todo lo cual desemboca en el papel preponderante que tiene la ética de la responsabilidad en el individuo, la comunidad y la libertad humana como pieza angular de la justicia.

Especialmente el Perú por su historia precolombina es sustancialmente sensible al tema de la justicia social, porque plasmó con los Incas un imperio que desterró el hambre y otras injusticias sociales; y porque bajo la República criolla, prolongando las iniquidades atroces de la Colonia española, se sumió en la más venal injusticia con el gamonalismo bárbaro que marcaba a fuego, cercenaba las manos a los indios y violaba a las indias de sus haciendas. A lo cual se punto término en el 68 con el Gobierno Revolucionario de la Fuerza Armada encabezado por el General Velasco Alvarado. Pero lo que advino fue otra forma más moderna y matizada de injusticia bajo el triunfo global del neoliberalismo en el planeta. Fue precisamente ese capitalismo salvaje de la insolidaridad, el egoísmo, el individualismo, la informática y la injusticia social global la que en contrapartida ha puesto en primer plano la importancia imperiosa de perfeccionar la justicia. No pueden seguir existiendo personas muy ricas del hiperimperialismo de las megacorporaciones mundiales en medio de enormes masas sumidas en la ignominiosa pobreza y miseria. Ello es injusto por ser inmoral y es inmoral por ser injusto. Así, se trata de alcanzar el progreso espiritual por medio de la aplicación del pensamiento racional al perfeccionamiento de la justicia. El perfeccionamiento de la justica es la clave para la obtención de la libertad, bienestar y felicidad. Por ende, los ideales del saber están enlazados con la justicia global, para conseguir la unión universal en una totalidad armónica. Todo lo cual no significa otra cosa que la filosofía de la justicia tiene una fundamentación ético-política, porque un mundo de libertad sin igualdad engendraría daño por estar reñido con el bien. Y ese desequilibrio severo entre igualdad y justicia es justamente el impuesto desde los años setenta del siglo veinte por la modernidad neoliberal, el mismo que ha inferido un daño profundo a la Naturaleza y al Hombre mismo. Devolver al hombre un fundamento fuerte en el debate sobre la Justicia es una exigencia de los actuales tiempos globales, donde se requiere con urgencia un enfoque onto-ético para rectificar el hiato entre ética y política, y unir la ética privada y el derecho público.

Lima 12 de julio 2021

 

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Justicia y Bien

 

“La justicia en la vida y la conducta del Estado

sólo es posible cuando primero reside

en los corazones de los ciudadanos”

Platón

 

¿Es suficiente que los principios de la justicia se deriven de los propósitos humanos formales, sin que surja del mismo ser, donde Ser y Bien son idénticos?

La Justicia como virtud subjetiva es una disposición de la voluntad que da a cada uno lo suyo, ya sea de manera individual, social o grupal, de modo que es la virtud principal de la vida moral de las personas. Bien se dice que no es justo quien conoce, sino quien obra rectamente. Pero la justicia pierde su contenido abstracto de valor ideal cuando se transforma en práctica concreta con el Derecho. A partir de lo cual la justicia designa una práctica concreta de la conformidad de un acto con el derecho positivo, el cual debe recoger lo que es justo y bueno. Pero este concepto de justicia en el derecho romano no se condice con la acepción griega de los Setenta, que ordena la convivencia de lo jurídico y moral entre las personas. En cambio, el concepto cristiano de justicia como sinceridad y fidelidad al pacto con Dios desborda el ámbito moral y jurídico, profundizando en la relación religiosa que guarda el hombre con Dios y los hombres entre sí. Es cierto que la concepción veterotestamentaria de justicia es don gratuito de Dios para con los hombres como don de salvación, con la salvedad de que con Jesucristo el concepto de justicia se ahonda más y queda enlazado al entorno del amor. Si la justicia social es lo central en los profetas, en el Mesías lo justo es andar en el amor. De modo que la Encarnación es la misericordia de Dios que expresa la última ratio de la justicia divina.

Por su parte, el aporte de la modernidad es la noción de justicia como equidad y tiene a su mayor exponente en John Rawls. Reaccionando contra la definición de justicia como virtud subjetiva dirá: “La justicia es la primera virtud de las instituciones sociales, así como la verdad lo es de los sistemas de pensamiento”. Y, por otra parte, no han faltado investigaciones neurológicas y cerebrales que sostienen que las ideas de igualdad y justicia son de naturaleza instintiva en la naturaleza y en la sociedad. De manera que, desde la modernidad el concepto de justicia ha ido más allá de la idea antigua de “arte de dar a cada uno lo suyo” y de la idea teológica como “don de salvación”, para subrayarse como base para establecer la convivencia social, compensar y reparar los daños, respetar los derechos humanos, prevenir las guerras y, más recientemente, implantar una justicia global en lo jurídico, político y económico.

¿Es la justicia una virtud subjetiva o una virtud objetiva? Desde Platón hasta Rawls la justicia ha sido concebida como una de las cualidades del buen orden político. O sea, el fin de la política es el buen gobierno o tratar con justicia a sus ciudadanos, como fue advertido en su momento por Guamán Poma de Ayala en su Nueva Crónica y Buen Gobierno. Para el cronista indio el mundo está “al revés” porque la justicia ha perdido su equilibrio en el mundo andino, por haberse extraviado el principio de reciprocidad. Un buen gobierno se basaría en estructuras económicas y políticas incas, tecnología occidental y la teología cristiana. Martín de Murúa y el Inca Garcilaso de la Vega también destacaron que en el imperio incaico se gobernaba con gran justicia. En todo ello es inevitable que se unan dos mundos aparentemente incompatibles, a saber, la utopía y la realidad. Así, pues, la tarea principal de la filosofía política es saber qué es una sociedad justa en lo concreto y real. No en vano Justiniano ideó la mejor definición general de justicia, como la voluntad constante y perpetua de dar a cada uno lo que se merece. Esto supone evitar la tentación de identificar la buena sociedad con la sociedad justa. O sea, un país puede ser próspero, pero no necesariamente justo. Es comprensible, entonces, que debates ardorosos se hayan encendido sobre cómo lograr una sociedad justa. Si la verdadera política es la creación de sociedades justas, como supone Rawls, entonces cómo hacer que se respete tanto la libertad como la igualdad de los ciudadanos. Por lo menos, ese es el tema central de toda democracia. La respuesta de Rawls fue una teoría moral de la justicia, que revitalizó la idea de igualdad, con una primacía kantiana de lo justo sobre lo bueno y que niega que la propiedad privada sea un derecho natural. El resultado fue que desde la izquierda se le recriminó estar muy apegado al statu quo liberal y no ofrecer una teoría del poder, que explique la apropiación de la riqueza por las élites económicas y políticas; mientras que desde la derecha se le reprochó querer distribuir una riqueza que tiene dueños con legítimos derechos de propiedad.

Desde nuestro punto de vista, y, en primer lugar, la construcción de una sociedad justa no requiere necesariamente de la primacía kantiana de lo justo sobre lo bueno. Es más, es hasta dañino subsumir la justicia como virtud subjetiva por la justicia como virtud objetiva, porque tiende a debilitar las responsabilidades personales privadas. Al contrario, es la primacía de lo bueno sobre lo justo lo que hace posible la construcción de una sociedad justa. Según la ley natural nada es justo si no es bueno. En otras palabras, la construcción de una sociedad justa hunde sus raíces en algo anterior a lo normativo y que lo posibilita, a saber, lo bueno. Lo bueno es el fundamento de la norma y no la norma es el fundamento de lo bueno. Es por eso por lo que la justicia es un concepto arraigado en la filosofía moral y en la ética, considerado un bien común de las sociedades.

En realidad, la ética kantiana no examina la justicia como virtud específica, y los Principios metafísicos de la doctrina del derecho sólo tratan del derecho privado y público, mas no de la justicia. Por ello, la filosofía crítica kantiana carece de una teoría de la justicia, por lo que la interpretación de Rawls resulta personal y algo forzada. Lo que sí se encuentra en Kant es una definición del bien, como todo aquello que se corresponde con los mandamientos de la ley moral o imperativo categórico, intrínseca a todo ser pensante, y que no depende las condiciones de vida del hombre; y una definición del derecho, como limitación de la libertad de cada uno a la condición de su concordancia con la libertad de todos, en tanto que esta concordancia sea posible según una ley universal. Ante esto la propuesta neoliberal y neocontractualista de Rawls se siente seducido por la racionalidad normativa de Kant. Así, y prolongando a los sofistas, a Hobbes, a Locke, Rousseau y Kant, pero distinto al liberalismo ideológico de Montesquieu y al liberalismo político de Tocqueville, propone un constructivismo ético donde las leyes serán justas para una sociedad democrática. Su objetivo es construir un procedimiento obligatorio para generar una singular ética normativa. Por eso su punto de partida no son los principios morales supremos, no es lo bueno, ni unos principios específicos, que se obtienen al final, sino ciertos juicios morales cotidianos y determinadas condiciones de racionalidad. Por eso que el orden de justicia que sugiere no es ni siquiera la justicia, sino la equidad. Es la equidad el único sentido interpretativo que le da a la virtud de la justicia. Y así, el liberalismo constructivista que expone la justicia como equidad reposa en tres principios: principio de diferencia, principio de igualdad de oportunidades y principio de igual libertad.

En esta concepción de la justicia como equidad la prioridad lo tiene el aspecto normativo o deontológico sobre el aspecto ético o axiológico (el Bien). Con ello la justicia puede ser concebida como la primera virtud de las instituciones sociales. A su modo de ver, fue exactamente lo que hizo el constructivismo kantiano con lo normativo, presentándola como conciencia del Deber. Es por eso por lo que el primer Rawls busca una justicia universal a partir de un orden de libertades abstractas, y que el segundo Rawls adoptará la idea del consenso tras las críticas de los comunitaristas. No obstante, la solución de Rawls basada en el consenso ha sido criticada por Alain Touraine (Qué es la democracia), pues la justicia no descansa en el consenso, sino en el compromiso siempre revisado de los actores políticos o sociales a través de las modificaciones del derecho. Juzga que la “posición original” de Rawls donde se pone entre paréntesis intereses, valores y objetivos de los individuos, es una ficción. Pues una teoría de la democracia y la justicia no puede estar separada de las relaciones sociales y de la acción colectiva. Pero en definitiva Rawls no altera su criterio de justicia como equidad. En La Justicia como equidad la primacía de lo justo sobre el bien significa que son los principios de justicia política los que imponen limitaciones a los estilos de vida permisibles. Su idea central es que cada idea del Bien en política debe ser limitada, porque si se deja crecer el liberalismo político se hace imposible.

Obsérvese bien que siempre habla de la bondad como pura racionalidad, de las virtudes políticas y del orden social, pero no del Bien como guía de la conducta pública y privada, no habla del aspecto ético y axiológico del bien. Está convencido de que el Estado debe ser neutral y no debe favorecer ninguna concepción filosófica o religiosa, ni ninguna concepción del Bien a ellas vinculadas. Se trata de no apelar a valor moral alguno con el fin de mantener una neutralidad que favorezca la igualdad de oportunidades. Con ello deriva hacia un amoralismo que busca el consenso de indiferentes y escépticos. En todo caso su constructivismo liberal requiere de un moralismo de contenidos mínimos, donde la tolerancia, la razonabilidad, el sentido de equidad y la disponibilidad hacia los demás, son las melifluas virtudes que ocupan el primer lugar. En otras palabras, la justicia como equidad puede corresponderse con la moral mínima que exige una democracia liberal, pero no con la moral fuerte que representa una democracia representativa.

Además, en una democracia donde se ha superdesarrollado una independencia relativa del ciudadano y relega a las instituciones y a las constituciones a un papel secundario, la justicia ya no puede darse como virtud de las instituciones, sino de los individuos. Por lo demás, la justicia como equidad, con una moral mínima, no está en condiciones de sociales de imponerse donde el ideal democrático ha fracasado como práctica para resolver los conflictos sociales. Demócratas igualitaristas como Rousseau y Macpherson han insistido en el papel de la igualdad y de la justicia social en la democracia, considerando la propiedad pública y los bienes colectivos como la base sobre la que descansa la democracia. Por su parte, los demócratas liberales desde Locke, Hayek y Friedman han insistido en el papel de la libertad y de la libre elección de la democracia, viendo en el contractualismo del libre mercado capitalista el modelo y requisito para la democracia. A estas alturas vendría bien no perder de vista lo que los economistas clásicos y los marxistas percibieron como la estrecha relación que existe entre los modelos de dominación de clase y las formas de gobierno, los modos de producción y las formas de gobernar.

La justicia como equidad de Rawls se adecúa a las condiciones de la democracia liberal, pero no con otras formas de democracia. Es más, la primacía de lo justo sobre lo bueno es en el fondo un retorno al republicanismo clásico y al humanismo cívico de los antiguos, dejando de lado el sistema de virtudes y de dones de la consideración teológica-filosófico-axiológica del Bien. Con ello se desemboca en la idea de una razón pública, la cual dice que no tienen las iglesias, las universidades, las sociedades civiles, los regímenes aristocráticos y autocráticos modernos. Pero al afirmar que la razón pública es la razón de los ciudadanos y que el objeto de su razón es el bien público, deriva hacia un esencialismo constitucional elitista, donde la razón pública es la razón de su tribunal supremo. Es decir, un Tribunal Supremo de Jueces encarna la razón pública.

De modo que Platón tenía razón al sostener que la justicia no puede ser la primera virtud de las instituciones sociales si antes no está en los corazones de los ciudadanos, como un bien y una virtud subjetiva. Lo cual significa que el Estado no puede permanecer neutral ante los valores morales, permitiendo a todos manifestarse sin filtro. La igualdad de oportunidades no puede significar neutralidad de propósitos. Es necesario hablar del Bien como guía de la conducta pública y privada, en vez de reducirlas a meras virtudes políticas y del orden social. La bondad no es pura racionalidad, sino que es una virtud axiológica de la voluntad. Si el Bien es guía de la conducta privada entonces los principios de la justicia política no tienen que primar sobre el Bien. En este punto tienen razón los comunitaristas al criticarlo por mantener la moralidad pública separada de la moralidad privada. Es la misma situación esquizofrénica que mantiene Bernard Mandeville en La Fábula de las abejas, donde los vicios privados hacen la moralidad pública. La diferencia estriba en que Mandeville es el representante típico de la burguesía en ascenso y revolucionaria del siglo dieciocho, aunque sus tintes de nihilismo moral desvinculaban radicalmente la economía de la ética; mientras que Rawls es el exponente prototípico de la reformista burguesía decadente del capitalismo en su fase tardía hiperimperialista, de fines del siglo veinte y comienzos del veintiuno, aunque busca retornar al republicanismo clásico y al humanismo cívico. A diferencia del escandaloso Mandeville, que defiende el egoísmo, la lujuria y la ausencia de códigos divinos y humanos, Rawls se aleja de toda metafísica para buscar una concepción moral de la justicia adecuada para la democracia liberal. Si en Mandeville el relativismo moral es la consecuencia y la justificación del beneficio personal es el colofón; en Rawls la normatividad moral es la consecuencia y la justificación para no excluir a nadie de los beneficios del bienestar. Esa es su conclusión. Rawls es un defensor de la justicia social asegurando la libertad individual, pero no se basa en la idea de la necesidad de igualdad, ni en la noción del mérito. La justicia social implica ajustar los modelos de distribución social a los principios de la justicia.

Para ello Rawls desarrolló una teoría alternativa, basado en el principio de desigualdad en el reparto de los bienes, lo cual se permite sólo si actúa en beneficio de los miembros menos favorecidos de la sociedad. Pero su teoría también permite distanciarse de la igualdad cuando ello genera mayor producción de bienes para su redistribución entre los menos favorecidos. Sus críticos neoliberales como Hayek (Derecho, legislación y libertad) y Nozick (Anarquía, Estado y Utopía) han rechazado el criterio de la justicia social para defender el retorno a la concepción tradicional de justicia como respeto a la ley y al derecho establecido. Su rechazo de la justicia social se basa en tres argumentos: primero, supone un agente responsable de la distribución, cuando en los hechos esa distribución es resultado de muchos agentes que no están coordinados ni persiguen un resultado general; segundo, implica la sustitución de la economía de mercado por una burocracia ineficaz; y tercero, interfiere con la libertad personal, impidiendo a las personas hacer su voluntad. O sea, la justicia es una propiedad de los procesos más que de los resultados. Esto es tanto como decir que la mano invisible del mercado es la que regula la justicia social. Pero la verdad es que noción de la justicia social ni implica que todos los recursos deban repartirse por medio de una burocracia central, ni presupone la extinción espontánea de muchos beneficios sociales a través del mercado. De forma que la distribución se adecuara a los principios generales de la necesidad y el mérito. El hecho es que los valores de la justicia y de la libertad contrastan en Rawls y Nozick.

Pero el liberalismo constructivista de ambos en su intento de reformular la metafísica, la epistemología, la ética y la ciencia política es sumamente débil, porque no ofrecen el más mínimo fundamento ontológico. Y es que el problema de los principios de la justicia no tiene una solución meramente política y normativa, sino que pertenece al ámbito de la metafísica y la ontología. Para comprender el problema de la justicia no basta partir de la razón, como en Kant, sino que hay que partir del ser. Desde la perspectiva del ser es notoria su característica de lo bueno y lo bueno es la base ontológica de la justicia. Existe un plano ontológico como fundamento del plano óntico de la justicia. Platón (La República) el otro. La justicia ontológica es la virtud entera, como potencialidad o hábito que puede ser usada consigo mismo y con los demás. Ontológicamente la justicia aristotélica es el ejercicio de la virtud para con el prójimo.

Pero si la justicia ontológica es la virtud potencial, entonces no puede ser confundido con su ejercicio con el prójimo. El ejercicio de la justicia como virtud para con el prójimo es más bien el plano óntico, mientras que el plano ontológico corresponde a aquel núcleo onto-ético que caracteriza al hombre y que corresponde a la justicia potencial. La estructura onto-ética de lo humano es el plano ontológico que posibilita el plano óntico de la justicia como virtud para con el prójimo. Es decir, no se puede hablar simplemente de la ontología de la justicia porque el hombre no es un mero ser ontológico, sino que es una estructura onto-ética. Esa es su peculiaridad teleológica. La justicia como virtud subjetiva y como virtud objetiva encuentra su base en la estructura onto-ética del hombre. La estructura onto-ética es el horizonte de la finitud humana que hace posible la valoración misma. Esto es, la valoración de la verdad, el mundo, las personas, lo universal y lo necesario. No es un fondo meramente ontológico, porque en el hombre lo ontológico se fusiona con la dimensión ética. Ética entendida como el plano propio del ser humano. No hay hombre sin ética, hay hombre negador de lo ético, el hombre anético. El hombre anético tiene gradaciones, que va desde la indiferente moral hasta el perverso destructivo. En todo caso se trata de una pendiente de deshumanización, pero no de animalización. El tirano cruel en su monstruosidad moral no es una bestia, no se animaliza, porque su ser lo que le permite es la deshumanización más no la animalización. En este sentido, la estructura onto-ética del hombre es un bien, no sólo porque Bien y Ser son idénticos, sino porque deja planteado el horizonte de la acción moral y la vida buena. Y por ello la justicia no sólo es normativa, sino también virtud subjetiva. La justicia está intrínsicamente unida al bien moral y al horizonte de su posibilidad que es la estructura finita onto-ética humana. El fundamento onto-ético de la justicia no sólo niega el relativismo moral, sino que exige que la solución político-normativa de la justicia encuentre su más sólido asidero en el amor ciudadano por la justicia. Y por lo que resulta inaceptable el rechazo de la justicia social.

En buena cuenta, si la justicia se deriva de los propósitos formales humanos, entonces resulta imposible eliminar la desigualdad social por más agresiva que sea la forma de redistribución hacia los más desfavorecidos. Y será así porque la libertad individual será siempre un freno para repartir con equidad las oportunidades y redistribuir la riqueza. Se requiere de un fundamento más sólido de lo meramente formal y normativo. Esto es, se necesita un enfoque onto-ético de la justicia, que asiente la justicia en el ser mismo, porque Ser y Bien son idénticos y no es posible separarlos, salvo en el enfoque nominalista e historicista. Tanto el fundamento agnóstico kantiano en el que se basa Rawls, como el suelo empirista sobre el que se funda el neoliberalismo, resultan complemente insuficientes para alcanzar un enfoque adecuado al problema de la justicia dado que tienden al formalismo antropológico y al relativismo moral. En cambio, el enfoque metafísico realista onto-ético de la justicia permite entender que el respeto a las diferencias tiene sus límites, que la igualdad es superior no sólo al derecho de propiedad sino también a la libertad individual y que no se trata de mitigar la pobreza sino de eliminarla. Lo cual sólo es plausible dentro de un nuevo sentido de la vida no capitalista, porque el capitalismo con su estilo consumista de la vida resulta insostenible en un planeta cuyos recursos son agotables. Lo que en el fondo significa que no sólo se trata de redistribuir riqueza material, sino primordialmente riqueza espiritual.

 

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Justicia y Felicidad

 

“La verdadera felicidad consiste en hacer el bien”

Aristóteles

 

¿Qué sentido tiene una política que hace desgraciado al justo y feliz al injusto?

Justamente Hans Kelsen (Qué es la justicia) contradiciendo a Platón, se niega a identificar la justicia con la felicidad y sostiene que la justicia es una característica posible pero no necesaria de un orden social. Y es que Kelsen ya pertenece al ámbito del distanciamiento categórico de la ética con la política inaugurado por Maquiavelo. Pues, para el hombre virtuoso la justicia le causa felicidad, mientras al hombre vicioso le provoca infelicidad. Pero cuando en el escenario social la hegemonía la tiene el hombre sin principios, meramente calculador y dominado por intereses, entonces se deja de creer en el bien y en el mal, lo justo y lo injusto, no se reconoce ningún derecho inviolable, ningún deber absoluto, se somete la moral a la política y se subsume los derechos del hombre a las razones de Estado. Entonces la justicia se vuelve contingente y no necesaria en el orden social. El maquiavelismo se condensa en la máxima “el fin justifica los medios”, y con ello el razonamiento del hombre político puede prescindir de la Moral y de la Religión. Aquella base moral que sostiene la acción personal y social en Platón, Aristóteles y Santo Tomás de Aquino desaparece. Ahora en el centro está el individuo con su obsesiva búsqueda del poder por el poder. Desde entonces la justicia deja de identificarse con la felicidad y la felicidad misma ya no consiste en hacer el bien. Con este divorcio entre ética y política el camino para el liberalismo político y económico estaba allanado. Locke, Montesquieu, Adam Smith y Voltaire echarían las bases para privilegiar la libertad individual sin interferencia del Estado. La teoría contractualista que nace con Rousseau tampoco sellaría la brecha abierta entre ética y política.

Para el paladín del iusnaturalismo racionalista y defensor del pacto social como origen del Estado, la base de la política no será la ética sino el contrato social voluntario, que tiene como preocupación el bien común, el mismo que se consigue por medio de las instituciones estatales y el gobierno ejecutivo, legislativo y judicial. Con Kant vendría la cisura entre la ética privada y el Derecho público, junto a los deberes éticos existen los deberes jurídicos. Los deberes éticos se imponen por la vía interna, mientras que los deberes jurídicos lo hacen por la vía externa. Moralidad es proceder con máximas de universal observancia, y Derecho es compatibilizar el libre albedrío con el de todos según una ley general. Siendo diferente el derecho privado del derecho público, éste último norma la vida asociada de los individuos en comunidad. O sea, la moralidad es cuestión de principios a priori que se expresan en imperativos categóricos, que implican deber, los cuales vienen del sujeto mismo, que produce autonomía y se vuelven en ley universal (Crítica de la razón práctica, 1787); en cambio la vida pública se rige por el derecho, desde la voluntad del objeto, lo cual produce heteronomía, no depende directamente del sujeto, sino de la ley que regula la vida pública, y se vuelve en ley positiva (Principios metafísicos de la doctrina del derecho). Esta separación entre ética privada y derecho público fue lo que no fue bien entendida por Hanna Arendt al escribir su libro Eichmann en Jerusalén. Sencillamente Eichmann no podía trasladar los imperativos categóricos del deber ético al terreno de los deberes jurídicos. Además, el propio Kant lo prohíbe, instando a la obediencia y la sumisión ante la ley positiva y el poder estatal (Qué es la Ilustración, 1784). Nunca autorizó la rebelión ni la oposición al poder (Metafísica de las costumbres, 1797). Fue un retroceso jurídico respecto a santo Tomás de Aquino y al Padre Juan de Mariana, los cuales justifican la revolución y la doctrina del tiranicidio, la ejecución de un rey por el pueblo si es un tirano.

El criminal de guerra nazi Eichmann se defiende y dice no ser culpable aduciendo que obró como un estricto kantiano, o sea, cumplió con su deber. Sólo que se le olvidó precisar que cumplía con su deber jurídico, pero no con su deber moral. ¿Cómo es posible esto? Es posible sobre la base de la separación entre ética privada y derecho público. Este detalle crucial tampoco lo aclara Michael Onfray en su libro El sueño de Eichmann (2008), libro que desnuda la filosofía kantiana especialmente su moral, derecho y política frente a la incomprensión de Arendt. Es decir, Eichmann no malinterpretó a Kant como sostiene Arendt (Eichmann en Jerusalén, 1963), ni lo comprendió a la perfección como sugiere Onfray, simplemente que Kant y Eichmann ya respiraban la atmósfera formalista que era común en la Modernidad. Nos preguntamos cómo podía un individuo sentirse feliz cumpliendo con un deber jurídico que colisionaba con el deber moral. Sólo dentro del marco de una esquizofrenia social aceptada puede darse tal anomalía, y parece ser ese el caso de la sociedad moderna. Kant era ambiguo. Por un lado, tenía la firme convicción de que la moralidad y la política deben estar unidos (La paz perpetua, 1795). Pero, por otro lado, distinguió estrictamente los motivos morales y los legales (Principios metafísicos de la doctrina del derecho, 1797). Para Kant la moralidad puede dar forma a la política, sin llegar a convertirse en el motivo de la política (El conflicto de las facultades, 1798). La ambigüedad del pensamiento kantiano no es una excepción sino la regla de la conciencia burguesía durante su ascenso revolucionario en el siglo dieciocho, pero desde el siglo veinte dichas ambigüedades evolucionarán hacia el anetismo o el acto de sentirse más allá del bien y del mal. Es la conciencia de la burguesía imperialista que padece un serio desequilibrio mental al desarraigar al hombre de sus auténticas necesidades humanas e imponiéndole otras artificiales. No llama la atención entonces que el consumismo capitalista no satisface las auténticas necesidades del hombre, sino que hace al hombre más infeliz y predispuesto a la injusticia. Esto es hablar de un contexto donde los imperativos categóricos kantianos han sido abolidos, olvidados, ya no laten poderosos en el sujeto ni en la voluntad, y en donde el hombre olvida lo más esencial que tiene, a saber, su dignidad, y en su lugar se conforma con tener precio. En un mundo así lo común es que la política haga desgraciado al justo y feliz al injusto. En otras palabras, Eichmann puede apelar que actuó como todo un kantiano cumpliendo con su deber, porque sencillamente en Kant la ética privada y el derecho público están separados por un hiato profundo. De lo cual ni Arendt ni Onfray reparan adecuadamente.

Pero el utilitarismo sería el sistema de pensamiento que vendría después del kantismo haciendo de la utilidad del principio de todo valor. Conforme al utilitarismo la justicia social excluye la concepción de mérito y de necesidad. En su lugar la cuestión del reparto justo es esencialmente un reparto que produzca la mayor felicidad posible. Bentham (Fragmento sobre el gobierno) y John Stuart Mill (El utilitarismo) sistematizaron esta doctrina que piensa que la utilidad o dicha mayor es el fundamento de la moral. Una acción es buena si aumenta la dicha y mala si tiende a producir su efecto contrario. Pero al reducir el concepto de bien al concepto de utilidad lo que se produce es un reduccionismo moral. Por más que Mill afirme tres grados de utilitarismo: egoísta, altruista y combinado, el bienestar social será dependiente de la utilidad general. El combinado es el que representa al utilitarismo, según Mill, porque se muestra imparcial, benévolo y desinteresado. Como doctrina de la utilidad individual o privada termina subsumiendo personas y cosas a los intereses del individuo. Se vuelve así en un sistema que identifica el bien con el placer, pero su verdadera entraña es el interés. O sea, las acciones buenas son aquellas que tienden a aumentar la medida total del placer. Conforme a la racionalidad calculadora lo que interesa no es lo cualitativo, sino el número de personas afectadas por el placer o el dolor. Las personas son tratadas como cifras, estadística, cosas entregadas al placer. El único camino que asegura la mayor felicidad del mayor número posible es el criterio moral, de gobierno y de legislación. Para Mill la idea de justicia supone dos cosas: una regla de conducta y un sentimiento que sanciona la regla. O sea, el único fundamento de la civilización es coaccionar al individuo para que no haga daño a los demás. Esto significa que el fin moral es insuficiente y es necesario el castigo para impedir el daño. Pero para definir cuál es el límite para que una conducta sea perjudicial a los demás Mill acepta el principio de Humboldt de que el fin del hombre es el desarrollo más armonioso de sus capacidades y así aumenta la felicidad común. En otras palabras, nada debe obstaculizar a la libertad privada, ni la comunidad, el derecho natural, la metafísica, ni la autoridad. Sólo son importantes los sentimientos de placer y de dolor de los seres humanos. Al sostener que todo tipo de acción debe juzgarse no en función de las virtudes sino en función de las consecuencias que se le puede atribuir, el utilitarismo queda convertido en una doctrina consecuencialista.

Este consecuencialismo se observa en Peter Singer, un filósofo moral australiano que en su libro Un mundo solo. La ética de la globalización (2002) piensa que, desde el punto de vista del utilitarismo hedonista, si el costo de ayudar a extranjeros es bajo y el beneficio es alto, entonces no existe excusas morales para insistir en la prioridad de los intereses nacionales. O sea, al inmigrante no se lo valora como persona, sino desde el punto de vista de la utilidad, como costo/beneficio. Lo que confirma que el utilitarismo es individualista, porque lo colectivo queda reducido a intereses individuales, pero también es antiindividualista porque prevalece siempre el interés colectivo sobre el particular de cada uno. Esto fue lo que advirtió John Rawls, en su Teoría de la Justicia, contra el utilitarismo al rechazarlo, porque somete al individuo al bienestar general. Para Rawls el utilitarismo es una forma de bienestarismo que pasa por alto la individualidad. El utilitarismo antepondría los derechos globales a los derechos individuales, y por eso los individuos no son valiosos en sí mismos sino relación con el bienestar general. En otras palabras, para Rawls el utilitarismo sería encubridor de una mayor desigualdad. Ese sería el problema ético del utilitarismo, simplemente viola la individualidad porque su criterio de utilidad para hacer comparaciones interpersonales y cálculos distributivos con independencia de los individuos no diferencia quiénes deben recibir la utilidad distribuida. El utilitarismo no toma en cuenta la distinción moral entre las personas y con ello termina quebrando más hondamente la relación de la justicia con la felicidad. En realidad, la teoría utilitarismo no es individualista, sino un simple distribuidor utilitarista del mayor número posible. Por eso, su ausencia de separabilidad entre las personas desemboca en la violación de los derechos individuales. No hay más derechos para el utilitarismo que los derechos de igualdad de utilidades o de bienestar. Lo cual no garantiza la unidad moral del individuo. El valor moral del individuo no puede estar sujeto al bienestar colectivo. Esa fue la denuncia que también hacía en los años sesenta el sociólogo norteamericano Daniel Riesman en su obra Abundancia ¿para qué? (1964). El capitalismo de bienestar de la posguerra estuvo insuflado de ese espíritu utilitarista que al final terminó en un mendaz materialismo vulgar que desvigorizó la moral ciudadana e hizo más infeliz a los seres humanos.

Un autor liberal e igualitarista como Ronald Dorwkin, en su libro Virtud soberana. La teoría y la práctica de la igualdad (2000), sostiene que hay que distinguir entre preferencias personales y preferencias para otros. Si se ignora esta distinción el resultado es discriminatorio hacia los demás. Si bajo la argumentación utilitarista basta sumar las preferencias de los individuos sin tomar en cuenta los intereses que socavan los intereses legítimos de otras personas moralmente iguales, entonces no existe un mecanismo público de prevención contra las preferencias externas. Esto es, el utilitarismo con su intención de respetar las preferencias en vez de las personas da lugar a una mayor desigualdad y discriminación. Al enzarzarse el utilitarismo en la irresoluble discusión sobre la comparabilidad entre bienestar y felicidad de los individuos como base de la justicia, no puede construir una teoría de la justicia coherente en torno a los bienes sociales básicos y que sirva para comparar situaciones de desigualdad.

Mientras que para Platón, Aristóteles y santo Tomás de Aquino la moral está en la base de la justicia y por ello produce felicidad, la modernidad desde el Renacimiento se encaminó por el camino contrario, desvinculando la política de la ética y volviendo la felicidad en algo artificial que no tiene que ver con la realización de la vida moral. Pero para Aristóteles (Política) la ciencia política se ocupa de lo bueno y lo justo, y la felicidad que se relaciona con la vida política es el honor. El verdadero hombre de Estado ha de ocuparse de la virtud, más que de alguna otra cosa. Y el compendio de toda virtud es la justicia, porque es practicar la virtud con los demás. La justicia es la única de las virtudes que es un bien ajeno, porque es para otro. Lo justo sólo existe entre hombres cuyas relaciones están gobernadas por ley. La justicia rige la vida de la ciudad, y se ofrece a nuestros ojos como una comunidad suprema que comprende a todas las demás comunidades. Por ello, dice el Estagirita, la comunidad política tiene por causa la práctica de las buenas acciones y no simplemente la convivencia. O sea, la comunidad política es un gran ejemplo de moralidad antes que de legalidad. Pues, la auténtica tarea del Estado no es el bienestar material, sino el logro de la vida buena y perfecta, esto es el ideal de la humanidad moralmente realizada. Siendo la felicidad la finalidad última del hombre su ética es teleológica. Enorme contraste con la ciencia política de la modernidad que pone en su centro a un individuo emancipado de toda instancia superior, que se desentiende del bien común y que busca afanosamente el poder por el poder.

Pero la defensa de la virtud no ha muerto. La filósofa política norteamericana Martha Nussbaum que forma parte de la corriente naturalista neo-aristotélica, enfatiza que el concepto moral primario es la virtud, propiedad de las personas buenas, y en su libro La tradición cosmopolita. Un noble e imperfecto ideal (2019), defiende la idea de una justicia global, donde la nacionalidad es moralmente irrelevante, desde el punto de vista de la justicia, incluida la justicia social. Otro neo-aristotélico y neo-tomista es Alasdair MacIntyre, quien, en su obra Tras la virtud (1981), pone como aspecto central de la ética los hábitos, las virtudes, la importancia del bien moral y el telos de la práctica social. La ética teleológica vuelve al primer plano. Pero fue Santo Tomás (Tratado de la justicia) el que distingue tres elementos en el acto justo: alteridad, exigencia objetiva y el debitum o algo debido a otro y que puede reclamar como suyo. El hombre necesita del derecho para frenarse a sí mismo. La ley positiva es interpretación de la ley natural. El derecho natural implica un orden de validez universal e intemporal, cuya determinación es una tarea siempre nueva para el hombre. Afirma conforme a la teoría del derecho natural -legado del estoicismo de la antigüedad- que no es ley la ley que no sea justa y que por lo tanto de la ley natural, que es la primera regla de la razón, debe derivarse toda ley humana. Distingue cuatro tipos de leyes: eterna, natural, humana y divina. El Estado no puede encaminar a los hombres a gozar de Dios, que es su fin último, pero sí los puede encaminar hacia la virtud. La superioridad de la Iglesia frente al Estado no implica un poder absoluto, sino sólo en lo que toca en relación con el orden sobrenatural. Incluye el derecho de gentes basado en el orden de la razón. La justicia general se orienta hacia el bien común, es una especie de virtud suprema y nada se opone tanto a la justicia general como la frustración de tantos proyectos de vida que no han podido desarrollarse por falta de medios. Por eso también hay una justicia particular referida a las personas, y la justicia debe tener en cuenta la diferencia de las personas, de ahí que la justicia no se mueve por igualdad aritmética sino en proporcionalidad geométrica. El concepto tomista de justicia general resulta siendo muy potente para el logro de la felicidad y contrarrestar la inmensa injusticia imperante.

Una política que hace desgraciado al justo y feliz al injusto señala a una sociedad que ha perdido la virtud y la capacidad para edificar una vida buena. El divorcio entre ética y política puede hacer que se alcance el bienestar material, pero al precio de distanciar categóricamente la justicia con la felicidad humana. Para que la justicia realice la felicidad humana es necesario no sólo asumir la ética de las virtudes, relacionarla con el bien común, unir la ética privada con el derecho público, y fundar la política en la ética, sino basar todo ello en la estructura onto-ética de la existencia humana. Es decir, la ecuación justicia/felicidad debe partir de la realización de la vocación ética de la estructura humana. Porque el hombre es en su esencia un ser advocado al bien y al valor, teniendo como posibilidad existencial edificar una estructura social que enlace la justicia con la felicidad. Si los principios de justicia se derivan de los propósitos humanos es porque su ideal está inscrito en su naturaleza. Si para el empirismo a partir de lo sensible la abstracción crea lo general, para el realismo a partir de lo sensible la abstracción descubre lo general o las formas eternas ínsitas en nuestro ser. De modo que el principio de la justicia no es creado por el hombre, sino descubierto por él.

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