viernes, 15 de agosto de 2025

Las mujeres y la domesticación animal

 


Las mujeres y la domesticación animal 

En los vastos paisajes del Paleolítico, donde la humanidad aún no había trazado surcos en la tierra ni levantado muros para separar lo salvaje de lo doméstico, algo profundo comenzó a gestarse. No fue una revolución visible, ni un invento que pudiera tallarse en piedra. Fue un cambio silencioso, íntimo, casi imperceptible: el nacimiento de una relación entre especies. Y en ese momento fundacional, es posible que la figura central no haya sido el cazador, sino la cuidadora; no el guerrero, sino la mujer.

La domesticación de animales ha sido tradicionalmente narrada como una hazaña técnica, una forma de control sobre la naturaleza. Se habla de selección artificial, de utilidad, de dominación. Pero esta visión, heredera de una lógica patriarcal y productivista, olvida que antes de que los animales fueran fuerza de trabajo o fuente de alimento, fueron seres vivos compartiendo espacio, tiempo y afecto con los humanos. Y en ese espacio de convivencia, las mujeres —con su sensibilidad hacia la vida, su rol en la crianza, su capacidad de empatía— pudieron haber sido las primeras en reconocer el potencial de una relación transformadora.

La empatía como tecnología invisible

La empatía no es una emoción blanda ni un lujo moral. Es una forma de conocimiento. Implica la capacidad de percibir al otro como sujeto, de leer sus gestos, de anticipar sus necesidades. En las sociedades prehistóricas, donde la supervivencia dependía de la observación fina del entorno, esta habilidad era esencial. Las mujeres, encargadas de la recolección, del cuidado de los niños, de la gestión del fuego y del alimento, desarrollaban una relación íntima con los ritmos de la vida. Su mundo no era el de la caza puntual, sino el de la continuidad, la repetición, la atención sostenida.

En este contexto, la domesticación no habría sido un acto de imposición, sino de acogida. Un cachorro de lobo acercándose al campamento, una cría de cabra herida, un ave que anida cerca del fuego: todos ellos pudieron haber sido integrados al mundo humano no por fuerza, sino por afecto. La mujer que alimenta, que cura, que observa, establece un vínculo que transforma al animal. Y en ese vínculo, ambos cambian. El animal aprende a confiar; el humano aprende a cuidar. Esta coevolución es el corazón de la domesticación.

Más allá de la utilidad: la relación como fundamento

La visión utilitaria de la domesticación —el animal como recurso— es una lectura tardía, propia de sociedades agrícolas y jerárquicas. En sus inicios, la relación entre humanos y animales fue probablemente más simbiótica, más afectiva. El perro no solo cazaba: también alertaba, acompañaba, jugaba. El gato no solo cazaba ratones: también compartía el calor del hogar. Estos vínculos no pueden explicarse solo en términos de beneficio mutuo. Hay algo más profundo: la construcción de una vida compartida.

Las mujeres, por su rol en la crianza, estaban especialmente capacitadas para reconocer y cultivar estos vínculos. La crianza es, en esencia, una forma de domesticación: implica moldear, acompañar, enseñar. Pero también implica escuchar, adaptarse, respetar. Esta doble dimensión —activa y receptiva— es lo que permite que la domesticación no sea violencia, sino comunión.

Arqueología del cuidado

Aunque la arqueología tradicional ha centrado su atención en herramientas, armas y estructuras, una nueva mirada comienza a emerger: la arqueología del cuidado. Restos de animales enterrados junto a humanos, huellas de convivencia prolongada, evidencias de alimentación y protección: todo ello sugiere que la relación entre humanos y animales fue más rica y compleja de lo que se pensaba.

En este marco, el papel de las mujeres adquiere una nueva centralidad. No como figuras secundarias en la historia del progreso, sino como protagonistas de una revolución silenciosa: la transformación del entorno a través del vínculo, no de la fuerza. La domesticación, vista desde esta perspectiva, no es una técnica, sino una ética. Una forma de estar en el mundo que reconoce al otro como sujeto, como compañero, como parte de una red de vida.

Filosofía del gesto primero

¿Qué significa, filosóficamente, que la domesticación haya comenzado con un gesto de cuidado? Significa que la cultura no nace de la guerra, sino del vínculo. Que la civilización no se funda en la conquista, sino en la convivencia. Que el ser humano no se define por su capacidad de dominar, sino por su capacidad de relacionarse.

Este gesto primero —la mujer que acoge al animal— es el símbolo de una humanidad que elige el camino de la empatía. En un mundo que aún lucha por reconciliarse con la naturaleza, esta visión ofrece una alternativa: volver a mirar al otro no como enemigo, sino como aliado. Reconocer que el cuidado es una forma de poder, y que la empatía puede ser el fundamento de una nueva ética para habitar el mundo.

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