lunes, 17 de mayo de 2021

AUSCHWITZ Y EL PODER TOTAL (Final)

 


AUSCHWITZ Y EL PODER TOTAL (Final)

Gustavo Flores Quelopana

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La megamáquina

 

Desde las cámaras de gas hasta los misiles hipersónicos actuales se puede considerar que la humanidad ha refinado y potenciado la megamáquina de matar. Ambas violentan los valores humanos y ponen a la civilización al borde de su supervivencia. Auschwitz era una máquina de matar y hacer experimentos humanos concebida en el contexto de una megamáquina política, estratégica, tecnológica, epistémica y burocrática bien aceitada. Auschwitz fue la expresión por antonomasia de la megamáquina en la primera mitad del siglo veinte. Pero no fue la única, el mismo conflicto de la Segunda Guerra Mundial culminaría con otra megamáquina tan mortífera como Auschwitz, me refiero a la bomba atómica. Lo común de ambas es que son máquinas para exterminar, para acabar con la vida, la diferencia estriba en que una es discreta, secreta, reservada, selectiva, la otra es inocultable, registrable, pública y general. Y la potencia de la máquina termonuclear ahora es capaz de terminar con el tamaño de un país entero como Francia. O sea, su capacidad de provocar muerte largamente superó a la primera.

 

El filósofo de la tecnociencia Lewis Mumford, en su libro El mito de la máquina (vol. I, 1967, vol. II 1970) sostiene que en la modernidad existe un compromiso incondicional y compulsivo con la “Megamáquina”, constituyéndose ésta en la meta principal de la existencia humana. Pero Mumford no es tecnofóbico, sino que distinguía entre tecnologías “democráticas”, acordes con la naturaleza humana, y tecnologías “autoritarias”, que violentan los valores humanos. Es más, subrayó que para que la megamáquina pueda producir prosperidad de forma colectiva requiere de una organización política autoritaria, una organización eficaz del conocimiento y un sistema elaborado de mandato. Advirtiendo que el secretismo es propio de cualquier sistema de control total. Sobre la megamáquina de la bomba atómica Mumford afirmó que encierra grandes peligros, es elevadamente destructiva y escapa del control de los seres humanos.

 

Auschwitz en comparación con el poder destructivo de la bomba termonuclear da la impresión de que apenas abrió las puertas del infierno, mientras la megamáquina nuclear deja la sensación de estar en sus entrañas. Pero ello es mera ilusión, el artefacto atómico es el mismo Auschwitz potenciado y convertido en megamáquina de exterminio por excelencia. Tan alto es su poder de destrucción que puede ser considerada como la última y más letal megamáquina de muerte con que cuenta el hombre. Auschwitz no está muerto y vive entre nosotros. Ahora que las potencias compiten por tener misiles nucleares hipersónicos, capaz de caer a la velocidad de un meteorito, podemos considerar que estamos logrando llegar al epítome de la técnica deshumanizadora. Con la temible megamáquina termonuclear hipersónica el poder total de supervivir ha llegado a igualar al poder total de matar. Pero en ambos casos se trata del “poder total”. Diríamos con Veblen que llevamos dentro el rasgo fundamental de la cultura bárbara al ser competitiva, guerrerista, inclinada al fraude, el engaño, carecer de escrúpulos, ser astuta y prepotente. La racionalidad instrumental que impulsa la civilización tecnológica no ha condenado al tipo depredador para sustituirlo por otro más pacífico, industrioso y colaborador. Simplemente lo mantiene agazapado, latente, oculto, pero está ahí, en las circunvoluciones del alma.

 

La idea de que la máquina no es una fuerza neutral y, al contrario, es portadora de la racionalidad instrumental que la fundamenta, se hace cada vez más extensiva. En ese sentido, un autor como David Watson, en su libro Contra la Megamáquina (2002), sostiene que la constante amenaza de destrucción de la vida humana y de la naturaleza que se ciernen sobre el planeta, no es resultado de una aplicación errónea de la técnica, sino algo inherente a la racionalidad instrumental que la fundamenta. La racionalidad científico-técnica genera deshumanización al socavar la libertad e independencia humanas y supone una seria amenaza para la vida en el planeta. Contra este dominio Watson propone la deconstrucción del sistema industrial y tecnológico, y la exploración de formas de vida comunitarias. Una propuesta que se hilvana a partir del escepticismo tecnológico, el ludismo epistemológico y de una síntesis moderno-primitiva capaz de aprender de otras culturas y desarrollar una nueva sensibilidad verde. En el fondo está el dilema de cómo dominar la era técnica.

 

Las ciencias de la vida han puesto de relieve la primacía del criterio ético sobre el científico y la necesidad de recuperar la dimensión teleológica, metafísica, religiosa y trascendente. Esto es, se trata de poner límites a la secularización y a la razón autónoma. Son reconocibles los riesgos de la biotecnología, por ejemplo, con las armas biológicas, pero sus beneficios son mayores en medicina, alimentos y ambiente mejorado. Por su parte, las ciencias genómicas aceleran el fin de la idea de que la ciencia es éticamente neutral y repotencia el problema ético en ecoética y bioética. Incluso hace evidente la necesidad de un bioderecho, para impedir que se convierta en una amenaza la manipulación de los genes. A nivel genómico se hace necesario garantizar justicia distributiva y acceso equitativo a la biotecnología, con valores éticos bien definidos. Nuevamente aquí tenemos la urgencia de principios éticos y no meros criterios de utilidad pragmática. El peligro es que la élite económica monopolice la ciencia genómica para convertirse en superhumanos.

En realidad, gran parte de los filósofos de la vida se adscriben a un “naturalismo biologista” como sucedáneo del materialismo. Lo cual es mantenerse en el horizonte moderno del inmanentismo antimetafísico y temporalista de la secularización. Lo cual conduce a reducir el problema de la vida a lo biológico y no tomar en cuenta lo preternatural, espiritual y eterno. En este sentido, no pueden ver que la teología también es ciencia de la vida sobrenatural y sempiterna. Y menos aun pueden advertir que la filosofía se consuma por la teología y no como teología. Pero la filosofía moderna separada de la teología está lejos de darse cuenta del daño que se inflige al potenciar descontroladamente la razón autónoma hasta convertir a la racionalidad instrumental en la base del conocimiento mismo. Se ha dejado de comprender que la filosofía de la razón natural gana con la fe, porque se trata de una verdad que viene del Ser Supremo. La fe es tiniebla para el entendimiento, pero siempre estará más cerca de la sabiduría divina que toda filosofía y teología.

 

Auschwitz es también ejercer el poder total contra un país y un pueblo cuyo régimen no es del agrado de la primera potencia del mundo. Efectivamente, Estados Unidos con el bloqueo económico criminal contra Cuba no sólo infringe el principio consagrado en el derecho internacional a la libre autodeterminación de los pueblos, sino que convierte a la isla caribeña en un campo de concentración, de penuria y atraso. Si la dignidad del pueblo cubano mantiene en pie a la isla y si la comunidad internacional vota en bloque contra el ominoso bloqueo contra Cuba -excepto Israel-, es porque aún el sentimiento de justicia no se ha trivializado en la conciencia de los pueblos y de sus gobiernos. La misma infausta agresión es la que sufre el pueblo bolivariano de Venezuela. Y la misma prepotencia es la que ejerce el gobierno sionista de Israel contra el pueblo Palestino y sus territorios ocupados.

 

Pero si Auschwitz y los misiles nucleares son la megamáquina que niegan los valores humanos, las catedrales góticas también fueron megamáquinas que enaltecieron el valor humano. En los siglos XI y XII la civilización cristiana vivía convencida del Fin del Mundo, el Apocalipsis y la llegada del Juicio Final. Lo cual creó un clima de exaltación mística poderosa que daría forma a las maravillas arquitectónicas de la Europa del gótico, con un sinnúmero de catedrales construidas bajo el estilo románico. En esta proeza creativa se movieron más piedras que todas las pirámides juntas. Los artífices de las monumentales catedrales góticas fueron los maestros de obra, canteros y albañiles, quienes darían lugar a los gremios masónicos. Estas ciclópeas edificaciones eran verdaderas joyas hechas en homenaje al Creador y se convirtieron en megamáquinas en torno de las cuales crecieron las ciudades medievales, los centros de poder político, judicial, cultural, comercio y recreo. El gótico fue el triunfo de la luz y con ella de la esperanza en la salvación humana. Estas espléndidas basílicas -Reims, Burgos, San Esteban, Milán, Sevilla, Notre Dame, Santa María del Fiore, Colonia y Chartres- que asombraban por sus colosales cúpulas, arcos ojivales, bóvedas de crucería, arbotantes visibles, grandes rosetones, gran altura de la aguja central, enormes vitrales, decoraciones esculturales, iluminación interior y la posición central del transepto, expresaba la exaltación de Cristo como Logos de la Creación, Rey y Juez Supremo, que daría impulso a una particular teología, filosofía y política escolástica.

 

El arte gótico fue el punto de arranque de una megamáquina que dio lugar a la conquista para la razón y el hombre de un ámbito independiente, por la cual creció la conciencia de su libertad. Como bien destaca Gilson en su libro La filosofía de la Edad Media (1922), la filosofía de la Edad Media fue una obsesión por la teología, pero esta obsesión fue un movimiento racionalista. Por eso, si la Edad Moderna se funda en el siglo XIII con Alberto Magno, que reivindica la autonomía de la razón filosófica, sin embargo, artísticamente tiene su punto de partida en el gótico del siglo XI. O sea, los derechos de la razón fueron conquistados en el arte gótico de la Edad Media antes que la filosofía moderna. Mi agudo maestro Antonio Belaunde Moreyra, de inteligencia poliédrica, me explicó cierta vez -lo cual quedó registrado en su libro Nuevos Conatos (2008)- que el gótico tiene líneas de huida tanto hacia arriba como hacia abajo y también desde atrás hacia adelante. Lo cual unido a sus espectaculares ventanales, a que el peso de la bóveda recaiga sobre las columnas, no sobre una pared como era en el Románico, a que la presión lateral tenga que ser soportada por los arbotantes, la combinación de todo ello, luz, color, decoración, altura, monumentalidad y peso, se convierte en un símbolo de poder extraordinario de la razón. Y que eso es un símbolo de aspiración trascendente hacia el más allá. A lo cual sólo añadiría, por mi parte, que era símbolo de aspiración hacia lo trascendente, pero también reivindicación de lo inmanente. Lo cual quedaría plasmado con nitidez en la metafísica del ser de la filosofía escolástica tomista. Dios no es Acto puro de pensamiento (aristotelismo) sino de existir, y el hombre por la ley de su esencia es un esfuerzo constante y libre por unirse a la causa primera, que es Dios.

Lo apuntado en el párrafo anterior no es un excursus del tema principal, sino que muestra la megamáquina en pleno despliegue creador de una civilización. La megamáquina tiene un despliegue creador, pero también destructor, es más, puede contener ambas cosas en su esencia. Para la lógica perversa de Hitler Auschwitz era su megamáquina destructora de la raza inferior, pero también creadora del Reich de mil años con el superhombre ario. No obstante, lo que aquí nos llama atención es la vinculación de la megamáquina con el poder total. ¿Pero acaso la búsqueda del poder total no es el móvil de la historia? ¿No es la paranoia la que hace la historia?

 

Esa es la convicción del analista junguiano y escritor italiano Luigi Zoja en su obra Paranoia. La locura hace la historia (2013). La historia resulta ser el campo predilecto de los paranoicos. Es el territorio por excelencia en el que tienen mayor éxito esos seres convincentes y carismáticos. Estos delirantes suelen ser muy persuasivos, fascinantes, perversos y grandes manipuladores. Incapaces de introspección, atribuyen todo mal a los demás. Su lógica invicta e irrefutable invierte las causas sin perder la apariencia de racionalidad. Se trata de una locura "lúcida" cuyo pensamiento carece de una dimensión moral. Tiene un sentido morboso de la grandiosidad personal, es mesiánico y megalómano. No tolera el pensamiento crítico. Ama en exceso el poder. Encandila con gran facilidad a las masas sugestionables. Tiene poder hipnótico sobre la inteligencia. Posee una preocupante capacidad de contagio social y produce locura colectiva. Esta locura imprime su sello a la historia. La historia padece de pandemia paranoica. Una última paranoia sería el modelo neoliberal y la filosofía hermenéutica posmoderna. Hay una paranoia dormida en el hombre común. Existe la paranoia espontánea de la locura colectiva. La historia es movida por espíritu enfermos que enferman a las masas sugestionables. La paranoia proclama con todo derecho. "La historia soy yo". Obviamente, que Hitler calza a las mil maravillas en este perfil paranoico y delirante, aunque por su perversidad intencional y elevado desprecio de la vida humana entra en la categoría de la psicopatía. Lo cual lleva a deducir que la paranoia puede estar ligada a la megamáquina creativa, mientras que la megamáquina destructiva a la psicosis paranoica.

 

Pero Auschwitz como megamáquina del poder total debe ser vista como incorporada a una estructura llamada capitalismo y éste a su vez dentro de una de las manifestaciones de la megaestructura de la modernidad. La Modernidad es una megaestructura histórica que da lugar a diversas manifestaciones políticas. La más dominante y extendida de nuestra época es el capitalismo. Pero la versión capitalista de la modernidad ya dejó atrás sus horas de gloria y creatividad para entrar su periclitación. La modernidad capitalista es lo que declina sin parar y de modo ostensible. La modernidad del comunismo escolástico naufragó en la década de los noventa del siglo veinte. Pero ahora en el siglo veintiuno participamos a una incipiente resurrección del marxismo no escolástico y su socialismo plurinacional o nacionalista, junto a la decadencia del capitalismo imperial hegemónico.

 

Eso es lo señalan autores como Antony Loewenstein en su libro Capitalismo del desastre (2015). Loewenstein afirma que vivimos el capitalismo del desastre. Se trata de un mundo en que los negocios funcionan en condiciones de catástrofe social. Es urgente parar esta demencia. Es una “economía de Mad Max”, que enriquece a unos cuantos afortunados. Los líderes mundiales se creen el argumento falso de que el sector privado y las compañías con fines de lucro son mejores que los gobiernos para limpiar después de los desastres naturales, hacer la guerra, mantener prisioneros y crear empleos. La verdad, argumenta Loewenstein, es que los capitalistas del desastre no tienen éxito en esas labores. Maltratan a quienes están bajo su cuidado y cobran de más a sus clientes gubernamentales. Lo que no parece estar nada lejos de la verdad, de lo contrario por qué en plena segunda ola de la pandemia del Covid-19 en el 2021, la industria farmacéutica Pfizer impone a los gobiernos cláusulas secretas en contratos leoninos a cambio de sus vacunas. Se trata del mismo capitalismo del desastre que lucra en medio del dolor humano global.

 

Pero antes de Loewenstein fue la periodista canadiense Naomi Klein quien acuñó la frase del “capitalismo del desastre” con su libro La doctrina del shock. El auge del capitalismo del desastre (2007). Con total crudeza allí afirma que a pesar de que las guerras, tsunamis, terremotos o hambrunas son problemas muy graves para la humanidad, siempre es una oportunidad privilegiada desde el punto de vista empresarial para hacer grandes negocios. Si quisiéramos decir en otros términos lo que Naomi Klein nos demuestra, es que los problemas del sistema capitalista son los del incremento de la ganancia, pero esos no son los problemas del hombre. Por ende, el capitalismo tiene que ver muy poco con las necesidades del hombre. Es por ello por lo que el capitalismo es notoriamente un antihumanismo. Una característica esencial de la megamáquina es que resulta ostensible la capacidad técnica para producir grandes consecuencias y la indiferencia con que lo realiza la conciencia. Esto se pudo advertir en los criminales de guerra nazis que fueron juzgados. Es algo parecido con lo que sucede hoy en día con los más de diez mil drones asesinos que vuelan los cielos y causan víctimas mortales inocentes. Nadie acepta su culpa, ni responsabilidad, simplemente aducen que cumplen con su deber y sus órdenes. Este tema es lúcidamente abordado por Anders.

 

El filósofo polaco de origen judío, Günter Anders, se doctoró con Husserl, tuvo como profesores a Heidegger y Cassirer, ex esposo de Hannah Arendt. Al visitar Auschwitz dirá: "Si se me pregunta en qué día me avergoncé absolutamente, responderé: en esta tarde de verano cuando en Auschwitz estuve ante los montones de anteojos, de zapatos, de dentaduras postizas, de manojos de cabellos humanos, de maletas sin dueño. Porque allí tendrían que haber estado también mis anteojos, mis dientes, mis zapatos, mi maleta. Y me sentí -ya que no había sido un preso en Auschwitz porque me había salvado por casualidad- sí, me sentí un desertor". Después visitará Hiroshima. Entonces, para él la ecuación poder-violencia estaba completa. Así surge su libro Más allá de los límites de la conciencia (2002, en español), por el que será calificado de comunista y declarado “persona non grata” en los Estados Unidos. La ecuación poder-violencia la extiende a la sociedad de consumo, que contamina la naturaleza e idiotiza al hombre. Su idea clave es que existe en la modernidad un "desnivel prometeico" entre la capacidad técnica para producir efectos desmesurados y la tranquilidad de la conciencia. En ese sentido los burócratas del FMI con sus recomendaciones recesivas no son tan diferentes a los pilotos que arrojaron las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. En el fondo se trata de que el hombre no está preparado ni emocional ni imaginativamente para procesar la muerte de miles o millones de seres humanos, ni manejar megamáquinas de efectos colosales.

 

La genial intuición de Anders es que no se trata de una complejidad técnica, sino de otra estructural que impiden conectar la acción con los efectos. Cuando la voluntad se separa de sus efectos, entonces la voz de la moral se desconcierta. Ya no se distingue el bien del mal, se cae en un abismo ético donde no se siente nada. Y así las noticias más pavorosas ya no nos conmueven. Y nuestra indiferencia hace que nuestras manos también se manchen de sangre. La hegemonía de la racionalidad funcional sobre la racionalidad substancial afecta gravemente el humanismo. La moralidad queda transformada en una coartada en un mundo criminal. Nadie se siente culpable ni responsable ante las atrocidades diarias en el mundo. Nadie violó ningún mandamiento, pero todos somos responsables. Es que distinguir el bien del mal se ha vuelto más complejo dentro de la estructura compleja del capitalismo cibernético. Y esto sólo significa una cosa, a saber, que vivimos en un mundo muy malo. La pregunta no es si vamos hacia el imperio de una élite privilegiada de superhumanos llamada “Homo deus”, como cree Yuval Noah Harari, sino ¿Qué responsabilidad tenemos ante un mundo con estructuras inmorales? Un mundo inmoral no tiene soluciones morales, sino soluciones políticas radicales. Pero ¿Cómo encarar los centros de poder que generan el mal?

 

El capitalismo es la megamáquina del mal, es el Auschwitz contemporáneo. Y para demostrarlo basta una constatación muy sencilla. Si quisiéramos extender el estilo de vida del Primer mundo -Europa occidental, Reino Unido y Estados Unidos- por todo el globo, se necesitarían varios planetas Tierra para hacerlo. Esto significa que el capitalismo es sinónimo de economía desarrollada insostenible. En un planeta finito no es posible un crecimiento infinito. El capitalismo ha perdido legitimidad y suprime la libertad porque el dinamismo estructural que preconiza colisiona con la solidaridad ecológica que impone límites. Esta es la idea central de la obra de Raúl de la Roca, La revolución ecológica (2001). Es que los límites ecológicos del planeta desautorizan la legitimidad actual del capitalismo. La ecología contribuye a edificar una nueva hegemonía ideológica contra la clase capitalista contaminadora a escala planetaria. La lógica básica del capitalismo es crear necesidades artificiales sin límite que destruyen los recursos naturales y aceleran el cambio climático. La revolución ecológica es la nueva toma de conciencia que el capitalismo es una estructura antihumana y antiecológica porque sólo están en función de la ganancia y no de la solidaridad ni de la conservación natural.

 

El Auschwitz actual es una megamáquina de violencia estructural. De esto se dio cuenta hace cuatro décadas la teología de la liberación. Hay quienes desde un punto de vista integrista o liberal declaran la muerte de la Teología de la Liberación, porque lo asocian a un análisis marxista caduco. Pero nada es más miope que esta afirmación. Lo fundamental de la teología de la liberación es haberse dado cuenta que existen estructuras sociales malas y perversas, las cuales se encarnan en el capitalismo. No hace falta ser malo para ejercer el mal, basta no darse cuenta ni denunciar que existe un pecado estructural llamado capitalismo. El capitalismo es un terrorismo estructural contra el hombre. Una favela brasilera o una residencia de lujo en Miami son tan violentos porque nace del poder invisible de una estructura perversa e inhumana. La teología de la liberación se dio cuenta que la estructura misma del capitalismo es violencia. La capacidad de ser inmoral y corrupto está ínsita en la inmoralidad de las estructuras. Es la megamáquina del capitalismo la que hace que el nihilismo goce de una amplia impunidad y que impere el colapso moral de la humanidad. Su símbolo es un Primer Mundo amurallado contra el inmigrante que cruza fronteras y mares a costa de su propia vida. Este exterminio surrealista es violencia invisible y estructural de un sistema que está en función de la ganancia y no del hombre. La muerte de un Cristo cada día es la continuidad de ese colapso moral entre nosotros. La teología de la liberación se dio cuenta de que vivimos como analfabetos emocionales por no reparar respecto a la inmoralidad de la estructura.

 

Auschwitz como poder total de una megamáquina destructiva conduce hacia una reflexión sobre el poder. Con miopía se podría decir que el poder ha perdido sustancia y validez en medio de una “modernidad líquida” a lo Bauman o de la “era del vacío” a lo Lipovetsky. Pero el hecho de que las masas no sean revolucionarias sino hedonistas, desocializadas y nihilistas, narcisistas y desubstancializadas, se contentan con una vida a la carta, tienden a la violencia energúmena y se corresponden a una sociedad de consumo, todo esto no quiere decir que no sea justamente un tipo de masa a la medida del poder hegemónico de turno. Es cierto que vivimos tiempos que no son revolucionarios, sino contrarrevolucionarios. Pero esto no desubstancializa la problemática misma del poder. En este sentido, coincidimos con la filósofa belga Chantal Mouffe, que en su libro La paradoja democrática. El peligro del consenso en la política contemporánea (2000), sostiene que los tiempos actuales son profundamente antirrevolucionarios al negar el conflicto como lo esencial de toda política democrática. En su lugar se promueve el consenso y la unanimidad social. El filósofo argentino Alberto Buela en su libro Teoría del disenso (2016) apunta en la misma dirección. Lo que busca la megamáquina del poder hegemónico es aletargar la lucha ideológica en la hegemonía política y mantener el discurso del neoliberalismo. Es la derecha populista la que promueve el consenso y se posiciona como la única fuerza de oposición contraria al sistema. Sin disenso se pierde la dinámica de la democracia.

 

Dice el Evangelio que “es mejor servir que ser servido”, y justamente por ello la esencia del poder no es algo satánico, sino divino, ontológico, metafísico y religioso, porque está unido al goce del existir. Pero hay el poder satánico, el cual es dominar sin caridad ni responsabilidad, como caracteriza a la megamáquina destructiva de la modernidad bajo el capitalismo. No se trata de renunciar a la libertad, la modernidad, la ciencia, ni la técnica, son conquistas irrenunciables del progreso humano. De lo que se trata es de dominar ese enorme poder humano adquirido por la racionalidad científico-técnica. Y ello transita por lograr una nueva imagen del mundo presidida por la caridad. Es decir, se necesita un ejercicio del poder que no esté hipotecado al dominio de la naturaleza y de los hombres, sino en vistas de servir a ambos con espíritu de justicia y armonía. Sólo así la democracia dejará de ser un instrumento antidemocrático de los grupos de poder, para convertirse en algo salvable, recuperable, como ideal valioso que deja de fracasar constantemente. Para evitar el desastre aquella nueva imagen del mundo debe pasar por el respeto de la esencia de las cosas. O sea, es el abandono del nominalismo y del historicismo, para abrazar un nuevo realismo. También es necesario realizar la actitud contemplativa y una nueva ascesis. Ello representa abandonar el capitalismo y sus cánones consumistas que depredan el planeta. Y restablecer la relación con Dios. Con lo cual se procede a desmontar la megamáquina destructiva y demoníaca que destruye la Naturaleza y lo humano, renunciar al armamento nuclear, bacteriológico, químico, y unir los ideales de la ilustración basados en la Razón con la Fe y la sed de Dios.  

 

Auschwitz sigue siendo actual como megamáquina destructiva del poder total y sólo dejará de serlo cuando se desmonte la ecuación violencia-poder-tecnología por esta otra de paz-poder-humanismo. No es el olvido del Ser sino el olvido de Dios como Ser Supremo, lo que permite que se siga desmoronando el arte, la metafísica y el humanismo. Sin lograr una nueva jerarquización entre el pensar substancial y el pensar calculador nos seguirá amenazando la megamáquina del poder total de Auschwitz.

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