domingo, 10 de agosto de 2025

CRÍTICA AL HUMANISMO CÓSMICO


 

CRÍTICA AL HUMANISMO CÓSMICO


El humanismo cósmico, en su intento por superar el antropocentrismo moderno y reconectar al ser humano con el universo, busca presentarse como una alternativa espiritual que seduce por su lenguaje de armonía, reciprocidad y comunión con la tierra. Sin embargo, desde una perspectiva cristiana, esta corriente encierra presupuestos filosóficos que recortan la realidad y desfiguran la verdad revelada.

Entre sus exponentes contemporáneos destacan pensadores como Pierre Teilhard de Chardin, quien intentó conciliar evolución y espiritualidad en una visión cósmica del Cristo universal; Thomas Berry, con su propuesta de una “nueva historia” que sitúa al ser humano como parte de una comunidad planetaria; y David Bohm, físico y filósofo que promovió una visión holística del universo. También se suman voces como Vandana Shiva, que desde una perspectiva ecofeminista y espiritual, defiende una visión relacional del ser humano con la tierra, y Satish Kumar, quien propone una espiritualidad ecológica basada en la interconexión.

Estos pensadores, aunque diversos, comparten una adhesión al principio de inmanencia: lo divino está contenido exclusivamente en el mundo, en la materia, en las relaciones cósmicas. Esta visión niega la trascendencia de Dios, que el cristianismo afirma como esencial. Dios no es una fuerza impersonal ni una energía difusa, sino un ser personal, libre y amoroso que trasciende la creación sin abandonarla. Al reducir lo espiritual a lo natural, el humanismo cósmico borra la diferencia ontológica entre el Creador y la criatura, y con ello, la posibilidad de una relación auténtica con Dios.

Más aún, aunque se presenta como una crítica al racionalismo ilustrado, el humanismo cósmico reproduce la visión volteriana del cristianismo: lo considera una superstición que debe ser superada por una espiritualidad más “horizontal” y “ancestral”. Esta postura conserva el prejuicio ilustrado que despoja al cristianismo de su profundidad teológica, de su misterio, de su capacidad de redención. En lugar de abrirse al diálogo con la fe, lo excluye con un silencio que revela un anticristianismo mal disimulado.

La alianza con las ontologías indígenas radicales refuerza esta tendencia. Aunque estas cosmovisiones ofrecen una valiosa crítica al modelo occidental de dominio y fragmentación, también corren el riesgo de caer en el sincretismo espiritual, donde todo se mezcla sin discernimiento. En ellas, el pecado no existe como ruptura con Dios, sino como desequilibrio cósmico; la redención no es gracia, sino armonía; y Dios no es Padre, sino energía o espíritu de la tierra. El cristianismo, sin negar el valor de las culturas originarias, proclama que toda cultura está llamada a ser iluminada por la luz de Cristo, sin perder su identidad, pero también sin absolutizar sus límites.

Frente a esta visión cósmica que diluye al ser humano en el universo, el humanismo cristiano recuerda que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, con una vocación eterna, con libertad, conciencia y capacidad de amar. No es un fragmento del cosmos, sino un interlocutor de Dios. La naturaleza no es su enemiga ni su diosa, sino su casa y su responsabilidad. Y la redención no se alcanza por equilibrio, sino por gracia, por el don inmerecido del amor divino que se ha encarnado en Jesucristo.

En definitiva, el humanismo cósmico, al rechazar la trascendencia y absolutizar la inmanencia, ofrece una visión parcial de la realidad. Su espiritualidad, aunque atractiva, no responde al anhelo profundo del corazón humano: el deseo de eternidad, de comunión con un Dios que es más que cosmos, más que tierra, más que energía. Un Dios que es persona, que ama, que salva, que llama. Y ese Dios, desde la fe cristiana, tiene un rostro: el rostro de Cristo.