miércoles, 6 de agosto de 2025

ONTOLOGÍA INMANENTISTA ANDINA Y ANACRONISMO

 


ONTOLOGÍA INMANENTISTA ANDINA Y ANACRONISMO


La ontología inmanentista andina, tal como la desarrollan Churata y Kusch, nos conduce hacia un marco metafísico de tipo dualista, donde el principio es el Caos, y la deidad suprema —en un contexto henoteísta— actúa como fuerza ordenadora. Se trata de una estructura mítica que, aunque rica en simbolismo, ha sido superada por la revelación cristiana y por la filosofía que de ella se deriva. En el cristianismo, el principio no es el caos, sino el Logos. “En el principio era el Verbo”, afirma el Evangelio de Juan. El mundo no nace del desequilibrio, sino de una voluntad amorosa que llama al ser desde la nada. Esta diferencia ontológica es fundamental: mientras el caosmos andino asume el desorden como constitutivo, la visión cristiana lo reconoce como ruptura, como herida, como consecuencia del pecado, y por tanto como algo que puede ser redimido.

En este punto, la cuestión del sufrimiento se vuelve central. La cosmovisión andina lo incorpora como parte del ciclo vital, como expresión de los desequilibrios que deben ser cuidados. El cristianismo, en cambio, no lo naturaliza: lo enfrenta, lo carga, lo redime. No se trata de negar el sufrimiento ni de explicarlo con fórmulas abstractas —como podría parecer en ciertas lecturas agustinianas— sino de asumirlo desde la compasión, como lo hizo Cristo en la cruz. El sufrimiento no es un dato neutro de la existencia, sino una interpelación ética y espiritual. Por eso, decirle al que sufre que “el mal no existe” puede ser frívolo. Pero también lo sería decirle que el sufrimiento es simplemente parte del equilibrio de la vida. En la tradición cristiana, el sufrimiento tiene sentido porque puede ser transformado por el amor.

Por último, aunque reconozco el valor filosófico de Churata y Kusch, y la riqueza simbólica de la cosmovisión andina, no puedo asumir sus presupuestos ontológicos. Desde la fe cristiana, la totalidad está abierta no porque contenga el caos, sino porque está habitada por Dios. Esa apertura no es inmanente, sino trascendente. Y esa diferencia no es menor: es la que permite pensar el sentido, no como equilibrio, sino como redención.

La reivindicación contemporánea de la filosofía mitocrática andina, si bien puede ofrecer valiosos aportes simbólicos y culturales, corre el riesgo de convertirse en una operación revisionista cuando se la extrae de su contexto histórico ancestral. El pensamiento andino, en su forma originaria, está profundamente arraigado en una cosmovisión que articula mito, rito, territorio y comunidad. Desvincularlo de ese entramado vital y proyectarlo como alternativa filosófica universal, sin mediación crítica, puede llevar a distorsiones conceptuales y a una idealización que poco tiene que ver con su función original.

Este tipo de reivindicación, cuando se realiza desde una perspectiva anacrónica, tiende a reconstruir el pensamiento ancestral como si fuera una filosofía sistemática comparable a las tradiciones metafísicas occidentales. Pero el pensamiento mitocrático no opera bajo los mismos presupuestos: no busca la verdad como correspondencia, ni la totalidad como estructura racional, sino que se expresa en símbolos, narrativas y prácticas que responden a una lógica distinta. Pretender que este pensamiento pueda sustituir o superar la filosofía cristiana o grecolatina sin reconocer sus límites históricos y ontológicos es caer en una forma de romanticismo intelectual que confunde lo simbólico con lo sistemático.

Además, esta reivindicación puede derivar en una forma de esencialismo cultural que, en lugar de abrir el diálogo entre tradiciones, lo clausura. Al presentar la cosmovisión andina como una alternativa superior o más auténtica frente a la tradición occidental, se corre el riesgo de instrumentalizar el pensamiento ancestral para fines ideológicos contemporáneos. En lugar de comprenderlo en su riqueza contextual, se lo convierte en bandera de resistencia o en modelo de pensamiento puro, ignorando las transformaciones que ha sufrido y los desafíos que enfrenta en el mundo moderno.

Por eso, es necesario abordar la filosofía mitocrática andina con respeto, pero también con rigor. Reconocer su valor simbólico, su profundidad ética y su vínculo con la tierra y la comunidad, sin convertirla en un sistema filosófico que compita con otros desde parámetros que no le son propios. La tarea no es reemplazar una tradición por otra, sino comprender cada una en su contexto, y desde allí abrir espacios de diálogo que enriquezcan nuestra comprensión del mundo sin caer en revisionismos ni anacronismos.

LA ILUSIÓN DE LA DIFERENCIA RADICAL: A PROPÓSITO DEL INMANENTISMO ANDINO


 

LA ILUSIÓN DE LA DIFERENCIA RADICAL: A PROPÓSITO DEL INMANENTISMO ANDINO


En ¿Qué significa pensar desde América Latina? Hacia una racionalidad transmoderna y postoccidental, Juan José Bautista Segales propone una crítica interesante al pensamiento occidental moderno, articulando una ontología situada en las cosmovisiones andinas. Su apuesta por una racionalidad transmoderna busca descolonizar el pensamiento y recuperar el horizonte epistémico de Abya Yala, donde el ser se concibe como vínculo, comunidad y reciprocidad. Sin embargo, esta crítica, aunque legítima y necesaria, está condicionada por una visión parcial de la trascendencia cristiana, filtrada por el racionalismo ilustrado que él mismo denuncia. Al igual que Rodolfo Kusch, Segales no explora otras formas de trascendencia que podrían enriquecer su propuesta ontológica. La mística cristiana, la teología simbólica medieval, o incluso ciertas corrientes filosóficas no dogmáticas —como la fenomenología hermenéutica o el pensamiento dialógico— ofrecen modos de pensar la experiencia humana que no se reducen a la lógica instrumental ni al sujeto cartesiano. Al no integrar estas posibilidades, su ontología corre el riesgo de volverse insuficiente para pensar la totalidad de lo humano.

El mito, sin una apertura trascendente, puede volverse repetición; y la inmanencia, sin una dimensión simbólica que la desborde, puede devenir clausura. En este sentido, la Estarlogía de Kusch y la racionalidad transmoderna de Segales comparten una limitación: ambas absolutizan lo propio como resistencia, pero sin abrirse a lo otro como posibilidad. La crítica al pensamiento occidental no debería implicar el rechazo de toda forma de trascendencia, sino más bien su reconfiguración desde horizontes plurales. Solo así se podrá pensar una ontología verdaderamente abierta, capaz de acoger la diversidad de experiencias humanas sin caer en esencialismos ni clausuras epistémicas.

Al desechar la trascendencia bajo esa caricatura, Kusch y Segales ignoran que existen formas de pensar lo trascendente que no se inscriben en la lógica dogmática ni en el racionalismo europeo. Pensadoras como Simone Weil, por ejemplo, recuperan la trascendencia como apertura al sufrimiento del otro, como experiencia de gracia que no se impone, sino que se recibe en el silencio y la atención radical. Paul Ricoeur, desde su hermenéutica, propone una trascendencia que no niega la finitud humana, sino que la atraviesa: el símbolo religioso “da que pensar” porque remite a una alteridad que no se puede poseer, pero que interpela éticamente al sujeto. Mircea Eliade, por su parte, muestra cómo lo sagrado se manifiesta en lo cotidiano a través de hierofanías, revelaciones que no son racionales ni sistemáticas, pero que permiten reconectar con una dimensión profunda del ser. Frente a estas perspectivas, la ontología inmanentista de Kusch, aunque busca sacralizar el “estar” americano, corre el riesgo de clausurar la apertura al misterio, de confundir la inmanencia simbólica con la inmanencia profana de la modernidad, marcada por el relativismo, el desencanto y el nihilismo. En ese gesto, su filosofía pierde la posibilidad de articular una ética del sentido, una metafísica del don, una espiritualidad del límite.

En cambio, la propuesta que aquí se desarrolla en este libro retoma la filosofía mitocrática no como proyecto restaurador, sino como línea metodológica. El mito, en esta lectura, no se impone como sistema absoluto, sino que se convierte en herramienta interpretativa para comprender un mundo precolombino ya fenecido, pero aún latente en símbolos, prácticas, y memorias. Se trata de leer el mito no como dogma, sino como clave hermenéutica, como lenguaje profundo que permite acceder a una cosmovisión extinguida en su forma original, pero viva en sus huellas. Así, la filosofía mitocrática no se propone aquí como alternativa excluyente al pensamiento occidental, sino como complemento crítico, como vía para enriquecer la comprensión del mundo andino desde sus propios códigos simbólicos. No se trata de revivir el Tawantinsuyo, sino de interpretarlo con fidelidad y respeto, reconociendo que el mito puede ser leído como ley cósmica sin necesidad de absolutizarlo como única verdad. En ese gesto, se abre un espacio para el diálogo entre saberes, para una lectura intercultural que no niega el pasado, pero tampoco lo idealiza: lo piensa, lo traduce, lo revela.

Toda ontología que se encierra en la inmanencia —ya sea en su forma sacral, como en ciertas cosmovisiones ancestrales, o en su versión desacralizada, como en la modernidad ilustrada— incurre en una mutilación de la dimensión trascendente de la realidad. Al absolutizar el mundo como totalidad cerrada, se pierde la apertura ontológica que permite al ser humano orientarse hacia lo que lo excede, lo desborda y lo interpela. Esta clausura no solo empobrece la experiencia metafísica, sino que reduce la existencia a un plano horizontal, donde el sentido se disuelve en la repetición de lo mismo o en la fragmentación de lo inmediato.

La causa más profunda de esta mutilación se encuentra en una lectura ideológica del cristianismo, especialmente aquella promovida por la Ilustración volteriana. En su afán por emanciparse de la teología dogmática, el pensamiento ilustrado no solo desacralizó el mundo, sino que redujo la trascendencia a superstición, y la fe a irracionalidad. Esta operación, aunque comprensible en su contexto histórico, terminó por vaciar el cristianismo de su potencia simbólica y metafísica, convirtiéndolo en una caricatura moralista o en una estructura de poder. Al hacerlo, se cerró la posibilidad de pensar la trascendencia como misterio, como apertura, como fundamento del sentido.

Este vaciamiento trascendente se ha visto reforzado por el modo de vida moderno, marcado por el materialismo, el consumismo, el hedonismo y el nihilismo. En los últimos dos siglos, la cultura occidental ha promovido una existencia centrada en el tener, en el placer inmediato y en la negación del sufrimiento como vía de sentido. Esta forma de vida no solo impide el acceso a lo trascendente, sino que lo ridiculiza, lo banaliza o lo ignora. El resultado es una ontología empobrecida, incapaz de responder a las preguntas últimas del ser humano: ¿por qué existe algo en lugar de nada?, ¿existe Dios? ¿es Cristo nuestro Redentor? ¿qué sentido tiene el dolor?, ¿qué hay más allá de la muerte?

Frente a esta clausura, se vuelve urgente recuperar una ontología abierta a la trascendencia, no como dogma impuesto, sino como posibilidad simbólica, metafísica y existencial. Esta apertura no niega la inmanencia, sino que la transfigura, la ilumina desde dentro. Solo una ontología que reconozca la dimensión vertical del ser podrá responder a la profundidad de la experiencia humana, y ofrecer un horizonte de sentido que no se agote en lo inmediato. La tarea filosófica, entonces, no es clausurar el misterio, sino aprender a habitarlo.

Resulta sorprendente, desde una perspectiva filosófica seria, constatar el olvido sistemático de una verdad elemental: lo inmanente, por definición, es finito, temporal, contingente. Es decir, está marcado por el devenir, por la mutación constante, por la imposibilidad de fundarse en sí mismo. Y, sin embargo, gran parte del pensamiento contemporáneo —tanto en sus versiones materialistas como en sus espiritualismos inmanentistas— parece ignorar esta evidencia, como si lo que cambia pudiera sostenerse sin lo que permanece, como si el río pudiera fluir sin cauce ni fuente.

Toda realidad que se agota en la inmanencia carece de fundamento último. Lo contingente no puede ser causa de sí mismo; lo temporal no puede explicar su propio origen; lo finito no puede contener la razón de su existencia. Esta intuición, que atraviesa la historia de la metafísica desde Platón hasta Simone Weil, señala que el ser necesita de una dimensión trascendente que lo funde, lo sostenga y lo oriente. No se trata de una afirmación dogmática, sino de una exigencia racional: sin lo trascendente, lo inmanente se disuelve en la pura facticidad, en el sinsentido, en la repetición sin origen ni destino.

El devenir, lejos de ser una afirmación de autonomía, es el signo más claro de dependencia ontológica. Lo que cambia revela que no es absoluto, que no se basta a sí mismo, que necesita de algo que lo trascienda para poder ser. Esta dependencia no es una debilidad, sino una estructura ontológica: el ser finito remite, por su propia naturaleza, a un ser que no cambia, que no depende, que no se agota. Negar esta remisión es negar la posibilidad misma de la filosofía como búsqueda del fundamento, como interrogación radical sobre el ser.

Reconocer que lo inmanente no es causa ni fundamento de sí mismo es un acto de humildad filosófica. Es abrirse a la posibilidad de que el sentido no se construye, sino que se recibe; que la existencia no se explica desde dentro, sino que se ilumina desde fuera. Esta apertura no implica renunciar a la razón, sino llevarla hasta su límite, hasta ese punto donde el pensamiento reconoce que hay algo que lo excede, que lo precede, que lo sostiene. En ese reconocimiento comienza la verdadera metafísica: no como sistema cerrado, sino como asombro ante el misterio del ser.

Por ello mismo, resulta evidente la insuficiencia ontológica del inmanentismo andino. Las ontologías inmanentistas del Abya Yala —como las propuestas por Churata, Kusch, Segales y otros pensadores que buscan fundar una filosofía desde las cosmovisiones indígenas— ofrecen una valiosa crítica al pensamiento occidental moderno. Sin embargo, desde el punto de vista estrictamente filosófico, estas propuestas son defectuosas, insuficientes y, en última instancia, erróneas. Al absolutizar la inmanencia como horizonte ontológico, niegan o ignoran la necesidad de un fundamento trascendente que dé sentido, origen y destino al ser. Lo comunitario, lo ritual, lo telúrico, aunque profundamente significativos, no pueden por sí solos sostener una ontología completa.

El mito sin trascendencia resulta repetición sin fundamento. En estas filosofías, el mito y la experiencia ancestral son elevados a categoría ontológica, pero sin una apertura hacia lo trascendente, corren el riesgo de volverse repetición sin fundamento. El tiempo cíclico, la sacralidad de la tierra, la comunión con los elementos, aunque ricos simbólicamente, no explican el origen ni el destino último del ser. Lo inmanente, por su propia naturaleza contingente y finita, no puede ser causa de sí mismo. Al no reconocer esta dependencia ontológica, las filosofías del Abya Yala se cierran sobre sí mismas, convirtiendo la diferencia cultural en clausura metafísica.

El error filosófico es confundir lo originario con lo absoluto Churata, Kusch y Segales confunden lo originario con lo absoluto. Lo ancestral, lo comunitario, lo premoderno, son dimensiones valiosas de la experiencia humana, pero no constituyen por sí mismas el fundamento último del ser. La ontología no puede limitarse a lo vivido, a lo ritual, a lo simbólico inmediato; necesita abrirse a lo que trasciende, a lo que no se agota en la experiencia, a lo que funda sin ser fundado. Al no hacerlo, estas propuestas filosóficas incurren en un error de categoría: toman lo relativo como absoluto, lo contingente como necesario, lo temporal como eterno.

La urgencia de una ontología abierta. Por ello, es urgente repensar estas ontologías desde una apertura metafísica que reconozca la trascendencia como condición de posibilidad del ser. No se trata de imponer una metafísica occidental, sino de recuperar la dimensión vertical del pensamiento, aquella que permite al ser humano orientarse hacia lo que lo excede. Solo así se podrá construir una filosofía verdaderamente universal, capaz de integrar la riqueza de lo ancestral sin caer en el esencialismo, y de dialogar con lo moderno sin someterse a su clausura racionalista.

De ahí que se dé la convergencia paradójica entre dos inmanentismos. Aunque el inmanentismo andino —como el que proponen Churata, Kusch y Segales— nace como una crítica al pensamiento moderno occidental, en su rechazo de la trascendencia termina haciendo el juego al mismo inmanentismo nihilista que caracteriza a la modernidad anética. Esta modernidad, despojada de alma, de símbolo y de misterio, ha reducido la realidad a lo empírico, lo útil y lo inmediato. Al absolutizar la tierra, el rito, la comunidad y el mito sin apertura a lo trascendente, el pensamiento andino corre el riesgo de replicar la clausura ontológica moderna, aunque desde coordenadas culturales distintas.

Hay, pues, una clausura compartida: sin fundamento ni sentido último. Ambos inmanentismos —el ancestral y el moderno— comparten una estructura de clausura: niegan la posibilidad de un fundamento último, de una causa necesaria, de una orientación vertical del ser. En el caso moderno, esta negación se expresa en el materialismo, el hedonismo y el nihilismo; en el caso andino, en la sacralización de lo telúrico sin apertura metafísica. Pero el resultado es el mismo: una ontología sin sentido último, sin origen ni destino, donde el devenir se convierte en repetición, y la existencia en pura facticidad.

La ilusión de la diferencia radical es espejismo. El pensamiento andino pretende ofrecer una alternativa radical al pensamiento moderno, pero al renunciar a la trascendencia, termina atrapado en la misma lógica que busca superar. La diferencia cultural no basta para fundar una diferencia ontológica. Sin una apertura al misterio, al símbolo, al fundamento que no se agota en lo visible, toda ontología se vuelve horizontal, cerrada, incapaz de responder a las preguntas últimas del ser humano. En este sentido, el inmanentismo andino no rompe con la modernidad: la prolonga desde otro lenguaje. Emerge la necesidad de una metafísica del sentido. Frente a esta convergencia, se vuelve urgente recuperar una metafísica del sentido, que reconozca la trascendencia como condición de posibilidad del ser. No se trata de imponer una teología dogmática, sino de abrir el pensamiento a lo que lo excede, lo funda y lo orienta. Solo así se podrá superar tanto el nihilismo moderno como el esencialismo ancestral, y construir una filosofía que no se cierre en lo inmediato, sino que se eleve hacia lo eterno.