ARGUEDAS,
EL NIHILISTA
Gustavo Flores Quelopana
De niño cristiano, de adulto estudioso de la
tradición andina, y pone fin a sus días con la convicción de un ateo de que “Dios
no existe”. La idea está expresada de otra forma en la carta del 27 de
noviembre de 1969, poco antes de suicidarse, a su amigo Alberto Escobar: “Yo no
creo en Dios”. Arguedas no cree en Dios porque lo supone inexistente. De ahí
que su Dios liberador, como le llama el padre Gutiérrez está relacionado con
una religiosidad sin Dios.
Es verdad que decir “Yo no creo en dios” no
es equivalente a afirmar el aserto nietzscheano “Dios ha muerto”. Sus
connotaciones y contextos filosóficos son diferentes, pero no dejan de tener algo
en común, a saber, la incredulidad.
Arguedas se expresa como un ateo y no como un
escéptico. Para un escéptico, desde Sexto Empírico, Hume, Montaigne, hasta
Russell, nunca podemos saber nada con certeza. En cambio, Arguedas es
indubitable en su afirmación de que “Yo no creo en Dios”.
Ciertamente que no se expresa como un nietzscheano
donde la frase “Dios ha muerto”, manifestada en La gaya ciencia, alude a
un contexto moderno que no implica que Dios haya muerto literalmente, sino que ha
perdido su influjo sobre la vida y el pensamiento ante el avance de la ciencia,
la filosofía y la cultura.
En realidad, Nietzsche es al mismo tiempo escéptico,
al cuestionar las verdades absolutas y los valores establecidos, y ateo, al
rechazar la idea de un Dios personal y proponer la superación de la fe en una
deidad trascendente. A lo cual he denominado la metafísica inmanente de Nietzsche
(Nietzsche y la metafísica inmanente, Lima, 2023).
El caso de Arguedas es singular, porque asume
el ateísmo sin escepticismo. Su postura está más cerca del humanismo secular
que no recurre a creencias sobrenaturales, al existencialismo ateo que subraya
la libertad individual, el materialismo filosófico que sostiene que todo lo que
existe es material, el racionalismo crítico que rechaza todas las creencias que
no pueden ser sometidas a prueba, y al nihilismo con su negación de los valores
absolutos.
Es casi seguro que su segunda esposa Sybila
Arredondo influyó con su marxismo sobre la convicción atea de Arguedas, aunque
él no fue marxista y no tuvo militancia política, sin embargo, asumía el
socialismo de José Carlos Mariátegui en el sentido de una honda preocupación
por la justicia social y las condiciones de vida de los indígenas.
Arguedas no fue precisamente un defensor del
capitalismo y de la propiedad privada, cosa que retrata en su novela póstuma El
zorro de arriba y el zorro de abajo (1971). Se trata de una novela infernal
donde reflexiona sobre los sufrimientos del Perú. No es que se aferrara a un
ideal arcádico, que viera el progreso industrial como un Moloc y que se
resistiera a la extinción de la sociedad rural y campesina. Todo esto es un
invento distorsionador del otro novelista Vargas Llosa para justificar su ideal
de capitalismo moderno para el Perú. Lo cual es tan torpe que equivale a
presentar a Arguedas como un incapacitado para pensar una modernidad con
justicia social y respeto de la tradición andina. Cuando escribe la novela en
1968 no oculta su adhesión marxista cubana. Pero ello no significa su imitación
simiesca para el país.
Para Vargas Llosa el Perú había cambiado en
sentido capitalista y por eso se mató. Y lo dice a la luz de una obra publicada
en 1986, me refiero a Buscando un Inca de Alberto Flores Galindo. En
ella se afirma que ya no tiene sentido seguir buscando un Inca porque el
capitalismo penetró en los Andes, por tanto, la propuesta arguediana de
fusionar socialismo y colectivismo indígena está desfasada y no tiene sentido.
Vargas Llosa se apresura en sacar conclusiones, porque la penetración
capitalista en los Andes no excluye la fusión de socialismo y colectivismo
indígena, a lo sumo la retrasa o modifica.
Pero no hay que dejar pasar por alto que una
cosa es escribir en 1968 y otra en 1986. Pues en el 68 la fusión entre
socialismo y colectivismo indígena aun parecía posible. La Reforma Agraria
militar fue la transformación más importante que cambió la correlación de
clases sociales al liquidar con la oligarquía agraria y financiera. Por el
consenso social existente fue pacífica, a diferencia de México, Cuba o Bolivia.
Fue una revolución desde arriba que supo ceder y asimilar las reformas desde
abajo. No obstante, el campesino no quería cooperativas, sino la propiedad individual
o comunal de la tierra. Por su parte, el gobierno no quería convertirlos en
propietarios distribuyendo la tierra entre el campesinado, sino sustituir las
haciendas en cooperativas industriales. Al final no revolucionó económicamente
a la sociedad rural porque no se produjo una revolución productiva y siguió
subsidiando alimentos importados.
Por eso decir que se mató porque el Perú
había cambiado es fácil afirmarlo en 1996, cuando Vargas Llosa escribe La
utopía arcaica, en plena transformación neoliberal fujimorista del Perú, pero
no en el 68 ni en el 86, en pleno ascenso de Izquierda Unida con Alfonso
Barrantes.
Ahora bien, el Arguedas que gatilla el
revólver con que se mató repite no sólo su convicción “Yo no creo en Dios” sino
que no se divorcia del aserto nietzscheano: “Dios ha muerto”. Para Arguedas
Dios está muerto porque ha sido desplazado de su puesto privilegiado como
garante de las verdades absolutas, ya no sirve de horizonte para guiar la vida
de modo pleno. Sin Dios cada uno tiene la posibilidad de caminar hacia lo que
crea conveniente. De modo que el último Arguedas asume un nihilismo donde la
vida carece de significado, propósito y valor.
El último Arguedas suicida sólo es explicable
si añadimos a su ateísmo y, antes mencionado, cinismo burgués, una fuerte dosis
de nihilismo. Sólo con el nihilismo la existencia carece de propósito y
dirección moral, la vida aparece sin sentido. El nihilismo lleva a la
desesperanza y vacío existencial. Justo eso es lo que necesita un depresivo
para pasar del ateísmo y cinismo al nihilismo suicida. Si no hay esperanza, redención
y moralidad absoluta las puertas del suicidio quedan abiertas. Sin embargo, su
caso es tan complejo que no es que se suicida como un suicida intoxicado de
filosofía nihilista. Más bien, llega al suicidio bebiendo un cóctel letal de
ateísmo, cinismo burgués, nihilismo y depresión. Este vacío y desesperanza
vital también lo encontramos en Celan, Mishima y Améry.
Finalmente, para el cristianismo el perdón de
Dios está disponible para todos los pecadores, incluido los suicidas. Dios en
su infinito amor y misericordia puede perdonar a aquellos que se quitan la vida
en un acto de desesperación. Y en ese sentido la Iglesia Católica ha suavizado
su postura sobre el suicidio enfatizando la compasión y el perdón divino. De
manera que no hay necesidad de sentirse compungidos pensando que Arguedas fue a
parar al séptimo círculo del infierno de Dante.
A propósito de Dante el filósofo Leopoldo
Chiappo en su estudio Dante y la psicología del Infierno (1986) destaca
que el camino de la infiernización personal en una época como la nuestra de era
histórica infernal supone el infierno psicológico de caer como riesgo
permanente en la vileza, la mediocridad, la cobardía, la frustración y el
vacío. En este sentido se puede afirmar que si el Arguedas suicida irá al
infierno o será perdonado es cuestión de Dios, pero si cayó en el vacío
nihilista del infierno psicológico es cuestión humana. Y podemos concluir que
así fue.
Fernanda Iriarte
ResponderEliminarEste análisis nos revela un complejo de Arguedas marcado por el ateísmo, el nihilismo y la desesperación existencial. Se explora cómo el rechazo arguediano de Dios y las verdades absolutas lo acerca a un vacío filosófico, exacerbado por el contexto social y político del Perú. Al enfrentar la modernidad capitalista y la crisis cultural andina, su suicidio aparece como un acto de profunda desesperanza, aunque también como un grito final de resistencia frente a un mundo que percibía deshumanizado y carente de propósito.