Filosofía
mitocrática:
el mito como ley cósmica
La religión andina no fue simplemente un
conjunto de creencias o prácticas devocionales. Fue, ante todo, una forma de
pensamiento, una filosofía encarnada en símbolos, rituales y relatos. En el
corazón de esta visión se encuentra lo que podríamos llamar una filosofía
mitocrática: una concepción del mundo en la que el mito no es ficción, sino
ley, no es fantasía, sino estructura. El mito organiza la realidad, la explica,
la orienta.
Los mitos andinos no eran
narraciones distantes, contadas por entretenimiento o por tradición. Eran
relatos vivos, actualizados constantemente en los rituales, en la arquitectura,
en la conducta cotidiana. El mito explicaba el origen del mundo, la relación
entre los seres, el orden social, el comportamiento humano y los fenómenos
naturales. Era una forma de pensar el universo como totalidad coherente, como
sistema de causas y efectos.
En este sentido, el mito no
era solo cosmológico, sino normativo. No solo decía cómo empezó el mundo, sino
cómo debía mantenerse. No solo narraba lo que fue, sino lo que debe ser. El
mito era ley cósmica: establecía las reglas del equilibrio, las condiciones de
la reciprocidad, los límites del poder. Vivir conforme al mito era vivir en
armonía con el universo. Transgredirlo era romper el orden, provocar el caos.
El causalismo ritual andino
se funda en esta filosofía mitocrática. Cada acción humana tenía consecuencias
cósmicas. Cada ofrenda, cada palabra, cada gesto debía responder a una causa
anterior y generar un efecto equilibrado. El universo era un tejido de
relaciones, y el ser humano era responsable de su parte en ese tejido. El
ritual no era superstición, sino pensamiento simbólico, ética encarnada,
metafísica práctica.
Los mitos de origen, como
el de Viracocha emergiendo del lago Titicaca, no eran simples cuentos. Eran
narraciones fundacionales que explicaban la estructura del mundo, la
legitimidad del poder, la necesidad del orden. Viracocha no solo crea, sino
organiza. Separa, nombra, establece vínculos. Su acto es filosófico: transforma
el caos en cosmos, la potencia en forma, la dispersión en sistema.
Otros mitos, como el de los
hermanos Ayar, explican la fundación de Cuzco y la genealogía del poder
incaico. Pero también enseñan sobre la lucha, la traición, la obediencia, el
sacrificio. Son relatos éticos, que orientan la conducta y justifican las instituciones.
El mito no está en el pasado: está en el presente ritual, en la arquitectura
ceremonial, en la memoria colectiva. Es ley que se actualiza.
La arquitectura andina
refleja esta filosofía mitocrática. Los templos, las huacas, los caminos
sagrados no son construcciones funcionales, sino encarnaciones del mito. El
Coricancha, por ejemplo, no es solo templo del Sol, sino centro del universo,
punto de irradiación del orden cósmico. Cada piedra, cada alineación, cada
espacio responde a una lógica simbólica que reproduce el relato mítico. Los
rituales, por su parte, son actos de actualización del mito. No se celebran por
costumbre, sino por necesidad ontológica. El universo debe ser equilibrado,
alimentado, honrado. El mito exige acción, y el ritual responde. Cada ofrenda,
cada danza, cada peregrinación es una forma de reafirmar el relato, de mantener
la ley cósmica, de evitar el retorno al caos. El ritual es filosofía en
movimiento.
Incluso la ética cotidiana
se funda en el mito. El principio de ayni —reciprocidad— no es solo norma
social, sino ley cósmica. Dar para recibir, ofrecer para equilibrar, servir
para mantener el orden. El mito enseña que todo está conectado, que nada es gratuito,
que toda acción tiene consecuencias. La moral andina no se basa en mandamientos
externos, sino en la lógica interna del universo narrado. Esta filosofía
mitocrática no es irracional, ni dogmática. Es una forma de pensamiento
simbólico, que articula cosmología, ética, política y estética. El mito no se
impone, se vive. No se memoriza, se encarna. No se repite, se actualiza. Es ley
porque organiza, porque orienta, porque da sentido. Es filosofía porque piensa,
porque estructura, porque transforma.
El causalismo ritual,
entonces, no es magia ni superstición. Es una forma de pensar el mundo como
sistema. Cada fenómeno natural —sequía, temblor, enfermedad— tiene una causa
espiritual, una ruptura del equilibrio. Y cada respuesta —ofrenda, sacrificio, peregrinación—
busca restaurar ese orden. El ser humano no es víctima del cosmos, sino agente
responsable. El ritual es su herramienta filosófica. Esta visión contrasta con
la idea moderna de mito como ficción. En la cultura andina, el mito es más real
que la historia. Es el fundamento, no el adorno. Es la estructura, no la
superficie. La historia cambia, el mito permanece. La política se transforma,
el mito organiza. La ciencia avanza, el mito orienta. Es ley porque es
principio, porque es origen, porque es destino.
La filosofía mitocrática
andina no separa razón y símbolo, pensamiento y rito, ética y cosmología. Todo
está unido. Pensar es narrar, narrar es actuar, actuar es equilibrar. El saber
no se acumula, se encarna. El conocimiento no se abstrae, se ritualiza. El
pensamiento no se aísla, se celebra. El mito es la forma más alta de sabiduría,
porque une lo visible y lo invisible. Esta forma de pensar el mundo tiene
implicaciones profundas. La política no se basa en poder, sino en legitimidad
cósmica. El gobernante no manda, sino que representa. El Inca no es dueño, sino
mediador. Su autoridad proviene del mito, no de la fuerza. Su rol es ritual,
simbólico, filosófico. Gobernar es mantener el equilibrio, actualizar el
relato, servir al orden universal. La educación, en este contexto, no es
transmisión de datos, sino iniciación en el mito. Aprender es recordar, es
encarnar, es participar. El joven no memoriza, sino que se convierte en parte
del relato. El saber se transmite en cantos, en danzas, en peregrinaciones. El
maestro es guía, no instructor. El conocimiento es experiencia, no acumulación.
El mito es escuela.
Incluso la medicina se
funda en el mito. La enfermedad no es solo desequilibrio físico, sino ruptura
espiritual. El curandero no aplica técnicas, sino que restaura el relato. La
planta no es sustancia, sino símbolo. El cuerpo no es máquina, sino microcosmos.
Sanar es reequilibrar, es reconciliar, es recontar. El mito es terapia. La
agricultura también responde a esta lógica. Sembrar no es solo producir, sino
participar en el ciclo cósmico. La tierra es madre, el agua es padre, el Sol es
fecundador. Cada acto agrícola es ritual, es ofrenda, es actualización del
mito. La cosecha no es resultado, sino respuesta. El trabajo es ceremonia. El
mito es calendario.
La muerte, finalmente, no
es fin, sino tránsito. El mito enseña que el alma regresa, que el ciclo
continúa, que el equilibrio se mantiene. Los muertos son parte del relato, no
están fuera de él. Se les honra, se les escucha, se les incluye. El duelo es ritual,
es memoria, es reafirmación. El mito es consuelo.
El mito, en su esencia más
profunda, es la manifestación natural de lo sagrado. Surge de la contemplación
del mundo, del asombro ante el orden del cosmos, de la intuición de que detrás
de lo visible hay una fuerza que sostiene, que organiza, que da sentido. El
mito no es invención arbitraria, sino respuesta espiritual a la experiencia del
misterio. Es el modo en que las culturas, desde su sensibilidad, nombran lo
innombrable.
En la cultura andina, como
en muchas otras tradiciones ancestrales, el mito nace de la observación del
cielo, de los ciclos de la tierra, de la relación entre los seres. Es una forma
de leer el universo como texto sagrado, como revelación natural. El Sol, la
Luna, las montañas, los ríos, todos hablan. El mito escucha y traduce. No
impone, interpreta. No dogmatiza, contempla. Es filosofía en estado simbólico. Esta
manifestación natural de lo sagrado tiene una dignidad propia. No debe ser
despreciada como superstición ni reducida a folclore. El mito expresa verdades
profundas, aunque no absolutas. Es camino, no llegada. Es búsqueda, no
plenitud. Es el modo en que el alma humana, sin revelación explícita, intenta
comprender su lugar en el universo. Es la razón simbólica en diálogo con el
misterio.
Sin embargo, el mito tiene
límites. Al surgir de la experiencia natural, no puede acceder por sí mismo al
misterio sobrenatural. Puede intuirlo, evocarlo, desearlo, pero no revelarlo.
La revelación, en sentido teológico, es un acto libre de Dios, que se da desde
fuera del mundo, aunque se encarne en él. Es la irrupción de lo divino en la
historia, no como símbolo, sino como presencia. Es gracia, no deducción. En
este sentido, el mito prepara el terreno para la revelación. Dispone el alma,
abre la sensibilidad, cultiva la intuición. Pero no la sustituye. El mito es la
voz de la tierra que busca el cielo. La revelación es la voz del cielo que
responde a la tierra. El mito es la pregunta; la revelación, la respuesta. El
mito es la espera; la revelación, el encuentro. Ambas son necesarias, pero no
equivalentes.
La religión andina, con su
riqueza mitocrática, expresa una espiritualidad natural que reconoce lo sagrado
en lo creado. Es una forma de sabiduría que honra el orden, que busca el
equilibrio, que celebra la vida como don. Pero no conoce aún al Dios que se
revela como persona, como amor, como redentor. No ha recibido la palabra que
viene de lo alto, aunque la espera en silencio. Cuando la revelación cristiana
irrumpe en el mundo andino, no lo niega, sino que lo transfigura. Reconoce en
sus mitos una búsqueda legítima, una intuición profunda, una preparación
providencial. Pero ofrece algo nuevo: la manifestación sobrenatural de lo
sagrado. No ya como fuerza cósmica, sino como presencia personal. No como
símbolo, sino como sacramento. No como ley natural, sino como gracia redentora.
Cristo, en este horizonte,
no es simplemente un nuevo mito, sino el cumplimiento de todos los mitos. Es el
Logos que da sentido a todos los relatos, el Hijo que revela al Padre, el
mediador que une cielo y tierra. Su encarnación no anula la sabiduría ancestral,
pero la lleva a su plenitud. Su cruz no destruye la Chakana, sino que la
consagra. Su resurrección no rompe el ciclo, sino que lo redime. Así, el mito y
la revelación pueden dialogar. No como iguales, sino como caminos que se
encuentran. El mito ofrece la sensibilidad cósmica, la reverencia ante el
misterio, la ética de la reciprocidad. La revelación ofrece la verdad personal,
el amor gratuito, la esperanza escatológica. Juntas, pueden construir una
espiritualidad que honre la tierra sin idolatrarla, y que reciba el cielo sin
despreciar lo humano.
Cuando la revelación
cristiana irrumpe en el mundo andino, no lo hace como fuerza destructora ni
como negación absoluta de lo anterior, sino como principio de transfiguración.
Esta transfiguración no consiste en borrar el pasado, sino en iluminarlo desde
una nueva perspectiva, revelando en los mitos, símbolos y prácticas ancestrales
una búsqueda legítima de lo divino que encuentra su plenitud en el Dios
revelado en Jesucristo. Esta dinámica de encuentro y transformación se encarna
de manera singular en figuras como el Inca Garcilaso de la Vega, Felipe Guamán
Poma de Ayala, Juan Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamayhua, entre otros
pensadores y escritores andinos del siglo XVI y XVII. En ellos, el mito
ancestral no desaparece ni se diluye, sino que se reinterpreta a la luz del
Evangelio, dando lugar a una espiritualidad mestiza, profundamente original,
que articula lo sagrado natural con lo sobrenatural revelado.
Garcilaso de la Vega, hijo
de un conquistador español y una princesa inca, representa en su propia
biografía el cruce de dos mundos. En sus Comentarios Reales, recoge con
reverencia la memoria de los Incas, sus costumbres, su cosmovisión, y la
presenta no como superstición, sino como expresión de una sabiduría antigua
que, aunque incompleta, estaba orientada hacia la verdad. Garcilaso no rechaza
el cristianismo, sino que lo abraza, pero lo hace sin renunciar a su herencia
indígena. Su obra busca una síntesis espiritual y cultural, donde el mito
andino es elevado por la revelación cristiana, sin perder su dignidad ni su
profundidad.
Felipe Guamán Poma de
Ayala, por su parte, adopta una postura más crítica y profética. En su Nueva
corónica y buen gobierno, denuncia con fuerza los abusos del sistema
colonial, la corrupción de las autoridades y el sufrimiento del pueblo
indígena. Pero su crítica no se basa en una nostalgia pagana, sino en una
visión cristiana del orden andino, donde el Dios de los cielos se revela como
juez justo, defensor de los pobres, y garante de la reciprocidad y el
equilibrio. Guamán Poma no propone una vuelta al pasado incaico, sino una
reforma cristiana del presente, inspirada en los valores ancestrales pero
iluminada por la fe en Cristo.
Juan Santa Cruz Pachacuti
Yamqui Salcamayhua, en su Relación de antigüedades deste reyno del Perú,
ofrece una lectura teológica de los símbolos andinos, especialmente de la Chakana
(cruz andina), los astros, las huacas y los rituales. En su visión, estos
elementos no son meros ídolos, sino vestigios de una revelación natural, signos
que apuntaban hacia el Dios verdadero, aunque aún no plenamente conocido. Para
Pachacuti, la llegada del cristianismo no destruye el mundo simbólico andino,
sino que lo cumple, revelando el sentido profundo que estaba oculto en sus
mitos y prácticas.
Esta transfiguración del
mundo andino no es solo obra de los indígenas cristianizados, sino también
reconocida por varios cronistas españoles, como el padre Blas Valera, José de
Acosta o Bernabé Cobo. Blas Valera, jesuita mestizo, defendió la dignidad de la
cultura incaica y propuso una visión integradora, donde la sabiduría ancestral
podía convivir con la fe cristiana. José de Acosta, aunque más crítico,
reconoció en los pueblos indígenas una religiosidad natural que debía ser
respetada y comprendida. Bernabé Cobo, en sus descripciones etnográficas, dejó
constancia de la profundidad espiritual de los rituales andinos, aunque
interpretados desde una perspectiva cristiana. Estos cronistas, con mayor o
menor sensibilidad, percibieron que el mundo andino no era un desierto
espiritual, sino un terreno fértil donde la semilla del Evangelio podía crecer
y dar fruto.
Así, el mito andino, lejos
de ser anulado por la revelación cristiana, es elevado, purificado y cumplido
en ella. La revelación no destruye lo que vino antes, sino que lo transfigura,
revelando en los símbolos naturales una preparación providencial para el
encuentro con el Dios vivo. En este proceso, el alma andina no pierde su
identidad, sino que la redescubre en una nueva luz, donde el Sol sigue
brillando, pero ya no como divinidad, sino como criatura que canta la gloria
del Creador.
Del
antiguo mito andino como ley cósmica,
donde todo estaba regido por una armonía sagrada entre los astros, las
montañas, los ancestros y la naturaleza, poco ha sobrevivido en su forma
original. Los apus, otrora espíritus tutelares de las montañas, han
dejado de ser objeto de adoración explícita; las mallquis o momias,
que encarnaban la presencia viva de los antepasados, han sido silenciadas por
siglos de represión religiosa; los astros, que guiaban los calendarios
rituales, ya no son contemplados como divinidades; y la naturaleza misma, que
era vivida como cuerpo del mundo sagrado, ha sido reducida en muchos casos a
recurso o paisaje. Sin embargo, sobrevive la Pachamama,
no como diosa pagana, sino como símbolo profundo de la tierra fecunda, madre de
vida, en un culto sincrético que ha sabido
resistir, adaptarse y dialogar con el cristianismo. En las ofrendas, en los
rituales de agradecimiento, en las fiestas populares, la Pachamama sigue
recibiendo respeto, no como rival de Dios, sino como expresión de su providencia.
Para muchos creyentes andinos, ofrecer a la tierra no contradice la fe
cristiana, sino que la complementa, reconociendo que la creación es sagrada y
que la tierra, como madre, merece gratitud. Así, del mito como ley cósmica, no
queda un sistema cerrado de divinidades, sino una intuición viva: que el mundo está habitado por lo
sagrado, y que la tierra, como don, sigue siendo lugar de encuentro entre lo
humano y lo divino.
El
hombre andino actual es profundamente religioso,
pero no es pagano. Su espiritualidad no se funda en una idolatría de los
elementos naturales ni en una reproducción literal de los antiguos mitos
prehispánicos. Es, ante todo, cristiano,
aunque su cristianismo se manifiesta en formas sincréticas,
donde la fe en Jesucristo convive con símbolos, prácticas y sensibilidades
heredadas de la cosmovisión ancestral. Esta religiosidad no es superficial ni
meramente folclórica; es vivida con intensidad, con respeto, con sentido de lo
sagrado. El andino no separa lo divino de lo cotidiano: la tierra, el trabajo,
la comunidad, el ciclo agrícola, todo está impregnado de una presencia
espiritual. En sus fiestas, en sus oraciones, en sus ofrendas, se percibe una
fe que reconoce a Dios como creador y redentor, pero que también honra a la
Pachamama como madre tierra, no como divinidad autónoma, sino como criatura
privilegiada, como mediadora de vida. Este cristianismo sincrético no debe ser
visto como desviación, sino como inculturación,
como expresión legítima de una fe que ha echado raíces en un suelo
simbólicamente fértil. El hombre andino cree en Cristo, pero lo hace desde su
mundo, desde su historia, desde su sensibilidad. Y en ese encuentro entre
Evangelio y mito, entre cruz y Chakana, entre cielo y tierra, se revela una
espiritualidad que no contradice la fe, sino que la enriquece con su color, su ritmo y su memoria.
Así lo comprende la
novelística de José María Arguedas, quien, desde su vivencia íntima del mundo
andino, retrata al hombre indígena como profundamente religioso, cristiano en
su fe, pero portador de una espiritualidad sincrética que no ha perdido el vínculo
con la tierra, con los ancestros, con los símbolos de su cultura. En obras como
Los ríos profundos o Todas las sangres, Arguedas muestra cómo el
cristianismo ha sido asumido por el pueblo andino no como imposición, sino como
revelación que dialoga con su cosmovisión ancestral. Sus personajes rezan a
Dios, veneran a la Virgen, participan en los sacramentos, pero también ofrecen
a la Pachamama, respetan los apus, y viven la fe como una experiencia total,
encarnada en la naturaleza y en la comunidad. En cambio, Gamaliel Churata, en
su obra El pez de oro, no reflexiona desde la fe cristiana, sino desde
una perspectiva más filosófica y mítica, en la que el pensamiento andino se
presenta como sistema autónomo, como sabiduría originaria que no necesita ser
transfigurada por la revelación cristiana. Churata reivindica el mito como
fuente de conocimiento, como expresión de una racionalidad propia, y aunque
reconoce la presencia del cristianismo en el mundo indígena, no lo asume como
horizonte teológico, sino como elemento externo, a veces incluso como
obstáculo. Mientras Arguedas ve en el sincretismo una forma legítima de vivir
la fe, Churata busca preservar la pureza simbólica del pensamiento andino,
elevándolo a categoría filosófica sin necesidad de conciliación con la
tradición cristiana. Así, ambos autores, aunque profundamente comprometidos con
la cultura andina, ofrecen lecturas divergentes de su religiosidad: una desde
la fe encarnada, otra desde el mito reivindicado.
La diferencia entre la
visión religiosa de José María Arguedas y la postura filosófico-mítica de
Gamaliel Churata no se limita al contenido de sus ideas, sino que se manifiesta
profundamente en el modo en que escriben, en la forma que adoptan sus obras, en
el lenguaje que eligen, en los personajes que construyen, y en la estructura
narrativa que los sostiene. Cada uno, desde su sensibilidad particular, revela
una manera distinta de comprender el mundo andino y su relación con lo sagrado.
En Arguedas, el lenguaje es
encarnado, lírico, emocional. Sus novelas están impregnadas de una mezcla viva
entre el español y el quechua, no como artificio estilístico, sino como
expresión de una identidad mestiza que respira en cada palabra. El quechua aparece
como lengua del alma, del sufrimiento, de la fe popular. Las oraciones, los
cantos, las súplicas, todo está cargado de una religiosidad que no se teoriza,
sino que se vive. El lenguaje de Arguedas no busca explicar el mito, sino
hacerlo resonar en la experiencia humana. Es un lenguaje sacramental, donde lo
cotidiano se vuelve signo de lo sagrado.
En cambio, Churata escribe
desde una intención filosófica y simbólica. En El pez de oro, el
lenguaje se vuelve abstracto, fragmentario, a veces hermético. No hay mezcla
emocional de lenguas, sino una búsqueda de universalidad desde lo andino.
Churata no quiere narrar la vida religiosa del pueblo, sino construir una
metafísica indígena, una filosofía del mito como sistema de conocimiento. Su
estilo se acerca más al manifiesto que a la novela; su palabra no busca
conmover, sino provocar reflexión. El mito, en su obra, no es vivido, sino
pensado.
Esta diferencia se refleja
también en los personajes. En Arguedas, los personajes son seres profundamente
humanos, atravesados por el dolor, la fe, la esperanza. Son indígenas que
rezan, que sufren, que cantan, que viven la religión como parte de su existencia.
Ernesto, en Los ríos profundos, encarna esa espiritualidad mestiza que
mezcla la devoción cristiana con el respeto por los apus y la Pachamama. Los
personajes de Arguedas no son arquetipos ni símbolos, sino personas concretas
que encarnan el sincretismo religioso en su carne y en su alma.
En Churata, los personajes
son figuras simbólicas, voces filosóficas, interlocutores de ideas. En El
pez de oro, no hay una trama lineal ni personajes desarrollados
psicológicamente, sino entidades que representan conceptos, mitos, visiones del
mundo. El protagonista, el pez de oro, es más símbolo que sujeto. La obra se
convierte en un diálogo entre saberes, donde el personaje es vehículo de
pensamiento, no de experiencia religiosa vivida. La humanidad concreta se
disuelve en la abstracción simbólica.
La estructura narrativa
también revela esta diferencia. Arguedas sigue una forma más tradicional,
aunque profundamente lírica. Hay desarrollo de personajes, conflicto,
evolución, y sobre todo, una inmersión en la vida cotidiana del mundo andino.
La estructura permite que el lector experimente el sincretismo religioso desde
dentro, como parte de una historia que se siente real, cercana, encarnada. La
novela es testimonio, es vivencia, es celebración de una fe que se ha hecho
cuerpo.
Churata, en cambio, rompe
con la estructura narrativa convencional. El pez de oro es una obra
híbrida: parte ensayo, parte mito, parte poema. No hay una historia que se
despliegue, sino una constelación de ideas, fragmentos, invocaciones, diálogos
filosóficos. La estructura refleja su intención de construir un pensamiento
andino autónomo, no subordinado a las formas occidentales ni cristianas. La
obra no narra, sino que proclama; no representa, sino que afirma.
En suma, Arguedas y Churata
ofrecen dos modos de acercarse al mundo andino y a su religiosidad. Arguedas lo
hace desde la fe encarnada, desde la experiencia vivida, desde el dolor y la
esperanza del pueblo. Churata lo hace desde la filosofía del mito, desde la
reivindicación de una sabiduría originaria que no necesita ser transfigurada
por la revelación cristiana. Uno busca reconciliar el cristianismo con la
cosmovisión andina; el otro busca afirmar la autonomía del pensamiento indígena
como sistema completo.
Ambos, sin embargo,
comparten una convicción profunda: que el mundo andino no es vacío ni
supersticioso, sino portador de una espiritualidad rica, compleja, digna de ser
pensada y narrada. Pero mientras Arguedas ve en el sincretismo una forma
legítima de vivir la fe, Churata busca preservar la pureza simbólica del mito.
En el lenguaje, en los personajes, en la estructura, esta diferencia se vuelve
palpable, revelando dos caminos que, aunque distintos, se cruzan en el deseo de
dar voz al alma andina.
En el corazón del
pensamiento de Gamaliel Churata late una convicción radical: para que el mundo
andino recupere su voz auténtica, el cristianismo debe desaparecer. No basta
con coexistir, no basta con el sincretismo; lo que Churata propone es una
revolución epistemológica, una ruptura total con el legado colonial que impuso
una religión ajena sobre los mitos originarios. Su proyecto no es conciliador,
sino emancipador. El cristianismo, en su visión, no es una fe que pueda
convivir con el pensamiento andino, sino una estructura de dominación que debe
ser desmontada para que el mito indígena vuelva a ocupar su lugar central como
sistema de conocimiento y de sentido.
En El pez de oro,
esta postura se traduce en una escritura que rehúye toda referencia cristiana,
que se sumerge en símbolos prehispánicos, en metáforas cósmicas, en una
filosofía que no necesita redención, sino reafirmación. Churata no busca
adaptar el mito al cristianismo, sino liberarlo de su sombra. Su obra es un
manifiesto de resistencia cultural, donde el pensamiento indígena no se
presenta como complemento del cristianismo, sino como su alternativa radical.
José María Arguedas, en
cambio, propone una visión profundamente distinta. Para él, el cristianismo no
es un enemigo que debe morir, sino una presencia que puede convivir con la
cosmovisión andina. Su obra está atravesada por el dolor del mestizaje, pero
también por la esperanza de una síntesis espiritual. En Los ríos profundos,
en Todas las sangres, el cristianismo aparece como parte del tejido
emocional del pueblo, mezclado con los cantos quechuas, con las ofrendas a la
tierra, con las procesiones que son a la vez cristianas y paganas. Arguedas no
niega la violencia de la evangelización, pero cree en la posibilidad de una fe
mestiza, donde el indígena no renuncie a sus dioses, sino que los integre en
una espiritualidad más amplia.
Para que el plan de Churata
triunfe, el cristianismo debe morir como sistema de pensamiento y como
estructura simbólica. Para Arguedas, en cambio, basta con aprender a convivir,
con reconocer que en el alma andina caben múltiples voces, múltiples dioses,
múltiples cantos. Uno propone la purificación del mito; el otro, la armonía del
sincretismo.
Ambos, sin embargo,
comparten una misma urgencia: rescatar la dignidad espiritual del mundo
indígena, devolverle su profundidad, su belleza, su capacidad de nombrar lo
sagrado. Pero lo hacen desde caminos opuestos: Churata desde la ruptura,
Arguedas desde el abrazo.
Aunque la propuesta de
Gamaliel Churata resulta fascinante por su audacia intelectual y su
reivindicación radical del pensamiento indígena, no puede dejar de señalarse
que su plan carece de realismo histórico. La idea de restaurar el mundo
precolombino, de revivir una cosmovisión originaria libre de toda contaminación
cristiana o occidental, se enfrenta a una dificultad insalvable: el tiempo ha
pasado, y con él, las condiciones que hicieron posible aquel universo
simbólico. El mundo andino actual no es el mismo que el de los inkas, ni
siquiera el de los primeros siglos coloniales. Las lenguas han cambiado, los
mitos se han transformado, las prácticas religiosas se han mezclado, y las
identidades se han vuelto complejas, híbridas, contradictorias.
Churata parece imaginar que
es posible desandar la historia, borrar siglos de mestizaje, y reconstruir una
imagen pura del pensamiento indígena, como si existiera aún intacta en algún
rincón del alma colectiva. Pero esa imagen original, por más poderosa que sea
como símbolo, ya no puede sostenerse como proyecto cultural. El mito no puede
volver a ocupar el centro si se pretende que lo haga sin diálogo, sin reconocer
que ha sido tocado, modificado, reinterpretado. El mundo precolombino no puede
ser restaurado porque ya no existe como tal; lo que existe es un mundo andino
contemporáneo, atravesado por múltiples influencias, por tensiones entre lo
ancestral y lo moderno, por desafíos que no pueden resolverse con una simple
vuelta al origen.
En ese sentido, la
propuesta de José María Arguedas, aunque menos radical, resulta más viable. Él
no pretende borrar el cristianismo ni restaurar una cosmovisión pura, sino
reconstruir una espiritualidad mestiza, capaz de integrar lo indígena y lo
occidental sin que uno anule al otro. Arguedas entiende que el alma andina ha
sido herida, pero también que ha sabido resistir y transformar. Su proyecto no
es arqueológico, sino existencial: busca dar sentido a una vida marcada por el
cruce de culturas, por el dolor del desarraigo, pero también por la posibilidad
de reconciliación.
Así, mientras Churata sueña
con una revolución simbólica que elimine al cristianismo y reinstaure el mito
como sistema total, Arguedas propone una convivencia espiritual, una forma de
vivir entre mundos sin perder la dignidad ni la profundidad. Uno mira hacia el
pasado como utopía; el otro, hacia el presente como campo de lucha y de
creación. La diferencia entre ambos no es sólo ideológica, sino también
temporal. Churata quiere regresar; Arguedas quiere avanzar. Y en ese contraste
se revela no sólo una diferencia de pensamiento, sino también de sensibilidad
frente a la historia, frente al dolor, y frente a la posibilidad de construir
un futuro donde lo andino no tenga que elegir entre pureza y desaparición, sino
entre memoria y transformación.
El proyecto de Gamaliel
Churata, en su afán por restaurar la cosmovisión indígena precolombina como
sistema absoluto de sentido, no sólo se enfrenta a la imposibilidad histórica
de revivir un mundo extinto, sino que, llevado a sus últimas consecuencias, derivaría
en un totalitarismo cultural. La idea de eliminar el cristianismo, de purgar
toda influencia occidental, y de reinstaurar una visión única del mundo basada
en el mito originario, implica necesariamente la exclusión de toda diferencia,
de toda pluralidad, de toda forma de pensamiento que no se ajuste al paradigma
ancestral. En ese sentido, el plan de Churata no es sólo irrealizable, sino
peligrosamente autoritario.
La cultura, como la
historia, no puede retroceder ni congelarse. Pretender que una sola cosmovisión
—por más legítima que sea en su origen— se imponga como verdad única, supone
negar la diversidad, cancelar el mestizaje, silenciar las voces híbridas que han
surgido del dolor y la resistencia. Y si ese proyecto cultural se tradujera en
política, estaríamos ante un modelo de totalitarismo simbólico, donde el Estado
se convierte en guardián de una ortodoxia mítica, y donde toda disidencia
—religiosa, lingüística, filosófica— sería vista como traición. El sueño de
Churata, si se institucionalizara, correría el riesgo de convertirse en una
dictadura del origen, incompatible con la libertad, la convivencia y la
complejidad del Perú contemporáneo.
José María Arguedas, en
cambio, propone un modelo radicalmente distinto. Su visión no exige la
eliminación de ninguna cultura, sino su convivencia. El cristianismo, en su
obra, no es un enemigo que debe ser erradicado, sino una presencia que puede
ser reconfigurada, mestizada, humanizada. Arguedas no sueña con un retorno al
pasado, sino con una síntesis espiritual que permita a los pueblos andinos
vivir con dignidad en un mundo plural. Su propuesta es profundamente
democrática: reconoce el dolor del mestizaje, pero también su potencia
creativa. No busca imponer una sola verdad, sino dar espacio a múltiples
verdades, a múltiples formas de sentir lo sagrado.
En ese sentido, el plan de
Arguedas no sólo es más realista, sino también más ético. No exige sacrificios
identitarios, ni purificaciones culturales, ni exclusiones políticas. Al
contrario, abre un camino hacia la reconciliación, hacia una espiritualidad
mestiza que no niega el conflicto, pero tampoco lo absolutiza. Mientras Churata
propone una revolución que podría desembocar en uniformidad forzada, Arguedas
propone una convivencia que acepta la contradicción como parte de la vida.
Así, la diferencia entre
ambos no es sólo filosófica, sino profundamente política. Churata, en su afán
por restaurar el mito, corre el riesgo de construir un sistema cerrado,
excluyente, autoritario. Arguedas, en su deseo de integrar, abre la posibilidad
de un mundo más justo, más libre, más humano. Y en ese contraste, se revela no
sólo una diferencia de pensamiento, sino una diferencia de horizonte moral.
En el mapa de las grandes
voces andinas, Gamaliel Churata y José María Arguedas ocupan lugares muy
distintos, no sólo por sus estilos y proyectos literarios, sino por la
tradición intelectual a la que se vinculan —o de la que se alejan. Churata, con
su radicalismo simbólico, no logra establecer un puente con Felipe Guamán Poma
de Ayala, el cronista indígena que, desde el siglo XVII, denunció los abusos
coloniales, pero lo hizo desde el interior del conflicto, con una mirada
crítica pero también dialogante. Guamán Poma no propuso borrar el cristianismo,
sino reformarlo, adaptarlo, hacerlo justo para los pueblos indígenas. Su famosa
Nueva corónica y buen gobierno es una obra de resistencia, sí, pero
también de negociación cultural, donde el indígena no se presenta como enemigo
del mundo occidental, sino como interlocutor legítimo que exige ser escuchado.
Churata, en cambio, se
distancia de esa tradición. Su proyecto no busca diálogo ni reforma, sino
ruptura total. El cristianismo, para él, no puede ser corregido ni mestizado:
debe ser eliminado. Su visión del mundo indígena es tan pura, tan idealizada, que
termina por convertirse en una abstracción excluyente, incapaz de reconocer la
complejidad histórica del mestizaje. En ese sentido, Churata no se acerca a
Guamán Poma, sino que queda relegado en un radicalismo extremo, más cercano a
una utopía filosófica que a una propuesta cultural viable.
José María Arguedas, por el
contrario, se mantiene hermanado al Inca Garcilaso de la Vega, el gran mestizo
del siglo XVI que supo narrar el mundo andino desde la doble herencia que lo
habitaba. Garcilaso no negó su parte española ni su parte incaica, sino que las
integró en una escritura que buscaba reconciliar, traducir, preservar. Su Comentarios
reales son testimonio de una identidad mestiza que no renuncia a ninguna de
sus raíces, sino que las convierte en fuente de sabiduría y belleza. Arguedas
recoge ese legado y lo actualiza: su obra es también una forma de dar voz al
mestizaje, de mostrar que la espiritualidad andina puede convivir con elementos
cristianos sin perder su profundidad ni su dignidad.
Así, mientras Churata se
instala en una postura de pureza excluyente, Arguedas y Garcilaso comparten una
visión de mestizaje integrador, donde el conflicto cultural no se resuelve por
eliminación, sino por síntesis vivida. Uno sueña con un mundo sin cristianismo;
los otros, con un mundo donde lo cristiano y lo indígena puedan coexistir sin
violencia simbólica.
Esta diferencia no es
menor. Revela dos modos de entender la historia, la identidad y la posibilidad
de futuro para los pueblos andinos. Churata, al rechazar el legado colonial en
bloque, se arriesga a caer en una forma de fundamentalismo cultural. Arguedas,
al abrazar el mestizaje con dolor, pero también con esperanza, ofrece una vía
más humana, más realista, más fecunda. Y en ese gesto, se inscribe en la misma
corriente que Garcilaso: la de quienes no niegan sus heridas, pero tampoco
renuncian a sanarlas con palabras.
Gamaliel Churata guarda una
evidente semejanza con el primer Luis E. Valcárcel, especialmente en su impulso
por reivindicar la grandeza del mundo indígena y en su rechazo frontal al
legado colonial. Ambos comparten una visión heroica del pasado prehispánico,
una voluntad de restaurar la dignidad cultural de los pueblos andinos, y una
crítica profunda al sistema occidental que los ha marginado. En sus primeros
escritos, Valcárcel —como Churata— soñaba con una resurrección del
Tawantinsuyo, con la recuperación de una civilización que él consideraba
superior en valores espirituales, sociales y éticos. Esta visión, profundamente
romántica y militante, se alinea con el tono mítico y filosófico de El pez
de oro, donde Churata propone una cosmovisión indígena como alternativa
total al pensamiento occidental.
Sin embargo, las
diferencias entre ambos son tan importantes como sus coincidencias. Valcárcel,
incluso en su etapa más radical, mantuvo una vocación política concreta: su
indigenismo no era sólo simbólico, sino también institucional. Participó en
reformas educativas, promovió políticas públicas, y buscó integrar al indígena
en la vida nacional a través de mecanismos estatales. Su proyecto, aunque
utópico en ciertos aspectos, tenía una dimensión pragmática: quería transformar
el Perú desde dentro, no destruir sus estructuras, sino reorientarlas hacia una
justicia social basada en el reconocimiento de lo indígena.
Churata, en cambio, se
mueve en un plano más filosófico y metafísico. Su propuesta no se traduce en
políticas ni en reformas, sino en una revolución simbólica que exige el
abandono total del pensamiento occidental. No busca integrar al indígena en el
Estado peruano, sino reemplazar el Estado y su cultura por una nueva forma de
entender el mundo, basada en el mito, en la oralidad, en la sabiduría
ancestral. Mientras Valcárcel se dirige al Perú como nación, Churata se dirige
al cosmos como totalidad. Su proyecto es más radical, pero también menos
realizable, menos vinculado a las condiciones concretas de transformación
social. Además, Valcárcel evolucionó. Con el tiempo, su indigenismo se volvió
más intercultural, más abierto al diálogo entre culturas, más consciente de la
imposibilidad de restaurar el pasado sin reconocer el mestizaje. Churata, en
cambio, se mantuvo fiel a su visión originaria, sin concesiones, sin matices.
En ese sentido, Churata representa una pureza ideológica que, aunque poderosa
en términos simbólicos, puede volverse excluyente y rígida frente a la
complejidad del mundo real.
Así, la semejanza entre
ambos reside en su pasión por lo indígena, en su deseo de devolverle
centralidad y respeto. Pero la diferencia está en el camino elegido: Valcárcel
opta por la reforma desde dentro; Churata, por la refundación desde fuera. Uno
busca transformar el Perú; el otro, trascenderlo.
En suma, la filosofía
mitocrática que propone Gamaliel Churata en El pez de oro no es
simplemente una reivindicación estética del mito, sino una reconfiguración
total del orden del conocimiento. El mito, en su visión, no es relato ni
superstición, sino ley cósmica, principio ordenador del universo, fundamento
ontológico de la existencia. Frente a la racionalidad occidental, que
fragmenta, analiza y domina, Churata eleva el mito como una forma de sabiduría
integral, donde lo humano, lo divino y lo natural se entrelazan en una unidad
viva.
Sin embargo, esta
propuesta, por su radicalidad, se vuelve excluyente y cerrada. Al absolutizar
el mito como única vía legítima de conocimiento, Churata construye una
filosofía que no admite diálogo ni mestizaje, sino que exige pureza simbólica y
ruptura total con el pensamiento occidental. En ese gesto, su proyecto se
convierte en una utopía metafísica que, aunque poderosa en su fuerza poética,
resulta inviable como horizonte cultural para un mundo marcado por la
pluralidad, la historia y el conflicto.
La ley cósmica del mito,
tal como la concibe Churata, ofrece una alternativa profunda al racionalismo
moderno, pero al mismo tiempo revela los límites de una visión que, al querer
restaurar el origen, corre el riesgo de negar el presente. Su filosofía mitocrática
es, en última instancia, una apuesta por la totalidad perdida, por un orden
anterior al quiebre colonial. Y aunque esa apuesta ilumina zonas olvidadas del
pensamiento andino, también exige una reflexión crítica sobre la posibilidad
real de construir futuro desde el mito sin caer en el dogma.
En suma, la filosofía
mitocrática que Gamaliel Churata articula en El pez de oro constituye
una propuesta audaz: el mito no como relato marginal ni superstición popular,
sino como ley cósmica, como principio ordenador de la existencia, como sistema
de pensamiento autónomo frente a la racionalidad occidental. En su visión, el
mito no narra: estructura, explica, fundamenta. Es una ontología viva, una
metafísica ancestral que da sentido al mundo desde una lógica distinta a la del
logos europeo.
Sin embargo, el proyecto de
Churata, al absolutizar el mito como única vía legítima de conocimiento, se
vuelve radicalmente excluyente. Su rechazo frontal al cristianismo y a toda
forma de mestizaje lo conduce a una utopía simbólica que, por su pureza, resulta
inviable en el contexto histórico y cultural contemporáneo. El mundo
precolombino que Churata desea restaurar ya no existe como realidad viviente, y
su intento de reinstaurarlo como sistema total corre el riesgo de caer en un
totalitarismo cultural, incompatible con la pluralidad y el mestizaje que
definen al Perú moderno.
La filosofía de Rodolfo
Kusch, aunque profundamente comprometida con la reivindicación del pensamiento
indígena americano, también corre el riesgo de resolverse en un indigenismo
radical que, al igual que el proyecto de Churata, absolutiza una ontología local
desligada del diálogo intercultural. Inspirado por Heidegger, Kusch busca una
ontología americana que no parta del ser abstracto del pensamiento occidental,
sino de la vivencia concreta del “estar” en el mundo andino. En este intento,
el pensamiento indígena se convierte en fundamento ontológico, en raíz
auténtica desde la cual se puede pensar América sin recurrir a las categorías
europeas. Sin embargo, esta búsqueda de autenticidad puede derivar en una forma
de esencialismo que clausura el intercambio entre saberes, al privilegiar una
visión del mundo que se presenta como originaria, pura y autosuficiente.
Kusch propone una filosofía
del “estar” que se contrapone al “ser” occidental, y en esa oposición radical
se configura una ontología que excluye el mestizaje como posibilidad
filosófica. El mundo indígena, en su formulación, se convierte en paradigma absoluto,
en horizonte ontológico que no necesita dialogar con otras tradiciones, sino
que se afirma en su diferencia irreductible. Esta postura, aunque valiosa en su
intento por descolonizar el pensamiento, puede desembocar en una forma de
totalización simbólica que niega la complejidad histórica de América Latina,
marcada precisamente por el cruce, la mezcla y la tensión entre múltiples
cosmovisiones.
Al igual que Churata, Kusch
corre el riesgo de convertir el mito y la vivencia indígena en sistema cerrado,
en alternativa excluyente frente al pensamiento occidental. En lugar de abrir
un espacio para el diálogo intercultural, su propuesta filosófica tiende a
construir una ontología andina que se afirma en la negación del otro, en la
pureza de lo propio. Esta radicalización del pensamiento indígena, aunque
motivada por una legítima crítica al colonialismo epistemológico, puede
terminar reproduciendo una lógica de exclusión que impide pensar la pluralidad
constitutiva del continente. Frente a ello, se vuelve necesario recuperar el
valor del mito y del pensamiento indígena no como esencia intocable, sino como
lenguaje profundo que puede dialogar, traducirse y enriquecer otras formas de
comprender el mundo.
El punto filosófico más
débil de la Estarlogia de Rodolfo Kusch radica en su incapacidad para reconocer
que el inmanentismo que defiende —como fundamento ontológico del pensamiento
indígena— comparte una estructura profunda con el inmanentismo moderno, aunque
este último se manifieste de forma desacralizada. Kusch propone una ontología
del “estar” que se arraiga en la tierra, en la cotidianidad, en la vivencia
concreta del sujeto americano, y lo contrapone al “ser” abstracto y
trascendente del pensamiento occidental. Sin embargo, al absolutizar esta inmanencia
como vía auténtica, no advierte que la modernidad también ha desarrollado un
régimen inmanentista, aunque marcado por el relativismo, la pérdida de sentido
ético y el nihilismo. En otras palabras, el “estar” que Kusch reivindica como
sacralidad originaria puede terminar resonando —sin quererlo— con el vacío
existencial de una modernidad que ha expulsado toda trascendencia, pero sin
recuperar el sentido simbólico que él atribuye al mundo indígena.
Esta omisión filosófica es
crucial, porque impide a Kusch establecer una crítica efectiva al pensamiento
moderno. Al no distinguir entre una inmanencia sacralizada —como la que él
encuentra en el pensamiento andino— y una inmanencia profana —como la que domina
en la modernidad tardía—, su propuesta corre el riesgo de quedar atrapada en
una ambigüedad ontológica. El “estar” indígena, en su formulación, se presenta
como alternativa radical, pero no logra articular una mediación crítica que
permita diferenciarlo del “estar” moderno, marcado por el desencantamiento del
mundo. Así, la Estarlogia de Kusch, en su afán por recuperar una ontología
americana, termina ignorando que la inmanencia, sin una dimensión simbólica o
trascendente, puede devenir en indiferencia ética, en relativismo cultural y en
nihilismo existencial.
Otra debilidad filosófica
central en el pensamiento de Rodolfo Kusch es su renuncia al principio de
trascendencia, sin advertir que dicha renuncia está mediada por una visión
deformada del Dios cristiano, heredada de la crítica ilustrada y volteriana. En
su afán por reivindicar el “estar” americano como forma de pensamiento
arraigado en la tierra, en la inmanencia y en la vivencia concreta, Kusch
descarta toda posibilidad de trascendencia como si esta fuera inseparable del
racionalismo europeo, del dualismo cartesiano o de la teología dogmática. Sin
embargo, esta lectura de la trascendencia está profundamente influida por la
caricatura que la Ilustración construyó del cristianismo: un Dios lejano, juez
moral, principio abstracto y exterior al mundo. Al adoptar esta crítica sin
matices, Kusch pierde de vista que la trascendencia —en su sentido más
profundo— no necesariamente implica negación de la inmanencia, sino que puede
operar como apertura simbólica, como horizonte de sentido, como dimensión que
permite pensar lo humano más allá de lo inmediato.
La filosofía mitocrática
que Kusch propone, centrada en el mito como forma de pensamiento originario,
también tiene límites históricos que él no siempre reconoce. El mito, como
lenguaje profundo, es eficaz para expresar una cosmovisión simbólica, pero no
puede responder por sí solo a los desafíos éticos, políticos y filosóficos del
presente. Al absolutizar el mito como vía privilegiada de pensamiento, y al
rechazar la trascendencia como categoría filosófica, Kusch clausura la
posibilidad de articular una filosofía que dialogue con la tradición metafísica
sin someterse a ella. En este gesto, su propuesta corre el riesgo de quedar
atrapada en una ontología cerrada, que no puede pensar la alteridad radical, ni
la apertura al misterio, ni la dimensión ética que la trascendencia puede
ofrecer.
En suma, Kusch no advierte
que su crítica al pensamiento occidental, aunque legítima, está condicionada
por una visión parcial de la trascendencia cristiana, filtrada por el
racionalismo ilustrado. Al no explorar otras formas de trascendencia —como las
que ofrecen la mística, la teología simbólica o incluso ciertas corrientes
filosóficas no dogmáticas— su Estarlogia se vuelve ontológicamente insuficiente
para pensar la totalidad de la experiencia humana. El mito, sin trascendencia,
puede volverse repetición; y la inmanencia, sin apertura, puede devenir
clausura.
Al
desechar la trascendencia bajo esa caricatura, Kusch ignora que existen formas
de pensar lo trascendente que no se inscriben en la lógica dogmática ni en el
racionalismo europeo. Pensadoras como Simone Weil, por ejemplo, recuperan la
trascendencia como apertura al sufrimiento del otro, como experiencia de gracia
que no se impone, sino que se recibe en el silencio y la atención radical. Paul
Ricoeur, desde su hermenéutica, propone una trascendencia que no niega la
finitud humana, sino que la atraviesa: el símbolo religioso “da que pensar”
porque remite a una alteridad que no se puede poseer, pero que interpela
éticamente al sujeto. Mircea Eliade, por
su parte, muestra cómo lo sagrado se manifiesta en lo cotidiano a través de
hierofanías, revelaciones que no son racionales ni sistemáticas, pero que
permiten reconectar con una dimensión profunda del ser. Frente a estas
perspectivas, la ontología inmanentista de Kusch, aunque busca sacralizar el
“estar” americano, corre el riesgo de clausurar la apertura al misterio, de
confundir la inmanencia simbólica con la inmanencia profana de la modernidad,
marcada por el relativismo, el desencanto y el nihilismo. En ese gesto, su
filosofía pierde la posibilidad de articular una ética del sentido, una
metafísica del don, una espiritualidad del límite.
En cambio, la propuesta que
aquí se desarrolla en este libro retoma la filosofía mitocrática no como
proyecto restaurador, sino como línea metodológica. El mito, en esta lectura,
no se impone como sistema absoluto, sino que se convierte en herramienta interpretativa
para comprender un mundo precolombino ya fenecido, pero aún latente en
símbolos, prácticas, y memorias. Se trata de leer el mito no como dogma, sino
como clave hermenéutica, como lenguaje profundo que permite acceder a una
cosmovisión extinguida en su forma original, pero viva en sus huellas. Así, la
filosofía mitocrática no se propone aquí como alternativa excluyente al
pensamiento occidental, sino como complemento crítico, como vía para enriquecer
la comprensión del mundo andino desde sus propios códigos simbólicos. No se
trata de revivir el Tawantinsuyo, sino de interpretarlo con fidelidad y
respeto, reconociendo que el mito puede ser leído como ley cósmica sin
necesidad de absolutizarlo como única verdad. En ese gesto, se abre un espacio
para el diálogo entre saberes, para una lectura intercultural que no niega el
pasado, pero tampoco lo idealiza: lo piensa, lo traduce, lo revela.