viernes, 1 de julio de 2016

TALENTO, PASIÓN Y CREACIÓN EN EL PERÚ

TALENTO, PASIÓN Y CREACIÓN
 EN EL PERÚ
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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A los peruanos se nos escapa el alma porque nos sobra talento pero nos falta pasión. Y la pasión sólo encuentra su suelo nutricio en el ideal. Y sin ideales mueren las utopías. Las metas engendran ambiciones, pero los ideales generan pasiones. Por eso nos cuesta llegar a las cumbres de la creación. Es necesario reconquistar el hombre utópico que hay dentro de nosotros. Y para ello son necesarios los ideales, que nutren de pasión al talento y posibilita la creación. Y en el Perú decir esto no es cosa sencilla porque en el alma del hombre andino aun laten dos utopías: la de Inkarrí y la de las Tres Edades del Mundo. Aunque en ambas subyace la misma idea, a saber, la conquista histórica de un mundo justo y bueno. Mientras que en el hombre mestizo persiste ir a remolque de la utopía modernizadora del mundo occidental, hoy en descrédito y que lo devuelve a sus raíces telúricas cuando no a las fantasías mecadólatras.

Cierta vez a nuestro romántico tradicionista Don Ricardo Palma se le acercó un empeñoso joven para preguntarle: ¡Maestro!, qué se necesita para ser poeta. El cazurro escritor lo miró afablemente para responderle:

Es preciso no estar en sus cabales
para que un hombre aspire ser poeta.
Pero, en fin, es sencilla la receta.
Forme Usted líneas de medida iguales,
y luego en fila las coloca juntas
poniendo consonantes en las puntas.
¿Y en el medio? –le replica el joven.
¿En el medio?
¡Ese es el cuento!
Hay que poner talento.

Ciertamente que el talento no basta, ¡ese es el cuento!, hay que ponerle pasión en el ideal. ¿Pero dónde nacen y se inculcan los ideales? ¿En la escuela, la familia o la sociedad?

Nuestro prominente educador perteneciente a la generación del 900, José Antonio Encinas, buscó cimentar la escuela laica, democrática, utilitaria y libre. E insistía en que: “El más alto cargo que un ciudadano puede desempeñar en una democracia es el de maestro de escuela”. Con esta pasión en el ideal en el modelo de escuela nueva de Encinas, no nos extraña que hayan salido la cantidad y calidad de escritores del Centro Escolar 881, como Gamaliel Churata, Federico More, Carlos Oquendo y Amat, Domingo Pantigoso, Emilio Romero Padilla, Alberto Mostajo.

Posteriormente, el maestro cajamarquino Emilio Barrantes, desarrollando el predicamento de Paulo Freire e Iván Illich, y que presidió la Comisión de Reforma  de la Educación durante el gobierno militar en 1970, puso énfasis en que la educación va más allá de la escuela y corresponde a toda la sociedad. Pues, la comunidad es una gran escuela que forma al hombre. Por ello, es necesario mejorar la sociedad edupolíticamente para que sea la gran escuela de humanismo, autorrealización y libertad.

Una visión amplia e integral de la educación para despertar ideales también es expuesta por el historiador de la república Jorge Basadre. Considera que la educación no es una oportunidad de proselitismo político, ni oportunismo económico, sino de inculcar valores del espíritu. Su mensaje educativo incidió en que sin educación no hay ciudadanos ni convivencia y sin éstos no hay democracia. Lo cual nos permite acotar que la verdadera educación hace hincapié en los valores del espíritu o sea en los ideales.

Una educación meramente funcional solamente es capaz de inculcar metas pero no ideales. Pues, como señala José Ingenieros, las metas son temporales y se alcanzan en la vida, mientras que los ideales son eternos y una vida no es suficiente para lograrlos. Los primeros dan sentido de subsistencia, en cambio los segundos dan sentido a la vida. Esto me hace recordar que cierta vez un joven le dice a su maestro: "Maestro, estoy preocupado. Soy frío, nada me apasiona. El maestro lo mira y le responde: Yo conozco a tu novia. Los he visto de la mano por los patios de la universidad. Por tanto, no es cierto que nada te apasiona. Amar es ya sentir pasión". Cuánta razón tenía Jorge Luis Borges cuando afirmaba: "No se puede contemplar sin pasión. Quien contempla desapasionadamente, no contempla". Todos somos capaces de sentir pasión y, por ende, de entusiasmarnos por los ideales. 

Los ideales de verdad, belleza, conocimiento, justicia y amor son los supremos valores que asientan la existencia de la cultura, y sin ellos solamente puede existir una civilización material pero no la cultura. Por eso, una sociedad que no es capaz de convertir su riqueza material en riqueza espiritual está condenada al fracaso. Y el primer fracaso que la cerca es el fracaso moral. Esto es importante recordarlo porque en nuestro caso, peruano, hemos experimentado tres décadas de crecimiento económico y sin embargo cuántas bibliotecas se han inaugurado, cuántos monumentos se han develado, cuántos museos se han fundado, cuántas nuevas escuelas se han abierto, cuánto ha crecido el porcentaje del PBI destinado a Educación. Nos crece la panza y se nos marchita el cerebro. O al contrario, la educación sigue sujeta a la racionalidad instrumental de la producción. Lo cual explica en parte la esterilidad actual de  nuestros pensadores  y la fragilidad del campo intelectual.

Ahora bien, cada cultura ha tenido un específico clima espiritual. La cultura China es intracósmica, la India es metacósmica, Grecia es racional, Occidente es prometeica y el Nuevo Mundo es una simbiosis entre lo mesiánico y lo prometeico. Si a estas fuerzas históricas le añadimos el peculiar clima hedonístico, estético-instintivo y lúdico de la posmodernidad, entonces será inevitable advertir que se va imponiendo una sociedad sin ética, donde el valor supremo es el dinero, se extravía el sentido de la vida, y en donde las metas eliminan a los ideales. En la globalización neoliberal se viven las horas más oscuras de la cultura y paradójicamente esto acontece en medio de un vertiginoso desarrollo científico. No es extraño que en este clima de laxitud espiritual los talentos se pierdan, el carácter se debilite, la personalidad se despotencie, no encuentren la pasión por el ideal y se conformen con una profesionalización tecnocrático funcional.

El “come y calla” de la moral sanchopancesca ni siquiera es necesario subrayarla, porque la malignización del bien y la desmalignización del mal vuelve a los hombres insensibles ante la injusticia. Y justamente esta es la esencia de la posmodernidad. El triunfo de la era totalitaria y administrada donde el sujeto individual vive indiferente ante la desvinculación de la libertad con la justicia.

Este peligroso retroceso moral e insensibilidad ética dibuja un tenebroso proceso de deshumanización creciente y aniquilación de la era cultural. Hoy no acontece lo de inicios del siglo XX, cuando periodismo, literatura, reflexiones sociológicas e investigaciones históricas marchaban juntos. Ahora lucen profundamente divorciados. Y por ello ya no hay formación de la opinión pública sino mera información. Antes los diarios daban cabida a los escritores que no aceptaban pasivamente el orden social o político existente, sino que querían transformar radicalmente lo recibido. Hoy acontece todo lo contrario. Antes la redacción periodística era casi un cenáculo de ideas. Por eso de 1919 a 1930 hubo una gran fecundidad de intelectuales (Centenaristas, Colónidas, Grupo Norte, Grupo Sur, Grupo Orkopata, etc.). En cambio, actualmente los intelectuales de cenáculos, sabios y sensibles han sido reemplazados por frívolos mercenarios de la pluma del pensamiento conformista, que eluden pisar terreno ideológico e ignorar cualquier sentido político.

Las universidades tampoco esquivan tal defectiva tendencia. Aparte que su inversión en investigación es ínfimamente ridícula –lo que corrobora el sentido empresarial y no humanístico de las mismas- las revistas académicas no representan la vanguardia del pensamiento nacional, sino meramente cumplir burocráticamente con un exigido requisito más. Talento sobra pero no hay pasión, no hay personalidad, todas las monografías se parecen, no hay estilo personal. Basta repetir anatópica y eruditamente las tesis de moda y exhibir un conjunto nutrido de citas y de libros en boga, como si fueran joyas de la abuela, para salvar el escollo sin preocuparse por elaborar algún pensamiento original. Y aquí no estamos pidiendo que los tesistas sean como José de la Riva Agüero que  apenas con 21 años, en 1905, escribía una de las obras peruanistas más señeras, Carácter de la literatura del Perú Independiente. Esa precocidad no es frecuente y esa originalidad es propia del genio más que del talento. No, de eso no se trata. De lo que se trata es que la academia no ahogue el talento ni asfixie la pasión con la citomanía, la imitación servil y la hermenéutica repetitiva. ¡Hay que promover la originalidad intuitiva, la audacia del pensamiento y el vuelo de la idea! 

Nuevamente hay que destacarlo. No se trata meramente de una tarea del maestro, la escuela, o una nueva ley del libro. Se trata de rescatar los valores del espíritu. Y esto es ya una tarea civilizatoria. Este es el aspecto central y urgente. Hay quienes creen que basta subir nuestro PBI en educación de 3.5 a 9% como lo tiene Cuba o Finlandia. Pero ese no es el punto. Se trata de un cambio de los valores mismos. Y para cambiar los valores hay que promover otro tipo de sociedad. No consumista, ni hedonista, ni nihilista.

Hay que recrear las utopías sociales, la esperanza social, la pasión por el ideal. Y dicho cambio cultural implica la modificación de las estructuras materiales. En este sentido la salvación no está en el idealismo puro –como lo preconizaban los arielistas-, sino en añadir a la idea la acción –como lo vieron los centenaristas y la teología de la liberación-. El verídico primado de la razón práctica sobre la razón teórica fue precursado por Rousseau. Esa misma acción que llevó a Mariátegui a simpatizar con Sorel y con Lenin. Esto no significa la eliminación del intelectual puro, sin compromiso político. Lo que significa es la identificación ideológica en donde necesariamente corresponda hacerlo libremente. Se necesita este tipo de intelectuales, capaces de formar una clase dirigente que entienda la necesidad de entender el progreso no en términos materiales, sino primordialmente en términos espirituales. Hay que revitalizar la utopía que rescate a la democracia de los barrotes del mercado, el dinero y el capitalismo.

Nuestro arielista Francisco García Calderón, a quien Gabriela Mistral consideró como el único heredero efectivo del uruguayo Rodó, en su obra de 1907 El Perú contemporáneo -el primer intento de visión global del Perú- ya reclamaba la existencia de una clase dirigente para modernizar el país. Dicho reclamo se prolonga hasta nuestro contemporáneo Edgar Montiel (El poder ciudadano, 2015), para quien los intelectuales forman el cognitariado que debe constituirse en clase dirigente para reinventar el Perú. Aquí a nosotros no nos interesa cuestionar detalles, sino destacar que el talento y la pasión debe extenderse hacia todo el organismo social. Y eso sólo es posible abrazando los ideales. Sólo así la política podrá ser librada de su degradación de mera gestión pública para convertirse en apostolado de servicio social y plan de integración nacional. 

No es casual que la "cuestión nacional" haya sido la clave del anarquismo de Manuel Gonzalez Prada; del arielismo de José de la Riva Agüero, Francisco García Calderón, y Víctor Andrés Belaunde; del socialismo de J. C. Mariátegui; del Grupo Norte con Orrego, Spelucín, Haya, Vallejo y Ciro Alegría; el Grupo Sur con Alberto Hidalgo, Alberto Guillén, Percy Gibson; el Grupo Orkopata con Gamaliel Churata; los Colónidas con Valdelomar, Federico More, Alberto Gozález Prada. En otras palabras, en el Perú, que tiene una historia diferente a la del mundo occidental, no hay otra manera más original de ser universal que bebiendo en las raíces telúricas de la propia particularidad nacional.    

No sólo hay que abandonar la visión instrumental de la política sino también de la cultura. Si la cultura no es libre no es cultura. Y dentro de esa libertad hay que reconocer en primer lugar a quienes hacen cultura no por los títulos, cátedras, honores y prebendas sino por el amor desinteresado de transformación social. Sin dar de sí a cambio de nada no hay cultura ni democracia radical. Porque la cultura es una necesidad radical y no superflua del hombre. 

Y el primer signo de cultura es la moral. Una sociedad como la neoliberal que deja morir a las personas porque simplemente no son rentables no es sociedad, es una horda de salvajes egoístas sin compasión ni moral. Es el triunfo inhumano de la necropolítica. Un hombre sin moral se achata al nivel de las bestias. Como subrayaba Kant, lo que nos proporciona humanidad y dignidad es la moral, el triunfo de la libertad con la justicia. Muy diferente al sofisma capitalista que reduce la libertad del hombre a la libertad de consumir. Sin esta dualidad entrelazada entre libertad y justicia no hay humanidad.

En una palabra, el talento necesita de dos alas para elevarse, a saber, la pasión y el ideal. Sólo así el hombre recuperará la utopía y su dimensión intemporal.


Lima, Salamanca 01 de Julio del 2016  

miércoles, 29 de junio de 2016

UNA POLÉMICA EN TORNO A MANUEL GONZÁLEZ PRADA

UNA POLÉMICA EN TORNO
A MANUEL GONZÁLEZ PRADA
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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I
RESEÑA

Reseña de Gustavo Flores Quelopana a Thomas Ward: La anarquía inmanentista de Manuel González Prada. Nueva York y otros: Peter Lang Publishing, 1998, 232 páginas.

El hispanista norteamericano Thomas Ward trata de demostrar con su libro que nuestro literato no era ateo e irreligioso, sino que tras la letra anticlerical reverbera un espiritualismo panteísta, que creía en un dios inmanente, que su anarquismo en esencia reivindica el poder temporal del espíritu libre del individuo, y que dicha postura encuentra su fuente en el modelo del cristianismo original. De este modo Ward encuentra tras la letra gonzález-pradista a un panteísta, libertario y protocristiano.

Ante la figura egregia y señera de González Prada (G.P.) caben dos actitudes: una, ceñirse a la letra y la otra ceñirse a su espíritu. Apegarse a la letra o al verbo puede significar repetir sus célebres pensamientos, buscar un programa o una doctrina que no dejó, o tratar de hallar tras su ideología caduca, los presupuestos filosóficos en los que se desenvuelve. Ceñirse al espíritu no sólo es saltar sobre los mediocres repetidores de frases, sino recoger el legado inmarcesible de su credo de justicia tanto en el terreno teórico como en el práctico. 

Para nosotros T. Ward intenta lo primero con el afán pesquisidor de descubrir tras su literatura una filosofía. Tal intento no nos parece injustificado desde un punto de vista amplio, puesto que si bien toda actitud literaria refleja consciente o inconscientemente una postura filosófica, en el caso que nos ocupa, nuestro ensayista no careció de conocimientos filosóficos. 

Tan cierto es esto que nunca fue un positivista monacal sino que su positivismo era jacobino y revolucionario. En este sentido, Ward no procede con el bisturí del crítico, sino con la lupa del arqueólogo, y así lejos de derribar busca reconstruir, sin importarle sobremanera lo vulnerable del fondo y forma de los presupuestos filosóficos de sus escritos. Pero aún cuando nuestro hispanista del Norte se aboca seriamente a la labor de historiógrafo con la disciplina del seminarista sus tesis encierran afirmaciones problemáticas como veremos.

Para Ward, G.P. es un anarquista inmanentista o protocristiano. El concepto panteísta de inmanencia (Dios hecho hombre) define para él el protocristianismo que a su vez sería el sistema filosófico del anarquismo. Habría influido sobre él el inmanentismo de Lucrecio, Spinoza, Comte y Renán, y a través de este último recoge no sólo su anticlericalismo, sino la concepción pre-católica de Jesucristo. 

De este modo en G.P., según Ward, se presenta un anarquismo al cual se llega por un espiritualismo inmanentista opuesto al espiritualismo teísta de la religión institucionalizada. Su anarquismo en esencia reivindicaría el poder temporal del espíritu libre del individuo. En consecuencia, para Ward G.P. no fue ateo ni irreligioso por ser anticlerical, sino que habría creído en un dios panteísta.

Como vemos, Ward se apega a la letra del maestro para hurgar los presupuestos teóricos detrás de su cultura literaria y filosófica, y halla, según él, a un G.P. panteísta, creyente, libertario y protocristiano.

Sin embargo es notorio en Ward un exagerado afán por vincular el anarquismo gonzález-pradiano al cristianismo original, intento que no socava su figura pero que enrarece su espíritu. Se podría incluso conceder el reconocimiento en su pensamiento del cristianismo original pero de ahí a convertirlo en la fuente única y central de su anarquismo nos parece una exageración desfiguradora. 

Por el contrario, el cristianismo original no constituye la base suficiente para explicar la génesis de su anarquismo dado su inveterado realismo que lo haría rechazar el milenarismo y simbolismo ilusorio del idealismo cristiano.

Por ende, a pesar de toda preocupación social y cierto inmanentismo del protocristianismo su núcleo será el dualismo trascendente de raíz platónica, a la cual G.P. nunca se adhiere por sentirla vaporosa, acriforme y enrarecida.

Pero además de su voluntad de renunciar a toda realidad que sobrepase a la naturaleza está su inocultable propósito de destruir y no conservar el poder temporal, de ahí su admirable ejemplo moral intransigente y rebelde frente a la bifronte prédica de Jesucristo de “Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”. 

La sólida coherencia y no la nebulosa doble moral caracterizan al maestro. Por ello ni siquiera el cristianismo original puede servir de base suficiente -como pretende Ward- para explicar el contenido de su anarquismo noble y fuerte que no renuncia a construir el paraíso aquí en la tierra. El contenido viril de su utopía anarquista no procede sólo del protocristianismo, liberalismo o del enciclopedismo, sino también del socialismo. Pues su adhesión al utopismo de Kropotkin y Bakunin en contra de Marx responde más a su sensibilidad literaria y aristocrática, como cree Mariátegui, a sus firmes convicciones libertarias y antiautoritarias.

A diferencia de Ward que se limita a señalar como la esencia de su anarquismo la reivindicación del poder temporal del espíritu libre del individuo, nosotros resaltamos que dicho espíritu libertario no se queda en esta definición sino que está henchida de un pathos revolucionario de índole anticapitalista y anticlerical, que Ward omite, válido a pesar de que G.P. no haya aportado un modelo alternativo de sociedad.

Igual de controvertible resulta la tesis de su supuesto credo panteísta, no sólo por su militante positivismo revolucionario, que lo mantuvo en su juventud en las filas del ateísmo y en su vejez abrigó dudas agnósticas, sino porque si de algún credo cabe hablar en él es del credo de la justicia, por el cual le admiramos y estimamos.

Escribe Mariátegui que G.P. se convirtió, a su pesar, en predicador del credo de la justicia y que su ateísmo es religioso pero no en la acepción vieja del vocablo, sino como fe que trasciende el rito y la Iglesia.

En conclusión, en G.P. es su espíritu más que su letra la que explica cómo su pasión revolucionaria por la libertad y la justicia predomina sobre los mitos inmanentistas de la razón, la ciencia y el progreso propios del siglo XIX. 

(Gustavo Flores Quelopana, junio de 1998).
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II

Respuesta de Thomas Ward


En La anarquía inmanentista de Manuel González Prada (Nueva York: Peter Lang, 1998) arguyo en contra de ubicar el pensamiento del destacado escritor peruano dentro de tres doctrinas que tradicionalmente se utilizan para catalogarlo, el ateísmo, el positivismo y el socialismo.

Es básica la diferencia que se mide entre estos y el ideario del pensador. Estudiando su poesía, y en grado menor su prosa, descubrí numerosas instancias en que el polígrafo aporta una visión inmanentista de las cosas.

En tal inmanencia, la monista y la panteísta, no caben conceptos como el ateísmo, el cual, además, González Prada explícitamente rechaza: “El que afirma y el que niega, / El deísta y el ateo/ Son dos teólogos iguales/ Mas en los polos opuestos” (Obras, ed. Luis Alberto Sánchez, Lima, PetroPerú, VI, 145; las referencias de MGP vendrán de esta edición).

Yo cito a estos versos en la p. 24 de mi libro, una pista entre varias en la investigación extensiva que realicé sobre la inmanencia de González Prada. 

De modo parecido, cotejándolo detalladamente con las obras de Auguste Comte, hallo que el pensador peruano se adhiere a pocas recomendaciones del positivismo. Supera, por ejemplo, su misoginia, su aversión a la anarquía, y su propuesta jerárquica de la sociedad. De este sistema filosófico oriundo de Francia, el único concepto que el maestro acepta es la ley evolutiva de los tres estados, el teológico, el metafísico y el positivo. Sólo en este sentido, la búsqueda de la última etapa social, MGP podría calificarse de positivista.

En cuanto al socialismo, nada puede documentarse más nítidamente que el recelo sentido por MGP ante esta ideología tal como se expresa en su ensayo, “Socialismo y anarquía”: “Los libertarios deben recordar que el Socialismo, en cualquiera de sus múltiples formas, es opresor y reglamentario, diferenciándose mucho de la Anarquía, que es ampliamente libre y rechaza toda reglamentación o sometimiento del individuo a las leyes del mayor número” (Obras, III, 288).

Esta oración la cito en La anarquía inmanentista (p. 169) donde examino el anti socialismo del autor. En fin, una lectura detenida de las Obras comprueba numerosas instancias donde se aleja del ateísmo, del positivismo y del socialismo. 

Son interesantes los críticos que comentan libros sin prestar mucha atención a la exposición del argumento que contienen. Así es el caso con Gustavo Flores Quelopana cuya reseña de La anarquía inmanentista de Manuel González Prada aparece en el presente número de la Revista Peruana de Filosofía Aplicada. El señor Flores atribuye una serie de conclusiones a mi libro que tienen poco que ver con el análisis que ofrezco. Quisiera ofrecer algunos comentarios acerca de sus aseveraciones.

En lo que toca al “ateísmo” del maestro. En ningún momento sugiero que el autor de Horas de lucha cree “en un dios panteísta”, según escribe el señor Flores.

Más allá de mis razones por las cuales la palabra “panteísmo” no sirve para deslindar el pensamiento de Prada (p. 32), la inmanencia que lo define tiene poco que ver con “dios”, o con “Dios”, sino con la reducción de la energía y la materia a un solo plano, con la síntesis de lo celestial y lo terrenal.

Explícitamente explico cómo “procede de la reducción de Dios al espíritu humano” (p. 32). Es decir, reduce lo trascendental del catolicismo a la inmanencia del anarquista. Por esta razón, en ningún momento insinúo que MGP fue “creyente”, como afirma Gustavo Flores.

Acerca de este tema al cual se dedica la primera mitad del libro, “el poder espiritual”, estudio cómo para González Prada Jesucristo era un gran hombre quien no podría calificarse de divino. Me escapa cómo un lector podría deducir de estas investigaciones sobre el anti catolicismo y el anticlericalismo del maestro que él sería creyente.

En otro lugar el señor Flores se equivoca absolutamente cuando afirma que según mi interpretación, el “núcleo [de MGP] será el dualismo trascendente de raíz platónica”. Tal conclusión es lo inverso de las conclusiones expuestas en la monografía, la cual indaga en el “monismo” y la “inmanencia” del sabio radical. Hasta por el mismo título del libro se sabe que su pensamiento no puede ser trascendente. En una palabra, la inmanencia es la negación de la trascendencia dualista.

Para concluir con este tema, el señor Flores supone que MGP “no fue ateo ni irreligioso”. En cuanto a su ateísmo, tiene razón, pero a lo largo del trabajo comento el aspecto irreligioso del maestro, entendiéndolo como una reacción contra los ritos formulistas del catolicismo (p. 46, por ejemplo), un rasgo de su tan celebrado (¡y vituperado!) anticlericalismo. Claramente el trabajo convalida que en González Prada lo espiritual representa un atributo que va en contra de la religión institucional. Esta actitud tiene sentido dado el anarquismo del pensador.

Para el reseñador hay una “índole anticapitalista y anticlerical, que Ward omite”. No hay declaración más errónea que podría emitirse acerca de La anarquía inmanentista. En cuanto al anticlericalismo de González Prada, como ya se aduce, todo el libro lo investiga. Es el tema del texto. Acerca del anti capitalismo, en varias ocasiones examino la reticencia de González Prada ante el capitalismo, basándome en pasajes como los que se encuentran en las páginas VI, 185; II, 324 de las Obras.

Sin embargo, el rechazo de González Prada del capitalismo no es absoluto. Puesto que buscaba la modernidad para el Perú, concebía un capitalismo restringido como factor de esta modernidad. En esto coincide con otros escritores de la época como Clorinda Matto de Turner quien en Aves sin nido evita censurar el sistema capitalista.

Uno de sus personajes modélicos, Fernando Marín, por ejemplo, es accionista de minas. La novelista limita sus críticas al feudalismo, a la mita, y a la violencia contra las mujeres. La actitud de González Prada es análoga a la de Matto y es representativa de una plétora de intelectuales de aquella época, los civilistas, los del Círculo Literario, los de la Unión Nacional y las tan comentadas “Escritoras Ilustradas”. 

El señor Flores supone que La anarquía inmanentista es un tratado teológico que pasa por alto la búsqueda del Maestro para la justicia. Definitivamente, el texto no constituye un argumento teológico aunque sí reconoce la dimensión inmanentista de la lucha social del rebelde. No se puede eliminar la “teología” completamente de un pensador que sostiene lo siguiente: “no cabe ateísmo cuando en lo íntimo del alma se rinde culto a la justicia” (Obras, IV, 104), referencia que también aporto en mi libro (p. 27).

Y es así en González Prada y en la interpretación ofrecida en La anarquía inmanentista. La psiquis no impide una dimensión social, sino que significa un resorte para estimular la protesta. Cualquier compromiso con la humanidad tiene que nacer con el espíritu.

Sobre “el positivismo” del anarquista, el señor Flores Quelopana también se confunde. Uno de los principales temas de La anarquía inmanentista es la relación espinosa de González Prada con Auguste Comte, el primer positivista, a quien cita a menudo. No obstante, es oscurantismo atribuir a MGP un “militante positivismo revolucionario”.

Conforme a lo que muestro en el libro, el positivismo no era revolucionario. Comte aborrecía la anarquía porque amenazaba los privilegios sociales que él defendía. Nunca abogaba por las masas sino por las jerarquías que él concebía como necesarias. El ácrata peruano nunca hubiera aceptado tal posición. A pesar de apegarse a ciertos conceptos comtianos como la ley de los tres estados, él tuvo que apartarse del pensador francés mientras que se acercaba a la anarquía, la cual es antitética al positivismo. 

Acerca de la influencia del “socialismo” en el Maestro, este crítico sostiene que “el contenido viril de su utopía anarquista no procede sólo del protocristianismo, liberalismo y del enciclopedismo, sino también del socialismo”.

De hecho, la anarquía de MGP no se limita a las primeras tres tendencias, mas concebirlo también como socialista es malentender la diferencia entre el socialismo y la anarquía. El primero favorece un estado omnipresente y la segunda aboga por la destrucción del mismo. Especialmente después de volver de Europa, de acuerdo con lo que dice al pie de la letra y asimismo con lo que se deduce del espíritu de su obra, sería absurdo calificar a González Prada de socialista. El no proponía un gobierno socialista, sino abogaba por destruir el Estado. En este sentido era nihilista total. 

En conclusión, no se puede encontrar en los escritos del Maestro “lo vulnerable del fondo y forma de los presupuestos filosóficos”, como infiere el señor Flores.

Son precisamente actitudes conformes a ésta lo que La anarquía inmanentista refuta, mostrando que González Prada no sólo tuvo una ideología o ideologías, sino que hay un sistema filosófico (la inmanencia) [el subrayado es nuestro] que le sirvió para organizar todos los aspectos de su pensamiento: el indigenismo, el feminismo, el igualitarismo, el anticlericalismo, el sindicalismo y su búsqueda general de la justicia. 

Los errores principales del señor Flores Quelopana, que MGP sea ateo, positivista y socialista, son equívocos que se habían repetido en los comentarios acerca del maestro (juntos con otros que reconocen su panteísmo). Son precisamente los equívocos que rectifico en mis investigaciones. Quizá el comentarista debe leer menos crítica, más González Prada y el libro que va comentando.

Ha llegado la hora de evaluar de nuevo este importante intelectual decimonónico, pero no acudiendo a artículos y libros del pasado, sino a nuevas lecturas de Páginas libres, Horas de lucha, Minúsculas y Presbiterianas. Es hora de liberarse de los cajones restrictivos del ateísmo, del positivismo y del socialismo y reconocer que MGP es mucho más que un indigenista. Su grito por la justicia llega a todos los sectores de la sociedad, desde una perspectiva que es a la vez anárquica e inmanente.
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III

 

Esta interesante polémica con el peruanista norteamericano Thomas Ward se reduce a lo que se debe entender por anarquía inmanentista. Para Ward la anarquía inmanentista de Manuel González Prada consiste en hay un sistema filosófico inmanente que le ayudó a organizar toda su ideología libertaria. Para mí atribuirle la existencia de dicho sistema es excesivo. En todo caso puedo admitir una visión o cosmovisión inmanentista pero no un sistema filosófico inmanentista.

Más bien González Prada es un hombre de la Ilustración por rechazar las creencias religiosas (ateo), ser un racionalista y tener una acendrada fe en la ciencia (positivista). Y es un inmanentista por ser un modernista y no por tener un sistema filosófico inmanente. Esto es, como señala Paul Hazard (La crisis de la conciencia europea), es un inmanentista por compartir el presupuesto modernista de creer en la razón humana como fundamento de sí misma y que su verdad es toda la verdad.

Extraer citas sueltas de su prosa y verso para sostener la existencia en su pensamiento de un sistema filosófico inmanentista es excesivo y descaminador. Desembolsar de su literatura y de sus ensayos acusadores una filosofía inmanentista sistemática resulta imaginativo pero poco realista. No obstante, no hay dificultad en considerar a MGP como inmanentista en sentido amplio. O sea por adherirse a la construcción del regnum hominis de la modernidad y no creer en la restauración del fundamento trascendente.

En resumen, pienso que la Anarquía inmanentista de Ward pierde de vista lo más sustancial del pensamiento del ácrata por prestar atención a una imaginaria existencia de la filosofía inmanentista. Y esta esencia es la liberación del indio por obra de su propia acción revolucionaria. Bien destaca Gonzalo Portocarrero (Racismo y mestizaje, y otros ensayos, Lima: Fondo Editorial del Congreso, 2007, p. 368) al subrayar que la redención del indio requiere paradójicamente del exterminio del hombre blanco.

Además, su discurso sobre el indio nutrió, como señala Osmar González (Ideas, intelectuales y debates en el Perú, Editorial Universitaria, Universidad Ricardo Palma, p. 688), a los intelectuales arielistas (Víctor Andrés Belaunde, José de la Riva Agüero, Francisco y Ventura García Calderón), a los del Centenario (Mariátegui, Haya) y Colónidos (Valdelomar, More).

En una palabra, MGP como filósofo social antes que filósofo puro nunca elaboró una sistemática filosofía inmanentista, pero sí se adhirió al inmanentismo de la modernidad a través del anarquismo, racionalismo y  cientificismo.


Lima, Salamanca 29 de Junio 2016