Epílogo
por
Gustavo
Flores Quelopana
Lo
que el elocuente, punzante y polémico periodista Federico More dijo una vez de
Manuel González Prada, “un griego extraviado entre zambos”, puede decirse parafraseando
de Luis Enrique Alvizuri, “un artista extraviado entre filósofos”. Lo cual no
es de ninguna forma un demérito, ni una observación peyorativa, al contrario,
es un verdadero mérito en medio de la ola de erudición, gélida conceptuación y
pesada sistematicidad en que ha sido aprisionada la filosofía racionalista
hasta convertirla en un páramo yerto y momificado.
Con Alvizuri se vuelve a sentir correr por
nuestros rostros ese antiguo y tibio viento de la filosofía de los tiempos del
mito, la protohistoria, y el comienzo del pensar humano. En sus líneas se
yergue nuevamente la alborada de aquellos tiempos en que la filosofía era
poetizar y poetizar era pensar filosóficamente. No es casual que Alvizuri sea cantautor
y poeta al mismo tiempo que filósofo. Pero todo ello en armonía con su estro
artístico, porque el hombre fue en sus orígenes un artista para lograr
sobrevivir en medio de la hostilidad existencial. Alvizuri es un alma artística,
impelida por el impulso creador, la inusitada espontaneidad y el espíritu
intuitivo.
Y aquí sale a nuestro encuentro Heidegger cuando
dice que el origen del arte es la poesía, porque la belleza es una forma de
manifestación del ser. Lo que no dijo es que tal manifestación es una manera primigenia
de filosofar, porque el filósofo primitivo o el filósofo artístico no se queda
inmóvil en la contemplación, sino que avanza hacia la intuición reflexiva. Y
esto es lo que hallamos en la base del planteamiento de Alvizuri. No es casual
que Alvizuri rechace toda filosofía sistemática, y sus pensamientos caigan como
aerolitos en la cantera terrestre.
Indudablemente que Alvizuri termina elaborando una
teoría, pero ello no significa que abandone la filosofía artística e intuitiva.
¿Cómo podría hacerlo cuando cimienta el pensar filosófico en un impulso
filosofante que nace de la condición existencial del hombre? El impulso es
pasión que, en vez de esterilizar la espontaneidad, la fortalece. Lo peculiar
de su filosofía unido al arte, a lo espontáneo y al impulso existencial es que
tiene el suficiente vigor para no refugiarse en la ciencia, ni en espumosos
silogismos, ni encadenarse a la rigidez del pensar lógico, ni forzar su
naturaleza bajo el muro de los conceptos racionalistas.
Pero su alma artística no lo lleva a rechazar el
mundo sensible, no es un filósofo artístico maldito reñido con el mundo, su
alma es más compatible con un Dante, un Petrarca o un Boccaccio, o con un
Zaratustra, un Plotino, o un Bergson, que, con el atormentado Miguel Ángel, y
los suicidas Cesare Pavese o Paul Celan. Su enfoque es metafísico, no cabe
duda, pero de una metafísica que no se divorcia del mundo para extraviarse en
añoranzas infinitas ni patrias invisibles.
Al respecto, se puede decir que todo creador tiene
su demonio, pero mientras en unos el demonio los domina separándolos del mundo,
llevándolos hacia la locura o el suicidio -como Hölderlin, Kleist o Nietzsche-,
en otros -como Leonardo, Goethe, Schiller y Shelley-, son amos de su demonio
interior, no pierden la mesura, y evitan caer en el caos y el desorden. Es
decir, en Alvizuri el arrebato de su alma artística no es contenida en la moderación
por su amor a la filosofía, sino que su propio estro poético-filosófico no es
esclava de exigencias trascendentales que lo arrebatan todo.
Para Alvizuri se filosofa por impulso, como
erupción volcánica de alucinado el hombre se ve impelido a filosofar. Esta ontologización
de la filosofía sólo se la puede comprender cabalmente desde el frescor
iridiscente de la torre del poseso. No es que el hombre se eleve para
filosofar, sino que ya está elevado para hacerlo. Sólo debe cumplir su destino.
Pero qué sucede cuando se rompe el resorte del impulso filosófico. Interrogante
que no se plantea Alvizuri, y que da la impresión que tal cosa no se puede dar,
más sí ocultar. En mi ensayo Filosofía como onto-ética (2021) abordo el
tema desde la consideración de que lo ontológico no es una fatalidad y está en
interacción con lo histórico. De lo contrario se caería en una especie de
fatalidad ontológica del impulso filosófico como ley cósmica que instaurara un
nuevo necesitarismo.
Es por ello, que celebro la publicación de su obra,
encerrada por varios años en la incuria de lo inédito y al que ha ido puliendo con
cincel de escultor a lo largo del tiempo, porque nos trae una potente bocanada
de aire fresco en medio de la floresta envenenada de la filosofía occidental,
extraviada en el escepticismo, el posmodernismo y el nihilismo y que todavía se
cultiva en nuestros medios académicos enfermos de medianía, opacidad y
mimetismo. La tragedia de Alvizuri era hasta poco que nadie hablaba de él, salvo
el reducido grupo de filósofos de lo andino, pero tal hechizo se ha roto cuando
el antropólogo Rodolfo Sánchez Garrafa le dedica una sección especial al
análisis de su pensamiento andino en su libro Qankunapas Noqaykupas/Ustedes
y Nosotros (2024). Ahora ya hay alguien que lo ha escuchado.
Pero todavía su público es escaso a pesar de las
cabriolas de sus frases y estridentes arlequinadas de sus pensamientos. Este
solitario actor del pensamiento filosófico mantiene a su pesar un aislamiento
profundo, que se rompe de tiempo en tiempo con un baño de público con su
actividad de cantautor. Pero en el orden del pensamiento ni siquiera adversarios
reconocidos, salvo los ocasionales impugnadores que se le presentan en las
redes sociales. Sin público, sin mayor eco en lo intelectual, nadie se molesta
en dirigirle una mirada, casi nadie reconoce lo extraordinario de su espíritu,
salvo unos cuantos amigos. Es por eso que este espíritu, furioso por su
destino, despotrica cuanto puede, muchas veces con acierto y justicia, contra la
miopía y estrechez de la filosofía de la academia, el alambicado pensamiento de
salón de las aulas universitarias que lo ignoran y no se compadecen de su
originalidad. Pero ese ardor que lo devora no capitula, arranca su túnica de
Neso en jirones sangrientos para aparecer desnudo ante la verdad, su verdad.
Más, ¡qué silencio alrededor de ese grito del espíritu!, ¡qué frío glacial
alrededor de esa desnudez!, ¡qué cielo siniestro se cierne sobre ese asesino de
la miopía académica!, que, a falta de enemigo con quien combatir, se precipita
sobre sí mismo, sin piedad, como quien se conoce a sí mismo y es su propio
verdugo. Arrebatado por su demonio que pugna controlar, se dibuja el perfil de
un pensador trágico, sombrío y terrible, sacudido por fiebres extrañas e
impelido por un impulso tan grande que lo sumerge en el extremo éxtasis de la
embriaguez de sí mismo y así cumple su destino.
Un épico panorama sin cielo, un admirable
espectáculo casi sin espectadores, un extenso silencio que rodea al solitario
pensador: tal es la cumbre, mérito y tragedia de Alvizuri. Se debería abominar
la estupidez del destino, ante la cual Alvizuri de cuando en cuando se subleva.
Pero con olfato trágico supo edificar voluntariamente esa “vida particular” en
su segura existencia. Con gran fortaleza de ánimo supo desafiar a los dioses
para experimentar el mayor grado de riesgo y a la hora de sus demonios supo
arrojar por la ventana sus vasos llenos de vino a una de las calles tranquilas
de San Borja. Pero las potencias de la noche han escuchado su invocación y van
en busca de quien las reta y logran que Alvizuri no logre escabullirse de los
terribles hierros que rebotan en la masa de su voluntad predestinada. Desde los
arcanos ignotos de la historia parecen oírse las palabras nietzscheanas sobre “Soportad
lo fatal”. Es un canto ferviente arrojado sobre el que se devora a sí mismo sin
disimulo y sin amargura. Al contrario, siempre reclama lo máximo que puede
resistir. Resulta siendo inocultable la soledad profunda de un espíritu que
siente el llamado de su destino a destiempo. Siendo el único actor de su
tragedia resulta que toda acción procede irremediablemente de él.
Trazar un retrato de Alvizuri no es cosa trivial.
Resulta siendo asunto de la mayor importancia como en todo pensador. Una cabeza
fuerte, de héroe, levantada con orgullo; de cabellera leonina; frente elevada,
surcada por peligrosos pensamientos; bajo sus delgadas cejas, una mirada de
cernícalo; los músculos de su rostro no ocultan su tensión interior; con un
mentón prominente y robusto que recuerda al de un guerrero inca. Bajo esa forma
de superhombre antiguo se envuelve un espíritu de fama indiscutible en el arte
del canto, pero de dudosa reputación en el orden del pensamiento. No siendo
mezquina su producción bibliográfica, sin embargo, la fama le ha sido esquiva
en lo intelectual. No en vano se ha incidido en que la humanidad no está muy
llena de fe en el reconocimiento de los grandes espíritus solitarios. Su
soledad hay que entenderla bien. No es la soledad del egoísta e individualista,
ni del misántropo. Es un hombre con mujer, tuvo un hijo con otra pareja y como
artista goza del aplauso del público. Es la soledad del creador de ideas, un
habitante solitario en su cumbre. Pero hay algo más significativo en su retrato
espiritual. Y es que aún cuando su exterior nos aturda pareciendo un
antiburgués, sibarita y dionisíaco, al contrario, como apuntaría Werner
Sombart, la disposición apolínea de su espíritu burgués no se lee en su rumbo económico
antiliberal y el sesgo político crítico de la democracia, sino en compartir el
cambio moderno de lo celeste a lo terrestre.
Efectivamente, el impulso filosofante, aunque pueda
parecerlo, no es una ruptura con el espíritu burgués de la modernidad, y no lo
es porque está firmemente establecida sobre una ontología inmanente de lo
empírico, justamente la misma ontología que engendró al capitalismo y a la
ciencia moderna. En otras palabras, el resorte del impulso filosofante
alvizuriano es del mismo cariz del que está hecho la modernidad. No por presentar
el impulso filosofante como una tendencia innata deja de ser moderno. Las ideas
innatas no sólo son de Platón y el empirismo de Aristóteles, también hay ideas
innatas en Descartes, Locke y Leibniz. Pero lo que lo emparente con la
gnoseología y metafísica de la modernidad a Alvizuri es su inmanentismo y
empirismo. Si esto es así, entonces su ruptura con la modernidad no es tan radical
como pudiera parecer con su giro ontologista, y no lo es porque mantiene
intacto el cordón umbilical inmanente de la metafísica moderna. Dicho paradero
no es desconocido en la filosofía occidental y una de sus más elaboradas
expresiones la presenta la ontología inmanentista de Nicolai Hartmann. Otra
cosa sería estudiar cómo en Alvizuri se concilia este ontologista inmanente con
su comprensión de lo andino, asunto que excede estas páginas y serán motivo de
reflexión en otro momento.
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