LA ILUSIÓN DE LA DIFERENCIA RADICAL: A PROPÓSITO DEL INMANENTISMO ANDINO
En ¿Qué significa pensar
desde América Latina? Hacia una racionalidad transmoderna y postoccidental,
Juan José Bautista Segales propone una crítica interesante al pensamiento
occidental moderno, articulando una ontología situada en las cosmovisiones
andinas. Su apuesta por una racionalidad transmoderna busca descolonizar el
pensamiento y recuperar el horizonte epistémico de Abya Yala, donde el ser se
concibe como vínculo, comunidad y reciprocidad. Sin embargo, esta crítica,
aunque legítima y necesaria, está condicionada por una visión parcial de la
trascendencia cristiana, filtrada por el racionalismo ilustrado que él mismo
denuncia. Al igual que Rodolfo Kusch, Segales no explora otras formas de
trascendencia que podrían enriquecer su propuesta ontológica. La mística
cristiana, la teología simbólica medieval, o incluso ciertas corrientes
filosóficas no dogmáticas —como la fenomenología hermenéutica o el pensamiento
dialógico— ofrecen modos de pensar la experiencia humana que no se reducen a la
lógica instrumental ni al sujeto cartesiano. Al no integrar estas
posibilidades, su ontología corre el riesgo de volverse insuficiente para pensar
la totalidad de lo humano.
El mito, sin una apertura
trascendente, puede volverse repetición; y la inmanencia, sin una dimensión
simbólica que la desborde, puede devenir clausura. En este sentido, la
Estarlogía de Kusch y la racionalidad transmoderna de Segales comparten una
limitación: ambas absolutizan lo propio como resistencia, pero sin abrirse a lo
otro como posibilidad. La crítica al pensamiento occidental no debería implicar
el rechazo de toda forma de trascendencia, sino más bien su reconfiguración
desde horizontes plurales. Solo así se podrá pensar una ontología
verdaderamente abierta, capaz de acoger la diversidad de experiencias humanas
sin caer en esencialismos ni clausuras epistémicas.
Al
desechar la trascendencia bajo esa caricatura, Kusch y Segales ignoran que
existen formas de pensar lo trascendente que no se inscriben en la lógica
dogmática ni en el racionalismo europeo. Pensadoras como Simone Weil, por
ejemplo, recuperan la trascendencia como apertura al sufrimiento del otro, como
experiencia de gracia que no se impone, sino que se recibe en el silencio y la
atención radical. Paul Ricoeur, desde su hermenéutica, propone una
trascendencia que no niega la finitud humana, sino que la atraviesa: el símbolo
religioso “da que pensar” porque remite a una alteridad que no se puede poseer,
pero que interpela éticamente al sujeto. Mircea Eliade, por su parte, muestra
cómo lo sagrado se manifiesta en lo cotidiano a través de hierofanías,
revelaciones que no son racionales ni sistemáticas, pero que permiten reconectar
con una dimensión profunda del ser. Frente a estas perspectivas, la ontología
inmanentista de Kusch, aunque busca sacralizar el “estar” americano, corre el
riesgo de clausurar la apertura al misterio, de confundir la inmanencia
simbólica con la inmanencia profana de la modernidad, marcada por el
relativismo, el desencanto y el nihilismo. En ese gesto, su filosofía pierde la
posibilidad de articular una ética del sentido, una metafísica del don, una
espiritualidad del límite.
En cambio, la propuesta que
aquí se desarrolla en este libro retoma la filosofía mitocrática no como
proyecto restaurador, sino como línea metodológica. El mito, en esta lectura,
no se impone como sistema absoluto, sino que se convierte en herramienta interpretativa
para comprender un mundo precolombino ya fenecido, pero aún latente en
símbolos, prácticas, y memorias. Se trata de leer el mito no como dogma, sino
como clave hermenéutica, como lenguaje profundo que permite acceder a una
cosmovisión extinguida en su forma original, pero viva en sus huellas. Así, la
filosofía mitocrática no se propone aquí como alternativa excluyente al
pensamiento occidental, sino como complemento crítico, como vía para enriquecer
la comprensión del mundo andino desde sus propios códigos simbólicos. No se
trata de revivir el Tawantinsuyo, sino de interpretarlo con fidelidad y
respeto, reconociendo que el mito puede ser leído como ley cósmica sin
necesidad de absolutizarlo como única verdad. En ese gesto, se abre un espacio
para el diálogo entre saberes, para una lectura intercultural que no niega el
pasado, pero tampoco lo idealiza: lo piensa, lo traduce, lo revela.
Toda
ontología que se encierra en la inmanencia —ya sea en su forma sacral, como en
ciertas cosmovisiones ancestrales, o en su versión desacralizada, como en la
modernidad ilustrada— incurre en una mutilación de la dimensión trascendente de
la realidad. Al absolutizar el mundo como totalidad cerrada, se pierde la
apertura ontológica que permite al ser humano orientarse hacia lo que lo
excede, lo desborda y lo interpela. Esta clausura no solo empobrece la
experiencia metafísica, sino que reduce la existencia a un plano horizontal,
donde el sentido se disuelve en la repetición de lo mismo o en la fragmentación
de lo inmediato.
La
causa más profunda de esta mutilación se encuentra en una lectura ideológica
del cristianismo, especialmente aquella promovida por la Ilustración
volteriana. En su afán por emanciparse de la teología dogmática, el pensamiento
ilustrado no solo desacralizó el mundo, sino que redujo la trascendencia a
superstición, y la fe a irracionalidad. Esta operación, aunque comprensible en
su contexto histórico, terminó por vaciar el cristianismo de su potencia
simbólica y metafísica, convirtiéndolo en una caricatura moralista o en una
estructura de poder. Al hacerlo, se cerró la posibilidad de pensar la
trascendencia como misterio, como apertura, como fundamento del sentido.
Este
vaciamiento trascendente se ha visto reforzado por el modo de vida moderno,
marcado por el materialismo, el consumismo, el hedonismo y el nihilismo. En los
últimos dos siglos, la cultura occidental ha promovido una existencia centrada
en el tener, en el placer inmediato y en la negación del sufrimiento como vía
de sentido. Esta forma de vida no solo impide el acceso a lo trascendente, sino
que lo ridiculiza, lo banaliza o lo ignora. El resultado es una ontología
empobrecida, incapaz de responder a las preguntas últimas del ser humano: ¿por
qué existe algo en lugar de nada?, ¿existe Dios? ¿es Cristo nuestro Redentor? ¿qué
sentido tiene el dolor?, ¿qué hay más allá de la muerte?
Frente
a esta clausura, se vuelve urgente recuperar una ontología abierta a la
trascendencia, no como dogma impuesto, sino como posibilidad simbólica,
metafísica y existencial. Esta apertura no niega la inmanencia, sino que la
transfigura, la ilumina desde dentro. Solo una ontología que reconozca la
dimensión vertical del ser podrá responder a la profundidad de la experiencia
humana, y ofrecer un horizonte de sentido que no se agote en lo inmediato. La
tarea filosófica, entonces, no es clausurar el misterio, sino aprender a
habitarlo.
Resulta
sorprendente, desde una perspectiva filosófica seria, constatar el olvido
sistemático de una verdad elemental: lo inmanente, por definición, es finito,
temporal, contingente. Es decir, está marcado por el devenir, por la mutación
constante, por la imposibilidad de fundarse en sí mismo. Y, sin embargo, gran
parte del pensamiento contemporáneo —tanto en sus versiones materialistas como
en sus espiritualismos inmanentistas— parece ignorar esta evidencia, como si lo
que cambia pudiera sostenerse sin lo que permanece, como si el río pudiera fluir
sin cauce ni fuente.
Toda
realidad que se agota en la inmanencia carece de fundamento último. Lo
contingente no puede ser causa de sí mismo; lo temporal no puede explicar su
propio origen; lo finito no puede contener la razón de su existencia. Esta
intuición, que atraviesa la historia de la metafísica desde Platón hasta Simone
Weil, señala que el ser necesita de una dimensión trascendente que lo funde, lo
sostenga y lo oriente. No se trata de una afirmación dogmática, sino de una
exigencia racional: sin lo trascendente, lo inmanente se disuelve en la pura
facticidad, en el sinsentido, en la repetición sin origen ni destino.
El
devenir, lejos de ser una afirmación de autonomía, es el signo más claro de
dependencia ontológica. Lo que cambia revela que no es absoluto, que no se
basta a sí mismo, que necesita de algo que lo trascienda para poder ser. Esta
dependencia no es una debilidad, sino una estructura ontológica: el ser finito
remite, por su propia naturaleza, a un ser que no cambia, que no depende, que
no se agota. Negar esta remisión es negar la posibilidad misma de la filosofía
como búsqueda del fundamento, como interrogación radical sobre el ser.
Reconocer
que lo inmanente no es causa ni fundamento de sí mismo es un acto de humildad
filosófica. Es abrirse a la posibilidad de que el sentido no se construye, sino
que se recibe; que la existencia no se explica desde dentro, sino que se
ilumina desde fuera. Esta apertura no implica renunciar a la razón, sino
llevarla hasta su límite, hasta ese punto donde el pensamiento reconoce que hay
algo que lo excede, que lo precede, que lo sostiene. En ese reconocimiento
comienza la verdadera metafísica: no como sistema cerrado, sino como asombro
ante el misterio del ser.
Por ello mismo, resulta
evidente la insuficiencia ontológica del inmanentismo andino. Las ontologías
inmanentistas del Abya Yala —como las propuestas por Churata, Kusch, Segales y
otros pensadores que buscan fundar una filosofía desde las cosmovisiones
indígenas— ofrecen una valiosa crítica al pensamiento occidental moderno. Sin
embargo, desde el punto de vista estrictamente filosófico, estas propuestas son
defectuosas, insuficientes y, en última instancia, erróneas. Al absolutizar la
inmanencia como horizonte ontológico, niegan o ignoran la necesidad de un
fundamento trascendente que dé sentido, origen y destino al ser. Lo
comunitario, lo ritual, lo telúrico, aunque profundamente significativos, no
pueden por sí solos sostener una ontología completa.
El mito sin trascendencia
resulta repetición sin fundamento. En estas filosofías, el mito y la
experiencia ancestral son elevados a categoría ontológica, pero sin una
apertura hacia lo trascendente, corren el riesgo de volverse repetición sin
fundamento. El tiempo cíclico, la sacralidad de la tierra, la comunión con los
elementos, aunque ricos simbólicamente, no explican el origen ni el destino
último del ser. Lo inmanente, por su propia naturaleza contingente y finita, no
puede ser causa de sí mismo. Al no reconocer esta dependencia ontológica, las
filosofías del Abya Yala se cierran sobre sí mismas, convirtiendo la diferencia
cultural en clausura metafísica.
El error filosófico es
confundir lo originario con lo absoluto Churata, Kusch y Segales confunden lo
originario con lo absoluto. Lo ancestral, lo comunitario, lo premoderno, son
dimensiones valiosas de la experiencia humana, pero no constituyen por sí
mismas el fundamento último del ser. La ontología no puede limitarse a lo
vivido, a lo ritual, a lo simbólico inmediato; necesita abrirse a lo que
trasciende, a lo que no se agota en la experiencia, a lo que funda sin ser
fundado. Al no hacerlo, estas propuestas filosóficas incurren en un error de
categoría: toman lo relativo como absoluto, lo contingente como necesario, lo
temporal como eterno.
La urgencia de una
ontología abierta. Por ello, es urgente repensar estas ontologías desde una
apertura metafísica que reconozca la trascendencia como condición de
posibilidad del ser. No se trata de imponer una metafísica occidental, sino de
recuperar la dimensión vertical del pensamiento, aquella que permite al ser
humano orientarse hacia lo que lo excede. Solo así se podrá construir una
filosofía verdaderamente universal, capaz de integrar la riqueza de lo
ancestral sin caer en el esencialismo, y de dialogar con lo moderno sin
someterse a su clausura racionalista.
De ahí que se dé la
convergencia paradójica entre dos inmanentismos. Aunque el inmanentismo andino
—como el que proponen Churata, Kusch y Segales— nace como una crítica al
pensamiento moderno occidental, en su rechazo de la trascendencia termina
haciendo el juego al mismo inmanentismo nihilista que caracteriza a la modernidad
anética. Esta modernidad, despojada de alma, de símbolo y de misterio, ha
reducido la realidad a lo empírico, lo útil y lo inmediato. Al absolutizar la
tierra, el rito, la comunidad y el mito sin apertura a lo trascendente, el
pensamiento andino corre el riesgo de replicar la clausura ontológica moderna,
aunque desde coordenadas culturales distintas.
Hay, pues, una clausura compartida: sin fundamento ni
sentido último. Ambos inmanentismos —el ancestral y el moderno— comparten una
estructura de clausura: niegan la posibilidad de un fundamento último, de una
causa necesaria, de una orientación vertical del ser. En el caso moderno, esta
negación se expresa en el materialismo, el hedonismo y el nihilismo; en el caso
andino, en la sacralización de lo telúrico sin apertura metafísica. Pero el
resultado es el mismo: una ontología sin sentido último, sin origen ni destino,
donde el devenir se convierte en repetición, y la existencia en pura
facticidad.
La ilusión de la diferencia
radical es espejismo. El pensamiento andino pretende ofrecer una alternativa
radical al pensamiento moderno, pero al renunciar a la trascendencia, termina
atrapado en la misma lógica que busca superar. La diferencia cultural no basta
para fundar una diferencia ontológica. Sin una apertura al misterio, al
símbolo, al fundamento que no se agota en lo visible, toda ontología se vuelve
horizontal, cerrada, incapaz de responder a las preguntas últimas del ser
humano. En este sentido, el inmanentismo andino no rompe con la modernidad: la
prolonga desde otro lenguaje. Emerge la necesidad de una metafísica del sentido.
Frente a esta convergencia, se vuelve urgente recuperar una metafísica del
sentido, que reconozca la trascendencia como condición de posibilidad del ser.
No se trata de imponer una teología dogmática, sino de abrir el pensamiento a
lo que lo excede, lo funda y lo orienta. Solo así se podrá superar tanto el
nihilismo moderno como el esencialismo ancestral, y construir una filosofía que
no se cierre en lo inmediato, sino que se eleve hacia lo eterno.