martes, 5 de agosto de 2025

Filosofía mitocrática: el mito como ley cósmica

 


Filosofía mitocrática:

el mito como ley cósmica

 

La religión andina no fue simplemente un conjunto de creencias o prácticas devocionales. Fue, ante todo, una forma de pensamiento, una filosofía encarnada en símbolos, rituales y relatos. En el corazón de esta visión se encuentra lo que podríamos llamar una filosofía mitocrática: una concepción del mundo en la que el mito no es ficción, sino ley, no es fantasía, sino estructura. El mito organiza la realidad, la explica, la orienta.

Los mitos andinos no eran narraciones distantes, contadas por entretenimiento o por tradición. Eran relatos vivos, actualizados constantemente en los rituales, en la arquitectura, en la conducta cotidiana. El mito explicaba el origen del mundo, la relación entre los seres, el orden social, el comportamiento humano y los fenómenos naturales. Era una forma de pensar el universo como totalidad coherente, como sistema de causas y efectos.

En este sentido, el mito no era solo cosmológico, sino normativo. No solo decía cómo empezó el mundo, sino cómo debía mantenerse. No solo narraba lo que fue, sino lo que debe ser. El mito era ley cósmica: establecía las reglas del equilibrio, las condiciones de la reciprocidad, los límites del poder. Vivir conforme al mito era vivir en armonía con el universo. Transgredirlo era romper el orden, provocar el caos.

El causalismo ritual andino se funda en esta filosofía mitocrática. Cada acción humana tenía consecuencias cósmicas. Cada ofrenda, cada palabra, cada gesto debía responder a una causa anterior y generar un efecto equilibrado. El universo era un tejido de relaciones, y el ser humano era responsable de su parte en ese tejido. El ritual no era superstición, sino pensamiento simbólico, ética encarnada, metafísica práctica.

Los mitos de origen, como el de Viracocha emergiendo del lago Titicaca, no eran simples cuentos. Eran narraciones fundacionales que explicaban la estructura del mundo, la legitimidad del poder, la necesidad del orden. Viracocha no solo crea, sino organiza. Separa, nombra, establece vínculos. Su acto es filosófico: transforma el caos en cosmos, la potencia en forma, la dispersión en sistema.

Otros mitos, como el de los hermanos Ayar, explican la fundación de Cuzco y la genealogía del poder incaico. Pero también enseñan sobre la lucha, la traición, la obediencia, el sacrificio. Son relatos éticos, que orientan la conducta y justifican las instituciones. El mito no está en el pasado: está en el presente ritual, en la arquitectura ceremonial, en la memoria colectiva. Es ley que se actualiza.

La arquitectura andina refleja esta filosofía mitocrática. Los templos, las huacas, los caminos sagrados no son construcciones funcionales, sino encarnaciones del mito. El Coricancha, por ejemplo, no es solo templo del Sol, sino centro del universo, punto de irradiación del orden cósmico. Cada piedra, cada alineación, cada espacio responde a una lógica simbólica que reproduce el relato mítico. Los rituales, por su parte, son actos de actualización del mito. No se celebran por costumbre, sino por necesidad ontológica. El universo debe ser equilibrado, alimentado, honrado. El mito exige acción, y el ritual responde. Cada ofrenda, cada danza, cada peregrinación es una forma de reafirmar el relato, de mantener la ley cósmica, de evitar el retorno al caos. El ritual es filosofía en movimiento.

Incluso la ética cotidiana se funda en el mito. El principio de ayni —reciprocidad— no es solo norma social, sino ley cósmica. Dar para recibir, ofrecer para equilibrar, servir para mantener el orden. El mito enseña que todo está conectado, que nada es gratuito, que toda acción tiene consecuencias. La moral andina no se basa en mandamientos externos, sino en la lógica interna del universo narrado. Esta filosofía mitocrática no es irracional, ni dogmática. Es una forma de pensamiento simbólico, que articula cosmología, ética, política y estética. El mito no se impone, se vive. No se memoriza, se encarna. No se repite, se actualiza. Es ley porque organiza, porque orienta, porque da sentido. Es filosofía porque piensa, porque estructura, porque transforma.

El causalismo ritual, entonces, no es magia ni superstición. Es una forma de pensar el mundo como sistema. Cada fenómeno natural —sequía, temblor, enfermedad— tiene una causa espiritual, una ruptura del equilibrio. Y cada respuesta —ofrenda, sacrificio, peregrinación— busca restaurar ese orden. El ser humano no es víctima del cosmos, sino agente responsable. El ritual es su herramienta filosófica. Esta visión contrasta con la idea moderna de mito como ficción. En la cultura andina, el mito es más real que la historia. Es el fundamento, no el adorno. Es la estructura, no la superficie. La historia cambia, el mito permanece. La política se transforma, el mito organiza. La ciencia avanza, el mito orienta. Es ley porque es principio, porque es origen, porque es destino.

La filosofía mitocrática andina no separa razón y símbolo, pensamiento y rito, ética y cosmología. Todo está unido. Pensar es narrar, narrar es actuar, actuar es equilibrar. El saber no se acumula, se encarna. El conocimiento no se abstrae, se ritualiza. El pensamiento no se aísla, se celebra. El mito es la forma más alta de sabiduría, porque une lo visible y lo invisible. Esta forma de pensar el mundo tiene implicaciones profundas. La política no se basa en poder, sino en legitimidad cósmica. El gobernante no manda, sino que representa. El Inca no es dueño, sino mediador. Su autoridad proviene del mito, no de la fuerza. Su rol es ritual, simbólico, filosófico. Gobernar es mantener el equilibrio, actualizar el relato, servir al orden universal. La educación, en este contexto, no es transmisión de datos, sino iniciación en el mito. Aprender es recordar, es encarnar, es participar. El joven no memoriza, sino que se convierte en parte del relato. El saber se transmite en cantos, en danzas, en peregrinaciones. El maestro es guía, no instructor. El conocimiento es experiencia, no acumulación. El mito es escuela.

Incluso la medicina se funda en el mito. La enfermedad no es solo desequilibrio físico, sino ruptura espiritual. El curandero no aplica técnicas, sino que restaura el relato. La planta no es sustancia, sino símbolo. El cuerpo no es máquina, sino microcosmos. Sanar es reequilibrar, es reconciliar, es recontar. El mito es terapia. La agricultura también responde a esta lógica. Sembrar no es solo producir, sino participar en el ciclo cósmico. La tierra es madre, el agua es padre, el Sol es fecundador. Cada acto agrícola es ritual, es ofrenda, es actualización del mito. La cosecha no es resultado, sino respuesta. El trabajo es ceremonia. El mito es calendario.

La muerte, finalmente, no es fin, sino tránsito. El mito enseña que el alma regresa, que el ciclo continúa, que el equilibrio se mantiene. Los muertos son parte del relato, no están fuera de él. Se les honra, se les escucha, se les incluye. El duelo es ritual, es memoria, es reafirmación. El mito es consuelo.

El mito, en su esencia más profunda, es la manifestación natural de lo sagrado. Surge de la contemplación del mundo, del asombro ante el orden del cosmos, de la intuición de que detrás de lo visible hay una fuerza que sostiene, que organiza, que da sentido. El mito no es invención arbitraria, sino respuesta espiritual a la experiencia del misterio. Es el modo en que las culturas, desde su sensibilidad, nombran lo innombrable.

En la cultura andina, como en muchas otras tradiciones ancestrales, el mito nace de la observación del cielo, de los ciclos de la tierra, de la relación entre los seres. Es una forma de leer el universo como texto sagrado, como revelación natural. El Sol, la Luna, las montañas, los ríos, todos hablan. El mito escucha y traduce. No impone, interpreta. No dogmatiza, contempla. Es filosofía en estado simbólico. Esta manifestación natural de lo sagrado tiene una dignidad propia. No debe ser despreciada como superstición ni reducida a folclore. El mito expresa verdades profundas, aunque no absolutas. Es camino, no llegada. Es búsqueda, no plenitud. Es el modo en que el alma humana, sin revelación explícita, intenta comprender su lugar en el universo. Es la razón simbólica en diálogo con el misterio.

Sin embargo, el mito tiene límites. Al surgir de la experiencia natural, no puede acceder por sí mismo al misterio sobrenatural. Puede intuirlo, evocarlo, desearlo, pero no revelarlo. La revelación, en sentido teológico, es un acto libre de Dios, que se da desde fuera del mundo, aunque se encarne en él. Es la irrupción de lo divino en la historia, no como símbolo, sino como presencia. Es gracia, no deducción. En este sentido, el mito prepara el terreno para la revelación. Dispone el alma, abre la sensibilidad, cultiva la intuición. Pero no la sustituye. El mito es la voz de la tierra que busca el cielo. La revelación es la voz del cielo que responde a la tierra. El mito es la pregunta; la revelación, la respuesta. El mito es la espera; la revelación, el encuentro. Ambas son necesarias, pero no equivalentes.

La religión andina, con su riqueza mitocrática, expresa una espiritualidad natural que reconoce lo sagrado en lo creado. Es una forma de sabiduría que honra el orden, que busca el equilibrio, que celebra la vida como don. Pero no conoce aún al Dios que se revela como persona, como amor, como redentor. No ha recibido la palabra que viene de lo alto, aunque la espera en silencio. Cuando la revelación cristiana irrumpe en el mundo andino, no lo niega, sino que lo transfigura. Reconoce en sus mitos una búsqueda legítima, una intuición profunda, una preparación providencial. Pero ofrece algo nuevo: la manifestación sobrenatural de lo sagrado. No ya como fuerza cósmica, sino como presencia personal. No como símbolo, sino como sacramento. No como ley natural, sino como gracia redentora.

Cristo, en este horizonte, no es simplemente un nuevo mito, sino el cumplimiento de todos los mitos. Es el Logos que da sentido a todos los relatos, el Hijo que revela al Padre, el mediador que une cielo y tierra. Su encarnación no anula la sabiduría ancestral, pero la lleva a su plenitud. Su cruz no destruye la Chakana, sino que la consagra. Su resurrección no rompe el ciclo, sino que lo redime. Así, el mito y la revelación pueden dialogar. No como iguales, sino como caminos que se encuentran. El mito ofrece la sensibilidad cósmica, la reverencia ante el misterio, la ética de la reciprocidad. La revelación ofrece la verdad personal, el amor gratuito, la esperanza escatológica. Juntas, pueden construir una espiritualidad que honre la tierra sin idolatrarla, y que reciba el cielo sin despreciar lo humano.

Cuando la revelación cristiana irrumpe en el mundo andino, no lo hace como fuerza destructora ni como negación absoluta de lo anterior, sino como principio de transfiguración. Esta transfiguración no consiste en borrar el pasado, sino en iluminarlo desde una nueva perspectiva, revelando en los mitos, símbolos y prácticas ancestrales una búsqueda legítima de lo divino que encuentra su plenitud en el Dios revelado en Jesucristo. Esta dinámica de encuentro y transformación se encarna de manera singular en figuras como el Inca Garcilaso de la Vega, Felipe Guamán Poma de Ayala, Juan Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamayhua, entre otros pensadores y escritores andinos del siglo XVI y XVII. En ellos, el mito ancestral no desaparece ni se diluye, sino que se reinterpreta a la luz del Evangelio, dando lugar a una espiritualidad mestiza, profundamente original, que articula lo sagrado natural con lo sobrenatural revelado.

Garcilaso de la Vega, hijo de un conquistador español y una princesa inca, representa en su propia biografía el cruce de dos mundos. En sus Comentarios Reales, recoge con reverencia la memoria de los Incas, sus costumbres, su cosmovisión, y la presenta no como superstición, sino como expresión de una sabiduría antigua que, aunque incompleta, estaba orientada hacia la verdad. Garcilaso no rechaza el cristianismo, sino que lo abraza, pero lo hace sin renunciar a su herencia indígena. Su obra busca una síntesis espiritual y cultural, donde el mito andino es elevado por la revelación cristiana, sin perder su dignidad ni su profundidad.

Felipe Guamán Poma de Ayala, por su parte, adopta una postura más crítica y profética. En su Nueva corónica y buen gobierno, denuncia con fuerza los abusos del sistema colonial, la corrupción de las autoridades y el sufrimiento del pueblo indígena. Pero su crítica no se basa en una nostalgia pagana, sino en una visión cristiana del orden andino, donde el Dios de los cielos se revela como juez justo, defensor de los pobres, y garante de la reciprocidad y el equilibrio. Guamán Poma no propone una vuelta al pasado incaico, sino una reforma cristiana del presente, inspirada en los valores ancestrales pero iluminada por la fe en Cristo.

Juan Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamayhua, en su Relación de antigüedades deste reyno del Perú, ofrece una lectura teológica de los símbolos andinos, especialmente de la Chakana (cruz andina), los astros, las huacas y los rituales. En su visión, estos elementos no son meros ídolos, sino vestigios de una revelación natural, signos que apuntaban hacia el Dios verdadero, aunque aún no plenamente conocido. Para Pachacuti, la llegada del cristianismo no destruye el mundo simbólico andino, sino que lo cumple, revelando el sentido profundo que estaba oculto en sus mitos y prácticas.

Esta transfiguración del mundo andino no es solo obra de los indígenas cristianizados, sino también reconocida por varios cronistas españoles, como el padre Blas Valera, José de Acosta o Bernabé Cobo. Blas Valera, jesuita mestizo, defendió la dignidad de la cultura incaica y propuso una visión integradora, donde la sabiduría ancestral podía convivir con la fe cristiana. José de Acosta, aunque más crítico, reconoció en los pueblos indígenas una religiosidad natural que debía ser respetada y comprendida. Bernabé Cobo, en sus descripciones etnográficas, dejó constancia de la profundidad espiritual de los rituales andinos, aunque interpretados desde una perspectiva cristiana. Estos cronistas, con mayor o menor sensibilidad, percibieron que el mundo andino no era un desierto espiritual, sino un terreno fértil donde la semilla del Evangelio podía crecer y dar fruto.

Así, el mito andino, lejos de ser anulado por la revelación cristiana, es elevado, purificado y cumplido en ella. La revelación no destruye lo que vino antes, sino que lo transfigura, revelando en los símbolos naturales una preparación providencial para el encuentro con el Dios vivo. En este proceso, el alma andina no pierde su identidad, sino que la redescubre en una nueva luz, donde el Sol sigue brillando, pero ya no como divinidad, sino como criatura que canta la gloria del Creador.

Del antiguo mito andino como ley cósmica, donde todo estaba regido por una armonía sagrada entre los astros, las montañas, los ancestros y la naturaleza, poco ha sobrevivido en su forma original. Los apus, otrora espíritus tutelares de las montañas, han dejado de ser objeto de adoración explícita; las mallquis o momias, que encarnaban la presencia viva de los antepasados, han sido silenciadas por siglos de represión religiosa; los astros, que guiaban los calendarios rituales, ya no son contemplados como divinidades; y la naturaleza misma, que era vivida como cuerpo del mundo sagrado, ha sido reducida en muchos casos a recurso o paisaje. Sin embargo, sobrevive la Pachamama, no como diosa pagana, sino como símbolo profundo de la tierra fecunda, madre de vida, en un culto sincrético que ha sabido resistir, adaptarse y dialogar con el cristianismo. En las ofrendas, en los rituales de agradecimiento, en las fiestas populares, la Pachamama sigue recibiendo respeto, no como rival de Dios, sino como expresión de su providencia. Para muchos creyentes andinos, ofrecer a la tierra no contradice la fe cristiana, sino que la complementa, reconociendo que la creación es sagrada y que la tierra, como madre, merece gratitud. Así, del mito como ley cósmica, no queda un sistema cerrado de divinidades, sino una intuición viva: que el mundo está habitado por lo sagrado, y que la tierra, como don, sigue siendo lugar de encuentro entre lo humano y lo divino.

El hombre andino actual es profundamente religioso, pero no es pagano. Su espiritualidad no se funda en una idolatría de los elementos naturales ni en una reproducción literal de los antiguos mitos prehispánicos. Es, ante todo, cristiano, aunque su cristianismo se manifiesta en formas sincréticas, donde la fe en Jesucristo convive con símbolos, prácticas y sensibilidades heredadas de la cosmovisión ancestral. Esta religiosidad no es superficial ni meramente folclórica; es vivida con intensidad, con respeto, con sentido de lo sagrado. El andino no separa lo divino de lo cotidiano: la tierra, el trabajo, la comunidad, el ciclo agrícola, todo está impregnado de una presencia espiritual. En sus fiestas, en sus oraciones, en sus ofrendas, se percibe una fe que reconoce a Dios como creador y redentor, pero que también honra a la Pachamama como madre tierra, no como divinidad autónoma, sino como criatura privilegiada, como mediadora de vida. Este cristianismo sincrético no debe ser visto como desviación, sino como inculturación, como expresión legítima de una fe que ha echado raíces en un suelo simbólicamente fértil. El hombre andino cree en Cristo, pero lo hace desde su mundo, desde su historia, desde su sensibilidad. Y en ese encuentro entre Evangelio y mito, entre cruz y Chakana, entre cielo y tierra, se revela una espiritualidad que no contradice la fe, sino que la enriquece con su color, su ritmo y su memoria.

Así lo comprende la novelística de José María Arguedas, quien, desde su vivencia íntima del mundo andino, retrata al hombre indígena como profundamente religioso, cristiano en su fe, pero portador de una espiritualidad sincrética que no ha perdido el vínculo con la tierra, con los ancestros, con los símbolos de su cultura. En obras como Los ríos profundos o Todas las sangres, Arguedas muestra cómo el cristianismo ha sido asumido por el pueblo andino no como imposición, sino como revelación que dialoga con su cosmovisión ancestral. Sus personajes rezan a Dios, veneran a la Virgen, participan en los sacramentos, pero también ofrecen a la Pachamama, respetan los apus, y viven la fe como una experiencia total, encarnada en la naturaleza y en la comunidad. En cambio, Gamaliel Churata, en su obra El pez de oro, no reflexiona desde la fe cristiana, sino desde una perspectiva más filosófica y mítica, en la que el pensamiento andino se presenta como sistema autónomo, como sabiduría originaria que no necesita ser transfigurada por la revelación cristiana. Churata reivindica el mito como fuente de conocimiento, como expresión de una racionalidad propia, y aunque reconoce la presencia del cristianismo en el mundo indígena, no lo asume como horizonte teológico, sino como elemento externo, a veces incluso como obstáculo. Mientras Arguedas ve en el sincretismo una forma legítima de vivir la fe, Churata busca preservar la pureza simbólica del pensamiento andino, elevándolo a categoría filosófica sin necesidad de conciliación con la tradición cristiana. Así, ambos autores, aunque profundamente comprometidos con la cultura andina, ofrecen lecturas divergentes de su religiosidad: una desde la fe encarnada, otra desde el mito reivindicado.

La diferencia entre la visión religiosa de José María Arguedas y la postura filosófico-mítica de Gamaliel Churata no se limita al contenido de sus ideas, sino que se manifiesta profundamente en el modo en que escriben, en la forma que adoptan sus obras, en el lenguaje que eligen, en los personajes que construyen, y en la estructura narrativa que los sostiene. Cada uno, desde su sensibilidad particular, revela una manera distinta de comprender el mundo andino y su relación con lo sagrado.

En Arguedas, el lenguaje es encarnado, lírico, emocional. Sus novelas están impregnadas de una mezcla viva entre el español y el quechua, no como artificio estilístico, sino como expresión de una identidad mestiza que respira en cada palabra. El quechua aparece como lengua del alma, del sufrimiento, de la fe popular. Las oraciones, los cantos, las súplicas, todo está cargado de una religiosidad que no se teoriza, sino que se vive. El lenguaje de Arguedas no busca explicar el mito, sino hacerlo resonar en la experiencia humana. Es un lenguaje sacramental, donde lo cotidiano se vuelve signo de lo sagrado.

En cambio, Churata escribe desde una intención filosófica y simbólica. En El pez de oro, el lenguaje se vuelve abstracto, fragmentario, a veces hermético. No hay mezcla emocional de lenguas, sino una búsqueda de universalidad desde lo andino. Churata no quiere narrar la vida religiosa del pueblo, sino construir una metafísica indígena, una filosofía del mito como sistema de conocimiento. Su estilo se acerca más al manifiesto que a la novela; su palabra no busca conmover, sino provocar reflexión. El mito, en su obra, no es vivido, sino pensado.

Esta diferencia se refleja también en los personajes. En Arguedas, los personajes son seres profundamente humanos, atravesados por el dolor, la fe, la esperanza. Son indígenas que rezan, que sufren, que cantan, que viven la religión como parte de su existencia. Ernesto, en Los ríos profundos, encarna esa espiritualidad mestiza que mezcla la devoción cristiana con el respeto por los apus y la Pachamama. Los personajes de Arguedas no son arquetipos ni símbolos, sino personas concretas que encarnan el sincretismo religioso en su carne y en su alma.

En Churata, los personajes son figuras simbólicas, voces filosóficas, interlocutores de ideas. En El pez de oro, no hay una trama lineal ni personajes desarrollados psicológicamente, sino entidades que representan conceptos, mitos, visiones del mundo. El protagonista, el pez de oro, es más símbolo que sujeto. La obra se convierte en un diálogo entre saberes, donde el personaje es vehículo de pensamiento, no de experiencia religiosa vivida. La humanidad concreta se disuelve en la abstracción simbólica.

La estructura narrativa también revela esta diferencia. Arguedas sigue una forma más tradicional, aunque profundamente lírica. Hay desarrollo de personajes, conflicto, evolución, y sobre todo, una inmersión en la vida cotidiana del mundo andino. La estructura permite que el lector experimente el sincretismo religioso desde dentro, como parte de una historia que se siente real, cercana, encarnada. La novela es testimonio, es vivencia, es celebración de una fe que se ha hecho cuerpo.

Churata, en cambio, rompe con la estructura narrativa convencional. El pez de oro es una obra híbrida: parte ensayo, parte mito, parte poema. No hay una historia que se despliegue, sino una constelación de ideas, fragmentos, invocaciones, diálogos filosóficos. La estructura refleja su intención de construir un pensamiento andino autónomo, no subordinado a las formas occidentales ni cristianas. La obra no narra, sino que proclama; no representa, sino que afirma.

En suma, Arguedas y Churata ofrecen dos modos de acercarse al mundo andino y a su religiosidad. Arguedas lo hace desde la fe encarnada, desde la experiencia vivida, desde el dolor y la esperanza del pueblo. Churata lo hace desde la filosofía del mito, desde la reivindicación de una sabiduría originaria que no necesita ser transfigurada por la revelación cristiana. Uno busca reconciliar el cristianismo con la cosmovisión andina; el otro busca afirmar la autonomía del pensamiento indígena como sistema completo.

Ambos, sin embargo, comparten una convicción profunda: que el mundo andino no es vacío ni supersticioso, sino portador de una espiritualidad rica, compleja, digna de ser pensada y narrada. Pero mientras Arguedas ve en el sincretismo una forma legítima de vivir la fe, Churata busca preservar la pureza simbólica del mito. En el lenguaje, en los personajes, en la estructura, esta diferencia se vuelve palpable, revelando dos caminos que, aunque distintos, se cruzan en el deseo de dar voz al alma andina.

En el corazón del pensamiento de Gamaliel Churata late una convicción radical: para que el mundo andino recupere su voz auténtica, el cristianismo debe desaparecer. No basta con coexistir, no basta con el sincretismo; lo que Churata propone es una revolución epistemológica, una ruptura total con el legado colonial que impuso una religión ajena sobre los mitos originarios. Su proyecto no es conciliador, sino emancipador. El cristianismo, en su visión, no es una fe que pueda convivir con el pensamiento andino, sino una estructura de dominación que debe ser desmontada para que el mito indígena vuelva a ocupar su lugar central como sistema de conocimiento y de sentido.

En El pez de oro, esta postura se traduce en una escritura que rehúye toda referencia cristiana, que se sumerge en símbolos prehispánicos, en metáforas cósmicas, en una filosofía que no necesita redención, sino reafirmación. Churata no busca adaptar el mito al cristianismo, sino liberarlo de su sombra. Su obra es un manifiesto de resistencia cultural, donde el pensamiento indígena no se presenta como complemento del cristianismo, sino como su alternativa radical.

José María Arguedas, en cambio, propone una visión profundamente distinta. Para él, el cristianismo no es un enemigo que debe morir, sino una presencia que puede convivir con la cosmovisión andina. Su obra está atravesada por el dolor del mestizaje, pero también por la esperanza de una síntesis espiritual. En Los ríos profundos, en Todas las sangres, el cristianismo aparece como parte del tejido emocional del pueblo, mezclado con los cantos quechuas, con las ofrendas a la tierra, con las procesiones que son a la vez cristianas y paganas. Arguedas no niega la violencia de la evangelización, pero cree en la posibilidad de una fe mestiza, donde el indígena no renuncie a sus dioses, sino que los integre en una espiritualidad más amplia.

Para que el plan de Churata triunfe, el cristianismo debe morir como sistema de pensamiento y como estructura simbólica. Para Arguedas, en cambio, basta con aprender a convivir, con reconocer que en el alma andina caben múltiples voces, múltiples dioses, múltiples cantos. Uno propone la purificación del mito; el otro, la armonía del sincretismo.

Ambos, sin embargo, comparten una misma urgencia: rescatar la dignidad espiritual del mundo indígena, devolverle su profundidad, su belleza, su capacidad de nombrar lo sagrado. Pero lo hacen desde caminos opuestos: Churata desde la ruptura, Arguedas desde el abrazo.

Aunque la propuesta de Gamaliel Churata resulta fascinante por su audacia intelectual y su reivindicación radical del pensamiento indígena, no puede dejar de señalarse que su plan carece de realismo histórico. La idea de restaurar el mundo precolombino, de revivir una cosmovisión originaria libre de toda contaminación cristiana o occidental, se enfrenta a una dificultad insalvable: el tiempo ha pasado, y con él, las condiciones que hicieron posible aquel universo simbólico. El mundo andino actual no es el mismo que el de los inkas, ni siquiera el de los primeros siglos coloniales. Las lenguas han cambiado, los mitos se han transformado, las prácticas religiosas se han mezclado, y las identidades se han vuelto complejas, híbridas, contradictorias.

Churata parece imaginar que es posible desandar la historia, borrar siglos de mestizaje, y reconstruir una imagen pura del pensamiento indígena, como si existiera aún intacta en algún rincón del alma colectiva. Pero esa imagen original, por más poderosa que sea como símbolo, ya no puede sostenerse como proyecto cultural. El mito no puede volver a ocupar el centro si se pretende que lo haga sin diálogo, sin reconocer que ha sido tocado, modificado, reinterpretado. El mundo precolombino no puede ser restaurado porque ya no existe como tal; lo que existe es un mundo andino contemporáneo, atravesado por múltiples influencias, por tensiones entre lo ancestral y lo moderno, por desafíos que no pueden resolverse con una simple vuelta al origen.

En ese sentido, la propuesta de José María Arguedas, aunque menos radical, resulta más viable. Él no pretende borrar el cristianismo ni restaurar una cosmovisión pura, sino reconstruir una espiritualidad mestiza, capaz de integrar lo indígena y lo occidental sin que uno anule al otro. Arguedas entiende que el alma andina ha sido herida, pero también que ha sabido resistir y transformar. Su proyecto no es arqueológico, sino existencial: busca dar sentido a una vida marcada por el cruce de culturas, por el dolor del desarraigo, pero también por la posibilidad de reconciliación.

Así, mientras Churata sueña con una revolución simbólica que elimine al cristianismo y reinstaure el mito como sistema total, Arguedas propone una convivencia espiritual, una forma de vivir entre mundos sin perder la dignidad ni la profundidad. Uno mira hacia el pasado como utopía; el otro, hacia el presente como campo de lucha y de creación. La diferencia entre ambos no es sólo ideológica, sino también temporal. Churata quiere regresar; Arguedas quiere avanzar. Y en ese contraste se revela no sólo una diferencia de pensamiento, sino también de sensibilidad frente a la historia, frente al dolor, y frente a la posibilidad de construir un futuro donde lo andino no tenga que elegir entre pureza y desaparición, sino entre memoria y transformación.

El proyecto de Gamaliel Churata, en su afán por restaurar la cosmovisión indígena precolombina como sistema absoluto de sentido, no sólo se enfrenta a la imposibilidad histórica de revivir un mundo extinto, sino que, llevado a sus últimas consecuencias, derivaría en un totalitarismo cultural. La idea de eliminar el cristianismo, de purgar toda influencia occidental, y de reinstaurar una visión única del mundo basada en el mito originario, implica necesariamente la exclusión de toda diferencia, de toda pluralidad, de toda forma de pensamiento que no se ajuste al paradigma ancestral. En ese sentido, el plan de Churata no es sólo irrealizable, sino peligrosamente autoritario.

La cultura, como la historia, no puede retroceder ni congelarse. Pretender que una sola cosmovisión —por más legítima que sea en su origen— se imponga como verdad única, supone negar la diversidad, cancelar el mestizaje, silenciar las voces híbridas que han surgido del dolor y la resistencia. Y si ese proyecto cultural se tradujera en política, estaríamos ante un modelo de totalitarismo simbólico, donde el Estado se convierte en guardián de una ortodoxia mítica, y donde toda disidencia —religiosa, lingüística, filosófica— sería vista como traición. El sueño de Churata, si se institucionalizara, correría el riesgo de convertirse en una dictadura del origen, incompatible con la libertad, la convivencia y la complejidad del Perú contemporáneo.

José María Arguedas, en cambio, propone un modelo radicalmente distinto. Su visión no exige la eliminación de ninguna cultura, sino su convivencia. El cristianismo, en su obra, no es un enemigo que debe ser erradicado, sino una presencia que puede ser reconfigurada, mestizada, humanizada. Arguedas no sueña con un retorno al pasado, sino con una síntesis espiritual que permita a los pueblos andinos vivir con dignidad en un mundo plural. Su propuesta es profundamente democrática: reconoce el dolor del mestizaje, pero también su potencia creativa. No busca imponer una sola verdad, sino dar espacio a múltiples verdades, a múltiples formas de sentir lo sagrado.

En ese sentido, el plan de Arguedas no sólo es más realista, sino también más ético. No exige sacrificios identitarios, ni purificaciones culturales, ni exclusiones políticas. Al contrario, abre un camino hacia la reconciliación, hacia una espiritualidad mestiza que no niega el conflicto, pero tampoco lo absolutiza. Mientras Churata propone una revolución que podría desembocar en uniformidad forzada, Arguedas propone una convivencia que acepta la contradicción como parte de la vida.

Así, la diferencia entre ambos no es sólo filosófica, sino profundamente política. Churata, en su afán por restaurar el mito, corre el riesgo de construir un sistema cerrado, excluyente, autoritario. Arguedas, en su deseo de integrar, abre la posibilidad de un mundo más justo, más libre, más humano. Y en ese contraste, se revela no sólo una diferencia de pensamiento, sino una diferencia de horizonte moral.

En el mapa de las grandes voces andinas, Gamaliel Churata y José María Arguedas ocupan lugares muy distintos, no sólo por sus estilos y proyectos literarios, sino por la tradición intelectual a la que se vinculan —o de la que se alejan. Churata, con su radicalismo simbólico, no logra establecer un puente con Felipe Guamán Poma de Ayala, el cronista indígena que, desde el siglo XVII, denunció los abusos coloniales, pero lo hizo desde el interior del conflicto, con una mirada crítica pero también dialogante. Guamán Poma no propuso borrar el cristianismo, sino reformarlo, adaptarlo, hacerlo justo para los pueblos indígenas. Su famosa Nueva corónica y buen gobierno es una obra de resistencia, sí, pero también de negociación cultural, donde el indígena no se presenta como enemigo del mundo occidental, sino como interlocutor legítimo que exige ser escuchado.

Churata, en cambio, se distancia de esa tradición. Su proyecto no busca diálogo ni reforma, sino ruptura total. El cristianismo, para él, no puede ser corregido ni mestizado: debe ser eliminado. Su visión del mundo indígena es tan pura, tan idealizada, que termina por convertirse en una abstracción excluyente, incapaz de reconocer la complejidad histórica del mestizaje. En ese sentido, Churata no se acerca a Guamán Poma, sino que queda relegado en un radicalismo extremo, más cercano a una utopía filosófica que a una propuesta cultural viable.

José María Arguedas, por el contrario, se mantiene hermanado al Inca Garcilaso de la Vega, el gran mestizo del siglo XVI que supo narrar el mundo andino desde la doble herencia que lo habitaba. Garcilaso no negó su parte española ni su parte incaica, sino que las integró en una escritura que buscaba reconciliar, traducir, preservar. Su Comentarios reales son testimonio de una identidad mestiza que no renuncia a ninguna de sus raíces, sino que las convierte en fuente de sabiduría y belleza. Arguedas recoge ese legado y lo actualiza: su obra es también una forma de dar voz al mestizaje, de mostrar que la espiritualidad andina puede convivir con elementos cristianos sin perder su profundidad ni su dignidad.

Así, mientras Churata se instala en una postura de pureza excluyente, Arguedas y Garcilaso comparten una visión de mestizaje integrador, donde el conflicto cultural no se resuelve por eliminación, sino por síntesis vivida. Uno sueña con un mundo sin cristianismo; los otros, con un mundo donde lo cristiano y lo indígena puedan coexistir sin violencia simbólica.

Esta diferencia no es menor. Revela dos modos de entender la historia, la identidad y la posibilidad de futuro para los pueblos andinos. Churata, al rechazar el legado colonial en bloque, se arriesga a caer en una forma de fundamentalismo cultural. Arguedas, al abrazar el mestizaje con dolor, pero también con esperanza, ofrece una vía más humana, más realista, más fecunda. Y en ese gesto, se inscribe en la misma corriente que Garcilaso: la de quienes no niegan sus heridas, pero tampoco renuncian a sanarlas con palabras.

Gamaliel Churata guarda una evidente semejanza con el primer Luis E. Valcárcel, especialmente en su impulso por reivindicar la grandeza del mundo indígena y en su rechazo frontal al legado colonial. Ambos comparten una visión heroica del pasado prehispánico, una voluntad de restaurar la dignidad cultural de los pueblos andinos, y una crítica profunda al sistema occidental que los ha marginado. En sus primeros escritos, Valcárcel —como Churata— soñaba con una resurrección del Tawantinsuyo, con la recuperación de una civilización que él consideraba superior en valores espirituales, sociales y éticos. Esta visión, profundamente romántica y militante, se alinea con el tono mítico y filosófico de El pez de oro, donde Churata propone una cosmovisión indígena como alternativa total al pensamiento occidental.

Sin embargo, las diferencias entre ambos son tan importantes como sus coincidencias. Valcárcel, incluso en su etapa más radical, mantuvo una vocación política concreta: su indigenismo no era sólo simbólico, sino también institucional. Participó en reformas educativas, promovió políticas públicas, y buscó integrar al indígena en la vida nacional a través de mecanismos estatales. Su proyecto, aunque utópico en ciertos aspectos, tenía una dimensión pragmática: quería transformar el Perú desde dentro, no destruir sus estructuras, sino reorientarlas hacia una justicia social basada en el reconocimiento de lo indígena.

Churata, en cambio, se mueve en un plano más filosófico y metafísico. Su propuesta no se traduce en políticas ni en reformas, sino en una revolución simbólica que exige el abandono total del pensamiento occidental. No busca integrar al indígena en el Estado peruano, sino reemplazar el Estado y su cultura por una nueva forma de entender el mundo, basada en el mito, en la oralidad, en la sabiduría ancestral. Mientras Valcárcel se dirige al Perú como nación, Churata se dirige al cosmos como totalidad. Su proyecto es más radical, pero también menos realizable, menos vinculado a las condiciones concretas de transformación social. Además, Valcárcel evolucionó. Con el tiempo, su indigenismo se volvió más intercultural, más abierto al diálogo entre culturas, más consciente de la imposibilidad de restaurar el pasado sin reconocer el mestizaje. Churata, en cambio, se mantuvo fiel a su visión originaria, sin concesiones, sin matices. En ese sentido, Churata representa una pureza ideológica que, aunque poderosa en términos simbólicos, puede volverse excluyente y rígida frente a la complejidad del mundo real.

Así, la semejanza entre ambos reside en su pasión por lo indígena, en su deseo de devolverle centralidad y respeto. Pero la diferencia está en el camino elegido: Valcárcel opta por la reforma desde dentro; Churata, por la refundación desde fuera. Uno busca transformar el Perú; el otro, trascenderlo.

En suma, la filosofía mitocrática que propone Gamaliel Churata en El pez de oro no es simplemente una reivindicación estética del mito, sino una reconfiguración total del orden del conocimiento. El mito, en su visión, no es relato ni superstición, sino ley cósmica, principio ordenador del universo, fundamento ontológico de la existencia. Frente a la racionalidad occidental, que fragmenta, analiza y domina, Churata eleva el mito como una forma de sabiduría integral, donde lo humano, lo divino y lo natural se entrelazan en una unidad viva.

Sin embargo, esta propuesta, por su radicalidad, se vuelve excluyente y cerrada. Al absolutizar el mito como única vía legítima de conocimiento, Churata construye una filosofía que no admite diálogo ni mestizaje, sino que exige pureza simbólica y ruptura total con el pensamiento occidental. En ese gesto, su proyecto se convierte en una utopía metafísica que, aunque poderosa en su fuerza poética, resulta inviable como horizonte cultural para un mundo marcado por la pluralidad, la historia y el conflicto.

La ley cósmica del mito, tal como la concibe Churata, ofrece una alternativa profunda al racionalismo moderno, pero al mismo tiempo revela los límites de una visión que, al querer restaurar el origen, corre el riesgo de negar el presente. Su filosofía mitocrática es, en última instancia, una apuesta por la totalidad perdida, por un orden anterior al quiebre colonial. Y aunque esa apuesta ilumina zonas olvidadas del pensamiento andino, también exige una reflexión crítica sobre la posibilidad real de construir futuro desde el mito sin caer en el dogma.

En suma, la filosofía mitocrática que Gamaliel Churata articula en El pez de oro constituye una propuesta audaz: el mito no como relato marginal ni superstición popular, sino como ley cósmica, como principio ordenador de la existencia, como sistema de pensamiento autónomo frente a la racionalidad occidental. En su visión, el mito no narra: estructura, explica, fundamenta. Es una ontología viva, una metafísica ancestral que da sentido al mundo desde una lógica distinta a la del logos europeo.

Sin embargo, el proyecto de Churata, al absolutizar el mito como única vía legítima de conocimiento, se vuelve radicalmente excluyente. Su rechazo frontal al cristianismo y a toda forma de mestizaje lo conduce a una utopía simbólica que, por su pureza, resulta inviable en el contexto histórico y cultural contemporáneo. El mundo precolombino que Churata desea restaurar ya no existe como realidad viviente, y su intento de reinstaurarlo como sistema total corre el riesgo de caer en un totalitarismo cultural, incompatible con la pluralidad y el mestizaje que definen al Perú moderno.

La filosofía de Rodolfo Kusch, aunque profundamente comprometida con la reivindicación del pensamiento indígena americano, también corre el riesgo de resolverse en un indigenismo radical que, al igual que el proyecto de Churata, absolutiza una ontología local desligada del diálogo intercultural. Inspirado por Heidegger, Kusch busca una ontología americana que no parta del ser abstracto del pensamiento occidental, sino de la vivencia concreta del “estar” en el mundo andino. En este intento, el pensamiento indígena se convierte en fundamento ontológico, en raíz auténtica desde la cual se puede pensar América sin recurrir a las categorías europeas. Sin embargo, esta búsqueda de autenticidad puede derivar en una forma de esencialismo que clausura el intercambio entre saberes, al privilegiar una visión del mundo que se presenta como originaria, pura y autosuficiente.

Kusch propone una filosofía del “estar” que se contrapone al “ser” occidental, y en esa oposición radical se configura una ontología que excluye el mestizaje como posibilidad filosófica. El mundo indígena, en su formulación, se convierte en paradigma absoluto, en horizonte ontológico que no necesita dialogar con otras tradiciones, sino que se afirma en su diferencia irreductible. Esta postura, aunque valiosa en su intento por descolonizar el pensamiento, puede desembocar en una forma de totalización simbólica que niega la complejidad histórica de América Latina, marcada precisamente por el cruce, la mezcla y la tensión entre múltiples cosmovisiones.

Al igual que Churata, Kusch corre el riesgo de convertir el mito y la vivencia indígena en sistema cerrado, en alternativa excluyente frente al pensamiento occidental. En lugar de abrir un espacio para el diálogo intercultural, su propuesta filosófica tiende a construir una ontología andina que se afirma en la negación del otro, en la pureza de lo propio. Esta radicalización del pensamiento indígena, aunque motivada por una legítima crítica al colonialismo epistemológico, puede terminar reproduciendo una lógica de exclusión que impide pensar la pluralidad constitutiva del continente. Frente a ello, se vuelve necesario recuperar el valor del mito y del pensamiento indígena no como esencia intocable, sino como lenguaje profundo que puede dialogar, traducirse y enriquecer otras formas de comprender el mundo.

El punto filosófico más débil de la Estarlogia de Rodolfo Kusch radica en su incapacidad para reconocer que el inmanentismo que defiende —como fundamento ontológico del pensamiento indígena— comparte una estructura profunda con el inmanentismo moderno, aunque este último se manifieste de forma desacralizada. Kusch propone una ontología del “estar” que se arraiga en la tierra, en la cotidianidad, en la vivencia concreta del sujeto americano, y lo contrapone al “ser” abstracto y trascendente del pensamiento occidental. Sin embargo, al absolutizar esta inmanencia como vía auténtica, no advierte que la modernidad también ha desarrollado un régimen inmanentista, aunque marcado por el relativismo, la pérdida de sentido ético y el nihilismo. En otras palabras, el “estar” que Kusch reivindica como sacralidad originaria puede terminar resonando —sin quererlo— con el vacío existencial de una modernidad que ha expulsado toda trascendencia, pero sin recuperar el sentido simbólico que él atribuye al mundo indígena.

Esta omisión filosófica es crucial, porque impide a Kusch establecer una crítica efectiva al pensamiento moderno. Al no distinguir entre una inmanencia sacralizada —como la que él encuentra en el pensamiento andino— y una inmanencia profana —como la que domina en la modernidad tardía—, su propuesta corre el riesgo de quedar atrapada en una ambigüedad ontológica. El “estar” indígena, en su formulación, se presenta como alternativa radical, pero no logra articular una mediación crítica que permita diferenciarlo del “estar” moderno, marcado por el desencantamiento del mundo. Así, la Estarlogia de Kusch, en su afán por recuperar una ontología americana, termina ignorando que la inmanencia, sin una dimensión simbólica o trascendente, puede devenir en indiferencia ética, en relativismo cultural y en nihilismo existencial.

Otra debilidad filosófica central en el pensamiento de Rodolfo Kusch es su renuncia al principio de trascendencia, sin advertir que dicha renuncia está mediada por una visión deformada del Dios cristiano, heredada de la crítica ilustrada y volteriana. En su afán por reivindicar el “estar” americano como forma de pensamiento arraigado en la tierra, en la inmanencia y en la vivencia concreta, Kusch descarta toda posibilidad de trascendencia como si esta fuera inseparable del racionalismo europeo, del dualismo cartesiano o de la teología dogmática. Sin embargo, esta lectura de la trascendencia está profundamente influida por la caricatura que la Ilustración construyó del cristianismo: un Dios lejano, juez moral, principio abstracto y exterior al mundo. Al adoptar esta crítica sin matices, Kusch pierde de vista que la trascendencia —en su sentido más profundo— no necesariamente implica negación de la inmanencia, sino que puede operar como apertura simbólica, como horizonte de sentido, como dimensión que permite pensar lo humano más allá de lo inmediato.

La filosofía mitocrática que Kusch propone, centrada en el mito como forma de pensamiento originario, también tiene límites históricos que él no siempre reconoce. El mito, como lenguaje profundo, es eficaz para expresar una cosmovisión simbólica, pero no puede responder por sí solo a los desafíos éticos, políticos y filosóficos del presente. Al absolutizar el mito como vía privilegiada de pensamiento, y al rechazar la trascendencia como categoría filosófica, Kusch clausura la posibilidad de articular una filosofía que dialogue con la tradición metafísica sin someterse a ella. En este gesto, su propuesta corre el riesgo de quedar atrapada en una ontología cerrada, que no puede pensar la alteridad radical, ni la apertura al misterio, ni la dimensión ética que la trascendencia puede ofrecer.

En suma, Kusch no advierte que su crítica al pensamiento occidental, aunque legítima, está condicionada por una visión parcial de la trascendencia cristiana, filtrada por el racionalismo ilustrado. Al no explorar otras formas de trascendencia —como las que ofrecen la mística, la teología simbólica o incluso ciertas corrientes filosóficas no dogmáticas— su Estarlogia se vuelve ontológicamente insuficiente para pensar la totalidad de la experiencia humana. El mito, sin trascendencia, puede volverse repetición; y la inmanencia, sin apertura, puede devenir clausura.

Al desechar la trascendencia bajo esa caricatura, Kusch ignora que existen formas de pensar lo trascendente que no se inscriben en la lógica dogmática ni en el racionalismo europeo. Pensadoras como Simone Weil, por ejemplo, recuperan la trascendencia como apertura al sufrimiento del otro, como experiencia de gracia que no se impone, sino que se recibe en el silencio y la atención radical. Paul Ricoeur, desde su hermenéutica, propone una trascendencia que no niega la finitud humana, sino que la atraviesa: el símbolo religioso “da que pensar” porque remite a una alteridad que no se puede poseer, pero que interpela éticamente al sujeto. Mircea Eliade, por su parte, muestra cómo lo sagrado se manifiesta en lo cotidiano a través de hierofanías, revelaciones que no son racionales ni sistemáticas, pero que permiten reconectar con una dimensión profunda del ser. Frente a estas perspectivas, la ontología inmanentista de Kusch, aunque busca sacralizar el “estar” americano, corre el riesgo de clausurar la apertura al misterio, de confundir la inmanencia simbólica con la inmanencia profana de la modernidad, marcada por el relativismo, el desencanto y el nihilismo. En ese gesto, su filosofía pierde la posibilidad de articular una ética del sentido, una metafísica del don, una espiritualidad del límite.

En cambio, la propuesta que aquí se desarrolla en este libro retoma la filosofía mitocrática no como proyecto restaurador, sino como línea metodológica. El mito, en esta lectura, no se impone como sistema absoluto, sino que se convierte en herramienta interpretativa para comprender un mundo precolombino ya fenecido, pero aún latente en símbolos, prácticas, y memorias. Se trata de leer el mito no como dogma, sino como clave hermenéutica, como lenguaje profundo que permite acceder a una cosmovisión extinguida en su forma original, pero viva en sus huellas. Así, la filosofía mitocrática no se propone aquí como alternativa excluyente al pensamiento occidental, sino como complemento crítico, como vía para enriquecer la comprensión del mundo andino desde sus propios códigos simbólicos. No se trata de revivir el Tawantinsuyo, sino de interpretarlo con fidelidad y respeto, reconociendo que el mito puede ser leído como ley cósmica sin necesidad de absolutizarlo como única verdad. En ese gesto, se abre un espacio para el diálogo entre saberes, para una lectura intercultural que no niega el pasado, pero tampoco lo idealiza: lo piensa, lo traduce, lo revela.