sábado, 28 de abril de 2012

VIDA SIN SENTIDO Y OLVIDO DE DIOS


PRÓLOGO


El sentido de la vida es un asunto profundamente existencial y no meramente de elucubración teórica. El hombre es la única criatura que tematiza el sentido de su vida y la pérdida de la misma está relacionada con la pérdida de la esperanza. El siglo veintiuno despierta desarrollando en un espacio ilimitado el capitalismo cibernético, esto es, de un sistema que promueve el desarrollo parcial del individuo y que su avance resulta destructor para el hombre y su autorrealización integral. Los datos demuestran que el alcoholismo, suicidio y homicidio han sido superados por la adicción a las drogas, esto es, por el tipo de vicio que es el prototipo de la huída al sentido de la vida. La prosperidad económica del mundo occidental no ha podido ocultar su fracaso y el serio desequilibrio espiritual que padece el hombre en un mundo que coloca la ganancia sobre la dignidad, el precio sobre la persona, la utilidad sobre la justicia, el tener sobre el ser. Pero este serio desequilibrio se agrava, porque al no conseguirse la felicidad por medios materiales, entonces, la presente cultura sin fe, Dios, ni religión, la busca desesperadamente en el placer, el éxito y la vida sin sentido.

Nunca como antes la vida sin sentido ha sido tan indispensable para el hombre a lo largo de su historia. Pero ésta lo deja exánime, sin esperanza, propósito, ni ideal superior. La cultura del sin sentido de la vida es producto de la “muerte de Dios” y hermana de la “muerte de lo humano”. Una sociedad que vive de espaldas a las verdaderas necesidades del hombre tenía que extraviar el sentido de la vida y así lo ha hecho. El consumismo capitalista ha distorsionado las necesidades profundas del hombre. Y si tuviéramos que señalar cuál de sus necesidades intrínsecas ha sufrido mayor daño, entre todas, se tendría que decir que es la decisiva necesidad de trascendencia. Equivocadamente la modernidad tergiversó esta necesidad como una alienación y evasión del mundo, no sin razón debido al apego de la Iglesia a la imagen demasiado teísta de Dios, pero la trascendencia del hombre de la cultura cristiana y del Evangelio no es evasión ni alienación con el mundo, sino, al contrario, lucha a brazo partido por el bien en el mundo. Y ciertamente que esta verdad esté saliendo a la luz tardíamente en medio del avanzado declive de la descreída civilización occidental.

Con esto no se afirma superficialmente que se trata de una crisis religiosa más, de una crisis de fe, sino, por el contrario, detrás de esta crisis de fe está una crisis de religación, es una crisis ontológica de unión entre lo trascendente y lo inmanente, sin lo cual ni el mundo de arriba ni el mundo de abajo se reivindican. En otras palabras, en medio del avance de la cultura del sin sentido de la vida, estamos ante la urgencia de un cambio no de Dios, sino de la imagen de Dios, encarnado, evangélico, histórico y que celebra la libertad responsable del hombre. Por ello, trascender para el hombre no es dar la espalda al mundo y adaptarse a un imperativo divino, eso no es, por el contrario, es reconocer que el hombre sigue siendo un fin en sí mismo para Dios y jamás transigirá en convertirlo en un medio para fines impersonales y externos. De modo que lo que aliena al hombre no es el Crucificado del Evangelio, sino, un sistema que convierte al hombre en instrumento de un gigantesco mecanismo económico impersonal. La barbarie civilizada del presente, que termina deificando a las máquinas y empobreciendo al hombre, devora el sentido de la vida en medio del dominio de las cosas, la desintegración social, la frustración humana, la pobreza espiritual, la tiranía económica, el triunfo del hombre masa, el impersonalismo, la propaganda, la decadencia y el egoísmo. Muere el humanismo y sobrevive un elemental hominismo, triunfa la antropotecnia y la esclavización mental del hombre. En otras palabras el enfoque debe calar más hondo que el de las teologías de la praxis y dirigirse hacia el fundamento ontológico que está en crisis. Y esto es debido a que aun cuando el fundamento ontológico permanezca inalterable, sin embargo nuestra relación con el mismo sufre un deterioro.

El título de este libro Vida sinsentido y olvido de Dios no expresa algo que sea evidente por sí mismo. Son dos cosas aparentemente sin relación y por ello es un título que requiere previamente de una explicación. Los testimonios de nuestro tiempo sobre experiencias del sinsentido de la vida son a menudo demasiado individualistas y personales, y hasta demasiado contradictorios, como para que nos permitan obtener una idea fiable sobre el olvido del ser y de Dios. No basta con reconocer que el hombre es una inmanencia con una dimensión trascendente. De lo que se trata es de indagar por qué esa inmanencia ha terminado en la civilización occidental por dar la espalda a la trascendencia, a lo religioso y a Dios, para enconchabarse en una inmanencia se autodestruye, sin sentido de lo divino, en una afirmación de la vida y del mundo sin contenido ético. 
Para mí el actual desquiciamiento de la libertad humana es resultado de una finitud que se ahonda en el olvido de la trascendencia, la misma que refleja el olvido de Dios. Esto es, es un fenómeno metafísico de olvido del ser que acontece en el meollo mismo de la finitud humana y cuya manifestación existencial más fundamental es el olvido de Dios. El olvido religioso de Dios se refleja en el olvido filosófico del Ser y en el olvido normativo del Bien, lo cual es consecuencia de una idea errónea sobre la imagen de Dios, y por tanto habiéndose puesto demasiado énfasis en la dimensión trascendente de Dios se terminó por relegar y divorciar injustificadamente la dimensión inmanente del hombre respecto a Dios y de Dios respecto al hombre. En otros términos, el sinsentido de la vida en la civilización cristiana occidental es consecuencia de una imagen errónea de Dios, que terminó divorciando al hombre de la divinidad y convirtiendo su libertad en una necesidad vacía ineluctable.

Lo que se requiere no es un nuevo Dios, sino una nueva imagen de Dios, unido a la libertad humana y a la historia, que sirva de base para la recuperación del sentido de la vida. Y esta nueva imagen de Dios no deberá ser demasiado teísta, como lo ha venido siendo, no deberá poner el énfasis solamente en su dimensión trascendente, sino, también, en su dimensión inmanente, en su nexo inextricable que tiene con el destino humano. Sólo así el hombre podrá recuperar la dimensión inmanente de Dios, su propia dimensión trascendente, unir su libertad a Dios, es decir, a ninguna necesidad inevitable, y dirigir responsable e inteligentemente su protagonismo histórico. Esto no contradice ni empobrece el misterio del ser, la encarnación, la teodicea, la soteriología, ni la escatología, al contrario, la potencia, porque tiene que ver con la importancia que tiene la realidad humana para la divinidad. En este sentido hay que diferenciar las dimensiones en que se manifiesta el sinsentido de la vida, a saber, el ontológico, ético, social, antropológico y religioso. Lo primero afecta la actitud de lo finito ante lo infinito, el segundo a la vida normativa afirmativa, el tercero a la vida comunitaria solidaria, el cuarto al destino de la existencia y el quinto a la religación con una Persona providente. Todas estas dimensiones están entrelazadas, en relaciones entrecruzadas pero jerarquizadas, y cuando la dimensión religiosa sufre un cambio ésta afecta a todas las demás. Cuando todas estas manifestaciones de malestar, que llamaremos ontológico-fenomenológicas, se reúnen en una sola se produce entonces un fenómeno histórico-antropológico de profunda raíz metafísica que se llama nihilismo integral. El nihilismo integral es la síntesis inusitada en uno solo del escepticismo moral, gnoseológico y metafísico. Este nihilismo nace, en realidad, como reacción a una imagen de Dios demasiado teísta, trascendente y remota. Y esto es justamente lo que caracteriza a la cultura posmoderna de la actualidad. No es casual que la profunda y grave crisis espiritual de nuestro tiempo relativista, hedonista y pragmático sea equivalente a la honda crisis espiritual de la civilización cristiana de Occidente. Una muy ingeniosa salida de la nihilista finitud inmanente para borrar a Dios del horizonte pensar y del sentir ha sido subsumirlo por debajo del problema del ser y declararlo un ente entre los demás entes, donde pensar lo divino representa un pensar ontoteológico y no un pensar ontológico fundamental. Juicio erróneo basado en un criterio de univocidad metafísica cuando lo que exige la realidad de Dios es el criterio metafísico de analogía. Dios no es un ente entre los demás entes, es lo que fundamenta a los entes.

Nuestra cultura se está descristianizando aceleradamente, porque en el fondo pide una nueva imagen de Dios, no un nuevo Dios, y este proceso va siendo acompañado de una pérdida constante del sentido de la vida. Es como si la Razón y la Ciencia también resultasen insuficientes para dar cuenta de las necesidades profundas de la condición humana. Esto nos remite a la antigua constatación de que la religión es importante para darle sentido a la vida. Pero lo que pulula entre el espíritu alicaído de la posmodernidad es el retorno a los brujos, al paganismo, al panteísmo, al politeísmo, al esoterismo, la magia y el sincretismo a la carta. La sed espiritual está viva, pero lo que experimentamos es un retroceso espiritual en lo concerniente a la pedagogía divina y al sentido de lo divino. En este contexto la religión, siendo importante, no basta para darle sentido a la vida por el enorme extravío religioso imperante. Las respuestas racionalistas o laicas tampoco resultan satisfactorias. Es evidente que estamos ante la negación nihilista del olvido del ser, que ya era anunciada con la predicada muerte de Dios. Pero lo que ha muerto es la imagen teísta de Dios, esa imagen lejana y remota, pero no Dios. De ahí que sea necesario tomar conciencia de que el sinsentido de la vida está estrechamente unido a la crisis de esa imagen de Dios y al olvido del ser. Olvido que, por cierto, se acentúa en el final de los tiempos.

Pero todo nos esto lleva también a enfatizar que la dimensión religiosa no sólo es cuestión de fe, la fe del carbonero de la que hablaba Unamuno ha quedado atrás, y no tanto por la alfabetización y educación universal de la mayor parte de los habitantes del planeta, sino porque una fe no ilustrada se vuelve árida, se estanca y se marchita. La fe es fruto delicado que requiere cuidado y maduración. Es falso que la fe no admita dudas, al contrario, la mayor prueba de la fe es la duda y la duda admitida. El hombre religioso que no duda se vuelve fanático, y el que se deja arrastrar por la duda termina perdiendo a Dios. La duda atemperada por la fe evita el escepticismo y la fe acerada por la duda elude el irracionalismo. Por ello, aunque sólo con santidad se puede ser salvo, también de pensamiento, conocimiento y sabiduría se nutre la fe religiosa. Sin conocer el universo de la religión no se puede amar más a Dios ni comprender el esplendor del misterio divino. Y esto es justamente lo que requiere la racionalista y cientificista cultura descreída de la posmodernidad como también la Iglesia demasiado teísta. La herencia antirreligiosa de la Ilustración es todavía bastante fuerte. No obstante, sería ingenuo creer que el reloj de la historia pueda ser retrocedido hacia una nueva Edad Media. De eso no se trata, por el contrario, lo que se busca primero es traer a la conciencia el hecho de la íntima proximidad entre el sinsentido de la vida y el olvido de Dios, equivalente al olvido del ser. Y segundo, indagar y promover la inquietud de luchar por el bien temporal, que resulta directamente de una nueva imagen de Dios, que es Cristo encarnado, más enlazado con el destino humano. Es necesario volver la mística activa de Jesús en un Occidente sin espiritualidad ni interioridad, que representa una afirmación del mundo y de la vida sin contenido ético. Sólo una nueva asunción religiosa entendida a la vez como fe y sabiduría, trascendencia e inmanencia, puede liberar al hombre de las restricciones del racionalismo, de las liberalidades del escepticismo nihilista y del conservadurismo de la Iglesia.

En estos tiempos de nudos gordianos este libro se parece a un arma de fuego, con una estructura en cuatro partes. La primera es breve como un gatillo, compendia importantes cuestiones preliminares como la diferencia entre fenomenología y metafísica del sentido de la vida y culmina en la explicación de la vida como objeto metafísico. La segunda es como la mirilla que precisa el objetivo, se explaya sobre los efectos del nihilismo en la modernidad tardía como expresión de una vida sin sentido. La tercera es el cañón del adminículo, donde se entra en discusión con las soluciones inmanentistas, panteístas, orientalistas y valorativas del sentido de la vida. Y la última constituye la munición pretendidamente mortal, aborda la dimensión religiosa en relación con el mal radical, la idea de Dios y el Final de los Tiempos. En última instancia, aun cuando cualquier discurso sobre Dios sea analógico, en tiempos de tribulación Dios aparece solidario al hombre para liberarlo de las tinieblas del escepticismo. Esto es lo que se percibe en la conclusión, la fumarada que deja el disparo, que la nueva imagen de Dios de íntimo entroncamiento con el destino humano puede acabar con la errónea impresión de su lejanía con la historia humana y puede devolverle al hombre un protagonismo responsable de su destino terrenal.

En realidad son inauditos los efectos revolucionarios que significaría volver a la imagen del Jesús evangélico a través de una nueva imagen de Dios para nosotros, histórica e inmanente al mundo. Y esto ya lo subrayaron en la década de los sesenta y setenta las teologías de la praxis, pero lo que no esclarecieron –por tratarse de otra época- fue la condición ontológica existencial que dificulta que el hombre del capitalismo cibernético pueda recuperar el sentido de lo divino y descubrir una vida con sentido. El hombre occidental se ha desespiritualizado por efecto de una divinidad percibida como demasiado trascendente, teísta, lejana, inmutable, en sí y para sí. Esto ha sido casi determinante en la desacralización del mundo y el sinsentido de la vida. El mundo de hoy clama volver a ser sacralizado, pero por la presencia de un Jesucristo vivo y terrenal, que está junto al necesitado y al que sufre. Ya no se trata del otrora temor eclesial de declarar que la trascendencia de Dios se volvió inmanente con Cristo, por las imprevisibles consecuencias políticas y revolucionarias que traería un Jesús que camina junto con el oprimido y que como los Profetas lucha por un orden social justo, sino de lo que se trata ahora es del avance casi incontenible de un mundo luciferino que se consolida y que exige, de quienes no arrían las banderas del humanismo, de la esperanza y de la fe, una lucha activa por el bien en el mundo en medio de estos tiempos finales para la civilización occidental.
Gustavo Flores Quelopana
Lima, Salamanca  28 de abril 2012

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