martes, 12 de agosto de 2025

CAUSALISMO RITUAL Y RUPTURA CÓSMICA

 

Gustavo Flores Quelopana

 

 


 

 

 

CAUSALISMO RITUAL

Y RUPTURA CÓSMICA

La ética climática en la religión andina precolombina

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FONDO EDITORIAL

IIPCIAL

Instituto de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina

LIMA-PERU

2025

BIODATA

 

Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor, peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino (SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo “Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la “Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el “Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la “paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, el “Neobrutalismo” como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización, “Ontorrealismo” como propuesta metafísica para recuperar la trascendencia, la “Cristoradialidad” como teología parea un mundo descreído; y “Universo Pluritemporal” para explicar en tiempo ontológico en el cosmos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título:  CAUSALISMO RITUAL Y RUPTURA CÓSMICA. La ética climática en la religión andina precolombina

 

Primera edición en castellano: Lima, agosto, 2025

 

Autor: Gustavo Flores Quelopana

 

Editor: Gustavo Flores Quelopana

Los Girasoles 148- Salamanca-Ate

 

Se terminó de imprimir en agosto de 2025 en: © Fondo Editorial del Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina (IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca, Ate.

 

Tiraje: 30 ejemplares

 

HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ

N° 2025-

CAUSALISMO RITUAL Y RUPTURA CÓSMICA

La ética climática en la religión andina precolombina

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Prólogo

 

 

E

n los Andes, donde las montañas se elevan como columnas entre el cielo y la tierra, la historia no se escribe con tinta, sino con viento, lluvia y fuego. Allí, el clima no es un dato meteorológico, sino un mensaje divino. Las culturas precolombinas que habitaron estas alturas no separaban lo natural de lo espiritual, ni lo humano de lo cósmico. En su mundo, todo estaba tejido por hilos invisibles de reciprocidad, y cada gesto ritual era una puntada en el gran telar del universo.

Este ensayo se adentra en una ética climática que no nace de tratados científicos ni de discursos políticos, sino de cantos, ofrendas y sacrificios. La religión andina precolombina concebía el clima como expresión de una voluntad divina, sensible a la conducta humana. La sequía no era azar, sino advertencia; la tormenta, castigo; la bonanza, recompensa. Así, el clima se volvía espejo de la moral colectiva, y el ritual, herramienta de restauración.

Hablar de causalismo ritual es hablar de una lógica que desafía la modernidad. En ella, la causa no es mecánica, sino simbólica; el efecto, no inmediato, sino espiritual. Esta lógica no busca dominar la naturaleza, sino dialogar con ella. Cada ceremonia, cada danza, cada sacrificio, era una forma de hablarle al cosmos, de pedir perdón, de agradecer, de equilibrar. El ritual no era superstición, sino ciencia del alma.

El causalismo científico se fundamenta en la observación empírica, la repetición experimental y la formulación de leyes universales. En este paradigma, la causa es una fuerza mecánica que produce un efecto medible, predecible y replicable. La relación causal se establece por correlación estadística y validación racional. Es una lógica lineal, objetiva, despersonalizada. El universo es concebido como una máquina, y el conocimiento como herramienta para dominarla.

En contraste, el causalismo ritual no busca explicar el mundo desde la exterioridad, sino desde la participación simbólica. La causa no es mecánica, sino ética; el efecto no es físico, sino espiritual. En esta lógica, las acciones humanas —especialmente las rituales— generan consecuencias en el equilibrio cósmico. No se trata de manipular variables, sino de mantener relaciones. El universo no es máquina, sino organismo viviente, sensible a la conducta humana.

Mientras el causalismo científico separa sujeto y objeto, el causalismo ritual los entrelaza. El científico observa desde fuera; el ritualista actúa desde dentro. En el mundo andino, por ejemplo, no se pregunta qué causa la sequía en términos de presión atmosférica, sino qué ofrenda no se hizo, qué pacto se rompió, qué falta ética provocó el desequilibrio. El clima no es fenómeno natural, sino lenguaje divino. La causalidad no es física, sino moral, espiritual.

El causalismo científico presupone la neutralidad del universo: las leyes naturales operan independientemente de la voluntad humana. En cambio, el causalismo ritual presupone la sensibilidad del cosmos: las fuerzas naturales responden a la conducta humana. Esta diferencia no es menor, pues implica dos formas opuestas de entender la responsabilidad. En la ciencia, el error es técnico; en el ritual, es ético. En la ciencia, se corrige con datos; en el ritual, con ofrendas.

Ambos sistemas tienen su coherencia interna, pero responden a horizontes distintos. El causalismo científico busca control; el ritual, armonía. El primero se basa en la predictibilidad; el segundo, en la reciprocidad. En el mundo moderno, la causalidad científica ha permitido avances tecnológicos impresionantes, pero también ha contribuido a una visión instrumental de la naturaleza. El causalismo ritual, en cambio, promueve una ética de cuidado, de respeto, de vínculo.

La diferencia también se manifiesta en el tiempo. El causalismo científico opera en tiempo lineal: causa efecto. El ritual, en tiempo circular: acción desequilibrio restauración renovación. En el mundo andino, los ciclos agrícolas, los calendarios festivos, los movimientos astrales, todos están integrados en una lógica cíclica donde el ritual no solo responde al pasado, sino prepara el futuro. La causalidad no es solo explicación, sino anticipación ética.

En el causalismo ritual, el cuerpo humano, el paisaje, los animales, los astros, todos son actores en una red de interdependencia. No hay jerarquía ontológica entre lo humano y lo no humano. Cada elemento tiene agencia, voz, poder. Por eso, el ritual no es superstición, sino diálogo. Se canta a la montaña, se ofrece a la tierra, se pide permiso al agua. La causa no es una fuerza ciega, sino una respuesta viva del cosmos.

La ciencia moderna tiende a desacralizar el mundo: lo convierte en objeto de estudio, de explotación, de cálculo. El causalismo ritual, en cambio, lo sacraliza: lo convierte en sujeto de relación, de respeto, de comunión. Esta diferencia tiene implicaciones profundas en la ética ambiental. Mientras la ciencia busca soluciones técnicas, el ritual busca restauración simbólica. Ambos pueden convivir, pero requieren reconocimiento mutuo. Finalmente, el causalismo ritual no niega la eficacia del causalismo científico, pero lo enmarca en una visión más amplia. No basta con saber cómo funciona el clima; hay que saber cómo vivir con él. No basta con medir la temperatura; hay que interpretar su mensaje. No basta con predecir la lluvia; hay que agradecerla. El ritual no reemplaza la ciencia, pero la complementa con sentido, con vínculo, con alma.

La filosofía mitocrática andina no distingue entre mito y verdad, porque en su horizonte, el mito es la verdad más profunda. No es relato decorativo, sino estructura ontológica. El mito organiza el tiempo, el espacio, la jerarquía social y la conducta ética. En él, los dioses no son personajes, sino principios activos. La Pachamama no es una figura poética, sino una entidad viviente que respira, sufre y responde.

La filosofía mitocrática andina se basa en la idea de que el mito no es ficción ni alegoría, sino verdad ontológica. En este marco, el mito no narra lo que fue, sino lo que es y lo que debe ser. Es una forma de conocimiento que estructura la realidad, regula la conducta y orienta la acción. Por eso, el causalismo ritual no es una práctica aislada, sino la expresión activa de esa filosofía. El ritual actualiza el mito, lo encarna, lo reactiva en el presente.

En la lógica mitocrática, cada elemento del mundo tiene un origen sagrado narrado por el mito. Las montañas, los ríos, los animales, los astros, todos tienen genealogía divina. Esta genealogía no es decorativa, sino normativa: establece cómo deben relacionarse los seres humanos con cada entidad. El ritual, entonces, no es una invención cultural, sino una respuesta ética a esa estructura mitológica. Es la forma en que se honra, se mantiene y se renueva el orden cósmico.

El causalismo ritual se corresponde con la filosofía mitocrática porque ambos parten de la premisa de que el universo está vivo y responde a la acción humana. El mito establece las reglas del juego cósmico; el ritual las pone en práctica. Si el mito dice que la Pachamama exige reciprocidad, el ritual ofrece ofrendas. Si el mito advierte que los apus castigan la arrogancia, el ritual pide perdón. La causalidad no es mecánica, sino simbólica, y el mito es el mapa que guía esa causalidad.

En este sistema, el desequilibrio ambiental no es solo un fenómeno físico, sino una ruptura del pacto mítico. Cuando se rompe la reciprocidad con los dioses, con la tierra, con los ancestros, el cosmos responde con señales: sequías, heladas, enfermedades. El causalismo ritual interpreta estas señales como consecuencias éticas, no como accidentes naturales. Y el ritual se convierte en herramienta de restauración, en acto de reconciliación con el mito. La filosofía mitocrática también establece que el tiempo es cíclico, no lineal. Los mitos no pertenecen al pasado, sino que se repiten, se actualizan, se reviven. El causalismo ritual opera en ese mismo tiempo circular: cada ceremonia reactiva el mito, cada ofrenda renueva el pacto, cada sacrificio reequilibra el cosmos. El ritual no es recuerdo, sino presencia activa del mito. Es la forma en que el tiempo sagrado se inserta en la vida cotidiana.

Además, el mito no solo explica el origen del mundo, sino que prescribe cómo debe vivirse. Es una ética narrativa, una ontología simbólica. El causalismo ritual es su brazo operativo: convierte la narrativa en acción, la ontología en práctica. Por eso, en la cosmovisión andina, no hay separación entre pensar y hacer, entre creer y actuar. El mito se vive, y el ritual lo encarna. Juntos, forman un sistema coherente de comprensión y transformación del mundo.

Este prólogo no pretende explicar la cosmovisión andina desde fuera, sino invitar al lector a entrar en ella. A dejar de lado las categorías occidentales por un momento, y mirar el mundo como lo hacían los sabios de Q’ero, los sacerdotes de Tiawanaku, los astrónomos de Caral. A entender que el desequilibrio ambiental no es solo crisis ecológica, sino ruptura cósmica. Y que la restauración no se logra solo con tecnología, sino con ritual, con reciprocidad, con respeto.

La ética climática andina es profundamente relacional. No se basa en derechos individuales, sino en obligaciones colectivas. No se pregunta qué puede hacer el ser humano con la naturaleza, sino qué debe hacer para vivir en armonía con ella. Esta ética no es antropocéntrica, sino cosmocéntrica. El ser humano no es dueño del mundo, sino parte de él, sujeto a sus leyes invisibles.

El causalismo ritual andino se fundamenta en una ontología relacional, en la que el ser no es sustancia aislada, sino vínculo activo. Nada existe por sí solo; todo existe en relación. Esta ontología no se articula en términos abstractos, sino a través de prácticas concretas: ofrendas, ceremonias, intercambios simbólicos. En este marco, el ritual no es solo expresión cultural, sino acto ontológico: es la forma en que el ser humano se inscribe en el tejido del cosmos.

Esta ontología relacional reposa sobre una metafísica del don, pero no en el sentido cristiano de la gracia unilateral. En la tradición cristiana, el don es gratuito, incondicional, proveniente de un Dios trascendente que da sin esperar nada a cambio. En cambio, en la cosmovisión andina, el don es siempre recíproco, circular, horizontal. No hay don sin contra-don. La ofrenda exige respuesta, y la respuesta renueva el vínculo. Es una economía simbólica del equilibrio. La metafísica del don andina no se basa en la caridad, sino en la reciprocidad. La tierra da frutos porque ha sido alimentada; el cielo da lluvia porque ha sido honrado; los apus protegen porque han sido recordados. El causalismo ritual opera dentro de esta lógica: cada acción humana tiene consecuencias cósmicas, porque todo está conectado por hilos invisibles de intercambio. El ritual no busca agradar a un dios lejano, sino mantener el flujo vital entre todos los seres.

Esta diferencia con la metafísica cristiana es fundamental. En el cristianismo, el don divino es expresión de amor absoluto, pero también de jerarquía ontológica: Dios da, el humano recibe. En la cosmovisión andina, el cosmos da, pero también exige. La Pachamama no es superior, sino madre; no es juez, sino interlocutora. El ritual no es súplica, sino diálogo. El don no es gracia, sino pacto. Esta lógica transforma la ética: no se trata de obedecer, sino de corresponder. El causalismo ritual, entonces, no es superstición ni magia, sino expresión de una metafísica del equilibrio. Cada ofrenda, cada danza, cada sacrificio, es una forma de mantener el flujo del don cósmico. Cuando ese flujo se interrumpe —por olvido, por arrogancia, por explotación— el cosmos responde con desequilibrio: sequía, enfermedad, caos. El ritual repara esa ruptura, restablece el intercambio, reactiva la relación. Es acción ontológica, no solo simbólica. Esta metafísica del don también implica que el ser humano no es centro, sino nodo. No tiene derechos sobre la naturaleza, sino obligaciones hacia ella. La ética climática andina no pregunta qué puede hacer el humano con el mundo, sino qué debe hacer para vivir en armonía con él. El causalismo ritual es la respuesta práctica a esa pregunta: es la forma en que se honra el don recibido, se devuelve lo tomado, se mantiene el equilibrio.

En este sentido, la ontología relacional andina desafía la metafísica occidental del individuo autónomo. Aquí, el ser no se define por su interioridad, sino por su capacidad de relacionarse. El yo no es sustancia, sino vínculo. El ritual no expresa una fe privada, sino una responsabilidad colectiva. Cada ceremonia es un acto de comunión, no solo con los dioses, sino con la comunidad, con los ancestros, con los elementos. El don circula, y en su circulación, se crea el mundo. La metafísica del don andina también tiene una dimensión temporal. El don no se da una vez, sino siempre. Cada ciclo agrícola, cada solsticio, cada fiesta, reactiva el pacto. El causalismo ritual opera en ese tiempo cíclico: no hay fin, solo renovación. El ritual no busca cerrar, sino abrir. No busca resolver, sino mantener. Es una práctica de cuidado, de atención, de presencia. El don no se acumula, se comparte. Y en ese compartir, se sostiene la vida.

En este sentido, el ritual es mucho más que ceremonia: es acción ética, es política espiritual, es tecnología simbólica. A través del ritual, se negocia con las fuerzas del universo, se repara el daño, se renueva el pacto. El sacrificio humano, por ejemplo, no era barbarie, sino acto extremo de entrega, de restauración, de reequilibrio. No se hacía por crueldad, sino por necesidad cósmica. Las catástrofes climáticas eran interpretadas como señales de desequilibrio ético. Una helada prolongada, una lluvia que no cesa, un sol que no calienta: todo indicaba que algo se había roto en el tejido del mundo. La respuesta no era técnica, sino ritual. Se consultaban los oráculos, se ofrecían llamas, se cantaban himnos, se ayunaba. El clima era tratado como interlocutor, no como enemigo.

En la cosmovisión andina precolombina, el mundo visible era solo una parte del universo. Lo esencial —las causas profundas, los mensajes divinos, las rupturas cósmicas— residía en lo invisible. Para acceder a esa dimensión, el ser humano debía alterar su percepción ordinaria. Los alucinógenos, como el San Pedro (huachuma) o el vilca, eran puertas sagradas hacia ese otro plano. No se usaban para evadir la realidad, sino para comprenderla en su totalidad. El causalismo ritual requería interpretar señales que no eran evidentes a simple vista. Una catástrofe climática no se explicaba solo por observación empírica, sino por lectura simbólica. ¿Qué espíritu se ha ofendido? ¿Qué pacto se ha roto? ¿Qué energía está desequilibrada? Para responder a estas preguntas, los sacerdotes y chamanes (paqos, yatiris) recurrían a estados visionarios inducidos por plantas maestras. En esos estados, el clima hablaba, los dioses se manifestaban, el tejido del mundo se revelaba.

Los alucinógenos no eran considerados sustancias, sino entidades vivas, maestras cósmicas. Su consumo estaba rodeado de rituales estrictos, ayunos, cantos, invocaciones. El viaje visionario no era individual, sino colectivo: el chamán veía por la comunidad, interpretaba por el pueblo, sanaba por el mundo. En sus visiones, podía dialogar con la Pachamama, ver el rostro de los apus, escuchar el lamento de los ríos. Lo invisible se volvía visible, y el ritual adquiría dirección.

En el contexto de desequilibrios climáticos, estas visiones eran esenciales. Permitían identificar la causa ética del fenómeno: una ofrenda olvidada, una transgresión social, una falta de respeto a los ancestros. El chamán no proponía soluciones técnicas, sino rituales de restauración. Las visiones guiaban la acción: qué animales ofrecer, qué cantos entonar, qué lugares visitar. El causalismo ritual se activaba desde lo invisible, y los alucinógenos eran el canal de esa activación.

Este uso de sustancias visionarias revela una epistemología distinta: el conocimiento no se obtiene solo por razón, sino por revelación. El saber no se acumula, se recibe. El clima no se estudia, se escucha. El chamán no es científico, sino mediador. Su autoridad no viene de títulos, sino de visiones. Y esas visiones no son fantasías, sino verdades simbólicas que orientan la acción ritual. El causalismo ritual, entonces, no es irracional, sino suprarracional.

Además, los alucinógenos permitían experimentar la interconexión de todos los seres. En estado visionario, el chamán podía sentir que él era el río, que su cuerpo era la montaña, que su aliento era el viento. Esta experiencia de unidad reforzaba la ética relacional: dañar la tierra era dañarse a sí mismo. El ritual no era solo reparación cósmica, sino sanación personal. El causalismo ritual se volvía vivencia directa, no solo creencia. En resumen, los alucinógenos eran herramientas ontológicas, epistemológicas y éticas. Permitían ver lo invisible, comprender lo simbólico, actuar lo ritual. En tiempos de crisis climática, su papel era crucial: no como solución técnica, sino como guía espiritual. El clima era tratado como interlocutor, y los alucinógenos eran el lenguaje para escucharlo. El causalismo ritual, lejos de ser superstición, era una forma profunda de relación con el misterio del mundo.

La epistemología visionaria se fundamenta en la idea de que el conocimiento no se construye exclusivamente mediante la razón, la lógica o la observación empírica, sino que puede ser recibido a través de estados alterados de conciencia, visiones, sueños, y experiencias rituales. En este paradigma, el saber no se deduce, se revela. El sujeto no analiza el mundo desde fuera, sino que se sumerge en él, lo vive, lo siente, lo escucha. El conocimiento visionario es simbólico, poético, y profundamente relacional. Esta forma de saber es común en culturas que reconocen múltiples planos de realidad. En ella, lo invisible no es lo inexistente, sino lo esencial. El chamán, el sabio, el vidente, accede a este plano mediante prácticas rituales, ayunos, cantos, y sustancias visionarias. Lo que ve no es una ilusión, sino una verdad codificada en símbolos. El jaguar que aparece en la visión no es solo un animal, sino una fuerza, una advertencia, una presencia. La epistemología visionaria es hermenéutica del misterio.

La epistemología analógica se basa en la idea de que el universo está tejido por relaciones de semejanza, correspondencia y resonancia. En lugar de separar los fenómenos en categorías rígidas, esta forma de conocimiento busca los vínculos ocultos entre ellos. El río puede ser la serpiente, el trueno puede ser la voz del dios, el cuerpo humano puede reflejar el paisaje. Todo está conectado por analogías vivas, no por causalidades mecánicas. En esta visión, el saber no se obtiene por disección, sino por contemplación. El sabio no pregunta “¿qué causa esto?”, sino “¿a qué se parece esto?”, “¿qué me recuerda esto?”, “¿qué energía vibra aquí?”. El conocimiento analógico es estético y simbólico, más cercano al arte que a la ciencia. Permite leer el mundo como un texto sagrado, donde cada elemento tiene múltiples significados. Es una epistemología del vínculo, no del dominio.

La epistemología pática (del griego pathos, sentir) propone que el conocimiento más profundo no se alcanza por distanciamiento objetivo, sino por empatía, afecto y participación emocional. En esta forma de saber, el sujeto no se separa del objeto, sino que se fusiona con él. El chamán no estudia la montaña, se convierte en ella. El ritualista no analiza el dolor del pueblo, lo llora con él. El saber pático es encarnado, vivido, sentido. Esta epistemología reconoce que el mundo no se revela a quien lo observa fríamente, sino a quien lo ama, lo teme, lo honra. El conocimiento pático es ético y espiritual, porque implica responsabilidad afectiva. Saber algo es estar vinculado a ello. En este sentido, el clima no es un fenómeno físico, sino un ser con el que se establece una relación emocional. La lluvia no se mide, se escucha. El sol no se calcula, se invoca. El saber pático es comunión, no control.

La epistemología racional occidental, heredera del pensamiento griego y del método científico moderno, se basa en la objetividad, la lógica, la verificación empírica y la separación sujeto-objeto. Su fuerza está en la precisión, la predicción y la sistematización. Pero su límite aparece cuando se enfrenta a fenómenos simbólicos, afectivos o espirituales. En ese terreno, las epistemologías visionarias, analógica y pática ofrecen caminos alternativos. Estas formas de saber no niegan la razón, pero la trascienden. No buscan controlar el mundo, sino relacionarse con él. No aspiran a verdades universales, sino a comprensiones situadas, vividas, ritualizadas. En contextos como el causalismo ritual andino, estas epistemologías permiten interpretar el clima como mensaje, el dolor como llamado, la visión como guía. Son saberes que no se enseñan en libros, sino que se reciben en ceremonias, se sienten en el cuerpo, se cantan en comunidad.

Este ensayo propone que la religión andina precolombina ofrece una alternativa radical a la ética ambiental moderna. No porque rechace la ciencia, sino porque la complementa con sabiduría ancestral. En ella, el conocimiento no se acumula, se transmite; no se mide, se siente. La sabiduría no está en los libros, sino en los cerros, en los ríos, en los sueños. Y el clima, lejos de ser objeto de estudio, es sujeto de relación. Aquí no se propone un retorno literal al panteísmo, al animismo, al politeísmo ni al henoteísmo. No se trata de restaurar sistemas teológicos antiguos ni de idealizar cosmovisiones pasadas como si fueran soluciones absolutas. Lo que se plantea es una apertura epistemológica y ética: reconocer que existen otras formas de relacionarse con el mundo que no pasan exclusivamente por la objetivación, la explotación o la dominación. La religión andina precolombina no se invoca aquí como dogma, sino como fuente de inspiración para repensar nuestra relación con la tierra, el agua, el clima. No se trata de creer en dioses de la montaña, sino de escuchar lo que la montaña tiene que decir. No se trata de sustituir la ciencia por ritual, sino de complementar el conocimiento técnico con sensibilidad simbólica, afectiva y relacional. Esta propuesta no busca regresar al pasado, sino reimaginar el futuro con raíces profundas y mirada amplia.

Porque en el fondo, el ser mismo no es una sustancia aislada ni una entidad cerrada, sino un don que se da, una apertura que se ofrece, una presencia que se comparte. Esta visión plantea una metafísica relacional, en la que el ser no se define por su autonomía, sino por su capacidad de vincularse, de resonar, de afectar y ser afectado. En este marco, la tierra no es un recurso, sino una interlocutora; el río no es un objeto, sino un pariente; el clima no es una variable, sino una voz. La sabiduría andina no construye ontologías del dominio, sino ontologías del vínculo. Reconocer que el ser se da —y no se posee— implica transformar nuestra ética: pasar del control a la reciprocidad, del cálculo a la gratitud, de la explotación a la ofrenda. Esta metafísica relacional no niega la ciencia, pero la reencanta, devolviéndole el misterio, la reverencia y el cuidado.

Aunque la religión andina precolombina y la teología ecológica cristiana comparten una preocupación profunda por la relación ética con la naturaleza, sus fundamentos ontológicos y simbólicos difieren significativamente. Ambas reconocen que la tierra no debe ser tratada como mero objeto de explotación, sino como realidad viva que merece respeto, cuidado y reciprocidad. Sin embargo, mientras la teología ecológica cristiana suele partir de una visión creacional —donde la naturaleza es obra de un Dios trascendente que la confía al ser humano como administrador responsable—, la cosmovisión andina propone una relacionalidad inmanente, en la que la tierra, el agua, el sol y los cerros son seres con agencia propia, no subordinados a una voluntad divina externa. En la teología cristiana, la ética ambiental se enmarca en la noción de “custodia de la creación”; en la sabiduría andina, se vive como reciprocidad con los parientes cósmicos. No obstante, ambas tradiciones pueden dialogar fecundamente si se reconoce que el cuidado de la vida no es monopolio de una sola teología, sino una convergencia de espiritualidades que buscan sanar el vínculo roto entre humanidad y mundo. La ruptura cósmica es el concepto clave que articula esta visión. Cuando el equilibrio se rompe, todo se desordena: el clima, la sociedad, la espiritualidad. Pero esta ruptura no es definitiva, porque el cosmos es cíclico, y siempre puede restaurarse. El ritual es el puente entre el caos y el orden, entre el error y la redención. Es la forma en que el ser humano reconoce su lugar y repara su falta.

Este libro también es una invitación a repensar nuestra relación con el mundo. En tiempos de crisis climática global, quizás necesitamos menos soluciones técnicas y más sabiduría simbólica. Menos control y más reciprocidad. Menos consumo y más ofrenda. La cosmovisión andina no es una reliquia, sino una posibilidad. Una forma de vivir que entiende que todo está conectado, que todo tiene alma. La ética climática andina no es ingenua ni idealista. Reconoce el conflicto, el dolor, la pérdida. Pero no se queda en la desesperación. Ofrece caminos de sanación, de reconciliación, de equilibrio. Nos recuerda que el mundo no es un recurso, sino un ser. Que la tierra no es propiedad, sino madre. Que el clima no es dato, sino mensaje. Y que el ritual no es espectáculo, sino compromiso.

Este ensayo se construye sobre fuentes arqueológicas, etnográficas, mitológicas y filosóficas. Pero también sobre intuiciones, resonancias, silencios. Porque entender la religión andina no es solo cuestión de datos, sino de sensibilidad. Hay que escuchar los cantos, sentir el frío de la puna, mirar el cielo estrellado. Hay que dejarse tocar por el misterio. La filosofía mitocrática andina desafía la lógica lineal. En ella, el tiempo es circular, el espacio es sagrado, la palabra es poder. El mito no se cuenta, se vive. El ritual no se observa, se participa. El clima no se predice, se interpreta. Esta visión exige una transformación del pensamiento, una apertura del corazón, una disposición al asombro.

Este prólogo no concluye, porque el pensamiento andino no concluye: gira, retorna, renace. El lector está invitado a entrar en este círculo, a caminar por sus senderos, a escuchar sus voces. Porque quizás, en el fondo, todos necesitamos restaurar nuestro vínculo con el cosmos. No se trata de sustituir la revelación cristiana por cosmovisiones ancestrales, sino de reconocer que Dios ha sembrado semillas de sabiduría en todos los pueblos, y que el Espíritu sopla donde quiere. El causalismo ritual andino, leído desde esta clave, ofrece una memoria espiritual que puede enriquecer la ética cristiana del cuidado, sin caer en sacralizaciones ni nostalgias románticas.

Introducción

 

 

 

Toda cultura funda su mundo en una forma de pensar el vínculo entre lo visible y lo invisible. En los Andes precolombinos, ese vínculo no se trazó mediante abstracciones ni dogmas, sino a través de gestos rituales, narraciones míticas y una sensibilidad cósmica que convertía cada acto humano en parte de una coreografía universal. El universo no era una maquinaria, sino una entidad viva que respondía al comportamiento ético de los seres humanos.

La noción de causalismo ritual no se refiere a una superstición ingenua, sino a una lógica simbólica que reconoce la capacidad del gesto humano para afectar el orden cósmico. En este sistema, el ritual no es un accesorio cultural, sino el mecanismo por el cual se renueva la armonía entre los mundos. Cada ofrenda, cada danza, cada palabra pronunciada en ceremonia, es una forma de reequilibrar el tejido del universo.

El ritual andino no busca manipular fuerzas ocultas, sino establecer una relación justa con ellas. No se trata de magia, sino de ética. La reciprocidad no es una estrategia, sino una obligación ontológica. El mundo exige cuidado, y responde con fertilidad o con sequía según la calidad del vínculo. El clima, entonces, no es un fenómeno natural, sino un espejo ético que refleja el estado de la relación entre humanos y cosmos. Este sistema de pensamiento no puede entenderse sin el concepto de filosofía mitocrática. En las culturas andinas, el mito no era una narración del origen, sino una arquitectura del sentido. No se contaba para entretener, sino para orientar. El mito era ley, mapa, brújula. Su función no era explicar el pasado, sino organizar el presente y proyectar el futuro. Vivir era encarnar el mito.

La filosofía mitocrática andina no distingue entre lo simbólico y lo real. El mito no representa, sino que constituye. La serpiente que habita el río no es metáfora, sino presencia. El cerro no es paisaje, sino deidad. Esta ontología no separa sujeto y objeto, sino que los entrelaza en una red de correspondencias. El mundo no se observa desde fuera, se habita desde dentro. El pensamiento andino no construyó sistemas filosóficos en el sentido académico occidental, pero sí desarrolló una metafísica relacional, una ética de la reciprocidad y una cosmología participativa. Su filosofía no se escribió en tratados, sino en tejidos, en terrazas agrícolas, en calendarios rituales. El saber no se acumulaba, se encarnaba. No se transmitía por conceptos, sino por prácticas. El causalismo ritual implica una concepción del tiempo radicalmente distinta. No es lineal ni acumulativo, sino cíclico y regenerativo. Cada ceremonia reactiva el origen, cada fiesta renueva el pacto, cada gesto ritual reordena el mundo. El tiempo no avanza, retorna. El presente es siempre una relectura del mito. El futuro no se proyecta, se recuerda.

En este marco, el clima no es objeto de estudio, sino sujeto de relación. No se mide, se interpreta. No se predice, se escucha. La lluvia no cae por azar, sino por respuesta. La helada no es castigo, sino advertencia. El granizo no destruye, revela. El lenguaje del clima es simbólico, y su gramática está escrita en los gestos humanos. El ritual es la sintaxis de esa gramática. La filosofía mitocrática andina propone una ontología del vínculo. Nada existe por sí solo. Todo está en relación. El ser humano no es centro, sino nodo. La montaña no es fondo, sino interlocutora. El mundo no se posee, se cuida. Esta ontología desafía la lógica moderna del individuo autónomo y del objeto manipulable. Aquí, todo tiene rostro, todo tiene voz, todo tiene memoria.

El ritual no es repetición, sino creación. No se realiza por costumbre, sino por necesidad cósmica. Cada ceremonia es única, porque responde a un estado particular del mundo. El ritual es diagnóstico y terapia. Es arte y ciencia. Es el modo en que la comunidad lee el estado del universo y actúa para restaurar su equilibrio. Es conocimiento encarnado. La ética que se desprende de esta visión no es normativa, sino relacional. No hay mandamientos, hay vínculos. El bien no se define por reglas, sino por armonía. El mal no es transgresión, sino ruptura. La conducta humana se evalúa por sus efectos en el tejido del mundo. La justicia no es abstracta, es ecológica. El ritual es el tribunal donde se juzga el estado del vínculo.

La filosofía mitocrática también implica una estética del mundo. Lo bello no es lo simétrico, sino lo armonioso. La belleza no está en la forma, sino en la relación. Un campo bien cultivado no es solo útil, es justo. Una danza bien ejecutada no es solo arte, es ofrenda. La estética andina no separa lo útil de lo bello, lo bello de lo justo. Todo está entrelazado. El mito no es propiedad de los sabios, sino patrimonio de la comunidad. Se transmite en la fiesta, en el canto, en el tejido. Cada generación lo reinterpreta, lo actualiza, lo encarna. El mito no se conserva, se vive. Su fuerza no está en su antigüedad, sino en su capacidad de orientar. El mito es brújula, no reliquia.

La filosofía mitocrática no teme la contradicción. El mundo es complejo, y el mito lo refleja. Hay dioses que protegen y castigan, fuerzas que dan y quitan, ciclos que destruyen y regeneran. La lógica andina no busca coherencia abstracta, sino equilibrio dinámico. El pensamiento no se encierra en sistemas, se abre a la paradoja.

El causalismo ritual no es determinismo. No todo está predestinado. El ser humano tiene agencia, pero esa agencia se ejerce en relación. La libertad no es autonomía, sino responsabilidad. El ritual no impone, propone. Es una forma de actuar en el mundo con conciencia de sus consecuencias. Es libertad vinculada. La memoria ritual no es archivo, sino presencia. El pasado no está detrás, sino debajo. Cada ceremonia reactiva una capa de tiempo que sigue viva. El mito no se recuerda, se convoca. El ritual no conmemora, actualiza. El tiempo andino es vertical, no horizontal. Cada gesto ceremonial perfora el presente y lo conecta con el origen.

La tierra no es recurso, es madre. El agua no es insumo, es sangre. El fuego no es energía, es espíritu. Esta visión no romantiza la naturaleza, la reconoce como sujeto. El mundo no está ahí para ser usado, sino para ser honrado. El ritual es el modo de establecer esa relación justa, de devolver lo recibido, de mantener el flujo del don cósmico. La reciprocidad no es intercambio, es pacto. No se da para recibir, se da para mantener el vínculo. El ritual no busca resultados, busca equilibrio. La ofrenda no es pago, es reconocimiento. Esta lógica desafía la economía moderna, que mide todo en términos de utilidad. Aquí, el valor está en la relación, no en la función. La comunidad no es suma de individuos, sino tejido de vínculos. El ritual no se realiza en soledad, sino en comunión. La fiesta no es distracción, es reordenamiento. El canto no es entretenimiento, es invocación. La danza no es espectáculo, es diálogo. La comunidad ritualiza su existencia para mantenerse viva en el cosmos.

La sabiduría no se acumula, se encarna. El sabio no es el que sabe mucho, sino el que sabe relacionarse. El conocimiento no se mide por datos, sino por sensibilidad. El chamán no domina el mundo, lo escucha. El saber andino es afectivo, simbólico, participativo. No se impone, se comparte. La enfermedad no es solo biológica, sino espiritual. Es señal de ruptura, de desequilibrio, de falta de reciprocidad. El ritual cura porque repara el vínculo. El cuerpo no se trata como máquina, sino como microcosmos. La salud es armonía con uno mismo, con la comunidad y con el universo. La muerte no es final, sino tránsito. El mito acompaña, el ritual guía. El difunto no desaparece, se transforma. Su memoria se honra, su presencia se siente. El mundo de los vivos y el de los muertos están conectados. El ritual mantiene ese vínculo, lo actualiza, lo celebra. La filosofía mitocrática no es nostalgia, es posibilidad. No se trata de volver al pasado, sino de aprender de él. En tiempos de crisis ecológica, esta visión ofrece una alternativa ética. No como técnica, sino como sensibilidad. El causalismo ritual nos recuerda que el mundo responde a cómo lo tratamos. El pensamiento andino no es sistema cerrado, sino horizonte abierto. Su fuerza está en su capacidad de vincular, de interpretar, de cuidar. El mito no encierra, orienta. El ritual no limita, transforma. Esta filosofía no busca respuestas definitivas, sino preguntas fecundas.

Estudiar el causalismo ritual y la filosofía mitocrática no es solo ejercicio académico, sino acto de escucha. Es abrirse a otra forma de pensar, de sentir, de vivir. Es dejar que el mundo nos hable, que el mito nos oriente, que el ritual nos transforme. Es reconocer que hay otras maneras de habitar el tiempo, el cuerpo y el cosmos.

La cosmovisión andina precolombina, articulada en torno al causalismo ritual y la filosofía mitocrática, no fue una mera religión ni un conjunto de mitos pintorescos, sino una arquitectura simbólica de altísima sofisticación ontológica, ética y estética. En ella, el mundo no se explica, se honra; el clima no se predice, se interpreta; y el ser humano no domina, sino que participa en un tejido de reciprocidades vivas. El mito no es relato, sino ley; el ritual no es repetición, sino acto creador; y la naturaleza no es recurso, sino sujeto. Esta visión, lejos de ser un vestigio del pasado, ofrece hoy una expresión cultural diferente a la lógica moderna del control, proponiendo una forma de habitar el mundo desde el vínculo, la escucha y el cuidado.

La cosmovisión andina precolombina, estructurada en torno al causalismo ritual y la filosofía mitocrática, revela una sensibilidad metafísica en la que el mundo es vínculo, el clima es lenguaje y el mito es norma viviente. No se trata de una alternativa espiritual, sino de una expresión cultural que testimonia cómo el ser humano, incluso sin la revelación cristiana, ha buscado responder al misterio del universo con gestos de reciprocidad, narraciones fundantes y prácticas de cuidado. En su lógica simbólica, el ritual no es superstición, sino intento de armonía; el mito no es ficción, sino arquitectura del sentido. Reconocer esta profundidad no implica adherir a su sistema, sino comprender que toda cultura, en su anhelo de orden y trascendencia, refleja la huella de Dios en la historia humana.

 

 

 

 

1.

Animismo y reciprocidad ecológica

 

 

 

En las etapas tempranas del pensamiento andino, el mundo no se concebía como un conjunto de objetos inertes, sino como una comunidad de seres vivientes. La tierra no era suelo, era madre; el río no era corriente, era serpiente sagrada; la montaña no era roca, era ancestro vigilante. Esta visión animista no era una superstición ingenua, sino una forma de reconocer la presencia espiritual en todo lo creado.

El animismo andino no se limitaba a atribuir vida a los elementos naturales, sino que establecía una red de relaciones éticas entre ellos. Cada entidad tenía voluntad, memoria y dignidad. El ser humano no era dueño del mundo, sino parte de él. La vida no se organizaba en jerarquías de dominio, sino en vínculos de respeto. El mundo era sujeto, no objeto.

En este marco, el principio del ayni —reciprocidad— articulaba todas las relaciones. No se trataba solo de ayuda mutua entre personas, sino de una lógica espiritual que regía los intercambios entre humanos y naturaleza. Dar y recibir no era transacción, sino pacto. La ofrenda no era pago, sino reconocimiento. El ayni era ley cósmica. La agricultura, por ejemplo, no era una técnica, sino un acto ritual. Sembrar implicaba pedir permiso, agradecer, cuidar. La tierra no se explotaba, se honraba. Cada cultivo era una conversación con la Pachamama, cada cosecha una respuesta. El trabajo agrícola era también ceremonia, y el alimento, don recibido por gracia.

La religión precolombina no separaba lo sagrado de lo cotidiano. Todo acto tenía dimensión espiritual. Comer, caminar, sembrar, cantar: cada gesto era parte de una coreografía cósmica. El ritual no era excepción, sino forma de vida. La espiritualidad no se encerraba en templos, sino que se desplegaba en los campos, en los cerros, en los cielos. El clima, en esta visión, no era fenómeno natural, sino lenguaje divino. La lluvia no era solo agua, sino bendición. La sequía no era solo ausencia, sino advertencia. El granizo no era accidente, sino juicio. El universo respondía a la conducta humana, no por capricho, sino por vínculo. El equilibrio ecológico era también equilibrio ético.

La armonía entre humanos y naturaleza dependía de la correcta ejecución de rituales. No bastaba con sembrar, había que agradecer. No bastaba con cosechar, había que ofrecer. Las fiestas agrícolas no eran celebraciones profanas, sino actos de renovación del pacto. El calendario ritual marcaba los tiempos del alma y de la tierra. El ayni espiritual exigía atención constante. La negligencia no era solo error, sino ruptura. Si la comunidad olvidaba honrar a la tierra, el clima respondía con sequía. Si se rompía el vínculo con los cerros, las heladas castigaban los cultivos. El universo no era vengativo, pero sí sensible. La ética ritual era condición de la fertilidad.

Esta lógica no puede entenderse desde una epistemología moderna. No se trata de causa y efecto físico, sino de correspondencia simbólica. El mundo no se explica por leyes mecánicas, sino por vínculos vivos. La ciencia no basta para comprender esta visión; se necesita sensibilidad, escucha, participación. El saber es relacional. El animismo andino no idealiza la naturaleza, pero la reconoce como interlocutora. La tierra tiene voz, el agua tiene rostro, el viento tiene intención. El ser humano no dialoga con símbolos, sino con presencias. El ritual es el lenguaje de ese diálogo. La ofrenda es palabra, el canto es súplica, la danza es respuesta.

La reciprocidad ecológica no es una ética ambiental moderna, sino una espiritualidad encarnada. No se trata de conservar recursos, sino de cuidar vínculos. El mundo no se protege por interés, sino por amor. El ayni no busca sostenibilidad, sino justicia cósmica. La ecología no es técnica, es teología vivida. En este sistema, el cuerpo humano también participa del vínculo. No es instrumento, sino microcosmos. El cuerpo siente el estado del mundo, responde a sus ritmos, se afecta por sus desequilibrios. La enfermedad no es solo biológica, sino espiritual. El ritual cura porque repara el vínculo roto entre cuerpo y cosmos. La comunidad es el espacio donde se encarna el ayni. No hay reciprocidad sin comunión. El ritual no se realiza en soledad, sino en conjunto. La fiesta no es distracción, sino reordenamiento. El canto no es entretenimiento, sino invocación. La danza no es espectáculo, sino diálogo. La comunidad ritualiza su existencia para mantenerse viva en el universo.

El animismo andino no es una religión organizada, sino una sensibilidad cósmica. No tiene dogmas, pero sí principios. No tiene jerarquías, pero sí vínculos. Su fuerza está en su capacidad de leer el mundo como texto sagrado, de interpretar el clima como mensaje, de responder con gestos que restauran la armonía. La reciprocidad no se limita al presente, sino que incluye el pasado y el futuro. Honrar a los ancestros es parte del ayni. Cuidar a los que vendrán también. El tiempo no se vive como línea, sino como círculo. Cada acto ritual reactiva el origen, cada ofrenda proyecta el futuro. El ayni es también memoria y esperanza. El animismo no niega la trascendencia, pero la encarna en lo cotidiano. Lo divino no está fuera del mundo, sino dentro de él. El cerro es sagrado no por representar a Dios, sino por participar de su misterio. La tierra no es objeto de culto, sino lugar de encuentro. El ritual no sustituye la fe, pero la prepara.

Desde una perspectiva cristiana, esta visión puede ser leída como expresión del anhelo humano por comunión con lo trascendente. No se trata de adherir a sus creencias, sino de reconocer su búsqueda. El ayni revela que el corazón humano intuye que el mundo no es indiferente, que la vida exige cuidado, que el don pide respuesta. La reciprocidad ecológica andina no es alternativa espiritual, sino testimonio cultural. Es una forma de habitar el mundo con reverencia, de leer la naturaleza como texto, de actuar con conciencia de las consecuencias. No se trata de volver a ella, sino de aprender de su sensibilidad. El cristianismo puede dialogar con esta visión sin confundirse con ella.

El ritual andino no pretende controlar el mundo, sino armonizarse con él. No busca resultados, sino equilibrio. La ofrenda no exige recompensa, sino que expresa gratitud. El gesto ritual no es manipulación, sino reconocimiento. El ayni espiritual es una forma de decir: “yo sé que no estoy solo en el universo”. La tierra, en esta cosmovisión, no es recurso, sino madre. Su fertilidad depende del respeto, no de la técnica. El cultivo es diálogo, no explotación. El alimento es don, no producto. Esta visión no romantiza la pobreza, pero sí dignifica el vínculo. El campesino no es ignorante, sino sabio en el lenguaje del mundo.

La reciprocidad también se extiende a los animales. No se les trata como cosas, sino como hermanos menores. La caza exige permiso, el sacrificio exige ceremonia. El animal no se mata sin razón, ni sin respeto. Su vida tiene valor, su muerte tiene sentido. El ayni incluye a todos los seres vivientes. El agua es otro interlocutor sagrado. No se desperdicia, se honra. Su curso se respeta, su presencia se celebra. Las fuentes son lugares de encuentro espiritual. El agua no se mide solo en litros, sino en bendiciones. Su escasez no es solo problema técnico, sino señal de desequilibrio ético. El fuego también participa del vínculo. No es solo energía, sino espíritu. Se le invoca, se le cuida, se le agradece. El fuego transforma, purifica, revela. En las ceremonias, su presencia es central. No se le enciende sin intención, ni se le apaga sin despedida. El fuego es mediador entre mundos. El aire, invisible pero vital, es también presencia viva. Se le respeta en los cantos, se le honra en los silencios. El viento lleva mensajes, trae memorias, anuncia cambios. No se le teme, se le escucha. El aire no es vacío, sino espacio habitado por fuerzas sutiles. El ayni incluye también lo intangible.

La reciprocidad ecológica exige humildad. El ser humano no es dueño, sino huésped. No impone, propone. No exige, agradece. Esta actitud no es debilidad, sino sabiduría. Reconocer que el mundo tiene voluntad es el primer paso para vivir en armonía con él. El ritual es expresión de esa humildad.

Si bien el animismo constituyó la fase más temprana de la religión andina precolombina —caracterizada por la atribución de voluntad espiritual a elementos naturales como cerros, ríos, animales y astros—, sería un error metodológico y conceptual asumir que toda la religiosidad andina se reduce a esta etapa. Con el desarrollo de estructuras sociales más complejas, emergió un sistema politeísta en el que diversas deidades con funciones específicas organizaban el cosmos, y posteriormente, un henoteísmo que reconocía una divinidad suprema (como Viracocha) sin negar la existencia de otras entidades subordinadas. Esta evolución revela una teología en movimiento, no una cosmovisión estática. Además, confundir animismo con panteísmo es otro desliz común: el animismo reconoce múltiples seres con espíritu propio, mientras que el panteísmo disuelve toda distinción entre Dios y mundo, identificando lo divino con la totalidad. La religión andina, en cambio, nunca negó la alteridad de lo sagrado ni absolutizó la naturaleza como divinidad única. Por ello, reducir su riqueza simbólica y teológica a etiquetas como “animismo” o “panteísmo” no solo empobrece su comprensión, sino que impide ver la profundidad de su desarrollo espiritual.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2.

Politeísmo funcional y ritualismo climático

 

 

 

 

 

Con el surgimiento de culturas como Chavín, Nazca, Moche y Chimú, la religión andina dejó atrás su fase animista para estructurarse en torno a un sistema politeísta funcional. Las divinidades ya no eran simples espíritus de la naturaleza, sino entidades con roles definidos en el orden cósmico. Cada dios representaba una fuerza natural, pero también una función social, agrícola o política. Esta especialización de lo sagrado reflejaba una cosmovisión en la que el equilibrio dependía de la correcta interacción entre humanos y deidades. El politeísmo andino no era caótico ni arbitrario, sino profundamente organizado. La ritualidad respondía a las exigencias de cada divinidad, y el culto se adaptaba a los ciclos climáticos y agrícolas. Así, la religión se convirtió en una tecnología espiritual para sostener la vida.

Antes de que Chavín erigiera templos con deidades felinas y antes de que Moche ofreciera sangre a sus dioses guerreros, Caral ya había trazado los primeros caminos hacia lo sagrado. En las áridas tierras del valle de Supe, esta civilización milenaria —la más antigua de América— construyó pirámides, plazas circulares y altares que no eran simples estructuras, sino espacios de comunión con las fuerzas esenciales del universo. Aunque su religión carecía de un panteón antropomórfico definido, su espiritualidad era profunda, centrada en los elementos que sostenían la vida: el sol, el agua, la tierra, el fuego y el viento.

El sol, fuente de luz y orden, presidía los ciclos agrícolas y marcaba el ritmo del tiempo. El agua, escasa pero vital, era reverenciada como principio de fertilidad, y su presencia en canales y ofrendas revela un culto silencioso pero constante. La tierra, generosa y receptiva, era tratada como madre, y a ella se ofrecían semillas, textiles y figurillas en rituales de gratitud. El fuego, elemento de transformación, ardía en los altares como vínculo entre lo terrenal y lo espiritual. El viento, invisible pero poderoso, era invocado como mensajero de cambio y prosperidad. En Caral, lo divino no se representaba con rostros ni nombres, sino con presencia: cada elemento era una manifestación del orden cósmico.

La música ritual, ejecutada con flautas de hueso, acompañaba las ceremonias en las plazas circulares, donde la comunidad se reunía para honrar el equilibrio natural. No hay evidencia de sacrificios humanos, lo que sugiere una religiosidad orientada a la armonía, no al sometimiento. Las ofrendas eran cuidadosamente seleccionadas, y su disposición revela una lógica simbólica que anticipa el principio andino de reciprocidad. En Caral, el ritual no era espectáculo, sino acto de comunión: una forma de devolver a la naturaleza lo que se había recibido.

Así, Caral representa el germen de la religiosidad andina, una teología elemental politeísta que no necesita dioses con nombres ni mitos elaborados para expresar lo sagrado. Su espiritualidad es ecológica, silenciosa y profundamente simbólica. Es el primer susurro de una cosmovisión que, siglos después, se transformaría en el politeísmo funcional de Chavín, el ritualismo climático de Nazca, la teología sangrienta de Moche y el dualismo cósmico de Chimú. Caral no fue una etapa primitiva, sino una raíz: el fundamento invisible de un árbol religioso que crecería con fuerza y complejidad en los Andes.

En el corazón de la religión chavín, el mundo espiritual se manifestaba a través de seres híbridos, donde lo humano se fundía con lo animal en una síntesis sagrada. El dios Jaguar, figura dominante, encarnaba la fuerza, la sabiduría y el poder chamánico. No era simplemente un felino, sino una entidad que habitaba los umbrales entre mundos. Junto a él, el dios del Báculo, representado en la Estela Raimondi, se alzaba como una figura axial, portador de orden cósmico, posiblemente antecedente de Viracocha. En el Obelisco Tello, una deidad hermafrodita con rasgos de caimán y serpiente simbolizaba la fertilidad y la dualidad de la vida. Los dioses de la lluvia y los vientos, aunque menos antropomorfizados, eran esenciales para la agricultura y la navegación espiritual. En Chavín, el templo no era solo arquitectura: era un organismo vivo donde estas fuerzas se activaban mediante sonido, agua y oscuridad.

La cultura Nazca, extendida en los desiertos del sur, desarrolló una teología profundamente ligada al agua, al cielo y a los ciclos de fertilidad. Kon, el dios creador, era una figura ambigua: sin huesos, sin rostro definido, otorgaba vida, pero también podía retirarla, provocando sequías devastadoras. Su destierro por Pachacámac, reformador y protector, marcó un nuevo orden espiritual. En las cerámicas y geoglifos, aparece Botto, una criatura híbrida con tentáculos, colmillos y alas, símbolo del miedo y la destrucción, quizás una advertencia sobre el poder desatado de la naturaleza. Las máscaras rituales representaban divinidades celestes, vinculadas al clima y al castigo divino. Para los Nazca, el desierto no era vacío, sino un lienzo sagrado donde los dioses dejaban sus huellas.

Los Moche, en cambio, construyeron una religión de sangre y barro, donde el sacrificio humano era el lenguaje que comunicaba con lo divino. Ai Apaec, el dios creador y decapitador, dominaba el panteón con su rostro felino, colmillos prominentes y mirada penetrante. Era protector de los guerreros, proveedor de lluvias y símbolo de autoridad. Si, el dios lunar, superaba en poder al sol, regulando las mareas, los eclipses y los ciclos femeninos. Ni, dios del mar, garantizaba la pesca y la fertilidad costera. Fur, señor de la muerte, presidía los rituales funerarios y el tránsito espiritual. La sacerdotisa, figura ritual femenina, no era una simple intermediaria, sino encarnación de lo sagrado, capaz de canalizar las energías cósmicas. En los templos mochicas, cada sacrificio era una ofrenda para restaurar el equilibrio entre los mundos.

La religión chimú, heredera de tradiciones milenarias, se estructuró en torno a una cosmovisión dualista, donde el mar y la luna ocupaban el centro del universo simbólico. Si, dios del mar, era el creador y sustentador de la vida, más venerado que el sol. Su culto se extendía por templos costeros, donde se realizaban ofrendas acuáticas. Naylamp, fundador mítico del reino Chimú, era más que un héroe: era una divinidad ancestral que marcaba el inicio del tiempo. Quillapa Huillac, la diosa luna, regía los ciclos nocturnos y era considerada superior al sol, cuya figura, Ni, tenía un papel secundario. Los Alaecpong, dioses de piedra, eran guardianes locales, venerados en cada poblado como protectores del entorno. Las estrellas de la mañana y la tarde, Achachi Ururi y Apadri Ururi, vigilaban el tránsito entre el día y la noche, entre lo visible y lo invisible. En la religión chimú, el cosmos era una red de fuerzas en equilibrio, y el ritual era el arte de mantenerlo.

Inti, el dios del sol, ocupaba un lugar central en muchas culturas, pero no era el único ni necesariamente el supremo. Su importancia derivaba de su vínculo con la agricultura, la luz y el tiempo. Illapa, dios del rayo y la lluvia, complementaba su poder, garantizando la fertilidad de la tierra. Pachamama, la madre tierra, era la matriz que recibía las semillas y devolvía los frutos. Mamacocha, diosa del mar, regulaba los ciclos acuáticos y protegía a los pescadores. Esta pluralidad de dioses no implicaba fragmentación, sino una visión holística del mundo. Cada divinidad era una pieza en el engranaje cósmico, y su culto respondía a necesidades concretas. El politeísmo funcional permitía una religiosidad adaptativa, capaz de responder a los desafíos del entorno.

La especialización de las divinidades andinas se reflejaba en la arquitectura ceremonial. Los templos no eran espacios genéricos, sino diseñados para rituales específicos. En Chavín de Huántar, por ejemplo, el Lanzón representaba una deidad vinculada al agua y la fertilidad, y su templo canalizaba corrientes subterráneas para crear una experiencia sensorial. En Nazca, las líneas trazadas en el desierto eran caminos rituales que conectaban con fuerzas celestes. Los Moche construyeron huacas monumentales dedicadas a dioses guerreros y agrícolas, donde se realizaban sacrificios humanos. Los Chimú, por su parte, desarrollaron una red de templos costeros que honraban a Mamacocha y regulaban el acceso al agua. Cada cultura adaptó su arquitectura religiosa a las exigencias de sus dioses, creando un paisaje sagrado funcional.

El ritualismo climático surgió como respuesta a la vulnerabilidad ambiental de los Andes. Las sequías, heladas, lluvias torrenciales y terremotos eran interpretados como desequilibrios cósmicos. Las ofrendas, peregrinaciones y sacrificios no eran supersticiones, sino mecanismos de restauración espiritual. El ritual tenía un carácter causal: se creía que la voluntad divina podía influir en el clima si se le complacía adecuadamente. Esta lógica ritual no era irracional, sino profundamente simbólica. Las crisis ambientales eran leídas como mensajes de los dioses, y la comunidad respondía con actos colectivos de reparación. El ritualismo climático articulaba la religión con la ecología, creando una ética de reciprocidad con la naturaleza.

El politeísmo andino preincaico y el griego comparten la idea de un universo habitado por múltiples divinidades, cada una con funciones específicas y poderes delimitados. Sin embargo, mientras el panteón griego se construyó sobre una narrativa antropomórfica, donde los dioses reflejan pasiones humanas y disputan entre sí en un plano casi teatral, el politeísmo andino se articuló en torno a fuerzas naturales divinizadas, profundamente integradas al entorno ecológico y agrícola. Los dioses griegos habitaban el Olimpo, separados del mundo humano, mientras que los dioses andinos vivían en los cerros, los ríos, el sol y la lluvia, como presencias inmediatas y activas. En Grecia, el mito explicaba el origen y el destino; en los Andes, el mito regulaba el equilibrio cósmico. Ambos sistemas son sofisticados, pero el andino se distingue por su íntima fusión entre lo sagrado y lo natural, entre lo ritual y lo climático.

Kauffmann Doig señala que la religión andina no era simplemente heliolátrica, sino que reconocía una pareja divina: el dios del agua y la diosa de la tierra. Esta dualidad reflejaba una visión cósmica equilibrada, donde lo masculino y lo femenino se complementaban. Inti e Illapa representaban el cielo activo, mientras que Pachamama y Mamacocha encarnaban la tierra receptiva. Esta estructura binaria no era rígida, sino dinámica. Las deidades interactuaban en ciclos de fertilidad, muerte y renacimiento. El ritual no solo buscaba complacer a los dioses, sino armonizar sus energías. La dualidad divina se proyectaba en la organización social, en los calendarios agrícolas y en las narrativas míticas. La religión andina era, en esencia, una teología del equilibrio.

Aunque el politeísmo andino reconoce una multiplicidad de divinidades, no se trata de un sistema fragmentado, sino de una cosmovisión profundamente estructurada por el principio del dualismo. En el mundo andino, los dioses no existen como entidades aisladas, sino como fuerzas complementarias que interactúan para mantener el equilibrio del universo. Así, Pachamama, la madre tierra, se vincula con Pachacamac, el principio creador, en una relación que une lo fértil y lo dinámico. Inti, el sol, y Killa, la luna, no representan una oposición, sino una danza cíclica que regula el tiempo y la vida. Incluso la organización social y territorial se basa en pares como Hanan y Hurin, lo alto y lo bajo, que estructuran el espacio sagrado y comunitario. Este dualismo no implica conflicto, sino armonía: cada fuerza necesita de su contraparte para existir plenamente. Por ello, el politeísmo andino no contradice el dualismo, sino que lo encarna en su esencia, revelando una visión del mundo donde lo múltiple y lo complementario se entrelazan en una red de significados profundamente conectados con la naturaleza y la vida cotidiana.

En la cosmovisión andina, el universo no surge de la nada ni por voluntad de un dios único y trascendente. No existe una teología creacionista en el sentido occidental, donde un ser supremo crea el mundo ex nihilo. Por el contrario, el mundo andino concibe la existencia como un tejido eterno de fuerzas vivas que se transforman, se equilibran y se regeneran. El dualismo que estructura este pensamiento —visible en pares como tierra y cielo, masculino y femenino, arriba y abajo— no parte de un momento fundacional absoluto, sino de una dinámica continua entre elementos complementarios. La creación no es un acto único, sino un proceso cíclico, un eterno retorno, donde lo que existe siempre ha estado en relación. Pachamama no fue creada: ella es, como parte del mundo vivo. Pachacamac no crea desde la nada, sino que anima lo que ya existe. Esta visión implica que el universo no tiene un origen lineal, sino una lógica de reciprocidad y regeneración. Así, el dualismo andino no solo organiza el mundo visible, sino que sustituye la necesidad de una creación ex nihilo con una ontología relacional, donde el ser emerge del vínculo, no del vacío.

La ontología relacional del mundo andino no responde a una lógica racionalista ni a una teología sistemática, sino que se inscribe en un orden mítico donde el cosmos se explica a través de un dualismo metafísico profundamente arraigado. En esta visión, el universo no es producto de una voluntad creadora exógena, sino el resultado de una necesidad cósmica que se manifiesta en la interacción constante de fuerzas complementarias. El ser no se concibe como sustancia aislada, sino como vínculo: todo existe en relación con su opuesto, y esa relación es lo que da sentido y forma al mundo. El mito, lejos de ser una simple narración, actúa como principio organizador del devenir, revelando que el equilibrio entre lo alto y lo bajo, lo masculino y lo femenino, lo visible y lo invisible, no es contingente, sino necesario. Así, el dualismo andino no es una oposición dialéctica, sino una estructura ontológica que expresa la dinámica perpetua del cosmos, donde el tiempo es cíclico, la creación es regeneración, y el orden del mundo responde a una necesidad que no se impone desde fuera, sino que emana desde el interior mismo de la realidad viviente.

Precisamente por estar inscrita en una ontología relacional de orden mítico, la cosmovisión andina no concibe a sus deidades como creadoras en el sentido teológico occidental, sino como ordenadoras del mundo. No hay un dios que imponga el ser desde la nada, sino fuerzas divinas que configuran, equilibran y sostienen el tejido cósmico. Inti, Pachamama, Viracocha, entre otros, no crean el universo: lo organizan, lo animan, lo regulan. Su poder no reside en el acto de originar, sino en el arte de mantener el equilibrio entre los pares complementarios que estructuran la realidad. Esta función ordenadora responde a la necesidad cósmica de preservar la armonía entre opuestos, en un devenir cíclico donde el tiempo, la vida y la materia se regeneran constantemente. Así, el mito andino no narra una creación absoluta, sino una instauración de orden, donde el mundo ya existe como potencialidad, y las deidades actúan como mediadoras entre lo visible y lo invisible, entre lo humano y lo natural, entre el caos y la forma.

El panteón sagrado andino, concebido como un conjunto de fuerzas ordenadoras más que creadoras, se corresponde íntimamente con el principio de reciprocidad, que rige no solo las relaciones humanas, sino también las cósmicas. En este universo relacional, los dioses no imponen su voluntad desde una trascendencia absoluta, sino que participan en un sistema de intercambio simbólico con los seres humanos y con la naturaleza. Las ofrendas, los rituales, las fiestas agrícolas y los pagos a la tierra no son actos de adoración unilateral, sino gestos de reciprocidad que reafirman el vínculo entre lo humano y lo divino. Así como la Pachamama da frutos, espera ser alimentada con respeto; así como Inti brinda luz y calor, debe ser honrado en su ciclo. Esta lógica de dar y recibir no es moral ni contractual, sino ontológica: el equilibrio del cosmos depende de que cada fuerza cumpla su rol en relación con las demás. Por ello, el panteón andino no es una jerarquía de poderes, sino una red de entidades vivas que ordenan el mundo a través de la reciprocidad, sosteniendo el devenir de la necesidad cósmica en una armonía perpetua.

La reciprocidad era el principio ético que regía la relación entre humanos y dioses. Los andinos no concebían a las divinidades como seres distantes, sino como entidades presentes en la vida cotidiana. Cada acción humana debía corresponder a una acción divina, y viceversa. Las ofrendas eran formas de devolver lo recibido, de mantener el flujo energético entre el mundo visible y el invisible. Esta reciprocidad se expresaba en rituales agrícolas, en fiestas comunitarias y en peregrinaciones. El ritualismo climático era una extensión de esta lógica: si la tierra sufría, era porque algo se había roto en el pacto espiritual. Restaurar ese pacto requería actos simbólicos de entrega, sacrificio y comunión.

Los sacrificios humanos, practicados por culturas como los Moche y los Chimú, no eran actos de crueldad gratuita, sino ofrendas extremas en momentos de crisis. Se creía que el derramamiento de sangre podía reactivar el ciclo vital, apaciguar a los dioses y restablecer el orden. Estos rituales eran altamente codificados, realizados por sacerdotes especializados en espacios sagrados. Las víctimas eran seleccionadas según criterios religiosos, y su muerte era concebida como una transición hacia lo divino. El sacrificio era un acto de entrega total, una forma de canalizar la energía vital hacia el cosmos. Aunque hoy nos resulte difícil comprenderlo, en su contexto cultural tenía una lógica espiritual profunda.

La peregrinación era otra forma de ritualismo climático. Los caminos sagrados conectaban huacas, templos y paisajes considerados divinos. Caminar hacia un lugar sagrado era una forma de activar su poder, de establecer un vínculo físico con lo espiritual. Las peregrinaciones se realizaban en fechas específicas, marcadas por los calendarios agrícolas y astronómicos. En ellas participaban comunidades enteras, llevando ofrendas, cantos y danzas. El movimiento ritual tenía un efecto simbólico: representaba el tránsito entre mundos, la búsqueda de equilibrio. Las peregrinaciones también servían para reforzar la identidad colectiva, para renovar los lazos sociales y espirituales.

La música y la danza eran elementos esenciales del ritualismo climático. Los sonidos y movimientos no eran meramente estéticos, sino formas de comunicación con los dioses. Cada ritmo tenía un significado, cada gesto una intención. Las flautas, tambores y quenas acompañaban las ceremonias, creando atmósferas propicias para la conexión espiritual. Las danzas imitaban el vuelo de las aves, el fluir del agua, el crecimiento de las plantas. El cuerpo se convertía en instrumento ritual, en canal de energía. La música y la danza articulaban lo humano con lo divino, lo temporal con lo eterno. Eran lenguajes sagrados que expresaban la armonía cósmica.

En la cosmovisión andina, el ser no se concibe como una entidad fija ni como una esencia trascendente, sino como devenir: una manifestación continua de relaciones, ciclos y transformaciones. Este devenir está regido por una ley cósmica del equilibrio, donde el dualismo metafísico —expresado en pares como Hanan y Hurin, sol y luna, masculino y femenino— no representa oposición, sino complementariedad necesaria. El universo andino no avanza en línea recta, sino que gira en espiral, siguiendo el principio del eterno retorno, donde el tiempo es cíclico y cada etapa del mundo se renueva tras su agotamiento. La reciprocidad, como principio ético y ontológico, sostiene este equilibrio: todo lo que se da debe ser retribuido, y todo vínculo implica responsabilidad mutua. Incluso el cataclismo —presente en los mitos de destrucción y renovación de los mundos anteriores— no es fin, sino tránsito: una purificación que permite restaurar el orden cósmico. Así, el ser andino es devenir relacional, tejido por el equilibrio, la dualidad, el retorno y la reciprocidad, en un universo donde el caos no es amenaza, sino parte del ciclo que garantiza la continuidad de la vida.

De este modo, el causalismo ritual andino —la práctica de ofrendas, pagos, celebraciones y actos simbólicos— no puede entenderse como un conjunto de supersticiones aisladas, sino como la expresión activa de una ontología donde el ser es devenir, y el cosmos se sostiene en la tensión dinámica entre el caos y el orden. Cada ritual no solo busca propiciar la fertilidad o evitar el desastre, sino reestablecer el equilibrio cósmico que permite la continuidad del mundo. En este sistema, el orden no es estático ni impuesto, sino constantemente regenerado a través de la reciprocidad entre humanos, dioses y naturaleza. El caos, lejos de ser negado, es reconocido como parte del ciclo: el cataclismo es necesario para la renovación, y el ritual actúa como mediador entre lo que se descompone y lo que se reconstituye. Así, el causalismo ritual se entreteje con la visión del ser como devenir, revelando que, en el mundo andino, existir es participar activamente en el tejido cósmico, sostener el equilibrio, y transitar con conciencia el ciclo eterno entre destrucción y armonía.

 

 

3.

Meganiños y sequías:

el colapso como ruptura cósmica

 

 

 

 

 

Las culturas precolombinas andinas no concebían el clima como un fenómeno meramente físico, sino como una manifestación de la voluntad divina. Las lluvias, las sequías, los vientos y las heladas eran signos que hablaban del estado del mundo, del equilibrio entre los seres humanos, la naturaleza y las fuerzas sagradas. En este contexto, los meganiños —episodios extremos del fenómeno El Niño— no eran simples desastres naturales, sino advertencias cósmicas, rupturas en el tejido que sostenía la armonía universal.

Los registros arqueológicos muestran que estos eventos climáticos provocaron el colapso de ciudades, la destrucción de templos y el abandono de centros ceremoniales. Pero más allá del daño material, lo que se quebraba era el orden simbólico. Las lluvias torrenciales que arrasaban los campos no solo destruían cosechas: deshacían el pacto entre los hombres y la tierra, entre los dioses y sus devotos. El agua, fuente de vida, se convertía en agente de caos, señal de que algo profundo había fallado. En la lógica del causalismo ritual andino, todo efecto tiene una causa ética o ceremonial. Si el mundo se desbordaba, era porque el ayni —el principio de reciprocidad— había sido transgredido. Tal vez no se había honrado a la Pachamama con las ofrendas debidas, o se había roto el equilibrio entre lo masculino y lo femenino, entre lo alto y lo bajo. El desastre era, entonces, una forma de juicio, una corrección cósmica que exigía reparación. Las sequías prolongadas, por su parte, eran interpretadas como silencios divinos, como ausencias del favor celestial. El sol, que normalmente bendecía los cultivos, se volvía implacable, y la tierra se cerraba. En estos momentos, las comunidades no solo sufrían hambre: sufrían desorientación espiritual. El paisaje ya no respondía, y los dioses parecían haberse retirado. Era necesario reestablecer el vínculo, reactivar el diálogo entre lo humano y lo sagrado.

Las respuestas rituales ante estos colapsos eran intensas y dramáticas. Se realizaban sacrificios humanos, especialmente de niños, considerados puros y capaces de interceder ante las divinidades. Se organizaban peregrinaciones hacia lugares sagrados, se reconstruían templos, se reconfiguraban los calendarios ceremoniales. Todo esto no era solo para calmar a los dioses, sino para restaurar el orden perdido, para coser nuevamente el tejido cósmico desgarrado. Los centros ceremoniales como Huaca Rajada, Túcume y Pampa Grande muestran evidencias de destrucción súbita, seguida de abandono. Pero también revelan intentos de reconstrucción, de reordenamiento simbólico. En algunos casos, se erigieron nuevas estructuras sobre las ruinas, como si se buscara enterrar el caos bajo una nueva capa de sentido. El colapso no era el fin: era una transición, una oportunidad para renovar el pacto con el universo.

La construcción de pirámides monumentales como las de Caral y Chupacigarro responde a esta lógica de orden cósmico. Estas estructuras no eran meros edificios: eran mapas simbólicos, representaciones del mundo ideal. Su orientación, su forma escalonada, sus plazas circulares, todo estaba diseñado para canalizar energías, para conectar el cielo con la tierra. Cuando estas pirámides eran destruidas por el clima, el mensaje era claro: el mundo estaba desequilibrado. Los geoglifos visibles solo desde puntos elevados, como los de Callacpuma, revelan una cosmovisión que pensaba en términos verticales. Lo alto y lo bajo no eran solo dimensiones físicas, sino categorías metafísicas. El cielo observaba, y los hombres trazaban signos para ser vistos desde las alturas. Cuando las lluvias borraban estos trazos, se interpretaba como una pérdida de comunicación, como un cierre del canal entre lo humano y lo divino. La recurrencia de los meganiños, con un intervalo promedio de 42 años, sugiere que las culturas andinas vivían en constante tensión entre estabilidad y cataclismo. Esta periodicidad no era ignorada: se incorporaba en los calendarios rituales, en las narraciones míticas, en las prácticas agrícolas. El tiempo no era lineal, sino cíclico, y cada ciclo traía consigo la posibilidad de renovación o destrucción. El eterno retorno no era una abstracción: era experiencia vivida.

Los mitos de origen y destrucción de los mundos anteriores, como los recogidos por los cronistas coloniales, refuerzan esta visión cíclica. Se hablaba de edades del mundo que terminaban en fuego, agua o temblores, y de nuevas eras que surgían tras el cataclismo. Estas narraciones no eran simples leyendas: eran marcos interpretativos que permitían comprender el presente, actuar en consecuencia y preparar el futuro. El mito era brújula en medio del caos. La sequía, por ejemplo, no era solo falta de agua: era señal de que el equilibrio entre los opuestos se había roto. Tal vez se había dado demasiado sin recibir, o se había recibido sin dar. El ayni, principio rector de la vida andina, exigía reciprocidad en todos los niveles: entre personas, entre comunidades, entre humanos y dioses. Cuando este principio se violaba, el mundo respondía con silencio, con ausencia, con vacío.

Las migraciones provocadas por estos desastres no eran solo desplazamientos físicos: eran reconfiguraciones simbólicas. Al abandonar un territorio, se dejaba atrás un pacto roto, una historia fallida. Al llegar a nuevos lugares, se establecían nuevos vínculos, se fundaban nuevos centros ceremoniales, se invocaban nuevas divinidades. El panteón andino era flexible, capaz de adaptarse al devenir, de incorporar nuevas fuerzas en función del contexto.

Los cambios en el panteón divino tras los meganiños revelan una cosmovisión dinámica. No había dogma fijo, sino una red de significados que se ajustaba a las necesidades del momento. Si una divinidad parecía haber fallado, se le sustituía o se le complementaba. Nuevos dioses surgían, antiguos dioses eran reinterpretados. La espiritualidad andina era una práctica viva, en constante diálogo con el entorno y con la experiencia colectiva. La destrucción de canales de riego, por ejemplo, no era solo pérdida de infraestructura: era ruptura del vínculo entre el agua y la comunidad. Estos canales eran considerados sagrados, y su mantenimiento implicaba rituales específicos. Cuando eran arrasados por las lluvias, se entendía que el agua había dejado de fluir en armonía, que se había vuelto caótica. Restaurar los canales era restaurar el orden, reestablecer el flujo vital. Los templos destruidos por inundaciones eran vistos como cuerpos heridos. Se les lloraba, se les enterraba, se les reconstruía. El templo no era solo un edificio: era un ser viviente, un nodo de energía cósmica. Su caída implicaba una pérdida de poder, una desconexión con el cielo. Por eso, la reconstrucción no era solo arquitectónica: era ritual, simbólica, espiritual. Se trataba de devolverle el alma al espacio sagrado.

La agricultura, base de la vida andina, dependía de la lectura correcta del paisaje y del clima. Los sacerdotes y sabios observaban los astros, los vientos, las lluvias, buscando señales. Cuando el clima se volvía impredecible, se entendía que algo había fallado en la lectura, en la relación, en el pacto. El colapso agrícola era entonces una consecuencia de una falla más profunda: una desconexión entre el saber ritual y el devenir cósmico. Los rituales de reparación tras los meganiños eran complejos y cargados de simbolismo. No bastaba con reconstruir lo físico: había que restaurar el equilibrio invisible. Se convocaban a los sabios, a los especialistas rituales, a los ancianos que conocían los ciclos y los signos. Se realizaban ceremonias nocturnas, se ofrecían cantos, danzas, alimentos, sangre. Cada gesto buscaba reabrir el canal entre lo humano y lo divino, reactivar el flujo vital. El sacrificio humano, aunque estremecedor desde una mirada moderna, tenía un sentido profundo en este contexto. No era violencia gratuita, sino entrega máxima. El cuerpo ofrecido era mediador, puente, ofrenda viva. Se creía que solo a través de un acto de entrega total se podía restablecer el orden cósmico. El sacrificio no era castigo, sino acto de amor cósmico, de restitución del vínculo quebrado. Las peregrinaciones hacia lugares sagrados eran otra forma de respuesta ritual. Se caminaba hacia las alturas, hacia los apus, hacia los cerros tutelares, buscando consejo, perdón, renovación. El camino mismo era parte del ritual: cada paso era una súplica, una confesión, una ofrenda. Al llegar, se realizaban ceremonias que reestablecían el diálogo con las fuerzas superiores, con los guardianes del equilibrio.

La arquitectura ceremonial también respondía a estos ciclos de destrucción y renovación. Las pirámides, plazas y templos eran diseñados para resistir, pero también para ser reconstruidos. Su forma escalonada permitía añadir capas, renovar niveles, reconfigurar espacios. Cada reconstrucción era una nueva lectura del cosmos, una nueva interpretación del orden. El espacio sagrado era, así, un palimpsesto de significados. El colapso, entonces, no era solo una crisis: era una oportunidad. Permitía revisar los pactos, repensar las relaciones, reconfigurar el mundo. Las culturas andinas no temían al caos: lo reconocían como parte del ciclo. El cataclismo era necesario para que el orden pudiera renacer. Esta visión profunda permitía enfrentar la adversidad con ritual, con sabiduría, con comunidad. El caos era tránsito, no destino. La memoria colectiva conservaba los relatos de colapsos anteriores. Se hablaba de lluvias que duraron meses, de ríos que cambiaron de curso, de ciudades que desaparecieron. Estos relatos no eran solo advertencias: eran enseñanzas. Mostraban cómo actuar, cómo responder, cómo reconstruir. La historia era guía, y el mito era mapa. El pasado no era nostalgia, sino herramienta para el presente. Los sabios andinos entendían que el clima era lenguaje. Cada fenómeno tenía un mensaje, una intención, una causa. Las lluvias no eran solo agua: eran palabras del cielo. Las sequías no eran solo ausencia: eran silencios que hablaban. Interpretar correctamente estos signos era tarea sagrada. El error en la lectura podía llevar al desastre. Por eso, el saber ritual era tan valorado, tan protegido, tan transmitido.

La relación con el paisaje era profundamente espiritual. Los cerros, los ríos, los valles no eran solo accidentes geográficos: eran seres vivos, entidades sagradas. Cada lugar tenía su energía, su historia, su voz. Cuando el paisaje se transformaba violentamente, se entendía que algo había cambiado en su espíritu. Restaurar el paisaje era restaurar su alma, su función, su lugar en el orden cósmico. La cosmología andina concebía el universo como un tejido. Cada hilo era una relación, una energía, una fuerza. Cuando un hilo se rompía, todo el tejido se resentía. El colapso climático era una rotura en ese tejido. El ritual era la aguja que lo reparaba. Cada ceremonia, cada ofrenda, cada gesto era una puntada que buscaba recomponer el universo, devolverle su forma, su sentido, su armonía. El tiempo, en esta visión, no era lineal ni acumulativo. Era circular, espiral, rítmico. Cada ciclo traía consigo su propia destrucción y su propia renovación. El colapso era parte del ritmo, no una anomalía. Por eso, las culturas andinas desarrollaron una espiritualidad resiliente, capaz de enfrentar el desastre con ritual, con comunidad, con sabiduría. El tiempo no se detenía: se transformaba.

La resiliencia andina no se basaba en la resistencia física, sino en la capacidad de reordenar el mundo simbólicamente. Cuando el entorno se volvía hostil, la respuesta no era solo técnica, sino espiritual. Se reorganizaban los calendarios rituales, se modificaban las prácticas agrícolas, se reconfiguraban las jerarquías religiosas. Todo cambio físico implicaba un ajuste en el orden cósmico. El mundo debía volver a hablar, y los humanos debían aprender a escuchar. En este contexto, el colapso no era una derrota, sino una enseñanza. Mostraba los límites del pacto, las fallas en la reciprocidad, las omisiones en el cuidado. Era una forma de corrección, de advertencia, de reorientación. Las culturas andinas no negaban el sufrimiento, pero lo integraban en su visión del mundo. El dolor era parte del ciclo, y el ritual era el camino para transitarlo con sentido. La comunidad era el espacio donde se vivía y se enfrentaba el colapso. No se trataba de individuos aislados, sino de tejidos humanos que compartían memoria, saber y fe. Ante el desastre, se reunían, se organizaban, se ritualizaban. El dolor se compartía, la esperanza se tejía, la acción se coordinaba. La espiritualidad andina era profundamente comunitaria: el equilibrio no se restauraba en soledad. Los niños, en este sistema, ocupaban un lugar especial. Eran considerados puros, cercanos a lo divino, capaces de interceder ante los dioses. Por eso, en momentos extremos, se les ofrecía como sacrificio. No por desprecio, sino por reverencia. Su muerte era vista como tránsito, como mediación, como acto de amor cósmico. Aunque hoy nos resulte incomprensible, en su contexto era una expresión de fe profunda.

Los cronistas coloniales registraron con asombro estas prácticas, pero muchas veces las interpretaron desde sus propios marcos teológicos, sin comprender la lógica interna del sistema andino. Para los pueblos originarios, el clima no era castigo divino, sino respuesta ética. El mundo hablaba, y los humanos debían responder. El ritual no era superstición, sino lenguaje. El sacrificio no era barbarie, sino diálogo. La arquitectura ceremonial, incluso en su destrucción, conservaba su poder simbólico. Las ruinas no eran solo escombros: eran memoria, testimonio, advertencia. Se les visitaba, se les honraba, se les reconstruía. El espacio sagrado no desaparecía: se transformaba. Cada piedra caída era una palabra del pasado, una lección para el presente, una promesa para el futuro.

La cosmología andina no separaba lo natural de lo espiritual. Todo estaba entrelazado. El río era camino y dios, el cerro era refugio y ancestro, el fuego era energía y espíritu. Por eso, cuando el clima se desbordaba, no se buscaban explicaciones físicas, sino respuestas simbólicas. El mundo no se entendía desde fuera, sino desde dentro. La ciencia del ritual era la ciencia del vínculo. El vínculo entre humanos y dioses no era vertical ni jerárquico, sino horizontal y recíproco. Los dioses no exigían obediencia ciega, sino cuidado mutuo. El ayni regía también las relaciones con lo divino. Dar y recibir, honrar y ser honrado, cuidar y ser cuidado. Cuando este pacto se rompía, el mundo respondía. El clima era el mensajero, el ritual era la respuesta.

Así, el colapso climático en las culturas precolombinas andinas no puede entenderse como simple desastre ecológico. Fue vivido como ruptura cósmica, como desequilibrio ontológico, como crisis espiritual. La respuesta no fue solo reconstrucción material, sino reordenamiento simbólico. El ritual, la peregrinación, el sacrificio, la danza, el canto: todo era parte del proceso de sanación. El mundo andino no temía al caos, porque sabía que el orden siempre podía renacer. El colapso era parte del ciclo, y el ciclo era parte del ser. El tiempo no se rompía: se replegaba para volver a desplegarse. La vida no se extinguía: se recogía para volver a florecer. En esta visión, el colapso no es el fin, sino el umbral. Y el ritual es la llave que permite cruzarlo.

Se trataba de una imagen del mundo profundamente dualista, donde el Orden y el Caos no eran enemigos, sino fuerzas complementarias que sacudían cíclicamente el cosmos. El equilibrio no era estático, sino dinámico; no se alcanzaba una vez, sino que debía renovarse constantemente. El colapso no era una anomalía, sino una fase necesaria del ciclo cósmico. En este universo vivo, todo hablaba: los cerros, los astros, los vientos, los silencios. Y los humanos, atentos al lenguaje del mundo, respondían con ritual, con memoria, con comunidad. Porque en el corazón de la cosmovisión andina, el mundo no se dominaba: se escuchaba. No se temía al caos: se danzaba con él. Y en cada colapso, se abría la posibilidad de un nuevo pacto, de una nueva armonía, de un nuevo amanecer.

Hubo épocas en que el cielo se volvió enemigo. Los meganiños —fenómenos climáticos extremos vinculados al calentamiento anómalo del Pacífico— desataron lluvias torrenciales que arrasaron terrazas agrícolas, sepultaron caminos ceremoniales y convirtieron los valles fértiles en lodazales inservibles. Luego, como si el mundo respirara en reversa, llegaron las sequías apocalípticas: años enteros sin una gota de lluvia, con los ríos convertidos en cicatrices secas y los campos en polvo estéril. Las cosechas fallaban, los animales morían, las ciudades se despoblaban. Culturas enteras —como la Moche, la Wari o la Tiwanaku— colapsaron no por guerras, sino por el abandono de los dioses, por el silencio del cielo. El clima, en su furia cíclica, no solo destruyó estructuras físicas: desmanteló sistemas de creencias, fracturó vínculos sociales, y obligó a los pueblos a reinventar su relación con el cosmos. En esos momentos, el mundo parecía deshacerse desde adentro, y solo el ritual podía intentar coser sus fragmentos.

Ante el cataclismo provocado por la dualidad cósmica —ese vaivén indetenible entre Orden y Caos que regía el universo andino—, la respuesta no era técnica ni política: era ritual. El causalismo ritual no buscaba controlar el mundo, sino restablecer su sentido. Cada sequía, cada inundación, cada colapso era leído como una ruptura en el tejido de la reciprocidad cósmica. El desequilibrio no era casual: era causado por fallas éticas, por omisiones simbólicas, por desajustes en el pacto entre humanos y dioses, entre naturaleza y cultura. Por eso, el ritual no era superstición: era ciencia espiritual, era tecnología simbólica, era medicina del alma colectiva. Se ofrecían sacrificios, se reordenaban calendarios, se peregrinaba a los apus, se cantaba a las huacas. El mundo debía ser reencantado, reequilibrado, reescuchado. Porque en la cosmovisión andina, el cosmos no era un mecanismo: era un organismo. Y cuando ese organismo enfermaba, solo el ritual podía sanar su corazón.

¿Pero cómo concebir la falla ética en una imagen del mundo dualista donde son necesarios tanto el bien como el mal? En la cosmovisión andina, el mundo no se dividía en polos absolutos de bien y mal, sino en fuerzas complementarias que debían coexistir en equilibrio dinámico. El Orden y el Caos, la luz y la sombra, lo masculino y lo femenino, lo seco y lo húmedo: todos eran necesarios, todos eran sagrados. Pero ese equilibrio no era automático ni garantizado. Requería vigilancia, reciprocidad, cuidado. La falla ética no consistía en la presencia del mal, sino en el exceso, en la desmesura, en la ruptura del pacto que regulaba la danza entre opuestos. Cuando una fuerza se imponía sin su contraparte, cuando el ayni —la ley de la reciprocidad— se quebraba, el cosmos respondía con cataclismo. No porque el caos fuera malo, sino porque había dejado de ser parte de un diálogo. El ritual, entonces, no buscaba eliminar el caos, sino reintegrarlo. Restaurar el equilibrio no era negar la dualidad, sino volver a tejerla con justicia simbólica. En este sentido, la ética andina no era moralista, sino relacional: no juzgaba actos aislados, sino vínculos rotos. Y el mundo, como un espejo vivo, devolvía el reflejo de nuestras omisiones.

 

Grandes Trastornos Climáticos Precolombinos en los Andes

Época Aproximada

Evento Climático

Características Principales

Impacto Cultural y Ambiental

Culturas Afectadas

ca. 200–600 d.C.

Meganiño temprano

Lluvias torrenciales, inundaciones costeras, colapso de sistemas agrícolas

Destrucción de infraestructura hidráulica, abandono de centros urbanos

Moche (costa norte)

ca. 900–1100 d.C.

Sequía prolongada

Reducción drástica de lluvias, estrés hídrico en zonas altas y valles interandinos

Migraciones masivas, reconfiguración política, declive de centros ceremoniales

Wari, Tiawanaku

ca. 1300–1450 d.C

Meganiño tardío

Eventos extremos de El Niño, erosión de suelos, pérdida de cultivos

Crisis alimentaria, intensificación ritual, reorganización territorial

Chimú, Sicán, Chachapoyas

ca. 1525–1535 d.C

Oscilaciones climáticas

Cambios abruptos en temperatura y precipitación previos a la llegada europea

Inestabilidad agrícola, tensiones sociales, debilitamiento del sistema imperial inca

Inca

Notas contextuales:

·  Los meganiños son versiones intensificadas del fenómeno El Niño, con efectos devastadores en ecosistemas costeros y agrícolas.

·  Las sequías prolongadas afectaron especialmente los sistemas de riego y almacenamiento de agua en zonas altoandinas.

·  Estos eventos no solo causaron desastres naturales, sino que provocaron crisis simbólicas, reconfiguraciones políticas y transformaciones religiosas.

En la cosmovisión andina, la falla ética no se concebía como pecado ni como transgresión de una ley universal, sino como desmesura: un exceso que rompía el equilibrio dinámico entre fuerzas complementarias. El mundo era dualista, pero no en el sentido de una lucha entre el bien y el mal, sino como una danza entre opuestos que debían mantenerse en reciprocidad. La sequía no era simplemente falta de agua, sino señal de que el pacto con los dioses había sido descuidado; el diluvio no era solo exceso de lluvia, sino advertencia de que se había dado más de lo que se había recibido. En este universo relacional, la ética no se medía por normas abstractas, sino por la armonía entre humanos, naturaleza y divinidad.

Curiosamente, esta idea de desmesura como falla ética encuentra un eco en la filosofía de Aristóteles. Para el pensador griego, la virtud consiste en encontrar el justo medio entre dos extremos viciosos: ni demasiado ni demasiado poco. El valor, por ejemplo, se sitúa entre la temeridad y la cobardía; la generosidad, entre el derroche y la avaricia. La ética aristotélica es racional, individual, orientada al perfeccionamiento del carácter mediante el hábito y la deliberación. El equilibrio, en su caso, es interno, psicológico, y busca la eudaimonía: la realización plena del ser humano.

La semejanza entre ambas visiones radica en su rechazo a los extremos y en su valoración del equilibrio como fundamento de la vida buena. Pero sus diferencias son profundas. Mientras Aristóteles piensa en el individuo como agente moral autónomo, los pueblos andinos conciben la ética como una red de relaciones vivas que incluye a los cerros, los ríos, los ancestros y los dioses. El desequilibrio no afecta solo al alma, sino al cosmos entero. Y la restauración no se logra mediante reflexión racional, sino a través del ritual, la ofrenda, la peregrinación, el canto. Así, el justo medio aristotélico y el causalismo ritual andino comparten una intuición ética fundamental: el exceso destruye, el equilibrio preserva. Pero mientras uno busca la virtud en el corazón del individuo, el otro la encuentra en el tejido del mundo. Ambos, sin saberlo, dialogan desde sus orillas: uno con la razón, el otro con el rito. Y en ese diálogo silencioso, el ser humano se descubre como guardián del equilibrio, ya sea en su alma o en el universo que lo rodea.

En la cosmovisión andina, el universo se estructura en tres planos interconectados —Hanan Pacha, Kay Pacha y Uku Pacha— y se rige por principios como el yanantin (unidad de opuestos) y el masintin (armonía entre pares). Esta visión no es única en el mundo. En la tradición china, por ejemplo, el equilibrio cósmico se expresa a través del yin y el yang, dos fuerzas opuestas pero complementarias que dan forma a todo lo existente. El yin representa lo oscuro, lo receptivo, lo femenino; el yang, lo luminoso, lo activo, lo masculino. El desequilibrio entre ambos genera enfermedad, caos o desorden, y la armonía se restaura mediante prácticas como el feng shui, la medicina tradicional o la meditación.

En la India, el pensamiento védico y posteriormente el hinduismo conciben el cosmos como un ciclo eterno de creación, preservación y destrucción, regido por las deidades Brahma, Visnú y Shiva. El equilibrio cósmico no es estático, sino dinámico, y cada fase del ciclo tiene su función necesaria. El tiempo es cíclico, y el universo pasa por eras (yugas) que se suceden en un eterno retorno, muy similar a la visión andina del colapso como parte del devenir. La mitología celta, por su parte, también reconoce el equilibrio entre fuerzas naturales y espirituales. Deidades como Lugh, Nuada y Morrigan representan aspectos del orden, la guerra, la fertilidad y la muerte, y su interacción mantiene la armonía del mundo. Los druidas, como mediadores entre lo humano y lo divino, realizaban rituales para asegurar que las estaciones, los cultivos y los vínculos con los ancestros se mantuvieran en equilibrio. Incluso en la tradición egipcia, el concepto de Ma’at —la diosa del orden, la verdad y la justicia— simboliza el principio que sostiene el universo frente al caos (Isfet). Cada acción humana debía alinearse con Ma’at para evitar el desequilibrio cósmico, y los rituales funerarios buscaban asegurar que el alma del difunto no perturbara ese orden.

Así, aunque cada cultura expresa su visión del mundo con símbolos propios, muchas comparten la intuición profunda de que el cosmos es un tejido de fuerzas que deben mantenerse en equilibrio. El ritual, la ética, la cosmología y la espiritualidad se entrelazan para sostener ese orden, y cuando se rompe, el mundo responde con cataclismo, enfermedad o transformación. En este sentido, el pensamiento andino dialoga con otras tradiciones ancestrales en una sabiduría compartida: la armonía no es un estado, sino una práctica constante. En el corazón de las grandes culturas ancestrales, late una intuición común: el mundo no es una maquinaria indiferente ni un escenario vacío, sino un tejido vivo de significados, fuerzas y presencias. Esta visión, que podríamos llamar mitocrática, no se limita a contar historias sobre dioses o héroes; es una forma de comprender la realidad misma como una narración sagrada, donde cada elemento —una piedra, un río, una estrella— participa de un orden profundo que trasciende lo visible.

El mito, en este sentido, no es una fantasía ni una superstición, sino una estructura de sentido que organiza la experiencia humana en relación con el cosmos. En la tradición andina, por ejemplo, el universo se concibe como una totalidad tripartita —Hanan Pacha, Kay Pacha, Uku Pacha— donde los mundos superiores, intermedios e inferiores se entrelazan en una danza de reciprocidad. El equilibrio entre fuerzas opuestas, expresado en los principios de yanantin y masintin, no es solo una idea filosófica, sino una práctica cotidiana: sembrar, agradecer, celebrar, pedir permiso a la tierra. Esta misma lógica aparece, con sus propios símbolos, en otras culturas. En China, el yin y el yang representan la tensión dinámica entre lo receptivo y lo activo, lo oscuro y lo luminoso, lo femenino y lo masculino. El equilibrio no se alcanza por la eliminación de uno de los polos, sino por su integración armoniosa. En la India, el ciclo eterno de creación, preservación y destrucción —encarnado por Brahma, Visnú y Shiva— muestra que el cosmos no es estático, sino un flujo perpetuo donde cada fase tiene su lugar y su sentido. Incluso en Egipto, la diosa Ma’at encarna el principio del orden cósmico, la verdad y la justicia. Mantener la armonía del mundo implica vivir conforme a ese principio, y cada acción humana tiene consecuencias que afectan el equilibrio universal. En Mesoamérica, la dualidad entre Quetzalcóatl y Tezcatlipoca revela que la creación surge del conflicto, del contraste, de la tensión entre fuerzas complementarias.

Todas estas tradiciones, aunque separadas por geografías y lenguas, comparten una imagen del mundo donde el mito no es un adorno, sino el fundamento. El universo es sagrado, relacional, simbólico. El ser humano no está por encima de la naturaleza, sino dentro de ella, como parte de un entramado que exige respeto, ritual y conciencia. Frente a la visión moderna que fragmenta, instrumentaliza y domina, el trasfondo mitocrático ofrece otra forma de estar en el mundo: una forma que escucha, que honra, que busca el equilibrio no como imposición, sino como diálogo. Y quizás, en tiempos de crisis ecológica y espiritual, volver a mirar el mundo con ojos mitocráticos no sea un retroceso, sino una forma profunda de avanzar.

En las grandes narrativas míticas del mundo, el acto de creación rara vez implica la aparición de algo desde la nada absoluta. Más bien, lo que encontramos es una escena primordial de caos, de materia informe, de energía sin dirección, que es luego organizada, diferenciada, puesta en relación. El creador, en estas tradiciones, no es tanto un generador ex nihilo como un ordenador cósmico, un tejedor de estructuras, un armonizador de fuerzas. Esta diferencia es sutil pero profunda. En el monoteísmo judeocristiano, por ejemplo, Dios crea el mundo desde la nada, con una voluntad soberana que da existencia a lo que antes no era. Pero en muchas otras cosmovisiones —andina, mesoamericana, egipcia, hindú, china— el universo ya está ahí, en estado latente, caótico, potencial. El acto creador consiste en separar, nombrar, establecer vínculos, dar forma. El mundo no se inventa: se revela.

En la tradición andina, Viracocha no crea el mundo como un artesano que parte de cero, sino que emerge del lago Titicaca y organiza el paisaje, los pueblos, los ciclos del tiempo. El universo ya existe, pero necesita ser armonizado. En Mesoamérica, los dioses intentan varias veces moldear al ser humano: primero con barro, luego con madera, finalmente con maíz. No hay creación absoluta, sino transformación de lo dado. En Egipto, el dios Ra surge del océano primordial —el Nun— y establece el orden separando cielo y tierra, luz y oscuridad. El caos no desaparece, pero queda contenido por el principio de Ma’at.

Incluso en la India, el universo nace del sacrificio de Purusha, el ser cósmico. No se trata de una creación desde la nada, sino de una reorganización del cuerpo divino en forma de cosmos. Y en China, el Tao no crea el mundo como un dios externo, sino que lo genera desde su propia dinámica interna, como una flor que brota de su semilla. El yin y el yang no son creados, sino diferenciados, puestos en movimiento.

Esta visión tiene implicaciones profundas. Ontológicamente, el universo no es una obra arbitraria, sino una manifestación de un orden latente. El caos no es enemigo, es simplemente potencia sin forma. Éticamente, el ser humano no está llamado a obedecer a un creador absoluto, sino a colaborar con el orden cósmico, a mantener el equilibrio, a evitar que el caos vuelva a dominar. Ritualmente, los actos sagrados no recrean la creación desde cero, sino que reafirman el orden: separar, purificar, alinear, armonizar. Así, el mundo no es un producto terminado, sino un proceso continuo de organización. El mito no narra un comienzo absoluto, sino una forma de estar en el mundo: como guardianes del equilibrio, como intérpretes del orden, como parte de una danza que nunca empezó del todo y que nunca termina por completo.

Lo que las tradiciones míticas han sostenido durante milenios —que el mundo no nace de la nada, sino que se organiza desde un caos primordial— encuentra hoy un eco inesperado en los lenguajes de la filosofía contemporánea y la ciencia de sistemas. Aunque los términos han cambiado, la intuición permanece: el universo no es una obra terminada, ni una máquina diseñada por fuera, sino un proceso vivo, dinámico, que se estructura desde dentro.

En la ciencia de sistemas, por ejemplo, se habla de autoorganización: la capacidad de un conjunto de elementos para generar orden sin necesidad de un agente externo. Las células, los ecosistemas, las redes neuronales, incluso las sociedades humanas, muestran patrones de organización que emergen espontáneamente de la interacción entre sus partes. No hay un arquitecto que imponga la forma; la forma surge. Esta idea se asemeja profundamente a las cosmovisiones ancestrales, donde el creador no es un fabricante absoluto, sino un armonizador, un tejedor de relaciones que da sentido a lo que ya existe.

La filosofía contemporánea también ha girado hacia esta visión relacional. Heidegger, por ejemplo, dejó de pensar el ser como una sustancia fija y comenzó a explorarlo como un modo de estar en el mundo, como apertura, como vínculo. Deleuze, por su parte, entendía la realidad como un flujo de intensidades, como una multiplicidad que se organiza en agenciamientos, en configuraciones siempre cambiantes. Foucault mostró que el poder, el saber, la identidad no son esencias, sino efectos de redes, de discursos, de prácticas. Y Niklas Luhmann, desde la sociología, concibió la sociedad como un sistema autopoiético, capaz de reproducirse y organizarse sin necesidad de una voluntad central.

Todas estas perspectivas coinciden en algo fundamental: el orden no se impone desde fuera, se genera desde dentro. El mundo no es un objeto, es una relación. Y el ser humano no está por encima de ese proceso, sino dentro de él, como parte activa, como nodo sensible, como intérprete y cocreador. Esta convergencia entre mito y sistema no es solo una curiosidad intelectual. Tiene implicaciones profundas para cómo entendemos la vida, la ética, la política, la espiritualidad. Si el universo es un proceso de organización continua, entonces nuestra tarea no es dominarlo, sino participar en él con conciencia. Si el equilibrio es dinámico, entonces debemos aprender a escuchar, a ajustar, a cuidar. Si el sentido no está dado de una vez por todas, sino que emerge, entonces cada gesto, cada palabra, cada vínculo cuenta. Así, lo que parecía una distancia insalvable —entre el pensamiento mítico y la ciencia moderna— se revela como una resonancia profunda. Ambas visiones, desde sus propios lenguajes, nos invitan a mirar el mundo no como un producto, sino como una danza. No como algo que fue hecho, sino como algo que se hace, y en lo cual estamos siempre implicados.

Lo que une a muchas de las grandes tradiciones míticas, y también a ciertas corrientes del pensamiento contemporáneo, es una concepción del mundo profundamente inmanentista. El universo no necesita ser explicado por una causa exterior, por un dios que lo crea desde la nada o por una voluntad que lo trascienda. En lugar de eso, se entiende como un sistema que se organiza desde dentro, que se transforma por sus propias dinámicas, que contiene en sí mismo las fuerzas que lo hacen ser. En las cosmovisiones ancestrales, el mundo no es una creación ex nihilo, sino una manifestación de relaciones vivas. El caos primordial no es negado, sino reconocido como potencia que debe ser ordenada. El creador no es un ser separado del mundo, sino una figura que emerge del mismo tejido cósmico para darle forma. El orden no se impone desde fuera, sino que se cultiva desde dentro, mediante el ritual, la reciprocidad, la escucha. La divinidad no está en otro plano, sino en la montaña, en el río, en el fuego, en el cuerpo.

Este principio inmanentista también aparece en la filosofía contemporánea. Heidegger habla del ser como apertura, como desocultamiento, no como entidad trascendente. Deleuze piensa la realidad como flujo, como devenir, como multiplicidad sin centro. Foucault muestra que el poder no viene de arriba, sino que circula, se distribuye, se encarna en prácticas. Incluso en la ciencia de sistemas, el orden emerge de la interacción entre elementos, sin necesidad de un diseñador externo. Todo se explica desde la red, desde la relación, desde la dinámica interna. Lo que se extravía o se disuelve en estas visiones es el principio de trascendencia. No porque se lo niegue explícitamente, sino porque deja de ser necesario. El mundo no necesita un “más allá” para tener sentido. El sentido está aquí, en el entretejido de fuerzas, en el equilibrio inestable, en el devenir constante. La espiritualidad no apunta a escapar del mundo, sino a habitarlo con profundidad. La ética no se funda en mandatos divinos, sino en la armonía de las relaciones. El conocimiento no busca verdades absolutas, sino comprensiones situadas, sensibles, abiertas.

Este desplazamiento —de la trascendencia a la inmanencia— no puede ser entendido simplemente como una transformación cultural, sino como una pérdida radical del horizonte que ha sostenido durante siglos la dignidad humana, la esperanza escatológica y la comprensión del mundo como creación. En la visión cristiana, el mundo no se basta a sí mismo. Su sentido no se agota en sus dinámicas internas, ni en sus relaciones inmanentes. El mundo es creación, y como tal, está abierto a lo trascendente, a lo que lo supera, lo llama, lo redime. La Resurrección de Cristo no es solo un símbolo espiritual, sino un acontecimiento histórico que irrumpe en el tiempo y lo transforma desde fuera. Es la manifestación suprema de que hay un principio trascendente que no abandona el mundo, sino que entra en él, lo asume, lo salva. En ella, la muerte —el límite absoluto de la inmanencia— es vencida por una vida que no proviene del mundo, sino de Dios. Por eso, el cristianismo no puede aceptar una visión puramente inmanentista del mundo sin renunciar a su núcleo más profundo: la fe en un Dios que trasciende, que crea, que se revela, que salva. La modernidad, al extraviar este principio de trascendencia, ha perdido también el fundamento de la esperanza, de la verdad, y de la ética. Sin un horizonte que trascienda lo humano, todo se vuelve relativo, funcional, utilitario. La espiritualidad se reduce a bienestar, la moral a consenso, la verdad a construcción. Y en ese vacío, el ser humano se desorienta, se fragmenta, se desespera. Recuperar la trascendencia no es volver a un pasado, sino reconocer que el mundo necesita ser abierto al misterio, al don, al Otro. Es afirmar que lo sagrado no está solo en la tierra que pisamos, sino en el cielo que nos llama. Que el cuerpo que sentimos es templo del Espíritu. Que el vínculo que tejemos puede ser sacramento. Y que, en tiempos de crisis ecológica, espiritual y social, la fe en la Resurrección de Cristo no es una opción entre otras, sino la respuesta definitiva al extravío de sentido que nos aqueja.

La explicación del causalismo ritual precolombino —con su énfasis en la reciprocidad cósmica, el equilibrio entre fuerzas, y la sacralidad de la naturaleza— no debe entenderse como una invitación a retornar sin más a esa cosmovisión ancestral. No se trata de preconizar una vuelta al pasado, sino de avizorar una posibilidad de integración, una recuperación cristiano-andina que permita revalorar la riqueza de la inmanencia sin perder de vista la trascendencia que da sentido último a toda realidad.

El mundo andino precolombino concebía el universo como una red viva de relaciones, donde todo acto humano tenía resonancia cósmica. El ritual no era superstición, sino mediación simbólica con las fuerzas que sostenían la vida. Sin embargo, esta visión, al carecer de un principio trascendente personal, corría el riesgo de encerrarse en un ciclo cerrado de causalidad, donde el equilibrio debía ser constantemente restaurado por el rito, sin posibilidad de redención definitiva.

La fe cristiana, al irrumpir en este horizonte, no niega la sacralidad del mundo, sino que la eleva. Reconoce en la tierra, en el cuerpo, en el vínculo, signos de la presencia divina. Pero afirma que esa presencia no se agota en lo creado, sino que proviene de un Dios trascendente, que se revela, que ama, que salva. En Cristo, Dios entra en la historia, asume la carne, y transforma la inmanencia desde dentro, sin confundirse con ella.
Por eso, una auténtica recuperación cristiano-andina no puede reducirse a una simple fusión sin discernimiento, ni a una mezcla superficial de símbolos y prácticas. Lo que se requiere es una síntesis espiritual y cultural, capaz de integrar con sabiduría lo mejor de ambas tradiciones. Se trata de revalorar la inmanencia como espacio legítimo de encuentro con lo sagrado: reconocer que la tierra es creación, que el cuerpo es templo, que el rito puede ser expresión viva de la fe. Pero esta revalorización no debe eclipsar la trascendencia, que permanece como fundamento último del sentido: Dios como origen y destino, Cristo como mediador entre lo humano y lo divino, la resurrección como promesa de vida nueva.

En esta síntesis, la reciprocidad andina —tan profundamente arraigada en la lógica del dar y recibir— puede dialogar con la caridad cristiana, que va más allá del intercambio y se abre al amor gratuito, al servicio desinteresado, al perdón sin condiciones. Asimismo, la comprensión ancestral de la historia como ciclo puede ser iluminada por la visión cristiana de la redención, que rompe el eterno retorno y abre la posibilidad de una novedad radical: la gracia que libera, que transforma, que inaugura un tiempo nuevo. Esta visión no se limita a honrar la memoria ancestral: la transfigura. No se conforma con respetar la tierra: la consagra. No se detiene en buscar equilibrio: anhela comunión. Y en medio de una época marcada por la fragmentación cultural y espiritual, puede ofrecer una vía fecunda para reencantar el mundo sin idolatrarlo, y para vivir la fe cristiana sin desarraigarla del suelo que habitamos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

4

Sacrificios humanos:

restauración extrema del orden

 

 

 

Desde tiempos remotos, las culturas andinas desarrollaron una cosmovisión profundamente relacional, donde el universo no era un conjunto de objetos, sino una red viva de fuerzas, presencias y vínculos. En este mundo animado, cada acción humana tenía resonancia cósmica, y el equilibrio del universo dependía de la armonía entre los seres, los elementos y las deidades tutelares. El orden no era dado, sino constantemente negociado, restaurado, cultivado mediante el rito.

Los sacrificios humanos, practicados por culturas como los Moche y los Incas, deben ser comprendidos dentro de esta lógica ritual. No eran actos de crueldad gratuita ni expresiones de sadismo, sino respuestas extremas a desequilibrios percibidos como amenazas existenciales. Cuando la tierra se secaba, cuando los cielos se oscurecían, cuando el poder político se tambaleaba, se creía que el universo exigía una ofrenda proporcional: una vida humana.

En la Huaca de la Luna, los Moche realizaban enfrentamientos rituales entre guerreros, cuyos vencidos eran sacrificados en ceremonias solemnes. Estas prácticas, lejos de ser meros espectáculos, respondían a fenómenos climáticos extremos, como El Niño, que devastaban cosechas y desestabilizaban el orden social. El sacrificio era una forma de apaciguar las fuerzas desatadas, de restablecer el equilibrio perdido. El Imperio Inca llevó esta lógica a su máxima expresión con el ritual de la Capacocha. Niños y niñas considerados puros eran seleccionados, preparados durante meses, y finalmente enterrados vivos en altares de montaña. Estas ofrendas se realizaban para honrar la muerte de un gobernante, evitar catástrofes naturales o asegurar la fertilidad de la tierra. La montaña, como axis mundi, era el lugar de encuentro entre lo humano y lo divino.

La Capacocha no era un acto aislado, sino parte de una ética cósmica que concebía la reciprocidad como ley fundamental. Dar para recibir, ofrecer para equilibrar, sacrificar para restaurar. En este marco, el sacrificio humano era la forma más extrema de reciprocidad: una entrega total, irreversible, que buscaba reordenar el universo. El cuerpo ofrecido era símbolo de comunión, de reconciliación, de pacto.

Sin embargo, esta lógica, por más coherente que fuera dentro de su sistema simbólico, revela una dimensión trágica: la vida humana se convierte en moneda de intercambio. El cosmos exige sangre, y el ser humano se convierte en instrumento de equilibrio. La ética del don se transforma en ética del precio, donde la paz se compra con muerte, y la armonía se alcanza mediante el sufrimiento de los inocentes.

La llegada del cristianismo al mundo andino introduce una ruptura radical con esta visión. No porque niegue la sacralidad del mundo, sino porque propone una nueva lógica: la del amor gratuito. En Cristo, Dios no exige sacrificios humanos, sino que se ofrece a sí mismo como sacrificio. La cruz no es una transacción, sino una entrega absoluta, sin cálculo, sin reciprocidad. Es gracia, no deuda. El cristianismo afirma que el orden cósmico no se restaura mediante la muerte de los inocentes, sino mediante la redención del culpable. La sangre que salva no es la del niño enterrado en la montaña, sino la del Hijo de Dios crucificado en el Gólgota. Esta inversión ética transforma la relación entre lo humano y lo divino: ya no se trata de apaciguar a los dioses, sino de acoger el don de la salvación.

Esta visión fue incomprensible para muchos en su momento. ¿Cómo podía un Dios morir por los hombres? ¿Cómo podía el amor ser más fuerte que la reciprocidad? ¿Cómo podía la gracia superar la justicia cósmica? Pero precisamente en esa paradoja reside la fuerza del cristianismo: en su capacidad de romper el ciclo del sacrificio, de liberar al ser humano de la lógica del precio, de inaugurar una nueva relación con lo sagrado. La evangelización andina, en sus mejores momentos, no fue una imposición cultural, sino una transfiguración espiritual. Los misioneros que comprendieron la profundidad de la cosmovisión indígena supieron dialogar con ella, reconocer su belleza, pero también señalar sus límites. El sacrificio humano, por más solemne que fuera, no podía ser aceptado. No por desprecio, sino por fidelidad al Dios que se hizo hombre para salvar al hombre.

La abolición del sacrificio humano no fue simplemente una decisión política o legal, sino una consecuencia teológica. Si Cristo ha muerto por todos, nadie más debe morir para apaciguar el cielo. Si Dios ha asumido la carne, toda carne es sagrada. Si la gracia es gratuita, todo intento de comprar la paz cósmica es vano. Esta revolución espiritual cambió para siempre la relación entre el ser humano y el universo. Pero esta transformación no fue fácil ni inmediata. Muchos resistieron, otros sincretizaron, algunos reinterpretaron. La Capacocha desapareció, pero su lógica persistió en formas más sutiles: en el miedo al castigo, en la necesidad de ofrecer, en la idea de que el sufrimiento redime. El cristianismo andino tuvo que aprender a purificar estas intuiciones, a iluminar la reciprocidad con la caridad, a transformar el rito en sacramento.

Hoy, mirar hacia atrás y comprender el sentido del sacrificio humano en las culturas precolombinas no implica justificarlo, sino entenderlo en su contexto. Es reconocer que el ser humano ha buscado siempre el orden, la armonía, la paz. Pero también es afirmar que hay caminos más altos, más humanos, más divinos. Que el amor gratuito supera la lógica del intercambio. Que la vida no debe ser ofrecida, sino acogida. La ética climática andina, con su sensibilidad hacia el equilibrio natural, tiene mucho que enseñar al mundo moderno. Su respeto por la tierra, su conciencia de la interdependencia, su visión ritual del tiempo son tesoros culturales que deben ser preservados. Pero su lógica sacrificial debe ser superada, no por desprecio, sino por redención. La cruz cristiana no niega la montaña andina: la consagra.

En tiempos de crisis ecológica, espiritual y social, esta síntesis cristiano-andina puede ofrecer una vía fecunda. Una espiritualidad que respete la tierra sin idolatrarla, que celebre el rito sin exigir sangre, que busque el equilibrio sin sacrificar al inocente. Una fe que reconozca la belleza del mundo, pero que afirme que su sentido último viene de Dios, no de la reciprocidad cósmica. La Capacocha, en su solemnidad, revela el drama humano: el deseo de paz que termina en muerte. La cruz, en su humildad, revela la respuesta divina: la muerte que termina en vida. Entre ambas, hay un abismo ético, espiritual, teológico. Pero también hay un puente: el deseo de comunión, de reconciliación, de sentido. Ese puente puede ser recorrido, si se camina con discernimiento, con respeto, con fe.

La historia no debe ser juzgada con superioridad moral, sino comprendida con profundidad espiritual. Los sacrificios humanos fueron expresión de una búsqueda legítima, aunque trágica. El cristianismo no los condena desde fuera, sino que los redime desde dentro. Ofrece una alternativa, no una imposición. Propone una lógica nueva, no una negación total. Invita a vivir el rito como celebración, no como transacción. La sangre derramada en los altares de montaña clama por sentido. El cristianismo responde con la sangre derramada en la cruz. No como exigencia, sino como don. No como precio, sino como gracia. No como reciprocidad, sino como amor. Esta respuesta transforma la espiritualidad, la ética, la cultura. Y abre un camino hacia una humanidad reconciliada con Dios, con la tierra, consigo misma.

No obstante, no todos los sacrificios humanos respondían a una lógica de restauración cósmica legítima. En los márgenes del ritual oficial, en los intersticios del poder político y religioso, comenzaron a emerger prácticas desviadas, donde el derramamiento de sangre no era una ofrenda para el equilibrio, sino una herramienta para la dominación. La muerte ritual, en estos casos, dejaba de ser comunión y se convertía en instrumento de manipulación.

La brujería, la hechicería y los pactos con fuerzas oscuras encontraron en el sacrificio humano un canal privilegiado para sus fines subalternos. Allí donde el rito se pervertía, la sangre se volvía medio para obtener poder, riqueza, inmortalidad o control sobre otros. El acto que debía unir al ser humano con lo divino se transformaba en una transacción con lo demoníaco, en una alianza con lo oculto, en una inversión del orden sagrado. Estas prácticas, aunque marginales, no fueron inexistentes. En muchas culturas, tanto andinas como mesoamericanas, existen testimonios de rituales secretos, nocturnos, realizados por chamanes o sacerdotes desviados, que buscaban canalizar fuerzas oscuras mediante el sacrificio humano. No se trataba ya de apaciguar a los dioses, sino de someterlos, de invocar entidades que prometían favores a cambio de sangre. El rito se volvía conjuro, el altar se volvía trampa. La lógica de la reciprocidad, llevada al extremo, podía degenerar en una ética de la manipulación. Si todo puede ser dado para recibir, entonces también puede ser ofrecido para dominar. El sacrificio humano, en este contexto, se convierte en moneda de poder, en instrumento de ambición, en pacto con lo invisible. La espiritualidad se corrompe, el rito se pervierte, el cosmos se oscurece.

El cristianismo, al irrumpir en este horizonte, no solo pone fin al sacrificio humano como práctica ritual legítima, sino que desenmascara su uso como medio de corrupción espiritual. La cruz no es solo redención, sino también juicio. Cristo no solo salva, sino que revela. En su entrega gratuita, denuncia toda forma de manipulación del sagrado, toda instrumentalización del rito, toda alianza con las tinieblas. La fe cristiana afirma que el poder verdadero no se obtiene mediante sangre ajena, sino mediante el servicio. Que la riqueza no es fruto de pactos ocultos, sino de la providencia divina. Que la inmortalidad no se alcanza por medios mágicos, sino por la gracia de la resurrección. En este sentido, el cristianismo no solo supera la lógica sacrificial, sino que purifica la espiritualidad de sus desviaciones más peligrosas.

La brujería y la hechicería, en tanto que intentos de someter lo divino a la voluntad humana, representan una inversión radical del orden cristiano. En lugar de acoger el don, buscan controlarlo. En lugar de servir, buscan dominar. En lugar de amar, buscan poseer. El sacrificio humano, cuando se convierte en medio para estos fines, deja de ser rito y se convierte en crimen espiritual. Por eso, la evangelización no fue solo una tarea de inculturación, sino también de liberación espiritual. No se trataba solo de traducir el Evangelio en lenguas indígenas, sino de liberar a los pueblos de prácticas que los esclavizaban espiritualmente. El anuncio del amor gratuito de Dios fue también una denuncia de los pactos oscuros, una ruptura con las alianzas demoníacas, una luz en medio de las sombras. Esta dimensión polémica no debe ser ignorada por quienes estudian la espiritualidad precolombina. Si bien es necesario reconocer la profundidad de sus cosmovisiones, también es urgente discernir sus límites, sus desviaciones, sus riesgos. El respeto por la cultura no implica la aceptación acrítica de todas sus prácticas. La verdadera inculturación exige discernimiento, coraje, y fidelidad al Evangelio.

En el Perú, las huacas no son simples ruinas. Son espacios donde el tiempo parece haberse detenido, donde la piedra guarda memoria, y donde el silencio habla. Para las culturas precolombinas, eran lugares de encuentro con lo divino, centros de ofrenda, sacrificio y comunión con las fuerzas de la naturaleza. Hoy, muchos de estos sitios siguen siendo visitados no solo por arqueólogos, sino por personas que buscan algo más: respuestas, poder, protección… o contacto con lo invisible.

Los testimonios sobre fenómenos paranormales en huacas son numerosos y consistentes. En la Huaca Pucllana, en el corazón de Miraflores, trabajadores y vigilantes han reportado apariciones de figuras humanas vestidas con atuendos antiguos, caminando entre los adobes al caer la noche. No se trata de leyendas urbanas, sino de experiencias vividas por quienes han pasado años en contacto directo con el lugar. Algunos afirman haber sentido presencias que los observan, haber escuchado cánticos en lenguas que no comprenden, o haber visto luces que se desvanecen sin explicación. En el norte del país, en las huacas de Lambayeque y Trujillo, los relatos adquieren un tono más inquietante. Se habla de entierros protegidos por guardianes espirituales, de maldiciones que caen sobre quienes profanan los espacios sagrados, y de rituales que aún se practican en secreto. Algunos buscadores de tesoros han enfermado tras intentar excavar en zonas prohibidas, otros han perdido la razón. Los lugareños advierten: “No todo lo enterrado está muerto. Hay cosas que siguen esperando”.

En las alturas de Apurímac y Cusco, existen huacas que no figuran en los registros oficiales. Son conocidas solo por las comunidades locales, que las consideran vivas. Allí, según testimonios recogidos por antropólogos, se realizan rituales que mezclan elementos ancestrales con prácticas contemporáneas de brujería. Se habla de sacrificios animales, invocaciones a apus oscuros, y pactos que buscan obtener poder o protección. Algunos testigos han visto figuras encapuchadas, han escuchado voces que no provienen de ningún ser humano, y han sentido una energía que los paraliza. No es teatro ni superstición: es una espiritualidad desviada, que ha perdido su centro. El problema no es la sacralidad del espacio, sino su instrumentalización. Lo que fue concebido como lugar de comunión con lo divino, se convierte en escenario de manipulación espiritual. El sacrificio, que en su origen buscaba armonía con el cosmos, se transforma en moneda de cambio para obtener poder. La sangre ya no es símbolo de vida, sino herramienta de dominio. El rito se pervierte, la espiritualidad se corrompe, el alma se extravía.

Desde una perspectiva cristiana, esta distorsión es profundamente preocupante. El cristianismo no niega la existencia de lo espiritual, ni la sacralidad del mundo. Pero afirma que el verdadero encuentro con lo divino no se da mediante pactos oscuros ni sacrificios humanos, sino a través del amor gratuito de Dios. En Cristo, el sacrificio ya no es exigido al hombre, sino ofrecido por Dios mismo. La cruz no es una transacción, sino una entrega total. Esta lógica transforma radicalmente la relación con lo sagrado: ya no se trata de dominarlo, sino de acogerlo con humildad. La fe cristiana denuncia toda forma de manipulación espiritual, todo intento de obtener poder mediante lo oculto. Afirma que el verdadero poder está en el servicio, que la verdadera riqueza es la gracia, y que la verdadera inmortalidad es la resurrección. En este sentido, no solo supera la lógica sacrificial ancestral, sino que purifica la espiritualidad de sus desviaciones más peligrosas.

Las huacas embrujadas, los rituales clandestinos, los pactos con entidades oscuras, son señales de una lucha espiritual que sigue vigente. No basta con ignorarla o romantizarla: hay que discernirla. ¿Qué buscan estas prácticas? ¿Qué heridas del alma expresan? ¿Qué vacío intentan llenar? El cristianismo no responde con miedo, sino con luz. No con superstición, sino con verdad. No con poder, sino con amor. Porque si alguna vez el sacrificio humano fue la puerta hacia lo oscuro, hoy la cruz de Cristo es la puerta hacia la luz. Y en ese tránsito, el alma no encuentra poder, sino redención.

Varios arqueólogos peruanos han compartido experiencias que escapan al método científico. En la Huaca El Paraíso, ubicada en el valle del Chillón, un equipo liderado por la Dra. M. Salazar reportó haber sentido una presencia constante durante las excavaciones. “No era sugestión —afirma—. Había momentos en que el aire se volvía denso, como si algo nos observara. Las brújulas se desorientaban, y algunos miembros del equipo tuvieron sueños recurrentes con figuras encapuchadas y rituales antiguos.” En Lambayeque, durante los trabajos en la Huaca Chotuna, el arqueólogo J. Rivas relató un episodio inquietante: “Encontramos una tumba intacta, con ofrendas de cerámica y restos humanos. Al abrirla, uno de los obreros comenzó a convulsionar. No tenía antecedentes médicos. Al día siguiente, otro miembro del equipo se negó a volver, diciendo que había visto a una mujer vestida de blanco caminando entre los muros, sin dejar huella.” El equipo decidió cerrar temporalmente el sitio y realizar una ceremonia de limpieza espiritual con la comunidad local. En la Huaca Rajada, donde se halló la tumba del Señor de Sipán, algunos arqueólogos han confesado que el ambiente se tornaba extraño al caer la noche. “Había zonas donde los instrumentos dejaban de funcionar, y donde el silencio era absoluto, como si el lugar respirara. No lo decíamos públicamente, pero todos lo sentíamos.” Uno de ellos, el conservador L. Huamán, asegura que, durante la restauración de una máscara funeraria, escuchó claramente una voz que decía su nombre. Estaba solo en el laboratorio.

Estos relatos no son intentos de sensacionalismo. Son testimonios de profesionales formados en el rigor académico, que reconocen que hay dimensiones del trabajo arqueológico que no pueden explicarse solo con datos. Las huacas, para muchos, siguen siendo espacios vivos. No en el sentido metafórico, sino espiritual. Lugares donde el pasado no está enterrado, sino activo. Donde las energías, los pactos, las ofrendas y las memorias siguen operando. En algunas excavaciones, los arqueólogos han optado por realizar rituales de permiso antes de intervenir el terreno. No por superstición, sino por respeto. En comunidades andinas, es común que se ofrezca coca, chicha o flores a la tierra antes de excavar. Algunos investigadores han notado que, cuando se omite este gesto, los trabajos se complican: accidentes, enfermedades, fallas técnicas. ¿Coincidencia? Tal vez. Pero el patrón se repite.

Desde una perspectiva cristiana, estos fenómenos invitan a un discernimiento profundo. El cristianismo no niega la existencia de lo espiritual, ni la sacralidad del mundo. Pero advierte contra la manipulación de lo invisible, contra los pactos con fuerzas que no buscan el bien, y contra la instrumentalización del rito para obtener poder. Lo que en su origen fue lugar de comunión con lo divino, puede convertirse —cuando se desvía— en escenario de manipulación espiritual. El sacrificio, que buscaba armonía cósmica, se transforma en moneda de cambio. La sangre deja de ser símbolo de vida, y se convierte en herramienta de dominio. El rito se pervierte, la espiritualidad se corrompe, el alma se extravía. En contraste, el cristianismo propone una lógica radicalmente distinta. En Cristo, el sacrificio ya no es exigido al hombre, sino ofrecido por Dios. La cruz no es una transacción, sino una entrega total. El amor no se negocia, se recibe. Esta visión transforma la relación con lo sagrado: ya no se trata de dominarlo, sino de acogerlo con humildad. El cristianismo no responde con miedo, sino con luz. No con superstición, sino con verdad. No con poder, sino con amor. Porque si alguna vez el sacrificio humano fue la puerta hacia lo oscuro, hoy la cruz de Cristo es la puerta hacia la luz. Y en ese tránsito, el alma no encuentra poder, sino redención.

No todos los objetos arqueológicos están en reposo. Algunos parecen conservar una carga espiritual que trasciende el tiempo y el espacio. En museos como el Larco, que alberga una de las colecciones más vastas del mundo precolombino, hay piezas que inquietan incluso a los conservadores más escépticos. No se trata de leyendas urbanas, sino de testimonios discretos, compartidos por trabajadores, investigadores y visitantes que han sentido que ciertos huacos —especialmente los vinculados a prácticas rituales o funerarias— no están del todo “muertos”.

En el Museo Larco, ubicado en Pueblo Libre, Lima, se conservan más de 45,000 piezas arqueológicas, muchas de ellas provenientes de culturas como la Moche, Chimú y Cupisnique. Entre ellas, destacan los huacos eróticos, los vasos ceremoniales, y las urnas funerarias. Algunos conservadores han reportado que ciertas piezas parecen “alterar” el ambiente: vitrinas que se empañan sin razón, sensores de movimiento que se activan en salas vacías, y una sensación de incomodidad al acercarse a ciertos objetos. Una restauradora del museo, que pidió anonimato, relató que al trabajar con una urna funeraria Moche, comenzó a tener sueños recurrentes con figuras encapuchadas y rituales nocturnos. “No era miedo —dijo—, era como si algo quisiera comunicarse. Como si el objeto no quisiera ser tocado.” Otro trabajador mencionó que, al mover una pieza ceremonial, escuchó un susurro que no pudo atribuir a nadie presente. “Fue claro, como una advertencia.”

Estos relatos, aunque difíciles de verificar científicamente, se repiten en distintos museos del país. Algunos arqueólogos sostienen que ciertos huacos fueron consagrados mediante rituales de hechicería, no para representar lo divino, sino para canalizar fuerzas oscuras. En estos casos, el objeto no es solo representación, sino receptáculo. Y al ser descontextualizado —extraído de su entorno ritual y colocado en una vitrina— puede manifestar una especie de “resistencia espiritual”. La arqueología oficial rara vez aborda estos temas. Pero en privado, muchos investigadores reconocen que hay piezas que “no deberían ser tocadas sin permiso”. En excavaciones, se han realizado rituales de limpieza antes de manipular ciertos objetos. Y en museos, algunos trabajadores colocan hojas de coca o flores cerca de vitrinas específicas, como gesto de respeto.

Desde una perspectiva cristiana, estos fenómenos invitan a una reflexión profunda. El cristianismo reconoce que el mundo material puede ser portador de lo espiritual. Pero advierte que no todo espíritu es benigno. Los objetos consagrados a prácticas oscuras no son simples artefactos: pueden ser canales de influencia espiritual negativa. Por eso, la fe cristiana propone no solo el estudio, sino el discernimiento. La cruz de Cristo, en este contexto, no es solo símbolo de redención, sino de purificación. Frente a objetos que fueron usados para manipular lo invisible, el cristianismo ofrece una lógica distinta: no se trata de dominar lo espiritual, sino de abrirse a la gracia. La redención no se obtiene por pactos, sino por entrega. Y la memoria del pasado no debe convertirse en prisión, sino en camino hacia la luz.

Los huacos que penan, los objetos que inquietan, los museos que guardan más que historia, son señales de que el pasado sigue hablando. No para asustar, sino para advertir. No para dominar, sino para ser comprendido. El cristianismo no niega estos fenómenos, pero los sitúa en una narrativa mayor: la lucha entre la luz y las tinieblas, entre la manipulación y la redención, entre el poder y el amor. Porque incluso en una vitrina, un objeto puede ser más que barro. Puede ser memoria, puede ser herida, puede ser llamado. Y ante ese llamado, la respuesta no es el miedo, sino la fe.

Los estudios sobre el sacrificio humano en las culturas antiguas han sido abordados con profundidad por autores como Alfonso Caso, Guilhem Olivier, Eduardo Matos Moctezuma y Leonardo López Luján. Cada uno ha contribuido a iluminar aspectos esenciales de esta práctica ritual, revelando su complejidad simbólica, religiosa y política. Sin embargo, en sus obras persiste una omisión significativa: el análisis de los sacrificios desviados, aquellos que no respondían a una lógica religiosa legítima, sino a prácticas ocultistas o espiritualmente corrompidas.

James George Frazer En su monumental obra The Golden Bough (La rama dorada, 1890–1915), Frazer analiza el sacrificio humano como parte de los ciclos míticos de muerte y renacimiento. Su enfoque comparativo abarca desde los rituales druídicos hasta los sacrificios en Roma y Cartago. Aunque su obra es pionera, tiende a generalizar y no distingue entre sacrificios legítimos y desviados, ni entre prácticas religiosas y hechicería. Michel Graulich En Le sacrifice humain chez les Aztèques (2005), Graulich ofrece una lectura profunda del sacrificio como acto teológico y político en el mundo mexica. Su análisis del Templo Mayor y del Huey Tzompantli es riguroso y simbólicamente rico. Sin embargo, su enfoque se limita a los rituales estatales, sin explorar los sacrificios clandestinos o hechiceriles que pudieron coexistir en los márgenes de la religión oficial. Yolotl González Torres En El sacrificio humano entre los mexicas (1985), González Torres reconstruye el sentido cosmológico del sacrificio en la cultura mexica, destacando su función de renovación y equilibrio. Su obra es esencial para entender la lógica interna del rito, pero no aborda los casos en que el sacrificio se desvía hacia fines de manipulación espiritual o pactos con fuerzas oscuras.

Alfonso Caso En El pueblo del sol (1953), Caso ofrece una interpretación profunda del mundo espiritual azteca, donde el sacrificio humano aparece como parte de una cosmología que exige sangre para sostener el universo. También destacan sus obras Urnas de Oaxaca (1952), La cerámica de Monte Albán (1967) y El tesoro de Monte Albán (1969), centradas en la cultura zapoteca y mixteca. Aunque su enfoque es arqueológico y simbólico, no aborda los casos en que el sacrificio se desvía hacia fines de hechicería o manipulación espiritual. Guilhem Olivier En El sacrificio humano en la tradición religiosa mesoamericana (2010, junto a López Luján), y Cacería, sacrificio y poder en Mesoamérica (2015), Olivier analiza el sacrificio como expresión de poder, cosmología y destino. Su obra Tezcatlipoca. Burlas y metamorfosis de un dios azteca (2004) profundiza en la ambigüedad de lo divino. Aunque reconoce la dimensión transgresora de ciertos rituales, no distingue claramente entre sacrificio legítimo y prácticas desviadas que podrían vincularse con hechicería o pactos oscuros. Eduardo Matos Moctezuma En Vida y muerte en el Templo Mayor (1998) y Muerte a filo de obsidiana (2004), Matos Moctezuma reconstruye el papel del sacrificio en la religión mexica, con base en hallazgos arqueológicos como el Huey Tzompantli. Su enfoque es riguroso y empático con la cosmovisión indígena, pero no contempla los rituales clandestinos o desviados que podrían haber existido fuera del aparato estatal-religioso. Leonardo López Luján Coautor de El sacrificio humano en la tradición religiosa mesoamericana (2010), López Luján ha dirigido excavaciones en el Templo Mayor que revelan prácticas sacrificiales complejas. Su trabajo es esencial para entender el contexto oficial del sacrificio, pero no aborda los casos marginales, ocultos o espiritualmente desviados que podrían haber coexistido con los rituales públicos.

Estos autores han contribuido enormemente a la comprensión del sacrificio humano como fenómeno religioso y político. Sin embargo, sus estudios tienden a centrarse en los rituales institucionalizados, dejando de lado los sacrificios realizados en contextos clandestinos, mágicos o hechiceriles. En los Andes, por ejemplo, existen testimonios de rituales que recurren al sacrificio no para restablecer el orden cósmico, sino para obtener poder, riqueza o protección sobrenatural. Estos actos no responden a una cosmovisión religiosa tradicional, sino a una espiritualidad corrompida. Desde una perspectiva cristiana, esta distinción es crucial.

El cristianismo no niega la dimensión sacrificial de lo religioso, pero la transforma radicalmente. En Cristo, el sacrificio ya no es exigido al hombre, sino ofrecido por Dios. La cruz no es una transacción, sino una entrega gratuita. Esta lógica rompe con toda forma de manipulación espiritual y permite discernir entre el rito que busca comunión y el que busca dominio. Por eso, sería valioso que los estudiosos del sacrificio humano incluyeran en sus investigaciones una reflexión sobre los sacrificios desviados. No para condenar sin matices, sino para comprender cómo la espiritualidad puede corromperse, cómo el rito puede perder su centro, y cómo el deseo de poder puede transformar lo sagrado en instrumento de violencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Henoteísmo solar y ritual estatal

 

 

 

 

Durante el Horizonte Tardío, el Estado Inca llevó a cabo una reorganización profunda de la religión andina, articulando un sistema henoteísta centrado en el culto solar. Inti, el dios Sol, se convirtió en el eje espiritual del imperio, y el Inca, como su hijo legítimo, asumió el rol de mediador cósmico entre el mundo humano y el orden celestial. Esta transformación no fue meramente teológica, sino también política: el culto a Inti consolidaba la autoridad del soberano y unificaba simbólicamente a los pueblos conquistados.

El henoteísmo incaico no implicaba la negación de otras divinidades, sino su subordinación. Las huacas locales, los apus regionales y las deidades ancestrales seguían siendo veneradas, pero bajo la supremacía del Sol. Inti no era el único dios, pero sí el principal, el que organizaba el panteón y marcaba el ritmo de los rituales estatales. Esta estructura permitía integrar la diversidad religiosa del Tawantinsuyo sin imponer una ortodoxia excluyente.

Tom Zuidema, en su obra El calendario inca: tiempo y espacio en la organización ritual del Cuzco (2010), demuestra cómo el calendario ritual estaba diseñado para sincronizar los ciclos solares con las actividades agrícolas y ceremoniales. El sistema de ceques —líneas radiales que partían del Coricancha hacia las huacas del Cuzco— funcionaba como un gigantesco quipu espacial, donde cada punto marcaba una fecha, una ofrenda, una acción espiritual. El tiempo era tejido, no contado. Zuidema muestra que los rituales estatales no eran supersticiones, sino una forma de ciencia espiritual. La observación astronómica, la medición de los solsticios, la organización de las peregrinaciones y el registro en quipus revelan una racionalidad simbólica que articulaba cosmos, sociedad y poder. El Inca no solo gobernaba políticamente, sino que presidía el equilibrio del universo. Su rol era sacerdotal, cósmico, casi divino.

Este sistema henoteísta solar no surgió de la nada. Para discernir su origen, es necesario mirar hacia atrás, hacia las culturas que precedieron al Imperio Inca: Wari y Tiawanaco. Ambas civilizaciones, que florecieron durante el Horizonte Medio (aproximadamente entre 600 y 1000 d.C.), desarrollaron formas complejas de religiosidad estatal, con centros ceremoniales monumentales, iconografía teológica y redes de peregrinación. Pero ¿puede hablarse de henoteísmo en ellas? En el caso de Tiawanaco, la figura central es el llamado “Dios de los báculos”, representado en la Puerta del Sol. Esta deidad, con atributos solares y agrícolas, aparece como una figura dominante en la iconografía, rodeada de seres subordinados. Algunos investigadores, como Janusek y Kolata, han sugerido que esta imagen podría corresponder a una divinidad principal, quizás solar, que organizaba el panteón. Sin embargo, no hay evidencia clara de una estructura henoteísta formal como la incaica. Wari, por su parte, desarrolló un sistema de administración religiosa que incluía centros ceremoniales como Pachacamac y Conchopata. En sus cerámicas aparece una figura similar al dios de Tiawanaco, lo que sugiere una continuidad iconográfica. Pero el culto wari parece haber sido más pluralista, con múltiples divinidades locales integradas en una red ritual. No hay indicios de una jerarquía teológica tan marcada como la que establecieron los Incas con Inti.

Por tanto, aunque Wari y Tiawanaco desarrollaron religiones estatales complejas, no puede afirmarse que fueran henoteístas en sentido estricto. Lo que sí puede decirse es que sentaron las bases para una centralización religiosa posterior. El culto solar, la monumentalidad ritual, la iconografía teológica y la administración del tiempo sagrado fueron elementos que los Incas heredaron, reorganizaron y elevaron a un nuevo nivel de integración imperial.

El henoteísmo solar incaico fue, entonces, una síntesis creativa. No negó el pasado, pero lo reconfiguró. Inti se convirtió en el centro del universo, y el Inca en su representante en la tierra. Esta estructura permitía articular el poder político con el orden cósmico, legitimando la expansión territorial como restauración del equilibrio universal. Conquistar era también ordenar, y ordenar era también ritualizar. Los rituales estatales eran cuidadosamente programados. Las peregrinaciones a huacas específicas, las ofrendas en fechas astronómicas, los sacrificios animales y humanos, todo respondía a una lógica de reciprocidad cósmica. El universo debía ser alimentado, equilibrado, honrado. El Inca, como hijo del Sol, era el garante de ese orden. Su cuerpo, su palabra, su presencia eran sacramentales.

Los quipus, lejos de ser simples instrumentos contables, registraban acciones espirituales. Zuidema muestra que ciertos quipus contenían información ritual: fechas de ofrendas, nombres de huacas, secuencias ceremoniales. Eran textos sagrados, tejidos de memoria, calendarios vivientes. El saber del quipucamayoc no era técnico, sino sacerdotal. Leer un quipu era interpretar el ritmo del cosmos. Este sistema ritual no era estático. Se adaptaba a las contingencias climáticas, políticas y sociales. Cuando había sequía, se intensificaban las ofrendas. Cuando moría un gobernante, se reorganizaban los calendarios. El ritual era respuesta, no repetición. Era una forma de diálogo con el universo, una negociación simbólica, una diplomacia cósmica. La centralidad de Inti no excluía la veneración de otras fuerzas. Los apus, las huacas, los espíritus de los muertos seguían siendo parte del paisaje espiritual. Pero todos debían alinearse con el Sol. El henoteísmo incaico era jerárquico, no monoteísta. Reconocía la pluralidad, pero la subordinaba. El Sol era el principio ordenador, la fuente de legitimidad, el centro de gravedad teológica.

Esta estructura religiosa tenía implicaciones políticas profundas. Al presentarse como hijo del Sol, el Inca no solo gobernaba por derecho dinástico, sino por mandato cósmico. Su autoridad era sagrada. Desobedecerlo era alterar el equilibrio del universo. La religión no era solo creencia, sino fundamento del poder. El ritual no era solo devoción, sino administración del orden. La arquitectura ceremonial reflejaba esta cosmología. El Coricancha, el templo del Sol en Cuzco, era el centro del sistema de ceques, el ombligo del mundo. Desde allí partían las líneas hacia las huacas, marcando el espacio ritual. Cada panaca tenía asignada una huaca, y debía realizar ofrendas en fechas específicas. El espacio era sagrado, el tiempo era ritual, la sociedad era cósmica. La peregrinación era una forma de participación en el orden universal. Caminar hacia una huaca, ofrecer coca, cantar himnos, era más que devoción: era acción cósmica. El cuerpo se volvía instrumento del equilibrio. El paisaje se ritualizaba. La geografía se convertía en teología. Cada montaña, cada río, cada piedra tenía un lugar en el sistema espiritual.

El henoteísmo solar permitió a los Incas integrar una diversidad religiosa sin imponer una uniformidad dogmática. Fue una estrategia de síntesis, no de supresión. Las divinidades locales fueron incorporadas como huacas subordinadas. El Sol no destruyó el panteón, lo reorganizó. Esta flexibilidad permitió una expansión imperial sin ruptura cultural. Sin embargo, esta centralización también implicó tensiones. Algunas comunidades resistieron la supremacía de Inti. Otras mantuvieron cultos clandestinos. El henoteísmo solar fue eficaz, pero no absoluto. La pluralidad espiritual persistió en los márgenes, en los silencios, en los rituales no oficiales. La religión estatal no agotó la religiosidad popular.

Desde una perspectiva cristiana, el henoteísmo solar incaico representa una forma elevada de religiosidad natural. Reconoce el orden cósmico, la necesidad del equilibrio, la sacralidad del tiempo y del espacio. Pero carece de una revelación trascendente. El Sol es principio, pero no persona. El Inca es mediador, pero no redentor. El ritual es respuesta, pero no gracia. El cristianismo, al irrumpir en este horizonte, no niega la sacralidad del mundo, sino que la transfigura. Reconoce la belleza del orden cósmico, pero afirma que su sentido último proviene de Dios, no del Sol. Cristo no es hijo de Inti, sino Hijo de Dios. Su mediación no es cósmica, sino redentora. Su sacrificio no es ritual, sino absoluto.

La evangelización andina, en sus mejores momentos, supo dialogar con esta cosmovisión solar sin destruirla, reconociendo en ella una intuición profunda del orden divino. Misioneros como Bartolomé de Las Casas y algunos jesuitas entendieron que el henoteísmo incaico no era idolatría vulgar, sino una forma elevada de religiosidad natural, que podía ser orientada hacia la verdad revelada. En lugar de imponer una ruptura violenta, buscaron una transfiguración simbólica: el Sol seguía brillando, pero como criatura de Dios, no como divinidad suprema. Este diálogo permitió que muchos elementos del ritual estatal fueran reinterpretados cristianamente. Las peregrinaciones se transformaron en procesiones, las huacas en santos patronos, los calendarios agrícolas en fiestas litúrgicas. El Inca desapareció como mediador cósmico, pero la figura del sacerdote asumió un rol similar, guiando al pueblo en la relación con lo divino. El quipu cedió su lugar a la escritura, pero la memoria ritual persistió en cantos, danzas y celebraciones sincréticas.

Sin embargo, no todo fue armonía. La evangelización también implicó destrucción, imposición y silenciamiento. Muchos templos fueron arrasados, muchas huacas profanadas, muchas lenguas acalladas. El henoteísmo solar fue condenado como idolatría, y el Inca como falso dios. La cruz se impuso sobre el Sol, no siempre con caridad ni comprensión. La religión estatal fue desmantelada, y con ella, una forma de entender el mundo como tejido sagrado. A pesar de ello, el legado espiritual del henoteísmo incaico no desapareció. Persistió en las fiestas populares, en las devociones campesinas, en los mitos que sobrevivieron al catecismo. El Sol siguió siendo símbolo de vida, de orden, de presencia divina. El Inca se convirtió en figura mítica, en héroe ancestral, en memoria de un tiempo sagrado. La evangelización no borró el alma andina, solo la obligó a hablar en otro idioma.

Hoy, estudiar el henoteísmo solar y el ritual estatal incaico no es solo una tarea arqueológica, sino una forma de recuperar una visión del mundo profundamente espiritual. Es reconocer que hubo una civilización que entendió el cosmos como templo, el tiempo como liturgia, el poder como servicio sagrado. Es aprender que la religión puede ser ciencia, que el ritual puede ser sabiduría, que el Sol puede ser símbolo de Dios sin dejar de ser Sol. Y es también una invitación a repensar el diálogo entre culturas, entre religiones, entre visiones del mundo. El henoteísmo incaico no fue un error que debía corregirse, sino una verdad parcial que podía completarse. La evangelización, cuando fue auténtica, no destruyó esa verdad, sino que la elevó. Cuando fue violenta, la traicionó. El desafío sigue siendo aprender a evangelizar sin colonizar, a anunciar sin imponer, a iluminar sin apagar.

En ese sentido, el estudio de Zuidema y otros investigadores no solo nos ayuda a entender el pasado, sino a imaginar un futuro donde la espiritualidad andina pueda dialogar con la fe cristiana sin perder su identidad. Donde el Sol siga brillando, pero como signo del Dios que lo creó. Donde el ritual siga siendo camino, pero hacia una verdad que trasciende el cosmos. Donde el Inca, como figura ancestral, pueda ser redimido en Cristo, sin dejar de ser hijo de su tierra.

El henoteísmo incaico, tan cuidadosamente estructurado en torno al culto solar y al rol mediador del Inca, no puede ser comprendido únicamente como una herramienta de legitimación política o como una estrategia estatal de integración imperial. Si bien es cierto que la religión oficial del Tawantinsuyo cumplía funciones administrativas y sociales, su raíz más profunda parece brotar de una sensibilidad cósmica, de una lectura atenta del cielo, donde los astros no eran objetos de contemplación, sino interlocutores divinos.

Entre los fenómenos celestes que marcaron la espiritualidad andina, la constelación de la Cruz del Sur ocupa un lugar privilegiado. Esta figura, visible en el firmamento austral, fue durante siglos un referente simbólico para los pueblos preincaicos. Su forma, perfectamente alineada en ciertas épocas del año, inspiró la Chakana, la cruz andina, símbolo de equilibrio entre los mundos: el Hanan Pacha, el Kay Pacha y el Ukhu Pacha. La Chakana no era solo geometría sagrada, sino cosmología viviente, puente entre lo visible y lo invisible. Sin embargo, en algún momento del desarrollo astronómico andino, los sabios del cielo —los amautas, los quipucamayoc, los sacerdotes del Coricancha— advirtieron un cambio sutil pero profundo: la Cruz del Sur, que había sido guía nocturna y símbolo axial, comenzó a desplazarse en el cielo, a perder su centralidad visual frente al avance del Sol en el ciclo anual. Este fenómeno, lejos de ser ignorado, fue interpretado como una señal cósmica, una transformación del orden celeste que exigía una reconfiguración teológica. Así, el Sol —Inti— no solo se convirtió en el dios principal por razones políticas o agrícolas, sino porque su presencia constante y su dominio sobre el día lo consagraban como el nuevo eje del universo. La desaparición parcial de la Cruz del Sur fue leída como el retiro de una antigua divinidad, y el ascenso del Sol como la manifestación de una nueva era cósmica. Esta revolución astronómica se tradujo en una revolución simbólica: el Inca, como hijo del Sol, asumió el rol de mediador universal, y el Estado reorganizó su ritualidad en torno a esta nueva centralidad.

No fue una imposición arbitraria, sino una respuesta espiritual a los ritmos del cielo. El calendario ritual, los solsticios, las peregrinaciones, los sacrificios, todo se alineó con el curso solar. El Coricancha, templo del Sol en Cuzco, fue diseñado como un observatorio sagrado, donde los rayos del amanecer marcaban fechas rituales y los nichos de oro reflejaban la luz divina. El Qhapaq Ñan, la red vial del imperio, conectaba huacas y centros ceremoniales siguiendo trayectorias astronómicas, como si el territorio mismo fuera un quipu celeste. En este contexto, el henoteísmo solar no fue una simple herramienta de dominación, sino una teología cósmica, una forma de leer el universo y de responder a sus signos. Los Incas no inventaron el Sol como dios; lo reconocieron como tal al observar su constancia, su poder, su capacidad de ordenar el tiempo y fecundar la tierra. La política siguió a la astronomía, no al revés. El poder se ritualizó porque el cielo lo exigía. Así, la desaparición de la Cruz del Sur como eje visible no fue olvido, sino transformación. Su memoria persistió en la Chakana, en los tejidos, en los mitos. Pero el Sol tomó su lugar como centro del mundo, y el Inca, como su hijo, se convirtió en el garante del equilibrio universal. Esta transición, sutil y profunda, revela que la religión incaica fue, ante todo, una forma de escuchar al cielo y responder con sabiduría.

Aunque Zuidema profundiza con admirable rigor en la relación entre los solsticios, los ceques, las huacas y los ciclos agrícolas, su enfoque se centra en el Sol, la Luna y los pilares de observación (sucancas), sin detenerse en el papel astronómico de la Cruz del Sur como constelación simbólica o como eje de transformación teológica. Esto es llamativo, dado que la Cruz del Sur —visible en el hemisferio sur y fundamental en la cosmovisión andina preincaica— parece haber tenido un rol crucial en la transición hacia el henoteísmo solar. Su desplazamiento en el cielo, y en ciertos momentos su invisibilidad relativa, pudo haber sido interpretado como una revolución cósmica, una señal de que el orden celeste estaba cambiando. Los Incas, atentos a los signos del cielo, habrían respondido no solo con observación, sino con reconfiguración teológica: el Sol, constante y dominante, reemplaza a la Cruz como centro espiritual. Zuidema, con su enfoque estructuralista, privilegia la lógica interna del calendario ritual y su función social, pero no explora la dimensión simbólica de las constelaciones como agentes de cambio teológico. En este sentido, nuestra propuesta -que sí es señalada por Carlos Milla Villena en su obra Génesis de la cultura andina- abre una línea de interpretación que complementa y enriquece su trabajo: el henoteísmo solar no fue solo una estrategia estatal ni una respuesta agrícola, sino una lectura espiritual de un fenómeno astronómico profundo.

La cultura andina no concebía el cielo como un dominio lejano ni como un telón de fondo para la vida humana. El cielo era el modelo, el espejo, el origen. Todo lo que ocurría en la tierra debía responder a lo que sucedía en lo alto. Esta visión, profundamente cosmocéntrica, se articulaba en torno a un principio que no era solo simbólico, sino ontológico: “como es el cielo, es en la tierra”. No se trataba de una analogía, sino de una ley de correspondencia. El universo era tejido, y cada hilo celeste tenía su reflejo terrestre.

Los pueblos andinos vivían atentos al firmamento. Las constelaciones no eran agrupaciones arbitrarias de estrellas, sino figuras vivas, seres sagrados que marcaban el ritmo del tiempo y el orden del espacio. El Sol, la Luna, la Cruz del Sur, las Pléyades, todos eran actores en una dramaturgia cósmica que debía ser replicada en la tierra. Las ciudades se construían siguiendo alineaciones astronómicas; los templos se orientaban hacia los solsticios; los caminos conectaban huacas que correspondían a fechas celestes. El territorio era un mapa del cielo.

En este contexto, el culto solar incaico no puede ser reducido a una estrategia estatal. Si el Sol se convirtió en el eje espiritual del Tawantinsuyo, fue porque el cielo lo señaló como tal. Los sabios del Coricancha, observadores atentos del firmamento, advirtieron que la Cruz del Sur, antaño visible y axial, comenzaba a desplazarse, a perder su centralidad visual. Este fenómeno astronómico no fue ignorado, sino interpretado como una revelación cósmica: el orden del universo estaba cambiando, y la tierra debía responder. Así, el Sol —Inti— asumió el lugar central que el cielo le otorgaba. Su constancia, su poder sobre el día, su capacidad de fecundar la tierra lo consagraban como el nuevo eje del cosmos. El Inca, como hijo del Sol, no era solo gobernante, sino mediador entre el cielo y la tierra. Su cuerpo, su palabra, sus gestos rituales replicaban el movimiento solar. Su autoridad no era impuesta, sino derivada de una correspondencia cósmica. Gobernar era reflejar el cielo. El principio “como es el cielo, es en la tierra” se manifestaba en todos los aspectos de la vida andina. El calendario ritual seguía los ciclos celestes; las fiestas agrícolas coincidían con los solsticios; los quipus registraban no solo tributos, sino fechas sagradas. El sistema de ceques que partía del Coricancha era una proyección terrestre del orden celeste. Cada línea conectaba huacas que correspondían a constelaciones, a momentos del año, a actos rituales. El espacio era sagrado porque imitaba el cielo.

Incluso la arquitectura respondía a esta lógica. El Coricancha, templo del Sol, estaba diseñado como un observatorio sagrado. Sus muros reflejaban la luz del amanecer en fechas precisas, marcando el inicio de ciclos rituales. Las ventanas, los nichos, los altares, todo estaba alineado con el movimiento solar. El templo no era solo lugar de culto, sino instrumento de lectura celeste. El cielo hablaba, y la piedra respondía. La reorganización religiosa incaica, entonces, no fue una invención política, sino una respuesta espiritual a una transformación astronómica. El desplazamiento de la Cruz del Sur fue leído como un cambio de era, y el ascenso del Sol como una nueva revelación. El henoteísmo solar no negó la pluralidad de divinidades, pero las subordinó al nuevo eje cósmico. Las huacas, los apus, los espíritus ancestrales seguían siendo venerados, pero bajo la luz del Sol. Este cambio no fue impuesto, sino aceptado como parte del principio cosmocéntrico. Si el cielo cambia, la tierra debe cambiar también. La religión andina no era dogma, sino diálogo con el universo. El ritual no era repetición, sino respuesta. El poder no era dominio, sino reflejo. El Inca no gobernaba por fuerza, sino por correspondencia. Su rol era sacerdotal, cósmico, sacramental.

Así, el culto solar incaico revela una espiritualidad profundamente atenta al cielo. No fue superstición, ni manipulación política, sino sabiduría celeste. Los Incas no inventaron el Sol como dios; lo reconocieron como tal al observar su constancia, su fecundidad, su capacidad de ordenar el tiempo. La política siguió a la astronomía, y la teología a la observación. El cielo habló, y los Incas escucharon.

 

 

 

 

 

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Filosofía mitocrática:

el mito como ley cósmica

 

 

 

La religión andina no fue simplemente un conjunto de creencias o prácticas devocionales. Fue, ante todo, una forma de pensamiento, una filosofía encarnada en símbolos, rituales y relatos. En el corazón de esta visión se encuentra lo que podríamos llamar una filosofía mitocrática: una concepción del mundo en la que el mito no es ficción, sino ley, no es fantasía, sino estructura. El mito organiza la realidad, la explica, la orienta.

Los mitos andinos no eran narraciones distantes, contadas por entretenimiento o por tradición. Eran relatos vivos, actualizados constantemente en los rituales, en la arquitectura, en la conducta cotidiana. El mito explicaba el origen del mundo, la relación entre los seres, el orden social, el comportamiento humano y los fenómenos naturales. Era una forma de pensar el universo como totalidad coherente, como sistema de causas y efectos.

En este sentido, el mito no era solo cosmológico, sino normativo. No solo decía cómo empezó el mundo, sino cómo debía mantenerse. No solo narraba lo que fue, sino lo que debe ser. El mito era ley cósmica: establecía las reglas del equilibrio, las condiciones de la reciprocidad, los límites del poder. Vivir conforme al mito era vivir en armonía con el universo. Transgredirlo era romper el orden, provocar el caos.

El causalismo ritual andino se funda en esta filosofía mitocrática. Cada acción humana tenía consecuencias cósmicas. Cada ofrenda, cada palabra, cada gesto debía responder a una causa anterior y generar un efecto equilibrado. El universo era un tejido de relaciones, y el ser humano era responsable de su parte en ese tejido. El ritual no era superstición, sino pensamiento simbólico, ética encarnada, metafísica práctica.

Los mitos de origen, como el de Viracocha emergiendo del lago Titicaca, no eran simples cuentos. Eran narraciones fundacionales que explicaban la estructura del mundo, la legitimidad del poder, la necesidad del orden. Viracocha no solo crea, sino organiza. Separa, nombra, establece vínculos. Su acto es filosófico: transforma el caos en cosmos, la potencia en forma, la dispersión en sistema.

Otros mitos, como el de los hermanos Ayar, explican la fundación de Cuzco y la genealogía del poder incaico. Pero también enseñan sobre la lucha, la traición, la obediencia, el sacrificio. Son relatos éticos, que orientan la conducta y justifican las instituciones. El mito no está en el pasado: está en el presente ritual, en la arquitectura ceremonial, en la memoria colectiva. Es ley que se actualiza.

La arquitectura andina refleja esta filosofía mitocrática. Los templos, las huacas, los caminos sagrados no son construcciones funcionales, sino encarnaciones del mito. El Coricancha, por ejemplo, no es solo templo del Sol, sino centro del universo, punto de irradiación del orden cósmico. Cada piedra, cada alineación, cada espacio responde a una lógica simbólica que reproduce el relato mítico. Los rituales, por su parte, son actos de actualización del mito. No se celebran por costumbre, sino por necesidad ontológica. El universo debe ser equilibrado, alimentado, honrado. El mito exige acción, y el ritual responde. Cada ofrenda, cada danza, cada peregrinación es una forma de reafirmar el relato, de mantener la ley cósmica, de evitar el retorno al caos. El ritual es filosofía en movimiento.

Incluso la ética cotidiana se funda en el mito. El principio de ayni —reciprocidad— no es solo norma social, sino ley cósmica. Dar para recibir, ofrecer para equilibrar, servir para mantener el orden. El mito enseña que todo está conectado, que nada es gratuito, que toda acción tiene consecuencias. La moral andina no se basa en mandamientos externos, sino en la lógica interna del universo narrado. Esta filosofía mitocrática no es irracional, ni dogmática. Es una forma de pensamiento simbólico, que articula cosmología, ética, política y estética. El mito no se impone, se vive. No se memoriza, se encarna. No se repite, se actualiza. Es ley porque organiza, porque orienta, porque da sentido. Es filosofía porque piensa, porque estructura, porque transforma.

El causalismo ritual, entonces, no es magia ni superstición. Es una forma de pensar el mundo como sistema. Cada fenómeno natural —sequía, temblor, enfermedad— tiene una causa espiritual, una ruptura del equilibrio. Y cada respuesta —ofrenda, sacrificio, peregrinación— busca restaurar ese orden. El ser humano no es víctima del cosmos, sino agente responsable. El ritual es su herramienta filosófica. Esta visión contrasta con la idea moderna de mito como ficción. En la cultura andina, el mito es más real que la historia. Es el fundamento, no el adorno. Es la estructura, no la superficie. La historia cambia, el mito permanece. La política se transforma, el mito organiza. La ciencia avanza, el mito orienta. Es ley porque es principio, porque es origen, porque es destino.

La filosofía mitocrática andina no separa razón y símbolo, pensamiento y rito, ética y cosmología. Todo está unido. Pensar es narrar, narrar es actuar, actuar es equilibrar. El saber no se acumula, se encarna. El conocimiento no se abstrae, se ritualiza. El pensamiento no se aísla, se celebra. El mito es la forma más alta de sabiduría, porque une lo visible y lo invisible. Esta forma de pensar el mundo tiene implicaciones profundas. La política no se basa en poder, sino en legitimidad cósmica. El gobernante no manda, sino que representa. El Inca no es dueño, sino mediador. Su autoridad proviene del mito, no de la fuerza. Su rol es ritual, simbólico, filosófico. Gobernar es mantener el equilibrio, actualizar el relato, servir al orden universal. La educación, en este contexto, no es transmisión de datos, sino iniciación en el mito. Aprender es recordar, es encarnar, es participar. El joven no memoriza, sino que se convierte en parte del relato. El saber se transmite en cantos, en danzas, en peregrinaciones. El maestro es guía, no instructor. El conocimiento es experiencia, no acumulación. El mito es escuela.

Incluso la medicina se funda en el mito. La enfermedad no es solo desequilibrio físico, sino ruptura espiritual. El curandero no aplica técnicas, sino que restaura el relato. La planta no es sustancia, sino símbolo. El cuerpo no es máquina, sino microcosmos. Sanar es reequilibrar, es reconciliar, es recontar. El mito es terapia. La agricultura también responde a esta lógica. Sembrar no es solo producir, sino participar en el ciclo cósmico. La tierra es madre, el agua es padre, el Sol es fecundador. Cada acto agrícola es ritual, es ofrenda, es actualización del mito. La cosecha no es resultado, sino respuesta. El trabajo es ceremonia. El mito es calendario.

La muerte, finalmente, no es fin, sino tránsito. El mito enseña que el alma regresa, que el ciclo continúa, que el equilibrio se mantiene. Los muertos son parte del relato, no están fuera de él. Se les honra, se les escucha, se les incluye. El duelo es ritual, es memoria, es reafirmación. El mito es consuelo.

El mito, en su esencia más profunda, es la manifestación natural de lo sagrado. Surge de la contemplación del mundo, del asombro ante el orden del cosmos, de la intuición de que detrás de lo visible hay una fuerza que sostiene, que organiza, que da sentido. El mito no es invención arbitraria, sino respuesta espiritual a la experiencia del misterio. Es el modo en que las culturas, desde su sensibilidad, nombran lo innombrable.

En la cultura andina, como en muchas otras tradiciones ancestrales, el mito nace de la observación del cielo, de los ciclos de la tierra, de la relación entre los seres. Es una forma de leer el universo como texto sagrado, como revelación natural. El Sol, la Luna, las montañas, los ríos, todos hablan. El mito escucha y traduce. No impone, interpreta. No dogmatiza, contempla. Es filosofía en estado simbólico. Esta manifestación natural de lo sagrado tiene una dignidad propia. No debe ser despreciada como superstición ni reducida a folclore. El mito expresa verdades profundas, aunque no absolutas. Es camino, no llegada. Es búsqueda, no plenitud. Es el modo en que el alma humana, sin revelación explícita, intenta comprender su lugar en el universo. Es la razón simbólica en diálogo con el misterio.

Sin embargo, el mito tiene límites. Al surgir de la experiencia natural, no puede acceder por sí mismo al misterio sobrenatural. Puede intuirlo, evocarlo, desearlo, pero no revelarlo. La revelación, en sentido teológico, es un acto libre de Dios, que se da desde fuera del mundo, aunque se encarne en él. Es la irrupción de lo divino en la historia, no como símbolo, sino como presencia. Es gracia, no deducción. En este sentido, el mito prepara el terreno para la revelación. Dispone el alma, abre la sensibilidad, cultiva la intuición. Pero no la sustituye. El mito es la voz de la tierra que busca el cielo. La revelación es la voz del cielo que responde a la tierra. El mito es la pregunta; la revelación, la respuesta. El mito es la espera; la revelación, el encuentro. Ambas son necesarias, pero no equivalentes.

La religión andina, con su riqueza mitocrática, expresa una espiritualidad natural que reconoce lo sagrado en lo creado. Es una forma de sabiduría que honra el orden, que busca el equilibrio, que celebra la vida como don. Pero no conoce aún al Dios que se revela como persona, como amor, como redentor. No ha recibido la palabra que viene de lo alto, aunque la espera en silencio. Cuando la revelación cristiana irrumpe en el mundo andino, no lo niega, sino que lo transfigura. Reconoce en sus mitos una búsqueda legítima, una intuición profunda, una preparación providencial. Pero ofrece algo nuevo: la manifestación sobrenatural de lo sagrado. No ya como fuerza cósmica, sino como presencia personal. No como símbolo, sino como sacramento. No como ley natural, sino como gracia redentora.

Cristo, en este horizonte, no es simplemente un nuevo mito, sino el cumplimiento de todos los mitos. Es el Logos que da sentido a todos los relatos, el Hijo que revela al Padre, el mediador que une cielo y tierra. Su encarnación no anula la sabiduría ancestral, pero la lleva a su plenitud. Su cruz no destruye la Chakana, sino que la consagra. Su resurrección no rompe el ciclo, sino que lo redime. Así, el mito y la revelación pueden dialogar. No como iguales, sino como caminos que se encuentran. El mito ofrece la sensibilidad cósmica, la reverencia ante el misterio, la ética de la reciprocidad. La revelación ofrece la verdad personal, el amor gratuito, la esperanza escatológica. Juntas, pueden construir una espiritualidad que honre la tierra sin idolatrarla, y que reciba el cielo sin despreciar lo humano.

Cuando la revelación cristiana irrumpe en el mundo andino, no lo hace como fuerza destructora ni como negación absoluta de lo anterior, sino como principio de transfiguración. Esta transfiguración no consiste en borrar el pasado, sino en iluminarlo desde una nueva perspectiva, revelando en los mitos, símbolos y prácticas ancestrales una búsqueda legítima de lo divino que encuentra su plenitud en el Dios revelado en Jesucristo. Esta dinámica de encuentro y transformación se encarna de manera singular en figuras como el Inca Garcilaso de la Vega, Felipe Guamán Poma de Ayala, Juan Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamayhua, entre otros pensadores y escritores andinos del siglo XVI y XVII. En ellos, el mito ancestral no desaparece ni se diluye, sino que se reinterpreta a la luz del Evangelio, dando lugar a una espiritualidad mestiza, profundamente original, que articula lo sagrado natural con lo sobrenatural revelado.

Garcilaso de la Vega, hijo de un conquistador español y una princesa inca, representa en su propia biografía el cruce de dos mundos. En sus Comentarios Reales, recoge con reverencia la memoria de los Incas, sus costumbres, su cosmovisión, y la presenta no como superstición, sino como expresión de una sabiduría antigua que, aunque incompleta, estaba orientada hacia la verdad. Garcilaso no rechaza el cristianismo, sino que lo abraza, pero lo hace sin renunciar a su herencia indígena. Su obra busca una síntesis espiritual y cultural, donde el mito andino es elevado por la revelación cristiana, sin perder su dignidad ni su profundidad.

Felipe Guamán Poma de Ayala, por su parte, adopta una postura más crítica y profética. En su Nueva corónica y buen gobierno, denuncia con fuerza los abusos del sistema colonial, la corrupción de las autoridades y el sufrimiento del pueblo indígena. Pero su crítica no se basa en una nostalgia pagana, sino en una visión cristiana del orden andino, donde el Dios de los cielos se revela como juez justo, defensor de los pobres, y garante de la reciprocidad y el equilibrio. Guamán Poma no propone una vuelta al pasado incaico, sino una reforma cristiana del presente, inspirada en los valores ancestrales pero iluminada por la fe en Cristo.

Juan Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamayhua, en su Relación de antigüedades deste reyno del Perú, ofrece una lectura teológica de los símbolos andinos, especialmente de la Chakana (cruz andina), los astros, las huacas y los rituales. En su visión, estos elementos no son meros ídolos, sino vestigios de una revelación natural, signos que apuntaban hacia el Dios verdadero, aunque aún no plenamente conocido. Para Pachacuti, la llegada del cristianismo no destruye el mundo simbólico andino, sino que lo cumple, revelando el sentido profundo que estaba oculto en sus mitos y prácticas.

Esta transfiguración del mundo andino no es solo obra de los indígenas cristianizados, sino también reconocida por varios cronistas españoles, como el padre Blas Valera, José de Acosta o Bernabé Cobo. Blas Valera, jesuita mestizo, defendió la dignidad de la cultura incaica y propuso una visión integradora, donde la sabiduría ancestral podía convivir con la fe cristiana. José de Acosta, aunque más crítico, reconoció en los pueblos indígenas una religiosidad natural que debía ser respetada y comprendida. Bernabé Cobo, en sus descripciones etnográficas, dejó constancia de la profundidad espiritual de los rituales andinos, aunque interpretados desde una perspectiva cristiana. Estos cronistas, con mayor o menor sensibilidad, percibieron que el mundo andino no era un desierto espiritual, sino un terreno fértil donde la semilla del Evangelio podía crecer y dar fruto.

Así, el mito andino, lejos de ser anulado por la revelación cristiana, es elevado, purificado y cumplido en ella. La revelación no destruye lo que vino antes, sino que lo transfigura, revelando en los símbolos naturales una preparación providencial para el encuentro con el Dios vivo. En este proceso, el alma andina no pierde su identidad, sino que la redescubre en una nueva luz, donde el Sol sigue brillando, pero ya no como divinidad, sino como criatura que canta la gloria del Creador.

Del antiguo mito andino como ley cósmica, donde todo estaba regido por una armonía sagrada entre los astros, las montañas, los ancestros y la naturaleza, poco ha sobrevivido en su forma original. Los apus, otrora espíritus tutelares de las montañas, han dejado de ser objeto de adoración explícita; las mallquis o momias, que encarnaban la presencia viva de los antepasados, han sido silenciadas por siglos de represión religiosa; los astros, que guiaban los calendarios rituales, ya no son contemplados como divinidades; y la naturaleza misma, que era vivida como cuerpo del mundo sagrado, ha sido reducida en muchos casos a recurso o paisaje. Sin embargo, sobrevive la Pachamama, no como diosa pagana, sino como símbolo profundo de la tierra fecunda, madre de vida, en un culto sincrético que ha sabido resistir, adaptarse y dialogar con el cristianismo. En las ofrendas, en los rituales de agradecimiento, en las fiestas populares, la Pachamama sigue recibiendo respeto, no como rival de Dios, sino como expresión de su providencia. Para muchos creyentes andinos, ofrecer a la tierra no contradice la fe cristiana, sino que la complementa, reconociendo que la creación es sagrada y que la tierra, como madre, merece gratitud. Así, del mito como ley cósmica, no queda un sistema cerrado de divinidades, sino una intuición viva: que el mundo está habitado por lo sagrado, y que la tierra, como don, sigue siendo lugar de encuentro entre lo humano y lo divino.

El hombre andino actual es profundamente religioso, pero no es pagano. Su espiritualidad no se funda en una idolatría de los elementos naturales ni en una reproducción literal de los antiguos mitos prehispánicos. Es, ante todo, cristiano, aunque su cristianismo se manifiesta en formas sincréticas, donde la fe en Jesucristo convive con símbolos, prácticas y sensibilidades heredadas de la cosmovisión ancestral. Esta religiosidad no es superficial ni meramente folclórica; es vivida con intensidad, con respeto, con sentido de lo sagrado. El andino no separa lo divino de lo cotidiano: la tierra, el trabajo, la comunidad, el ciclo agrícola, todo está impregnado de una presencia espiritual. En sus fiestas, en sus oraciones, en sus ofrendas, se percibe una fe que reconoce a Dios como creador y redentor, pero que también honra a la Pachamama como madre tierra, no como divinidad autónoma, sino como criatura privilegiada, como mediadora de vida. Este cristianismo sincrético no debe ser visto como desviación, sino como inculturación, como expresión legítima de una fe que ha echado raíces en un suelo simbólicamente fértil. El hombre andino cree en Cristo, pero lo hace desde su mundo, desde su historia, desde su sensibilidad. Y en ese encuentro entre Evangelio y mito, entre cruz y Chakana, entre cielo y tierra, se revela una espiritualidad que no contradice la fe, sino que la enriquece con su color, su ritmo y su memoria.

Así lo comprende la novelística de José María Arguedas, quien, desde su vivencia íntima del mundo andino, retrata al hombre indígena como profundamente religioso, cristiano en su fe, pero portador de una espiritualidad sincrética que no ha perdido el vínculo con la tierra, con los ancestros, con los símbolos de su cultura. En obras como Los ríos profundos o Todas las sangres, Arguedas muestra cómo el cristianismo ha sido asumido por el pueblo andino no como imposición, sino como revelación que dialoga con su cosmovisión ancestral. Sus personajes rezan a Dios, veneran a la Virgen, participan en los sacramentos, pero también ofrecen a la Pachamama, respetan los apus, y viven la fe como una experiencia total, encarnada en la naturaleza y en la comunidad. En cambio, Gamaliel Churata, en su obra El pez de oro, no reflexiona desde la fe cristiana, sino desde una perspectiva más filosófica y mítica, en la que el pensamiento andino se presenta como sistema autónomo, como sabiduría originaria que no necesita ser transfigurada por la revelación cristiana. Churata reivindica el mito como fuente de conocimiento, como expresión de una racionalidad propia, y aunque reconoce la presencia del cristianismo en el mundo indígena, no lo asume como horizonte teológico, sino como elemento externo, a veces incluso como obstáculo. Mientras Arguedas ve en el sincretismo una forma legítima de vivir la fe, Churata busca preservar la pureza simbólica del pensamiento andino, elevándolo a categoría filosófica sin necesidad de conciliación con la tradición cristiana. Así, ambos autores, aunque profundamente comprometidos con la cultura andina, ofrecen lecturas divergentes de su religiosidad: una desde la fe encarnada, otra desde el mito reivindicado.

La diferencia entre la visión religiosa de José María Arguedas y la postura filosófico-mítica de Gamaliel Churata no se limita al contenido de sus ideas, sino que se manifiesta profundamente en el modo en que escriben, en la forma que adoptan sus obras, en el lenguaje que eligen, en los personajes que construyen, y en la estructura narrativa que los sostiene. Cada uno, desde su sensibilidad particular, revela una manera distinta de comprender el mundo andino y su relación con lo sagrado.

En Arguedas, el lenguaje es encarnado, lírico, emocional. Sus novelas están impregnadas de una mezcla viva entre el español y el quechua, no como artificio estilístico, sino como expresión de una identidad mestiza que respira en cada palabra. El quechua aparece como lengua del alma, del sufrimiento, de la fe popular. Las oraciones, los cantos, las súplicas, todo está cargado de una religiosidad que no se teoriza, sino que se vive. El lenguaje de Arguedas no busca explicar el mito, sino hacerlo resonar en la experiencia humana. Es un lenguaje sacramental, donde lo cotidiano se vuelve signo de lo sagrado.

En cambio, Churata escribe desde una intención filosófica y simbólica. En El pez de oro, el lenguaje se vuelve abstracto, fragmentario, a veces hermético. No hay mezcla emocional de lenguas, sino una búsqueda de universalidad desde lo andino. Churata no quiere narrar la vida religiosa del pueblo, sino construir una metafísica indígena, una filosofía del mito como sistema de conocimiento. Su estilo se acerca más al manifiesto que a la novela; su palabra no busca conmover, sino provocar reflexión. El mito, en su obra, no es vivido, sino pensado.

Esta diferencia se refleja también en los personajes. En Arguedas, los personajes son seres profundamente humanos, atravesados por el dolor, la fe, la esperanza. Son indígenas que rezan, que sufren, que cantan, que viven la religión como parte de su existencia. Ernesto, en Los ríos profundos, encarna esa espiritualidad mestiza que mezcla la devoción cristiana con el respeto por los apus y la Pachamama. Los personajes de Arguedas no son arquetipos ni símbolos, sino personas concretas que encarnan el sincretismo religioso en su carne y en su alma.

En Churata, los personajes son figuras simbólicas, voces filosóficas, interlocutores de ideas. En El pez de oro, no hay una trama lineal ni personajes desarrollados psicológicamente, sino entidades que representan conceptos, mitos, visiones del mundo. El protagonista, el pez de oro, es más símbolo que sujeto. La obra se convierte en un diálogo entre saberes, donde el personaje es vehículo de pensamiento, no de experiencia religiosa vivida. La humanidad concreta se disuelve en la abstracción simbólica.

La estructura narrativa también revela esta diferencia. Arguedas sigue una forma más tradicional, aunque profundamente lírica. Hay desarrollo de personajes, conflicto, evolución, y sobre todo, una inmersión en la vida cotidiana del mundo andino. La estructura permite que el lector experimente el sincretismo religioso desde dentro, como parte de una historia que se siente real, cercana, encarnada. La novela es testimonio, es vivencia, es celebración de una fe que se ha hecho cuerpo.

Churata, en cambio, rompe con la estructura narrativa convencional. El pez de oro es una obra híbrida: parte ensayo, parte mito, parte poema. No hay una historia que se despliegue, sino una constelación de ideas, fragmentos, invocaciones, diálogos filosóficos. La estructura refleja su intención de construir un pensamiento andino autónomo, no subordinado a las formas occidentales ni cristianas. La obra no narra, sino que proclama; no representa, sino que afirma.

En suma, Arguedas y Churata ofrecen dos modos de acercarse al mundo andino y a su religiosidad. Arguedas lo hace desde la fe encarnada, desde la experiencia vivida, desde el dolor y la esperanza del pueblo. Churata lo hace desde la filosofía del mito, desde la reivindicación de una sabiduría originaria que no necesita ser transfigurada por la revelación cristiana. Uno busca reconciliar el cristianismo con la cosmovisión andina; el otro busca afirmar la autonomía del pensamiento indígena como sistema completo.

Ambos, sin embargo, comparten una convicción profunda: que el mundo andino no es vacío ni supersticioso, sino portador de una espiritualidad rica, compleja, digna de ser pensada y narrada. Pero mientras Arguedas ve en el sincretismo una forma legítima de vivir la fe, Churata busca preservar la pureza simbólica del mito. En el lenguaje, en los personajes, en la estructura, esta diferencia se vuelve palpable, revelando dos caminos que, aunque distintos, se cruzan en el deseo de dar voz al alma andina.

En el corazón del pensamiento de Gamaliel Churata late una convicción radical: para que el mundo andino recupere su voz auténtica, el cristianismo debe desaparecer. No basta con coexistir, no basta con el sincretismo; lo que Churata propone es una revolución epistemológica, una ruptura total con el legado colonial que impuso una religión ajena sobre los mitos originarios. Su proyecto no es conciliador, sino emancipador. El cristianismo, en su visión, no es una fe que pueda convivir con el pensamiento andino, sino una estructura de dominación que debe ser desmontada para que el mito indígena vuelva a ocupar su lugar central como sistema de conocimiento y de sentido.

En El pez de oro, esta postura se traduce en una escritura que rehúye toda referencia cristiana, que se sumerge en símbolos prehispánicos, en metáforas cósmicas, en una filosofía que no necesita redención, sino reafirmación. Churata no busca adaptar el mito al cristianismo, sino liberarlo de su sombra. Su obra es un manifiesto de resistencia cultural, donde el pensamiento indígena no se presenta como complemento del cristianismo, sino como su alternativa radical.

José María Arguedas, en cambio, propone una visión profundamente distinta. Para él, el cristianismo no es un enemigo que debe morir, sino una presencia que puede convivir con la cosmovisión andina. Su obra está atravesada por el dolor del mestizaje, pero también por la esperanza de una síntesis espiritual. En Los ríos profundos, en Todas las sangres, el cristianismo aparece como parte del tejido emocional del pueblo, mezclado con los cantos quechuas, con las ofrendas a la tierra, con las procesiones que son a la vez cristianas y paganas. Arguedas no niega la violencia de la evangelización, pero cree en la posibilidad de una fe mestiza, donde el indígena no renuncie a sus dioses, sino que los integre en una espiritualidad más amplia.

Para que el plan de Churata triunfe, el cristianismo debe morir como sistema de pensamiento y como estructura simbólica. Para Arguedas, en cambio, basta con aprender a convivir, con reconocer que en el alma andina caben múltiples voces, múltiples dioses, múltiples cantos. Uno propone la purificación del mito; el otro, la armonía del sincretismo.

Ambos, sin embargo, comparten una misma urgencia: rescatar la dignidad espiritual del mundo indígena, devolverle su profundidad, su belleza, su capacidad de nombrar lo sagrado. Pero lo hacen desde caminos opuestos: Churata desde la ruptura, Arguedas desde el abrazo.

Aunque la propuesta de Gamaliel Churata resulta fascinante por su audacia intelectual y su reivindicación radical del pensamiento indígena, no puede dejar de señalarse que su plan carece de realismo histórico. La idea de restaurar el mundo precolombino, de revivir una cosmovisión originaria libre de toda contaminación cristiana o occidental, se enfrenta a una dificultad insalvable: el tiempo ha pasado, y con él, las condiciones que hicieron posible aquel universo simbólico. El mundo andino actual no es el mismo que el de los inkas, ni siquiera el de los primeros siglos coloniales. Las lenguas han cambiado, los mitos se han transformado, las prácticas religiosas se han mezclado, y las identidades se han vuelto complejas, híbridas, contradictorias.

Churata parece imaginar que es posible desandar la historia, borrar siglos de mestizaje, y reconstruir una imagen pura del pensamiento indígena, como si existiera aún intacta en algún rincón del alma colectiva. Pero esa imagen original, por más poderosa que sea como símbolo, ya no puede sostenerse como proyecto cultural. El mito no puede volver a ocupar el centro si se pretende que lo haga sin diálogo, sin reconocer que ha sido tocado, modificado, reinterpretado. El mundo precolombino no puede ser restaurado porque ya no existe como tal; lo que existe es un mundo andino contemporáneo, atravesado por múltiples influencias, por tensiones entre lo ancestral y lo moderno, por desafíos que no pueden resolverse con una simple vuelta al origen.

En ese sentido, la propuesta de José María Arguedas, aunque menos radical, resulta más viable. Él no pretende borrar el cristianismo ni restaurar una cosmovisión pura, sino reconstruir una espiritualidad mestiza, capaz de integrar lo indígena y lo occidental sin que uno anule al otro. Arguedas entiende que el alma andina ha sido herida, pero también que ha sabido resistir y transformar. Su proyecto no es arqueológico, sino existencial: busca dar sentido a una vida marcada por el cruce de culturas, por el dolor del desarraigo, pero también por la posibilidad de reconciliación.

Así, mientras Churata sueña con una revolución simbólica que elimine al cristianismo y reinstaure el mito como sistema total, Arguedas propone una convivencia espiritual, una forma de vivir entre mundos sin perder la dignidad ni la profundidad. Uno mira hacia el pasado como utopía; el otro, hacia el presente como campo de lucha y de creación. La diferencia entre ambos no es sólo ideológica, sino también temporal. Churata quiere regresar; Arguedas quiere avanzar. Y en ese contraste se revela no sólo una diferencia de pensamiento, sino también de sensibilidad frente a la historia, frente al dolor, y frente a la posibilidad de construir un futuro donde lo andino no tenga que elegir entre pureza y desaparición, sino entre memoria y transformación.

El proyecto de Gamaliel Churata, en su afán por restaurar la cosmovisión indígena precolombina como sistema absoluto de sentido, no sólo se enfrenta a la imposibilidad histórica de revivir un mundo extinto, sino que, llevado a sus últimas consecuencias, derivaría en un totalitarismo cultural. La idea de eliminar el cristianismo, de purgar toda influencia occidental, y de reinstaurar una visión única del mundo basada en el mito originario, implica necesariamente la exclusión de toda diferencia, de toda pluralidad, de toda forma de pensamiento que no se ajuste al paradigma ancestral. En ese sentido, el plan de Churata no es sólo irrealizable, sino peligrosamente autoritario.

La cultura, como la historia, no puede retroceder ni congelarse. Pretender que una sola cosmovisión —por más legítima que sea en su origen— se imponga como verdad única, supone negar la diversidad, cancelar el mestizaje, silenciar las voces híbridas que han surgido del dolor y la resistencia. Y si ese proyecto cultural se tradujera en política, estaríamos ante un modelo de totalitarismo simbólico, donde el Estado se convierte en guardián de una ortodoxia mítica, y donde toda disidencia —religiosa, lingüística, filosófica— sería vista como traición. El sueño de Churata, si se institucionalizara, correría el riesgo de convertirse en una dictadura del origen, incompatible con la libertad, la convivencia y la complejidad del Perú contemporáneo.

José María Arguedas, en cambio, propone un modelo radicalmente distinto. Su visión no exige la eliminación de ninguna cultura, sino su convivencia. El cristianismo, en su obra, no es un enemigo que debe ser erradicado, sino una presencia que puede ser reconfigurada, mestizada, humanizada. Arguedas no sueña con un retorno al pasado, sino con una síntesis espiritual que permita a los pueblos andinos vivir con dignidad en un mundo plural. Su propuesta es profundamente democrática: reconoce el dolor del mestizaje, pero también su potencia creativa. No busca imponer una sola verdad, sino dar espacio a múltiples verdades, a múltiples formas de sentir lo sagrado.

En ese sentido, el plan de Arguedas no sólo es más realista, sino también más ético. No exige sacrificios identitarios, ni purificaciones culturales, ni exclusiones políticas. Al contrario, abre un camino hacia la reconciliación, hacia una espiritualidad mestiza que no niega el conflicto, pero tampoco lo absolutiza. Mientras Churata propone una revolución que podría desembocar en uniformidad forzada, Arguedas propone una convivencia que acepta la contradicción como parte de la vida.

Así, la diferencia entre ambos no es sólo filosófica, sino profundamente política. Churata, en su afán por restaurar el mito, corre el riesgo de construir un sistema cerrado, excluyente, autoritario. Arguedas, en su deseo de integrar, abre la posibilidad de un mundo más justo, más libre, más humano. Y en ese contraste, se revela no sólo una diferencia de pensamiento, sino una diferencia de horizonte moral.

En el mapa de las grandes voces andinas, Gamaliel Churata y José María Arguedas ocupan lugares muy distintos, no sólo por sus estilos y proyectos literarios, sino por la tradición intelectual a la que se vinculan —o de la que se alejan. Churata, con su radicalismo simbólico, no logra establecer un puente con Felipe Guamán Poma de Ayala, el cronista indígena que, desde el siglo XVII, denunció los abusos coloniales, pero lo hizo desde el interior del conflicto, con una mirada crítica pero también dialogante. Guamán Poma no propuso borrar el cristianismo, sino reformarlo, adaptarlo, hacerlo justo para los pueblos indígenas. Su famosa Nueva corónica y buen gobierno es una obra de resistencia, sí, pero también de negociación cultural, donde el indígena no se presenta como enemigo del mundo occidental, sino como interlocutor legítimo que exige ser escuchado.

Churata, en cambio, se distancia de esa tradición. Su proyecto no busca diálogo ni reforma, sino ruptura total. El cristianismo, para él, no puede ser corregido ni mestizado: debe ser eliminado. Su visión del mundo indígena es tan pura, tan idealizada, que termina por convertirse en una abstracción excluyente, incapaz de reconocer la complejidad histórica del mestizaje. En ese sentido, Churata no se acerca a Guamán Poma, sino que queda relegado en un radicalismo extremo, más cercano a una utopía filosófica que a una propuesta cultural viable.

José María Arguedas, por el contrario, se mantiene hermanado al Inca Garcilaso de la Vega, el gran mestizo del siglo XVI que supo narrar el mundo andino desde la doble herencia que lo habitaba. Garcilaso no negó su parte española ni su parte incaica, sino que las integró en una escritura que buscaba reconciliar, traducir, preservar. Su Comentarios reales son testimonio de una identidad mestiza que no renuncia a ninguna de sus raíces, sino que las convierte en fuente de sabiduría y belleza. Arguedas recoge ese legado y lo actualiza: su obra es también una forma de dar voz al mestizaje, de mostrar que la espiritualidad andina puede convivir con elementos cristianos sin perder su profundidad ni su dignidad.

Así, mientras Churata se instala en una postura de pureza excluyente, Arguedas y Garcilaso comparten una visión de mestizaje integrador, donde el conflicto cultural no se resuelve por eliminación, sino por síntesis vivida. Uno sueña con un mundo sin cristianismo; los otros, con un mundo donde lo cristiano y lo indígena puedan coexistir sin violencia simbólica.

Esta diferencia no es menor. Revela dos modos de entender la historia, la identidad y la posibilidad de futuro para los pueblos andinos. Churata, al rechazar el legado colonial en bloque, se arriesga a caer en una forma de fundamentalismo cultural. Arguedas, al abrazar el mestizaje con dolor, pero también con esperanza, ofrece una vía más humana, más realista, más fecunda. Y en ese gesto, se inscribe en la misma corriente que Garcilaso: la de quienes no niegan sus heridas, pero tampoco renuncian a sanarlas con palabras.

Gamaliel Churata guarda una evidente semejanza con el primer Luis E. Valcárcel, especialmente en su impulso por reivindicar la grandeza del mundo indígena y en su rechazo frontal al legado colonial. Ambos comparten una visión heroica del pasado prehispánico, una voluntad de restaurar la dignidad cultural de los pueblos andinos, y una crítica profunda al sistema occidental que los ha marginado. En sus primeros escritos, Valcárcel —como Churata— soñaba con una resurrección del Tawantinsuyo, con la recuperación de una civilización que él consideraba superior en valores espirituales, sociales y éticos. Esta visión, profundamente romántica y militante, se alinea con el tono mítico y filosófico de El pez de oro, donde Churata propone una cosmovisión indígena como alternativa total al pensamiento occidental.

Sin embargo, las diferencias entre ambos son tan importantes como sus coincidencias. Valcárcel, incluso en su etapa más radical, mantuvo una vocación política concreta: su indigenismo no era sólo simbólico, sino también institucional. Participó en reformas educativas, promovió políticas públicas, y buscó integrar al indígena en la vida nacional a través de mecanismos estatales. Su proyecto, aunque utópico en ciertos aspectos, tenía una dimensión pragmática: quería transformar el Perú desde dentro, no destruir sus estructuras, sino reorientarlas hacia una justicia social basada en el reconocimiento de lo indígena.

Churata, en cambio, se mueve en un plano más filosófico y metafísico. Su propuesta no se traduce en políticas ni en reformas, sino en una revolución simbólica que exige el abandono total del pensamiento occidental. No busca integrar al indígena en el Estado peruano, sino reemplazar el Estado y su cultura por una nueva forma de entender el mundo, basada en el mito, en la oralidad, en la sabiduría ancestral. Mientras Valcárcel se dirige al Perú como nación, Churata se dirige al cosmos como totalidad. Su proyecto es más radical, pero también menos realizable, menos vinculado a las condiciones concretas de transformación social. Además, Valcárcel evolucionó. Con el tiempo, su indigenismo se volvió más intercultural, más abierto al diálogo entre culturas, más consciente de la imposibilidad de restaurar el pasado sin reconocer el mestizaje. Churata, en cambio, se mantuvo fiel a su visión originaria, sin concesiones, sin matices. En ese sentido, Churata representa una pureza ideológica que, aunque poderosa en términos simbólicos, puede volverse excluyente y rígida frente a la complejidad del mundo real.

Así, la semejanza entre ambos reside en su pasión por lo indígena, en su deseo de devolverle centralidad y respeto. Pero la diferencia está en el camino elegido: Valcárcel opta por la reforma desde dentro; Churata, por la refundación desde fuera. Uno busca transformar el Perú; el otro, trascenderlo.

En suma, la filosofía mitocrática que propone Gamaliel Churata en El pez de oro no es simplemente una reivindicación estética del mito, sino una reconfiguración total del orden del conocimiento. El mito, en su visión, no es relato ni superstición, sino ley cósmica, principio ordenador del universo, fundamento ontológico de la existencia. Frente a la racionalidad occidental, que fragmenta, analiza y domina, Churata eleva el mito como una forma de sabiduría integral, donde lo humano, lo divino y lo natural se entrelazan en una unidad viva.

Sin embargo, esta propuesta, por su radicalidad, se vuelve excluyente y cerrada. Al absolutizar el mito como única vía legítima de conocimiento, Churata construye una filosofía que no admite diálogo ni mestizaje, sino que exige pureza simbólica y ruptura total con el pensamiento occidental. En ese gesto, su proyecto se convierte en una utopía metafísica que, aunque poderosa en su fuerza poética, resulta inviable como horizonte cultural para un mundo marcado por la pluralidad, la historia y el conflicto.

La ley cósmica del mito, tal como la concibe Churata, ofrece una alternativa profunda al racionalismo moderno, pero al mismo tiempo revela los límites de una visión que, al querer restaurar el origen, corre el riesgo de negar el presente. Su filosofía mitocrática es, en última instancia, una apuesta por la totalidad perdida, por un orden anterior al quiebre colonial. Y aunque esa apuesta ilumina zonas olvidadas del pensamiento andino, también exige una reflexión crítica sobre la posibilidad real de construir futuro desde el mito sin caer en el dogma.

En suma, la filosofía mitocrática que Gamaliel Churata articula en El pez de oro constituye una propuesta audaz: el mito no como relato marginal ni superstición popular, sino como ley cósmica, como principio ordenador de la existencia, como sistema de pensamiento autónomo frente a la racionalidad occidental. En su visión, el mito no narra: estructura, explica, fundamenta. Es una ontología viva, una metafísica ancestral que da sentido al mundo desde una lógica distinta a la del logos europeo.

Sin embargo, el proyecto de Churata, al absolutizar el mito como única vía legítima de conocimiento, se vuelve radicalmente excluyente. Su rechazo frontal al cristianismo y a toda forma de mestizaje lo conduce a una utopía simbólica que, por su pureza, resulta inviable en el contexto histórico y cultural contemporáneo. El mundo precolombino que Churata desea restaurar ya no existe como realidad viviente, y su intento de reinstaurarlo como sistema total corre el riesgo de caer en un totalitarismo cultural, incompatible con la pluralidad y el mestizaje que definen al Perú moderno.

La filosofía de Rodolfo Kusch, aunque profundamente comprometida con la reivindicación del pensamiento indígena americano, también corre el riesgo de resolverse en un indigenismo radical que, al igual que el proyecto de Churata, absolutiza una ontología local desligada del diálogo intercultural. Inspirado por Heidegger, Kusch busca una ontología americana que no parta del ser abstracto del pensamiento occidental, sino de la vivencia concreta del “estar” en el mundo andino. En este intento, el pensamiento indígena se convierte en fundamento ontológico, en raíz auténtica desde la cual se puede pensar América sin recurrir a las categorías europeas. Sin embargo, esta búsqueda de autenticidad puede derivar en una forma de esencialismo que clausura el intercambio entre saberes, al privilegiar una visión del mundo que se presenta como originaria, pura y autosuficiente.

Kusch propone una filosofía del “estar” que se contrapone al “ser” occidental, y en esa oposición radical se configura una ontología que excluye el mestizaje como posibilidad filosófica. El mundo indígena, en su formulación, se convierte en paradigma absoluto, en horizonte ontológico que no necesita dialogar con otras tradiciones, sino que se afirma en su diferencia irreductible. Esta postura, aunque valiosa en su intento por descolonizar el pensamiento, puede desembocar en una forma de totalización simbólica que niega la complejidad histórica de América Latina, marcada precisamente por el cruce, la mezcla y la tensión entre múltiples cosmovisiones.

Al igual que Churata, Kusch corre el riesgo de convertir el mito y la vivencia indígena en sistema cerrado, en alternativa excluyente frente al pensamiento occidental. En lugar de abrir un espacio para el diálogo intercultural, su propuesta filosófica tiende a construir una ontología andina que se afirma en la negación del otro, en la pureza de lo propio. Esta radicalización del pensamiento indígena, aunque motivada por una legítima crítica al colonialismo epistemológico, puede terminar reproduciendo una lógica de exclusión que impide pensar la pluralidad constitutiva del continente. Frente a ello, se vuelve necesario recuperar el valor del mito y del pensamiento indígena no como esencia intocable, sino como lenguaje profundo que puede dialogar, traducirse y enriquecer otras formas de comprender el mundo.

El punto filosófico más débil de la Estarlogia de Rodolfo Kusch radica en su incapacidad para reconocer que el inmanentismo que defiende —como fundamento ontológico del pensamiento indígena— comparte una estructura profunda con el inmanentismo moderno, aunque este último se manifieste de forma desacralizada. Kusch propone una ontología del “estar” que se arraiga en la tierra, en la cotidianidad, en la vivencia concreta del sujeto americano, y lo contrapone al “ser” abstracto y trascendente del pensamiento occidental. Sin embargo, al absolutizar esta inmanencia como vía auténtica, no advierte que la modernidad también ha desarrollado un régimen inmanentista, aunque marcado por el relativismo, la pérdida de sentido ético y el nihilismo. En otras palabras, el “estar” que Kusch reivindica como sacralidad originaria puede terminar resonando —sin quererlo— con el vacío existencial de una modernidad que ha expulsado toda trascendencia, pero sin recuperar el sentido simbólico que él atribuye al mundo indígena.

Esta omisión filosófica es crucial, porque impide a Kusch establecer una crítica efectiva al pensamiento moderno. Al no distinguir entre una inmanencia sacralizada —como la que él encuentra en el pensamiento andino— y una inmanencia profana —como la que domina en la modernidad tardía—, su propuesta corre el riesgo de quedar atrapada en una ambigüedad ontológica. El “estar” indígena, en su formulación, se presenta como alternativa radical, pero no logra articular una mediación crítica que permita diferenciarlo del “estar” moderno, marcado por el desencantamiento del mundo. Así, la Estarlogia de Kusch, en su afán por recuperar una ontología americana, termina ignorando que la inmanencia, sin una dimensión simbólica o trascendente, puede devenir en indiferencia ética, en relativismo cultural y en nihilismo existencial.

Otra debilidad filosófica central en el pensamiento de Rodolfo Kusch es su renuncia al principio de trascendencia, sin advertir que dicha renuncia está mediada por una visión deformada del Dios cristiano, heredada de la crítica ilustrada y volteriana. En su afán por reivindicar el “estar” americano como forma de pensamiento arraigado en la tierra, en la inmanencia y en la vivencia concreta, Kusch descarta toda posibilidad de trascendencia como si esta fuera inseparable del racionalismo europeo, del dualismo cartesiano o de la teología dogmática. Sin embargo, esta lectura de la trascendencia está profundamente influida por la caricatura que la Ilustración construyó del cristianismo: un Dios lejano, juez moral, principio abstracto y exterior al mundo. Al adoptar esta crítica sin matices, Kusch pierde de vista que la trascendencia —en su sentido más profundo— no necesariamente implica negación de la inmanencia, sino que puede operar como apertura simbólica, como horizonte de sentido, como dimensión que permite pensar lo humano más allá de lo inmediato.

La filosofía mitocrática que Kusch propone, centrada en el mito como forma de pensamiento originario, también tiene límites históricos que él no siempre reconoce. El mito, como lenguaje profundo, es eficaz para expresar una cosmovisión simbólica, pero no puede responder por sí solo a los desafíos éticos, políticos y filosóficos del presente. Al absolutizar el mito como vía privilegiada de pensamiento, y al rechazar la trascendencia como categoría filosófica, Kusch clausura la posibilidad de articular una filosofía que dialogue con la tradición metafísica sin someterse a ella. En este gesto, su propuesta corre el riesgo de quedar atrapada en una ontología cerrada, que no puede pensar la alteridad radical, ni la apertura al misterio, ni la dimensión ética que la trascendencia puede ofrecer.

En suma, Kusch no advierte que su crítica al pensamiento occidental, aunque legítima, está condicionada por una visión parcial de la trascendencia cristiana, filtrada por el racionalismo ilustrado. Al no explorar otras formas de trascendencia —como las que ofrecen la mística, la teología simbólica o incluso ciertas corrientes filosóficas no dogmáticas— su Estarlogia se vuelve ontológicamente insuficiente para pensar la totalidad de la experiencia humana. El mito, sin trascendencia, puede volverse repetición; y la inmanencia, sin apertura, puede devenir clausura.

En ¿Qué significa pensar desde América Latina? Hacia una racionalidad transmoderna y postoccidental, Juan José Bautista Segales propone una crítica interesante al pensamiento occidental moderno, articulando una ontología situada en las cosmovisiones andinas. Su apuesta por una racionalidad transmoderna busca descolonizar el pensamiento y recuperar el horizonte epistémico de Abya Yala, donde el ser se concibe como vínculo, comunidad y reciprocidad. Sin embargo, esta crítica, aunque legítima y necesaria, está condicionada por una visión parcial de la trascendencia cristiana, filtrada por el racionalismo ilustrado que él mismo denuncia. Al igual que Rodolfo Kusch, Segales no explora otras formas de trascendencia que podrían enriquecer su propuesta ontológica. La mística cristiana, la teología simbólica medieval, o incluso ciertas corrientes filosóficas no dogmáticas —como la fenomenología hermenéutica o el pensamiento dialógico— ofrecen modos de pensar la experiencia humana que no se reducen a la lógica instrumental ni al sujeto cartesiano. Al no integrar estas posibilidades, su ontología corre el riesgo de volverse insuficiente para pensar la totalidad de lo humano.

El mito, sin una apertura trascendente, puede volverse repetición; y la inmanencia, sin una dimensión simbólica que la desborde, puede devenir clausura. En este sentido, la Estarlogía de Kusch y la racionalidad transmoderna de Segales comparten una limitación: ambas absolutizan lo propio como resistencia, pero sin abrirse a lo otro como posibilidad. La crítica al pensamiento occidental no debería implicar el rechazo de toda forma de trascendencia, sino más bien su reconfiguración desde horizontes plurales. Solo así se podrá pensar una ontología verdaderamente abierta, capaz de acoger la diversidad de experiencias humanas sin caer en esencialismos ni clausuras epistémicas.

Al desechar la trascendencia bajo esa caricatura, Kusch y Segales ignoran que existen formas de pensar lo trascendente que no se inscriben en la lógica dogmática ni en el racionalismo europeo. Pensadoras como Simone Weil, por ejemplo, recuperan la trascendencia como apertura al sufrimiento del otro, como experiencia de gracia que no se impone, sino que se recibe en el silencio y la atención radical. Paul Ricoeur, desde su hermenéutica, propone una trascendencia que no niega la finitud humana, sino que la atraviesa: el símbolo religioso “da que pensar” porque remite a una alteridad que no se puede poseer, pero que interpela éticamente al sujeto. Mircea Eliade, por su parte, muestra cómo lo sagrado se manifiesta en lo cotidiano a través de hierofanías, revelaciones que no son racionales ni sistemáticas, pero que permiten reconectar con una dimensión profunda del ser. Frente a estas perspectivas, la ontología inmanentista de Kusch, aunque busca sacralizar el “estar” americano, corre el riesgo de clausurar la apertura al misterio, de confundir la inmanencia simbólica con la inmanencia profana de la modernidad, marcada por el relativismo, el desencanto y el nihilismo. En ese gesto, su filosofía pierde la posibilidad de articular una ética del sentido, una metafísica del don, una espiritualidad del límite.

En cambio, la propuesta que aquí se desarrolla en este libro retoma la filosofía mitocrática no como proyecto restaurador, sino como línea metodológica. El mito, en esta lectura, no se impone como sistema absoluto, sino que se convierte en herramienta interpretativa para comprender un mundo precolombino ya fenecido, pero aún latente en símbolos, prácticas, y memorias. Se trata de leer el mito no como dogma, sino como clave hermenéutica, como lenguaje profundo que permite acceder a una cosmovisión extinguida en su forma original, pero viva en sus huellas. Así, la filosofía mitocrática no se propone aquí como alternativa excluyente al pensamiento occidental, sino como complemento crítico, como vía para enriquecer la comprensión del mundo andino desde sus propios códigos simbólicos. No se trata de revivir el Tawantinsuyo, sino de interpretarlo con fidelidad y respeto, reconociendo que el mito puede ser leído como ley cósmica sin necesidad de absolutizarlo como única verdad. En ese gesto, se abre un espacio para el diálogo entre saberes, para una lectura intercultural que no niega el pasado, pero tampoco lo idealiza: lo piensa, lo traduce, lo revela.

Toda ontología que se encierra en la inmanencia —ya sea en su forma sacral, como en ciertas cosmovisiones ancestrales, o en su versión desacralizada, como en la modernidad ilustrada— incurre en una mutilación de la dimensión trascendente de la realidad. Al absolutizar el mundo como totalidad cerrada, se pierde la apertura ontológica que permite al ser humano orientarse hacia lo que lo excede, lo desborda y lo interpela. Esta clausura no solo empobrece la experiencia metafísica, sino que reduce la existencia a un plano horizontal, donde el sentido se disuelve en la repetición de lo mismo o en la fragmentación de lo inmediato.

La causa más profunda de esta mutilación se encuentra en una lectura ideológica del cristianismo, especialmente aquella promovida por la Ilustración volteriana. En su afán por emanciparse de la teología dogmática, el pensamiento ilustrado no solo desacralizó el mundo, sino que redujo la trascendencia a superstición, y la fe a irracionalidad. Esta operación, aunque comprensible en su contexto histórico, terminó por vaciar el cristianismo de su potencia simbólica y metafísica, convirtiéndolo en una caricatura moralista o en una estructura de poder. Al hacerlo, se cerró la posibilidad de pensar la trascendencia como misterio, como apertura, como fundamento del sentido.

Este vaciamiento trascendente se ha visto reforzado por el modo de vida moderno, marcado por el materialismo, el consumismo, el hedonismo y el nihilismo. En los últimos dos siglos, la cultura occidental ha promovido una existencia centrada en el tener, en el placer inmediato y en la negación del sufrimiento como vía de sentido. Esta forma de vida no solo impide el acceso a lo trascendente, sino que lo ridiculiza, lo banaliza o lo ignora. El resultado es una ontología empobrecida, incapaz de responder a las preguntas últimas del ser humano: ¿por qué existe algo en lugar de nada?, ¿existe Dios? ¿es Cristo nuestro Redentor? ¿qué sentido tiene el dolor?, ¿qué hay más allá de la muerte?

Frente a esta clausura, se vuelve urgente recuperar una ontología abierta a la trascendencia, no como dogma impuesto, sino como posibilidad simbólica, metafísica y existencial. Esta apertura no niega la inmanencia, sino que la transfigura, la ilumina desde dentro. Solo una ontología que reconozca la dimensión vertical del ser podrá responder a la profundidad de la experiencia humana, y ofrecer un horizonte de sentido que no se agote en lo inmediato. La tarea filosófica, entonces, no es clausurar el misterio, sino aprender a habitarlo.

Resulta sorprendente, desde una perspectiva filosófica seria, constatar el olvido sistemático de una verdad elemental: lo inmanente, por definición, es finito, temporal, contingente. Es decir, está marcado por el devenir, por la mutación constante, por la imposibilidad de fundarse en sí mismo. Y, sin embargo, gran parte del pensamiento contemporáneo —tanto en sus versiones materialistas como en sus espiritualismos inmanentistas— parece ignorar esta evidencia, como si lo que cambia pudiera sostenerse sin lo que permanece, como si el río pudiera fluir sin cauce ni fuente.

Toda realidad que se agota en la inmanencia carece de fundamento último. Lo contingente no puede ser causa de sí mismo; lo temporal no puede explicar su propio origen; lo finito no puede contener la razón de su existencia. Esta intuición, que atraviesa la historia de la metafísica desde Platón hasta Simone Weil, señala que el ser necesita de una dimensión trascendente que lo funde, lo sostenga y lo oriente. No se trata de una afirmación dogmática, sino de una exigencia racional: sin lo trascendente, lo inmanente se disuelve en la pura facticidad, en el sinsentido, en la repetición sin origen ni destino.

El devenir, lejos de ser una afirmación de autonomía, es el signo más claro de dependencia ontológica. Lo que cambia revela que no es absoluto, que no se basta a sí mismo, que necesita de algo que lo trascienda para poder ser. Esta dependencia no es una debilidad, sino una estructura ontológica: el ser finito remite, por su propia naturaleza, a un ser que no cambia, que no depende, que no se agota. Negar esta remisión es negar la posibilidad misma de la filosofía como búsqueda del fundamento, como interrogación radical sobre el ser.

Reconocer que lo inmanente no es causa ni fundamento de sí mismo es un acto de humildad filosófica. Es abrirse a la posibilidad de que el sentido no se construye, sino que se recibe; que la existencia no se explica desde dentro, sino que se ilumina desde fuera. Esta apertura no implica renunciar a la razón, sino llevarla hasta su límite, hasta ese punto donde el pensamiento reconoce que hay algo que lo excede, que lo precede, que lo sostiene. En ese reconocimiento comienza la verdadera metafísica: no como sistema cerrado, sino como asombro ante el misterio del ser.

Por ello mismo, resulta evidente la insuficiencia ontológica del inmanentismo andino. Las ontologías inmanentistas del Abya Yala —como las propuestas por Churata, Kusch, Segales y otros pensadores que buscan fundar una filosofía desde las cosmovisiones indígenas— ofrecen una valiosa crítica al pensamiento occidental moderno. Sin embargo, desde el punto de vista estrictamente filosófico, estas propuestas son defectuosas, insuficientes y, en última instancia, erróneas. Al absolutizar la inmanencia como horizonte ontológico, niegan o ignoran la necesidad de un fundamento trascendente que dé sentido, origen y destino al ser. Lo comunitario, lo ritual, lo telúrico, aunque profundamente significativos, no pueden por sí solos sostener una ontología completa.

El mito sin trascendencia resulta repetición sin fundamento. En estas filosofías, el mito y la experiencia ancestral son elevados a categoría ontológica, pero sin una apertura hacia lo trascendente, corren el riesgo de volverse repetición sin fundamento. El tiempo cíclico, la sacralidad de la tierra, la comunión con los elementos, aunque ricos simbólicamente, no explican el origen ni el destino último del ser. Lo inmanente, por su propia naturaleza contingente y finita, no puede ser causa de sí mismo. Al no reconocer esta dependencia ontológica, las filosofías del Abya Yala se cierran sobre sí mismas, convirtiendo la diferencia cultural en clausura metafísica.

El error filosófico es confundir lo originario con lo absoluto Churata, Kusch y Segales confunden lo originario con lo absoluto. Lo ancestral, lo comunitario, lo premoderno, son dimensiones valiosas de la experiencia humana, pero no constituyen por sí mismas el fundamento último del ser. La ontología no puede limitarse a lo vivido, a lo ritual, a lo simbólico inmediato; necesita abrirse a lo que trasciende, a lo que no se agota en la experiencia, a lo que funda sin ser fundado. Al no hacerlo, estas propuestas filosóficas incurren en un error de categoría: toman lo relativo como absoluto, lo contingente como necesario, lo temporal como eterno.

La urgencia de una ontología abierta. Por ello, es urgente repensar estas ontologías desde una apertura metafísica que reconozca la trascendencia como condición de posibilidad del ser. No se trata de imponer una metafísica occidental, sino de recuperar la dimensión vertical del pensamiento, aquella que permite al ser humano orientarse hacia lo que lo excede. Solo así se podrá construir una filosofía verdaderamente universal, capaz de integrar la riqueza de lo ancestral sin caer en el esencialismo, y de dialogar con lo moderno sin someterse a su clausura racionalista.

De ahí que se dé la convergencia paradójica entre dos inmanentismos. Aunque el inmanentismo andino —como el que proponen Churata, Kusch y Segales— nace como una crítica al pensamiento moderno occidental, en su rechazo de la trascendencia termina haciendo el juego al mismo inmanentismo nihilista que caracteriza a la modernidad anética. Esta modernidad, despojada de alma, de símbolo y de misterio, ha reducido la realidad a lo empírico, lo útil y lo inmediato. Al absolutizar la tierra, el rito, la comunidad y el mito sin apertura a lo trascendente, el pensamiento andino corre el riesgo de replicar la clausura ontológica moderna, aunque desde coordenadas culturales distintas.

Hay, pues, una clausura compartida: sin fundamento ni sentido último. Ambos inmanentismos —el ancestral y el moderno— comparten una estructura de clausura: niegan la posibilidad de un fundamento último, de una causa necesaria, de una orientación vertical del ser. En el caso moderno, esta negación se expresa en el materialismo, el hedonismo y el nihilismo; en el caso andino, en la sacralización de lo telúrico sin apertura metafísica. Pero el resultado es el mismo: una ontología sin sentido último, sin origen ni destino, donde el devenir se convierte en repetición, y la existencia en pura facticidad.

La ilusión de la diferencia radical es espejismo. El pensamiento andino pretende ofrecer una alternativa radical al pensamiento moderno, pero al renunciar a la trascendencia, termina atrapado en la misma lógica que busca superar. La diferencia cultural no basta para fundar una diferencia ontológica. Sin una apertura al misterio, al símbolo, al fundamento que no se agota en lo visible, toda ontología se vuelve horizontal, cerrada, incapaz de responder a las preguntas últimas del ser humano. En este sentido, el inmanentismo andino no rompe con la modernidad: la prolonga desde otro lenguaje. Emerge la necesidad de una metafísica del sentido. Frente a esta convergencia, se vuelve urgente recuperar una metafísica del sentido, que reconozca la trascendencia como condición de posibilidad del ser. No se trata de imponer una teología dogmática, sino de abrir el pensamiento a lo que lo excede, lo funda y lo orienta. Solo así se podrá superar tanto el nihilismo moderno como el esencialismo ancestral, y construir una filosofía que no se cierre en lo inmediato, sino que se eleve hacia lo eterno.

El inmanentismo de Churata y Kusch merece una respuesta cuidadosa. Es cierto que ambos pensadores, desde sus respectivas tradiciones, elaboran una ontología que no remite a una totalidad cerrada en el sentido clásico. La Pacha, entendida como totalidad andina, no se presenta como cosmos ordenado, sino como caosmos: una totalidad que contiene el desorden, el desequilibrio, lo no totalizable. Esta concepción, sin duda, se distancia de la lógica occidental que tiende a buscar armonía, estructura y clausura. Sin embargo, es necesario precisar que no toda tradición occidental se inscribe en esa clausura. La filosofía cristiana, por ejemplo, no parte de una totalidad cerrada, sino de una apertura radical: la apertura al amor de Dios, que no se agota en el orden natural ni se encierra en la inmanencia del mundo.

La ontología inmanentista andina, tal como la desarrollan Churata y Kusch, nos conduce hacia un marco metafísico de tipo dualista, donde el principio es el Caos, y la deidad suprema —en un contexto henoteísta— actúa como fuerza ordenadora. Se trata de una estructura mítica que, aunque rica en simbolismo, ha sido superada por la revelación cristiana y por la filosofía que de ella se deriva. En el cristianismo, el principio no es el caos, sino el Logos. “En el principio era el Verbo”, afirma el Evangelio de Juan. El mundo no nace del desequilibrio, sino de una voluntad amorosa que llama al ser desde la nada. Esta diferencia ontológica es fundamental: mientras el caosmos andino asume el desorden como constitutivo, la visión cristiana lo reconoce como ruptura, como herida, como consecuencia del pecado, y por tanto como algo que puede ser redimido.

En este punto, la cuestión del sufrimiento se vuelve central. La cosmovisión andina lo incorpora como parte del ciclo vital, como expresión de los desequilibrios que deben ser cuidados. El cristianismo, en cambio, no lo naturaliza: lo enfrenta, lo carga, lo redime. No se trata de negar el sufrimiento ni de explicarlo con fórmulas abstractas —como podría parecer en ciertas lecturas agustinianas— sino de asumirlo desde la compasión, como lo hizo Cristo en la cruz. El sufrimiento no es un dato neutro de la existencia, sino una interpelación ética y espiritual. Por eso, decirle al que sufre que “el mal no existe” puede ser frívolo. Pero también lo sería decirle que el sufrimiento es simplemente parte del equilibrio de la vida. En la tradición cristiana, el sufrimiento tiene sentido porque puede ser transformado por el amor.

Por último, aunque reconozco el valor filosófico de Churata y Kusch, y la riqueza simbólica de la cosmovisión andina, no puedo asumir sus presupuestos ontológicos. Desde la fe cristiana, la totalidad está abierta no porque contenga el caos, sino porque está habitada por Dios. Esa apertura no es inmanente, sino trascendente. Y esa diferencia no es menor: es la que permite pensar el sentido, no como equilibrio, sino como redención.

La reivindicación contemporánea de la filosofía mitocrática andina, si bien puede ofrecer valiosos aportes simbólicos y culturales, corre el riesgo de convertirse en una operación revisionista cuando se la extrae de su contexto histórico ancestral. El pensamiento andino, en su forma originaria, está profundamente arraigado en una cosmovisión que articula mito, rito, territorio y comunidad. Desvincularlo de ese entramado vital y proyectarlo como alternativa filosófica universal, sin mediación crítica, puede llevar a distorsiones conceptuales y a una idealización que poco tiene que ver con su función original.

Este tipo de reivindicación, cuando se realiza desde una perspectiva anacrónica, tiende a reconstruir el pensamiento ancestral como si fuera una filosofía sistemática comparable a las tradiciones metafísicas occidentales. Pero el pensamiento mitocrático no opera bajo los mismos presupuestos: no busca la verdad como correspondencia, ni la totalidad como estructura racional, sino que se expresa en símbolos, narrativas y prácticas que responden a una lógica distinta. Pretender que este pensamiento pueda sustituir o superar la filosofía cristiana o grecolatina sin reconocer sus límites históricos y ontológicos es caer en una forma de romanticismo intelectual que confunde lo simbólico con lo sistemático.

Además, esta reivindicación puede derivar en una forma de esencialismo cultural que, en lugar de abrir el diálogo entre tradiciones, lo clausura. Al presentar la cosmovisión andina como una alternativa superior o más auténtica frente a la tradición occidental, se corre el riesgo de instrumentalizar el pensamiento ancestral para fines ideológicos contemporáneos. En lugar de comprenderlo en su riqueza contextual, se lo convierte en bandera de resistencia o en modelo de pensamiento puro, ignorando las transformaciones que ha sufrido y los desafíos que enfrenta en el mundo moderno.

Por eso, es necesario abordar la filosofía mitocrática andina con respeto, pero también con rigor. Reconocer su valor simbólico, su profundidad ética y su vínculo con la tierra y la comunidad, sin convertirla en un sistema filosófico que compita con otros desde parámetros que no le son propios. La tarea no es reemplazar una tradición por otra, sino comprender cada una en su contexto, y desde allí abrir espacios de diálogo que enriquezcan nuestra comprensión del mundo sin caer en revisionismos ni anacronismos.

El humanismo cósmico, en su intento por superar el antropocentrismo moderno y reconectar al ser humano con el universo, se presenta como una alternativa espiritual que seduce por su lenguaje de armonía, reciprocidad y comunión con la tierra. Sin embargo, desde una perspectiva cristiana, esta corriente encierra presupuestos filosóficos que recortan la realidad y desfiguran la verdad revelada.

Entre sus exponentes contemporáneos destacan pensadores como Pierre Teilhard de Chardin, quien intentó conciliar evolución y espiritualidad en una visión cósmica del Cristo universal; Thomas Berry, con su propuesta de una “nueva historia” que sitúa al ser humano como parte de una comunidad planetaria; y David Bohm, físico y filósofo que promovió una visión holística del universo. También se suman voces como Vandana Shiva, que desde una perspectiva ecofeminista y espiritual, defiende una visión relacional del ser humano con la tierra, y Satish Kumar, quien propone una espiritualidad ecológica basada en la interconexión.

Estos pensadores, aunque diversos, comparten una adhesión al principio de inmanencia: lo divino está contenido exclusivamente en el mundo, en la materia, en las relaciones cósmicas. Esta visión niega la trascendencia de Dios, que el cristianismo afirma como esencial. Dios no es una fuerza impersonal ni una energía difusa, sino un ser personal, libre y amoroso que trasciende la creación sin abandonarla. Al reducir lo espiritual a lo natural, el humanismo cósmico borra la diferencia ontológica entre el Creador y la criatura, y con ello, la posibilidad de una relación auténtica con Dios.

Más aún, aunque se presenta como una crítica al racionalismo ilustrado, el humanismo cósmico reproduce la visión volteriana del cristianismo: lo considera una superstición que debe ser superada por una espiritualidad más “horizontal” y “ancestral”. Esta postura conserva el prejuicio ilustrado que despoja al cristianismo de su profundidad teológica, de su misterio, de su capacidad de redención. En lugar de abrirse al diálogo con la fe, lo excluye con un silencio que revela un anticristianismo mal disimulado.

La alianza con las ontologías indígenas radicales refuerza esta tendencia. Aunque estas cosmovisiones ofrecen una valiosa crítica al modelo occidental de dominio y fragmentación, también corren el riesgo de caer en el sincretismo espiritual, donde todo se mezcla sin discernimiento. En ellas, el pecado no existe como ruptura con Dios, sino como desequilibrio cósmico; la redención no es gracia, sino armonía; y Dios no es Padre, sino energía o espíritu de la tierra. El cristianismo, sin negar el valor de las culturas originarias, proclama que toda cultura está llamada a ser iluminada por la luz de Cristo, sin perder su identidad, pero también sin absolutizar sus límites.

Frente a esta visión cósmica que diluye al ser humano en el universo, el humanismo cristiano recuerda que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, con una vocación eterna, con libertad, conciencia y capacidad de amar. No es un fragmento del cosmos, sino un interlocutor de Dios. La naturaleza no es su enemiga ni su diosa, sino su casa y su responsabilidad. Y la redención no se alcanza por equilibrio, sino por gracia, por el don inmerecido del amor divino que se ha encarnado en Jesucristo.

En definitiva, el humanismo cósmico, al rechazar la trascendencia y absolutizar la inmanencia, ofrece una visión parcial de la realidad. Su espiritualidad, aunque atractiva, no responde al anhelo profundo del corazón humano: el deseo de eternidad, de comunión con un Dios que es más que cosmos, más que tierra, más que energía. Un Dios que es persona, que ama, que salva, que llama. Y ese Dios, desde la fe cristiana, tiene un rostro: el rostro de Cristo.

El humanismo cósmico, en alianza con el ontologismo indígena, está destinado al fracaso filosófico y teológico porque, al absolutizar la inmanencia y disolver la trascendencia, niega las condiciones mismas de posibilidad para una verdad universal, una redención real y una comunión personal con Dios. Su visión del mundo, aunque rica en simbolismo y sensibilidad ecológica, se encierra en una espiritualidad horizontal que no puede responder al drama humano del pecado, del sufrimiento y de la muerte. Al sustituir la gracia por el equilibrio, y al reemplazar al Dios personal por fuerzas impersonales o entidades difusas, estas corrientes se privan de la esperanza escatológica y del fundamento ontológico que solo el cristianismo ofrece: un Dios que trasciende el mundo, pero que se encarna en él para salvarlo. Sin esta verticalidad redentora, el humanismo cósmico y el ontologismo indígena se convierten en sistemas estéticos o éticos sin poder salvífico, incapaces de responder al clamor profundo del alma humana que busca no solo armonía, sino redención y eternidad.

 

 

 

 

 

7

Clima como lenguaje divino

y transformación del ayni

 

En la cosmovisión mitocrática andina, el clima era lenguaje. Las sequías eran advertencias, los diluvios eran castigos, las lluvias eran bendiciones. Cada fenómeno climático tenía una causa espiritual, y cada respuesta humana debía ser ritual, colectiva y consciente. Este sistema refleja un causalismo ritual en el sentido más profundo: no como castigo moral, sino como ley natural del equilibrio universal. La armonía no era una utopía, sino una necesidad.

En la cosmovisión andina, el clima no era un fenómeno meramente físico ni un accidente de la naturaleza. Era, ante todo, un lenguaje sagrado, una forma en que el universo —o más precisamente, la Pachamama y los apus— se comunicaban con los seres humanos. Las lluvias no eran solo agua que caía del cielo, sino bendiciones que revelaban armonía entre el mundo humano y el mundo espiritual. Las sequías no eran simples desajustes meteorológicos, sino advertencias de desequilibrio, señales de que algo en el tejido de la reciprocidad había sido roto. Los diluvios, por su parte, eran castigos no en el sentido moral cristiano, sino como correcciones naturales de un sistema que busca restaurar su equilibrio.

Este sistema de interpretación se inscribe en lo que podríamos llamar causalismo ritual. No se trata de una causalidad mecánica, sino de una causalidad simbólica y espiritual, donde cada acción humana tiene una resonancia en el cosmos. El ritual, entonces, no es superstición ni magia, sino una forma de diálogo con el universo. Las ofrendas, las danzas, los cantos y las peregrinaciones son respuestas conscientes y colectivas a los mensajes del clima. No se busca evitar el castigo, sino restablecer la armonía. En este sentido, la armonía no es una utopía idealista, sino una necesidad vital: sin ella, el mundo se desajusta, se enferma, se desmorona.

Contrastemos esto con la concepción cristiana tradicional, especialmente en su vertiente colonial. En el cristianismo, los fenómenos climáticos extremos —como diluvios o sequías— han sido interpretados históricamente como castigos divinos por el pecado humano. El diluvio de Noé, por ejemplo, es presentado como una purga moral, una respuesta de Dios a la corrupción de la humanidad. Aquí, el clima no es tanto un lenguaje de equilibrio como un instrumento de juicio. La relación entre Dios y el ser humano es vertical, jerárquica, y la respuesta a los fenómenos naturales suele ser la oración individual, el arrepentimiento y la obediencia.

Mientras que en la cosmovisión andina el clima exige una respuesta ritual colectiva, en la cristiana exige una respuesta moral individual. El causalismo ritual andino no busca culpables, sino causas; no condena, sino corrige. En cambio, la visión cristiana tiende a moralizar el sufrimiento, a leer en él una lección ética, una prueba de fe o una penitencia.

Ambas concepciones, sin embargo, coinciden en algo esencial: el clima no es mudo. Habla. Pero mientras en el cristianismo habla con la voz de un Dios que juzga, en la cosmovisión andina habla con la voz de una naturaleza que equilibra. El desafío contemporáneo podría ser aprender a escuchar ambas voces, no como opuestas, sino como complementarias. Porque quizás, en tiempos de crisis climática global, necesitamos más que nunca recuperar el sentido del clima como lenguaje divino —no para temerlo, sino para entenderlo y responderle con sabiduría.

Durante los desastres climáticos, los mochicas —una de las civilizaciones más sofisticadas del antiguo Perú— respondían con rituales profundamente simbólicos, entre ellos los sacrificios humanos, como parte de su causalismo ritual. Esta práctica no era vista como una crueldad, sino como una forma de restablecer el equilibrio cósmico alterado por fenómenos como lluvias torrenciales, sequías o el fenómeno de El Niño. En la Huaca de la Luna, importante centro ceremonial, se han encontrado evidencias arqueológicas de sacrificios humanos realizados durante periodos de intensas lluvias. Guerreros capturados eran sacrificados ritualmente, y sus cuerpos ofrecidos a los dioses como parte de ceremonias para apaciguar las fuerzas naturales. Posteriormente, se clausuró parte del templo y se construyó uno más pequeño, lo que sugiere un cambio en el discurso religioso vinculado a la crisis climática. En las representaciones en cerámica: Las cerámicas mochicas muestran escenas detalladas de sacrificios rituales, donde sacerdotes portan copas con sangre de prisioneros. Estas imágenes no solo documentan los rituales, sino que también reflejan la importancia espiritual de estas prácticas en momentos de desequilibrio ambiental. En el colapso por el cambio climático, hacia finales del siglo VIII, los mochicas enfrentaron una serie de cataclismos naturales —lluvias torrenciales seguidas por décadas de sequía— que devastaron sus sistemas agrícolas y asentamientos. En respuesta, intensificaron sus rituales, incluyendo sacrificios humanos, como forma de restaurar la armonía con las fuerzas cósmicas.

El Causalismo ritual vs. visión cristiana se aprecia en la cosmovisión mochica, el sacrificio humano era una respuesta ritual colectiva ante el desequilibrio natural. No se trataba de castigo moral, sino de una ofrenda para restablecer el orden universal. En contraste, la visión cristiana interpreta los desastres como castigos divinos por el pecado, y la respuesta es moral e individual: arrepentimiento, oración y obediencia. Mientras el causalismo ritual busca reequilibrar el cosmos mediante actos simbólicos, la concepción cristiana busca redención espiritual ante un Dios que juzga. Ambas visiones reconocen el clima como lenguaje divino, pero difieren radicalmente en cómo se debe responder a ese mensaje.

Incluso los incas —que en comparación con culturas como la mochica o la chimú mitigaron la práctica de sacrificios humanos sangrientos— no abandonaron del todo esta forma de respuesta ritual ante desastres naturales. En su lugar, desarrollaron formas más simbólicas o incruentas, aunque también conservaron rituales como la Capacocha, que sí implicaban sacrificios humanos, pero realizados con solemnidad y sin violencia explícita.

Los incas practicaban rituales incruentos que consistían en: Ofrendas de objetos sagrados: Se enterraban textiles finos, figurillas de oro o plata, alimentos y chicha en lugares sagrados como montañas, lagos o templos, como ofrenda a los dioses para restablecer el equilibrio cósmico. Ceremonias agrícolas: Durante las festividades como el Inti Raymi, se realizaban rituales colectivos para agradecer al sol y pedir buenas cosechas, sin necesidad de derramamiento de sangre. Ritos de purificación: Se usaban baños rituales, ayunos y peregrinaciones como formas de limpiar el cuerpo y el espíritu, especialmente en tiempos de crisis. La Capacocha era el sacrificio humano ritual. Aunque los incas redujeron la violencia explícita, conservaron el ritual de la Capacocha, una ceremonia en la que se sacrificaban niños y niñas considerados puros, usualmente hijos de caciques. Estos eran narcotizados con coca y chicha, y luego enterrados en altares ceremoniales en las cumbres de los Andes, como ofrenda a los dioses ante desastres naturales como sequías, terremotos o erupciones volcánicas.

Ejemplos notables incluyen: La Dama de Ampato (Momia Juanita): Encontrada en el volcán Ampato, fue sacrificada como parte de una Capacocha, probablemente en respuesta a una erupción volcánica. Los niños del Llullaillaco: Tres niños encontrados en la cima del volcán Llullaillaco, en Argentina, sacrificados en un ritual de Capacocha con fines religiosos y políticos.

La comparación con el causalismo ritual mochica arroja el resultado que mientras los mochicas respondían a los desastres con sacrificios sangrientos de guerreros capturados, los incas ritualizaron el sacrificio humano en formas más ceremoniales y menos violentas. Ambos sistemas, sin embargo, compartían el principio del causalismo ritual: el clima como lenguaje divino, y el sacrificio como respuesta para restaurar la armonía entre el mundo humano y el espiritual.

El cristianismo introdujo una transformación profunda en la manera en que las sociedades interpretaron su relación con la naturaleza, especialmente frente a los desastres naturales. A través de conceptos como Dios creador, persona, libre albedrío y amor gratuito, se redefinió el vínculo entre lo humano, lo divino y lo natural, desplazando el causalismo ritual hacia una visión más moral, teológica y personalista.

Las transformaciones cristianas en la relación con la naturaleza fueron las siguientes: (1) Dios como creador trascendente. En la cosmovisión cristiana, Dios no es una fuerza inmanente en la naturaleza, como en las religiones andinas, sino un ser trascendente que crea el mundo desde fuera de él. La naturaleza ya no es divina en sí misma, sino obra de un Dios que la ordena con propósito. Esto desmitifica los fenómenos naturales: ya no son manifestaciones directas de lo sagrado, sino parte de una creación que puede ser estudiada, dominada y transformada. (2) La persona como imagen de Dios. El ser humano es visto como imago Dei, imagen de Dios, lo que le confiere una dignidad única. Ya no es simplemente parte de un tejido cósmico que debe equilibrarse mediante rituales, sino un sujeto moral con responsabilidad individual. La persona deja de ser un medio para convertirse en fin en sí mismo. Esta visión rompe con la lógica de sacrificios humanos: ningún ser humano puede ser reducido a instrumento ritual, porque cada uno posee un valor absoluto. (3) Libre albedrío y responsabilidad moral. El cristianismo introduce el concepto de libre albedrío: el ser humano puede elegir entre el bien y el mal. Los desastres naturales, entonces, no son respuestas automáticas del cosmos a desequilibrios rituales, sino pruebas, llamados a la conversión o consecuencias indirectas del pecado humano. La respuesta ya no es ritual colectivo, sino arrepentimiento personal, oración y caridad. (4) Amor gratuito y providencia. Dios no exige ofrendas para conceder bendiciones: su amor es gratuito. Esta idea desactiva la lógica de reciprocidad cósmica que dominaba el causalismo ritual. La naturaleza puede ser hostil, pero no necesariamente como castigo. El sufrimiento se interpreta como misterio, como oportunidad para crecer en fe, y no como señal de desequilibrio espiritual que debe corregirse mediante sacrificios.

Todo lo cual trajo implicaciones frente a los desastres naturales: En la cosmovisión andina, los desastres eran mensajes divinos que exigían respuestas rituales para restaurar el equilibrio. En el cristianismo, los desastres pueden ser vistos como pruebas, llamados a la solidaridad, o simplemente como parte de una creación que aún espera su redención final. Esta transformación permitió el desarrollo de una ética del cuidado, de la compasión y de la ciencia como herramienta para comprender y mitigar los efectos de la naturaleza. Pero también implicó una ruptura con el sentido de comunión cósmica que caracterizaba a las culturas andinas.

La llegada del cristianismo introdujo una ruptura teológica en la ética de reciprocidad. El ayni, basado en el intercambio espiritual, fue confrontado por la noción cristiana de amor gratuito, donde el perdón y la gracia se ofrecen sin esperar retribución. Casilla Suclli (2021) señala que “la práctica del ayni puede ser vista como un puente que conecta la cultura andina con la fe cristiana, pero también como un punto de tensión entre la reciprocidad ancestral y la gratuidad divina”. El clima dejó de ser juicio divino y pasó a ser fenómeno natural o prueba de fe. El causalismo ritual fue desplazado por una teología de la gracia.

La irrupción del cristianismo en el mundo andino no solo transformó las creencias religiosas, sino que produjo una ruptura profunda en la ética que regía las relaciones entre los seres humanos, la naturaleza y lo divino. En el corazón de la cosmovisión andina estaba el ayni, una práctica ancestral de reciprocidad que no se limitaba al intercambio económico, sino que articulaba una ética espiritual: dar para recibir, ofrecer para equilibrar, responder al universo con actos rituales que mantenían la armonía cósmica. El clima, en este sistema, era parte del diálogo: las lluvias, las sequías, los vientos y los temblores eran respuestas del mundo espiritual a las acciones humanas. El causalismo ritual no era superstición, sino una forma de leer el mundo como texto sagrado.

Con la llegada del cristianismo, esta lógica fue confrontada por una nueva teología: la del amor gratuito. Dios, según la doctrina cristiana, no exige ofrendas para conceder bendiciones. Su gracia es don, no deuda. El perdón se ofrece sin esperar retribución, y la salvación no se compra ni se negocia, sino que se recibe por fe. Esta visión desactivó la ética de reciprocidad ancestral, desplazando el causalismo ritual por una teología de la gracia. El clima dejó de ser juicio divino y pasó a ser fenómeno natural o prueba de fe. Ya no se trataba de restablecer el equilibrio cósmico mediante rituales colectivos, sino de aceptar el sufrimiento como parte del misterio divino, y responder con oración, humildad y esperanza.

Casilla Suclli (2021) observa con agudeza que “la práctica del ayni puede ser vista como un puente que conecta la cultura andina con la fe cristiana, pero también como un punto de tensión entre la reciprocidad ancestral y la gratuidad divina”. En efecto, el ayni no desapareció, pero fue reinterpretado. En algunos casos, se convirtió en metáfora de la caridad cristiana; en otros, resistió como núcleo ético de las comunidades indígenas, en tensión con la doctrina colonial. La ruptura no fue total, pero sí profunda: se pasó de una espiritualidad de equilibrio a una espiritualidad de don.

Este cambio tuvo implicaciones no solo teológicas, sino también sociales y políticas. La reciprocidad ritual, que organizaba la vida comunitaria, fue reemplazada por una moral individualista centrada en la salvación personal. El universo dejó de ser un interlocutor y se convirtió en escenario. La naturaleza, antes sagrada, fue despojada de su voz espiritual y reducida a objeto de estudio, explotación o contemplación.

Sin embargo, en muchas comunidades andinas, el ayni sigue vivo, no como vestigio, sino como resistencia. En él persiste una visión del mundo donde todo está conectado, donde el dar y el recibir son parte de un mismo gesto sagrado. Y quizás, en tiempos de crisis ecológica y espiritual, esa ética ancestral pueda dialogar nuevamente con la teología cristiana, no desde la imposición, sino desde el encuentro.

El movimiento pachamamista emerge como una corriente contemporánea que busca resucitar la cosmovisión andina en su forma más pura, proponiendo una ruptura radical con quinientos años de influencia cristiana y, en particular, con la teología de la gracia. En su afán de restaurar el vínculo sagrado entre el ser humano y la naturaleza, este movimiento reivindica el ayni, el causalismo ritual y la sacralidad de la Pachamama como ejes éticos y espirituales, rechazando la noción de un Dios trascendente que otorga amor gratuito sin reciprocidad. Para el pachamamista, la armonía cósmica no se alcanza por fe ni por redención divina, sino por prácticas rituales, ofrendas y una ética de equilibrio que involucra a toda la comunidad. Esta postura, sin embargo, implica una tabla rasa teológica: una negación explícita del legado cristiano, no como parte de un diálogo intercultural, sino como obstáculo a superar. En su búsqueda de autenticidad ancestral, el pachamamismo corre el riesgo de idealizar el pasado y simplificar la complejidad del sincretismo religioso que ha marcado profundamente la espiritualidad andina contemporánea.

 

Bibliografía

 

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Casilla Suclli, R. (2021). Ayni y gracia: Diálogo intercultural entre la ética andina y la teología cristiana. Fondo Editorial Andino.

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Valcárcel, L. E. (1970). Tempestad en los Andes. Editorial Universo.

Weil, S. (2002). La gravedad y la gracia. Editorial Trotta.

 

 

Índice

 

Prólogo

Introducción

1. Animismo y reciprocidad ecológica

2. Politeísmo funcional y ritualismo climático

3. Meganiños y sequías: colapso como ruptura cósmica

4. Sacrificios humanos: restauración extrema del orden

5. Henoteísmo solar y ritual estatal

6. Filosofía mitocrática: mito como ley cósmica

7.  Clima como lenguaje divino y transformación del ayni

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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