PEDRO FAVARON-PUCP
FILOSOFÍAS AMERINDIAS:
Apuntes sobre el concepto de “filosofía mitocrática”
Uno de los mayores
esfuerzos intelectuales de Gustavo Flores Quelopana ha sido reflexionar sobre
si es posible hablar de una filosofía amerindia y, de ser el caso, en qué
términos entenderla. Desde el punto de vista de Flores, no bastaría con
identificar aspectos de la lengua y el pensamiento indígena que se adapten a
los estrechos marcos paradigmáticos de lo que desde la academia moderna se
entiende como filosofía. Esta sería una operación que no solo adolecería de una
definición demasiado acotada de lo filosófico, sino que distorsionaría las
reflexiones ontológicas y epistémicas de los sabios indígenas al solo rescatar
aquello que se puede acomodar, no sin cierto esfuerzo reductivo, a los límites
de la disciplina moderna.
Es evidente
que, si nos inclináramos por hablar de filosofías amerindias, esto
inevitablemente implicaría resemantizar el término filosofía; se tendría que
ampliar el concepto canónico de la filosofía moderna, teniendo “presente la
diversidad de formas en que la filosofía y los filósofos han existido y han
sido formulados conceptualmente” (Jaspers 2013: 39). Se trataría, en este
sentido, de permanecer abiertos a “la naturaleza heterogénea de lo que cae bajo
el rótulo de la filosofía” (Jaspers 2013: 72). Esto significaría no identificar
lo filosófico con un tipo de práctica culturalmente limitada. En este
sentido, la conceptualización de un “filosofía mitocrática” por parte de Flores
es un logro mayor, ya que permite concebir la posibilidad de una reflexión
hondamente filosófica en la que la razón no estaría separada de lo narrativo,
lo poético, lo simbólico, lo ritual y la capacidad visionaria de vincularse con
realidades suprasensibles a partir de ejercicios trascendentes de la
percepción.
Sin negar bajo
ninguna circunstancia la originalidad de la propuesta del profesor Flores, la
filosofía es siempre un emprendimiento dialógico. En este sentido, la revisión
hecha por el filósofo peruano de la obra de Karl Jaspers ha sido fundamental
para su crítica al positivismo en su empeño por monopolizar la reflexión
filosófica. Si nos limitamos a considerar “como criterio de pertinencia el
carácter de ciencia, esto es, en la filosofía, la forma lógica y la condición
de sistema” (Jaspers 2013: 45), la pregunta inicial desde la que parte este
artículo carece de sentido. No ha existido mucho en los pensamientos de las
naciones amerindias que pueda calzar con esta comprensión técnica. Al menos no
si asociamos la ciencia con el paradigma naturalista y mecanicista que ha sido
uno de los pilares del cientificismo moderno. Sin embargo, la exigencia
cientificista ha llegado a ser problemática incluso al interior de la propia
modernidad. El extremo de ciertas vertientes positivistas de la filosofía ha
terminado por repudiar incluso la tradición metafísica y, con ello, “lo que
antaño se llamaba filosofía” (Jaspers 2013: 45). Por eso mismo, no parece
acertado ceñir lo filosófico a las conclusiones que se desprenden de los
resultados empíricos, verificables y cuantificables, del método científico; si
bien no existe ciencia carente de filosofía, la tradición filosófica occidental
trasciende (aunque no niega ni se contrapone) a lo científico. “Entre la
significación del filosofar y la de las ciencias existe esta diferencia: aquel
se dirige al propio ser del hombre íntegro; en cambio, estas, tan solo al
entendimiento puro de la consciencia en general” (Jaspers 2013: 46). Por eso
mismo, la condición de posibilidad que permitiría hacerse siquiera la pregunta
de si existen filosofías amerindias precisa acoger una visión ampliada y des
tecnificada de la filosofía, que reconozca que “el ámbito de la verdad
científica es tan sólo un supuesto de la filosofía, no lo característicamente
suyo” (Jaspers 2013: 74). Esto no significa quitar validez a las premisas
fundantes de la práctica filosófica moderna, sino solamente relativizar y
apaciguar su pretensión de universalidad.
La disciplina de la filosofía académica
se basa, por lo general y en buena medida, en la revisión hermenéutica de un
corpus canónico de textos escritos y reconocidos como filosofía (según sus
propios criterios de validación). Esto no solo presupone una delimitación
excluyente de formas de pensamiento alternas a las establecidas como
paradigmáticas de la filosofía (en un sentido moderno), sino que la escritura
alfabética parece, en buena medida, un prerrequisito de ella. Para Derrida
(1986), por ejemplo, no cabe duda (a pesar de sus implacables procesos de
deconstrucción) que “la fonetización de la escritura”, es el “origen histórico
y posibilidad estructural tanto de la filosofía como de la ciencia, condición
de la episteme” (8). Si la escritura alfabética es un criterio inequívoco para
poder considerar a una tradición reflexiva como filosofía, tendría que
descartarse, sin mayor preámbulo, la posible participación de lo filosófico por
parte de las naciones que han carecido de este tipo de sistemas. Esto
significaría un acotamiento bastante limitado y excluyente frente a nuestras
herencias ancestrales. Gustavo Flores (2023)
ha afirmado que “la filosofía no depende de la escritura, porque es un hecho
más básico y fundamental que tiene que ver con la condición de la existencia
humana” (113). Si entendemos la filosofía como una tendencia reflexiva
inherente al ser, entonces, por fuerza, esta no precisa la técnica de la escritura.
conviene recordar que no es cierto que en el seno de la propia tradición
filosófica occidental la escritura fonológica siempre ha ocupado un lugar
preponderante como signo distintivo (o determinante) de lo filosófico. Derrida
(1986) ha rastreado de manera crítica una tradición intelectual al interior del
pensamiento occidental (que va de Platón a Saussure, pasando por Rousseau y
derivando en Leví-Strauss), que ha renegado de la escritura, y la ha
considerado, un tanto despectivamente, como “mera traductora de un habla plena
y plenamente presente (presente consigo, en su significación, en el otro,
condición, incluso, del tema de la presencia en general)” (13). Asimismo, salta
de evidente que dos de las principales semillas de la frondosa filosofía occidental,
Jesús y Sócrates, nunca escribieron sus reflexiones y enseñanzas. Fueron
maestros orales, y no por ello fueron dejados de atender por sus contemporáneos
(aunque ambos fueron asesinados por los poderes de turno, aunque eso es otra
historia). Por su parte, los “primeros [filósofos] presocráticos cuyas palabras
propias se han conservado compusieron su obra por procedimientos orales, sea en
verso, sea en forma de aforismos” (Havelock 1996: 20). Es decir, el pensamiento
helénico, al menos en un momento inicial, no se desligaba del ritmo ni de la
imagen poética.
La filosofía, además de una actividad
académica y culturalmente delimitada, también puede ser entendida como una
necesidad radical del ser (que surge de forma penetrante e ineludible en
ciertos individuos); y esta es, justamente, la opción por la que se decanta la
propuesta reflexiva de Flores Quelopana. En todas las culturas, de todos los
tiempos, han existido personas excepcionales que han sentido una intensa
vocación por la sabiduría y que han tratado de dar respuestas a ciertas
preguntas que bien pueden ser calificadas de fundamentales e inherentes a la
conciencia humana: ¿De dónde venimos? ¿Cuál es el destino del alma tras la
muerte? ¿Qué hay más allá de lo que podemos percibir con los sentidos biológicos?
¿Qué es lo que da sentido a la existencia? ¿Cómo se puede obtener un
conocimiento válido y profundo del cosmos? ¿Cuáles son los principios éticos
que deben orientar la convivencia humana y la coexistencia con el resto de
seres vivos? ¿Cómo se pueden recuperar los equilibrios perdidos debido a las
transgresiones? Lo que sucede es que la forma de plantearse estas preguntas y
de darles respuestas, así como las expresiones de sabiduría, no siempre han
sido las mismas; se trataría de variables culturales y respuestas particulares
a un impulso reflexivo y a una vocación intelectual semejante, inherente a
nuestra condición vital. La propuesta de Flores se inclina por sugerir que en
las narraciones, poéticas y prácticas rituales de los pueblos indígenas hay una
vocación filosófica, en la que se plantean cuestiones de orden estético, ético,
epistémico y ontológico; por eso mismo, el hecho de que los sabios amerindios
no se expresen mediante conceptos aislados de lo narrativo y del ritmo poético,
no implica que sus reflexiones deben ser consideradas como ajenas a la
filosofía.
Se podría argumentar que las
narraciones y poéticas indígenas tienen demasiada carga metafórica como para
ser consideradas una práctica filosófica. Pero, ¿acaso no todo ejercicio
lingüístico tiene un componente metafórico? “La metáfora esta omnipresente en
nuestra vida cotidiana porque no se trata solamente de un asunto de palabras,
sino que es el propio sistema conceptual del ser humano el que está
estructurado y definido metafóricamente” (Valenzuela 1998: 414). Comprendemos
lo que acontece siempre en comparación y en contraste. Aunque el lenguaje
técnico y la definición conceptual que suele primar en los artículos académicos
trate de prevenirse contra la multisignificancia potencial de las palabras (y
trate de evitar, por eso mismo, el “abuso” de las metáforas), el lenguaje
siempre tiene un aspecto creativo: por eso, el significado y el sentido de los
enunciados no están prefijados, sino que se dan a partir de su inserción en una
cadena significante. Además, los significantes suelen poder ser cambiados por
otros significantes sin atentar contra el sentido de un texto, lo que daría
cuenta, justamente, del carácter metafórico de la lengua. Asimismo, cada lector
otorga una interpretación personal a lo que lee; no hay formar de prever, de
forma unívoca, una lectura hermenéutica. Ahora bien, tal vez sí sea lícito
afirmar que en las reflexiones presentes en una narración o en un canto
amerindio se mantiene un mayor grado de libertad interpretativa que en un
concepto expresado de manera abstracta. Por eso mismo, la libertad de
pensamiento, de la que hace alarde la filosofía, no está de ninguna manera
reñida con la expresión narrativa o poética, sino que más bien encuentra en
ella un ámbito de plena posibilidad.
Toda metáfora “implica abstraer un
contenido intelectual a partir de una base empírica […] Esto permite la
formación del concepto” (Flores 2023: 50). El concepto es inherente a la
metáfora. Ahora bien, es evidente que las metáforas presentes en las
reflexiones cosmogónicas de los sabios amerindios no pueden explicarse fuera de
su propio contexto cultural. ¿Pero acaso hay filósofo alguno que pueda ser
pensado al margen de su inserción en una determinada cultura y en una lengua, o
que sea inmune a las influencias de su tiempo y del modelo civilizatorio en el
cual vive? Justamente, la filosofía académica, desde un punto de vista
antropológico, debe ser entendida como el conjunto de manifestaciones
reflexivas de las élites intelectuales de las culturas occidentales en un
momento determinado de su historia. Este condicionamiento cultural, sin
embargo, no es un límite para el pensamiento (al menos no en un sentido
absoluto). “Aunque consignados por nacimiento a su época, [los filósofos]
llegan a ser figuras de objetiva intemporalidad; plasman el espíritu de su
tiempo y, a la vez, lo trascienden” (Jaspers 2013: 23). En el caso de los
sabios amerindios, ellos también van más allá de las prefiguraciones culturales
en las que su vida y reflexión se inserta. No existe, dentro de las cosmogonías
(relativamente) compartidas por las naciones indígenas, un corpus de
conclusiones prefijadas sobre la naturaleza de los seres espirituales o de los
mundos suprasensibles. Los sabios visionarios de las naciones amerindias pueden
ser pensados, por lo tanto, como individuos excepcionales que, gracias a los
caminos iniciáticos de los antiguos, han podido abrirse a la intensa alteridad
de los mundos suprasensibles; luego reelaborarán reflexivamente, y en sus
propios términos, esas experiencias, siempre únicas, para transmitirlas a sus
parientes y a las nuevas generaciones.
Antes que, de fronteras de dominios diversos, corresponde hablar de
formas diversas de la verdad una y única. En la medida en que llega a
predominar el pensamiento – que no puede jamás dominar con exclusividad -,
hablamos de filosofía; conforme hay predominio de imagen y figura, de poesía.
El poeta, en cuanto expone pensamientos, se torna filósofo; el filósofo, en
cuanto expresa sus pensamientos en forma plástica, mediante la metáfora y el
mito, se vuelve poeta (Jaspers 2013: 41).
La diferencia entre poesía y filosofía,
según esta reflexión, sería un asunto de grado, más que de dicotomías
excluyentes. Convendría señalar, asimismo, que no toda la tradición filosófica
occidental ha pretendido realizar un ejercicio reflexivo ajeno al afecto. Es
más, la raíz etimológica del término (philia)
habla de una pulsión amorosa y fraternal inherente a las prácticas reflexivas
de los primeros cultores de la filosofía; se conoce aquello que se ama, ya que
el amor tiene también una dimensión epistémica. El propio Platón afirmaba que
el origen de la filosofía era el asombro. Concepciones semejantes no son ajenas
a autores más recientes. El filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han (2021b),
comentando la propuesta de Heidegger, ha afirmado que el pensamiento humano, “antes de
captar el mundo en conceptos, se ve apresado, incluso afectado por él” (53).
Por lo tanto, lo filosófico acontece “inicialmente en un medio afectivo, en una
disposición anímica” (Han 2021b: 53). Una reflexión filosófica que parta desde
un “corazón pensante, se contrapone así al poder invulnerable e irrestricto de
la razón” (Han 2021a: 206). Lo cordial no niega la racionalidad, pero
trasciende la pretensión de descorazonar el pensamiento; trata de dar pie, más
bien, a una reflexión cardiaca que se sepa ligada al aliento cósmico. Un pensar
fundado en lo cordial atiende tanto a las diferencias entre los diversos tipos
de seres, como a aquello que nos vincula; antes que ceder (de forma
determinista) a las inclinaciones analíticas y divisorias de la razón
instrumental, percibe las continuidades y las complementaciones. Además, como
dice el filósofo cherokee Yazzie (2004), “no hay verdad sin significado y
valoración; y el significado y la valoración surgen en la intersección entre
nosotros y el mundo” (16). Es desde nuestra interacción fenoménica y afectiva
con el cosmos que la existencia cobra sentido para nosotros y la vida merece
ser vivida.
Afirmar, como
hace Flores Quelopana, que la tradición filosófica occidental está
culturalmente condicionada y es una posibilidad intelectual más en que se
manifiesta la radical necesidad humana de conocer, no pretende, por supuesto,
desmerecer los logros específicos de la filosofía occidental; se trata solo
refrenar cierta tendencia narcisista a considerarse a sí misma en términos
universales y como posibilidad intelectual superior, en todos los aspectos, a
otras formas de pensamiento. “La ruptura con el etnocentrismo occidental no
significa su descalificación como tradición filosófica. Es más bien un intento
de apreciar el despliegue de la razón filosófica a través de todas las diversas
tradiciones culturales” (Flores 2023: 53). En este sentido, si la filosofía académica quisiera acoger las
cosmogonías indígenas y otorgarles la misma valía que le da a los pensamientos
propios de su disciplina, tendría que “reformularse a sí misma de una manera
drástica mediante una revisión de sus presupuestos que le permitiera acomodarse
a otras formas de pensamiento” (Descola 2016: 28 [traducción del autor]). Por
eso mismo, el concepto de “filosofía mitocrática” acuñado por Flores, está
planteando, desde un reflexión enraizada, por un lado, en la herencia indígena
americana, y, por otro, en un diálogo crítico con la llamada “tradición
occidental”, un propuesta que llevaría a ensanchar y reformular los límites
paradigmáticos de la filosofía moderna, para de esta manera dar cuenta de las
diferentes manifestaciones reflexivas de la humanidad, encarándolas desde sus
propias racionalidades y sin imponer un modelo prestablecido sobre la vibrante
y dinámica capacidad intelectual del ser humano ante su constante asombro ante
el cosmos y la existencia.
Bibliografía:
Derrida, Jacques. 1986 [1967]. De
la gramatología. Siglo XXI Editores. México.
Descola, Phillipe. 2016. “Varieties of Ontological Pluralism”.
Charbonnier, Pierre, Gildas Salmon & Peter Skafish (Ed). Comparative Metaphysics. Ontology After
Anthropology. Rowman & Littlefield. London. Pp. 27-39.
Flores Quelopana, Gustavo. 2023. Filosofía,
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Goody, Jack. [1977] 2008. La domesticación del pensamiento salvaje. Akal. Madrid, España.
Han, Byung-Chul. 2021b No-cosas: quiebres en el mundo de hoy. Taurus. Buenos Aires,
Argentina.
Havelock, Eric. 1996 [1986]. La musa aprende a escribir. Reflexiones
sobre oralidad y escritura desde la Antigüedad hasta el presente. Paidós.
Barcelona, España.
Lévi-Strauss, Claude. 2023 [1962]. El
pensamiento salvaje. Fondo de Cultura Económica. México.
Valenzuela, Pilar. 1998. “Luna-Avispa y
Tigre-Machaco: compuestos semánticos en la taxonomía shipiba”. Zarina Estrada
and Max Figueroa and Gerardo López and Andrés Costa (eds.), IV Encuentro Internacional de Lingüística
del Noroeste. Memorias, Tomo I, vol. 2. Sonora. Pp. 409-428.
Yazzie, Brian. 2004. “What Coyote and Thales can teach us: an outline of
American Indian epistemology”. Waters, Anne (Ed.), American Indian Thougth: Philosophical Essays. Blackwell
Publishing. Malden, MA, USA. Pp. 15-26.
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