lunes, 4 de noviembre de 2024

El renacimiento del filosofar

 


El renacimiento del filosofar

Luis Enrique Alvizuri

 

Comentario al libro Filosofía mitocrática y mitocratología del filósofo Gustavo Flores Quelopana, miembro de la Sociedad Peruana de Filosofía, presentado en la Casa Museo Ricardo Palma, ciudad de Lima, el martes 25 de mayo del 2010.

 

Lo que el filósofo peruano Gustavo Flores Quelopana nos plantea en su libro Filosofía mitocrática y mitocratología es algo que él ya ha venido sosteniendo en anteriores publicaciones: que el filosofar no es privativo de una cultura, en este caso Occidente, sino que es un hecho dado, propio de todo ser humano. Esto lo atribuye al filosofare, un elemento inherente a nuestra especie que nos impele a reflexionar sobre nuestro ser y su circunstancia. Estamos entonces ante un renovado esfuerzo por democratizar la más alta expresión del pensamiento, la filosofía, despojándola de ser solo el privilegio de una cultura dominante.

 

De esto se desprenden muchas cosas importantes y cruciales para la visión actual del ser humano en general y el desarrollo de todas sus manifestaciones culturales particulares. Si todos los hombres tienen la capacidad intrínseca de desenvolverse en el terreno filosófico, con propiedad y con soltura, de más está decir que ello conlleva una independencia de conciencia y de pensamiento, paso previo obligado a poseer también autonomía en materia de criterio, juicio, ética y valores. Lo gravital de esto es que lleva a que la autoridad de lo académico, dependiente siempre del poder de turno, se vea menoscaba y puesta en cuestión, abriéndose la puerta a pensamientos “políticamente incorrectos” —para expresarlo de una manera hoy de moda— que a la larga serán el germen de futuros cambios profundos en la concepción acerca de cómo debe ser la humanidad.

 

Es así que vemos que, con este aporte, la filosofía recupera el papel que ella siempre tuvo: el de ser la generadora de las ideas-madre que toda sociedad posee. Y decimos que recupera dicho rol en vista que, como suele suceder, cuando un sistema es totalitario, hegemónico y cerrado —como el actual capitalismo— éste no admite dudas y cuestionamientos a sus principios básicos, ya que el hacerlo implicaría poner en entredicho su veracidad absoluta. La filosofía, como muchas otras expresiones humanas, ha estado sometida y supervigilada pudiendo así ser controlada, encauzando de este modo todos sus productos, y creándose un engendro seudo filosófico cuya mayor preocupación es el cómo adaptarse a la realidad y no morir en el intento.

 

Recordando a Thomas Kuhn y a su famoso paradigma, se podría decir que en la filosofía contemporánea existe el meticuloso cuidado de no producir transformaciones sustanciales; la filosofía oficial solamente se ocupa de maquillar las expresiones lingüísticas y revolotear sobre una superficie manoseada, aceptada y reconocida. Es por ello que las últimas corrientes de pensamiento filosófico, gestadas al interior de la cultura occidental, no han apuntado al meollo del problema, la esencia del ser humano, sino que se han desviado hacia oficios vanos pero rentables, principalmente, a analizar las formas del filosofar y sus herramientas para hacerlo. De ahí que se ve hoy que las dos corrientes más importantes en este terreno están dedicadas, la una, al análisis exhaustivo de las palabras, la llamada filosofía analítica —suponiendo que allí se encuentra lo esencial del acto filosófico— y la otra, la posmoderna, en darle vueltas al sinsentido de lo ya filosofado, pero sin poder hacer otra cosa que deconstruir lo construido para ver qué se puede hallar en medio del caos resultante.

 

La consecuencia de esta situación, inútil para efectos prácticos, ha llevado a que se genere en el hombre común una percepción de que la filosofía es una especulación intonsa, que da vueltas sobre lo mismo, sin ninguna vinculación directa con el usuario principal: el ser humano. Es vista entonces como un ente que se muerde la cola, que no sale del encasillamiento de apelar siempre a Platón para cualquier cosa, sabiendo que todo ello acabará en el acostumbrado relativismo e inacción por parte de algún filósofo de turno. Las palabras de éste, por muy acomodadas que estén, se las terminará llevando el viento, y no pasarán de ser un simple discurso con un tufillo de maestro de escuela quien recomienda a sus alumnos portarse bien y hacer caso a sus progenitores.

 

En medio de este panorama, aburrido de optar por una verborrea con visos de alquimia secreta, se hace necesario que surjan filósofos que no estén atrapados por la lógica del sistema —para el cual todo ya está dicho y resuelto, siendo su preocupación solo una mera repetición de lo mismo pero expresado en forma diferente. Ello pasa necesariamente por el desligamiento de los principales derroteros que orientan al pensador a llegar a esas conclusiones (algo similar a lo que ocurre en el arte contemporáneo en el sentido que a las academias ingresan jóvenes habilidosos que luego salen expertos en hacer obras absurdas, carentes de sentido y de belleza, denominadas “instalaciones”, o sonidos disparatados y cacofónicos llamados pomposamente “música contemporánea”). Un pensador que desee ejercer su oficio llevado por su impulso natural a filosofar debe evitar ser obligado, mediante los fórceps tradicionales, a convencerse que es necesario reprimirse y adaptarse al sistema. Tiene más bien que huir de la carcelería de las aulas puesto que ellas no representan ni remotamente la orientación original de la práctica filosófica —la cual se da entre un maestro y un discípulo, y de forma libre y espontánea. Difícilmente se verá por los pasillos universitarios a dichos personajes. Esto porque ello es visto como un sinónimo de atraso, y es objeto de burla por parte de las autoridades. Se impone así el criterio de lo sistemático, de lo investigativo, como si la filosofía fuese una ciencia, cuando es en realidad más un producto de la inspiración y de la observación personal de parte del filósofo, tal como ocurre con el auténtico y sufrido artista. 

 

Y se rechaza esto porque hoy se considera al filosofar como una técnica mental, como si de un ejercicio físico se tratase para desarrollar determinado músculo —cual un moderno “pilates” cerebral. Sin embargo, el verdadero filosofar, que no reniega del conocimiento acumulado por el hombre, no consiste en hurgar en el pasado ni en encontrar las articulaciones de las palabras —cosa que es buena si se tratase de descubrir un lenguaje desconocido. La filosofía es, fundamentalmente, un acto creativo a cargo de un filósofo, es una innovación en la forma de pensar acerca de lo que somos y de dónde venimos. Un rápido recuento de las más importantes obras de la historia filosófica nos demuestra claramente que los grandes pensadores de todos los tiempos son aquellos que, basados en su propia inspiración, conciben esquemas y modos de entender la realidad hasta antes de ellos inimaginada. Muy pocos sustentan sus elucubraciones apelando a las de otros, del mismo modo que un poeta no suele escribir utilizando las palabras y los giros que los grandes vates ya emplearon. Lo que la gente espera es siempre la versión personal del poeta y no el copioso análisis de lo ya realizado. Igual ocurre con el filósofo, donde su deber es dar a conocer lo que él ha pensado, descubierto o creado, no así que discursee sobre lo mucho que sabe acerca de la obra de algún colega; eso al receptor poco le interesa y solo sirve para demostrar una buena memoria o cuánto tiempo se ha perdido en rebuscar en las bibliotecas intimidades ajenas.

 

Es por ello que decimos que la obra de Flores Quelopana se encauza más por este sendero: por el de la libertad de pensar y de crear al filosofar, y no por el de demostrar una erudición petulante y ociosa, más aún en una época donde la Internet ofrece casi toda la información, resumida y contrastada, en cuestión de segundos y al alcance del lego. La gran mayoría de los que se dice que son filósofos caben dentro de este esquema, puesto que, en vez de ser creadores, son especialistas en lo que otros crearon, sin darse cuenta que así le hacen el juego al sistema al no cambiar nada de lo que ya está revisado y aprobado.

 

Flores Quelopana nos lleva a cuestionar profundamente nuestra idea acerca de que la filosofía es un invento de los griegos y que solo la cultura occidental es la gestora y guardiana de la pureza del filosofar, atribuyéndose ella ser la única capaz de realizarlo correctamente. En su libro el autor nos explica que todo esto parte principalmente del prejuicio y de la incapacidad de ver las cosas desde una altura mayor que nos permita descubrir el verdadero mapa del lugar, de tal manera que se pueda entender que las cosas no son como parecen ser desde la plaza del pueblo. Si bien los griegos pueden haber desarrollado una forma de filosofar, decir que solo ellos lo hicieron y que su modo de efectuarla es el único posible resulta tan absurdo como afirmar que, porque la palabra arquitectura es de origen griego, entonces son ellos los inventores del arte de la construcción. El hecho que la alocución ‘filosofía’ sea de raíz griega no nos debe llevar a pensar que es una potestad exclusiva de tal pueblo, como si el uso de la palabra baranda significara que los indios fueron los creadores de tal agarradera para bajar las escaleras.

 

Entonces, si se quiere saber qué es la filosofía en toda su amplitud, no se puede constreñir su definición y desarrollo a solo un punto de vista cultural: tiene que ser entendida como una acción humana y universal. En este libro encontramos esa perspectiva —lo cual no es ajeno a su contexto, pues los seres humanos no podemos escapar a ser un producto de nuestro tiempo. Vivimos hoy en un momento coyuntural de la sociedad. Por un lado, numerosas posiciones políticas que antes nos daban la impresión de tener resuelto el mundo han sido dejadas de lado para dar paso a una visión pragmatista y economicista de la existencia, en la cual solo interesa la supervivencia del individuo de la mejor manera posible, sin perspectivas mayores que la satisfacción de las necesidades. Las anteriores ideas que nos remitían a una dimensión compleja, como la de ver la vida más allá de lo terrenal, están hoy por hoy menoscabadas por una estructura de pensamiento híper realista, sujeto a la inmediatez, y que exige, antes de creer en algo, que se presente la prueba tangible y concreta de lo que se dice (con lo cual desaparece el concepto fe del vocabulario pues se vuelve obsoleto e innecesario dado que no es demostrable).

 

Por otro lado, este mismo sistema omnipotente, denominado como sociedad de mercado, vive en constantes instancias de crisis, lo cual lleva al hombre común a pensar que es imposible alcanzar sus verdaderos anhelos de claridad y paz dentro de la batahola frenética de las compras y ventas en un sistema mercantilista. A esto se suma una novedosa visión, resultado de la Modernidad, que es la posibilidad de que el ser humano sea el responsable de su propia destrucción —y con ello la de la naturaleza— lo cual establece una incertidumbre e inseguridad antes nunca vista a lo largo de nuestra historia. La Modernidad recién nos está mostrando su otra cara y con ello el ser humano empieza a verla tal como ella realmente es: como una devoradora de la materia, una explotadora del recurso natural, una maquinaria de destrucción sin medida ni control.

 

Flores Quelopana se desenvuelve en esta realidad, subsiste dentro de este maremagno de angustia y de temor, de inseguridad total acerca de lo que el hombre contemporáneo hace, y por eso sale a responderle con filosofía. Pero él no está solo en el intento; su alimento es también sus propios contemporáneos más cercanos, quienes contribuyen de alguna manera a que geste las ideas que él expresa. Se encuentra acompañado por otros que también comparten esa visión liberadora de la filosofía, que no creen en la preeminencia de Occidente para ser la medida de todas las cosas y que también piensan que el filosofar es universal y no un hecho cultural —aunque cada cultura le imprime su propia esencia y estilo. No dudamos que el autor ha sabido recoger todos estos aportes provenientes de quienes avanzan por el mismo camino. El mérito de nuestro filósofo está en que no se duerme sobre el pesimismo de la falta de apoyo o de recursos; todo lo contrario, cual informal peruano sale adelante, sin miedo, y gesta su propia editorial con lo que posee en el bolsillo, y sin mayor empacho se exhibe abiertamente ante la mirada impávida del mundo académico, que no acierta a entender cómo alguien puede hacer tanta bulla con tan poco papel.

 

Este rompimiento con el esquema tradicional de la filosofía es, a nuestro entender, la principal virtud del libro de Flores Quelopana. De ahí en adelante todo puede pasar pues, como dijimos al comienzo, una vez que se encuentra la llave que abre todas las puertas, el cielo es el límite, y todo se puede replantear desde el punto de vista creativo. A partir de ello es posible reescribir la historia de la filosofía, como efectivamente lo hace, e incluso enmendarle la plana a los más famosos filósofos académicos, quienes no pudieron escapar a la ceguera de su entorno y de su tiempo. De ahí que es comprensible que él pueda proponernos, no solo un esquema personal de qué es la filosofía, sino también dónde ella está, cómo se da y, de paso, cómo puede ser la que le pertenece a los mundos no occidentales, como es el caso del mundo andino.

 

Flores Quelopana nos invita a conocer una manera de filosofar que él denomina mitocrática, la cual se opone —o yo diría se complementa— con la que llama logocrática, que vendría a ser la que normalmente se piensa que es la única filosofía posible. Creo que lo importante no es ver qué tan cierto es o no esto, puesto que ya mencionamos que, al no ser una ciencia, la filosofía es esencialmente un acto creativo que surge de una nada previa, de modo que no se puede encontrar antecedentes a lo que antes no existía. Si esta forma de entender las cosas nos agrada, nos parece correcta o explica bien nuestra realidad, será un asunto propio de nuestro criterio selectivo. La idea que la filosofía es la búsqueda de la verdad, una total y absoluta, como si ella fuera algo realmente existente en algún lado, no es lo que actualmente prima en el pensamiento contemporáneo, pues ello nos haría agotarnos en el intento de demostrar, primero, la existencia de dicha verdad, y eso nos puede tomar una eternidad. Lo que hoy necesitamos son más bien filosofías frescas, esperanzadoras, revitalizantes y reconstituyentes, que renueven la fe en la vida y no la destruyan para que, supuestamente, permitan que el hombre viva, pues ello no es más que un contradictorio y paradigmático sinsentido.

 

Pienso que la propuesta filosófica de Gustavo Flores Quelopana, al igual que la que practican muchos de sus más cercanos, va en ese sentido; en el de la renovación y del cambio, en el de las nuevas iniciativas y los nuevos horizontes. Es una filosofía liberadora, que nos da a entender que los no occidentales no somos dependientes sino creadores de nuestro propio destino. Este es el nuevo rumbo que hoy nos sugiere el filósofo limeño: el renacimiento del filosofar, liberado ya de la carga del convencionalismo y del dominio del poder. Lo que pueda pasar a partir de ahora pertenece al misterio, en el cual él fervorosamente cree. Se ha abierto aquí una caja de Pandora y, a partir de este momento, el mundo podrá ser nuevamente entendido y redibujado, devolviéndonos con ello el entusiasmo por vivir y por soñar con utopías aún posibles, aún mejores.

 

 

 

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