miércoles, 20 de agosto de 2025

ONTOLOGÍA INTERMEDIA INTEGRAL

 


Gustavo Flores Quelopana

 

 

 

ONTOLOGÍA INTERMEDIA INTEGRAL

El ser en los márgenes: naturaleza, espíritu

 y ambigüedad ontológica

 

 

 

 

 

 

 

 

FONDO EDITORIAL

IIPCIAL

Instituto de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina

LIMA-PERU

2025

BIODATA

 

Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor, peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino (SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo “Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la “Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el “Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la “paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, el “Neobrutalismo” como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización, “Ontorrealismo” como propuesta metafísica para recuperar la trascendencia, la “Cristoradialidad” como teología parea un mundo descreído; y “Universo Pluritemporal” para explicar en tiempo ontológico en el cosmos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título:  ONTOLOGÍA INTERMEDIA INTEGRAL. El ser en los márgenes: naturaleza, espíritu y ambigüedad ontológica.

 

Primera edición en castellano: Lima, agosto, 2025

 

Autor: Gustavo Flores Quelopana

 

Editor: Gustavo Flores Quelopana

Los Girasoles 148- Salamanca-Ate

 

Se terminó de imprimir en agosto de 2025 en: © Fondo Editorial del Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina (IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca, Ate.

 

Tiraje: 30 ejemplares

 

HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ

N° 2025-

ONTOLOGÍA INTERMEDIA INTEGRAL

El ser en los márgenes: naturaleza, espíritu y ambigüedad ontológica

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Prólogo

 

 

E

xiste una ontología intermedia porque el ser no se deja capturar por los extremos. No es sólo sustancia ni sólo acontecimiento, ni plenamente inteligible ni absolutamente oscuro. Entre el ser finito y el ser eterno hay una zona de tránsito, una región ontológica que ha sido ignorada por las grandes tradiciones del pensamiento, como si lo real sólo pudiera pensarse desde lo absoluto o desde lo contingente, pero nunca desde lo intermedio.

La ontología intermedia surge de una necesidad estructural: pensar lo real en su ambigüedad, tránsito y apertura al misterio. Frente a la tradición clásica que privilegió la claridad y la estabilidad —desde Parménides hasta Tomás de Aquino, quien concibe el ser como participación en el acto puro— esta propuesta reconoce entidades que habitan umbrales, zonas porosas entre lo finito y lo eterno. Sin negar la profundidad metafísica, cuestiona la exclusión de lo ambiguo y lo no clasificable, legitimando una dimensión del ser que se manifiesta sin agotarse y exige nuevas formas de pensamiento.

Por otro lado, Nicolai Hartmann propone una ontología inmanente, donde el ser se estratifica en niveles: físico, biológico, psíquico, espiritual. Cada nivel tiene su autonomía, su legalidad interna. Pero esta arquitectura, aunque rica, puede volverse rígida, dejando poco espacio para lo fluido, lo liminar, lo que escapa a la clasificación. Heidegger, en cambio, desplaza el foco hacia el tiempo. El ser ya no es sustancia ni estructura, sino acontecimiento: desocultamiento en la apertura del Dasein. El ser finito se revela en su historicidad, pero pierde toda conexión con lo eterno. Lo absoluto queda fuera del horizonte ontológico. Jean-Luc Marion introduce el fenómeno saturado: aquello que se da más allá de la medida, desbordando la capacidad del sujeto para recibirlo. El ser se manifiesta como exceso, como don. Pero esta saturación sigue dependiendo de una estructura receptiva, lo que puede derivar en una forma refinada de idealismo subjetivo. La ontología intermedia no niega estas perspectivas, pero las trasciende. Reconoce que el ser finito no es una copia degradada ni una sustancia autónoma, sino una manifestación parcial que se abre al eterno. Y que lo eterno no está fuera del mundo, sino que lo atraviesa, lo sostiene, lo transforma.

Esta propuesta se articula en torno a tres nociones fundamentales: el gradiente ontológico, el umbral y el misterio. Cada una de ellas permite pensar el ser más allá de las oposiciones binarias, más allá de las taxonomías cerradas, más allá de las lógicas excluyentes. El gradiente ontológico permite concebir el ser como una escala de intensidades, donde lo finito y lo eterno no se oponen, sino que se entrelazan. El ser no se distribuye en bloques absolutos, sino que fluye en gradientes, umbrales y zonas de ambigüedad. El umbral no es una frontera rígida, sino una zona de tránsito, mezcla y transformación. Ontológicamente, los umbrales revelan la porosidad de los reinos y la continuidad entre lo finito y lo eterno. Son espacios donde el ser se redefine. El misterio, por su parte, no es un déficit de conocimiento, sino una condición legítima del ser. Algunas entidades se resisten a la clasificación, no porque sean falsas, sino porque su ser es excesivo, ambiguo o velado. El misterio es profundidad que no se agota en la claridad. Estas nociones se manifiestan en tres grandes reinos del ser: el elemental, el natural y el espiritual. Cada uno de ellos revela que lo real no se deja reducir a lo clasificable, y que el ser se da también en lo ambiguo, en lo transitorio, en lo velado. En el reino elemental, la física cuántica revela una realidad que no se comporta según los esquemas binarios clásicos. Las partículas existen en estados de superposición, las propiedades son indeterminadas, las relaciones no-locales desafían la lógica clásica. En el reino natural, la vida se manifiesta como proceso continuo, poblado por seres liminares: virus que no son ni vivos ni muertos, hongos que no son ni plantas ni animales, organismos que mutan y se adaptan sin perder su identidad. En el reino espiritual, lo humano se abre a lo trascendente a través de la paradoja, el misterio y la intuición. Figuras como duendes, genios, apus o ángeles habitan el imaginario colectivo y las cosmologías ancestrales, sin someterse a la lógica empírica.

La ontología intermedia no teme lo desconocido, sino que lo abraza como parte legítima del cosmos. Reconoce que lo eterno no está fuera del mundo, sino que se filtra en lo finito, lo sostiene desde dentro, lo transforma sin anularlo. Esta ontología no clausura el pensamiento, sino que lo reabre. No impone definiciones, sino que escucha modulaciones. No busca respuestas definitivas, sino que habita las preguntas que se despliegan en grados, en umbrales, en misterios.

Pensar el ser desde lo intermedio implica asumir la complejidad radical del mundo, donde lo real no se impone por evidencia, sino que se insinúa con intensidad. El ser no es sustancia fija, sino presencia en tránsito, y entre lo finito y lo eterno existe un espacio legítimo de pensamiento: la ontología intermedia. Esta propuesta no clausura el misterio, sino que lo reconoce como parte constitutiva del ser, abriendo una grieta en la tradición ontológica para pensar desde la resonancia, el entrelazamiento y la ambigüedad, con nuevos gestos, palabras y formas de atención. Aceptar la ontología intermedia es asumir que el pensamiento no siempre debe aspirar a la transparencia total, sino a una profundidad que respeta lo velado y reconoce que lo real se insinúa más por intensidad que por evidencia. Esta propuesta invita a cruzar umbrales, a abandonar el pensamiento binario y a habitar el espacio donde el ser se modula entre lo visible y lo invisible, entre lo finito y lo eterno. Aunque algunos la critican por diluir el rigor filosófico o caer en relativismo, la ontología intermedia no renuncia a las estructuras ni a los niveles del ser, sino que los amplía al incluir zonas de tránsito, tensiones y resonancias que escapan a la lógica excluyente. No disuelve el ser, lo expande; no debilita el pensamiento, lo afina en su capacidad de asombro, humildad y escucha.

También podría decirse que esta propuesta se apoya en intuiciones poéticas más que en argumentos filosóficos sólidos. Que hablar de duendes, apus o entidades liminares es invitar a la superstición o al pensamiento mágico. Pero esta crítica confunde lo simbólico con lo irracional. Las cosmologías ancestrales, los imaginarios espirituales y las experiencias liminares no son residuos del pensamiento premoderno, sino expresiones legítimas de una ontología que reconoce la pluralidad de modos de ser. Pensar el ser desde lo intermedio es también pensar desde lo simbólico, lo mítico, lo espiritual, sin por ello renunciar al análisis, la coherencia ni la profundidad.

Finalmente, algunos podrían objetar que esta ontología no ofrece criterios claros para discernir lo verdadero de lo ilusorio, lo real de lo imaginado. Pero esta exigencia de claridad absoluta es, en sí misma, una ilusión. El mundo está hecho también de lo que no se deja verificar, de lo que se manifiesta sin prueba, de lo que se siente sin demostración. La ontología intermedia no elimina el discernimiento, sino que lo afina: nos enseña a distinguir no sólo entre lo verdadero y lo falso, sino entre lo pleno y lo velado, entre lo evidente y lo insinuado, entre lo que se impone y lo que se revela en el tiempo.

 

 

 

 

 

 

Introducción

Hacia una ontología intermedia

 

L

a ontología clásica, centrada en el ser sustancial, definido y categorizable, ha dejado en los márgenes una multitud de entidades que no encajan en sus esquemas. Frente a esta limitación, diversos pensadores contemporáneos —Heidegger, Deleuze, Marion— han abierto nuevas vías para pensar el ser como acontecimiento, devenir o exceso. Sin embargo, estas propuestas, aunque fecundas, tienden a privilegiar lo finito y lo temporal, desatendiendo la dimensión de lo eterno.

La ontología intermedia no busca reemplazar estas perspectivas, sino ampliarlas, reconociendo que el ser puede manifestarse en formas ambiguas, fragmentadas, transitorias, pero no por ello menos reales. Proponer una metafísica que no se funda en la rigidez de las esencias, sino en la gradualidad del ser, en su capacidad de revelarse en grados, umbrales y misterios. Desde esta mirada, el ser se concibe como: 1. Gradiente, más que binario: una realidad que se despliega entre polos sin reducirse a ellos. 2. Umbral, más que frontera: una zona de tránsito donde lo finito se abre a lo eterno. 3. Misterio, más que claridad: una dimensión legítima del ser que no se deja clasificar, pero que se manifiesta con intensidad. Esta ontología se expresa en tres grandes reinos: En el reino elemental, donde la materia revela virtualidades de vida y lo físico se entrelaza con lo orgánico. En el reino natural, donde la vida se manifiesta como proceso continuo, poblado por seres liminares que desafían nuestras taxonomías. En el reino espiritual, donde lo imaginario, lo mítico y lo sagrado se entrelazan con lo cotidiano, revelando presencias que no se explican por la lógica empírica. La ontología intermedia es, en última instancia, una invitación a pensar el ser en toda su riqueza y complejidad, reconociendo que lo real no se agota en lo claro, lo definido o lo clasificable. Es una ontología que no teme lo desconocido, sino que lo abraza como parte legítima del cosmos, como expresión de un ser que se da en tránsito, en umbrales, en misterio.

 

1. El problema del ser en los márgenes

Desde los albores de la filosofía, el ser ha sido concebido como aquello que es, en contraposición a lo que no es. Parménides lo definía como eterno, indivisible y pleno; Platón lo vinculaba con el mundo de las Ideas; Aristóteles lo articulaba en categorías y sustancias. Sin embargo, esta tradición ha tendido a excluir o ignorar las formas de ser que no encajan en sus esquemas: lo ambiguo, lo transicional, lo liminal. La ontología intermedia nace como respuesta a esta omisión. Propone que el ser no se distribuye en bloques absolutos, sino que fluye en gradientes, umbrales y zonas de ambigüedad. Reconoce que hay entidades cuya existencia es real, pero cuya naturaleza escapa a las categorías clásicas. Esta intuición no contradice la tradición metafísica, sino que la prolonga en una clave más dinámica y fenomenológica.

Ya en la Antigüedad tardía, Plotino había concebido el ser como una emanación jerárquica desde el Uno. En su sistema neoplatónico, la realidad se despliega en niveles: el Uno, el Intelecto, el Alma, y luego el mundo sensible. Cada nivel participa del anterior, pero con menor intensidad ontológica. Así, el mundo material no es falso, pero sí menos real que el mundo inteligible. Esta visión permite pensar que hay grados de ser, y que algunas entidades —como los daimones o las almas errantes— habitan zonas intermedias entre lo divino y lo sensible. San Agustín, influido por Plotino, retoma esta jerarquía en clave cristiana. En La Ciudad de Dios, afirma que “todo lo que existe, existe en grados de perfección según su cercanía al Creador”. Para Agustín, el ser no es homogéneo, sino escalonado: Dios es el ser supremo, y las criaturas participan de Él en proporción a su apertura a la verdad. Esta concepción permite reconocer que hay seres cuya existencia es ambigua, no por defecto de creación, sino por alejamiento de la fuente. Santo Tomás de Aquino sistematiza esta visión en su metafísica del ser. En la Summa Theologiae, sostiene que “el ser se dice de muchas maneras”, y que las criaturas poseen el esse por participación. Para Tomás, la jerarquía del ser está fundada en la analogía: Dios es el ser por esencia, las criaturas son seres por participación. Esta estructura ontológica admite grados, intensidades, y por tanto, zonas intermedias donde el ser no está plenamente realizado, pero tampoco negado. Desde esta tradición, la ontología intermedia no es una ruptura, sino una actualización. Reconoce que el ser puede manifestarse en formas que no son plenamente inteligibles, pero que no por ello son ilusorias. Es una ontología que se sitúa entre la metafísica clásica y la fenomenología contemporánea, y que busca dar cuenta de lo que habita en los márgenes: lo que no es Dios, ni demonio, ni hombre, ni cosa, pero que existe y actúa.

 

2. Ontología clásica: plenitud y negación

La ontología tradicional se ha estructurado en torno a dos polos: 1. Ser pleno: Aquello que participa del ser en su máxima expresión. En la teología cristiana, esto corresponde a Dios, los ángeles fieles, los santos. 2. Ser negado: Aquello que, aunque creado, ha rechazado su origen y se ha orientado al no-ser. Los demonios, el pecado, la corrupción.

Esta visión binaria ha sido útil para establecer límites éticos y metafísicos, pero ha dejado fuera una multitud de entidades que no son ni plenamente buenas ni absolutamente malignas. ¿Dónde ubicamos a los espíritus tutelares, los virus, los hongos, los genios, los minerales que parecen vivos? Incluso en el reino natural, esta estructura binaria se desdibuja. La vida no se presenta como una dicotomía entre lo absolutamente ordenado y lo completamente caótico, sino como una red de interdependencias y ambigüedades. Los virus, por ejemplo, desafían las categorías clásicas: no son plenamente vivos, pero tampoco inertes; poseen información genética, se replican, pero dependen de otros organismos para hacerlo. Los hongos, por su parte, forman redes subterráneas que conectan árboles y permiten el intercambio de nutrientes, actuando como mediadores invisibles entre especies. ¿Son meros organismos, o cumplen funciones que rozan lo simbiótico y lo espiritual? Incluso los minerales, como los cristales piezoeléctricos, parecen responder a estímulos, crecer con patrones geométricos, y participar de una lógica que no es puramente mecánica. Estos ejemplos muestran que la naturaleza está poblada por entidades que habitan zonas intermedias, que no se dejan clasificar como plenamente buenas o malas, vivas o muertas, ordenadas o caóticas. La ontología intermedia se propone precisamente como una respuesta a esta complejidad.

Incluso en el reino de las leyes elementales de la naturaleza, la ontología intermedia se manifiesta con fuerza. La física cuántica ha revelado que la realidad no se comporta según los esquemas binarios clásicos de presencia o ausencia, ser o no-ser. En el nivel subatómico, las partículas pueden estar en superposición, es decir, en múltiples estados a la vez; pueden túnelar a través de barreras que no deberían atravesar; pueden entrelazarse de forma que su identidad individual se disuelve en una correlación no local. El famoso principio de indeterminación de Heisenberg muestra que no es posible conocer simultáneamente la posición y la velocidad de una partícula con precisión absoluta. ¿Qué significa esto ontológicamente? Que el ser, en su nivel más fundamental, no es estable ni categórico, sino probabilístico, relacional y ambiguo. La física cuántica no sólo desafía la lógica clásica, sino que abre la puerta a una ontología del umbral, donde las entidades existen en estados intermedios entre lo definido y lo indefinido, lo actual y lo potencial. En este sentido, la ontología intermedia no es una especulación metafísica, sino una necesidad para comprender la estructura misma del cosmos. Es más, la ontología intermedia no se limita a un dominio específico del saber o de la experiencia, sino que se manifiesta en los tres grandes reinos que estructuran nuestra comprensión del mundo: el reino elemental, el reino natural y el reino espiritual.

En el reino elemental, como ya se ha señalado, la física cuántica revela una realidad que no se ajusta a categorías rígidas. Las partículas existen en estados de superposición, las propiedades son indeterminadas hasta que se observan, y las relaciones no-locales desafían el concepto clásico de separación. Aquí, la ontología intermedia se expresa como ambigüedad ontológica: lo que “es” no lo es de forma absoluta, sino en función de probabilidades, contextos y relaciones. En el reino natural, la vida misma se desarrolla en zonas de transición. Los organismos no son entidades cerradas, sino sistemas abiertos que interactúan con su entorno. La evolución, la percepción, el lenguaje y la conciencia son procesos que no pueden reducirse a dicotomías simples. La ontología intermedia aparece aquí como gradualidad, plasticidad y emergencia: lo vivo no es ni puramente físico ni puramente mental, sino una síntesis dinámica entre ambos. En el reino espiritual, las experiencias humanas más profundas —como el amor, la fe, el arte o la intuición— se sitúan en espacios liminales entre lo racional y lo irracional, lo visible y lo invisible, lo temporal y lo eterno. La ontología intermedia se manifiesta como paradoja, misterio y trascendencia: lo espiritual no se define por su claridad conceptual, sino por su capacidad de abrir horizontes que desbordan la lógica binaria.

 

3. El ser como gradiente: hacia una ontología no binaria

Pensadores contemporáneos como Heidegger, Deleuze y Jean-Luc Marion han cuestionado la rigidez de la ontología clásica, abriendo el campo a nuevas formas de pensar el ser. Heidegger propone que el ser no es una cosa, sino un acontecimiento: el desocultamiento del ente en su apertura al mundo. El ser se revela en el tiempo, en la historicidad, en el horizonte del Dasein. Deleuze concibe el ser como multiplicidad, flujo, devenir. Rechaza las esencias fijas y privilegia la diferencia, la repetición, la intensidad. Marion introduce la noción del fenómeno saturado: aquello que desborda nuestras categorías de comprensión, que se da más allá de la medida, como exceso de sentido. Desde esta perspectiva, el ser puede manifestarse en formas que no son plenamente inteligibles, pero que no por ello son ilusorias. La ontología intermedia se inscribe en esta corriente, proponiendo que el ser puede ser parcial, ambiguo, fragmentado, pero real. Sin embargo, es necesario señalar los límites de estas propuestas. Tanto Heidegger como Deleuze, en su afán por descentrar la ontología clásica, privilegian lo finito y lo temporal, y en ese gesto niegan o desatienden la dimensión de lo eterno. El ser, reducido al acontecimiento o al devenir, pierde su profundidad metafísica y su apertura a lo absoluto. La ontología intermedia, en cambio, no excluye lo eterno, sino que lo concibe como una forma intermedia entre lo intemporal y lo temporal, como una persistencia que atraviesa los cambios. En el caso de Marion, su énfasis en el fenómeno saturado corre el riesgo de colindar con el idealismo subjetivo, al situar el exceso del fenómeno en relación con la incapacidad del sujeto para recibirlo plenamente. Aunque su propuesta busca superar el sujeto trascendental, la saturación sigue dependiendo de una estructura receptiva que puede interpretarse como una forma refinada de subjetivismo. La ontología intermedia, por el contrario, busca una ontología relacional que no se funda en el sujeto, sino en el entre-ser, en el espacio de mediación donde lo real se da sin necesidad de ser plenamente captado. Lo real puede darse apenas insinuado, sin mostrarse plenamente, sino parcialmente, rodeado de misterio y enigma.

 

4. Ontología del umbral: el ser como tránsito

La noción de umbral es clave en la ontología intermedia. Un umbral no es una frontera rígida ni una línea de exclusión, sino una zona de tránsito, mezcla y transformación, donde las categorías se desdibujan y el ser se redefine. Ontológicamente, los umbrales son espacios intermedios que revelan la porosidad de los reinos y la continuidad entre lo finito y lo eterno. Desde esta perspectiva, los umbrales se manifiestan en cada uno de los tres grandes reinos. Reino elemental: Entre lo inerte y lo vivo: minerales que parecen plantas, cristales que crecen, estructuras que imitan la morfología orgánica. Aquí el umbral revela que la materia no es pasiva, sino que contiene virtualidades de vida, anticipando la emergencia de lo orgánico. Lo eterno se insinúa como potencia latente, como forma que precede a la función. Reino natural: Entre lo vegetal y lo animal: plantas carnívoras, hongos, organismos que desafían la clasificación taxonómica. Entre lo biológico y lo informacional: virus como entidades liminares, ni plenamente vivas ni meramente químicas. Estos umbrales muestran que la vida no es una esencia fija, sino un proceso de diferenciación continua, donde lo finito se transforma sin perder su conexión con lo absoluto. Lo eterno se manifiesta como estructura de posibilidad, como matriz que permite la variación sin perder identidad. Reino espiritual: Entre lo humano y lo espiritual: figuras como duendes, genios, apus, que habitan el imaginario colectivo y las cosmologías ancestrales. Estos seres no son errores de percepción ni supersticiones, sino manifestaciones legítimas del ser en su dimensión intermedia, donde lo sensible y lo trascendente se entrelazan. Lo eterno aquí no es una abstracción, sino una presencia encarnada, una forma de lo sagrado que se filtra en lo cotidiano.

Estos umbrales no deben ser vistos como anomalías ni como fallos clasificatorios, sino como testimonios ontológicos de que el ser no se agota en lo definido. Son zonas de revelación, donde lo finito se abre a lo eterno sin perder su singularidad. La ontología intermedia, al reconocer estos espacios, propone una metafísica del tránsito, una lógica del entre, una espiritualidad del umbral.

 

5. Ontología del misterio: lo que no se deja clasificar

La ontología intermedia también reivindica el misterio como categoría ontológica. No todo lo que existe puede ser comprendido plenamente. Algunas entidades se resisten a la clasificación, no porque sean falsas, sino porque su ser es excesivo, ambiguo o velado. San Gregorio de Nisa afirmaba que “el misterio del ser no se agota en lo visible ni en lo revelado, sino que se extiende en lo que aún no ha sido iluminado por la gracia”. Esta afirmación abre la puerta a una ontología que no teme lo desconocido, sino que lo acoge como parte legítima del cosmos.

La gracia, más que una revelación espiritual, actúa como fuerza iluminadora en dos planos: ontológico y ético. Ontológicamente, revela aspectos del ser antes velados, sin agotar su misterio; éticamente, transforma al sujeto, orientándolo hacia el bien. No todos los seres reciben ambas iluminaciones: algunos se manifiestan en su ser sin implicar una ética, otros son éticamente significativos sin ser plenamente comprensibles. Esta distinción es clave en la ontología intermedia, que asume el misterio como condición legítima del ser y entiende la gracia como fuerza que singulariza y matiza lo real.

 

6. Hacia una ontología intermedia

La ontología intermedia no busca reemplazar la ontología clásica, sino complementarla, ampliando su alcance hacia zonas del ser que han permanecido en los márgenes del pensamiento. Reconoce que existen entidades que: 1. Existen, pero no encajan en las categorías tradicionales del ser sustancial o del ente definido. 2. Operan en el mundo, pero no poseen un estatuto claro dentro de los sistemas ontológicos heredados. 3. Desafían nuestras taxonomías, no por error, sino porque su modo de ser es ambiguo, transitorio o excesivo. Esta ontología del margen, del tránsito y del misterio se manifiesta en los tres grandes reinos del ser.

Reino elemental: Aquí encontramos entidades que desafían la distinción entre lo físico y lo viviente: cristales que crecen, partículas que se comportan como ondas, campos cuánticos que fluctúan entre lo real y lo virtual. Estos seres existen, pero su estatuto ontológico es intermedio: ni plenamente materia, ni plenamente forma. Son manifestaciones del ser en su potencialidad, donde lo eterno se insinúa como estructura latente. Reino natural: La vida misma está poblada por seres que habitan zonas liminares: virus que no son ni vivos ni muertos, hongos que no son ni plantas ni animales, organismos que mutan y se adaptan sin perder su identidad. Estos seres operan en el mundo, pero no se dejan encerrar en definiciones rígidas. Revelan que la naturaleza es un proceso de diferenciación continua, donde lo finito se abre a lo eterno como matriz de transformación. Reino espiritual: En el imaginario humano y en las tradiciones místicas, aparecen figuras como duendes, genios, apus, ángeles o presencias que no se explican por la lógica empírica. Estos seres desafían nuestras taxonomías, pero no por ello deben ser descartados. Son expresiones del ser en su dimensión velada, donde el misterio no es ausencia de sentido, sino exceso de significación. Aquí, lo eterno se manifiesta como presencia sutil, como gracia que no siempre se revela plenamente.

La ontología intermedia, al acoger estos tres reinos, nos invita a pensar el ser en toda su riqueza y complejidad, reconociendo que lo real no se agota en lo claro, lo definido o lo clasificable. Es una ontología que no teme lo desconocido, sino que lo abraza como parte legítima del cosmos, como expresión de un ser que se da en grados, en umbrales, en misterios.

 

 

 

 

 

 

Parte I

Ontología intermedia en el reino elemental

 

 

 

En los confines más íntimos de la realidad, donde la materia aún no se ha consolidado en formas reconocibles y el tiempo no fluye con la regularidad que creemos, se despliega una ontología intermedia. No es el ser sólido de la piedra ni el ser consciente del pensamiento, sino una forma de ser que se manifiesta como posibilidad, como fluctuación, como tránsito. La física moderna —especialmente la cuántica y la relativista— ha abierto una ventana hacia este reino, revelando que lo elemental no es simple, sino profundamente complejo y ontológicamente ambiguo.

 

Física cuántica: superposición, indeterminación, entrelazamiento

La física cuántica ha transformado radicalmente nuestra comprensión de lo real. En lugar de entidades definidas con propiedades estables, nos encontramos con sistemas que existen en estados múltiples, que se comportan de forma probabilística y que se vinculan más allá del espacio. La superposición nos revela que una partícula puede estar en varios estados simultáneamente, como si el ser no tuviera que elegir una sola forma de manifestarse. Esta multiplicidad no es una paradoja epistemológica, sino una manifestación ontológica: el ser cuántico no es una unidad cerrada, sino una apertura estructurada.

El principio de indeterminación, formulado por Heisenberg, nos muestra que no es posible conocer con precisión absoluta la posición y el momento de una partícula. Esta limitación no es un defecto del conocimiento, sino una expresión del modo de ser de lo elemental. El ser no se deja capturar por completo, no se ofrece como totalidad, sino como fragmento, como latencia, como posibilidad. El entrelazamiento cuántico lleva esta lógica aún más lejos: dos partículas pueden compartir un estado común, de modo que lo que ocurre en una afecta instantáneamente a la otra, sin importar la distancia. Aquí, el ser no es local ni individual, sino relacional y no-local. No se define por sus límites, sino por sus vínculos.

En este nivel, la ontología intermedia se afirma como una filosofía del vínculo, de la resonancia, de la simultaneidad. El ser no es una sustancia que se mantiene idéntica a sí misma, sino una red de posibilidades que se actualizan en función de contextos, de observaciones, de relaciones. Lo cuántico no es sólo físico: es ontológico.

Decir que el ser cuántico es ontológico no es simplemente afirmar que existe en algún rincón del universo físico, sino reconocer que encarna una forma de ser radicalmente distinta a la que la tradición metafísica ha sostenido durante siglos. Lo cuántico no es un fenómeno extraño que aparece sólo cuando lo observamos, ni una ilusión generada por los límites de nuestra percepción. Es, más bien, una manifestación profunda de cómo el ser se comporta en su estado más elemental: no como sustancia fija, sino como posibilidad vibrante.

La superposición cuántica, por ejemplo, no es una paradoja epistemológica, sino una expresión ontológica: el ser puede estar en múltiples estados simultáneamente, sin necesidad de elegir uno solo. Esto desafía la lógica clásica del ser como identidad, como unidad cerrada. En el nivel cuántico, el ser no se define por lo que es, sino por lo que puede ser. Es apertura, latencia, multiplicidad.

La indeterminación no revela una falla del conocimiento, sino una condición del ser mismo. No es que no podamos saber con precisión dónde está una partícula y cómo se mueve; es que esa precisión no existe en el plano ontológico. El ser cuántico no se ofrece como totalidad, sino como fragmento, como borde, como umbral. Es un ser que se escapa de la clausura, que se manifiesta sólo en el cruce entre lo observado y lo posible.

Y el entrelazamiento, ese vínculo misterioso entre partículas separadas por vastas distancias, nos obliga a repensar la noción de individualidad. El ser cuántico no es local, no está encerrado en sí mismo. Es relacional, no separado, no aislado. Lo que ocurre en una parte del sistema afecta instantáneamente a otra, como si el ser no estuviera distribuido en el espacio, sino tejido en una red invisible de resonancias.

Frente a estas manifestaciones, no podemos seguir pensando que lo cuántico es una ilusión subjetiva, una distorsión provocada por el acto de observar. El observador no crea el fenómeno: lo actualiza. Lo cuántico no depende de la conciencia humana, sino que se revela en su interacción con ella. Es una forma de ser que se despliega en el encuentro, no en la proyección.

Así, el ser cuántico nos obliga a abandonar la ontología de la sustancia y abrazar una ontología de la posibilidad. No es lo que permanece, sino lo que vibra. No es lo que está, sino lo que puede llegar a estar. Es un ser que no se agota en la presencia, sino que se insinúa en la virtualidad. Una ontología del tránsito, del pliegue, del entre.

Pensar lo cuántico como ontológico es aceptar que el mundo no está hecho de cosas, sino de configuraciones, de campos, de relaciones. Es reconocer que la realidad no es una colección de objetos, sino una danza de potencialidades. Y que el ser, en su forma más profunda, no es una respuesta, sino una pregunta que se despliega en cada instante, en cada vínculo, en cada acto de apertura.

Lo cuántico no es simplemente un dominio físico, ni una curiosidad matemática. Es una forma de ser que desborda las categorías clásicas de la ontología. En su núcleo, lo cuántico revela una realidad que no se define por la sustancia ni por la presencia plena, sino por la posibilidad, la relación y la indeterminación. Por eso, lo cuántico no sólo participa de la ontología intermedia: la constituye, la habita, la despliega.

La ontología intermedia no se refiere a un punto medio entre el ser y el no-ser, sino a una zona de tránsito donde el ser no se presenta como entidad fija, sino como configuración abierta. Lo cuántico encarna esta lógica: una partícula puede estar en varios estados a la vez, puede no tener posición definida, puede estar entrelazada con otra más allá del espacio. Aquí, el ser no es lo que ya es, sino lo que puede ser bajo ciertas condiciones. Es latencia, es bifurcación, es pliegue.

Lo cuántico está en la ontología intermedia porque rompe con la idea de que el ser se manifiesta como objeto delimitado. En cambio, se ofrece como campo de posibilidades, como vibración que se actualiza en función de relaciones. La superposición no es una anomalía: es una forma de ser que no se deja reducir a la lógica binaria. La indeterminación no es una falta de conocimiento: es una expresión del ser como apertura. El entrelazamiento no es magia: es una ontología del vínculo, donde el ser no se separa, sino que se comparte.

Así, lo cuántico abarca la ontología intermedia porque la lleva al extremo: muestra que el ser no es sustancia, sino proceso; no es presencia, sino resonancia; no es identidad, sino multiplicidad. En el nivel cuántico, el ser no se afirma, se insinúa. No se impone, se despliega. No se clausura, se bifurca. Pensar lo cuántico como ontología intermedia es aceptar que la realidad no está hecha de cosas, sino de transiciones. Que el mundo no se sostiene en lo que es, sino en lo que puede llegar a ser. Que el ser no es una respuesta, sino una pregunta que vibra en cada instante, en cada relación, en cada acto de observación. Lo cuántico no es una excepción: es el fundamento. No está al margen de la ontología: la transforma desde dentro. Es allí donde el ser se vuelve posibilidad, donde la realidad se vuelve tránsito, donde la existencia se vuelve apertura. Lo cuántico no sólo está en la ontología intermedia: la encarna, la revela, la funda.

 

Tiempo y espacio: discontinuidades, relatividad, zonas liminales

La teoría de la relatividad ha desmantelado la idea de que el tiempo y el espacio son absolutos. Ambos se revelan como dimensiones dinámicas, afectadas por la velocidad, la masa, la energía. El tiempo puede dilatarse, el espacio puede curvarse, y ambos pueden entrelazarse en una estructura fluida: el espacio-tiempo. Esta concepción rompe con la visión clásica de un universo ordenado, estable y homogéneo. En los bordes del cosmos, como los horizontes de sucesos de los agujeros negros, el tiempo se detiene y el espacio se pliega. Allí, la realidad se vuelve liminal, transicional, casi metafísica.

Estas discontinuidades no son anomalías, sino expresiones de una ontología que se resiste a la rigidez. El ser, en estos contextos, no habita un lugar ni ocurre en un tiempo, sino que los transforma. Se desliza entre coordenadas, se pliega en los márgenes, se manifiesta en los bordes. La ontología intermedia reconoce que el ser no se fija en estructuras, sino que se da en el cruce, en el tránsito, en la zona de mezcla.

El espacio-tiempo no es un escenario donde el ser actúa, sino una condición ontológica que lo modula. El ser elemental no es una entidad que se mueve en el tiempo, sino una forma de tiempo que se mueve en el ser. Esta inversión de perspectiva permite pensar el ser como flujo, como ritmo, como variación. Lo liminal no es lo marginal, sino lo originario.

El espacio-tiempo, tal como lo revela la relatividad, no es un telón de fondo pasivo donde los acontecimientos se desarrollan, sino una textura viva que se pliega, se dilata, se curva y se entrelaza con la materia misma. Esta maleabilidad lo convierte en mucho más que una coordenada física: lo transforma en una dimensión ontológica que participa activamente en la constitución del ser. En este sentido, el espacio-tiempo no delimita al ser, lo acompaña, lo modula, lo atraviesa. Su naturaleza fluida y relacional lo vincula directamente con la ontología intermedia, pues allí donde el tiempo deja de ser lineal y el espacio se vuelve curvo, el ser ya no puede pensarse como entidad fija ni como presencia estable. Se convierte en tránsito, en variación, en pliegue.

La ontología intermedia encuentra en el espacio-tiempo su expresión más radical: una zona donde el ser no se impone, sino que se insinúa; no se afirma, sino que se transforma. En los márgenes del cosmos, donde el tiempo se detiene y el espacio se deshace, el ser se revela como acontecimiento liminal, como forma que emerge entre lo posible y lo actual. Así, el espacio-tiempo no es sólo la condición de lo físico, sino el umbral donde el ser finito se vuelve devenir.

 

Materia y energía: dualidades onda-partícula, campos y potenciales

La dualidad onda-partícula nos obliga a abandonar la idea de que la materia tiene una forma única. Los elementos fundamentales pueden comportarse como partículas en ciertos contextos y como ondas en otros. Esta ambigüedad no es un defecto, sino una propiedad constitutiva. El ser elemental no tiene una forma fija, sino que se adapta, se transforma, se bifurca. Ontológicamente, esto implica que el ser no es sustancia, sino configuración. No es esencia, sino expresión.

La equivalencia entre masa y energía (E=mc²) refuerza esta idea: lo que llamamos “materia” puede volverse energía, y viceversa. La materia no es un bloque, sino una vibración; la energía no es un impulso ciego, sino una forma de ser. En este nivel, el ser se manifiesta como plasticidad ontológica, como potencia de transformación. Los campos cuánticos, por su parte, nos muestran que las partículas no son entidades aisladas, sino excitaciones de un campo subyacente. El ser no está en la partícula, sino en el campo; no en el objeto, sino en la relación.

La ontología intermedia se convierte aquí en una ontología del dinamismo. El ser no es lo que permanece, sino lo que vibra, lo que se entrelaza, lo que se bifurca. Lo elemental no es lo simple, sino lo ambiguo, lo pluriforme, lo transitorio. El ser se da como posibilidad energética, como forma ondulatoria, como campo de resonancia.

La materia y la energía, en su expresión cuántica, revelan una ontología que no se sostiene en la permanencia ni en la identidad, sino en la variación, la ambigüedad y la transformación. La dualidad onda-partícula desestabiliza la noción clásica de forma, mostrando que el ser elemental no se presenta como figura única, sino como una oscilación entre modos de manifestación. Esta oscilación no es una contradicción, sino una condición ontológica: el ser no es sustancia, sino configuración mutable. La equivalencia entre masa y energía, por su parte, disuelve los límites entre lo sólido y lo dinámico, entre lo que “es” y lo que “deviene”, haciendo del ser finito elemental una potencia vibratoria, una plasticidad activa. Los campos cuánticos profundizan esta lógica: el ser no reside en la partícula, sino en el campo que la posibilita, en la relación que la actualiza. Así, la ontología intermedia encuentra aquí su terreno: un modo de ser que no se fija, sino que se bifurca; que no se impone, sino que se insinúa; que no se clausura, sino que se abre en resonancia. Lo elemental no es lo simple, sino lo transitorio, lo pluriforme, lo relacional. En este nivel, el ser no es una entidad, sino una vibración que se despliega entre lo posible y lo actual.

 

Reflexión ontológica: el ser como posibilidad, no como entidad fija

Todo lo anterior conduce a una transformación radical de la pregunta ontológica. El ser, en el reino elemental, no se presenta como entidad, sino como posibilidad estructurada. No es lo que ya es, sino lo que puede ser bajo ciertas condiciones. Esta concepción rompe con la ontología sustancialista y abre el camino a una metafísica del tránsito. El ser cuántico no se define por su presencia, sino por su potencial de manifestación. Es una latencia activa, una virtualidad que puede actualizarse sin agotarse.

La ontología intermedia no busca estabilizar el ser, sino acompañar su emergencia. Reconoce que lo real se da en grados, en fluctuaciones, en relaciones. Que lo elemental no es el fundamento último, sino el umbral primero donde el ser comienza a desplegarse. En este sentido, el ser no es una respuesta, sino una pregunta que se despliega en cada interacción, en cada medición, en cada pliegue del espacio-tiempo.

Esta ontología también implica una transformación del lenguaje. No podemos hablar del ser elemental con los términos de la sustancia, del objeto, de la cosa. Necesitamos una gramática de lo posible, una sintaxis de lo relacional. El conocimiento no es acumulación de certezas, sino navegación entre incertidumbres. La física cuántica no nos da respuestas definitivas, sino mapas de posibilidad.

Pensar el ser desde lo elemental es pensar el mundo en su complejidad radical. Es reconocer que lo real no siempre se impone con evidencia, pero siempre se insinúa con fuerza. Que el ser no es una estructura fija, sino una vibración que se modula entre lo visible y lo invisible, entre lo que puede nombrarse y lo que sólo puede ser sentido. La ontología intermedia, en este nivel, nos invita a pensar el ser como tránsito, como relación, como apertura. No como lo que es, sino como lo que puede llegar a ser.

El ser finito elemental se manifiesta en la ontología intermedia como una forma de existencia que no se afirma en la plenitud ni en la clausura, sino en la apertura constante hacia lo posible. No es un ser que se impone con identidad cerrada, sino uno que se despliega en el borde, en el cruce, en la fluctuación. Su finitud no es una limitación, sino una condición de su plasticidad: porque no es absoluto, puede transformarse; porque no es total, puede bifurcarse; porque no es eterno, puede vibrar en el tiempo. En este nivel, el ser no se presenta como sustancia, sino como ritmo, como modulación, como tránsito entre estados. Lo elemental no es lo simple, sino lo que aún no ha sido fijado, lo que permanece en tensión entre lo virtual y lo actual.

La ontología intermedia acoge esta forma de ser porque no busca definirlo, sino acompañarlo en su emergencia. Reconoce que el ser finito no se da de una vez por todas, sino que se actualiza en cada relación, en cada interacción, en cada pliegue del espacio-tiempo. Es un ser que no se posee, sino que se atraviesa; no se delimita, sino que se insinúa. Su finitud no lo reduce, lo habilita: lo convierte en posibilidad, en campo de resonancia, en forma abierta. En este sentido, el ser elemental no es el residuo de lo que no ha alcanzado la plenitud ontológica, sino el umbral donde lo real comienza a desplegarse.

Pensar el ser finito desde la ontología intermedia es pensar el mundo como una red de intensidades, como una trama de relaciones que no se agotan en lo que es, sino que se expanden hacia lo que puede ser. Es abandonar la lógica de la sustancia para abrazar la lógica del devenir. Es comprender que lo elemental no está al margen de lo ontológico, sino en su núcleo más vibrante, más ambiguo, más fértil. Allí, en ese punto donde el ser no se afirma, sino que se transforma, la ontología intermedia encuentra su verdad: no en la estabilidad, sino en el movimiento; no en la identidad, sino en la diferencia; no en la permanencia, sino en la posibilidad.

Hablar del ser como posibilidad exige distinguir entre dos registros ontológicos profundamente distintos. La filosofía existencialista, en figuras como Kierkegaard, Heidegger o Sartre, concibe la posibilidad como una dimensión interna del sujeto: es el yo que se proyecta, que se angustia ante su libertad, que se constituye en el horizonte de lo que aún no es. Kierkegaard, en particular, elevó la posibilidad a potencia espiritual: no como opción entre alternativas, sino como vértigo existencial, como salto hacia lo infinito, como fe que se afirma en lo incierto. En este marco, la posibilidad es vivida, sufrida, elegida; es el drama del ser humano que se sabe finito pero abierto.

La ontología intermedia, en cambio, piensa la posibilidad desde el nivel elemental de lo real, donde no hay sujeto que elija ni conciencia que proyecte. Allí, la posibilidad no es libertad, sino latencia; no es decisión, sino bifurcación estructural. El electrón en superposición no decide estar en múltiples estados: simplemente lo está. Lo cuántico vibra, se transforma, se entrelaza, sin voluntad ni proyecto. Su ser no es subjetivo, sino ontológicamente abierto. La posibilidad, en este plano, no es una categoría existencial, sino una condición constitutiva del ser mismo.

Así, mientras el existencialismo piensa la posibilidad desde la interioridad del sujeto, la ontología intermedia la revela como el modo en que el ser elemental se manifiesta: no como elección, sino como apertura estructural; no como angustia, sino como indeterminación. Lo cuántico no repite la filosofía existencialista, pero la prolonga desde otro registro: muestra que incluso en lo más básico de la realidad, el ser no se impone como sustancia, sino que se despliega como tránsito, como relación, como posibilidad vibrante. Y en esa diferencia, se abre un nuevo campo para pensar lo posible más allá de lo humano, como la textura misma de lo real.

El eclipse de la ontología intermedia en la historia del pensamiento responde a tres grandes fuerzas que han modelado la sensibilidad moderna. La primera, de orden religioso, es el secularismo que, al desvincular lo finito de lo eterno, clausuró la posibilidad de pensar lo intermedio como zona de mediación ontológica. La segunda, filosófica, es el inmanentismo moderno, que, al rechazar toda trascendencia, redujo el ser a lo dado, a lo empírico, a lo verificable, excluyendo toda apertura hacia lo misterioso. La tercera, científica, es el mecanicismo físico, que impuso una visión del mundo como máquina, como sistema cerrado de causas y efectos, donde lo ambiguo, lo transitorio y lo no-local quedaban fuera de toda legitimidad ontológica.

A estas tres razones puede añadirse una cuarta, de carácter epistemológico: el formalismo lógico y lingüístico que dominó gran parte del pensamiento del siglo XX. Esta corriente, al privilegiar la claridad, la coherencia y la verificabilidad, excluyó sistemáticamente todo aquello que no pudiera ser formalizado. Lo intermedio, por su naturaleza ambigua y transicional, no se deja reducir a fórmulas ni a sistemas deductivos. Su ser se da en el pliegue, en el cruce, en el umbral —lugares que el formalismo consideró imprecisos, y por tanto, filosóficamente sospechosos.

Así, entre el secularismo que cerró el cielo, el inmanentismo que clausuró la trascendencia, el mecanicismo que rigidizó la materia, y el formalismo que expulsó lo simbólico, la ontología intermedia quedó relegada a los márgenes. Pero hoy, en medio del agotamiento del discurso moderno y las desviaciones del posmodernismo, se da en el cruce entre física cuántica, pensamiento relacional y reapertura espiritual, ese campo vuelve a emerger con fuerza: no como nostalgia, sino como necesidad. Porque el ser, para ser pensado en su plenitud, exige que se lo reconozca también en su tránsito.

 

La intuición latente

A lo largo de la historia del pensamiento occidental, ciertas zonas del ser han sido sistemáticamente ignoradas, reprimidas o mal comprendidas. Entre ellas, destaca la ontología intermedia: ese campo de lo real que no se reduce ni a lo sensible ni a lo inteligible, ni a lo físico ni a lo espiritual, sino que habita el tránsito, el umbral, la mediación. Su exclusión no fue fruto del azar, sino el resultado de una conjunción de fuerzas religiosas, filosóficas, científicas y epistemológicas que, cada una a su modo, clausuraron su legitimidad. Desde el punto de vista religioso, el secularismo moderno operó como una fuerza desmitificadora. Al romper el vínculo entre lo finito y lo eterno, se perdió la noción de mediación ontológica. Ya no había esferas celestes, ni jerarquías angélicas, ni grados del ser que conectaran lo humano con lo divino. El mundo quedó reducido a lo profano, y lo sagrado fue relegado al ámbito privado o a la nostalgia.

Filosóficamente, el inmanentismo moderno —con su rechazo de toda trascendencia y su afirmación de lo dado como único horizonte— cerró la posibilidad de pensar el ser como apertura, como proceso. La ciencia, por su parte, impuso un mecanicismo físico que redujo la realidad a sistemas cerrados de causas y efectos. En este paradigma, lo intermedio, por su naturaleza difusa y no cuantificable, fue descartado como superstición o poesía. A estas tres fuerzas se suma una cuarta, de carácter epistemológico: el formalismo lógico y lingüístico que excluyó todo aquello que no pudiera ser formalizado.

Sin embargo, esta exclusión no fue absoluta. A lo largo de la tradición, ciertos pensadores vislumbraron —aunque fuera de forma fragmentaria— la existencia de un campo intermedio del ser. Platón, por ejemplo, en su misteriosa noción de khôra en el Timeo, sugiere un “tercer género” ontológico que escapa a las categorías clásicas. No es ni forma ni materia, sino receptáculo, espacio, posibilidad. Aristóteles, aunque más sistemático, introduce la distinción entre potencia y acto, que permite pensar el ser como tránsito. Su teoría de las causas y su noción de entelequia abren espacio para una ontología del devenir, aunque su sistema tiende a cerrarse en la sustancia como principio último.

En la Edad Media, Pseudo-Dionisio Areopagita desarrolla una teología jerárquica en la que los ángeles y las inteligencias celestes funcionan como mediadores ontológicos. Su teología negativa, que afirma que Dios es más allá del ser, exige una ontología de lo intermedio para que lo finito pueda participar de lo infinito sin colapsar en él. Tomás de Aquino, por su parte, con su teoría de la analogía del ser, permite pensar grados ontológicos que no se reducen a lo físico ni a lo divino. La participación, en su pensamiento, no es una metáfora, sino una estructura real del ser. Lo intermedio aparece como condición de posibilidad de toda relación entre criatura y creador.

Con todo, conviene distinguir entre dos niveles de afirmación que suelen confundirse: por un lado, el reconocimiento de zonas ontológicas intermedias —es decir, regiones del ser que no se agotan en lo sensible ni en lo inteligible, que participan parcialmente de lo finito y lo infinito—; y por otro, la admisión de seres intermedios, entidades cuya naturaleza no se identifica plenamente con lo corpóreo ni con lo espiritual absoluto. Estos seres, aunque habitan en el ámbito intermedio, no deben ser concebidos como simples intermediarios entre la humanidad y Dios, como si su función fuera meramente instrumental o comunicativa. Su existencia responde a una lógica ontológica propia, no a una necesidad funcional. No median como puentes entre extremos, sino que encarnan modos de ser que expresan la riqueza del tránsito, la pluralidad de niveles, la densidad del mundo. Pensarlos como meros mensajeros sería reducir su estatuto ontológico a una utilidad teológica, cuando en realidad representan la afirmación de que el ser no es homogéneo, sino escalonado, vibrátil, capaz de alojar formas que no se dejan reducir a los polos clásicos de lo material y lo divino. La ontología intermedia hace comprensible la existencia de seres intermedios que no son intermediarios entre Dios y la humanidad.

En la modernidad, el dualismo cartesiano excluye lo intermedio al separar radicalmente cuerpo y mente. Sin embargo, Leibniz, con sus mónadas, introduce grados de percepción que podrían pensarse como zonas intermedias de conciencia. Kant, aunque clausura el acceso al noúmeno, en su estética trascendental y en su idea de lo sublime, roza la experiencia de lo intermedio como exceso de lo sensible.

Ya en la contemporaneidad, Heidegger recupera la idea del ser como desocultamiento, como proceso, como tránsito. Su noción de ser-en-el-mundo y su crítica a la metafísica de la presencia abren la puerta a una ontología del entre. Simondon, con su teoría de la individuación, piensa el ser como génesis, como devenir entre lo preindividual y lo individuado. Deleuze, por su parte, radicaliza esta intuición: el ser no es sustancia ni esencia, sino flujo, diferencia, intensidad. Sin embargo, todos ellos se encierran en la inmanencia antieternalista.

Hoy, en un mundo que redescubre la complejidad, la interconexión y la apertura simbólica, la ontología intermedia vuelve a emerger no como una moda, sino como una necesidad. Porque el ser no se agota en lo que es ni en lo que será: también habita en lo que está siendo. Y ese “estar siendo” —ese umbral, ese pliegue, ese entre— es el lugar donde lo real se revela en su forma más viva.

 

Parte II

Ontología intermedia en el reino natural

 

 

Esta sección busca mostrar cómo lo natural —lo vivo, lo psíquico, lo simbólico— revela una ontología que no se deja reducir ni a lo físico ni a lo espiritual, sino que se despliega en el umbral, en el tránsito, en lo intermedio.

 

Biología: evolución como proceso intermedio, simbiosis, mutación

La vida, en su despliegue evolutivo, no se manifiesta como una línea recta ni como una sucesión de esencias fijas, sino como un proceso intermedio, abierto, bifurcado. La evolución no es un simple mecanismo de adaptación, sino una ontología del tránsito: los seres vivos no son entidades cerradas, sino configuraciones que se transforman, que se mezclan, que mutan. En este sentido, la biología revela que lo vivo no se define por su estabilidad, sino por su capacidad de devenir.

La simbiosis, por ejemplo, rompe con la idea de que los organismos existen como unidades autónomas. En realidad, la vida se sostiene en relaciones, en interdependencias, en mezclas ontológicas. Un coral no es un animal, una planta o un mineral: es una alianza viva entre especies distintas. Lo simbiótico no es una excepción, sino una forma legítima de ser. La ontología intermedia encuentra aquí su expresión: el ser como vínculo, como cohabitación, como entre.

La mutación, por su parte, introduce lo inesperado en el corazón de lo vivo. No todo cambio es funcional, no toda variación es adaptativa. Hay mutaciones que abren nuevas posibilidades, que desestabilizan lo dado, que introducen lo inédito. La vida no es sólo conservación, sino invención. Ontológicamente, esto implica que el ser vivo no es una esencia, sino una potencia que se actualiza en condiciones imprevisibles.

La evolución como proceso no puede pensarse sin reconocer zonas intermedias: especies liminares, organismos ambiguos, formas de vida que no encajan en las taxonomías clásicas. Los virus, por ejemplo, no son ni vivos ni muertos, ni organismos ni moléculas. Habitan el umbral entre lo biológico y lo químico, entre lo activo y lo latente. Son expresión de una ontología que se resiste a la clasificación.

La biología contemporánea, al estudiar la epigenética, la plasticidad fenotípica y el microbiota, revela que el ser vivo no es una unidad cerrada, sino un sistema abierto, modulable, relacional. El genoma no determina, sino que ofrece posibilidades. El cuerpo no es una máquina, sino un campo de resonancia. Lo vivo se da como tránsito entre lo físico y lo simbólico, entre lo material y lo informacional.

Desde una perspectiva teológica, esta ontología de lo vivo permite pensar la creación no como acto puntual, sino como proceso continuo. Dios no crea seres acabados, sino mundos en devenir. La vida, en su ambigüedad, en su apertura, en su capacidad de transformación, es signo de una creación que no se clausura, sino que se despliega. Lo intermedio no es imperfección, sino fecundidad. La teología de la encarnación puede dialogar con esta visión: el Verbo no se hizo carne en una esencia fija, sino en una forma viva, vulnerable, abierta. La vida de Cristo no fue una afirmación de lo absoluto, sino una inmersión en lo intermedio: en lo humano, en lo biológico, en lo histórico. Pensar lo vivo como tránsito permite pensar también lo divino como presencia que se da en el devenir.

Así, la biología no sólo describe organismos: revela una ontología del entre. Lo vivo no es lo que ya es, sino lo que puede llegar a ser. No es sustancia, sino posibilidad encarnada. La ontología intermedia, en el reino natural, se afirma como una filosofía de la vida en tránsito, en mezcla, en apertura.

A lo largo de la historia del pensamiento, numerosos filósofos y científicos han reflexionado sobre la vida desde perspectivas diversas: mecanicistas, vitalistas, sistémicas, semióticas, existenciales. Sin embargo, en muchos de estos enfoques, lo biológico ha sido concebido como fenómeno, como sistema funcional, como objeto de saber o como expresión de una fuerza vital, pero rara vez como una zona ontológica intermedia. Es decir, como un modo de ser que no se reduce ni a lo físico ni a lo mental, ni a lo mecánico ni a lo simbólico, sino que habita un espacio de tránsito, de mezcla, de ambigüedad ontológica.

Hans Driesch, por ejemplo, con su noción de entelequia, intentó rescatar la especificidad de lo vivo frente al reduccionismo mecanicista. Su vitalismo reconoce una fuerza organizadora irreductible, pero la concibe como una sustancia especial, casi metafísica, sin detenerse en el carácter transicional que lo vivo encarna. Henri Bergson, por su parte, con su élan vital y su noción de duración, introduce una temporalidad vivida que escapa a la física, una intuición del tiempo que se experimenta desde dentro. Sin embargo, su enfoque se orienta más hacia la experiencia subjetiva que hacia una ontología del entre. Jacques Monod, desde una perspectiva radicalmente distinta, defiende en El azar y la necesidad una visión molecular de la vida, donde lo biológico se explica por leyes físico-químicas. Su postura, aunque rigurosa, clausura cualquier posibilidad de pensar lo vivo como zona de cruce ontológico. Lo mismo ocurre, aunque con matices, en la teoría de la autopoiesis de Humberto Maturana y Francisco Varela. Allí, lo vivo se define por su capacidad de autoorganización y clausura operacional. Si bien reconocen la singularidad de lo biológico, lo conciben como sistema cerrado, funcional, sin abrirse a la dimensión ontológica intermedia que podría vincular lo físico con lo simbólico.

Jakob von Uexküll, con su concepto de Umwelt, ofrece una visión semiótica de lo vivo, donde cada organismo construye su propio mundo perceptivo. Este enfoque relacional y subjetivo abre la puerta a una ontología más matizada, pero no llega a formular explícitamente lo intermedio como estructura ontológica. Lo vivo se piensa como sistema de signos, no como zona de cruce entre niveles de realidad. Nicolai Hartmann, en cambio, propone una ontología de estratos: lo inorgánico, lo orgánico, lo psíquico y lo espiritual. Aunque reconoce niveles ontológicos con sus propias leyes, los concibe como capas relativamente autónomas. Lo intermedio se pierde en la separación entre estratos, sin explorar las zonas de mezcla o tránsito que lo vivo podría encarnar.

Incluso pensadores como Georges Canguilhem y Michel Foucault, que han ofrecido lecturas críticas y profundas sobre lo biológico, se mantienen en planos funcionales o epistemológicos. Canguilhem piensa lo vivo como normatividad, como capacidad de establecer lo normal, pero no como estructura ontológica ambigua. Foucault, por su parte, analiza cómo la vida ha sido objeto de saber y poder, pero su mirada es histórica y discursiva, no ontológica.

Hans Jonas se acerca quizás con más sensibilidad al carácter ambiguo de lo vivo. En su filosofía de la vida, lo orgánico aparece como tensión entre necesidad y libertad, como apertura al mundo. Sin embargo, su pensamiento se orienta hacia la conciencia humana, hacia la ética, sin detenerse en el umbral ontológico que lo vivo encarna por sí mismo.

En todos estos casos, lo biológico ha sido pensado como fenómeno complejo, como sistema adaptativo, como forma de organización o como experiencia subjetiva. Pero rara vez se ha reconocido que lo vivo encarna una ontología intermedia: que no es sólo cuerpo ni sólo mente, ni sólo mecanismo ni sólo símbolo, sino tránsito, pliegue, umbral. Una zona de ser que no se deja reducir a lo dado ni elevar a lo absoluto, sino que vibra en el entre. Pensar lo biológico desde esta perspectiva no es simplemente añadir una categoría más, sino transformar radicalmente nuestra comprensión del ser, del conocimiento y de la vida misma.

 

Psicología: estados liminales de conciencia, percepción ambigua

La psicología, entendida no sólo como disciplina empírica sino como reflexión sobre la experiencia humana, ofrece un terreno fértil para pensar lo intermedio. En particular, los estados liminales de conciencia y las percepciones ambiguas revelan que la mente no opera en compartimentos estancos, sino que transita constantemente entre lo racional y lo irracional, lo consciente y lo inconsciente, lo individual y lo colectivo. Estos estados no son anomalías, sino manifestaciones de una ontología del entre.

Desde la neurociencia contemporánea, se ha demostrado que la conciencia no es un interruptor binario sino un espectro. Estados como el sueño, la meditación profunda, el trance hipnótico o la disociación muestran que la mente puede habitar zonas intermedias entre la vigilia y el sueño, entre el yo y el otro, entre el cuerpo y el símbolo. Estas zonas liminales desafían la idea de una conciencia unificada y estable, y sugieren que lo psicológico es, en esencia, un fenómeno de tránsito. La fenomenología, especialmente en autores como Merleau-Ponty, ha insistido en que la percepción no es una copia del mundo, sino una apertura ambigua hacia él. Ver no es simplemente registrar, sino interpretar, anticipar, dudar. La ambigüedad perceptiva —como en las figuras reversibles, los sueños lúcidos o las experiencias místicas— revela que la conciencia no se limita a lo claro y distinto, sino que se nutre de lo borroso, lo inestable, lo intermedio.

En la psicología analítica de Carl Gustav Jung, el concepto de individuación implica un proceso de integración de opuestos: consciente e inconsciente, masculino y femenino, sombra y persona. Este proceso no se da en un salto, sino en una travesía por zonas intermedias, por símbolos que median entre lo personal y lo arquetípico. El símbolo, en Jung, no es una representación fija, sino una forma de habitar lo ambiguo, lo no resuelto, lo potencial. La teología cristiana, por su parte, ha reflexionado sobre el alma como espacio de mediación entre lo corporal y lo divino. En autores como San Juan de la Cruz o Teresa de Ávila, los estados místicos son descritos como zonas de tránsito, donde el alma se vacía de sí para abrirse a lo Otro. Estas experiencias no son meramente espirituales, sino profundamente psicológicas: implican desestructuración del yo, percepción alterada, y una forma de conciencia que no se deja reducir ni a lo humano ni a lo divino.

En la tradición budista, la noción de bardo —el estado intermedio entre la muerte y el renacimiento— es también una metáfora potente para pensar lo psicológico. El bardo no es sólo un momento escatológico, sino una estructura de la mente: vivimos constantemente en bardos, en transiciones, en umbrales. La meditación, en este sentido, no busca fijar la conciencia, sino enseñarla a habitar lo intermedio sin miedo. La psicología transpersonal ha retomado muchas de estas intuiciones, proponiendo que la conciencia puede expandirse más allá del yo individual. Experiencias de unidad, de disolución del ego, de contacto con lo trascendente, no son patologías sino formas legítimas de conciencia intermedia. Stanislav Grof, por ejemplo, ha estudiado cómo estados inducidos por respiración holotrópica o psicodélicos revelan dimensiones de la psique que no se explican desde modelos lineales. Incluso en la psicología cognitiva, se reconoce que la percepción es probabilística, no determinista. El cerebro no recibe datos puros, sino que construye hipótesis sobre el mundo. En este sentido, toda percepción es ambigua, provisional, intermedia. El famoso experimento de la “imagen del pato-conejo” muestra que la mente puede oscilar entre interpretaciones sin que ninguna se imponga definitivamente. Esta oscilación es ontológicamente significativa.

La filosofía de la mente, especialmente en corrientes como el enactivismo, ha propuesto que la conciencia no es una entidad interna, sino un proceso relacional entre cuerpo, entorno y cultura. Esta visión rompe con el dualismo cartesiano y permite pensar lo psicológico como zona de cruce entre lo biológico y lo simbólico. La mente no está “dentro”, sino “entre”. En el pensamiento de Gilbert Simondon, la individuación no es un hecho consumado, sino un proceso continuo. El sujeto no es una sustancia, sino una operación que se realiza en condiciones de tensión. Lo psicológico, entonces, no es el resultado de una estructura previa, sino el efecto de una mediación constante entre lo físico, lo vital y lo social. Esta mediación es precisamente lo intermedio.

La teología contemporánea, influida por la fenomenología y la psicología profunda, ha comenzado a pensar la espiritualidad como experiencia liminal. Jean-Yves Leloup, por ejemplo, describe la oración como un estado de conciencia intermedio, donde el yo se descentra y se abre a lo invisible. Esta apertura no es evasión, sino forma de conocimiento que trasciende la lógica binaria.

En contextos clínicos, los estados liminales aparecen en momentos de crisis, duelo, transformación. El psicólogo no trata sólo síntomas, sino acompaña procesos de tránsito: entre roles, identidades, significados. La terapia es, en este sentido, una práctica ontológica del entre, donde el paciente aprende a habitar lo incierto sin necesidad de resolverlo de inmediato. La estética también ofrece claves para pensar lo psicológico como intermedio. La experiencia del arte —especialmente del arte abstracto o simbólico— no se da en términos de comprensión racional, sino de resonancia ambigua. El espectador no “entiende” la obra, sino que la atraviesa, la interpreta, la siente. Esta experiencia estética es una forma de conciencia intermedia, donde lo sensible y lo simbólico se entrelazan.

Incluso el lenguaje, como herramienta psicológica, opera en lo intermedio. Las palabras no son objetos ni ideas, sino mediaciones. El habla interior, el monólogo, el poema, son formas de conciencia que no se sitúan ni en lo externo ni en lo interno, sino en un espacio liminal. El lenguaje no representa la mente: la constituye en su ambigüedad. En el ámbito de la psicología clínica, el trastorno de identidad disociativo —conocido anteriormente como síndrome de personalidad múltiple— representa un caso extremo de fragmentación de la conciencia, donde el sujeto no habita una identidad unificada, sino múltiples configuraciones psíquicas que emergen en distintos contextos. Este fenómeno, lejos de ser una simple anomalía, revela la profunda plasticidad de la mente humana y su capacidad para generar estados liminales como respuesta a traumas intensos. Desde una perspectiva ontológica, el trastorno pone en evidencia que la identidad no es una sustancia fija, sino una construcción dinámica que puede fracturarse y reconfigurarse en zonas intermedias entre el recuerdo y el olvido, entre el cuerpo y el símbolo, entre el yo y el otro. La teología, por su parte, ha interpretado estas divisiones como formas de posesión o desdoblamiento espiritual, mientras que la filosofía contemporánea las lee como síntomas de una subjetividad que ya no puede sostenerse en la lógica del uno. En este sentido, el trastorno de identidad disociativo no sólo desafía los modelos clínicos tradicionales, sino que exige una ontología capaz de pensar el sujeto como campo de fuerzas, como espacio de tránsito, como pluralidad en tensión.

En las tradiciones chamánicas de múltiples culturas —desde la Amazonía hasta Siberia, desde los pueblos andinos hasta los del sudeste asiático— se encuentra una concepción radicalmente distinta del cuerpo, la conciencia y la identidad. En estos contextos, el chamán no es simplemente un sanador o un sabio, sino un mediador ontológico: alguien que transita entre mundos, entre dimensiones, entre estados del ser. Su cuerpo no es propiedad exclusiva del yo, sino un espacio permeable, disponible para la irrupción de fuerzas, entidades o espíritus que lo habitan temporalmente con fines específicos.

La posesión chamánica, lejos de ser vista como patología, se interpreta como una forma legítima de conocimiento y acción. Cuando una entidad toma el cuerpo del chamán, lo hace para curar, para revelar, para advertir, o —en ciertos casos— para castigar o hacer daño. Esta posesión no es una invasión, sino una colaboración ritualizada, donde el chamán se convierte en canal, en instrumento, en receptáculo de lo invisible. El cuerpo, en este sentido, se vuelve intermedio: ya no es sólo biológico ni completamente espiritual, sino zona de cruce entre lo humano y lo no humano.

Desde la antropología, autores como Mircea Eliade han descrito el éxtasis chamánico como una forma de despersonalización activa, donde el chamán abandona su identidad ordinaria para asumir la de otro ser. Este proceso implica una transformación ontológica: el chamán no representa al espíritu, lo encarna. Su voz cambia, sus gestos se alteran, su percepción se modifica. Lo que ocurre no es una metáfora, sino una experiencia vivida como real, donde el cuerpo se convierte en territorio compartido. La neurociencia ha comenzado a explorar estos estados desde la perspectiva de la disociación, la neuroplasticidad y la modulación de redes cerebrales. En estados de trance profundo, se observan patrones de actividad que difieren significativamente de la conciencia ordinaria. Sin embargo, reducir la posesión chamánica a un fenómeno neurológico sería perder de vista su dimensión simbólica, cultural y ontológica. Lo que está en juego no es sólo el cerebro, sino el sentido del ser, la relación con el mundo, la apertura a lo otro.

En términos filosóficos, la posesión chamánica desafía la noción moderna de sujeto autónomo. El yo no es una entidad cerrada, sino una interfaz. El chamán encarna una ontología del entre: entre lo humano y lo espiritual, entre lo individual y lo colectivo, entre lo físico y lo simbólico. Esta concepción resuena con ideas contemporáneas sobre la mente extendida, la conciencia distribuida y la identidad como proceso relacional.

La teología, especialmente en sus vertientes místicas, también ha reconocido la posibilidad de que el cuerpo sea habitado por lo divino o lo demoníaco. En el cristianismo, por ejemplo, se habla de posesión como fenómeno negativo, pero también de inspiración como forma de inhabitación sagrada. En el hinduismo y el budismo tántrico, ciertas prácticas rituales buscan precisamente abrir el cuerpo a fuerzas superiores. El chamán, en este sentido, no está solo: forma parte de una constelación de figuras que encarnan lo intermedio.

En contextos de sanación, la posesión puede ser terapéutica. El espíritu que entra en el chamán diagnostica, prescribe, actúa. La enfermedad no se ve como un desequilibrio químico, sino como una ruptura en el tejido simbólico del mundo. El chamán, poseído, restablece ese equilibrio. Pero también existe el reverso: la posesión para hacer daño, para lanzar maleficios, para manipular. En ambos casos, el cuerpo del chamán se convierte en campo de batalla ontológico, donde fuerzas invisibles se enfrentan y se manifiestan.

Lo fascinante de estos contextos es que no operan bajo la lógica binaria de bien/mal, real/irreal, cuerpo/alma. Todo está entrelazado. La posesión no es una excepción, sino una posibilidad constitutiva del ser. El chamán vive en el umbral, y su práctica revela que la conciencia humana puede abrirse a dimensiones que la ciencia aún no comprende del todo. En rituales específicos, el chamán puede invocar entidades con nombres, historias, intenciones. Estas entidades no son abstracciones, sino presencias vivas que se manifiestan a través del cuerpo. El lenguaje, el canto, el movimiento, el uso de plantas sagradas, todo contribuye a preparar el cuerpo para ser habitado. El ritual no es sólo expresión cultural, sino tecnología ontológica.

La posesión chamánica también plantea preguntas éticas profundas. ¿Quién responde por los actos del chamán cuando está poseído? ¿Dónde termina el yo y comienza el otro? ¿Puede una entidad ser juzgada por criterios humanos? Estas preguntas no tienen respuestas simples, pero muestran que la posesión no es sólo un fenómeno psicológico, sino desafío filosófico y teológico. En algunos casos, el chamán no recuerda lo que ocurrió durante la posesión. En otros, mantiene una conciencia dual, como si dos voces coexistieran en el mismo cuerpo. Esta coexistencia revela que la identidad no es unidad, sino multiplicidad en tensión. El cuerpo, entonces, no es sólo soporte, sino espacio de negociación ontológica. La posesión también puede ser vista como forma de conocimiento. El chamán aprende cosas que no podría saber por medios ordinarios. El espíritu revela secretos, transmite saberes, ofrece visiones. Este conocimiento no es verificable en términos científicos, pero tiene eficacia simbólica, terapéutica y social. El saber chamánico es saber intermedio. En suma, los contextos chamánicos de posesión revelan que el cuerpo humano puede ser más que biología, más que subjetividad, más que símbolo. Puede ser umbral, cruce, canal. El chamán, en su práctica, encarna una ontología del entre que desafía las categorías modernas y abre la posibilidad de pensar lo humano como espacio de tránsito entre mundos.

Es de rigor —y de profunda importancia ontológica y teológica— distinguir entre el contexto chamánico y el contexto exorcístico, aunque ambos involucren fenómenos de posesión, trance y presencia de entidades no ordinarias. La diferencia no radica únicamente en el contenido doctrinal o cultural, sino en la estructura simbólica, la intención ritual y la concepción del cuerpo y del espíritu que cada uno presupone.

En el contexto chamánico, la posesión es generalmente voluntaria, ritualizada y funcional. El chamán se prepara para ser habitado por una entidad —espíritu de la selva, ancestro, animal de poder, deidad local— con el fin de curar, diagnosticar, proteger o incluso castigar. El cuerpo del chamán se convierte en un canal ontológico, un espacio de mediación entre mundos. La posesión no es vista como una amenaza, sino como una forma de conocimiento y acción. El chamán no pierde su dignidad ni su agencia: la comparte, la transforma, la ofrece.

En cambio, el contexto exorcístico —especialmente en tradiciones judeocristianas— concibe la posesión como invasión maligna, como ruptura del orden espiritual, como irrupción de lo demoníaco en el cuerpo humano. El sujeto poseído no coopera, sino que sufre; no media, sino que es violentado. El exorcismo, entonces, no es una colaboración ritual, sino una confrontación teológica. El cuerpo no se abre como canal, sino que se defiende como bastión. La entidad no es espíritu de sabiduría ni fuerza de la naturaleza, sino enemigo espiritual que debe ser expulsado. Esta diferencia revela dos ontologías del cuerpo y del espíritu. En el chamanismo, el cuerpo es poroso, relacional, transitorio: puede ser habitado sin perder su sentido. En el exorcismo, el cuerpo es propiedad del alma, territorio sagrado, unidad inviolable: su posesión es una profanación. En el primero, el espíritu que entra puede ser aliado; en el segundo, es siempre adversario.

Filosóficamente, esto implica que el chamanismo opera desde una ontología del entre, donde los límites entre humano y no humano, entre materia y espíritu, entre yo y otro, son flexibles, dinámicos, negociables. El exorcismo, en cambio, parte de una ontología dualista, donde el bien y el mal, lo divino y lo demoníaco, lo propio y lo ajeno, están claramente separados. Lo intermedio, en este segundo caso, es zona de peligro, no de revelación. Teológicamente, esta distinción también es crucial. En el chamanismo, lo sagrado puede manifestarse en lo ambiguo, en lo animal, en lo ancestral. En el exorcismo, lo sagrado se define por su oposición al mal, por su pureza, por su exclusividad. El chamán dialoga con lo invisible; el exorcista lo combate. Ambos enfrentan lo otro, pero desde lógicas radicalmente distintas.

Por eso, aunque ambos contextos impliquen posesión, trance y transformación, no deben confundirse. Cada uno revela una concepción distinta del ser, del cuerpo, del espíritu y del mundo. Y en esa diferencia, se juega no sólo una interpretación cultural, sino una ontología profunda. Pensar lo intermedio exige reconocer estas distinciones sin reducirlas, sin moralizarlas, sin simplificarlas. Porque en el cruce entre lo chamánico y lo exorcístico, también se revela la pluralidad de modos en que lo humano puede abrirse —o cerrarse— a lo invisible.

En el contexto paranormal, donde fantasmas, entidades culturales y presencias que aparecen y desaparecen configuran una atmósfera de lo inexplicable, nos adentramos en una zona liminal del pensamiento humano: ese espacio donde lo racional se entrelaza con lo simbólico, y donde lo visible se ve constantemente desafiado por lo invisible.

Estas manifestaciones no obedecen a una lógica ritual como en el chamanismo, ni se presentan como una amenaza directa como en el exorcismo. Más bien, irrumpen en la cotidianidad como grietas en el tejido de lo real. Un susurro en la noche, una sombra que cruza el pasillo, un objeto que cambia de lugar sin explicación: cada uno de estos fenómenos parece decirnos que el mundo no está cerrado, que hay algo más allá de lo que podemos nombrar.

Los fantasmas, por ejemplo, no son solo almas errantes. Son memorias encarnadas, heridas que no han cicatrizado, historias que se niegan a ser olvidadas. En muchas culturas, su presencia no es necesariamente temida, sino reconocida como parte del ciclo de la vida y la muerte. En otras, son advertencias, recordatorios, o incluso protectores. Lo mismo ocurre con los seres culturales —como los duendes, yōkai, muquis o espíritus tutelares— que habitan los relatos populares y los paisajes emocionales de las comunidades. No son simples supersticiones, sino formas de comprender lo que escapa a la lógica: el azar, el destino, el misterio.

Estas entidades aparecen y desaparecen, no porque sean caprichosas, sino porque su existencia está ligada a lo simbólico. Se manifiestan cuando hay una ruptura: una muerte no asumida, un lugar cargado de historia, una emoción que desborda. Son, en cierto modo, el eco de lo que no se ha dicho, lo que no se ha cerrado, lo que aún pulsa en el fondo de la conciencia colectiva. En este contexto, el cuerpo humano no es canal ni bastión, como en los otros dos modelos, sino testigo. El sujeto no busca la posesión ni la expulsión, sino que se enfrenta a una presencia que lo interpela, que lo obliga a mirar más allá de lo evidente. El miedo, la fascinación, la duda: todas estas emociones surgen porque lo paranormal nos recuerda que no todo está bajo control, que hay fuerzas —reales o imaginadas— que nos exceden. Así, el contexto paranormal no es solo un terreno de fenómenos extraños. Es una forma de pensar el mundo desde sus márgenes, desde sus silencios, desde sus espectros. Y en ese espacio, lo que aparece y desaparece no es solo una entidad: es también una pregunta. Una pregunta que insiste, que se repite, que nos obliga a escuchar.

En el marco de las experiencias paranormales vinculadas al mundo espiritual, el caso de María Simma se destaca como uno de los más singulares y profundamente conmovedores dentro del catolicismo místico. Nacida en Sonntag, Austria, en 1915, María Simma fue una mujer sencilla que, desde los 25 años, comenzó a experimentar visitas de las almas del purgatorio. Según su testimonio, estas almas no eran invocadas ni buscadas por ella —como ocurre en el espiritismo— sino que acudían espontáneamente, con el permiso de Dios, para pedirle oraciones, sacrificios y especialmente la celebración de la Santa Misa. Estas visitas se intensificaron con el tiempo, y María llegó a recibirlas casi a diario, tanto de día como de noche. Las almas le revelaban sus sufrimientos, los errores cometidos en vida, y su profundo anhelo de alcanzar la presencia definitiva de Dios.

Lo notable de su experiencia es que no se trataba de una posesión ni de un trance chamánico, sino de una comunicación espiritual consciente, donde María actuaba como intercesora, no como médium. Ella misma insistía en que nunca había llamado a los muertos, y que hacerlo estaba prohibido por la enseñanza cristiana. Su papel era el de testigo y colaboradora, ofreciendo su vida como canal de misericordia para ayudar a estas almas a purificarse. Este fenómeno, documentado en libros como "El maravilloso secreto de las almas del purgatorio" y "¡Sáquennos de aquí!" de Nicky Eltz, ha sido interpretado por muchos como una confirmación de la doctrina católica sobre el purgatorio, pero también como una invitación a vivir con mayor profundidad la fe, la caridad y la oración1.

En este contexto, María Simma representa una figura liminal: no una chamana, ni una exorcista, sino una mística del umbral, que habita el espacio entre la vida y la muerte, entre la tierra y el cielo, entre el sufrimiento y la redención. Su testimonio nos recuerda que, para muchas tradiciones espirituales, lo invisible no es una fantasía, sino una dimensión real que nos interpela, nos transforma y nos llama a la compasión.

Pero existe el contexto aún más extraño del don de lectura de conciencia que poseía el Padre Pío —San Pío de Pietrelcina— representa uno de los fenómenos místicos más desconcertantes y documentados dentro del cristianismo contemporáneo. No se trataba de intuición psicológica ni de deducción lógica: según numerosos testimonios, él podía ver directamente el estado del alma de quienes se acercaban a confesarse, incluso cuando ocultaban o no mencionaban ciertos pecados.

Durante décadas, su confesionario en San Giovanni Rotondo se convirtió en un lugar de peregrinación. Muchos fieles relataban que, al intentar omitir algún pecado, Padre Pío los interrumpía y les decía exactamente lo que habían hecho, cuándo y con quién. Esta capacidad no era usada para humillar, sino para guiar hacia una conversión auténtica, muchas veces con severidad, pero siempre con el propósito de sanar espiritualmente. Él mismo decía: “A través de Jesús vi y sentí todo. El alma tuya la veo como tú te ves en un espejo.”. Este carisma, conocido como scrutinio de las conciencias, le permitía percibir no solo los actos externos, sino también las intenciones más ocultas, los sentimientos reprimidos, y las motivaciones profundas del corazón humano. No era clarividencia ni telepatía, sino una forma de conocimiento espiritual que, según la tradición católica, solo puede ser concedida por el Espíritu Santo.

Este tipo de fenómeno se sitúa en un contexto distinto al chamánico, al exorcístico o al paranormal. Aquí, el cuerpo no es canal ni campo de batalla, sino templo del alma, y el místico —en este caso, Padre Pío— actúa como instrumento de discernimiento divino. No hay trance, ni posesión, ni aparición espectral. Hay una presencia interior, una comunión con lo sagrado que permite ver más allá de lo visible. Lo que hace este caso tan extraño y poderoso es que desafía nuestras categorías habituales. ¿Cómo entender que alguien pueda ver lo que ni siquiera ha sido dicho? ¿Qué tipo de percepción es esa, que no se basa en los sentidos ni en la razón? En el fondo, el don de lectura de conciencia nos obliga a pensar que hay formas de conocimiento que no se explican, sino que se contemplan. Y que hay seres —como Padre Pío— cuya vida parece estar tejida con hilos de lo eterno.

Hay fenómenos místicos que desafían no solo la lógica científica, sino también las categorías teológicas tradicionales. Entre ellos, el don de la abstinencia extrema y los estigmas corporales se presentan como manifestaciones de una ontología intermedia: un modo de existencia que no se limita a lo físico ni se disuelve en lo espiritual, sino que habita un umbral donde el cuerpo se convierte en signo, en sacramento, en misterio.

El caso de santos que vivieron durante años alimentándose únicamente de la Eucaristía, sin consumir ningún otro alimento, es profundamente desconcertante. Teresa Neumann, por ejemplo, pasó más de tres décadas sin comer ni beber, salvo la comunión diaria, y sin mostrar signos de debilitamiento. Su cuerpo, lejos de marchitarse, parecía sostenido por una energía que no provenía de la materia, sino de lo divino. En ella, el metabolismo se suspendía, no por enfermedad, sino por gracia. El cuerpo ya no era máquina, sino templo. No se nutría de proteínas ni de calorías, sino de presencia.

Este fenómeno, conocido como inedia mística, no es exclusivo. Santa Catalina de Siena, Santa Ludgarda, y otros místicos vivieron experiencias similares. Lo que une estos casos no es la privación, sino la transfiguración. El cuerpo no se niega: se eleva. Se convierte en testimonio viviente de que hay otra forma de estar en el mundo, otra forma de ser cuerpo. Aún más impactante es el fenómeno de los estigmas. Las heridas de Cristo, reproducidas en los cuerpos de santos como San Francisco de Asís o Padre Pío, no eran simbólicas ni metafóricas. Eran reales, visibles, sangrantes. Y, sin embargo, no se infectaban, no se deterioraban, no causaban enfermedad. En algunos casos, incluso desprendían fragancia. Estas marcas no eran castigo, sino participación. El cuerpo del santo se convertía en espacio de comunión con el sufrimiento redentor. No imitaba a Cristo: lo encarnaba.

Lo que estos fenómenos revelan es una ontología que desafía el dualismo clásico. No hay separación tajante entre cuerpo y alma, entre materia y espíritu. Hay una zona intermedia, donde lo humano se abre a lo divino, donde el cuerpo se convierte en lenguaje, en signo, en sacramento. En esa zona, las leyes físicas se suspenden, no por magia, sino por misterio. Y el misterio no se explica: se contempla. Estos cuerpos no son cuerpos enfermos ni cuerpos mágicos. Son cuerpos habitados. Cuerpos que han dejado de pertenecer solo a lo biológico para convertirse en espacio de revelación. En ellos, lo invisible se hace carne. Y en esa carne, lo eterno se deja tocar.

Hay contextos que parecen escapar por completo a las categorías convencionales de lo real, lo imaginario o lo simbólico. Uno de los más extraños y perturbadores es el de la abducción ufológica, donde el sujeto afirma haber sido arrebatado por seres no humanos, llevado a naves o espacios desconocidos, sometido a exámenes, y luego devuelto con fragmentos de memoria, marcas físicas o una transformación interior difícil de explicar. Lo inquietante no es solo el relato en sí, sino su estructura: una experiencia liminal que puede ser vivida como sueño, pesadilla, trance o incluso como una forma de revelación. En algunos casos, los abducidos describen a los seres como fríos, clínicos, sin emociones; en otros, como entidades luminosas, casi angélicas. Y hay quienes, desde una perspectiva teológica, sugieren que estas entidades podrían no ser extraterrestres, sino demonios disfrazados, adaptados a la iconografía de cada época. Este tipo de experiencia comparte rasgos con los relatos de apariciones marianas, encuentros con ángeles o visiones místicas, pero se sitúa en un terreno más ambiguo, donde lo espiritual se mezcla con lo tecnológico, lo sagrado con lo alienígena. Es como si el inconsciente colectivo estuviera buscando nuevas formas de expresar lo inefable, y lo hiciera a través de figuras que habitan el borde de lo comprensible.

Algo similar ocurre en el mundo de la criptozoología, donde criaturas como Pie Grande, el Hombre Lobo, el Chupacabras, el Mothman, el Monstruo del Lago Ness, o los Skinwalkers de la tradición navajo, aparecen como seres que no encajan en ninguna taxonomía. No son animales, pero tampoco son humanos. No son mitos, pero tampoco son evidencias científicas. Son presencias liminales, que emergen en lugares cargados de misterio —bosques profundos, lagos turbios, desiertos silenciosos— y que parecen responder a una lógica distinta, una lógica que no busca ser comprendida, sino sentida. Estos seres no solo desafían la zoología, sino también la ontología. Son híbridos, mutantes, espectros encarnados. Aparecen y desaparecen, como si fueran fragmentos de otro mundo que se filtran en el nuestro. Y lo más inquietante es que, al igual que en las abducciones, quienes los han visto no suelen ser buscadores de lo extraño, sino personas comunes que, de pronto, se ven confrontadas con lo imposible.

En ambos contextos —el ufológico y el criptozoológico— lo que se pone en juego es la porosidad del mundo, la idea de que la realidad no es un bloque cerrado, sino una membrana que puede ser atravesada. Y lo que atraviesa esa membrana no es solo un ser extraño, sino una pregunta: ¿qué hay más allá de lo que podemos nombrar? ¿Qué significa que algo aparezca, nos mire, nos toque, y luego desaparezca sin dejar rastro? Tal vez estos fenómenos no sean solo anomalías, sino síntomas de una ontología más profunda, una que reconoce que lo real no se agota en lo visible, y que lo invisible no es necesariamente irreal. En ese cruce de mundos, en ese borde donde lo humano se encuentra con lo otro, se abre un espacio para el asombro, para el temor, y para la posibilidad de que aún no lo hemos visto todo.

En la tradición mística del Tíbet, las tulpas emergen como entidades creadas por la fuerza concentrada del pensamiento, nacidas del poder de la mente entrenada en la contemplación profunda. No son simples imaginaciones ni alucinaciones, sino presencias que, según los relatos, adquieren forma, voluntad e incluso autonomía. Su creación ocurre en un contexto ritual, silencioso y cargado de simbolismo, donde lo mental y lo espiritual se entrelazan hasta abrir fisuras en la realidad. Las tulpas encarnan la idea de que el pensamiento puede volverse materia, que lo invisible puede hacerse visible, y que la conciencia humana, cuando se afina como instrumento, puede convocar lo imposible. Esta concepción se vincula con la ontología intermedia al reconocer que el ser no se agota en lo estable ni en lo evidente, sino que puede manifestarse en lo simbólico, lo relacional y lo liminal.

Finalmente, pensar lo psicológico como ontología intermedia implica reconocer que la mente humana no es un dato, sino una travesía. No hay conciencia sin tránsito, sin ambigüedad, sin zonas de sombra. Lo psicológico no es sólo lo que pensamos, sino cómo habitamos el entre: entre cuerpo y alma, entre mundo y símbolo, entre yo y otro. Esta visión no sólo enriquece la psicología, sino que la vincula con la biología, la filosofía y la teología en una comprensión más profunda de lo vivo.

 

Lenguaje y cultura: metáforas, ambigüedad semántica, lo simbólico

El lenguaje y la cultura constituyen uno de los espacios más fértiles para pensar la ontología intermedia. A diferencia de la materia física o de la conciencia pura, el lenguaje no se sitúa en un extremo del ser, sino que habita el entre: entre el signo y lo significado, entre lo dicho y lo pensado, entre lo literal y lo simbólico. Cada palabra es una mediación, una forma de ser que no se agota en sí misma, sino que apunta más allá, hacia lo invisible, lo ausente, lo posible.

La metáfora, por ejemplo, es una figura lingüística que encarna esta ambigüedad ontológica. No dice lo que dice, pero tampoco miente. Desplaza el sentido, lo abre, lo transforma. Cuando decimos “el tiempo es un río”, no estamos describiendo una propiedad física, sino revelando una estructura de experiencia. La metáfora no representa: revela. Y en esa revelación, el lenguaje se convierte en un espacio intermedio entre lo real y lo imaginado, entre lo vivido y lo pensado. La ambigüedad semántica, lejos de ser un defecto, es una potencia del lenguaje. Las palabras no tienen un solo significado, sino que vibran con múltiples resonancias. “Luz”, por ejemplo, puede ser física, espiritual, emocional, estética. Esta polisemia no es un accidente, sino una estructura ontológica: el lenguaje no fija el mundo, lo abre. Y en esa apertura, se revela como un modo de ser que no pertenece ni al objeto ni al sujeto, sino al vínculo entre ambos.

Desde la filosofía, autores como Paul Ricoeur, Maurice Merleau-Ponty y Ludwig Wittgenstein han mostrado que el lenguaje no es una herramienta neutra, sino una forma de habitar el mundo. Ricoeur, en particular, pensó la metáfora como una forma de “redescripción” ontológica: no solo decimos algo nuevo, sino que vemos el mundo de otro modo. Merleau-Ponty, por su parte, mostró que el lenguaje está encarnado, que no se piensa desde fuera del cuerpo, sino desde la experiencia vivida. Wittgenstein, finalmente, reveló que el sentido no está en las palabras, sino en el uso, en el juego, en el contexto.

La cultura, como sistema simbólico, también opera en lo intermedio. Los rituales, los mitos, las narraciones, no son meras expresiones sociales, sino formas de organizar el sentido. Un rito de paso, por ejemplo, no es solo una ceremonia: es una estructura ontológica que marca el tránsito entre estados del ser. El adolescente que se convierte en adulto, el enfermo que se transforma en sanado, el muerto que pasa al otro mundo: todos estos momentos son vividos a través de símbolos que median entre lo que fue y lo que será.

En la teología, el lenguaje simbólico es esencial. La Biblia, por ejemplo, no habla en términos científicos, sino en parábolas, metáforas, visiones. Dios no se revela como concepto, sino como palabra encarnada, como fuego, como nube, como voz. El símbolo teológico no es una decoración, sino una mediación ontológica. El sacramento, en este sentido, es el punto culminante de esta lógica: es signo visible de una gracia invisible, es materia que comunica espíritu, es lenguaje que transforma. La liturgia cristiana, en particular, encarna esta ontología intermedia. Cada gesto, cada palabra, cada canto, cada silencio, está cargado de sentido simbólico. El altar no es solo una mesa: es el lugar del sacrificio, del encuentro, de la comunión. El pan no es solo alimento: es cuerpo. El vino no es solo bebida: es sangre. En la liturgia, el lenguaje no representa: realiza. Y en esa realización, el ser se da como tránsito entre lo humano y lo divino. Incluso en la ciencia, el lenguaje simbólico tiene un lugar. Las teorías físicas, por ejemplo, se expresan en fórmulas que no son la realidad, sino su traducción abstracta. El modelo atómico, el campo cuántico, la curvatura del espacio-tiempo: todos estos conceptos son construcciones simbólicas que median entre la experiencia y la explicación. La ciencia, aunque aspire a la objetividad, no escapa a la ambigüedad del lenguaje. Y en esa ambigüedad, se revela también como práctica intermedia. La poesía, quizás más que ninguna otra forma de lenguaje, encarna esta ontología del entre. El poema no explica, no define, no ordena. El poema sugiere, evoca, convoca. En él, el lenguaje se vuelve cuerpo, ritmo, silencio. La poesía no dice lo que es, sino lo que podría ser. Y en ese decir, nos permite habitar el mundo de otro modo: no como objeto, sino como misterio.

Durante gran parte del siglo XX, la filosofía del lenguaje se convirtió en el eje de la reflexión filosófica occidental. Desde el Círculo de Viena hasta Donald Davidson, pasando por Quine, Carnap, Montague y otros, se consolidó una tendencia que, si bien aportó rigor lógico y claridad conceptual, terminó por estrechar el horizonte ontológico del lenguaje. En su afán por convertirlo en un instrumento transparente, verificable y formalizable, estas corrientes redujeron el lenguaje a una función descriptiva, ignorando su dimensión simbólica, ritual, afectiva y espiritual. Así, lejos de abrir el ser, lo clausuraron.

El positivismo lógico del Círculo de Viena fue uno de los primeros movimientos en imponer esta reducción. Al declarar que solo las proposiciones verificables empíricamente tenían sentido, excluyeron de la filosofía todo discurso metafísico, religioso o poético. El lenguaje fue concebido como un espejo del mundo físico, y todo lo que no pudiera ser traducido en términos científicos fue tachado de sin sentido. Esta purga epistemológica, aunque útil para delimitar el lenguaje científico, bloqueó el acceso a zonas profundas de la experiencia humana que no se dejan atrapar por la verificación empírica. Carnap, por ejemplo, propuso una sintaxis lógica del lenguaje que pretendía eliminar ambigüedades y establecer reglas formales para la construcción de proposiciones significativas. Pero en su afán por depurar el lenguaje, lo despojó de su capacidad de evocación, de su potencia simbólica, de su apertura al misterio. El lenguaje, en esta visión, dejó de ser mediación ontológica para convertirse en herramienta técnica. La ontología intermedia —ese espacio entre lo visible y lo invisible, entre lo humano y lo divino— quedó fuera del marco.

Quine, aunque crítico del positivismo, radicalizó la ambigüedad del lenguaje hasta el punto de poner en duda la posibilidad misma de una referencia estable. Su tesis de la indeterminación de la traducción mostró que no hay una correspondencia unívoca entre palabras y cosas. Esta crítica, aunque liberadora en ciertos aspectos, terminó por erosionar el suelo común del lenguaje. Si todo significado es indeterminado, ¿cómo puede el lenguaje mediar entre mundos? La ontología intermedia necesita cierta estabilidad simbólica, cierta resonancia compartida, que esta postura disuelve. Davidson, por su parte, intentó salvar la comunicación mediante su teoría de la interpretación radical. Para entender a otro hablante, debemos asumir que la mayoría de sus creencias son verdaderas. Pero esta confianza en la racionalidad compartida presupone una homogeneidad que no existe en la experiencia simbólica. El lenguaje ritual, el lenguaje mítico, el lenguaje teológico, no se rige por criterios de verdad empírica, sino por estructuras de sentido que escapan a la lógica formal. Davidson, al privilegiar la semántica sobre lo simbólico, cerró el paso a una ontología del entre. Montague, desde la lógica matemática, intentó formalizar el lenguaje natural. Su gramática formal es una hazaña técnica, pero también una reducción. Al tratar de convertir el lenguaje cotidiano en un sistema computable, se pierde la textura emocional, la ambigüedad creativa, la apertura al misterio. El lenguaje no es solo estructura: es carne, es historia, es deseo. Y en esa dimensión encarnada, la ontología intermedia encuentra su lugar. Incluso Chomsky, con su teoría de la gramática generativa, contribuyó a esta hipertrofia del lenguaje como sistema. Aunque su modelo reconoce una estructura profunda común a todas las lenguas, tiende a ignorar las variaciones culturales, simbólicas y espirituales que hacen del lenguaje un fenómeno irreductible. La gramática universal puede explicar la sintaxis, pero no el sentido. Y sin sentido, no hay mediación ontológica.

Frente a estas exageraciones, la teología y la poesía ofrecen un contrapeso necesario. En la teología, el lenguaje no representa: revela. Dios no se dice como objeto, sino como misterio. Las parábolas, los salmos, los sacramentos, son formas de lenguaje que no buscan precisión, sino comunión. El símbolo teológico no es una metáfora decorativa, sino una mediación ontológica. El pan consagrado no es solo pan: es cuerpo. El agua bautismal no es solo líquido: es vida nueva. La poesía, por su parte, encarna la ambigüedad como potencia. El poema no explica: sugiere. No define: convoca. En él, el lenguaje se vuelve cuerpo, ritmo, silencio. La metáfora poética no busca representar el mundo, sino transformarlo. Y en esa transformación, el lenguaje se revela como espacio intermedio entre lo visible y lo invisible, entre lo humano y lo divino.

Así, la filosofía del lenguaje, en su versión más analítica, obstaculizó el desarrollo de una ontología intermedia al absolutizar la función lógica del lenguaje y excluir su dimensión simbólica. Recuperar esa ontología exige volver a pensar el lenguaje como mediación, como tránsito, como umbral. No como espejo del mundo, sino como puente entre mundos. Así, el lenguaje y la cultura no son meros instrumentos de comunicación, sino modos de ser. En ellos, el ser no se presenta como sustancia ni como idea, sino como tránsito, como mediación, como símbolo. Pensar el lenguaje desde la ontología intermedia es reconocer que cada palabra, cada gesto, cada mito, es una forma de cruzar el umbral entre lo visible y lo invisible, entre lo humano y lo divino, entre lo que somos y lo que aún podemos llegar a ser.

 

Reflexión ontológica: lo vivo como umbral entre lo físico y lo mental

La vida, en su manifestación más elemental, se presenta como un fenómeno que desafía las categorías rígidas del pensamiento. No es meramente física, ni plenamente mental. Lo vivo se sitúa en una zona intermedia, un umbral ontológico donde la materia se organiza de forma tal que comienza a expresar sensibilidad, dirección, incluso intención. Esta condición liminar convierte a lo vivo en el punto de cruce entre lo que es y lo que siente, entre lo que existe y lo que significa.

Desde la biología, lo vivo se define por funciones como la autorregulación, el metabolismo, la reproducción y la adaptación. Estas características permiten distinguir lo animado de lo inerte, pero no explican del todo la experiencia de estar vivo. Un organismo no es solo un conjunto de procesos químicos: es una totalidad que responde, que se orienta, que interactúa con su entorno de manera significativa. En ese sentido, la vida no es solo estructura, sino también apertura.

La física, por su parte, estudia la materia y la energía en sus formas más fundamentales. Pero cuando la materia se organiza en sistemas vivos, algo nuevo emerge: una dinámica que no puede explicarse únicamente en términos de partículas o fuerzas. Lo vivo introduce una direccionalidad, una teleología implícita que la física tradicional no contempla. Es aquí donde la ontología intermedia se vuelve necesaria: para pensar lo vivo como algo que participa de lo físico sin agotarse en ello.

La filosofía ha intentado captar esta zona intermedia desde distintas perspectivas. Aristóteles, en su teoría hilemórfica, ya intuía que la vida era una forma específica de organización de la materia, una entelequia que orienta el cuerpo hacia su plenitud. Más tarde, filósofos como Spinoza, Bergson y Merleau-Ponty retomaron esta intuición, mostrando que lo vivo no puede pensarse como mecanismo, sino como expresión, como duración, como encarnación. La vida, en esta línea, es una forma de ser que se despliega en el tiempo.

La neurociencia contemporánea ha revelado que la conciencia emerge de procesos físicos complejos, pero también ha mostrado que esta emergencia no es lineal ni reductible. Las redes neuronales, los patrones de activación, las sinapsis, son condiciones necesarias, pero no suficientes, para explicar la experiencia subjetiva. Lo vivo, entonces, es el terreno donde lo físico se vuelve capaz de generar lo mental, sin que uno se disuelva en el otro. Incluso en organismos sin sistema nervioso, como las plantas, se observan formas de sensibilidad, de memoria, de respuesta. Las raíces buscan agua, las hojas se orientan hacia la luz, los tallos reaccionan al tacto. Esta inteligencia vegetal, aunque distinta de la conciencia animal, revela que lo vivo posee una forma de saber encarnado, una proto-mente que no se reduce a lo físico. Es una forma de presencia que desafía nuestras categorías tradicionales. La teología, especialmente en su dimensión sacramental, ha visto en lo vivo una mediación entre lo humano y lo divino. En la tradición judeocristiana, la vida es don, es aliento, es participación en el misterio de Dios. El relato del Génesis no describe un proceso biológico, sino una verdad ontológica: que lo vivo es portador de espíritu, que la carne puede ser morada de lo eterno. En este sentido, lo vivo no es solo fenómeno natural, sino signo de lo sobrenatural.

La encarnación, en la teología cristiana, es el punto culminante de esta ontología intermedia. Dios no se manifiesta como idea abstracta, sino como cuerpo viviente. En Cristo, lo divino se hace carne, lo eterno se hace tiempo, lo absoluto se hace vulnerable. Esta lógica encarnada revela que lo vivo es el lugar privilegiado de la revelación, el espacio donde lo físico y lo mental se encuentran y se transfiguran. La muerte, por contraste, revela el carácter umbral de la vida. Cuando lo vivo se extingue, lo físico permanece, pero lo mental se retira. El cadáver es cuerpo sin experiencia, materia sin sentido. En ese vacío, comprendemos que la vida no era solo organización biológica, sino presencia, apertura, relación. Lo vivo era el lugar donde el ser se manifestaba como vínculo, como sensibilidad, como conciencia en germen.

La vida humana, en particular, encarna esta ontología del entre. Somos cuerpo, pero no solo cuerpo. Somos mente, pero no solo mente. Nuestra existencia se despliega en ese cruce, en ese espacio donde el dolor físico se convierte en sufrimiento, donde el deseo biológico se transforma en amor, donde el gesto corporal se vuelve símbolo. Vivir es habitar ese umbral, ese puente, ese lugar donde lo físico y lo mental se entrelazan sin confundirse. Incluso el lenguaje, que parece dominio exclusivo de lo mental, tiene raíces corporales. Hablamos con el cuerpo: con la voz, con el gesto, con la respiración. El pensamiento se encarna en palabras, y las palabras se encarnan en sonidos. Lo vivo, entonces, no solo permite el lenguaje: lo hace posible. Sin cuerpo, no hay palabra; sin palabra, no hay mundo compartido. Lo vivo es el fundamento ontológico de toda comunicación.

La estética también revela esta mediación. El arte, en todas sus formas, nace de lo vivo: del cuerpo que danza, de la mano que pinta, de la voz que canta. Pero al mismo tiempo, expresa lo mental: la emoción, la idea, el símbolo. El arte es vida transfigurada, materia que se vuelve sentido. Y en esa transfiguración, lo vivo se revela como umbral entre lo físico y lo espiritual.

La ética, por su parte, se funda en el reconocimiento de lo vivo como valor. No se trata solo de respetar la vida como fenómeno biológico, sino de honrarla como manifestación del ser. El sufrimiento, el cuidado, la compasión, son respuestas a la vulnerabilidad de lo vivo. Y en esa respuesta, lo físico se convierte en moral, lo biológico en espiritual. La vida es el fundamento de toda responsabilidad.

La ecología profunda ha retomado esta intuición, mostrando que la vida no es propiedad humana, sino red de interdependencia. Cada ser viviente es nodo en una trama que une lo físico y lo mental, lo individual y lo colectivo, lo temporal y lo eterno. Pensar lo vivo como umbral es reconocer que la naturaleza no es recurso, sino revelación, no objeto, sino sujeto en potencia. Así, la ontología intermedia encuentra en lo vivo su paradigma. No como punto medio entre extremos, sino como espacio de mediación, de tránsito, de fecundidad. Lo vivo es el lugar donde el ser se vuelve historia, donde la materia se vuelve sentido, donde el mundo se vuelve experiencia. Es el umbral donde lo físico se abre a lo mental, y lo mental se encarna en lo físico.

Y quizás, en última instancia, lo vivo sea también el lugar donde lo divino toca lo humano. No en la abstracción de la idea, ni en la rigidez de la materia, sino en la fragilidad de la carne que siente, que piensa, que ama. Lo vivo es el umbral donde el misterio se hace forma, donde el espíritu se hace cuerpo, donde el tiempo se hace vida.

 

Lo intermedio en lo real

A lo largo de nuestra exploración de la ontología intermedia, hemos transitado por los reinos elemental y natural, descubriendo que la realidad no se presenta como una suma de extremos, sino como una red de transiciones, umbrales y mediaciones. Esta ontología no busca reducir la complejidad de lo real, sino revelarla como su estructura más profunda, como una condición que exige nuevas formas de pensamiento y sensibilidad.

En el reino elemental, nos adentramos en los fundamentos físicos del universo, donde la física cuántica nos enseñó que la realidad no es fija ni determinista, sino probabilística, relacional y abierta. La superposición, la indeterminación y el entrelazamiento cuántico desdibujan los límites entre lo uno y lo múltiple, entre lo aquí y lo allá. El tiempo y el espacio, lejos de ser absolutos, se revelan como estructuras dinámicas, curvadas, discontinuas, llenas de zonas liminales. La materia y la energía, en su dualidad onda-partícula, nos muestran que lo que parece sólido es vibración, que lo que parece vacío está lleno de potencial. En este contexto, el ser no puede pensarse como entidad fija, sino como posibilidad, como emergencia, como relación. La ontología intermedia nos da aquí una lección crucial: la complejidad no es un obstáculo epistemológico, sino una riqueza ontológica. Lo elemental no es lo simple, sino lo radicalmente complejo, lo fundacionalmente ambiguo.

En el reino natural, lo vivo se presenta como el paradigma de lo intermedio. La biología nos revela que los organismos no son entidades cerradas, sino sistemas abiertos, en constante transformación, simbiosis y mutación. La vida no es una esencia, sino un proceso, una relación entre lo físico y lo simbólico, entre lo instintivo y lo consciente. La psicología y la cultura nos muestran que la identidad no es un bloque homogéneo, sino una narrativa en construcción, una red de significaciones. El lenguaje, el mito, el arte y el rito operan como mediaciones que no representan la realidad, sino que la reconfiguran. Aquí, la ontología intermedia nos enseña a pensar sin reducir, a mirar sin clausurar, a comprender sin dominar. La complejidad de lo real se manifiesta como ambigüedad fecunda, como potencia de sentido, como apertura ontológica.

Lo vivo, como cruce entre materia y conciencia, nos muestra que el ser se encarna, que lo invisible se hace forma, que el tiempo se vuelve historia. La vida es el lugar donde el ser se vuelve experiencia, donde el cuerpo se vuelve símbolo, donde lo divino puede tocar lo humano. En este sentido, la ontología intermedia no es solo una teoría del ser, sino una pedagogía del asombro, una invitación a habitar los pliegues de lo real, a reconocer que la verdad no está en los extremos, sino en los cruces. Ahora, al acercarnos al reino espiritual, no lo hacemos como quien abandona la tierra para elevarse al cielo, sino como quien reconoce que lo espiritual también habita lo intermedio. Que el alma no es una sustancia separada, sino una forma de relación. Que lo divino no está lejos, sino en el cruce. Y que el espíritu, como lo vivo, como el símbolo, como el rito, es también tránsito, mediación, umbral. La ontología intermedia nos prepara para pensar lo sagrado no como lo puro o lo simple, sino como lo múltiple, lo entretejido, lo paradojal. Porque en la complejidad del espíritu también se revela la fecundidad del ser.

En última instancia, lo real no es una cosa, ni un conjunto de cosas, ni siquiera un sistema de leyes que las rige. Lo real es aquello que se resiste a ser agotado por cualquier representación, que desborda toda forma, toda categoría, toda certeza. Es el fondo inagotable desde el cual emergen los fenómenos, el abismo fértil donde se cruzan lo visible y lo invisible, lo posible y lo actual, lo sensible y lo inteligible. Lo real no es lo que está simplemente ahí, sino lo que acontece, lo que irrumpe, lo que se revela y se oculta al mismo tiempo. Es lo que nos interpela, lo que nos transforma, lo que nos excede. Por eso, la ontología intermedia no es una concesión metodológica, sino una exigencia metafísica: solo desde el entre podemos pensar lo real en su verdad más profunda, como misterio que se ofrece sin cerrarse, como presencia que se da en el cruce, como ser que vibra en la tensión. Lo real es, en su esencia, lo intermedio. Desde el entre se piensa la realidad más profunda del ser finito: su apertura, su vulnerabilidad, su capacidad de relación. El entre revela que el ser finito no es clausura, sino tránsito; no es sustancia, sino posibilidad; no es aislamiento, sino comunión. Pero ¿y el ser infinito?

El ser infinito, desde la fe cristiana, no se concibe como una unidad absoluta cerrada en sí misma, sino como unidad trinitaria, como comunión eterna entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. En este misterio, el entre no desaparece: se elevan sus dimensiones. El entre ya no es solo mediación ontológica, sino relación eterna, donación perfecta, amor originario. La Trinidad no es una estructura que tolera el entre, sino que lo origina: el Hijo procede del Padre, el Espíritu del Padre y del Hijo, y sin embargo, todos son un solo Dios. El ser infinito es, por tanto, plenitud relacional, no soledad ontológica.

Así, el entre no solo permite pensar el ser finito en su profundidad, sino que también abre el camino para contemplar el ser infinito como misterio de comunión. Lo intermedio, en este sentido, no es una categoría limitada al mundo creado, sino una huella trinitaria inscrita en la estructura misma del ser. Desde el entre, no solo comprendemos mejor lo humano, sino que vislumbramos —aunque sea en sombra— la vida divina que lo sostiene. Desde el entre se piensa la realidad más profunda del ser finito: su apertura al otro, su vulnerabilidad, su capacidad de relación y transformación. El entre revela que el ser creado no es clausura, sino tránsito; no es sustancia aislada, sino posibilidad compartida. Pero esta estructura del entre no es una invención humana ni una mera condición ontológica del mundo: es reflejo de su origen divino.

El ser infinito —Dios Uno y Trino— origina el entre no como una concesión al límite, sino como expresión de su plenitud. En Dios, el entre no es carencia, sino comunión eterna. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no existen como tres esencias separadas, sino como relaciones perfectas, como donación mutua, como unidad que se expresa en la diversidad. Por eso, el entre tiene su fundamento en Dios mismo, y se manifiesta en la creación como amor que vincula, justicia que ordena, y sabiduría que ilumina.

El amor es el entre originario, el vínculo eterno que une sin confundir, que distingue sin separar. En la Trinidad, el amor no es sentimiento ni energía impersonal: es persona, es acto puro de donación, es el Espíritu que procede del Padre y del Hijo como vínculo viviente. La justicia es el entre que equilibra, que da a cada uno su lugar sin excluir, reflejo del orden divino que no aplasta, sino que sostiene. La sabiduría es el entre que comprende, que revela lo oculto sin reducirlo, manifestación del Logos eterno que se encarna para que lo finito participe de lo infinito. Así, el entre no solo permite pensar el ser finito en su profundidad, sino que también abre el camino para contemplar el ser infinito como misterio de comunión. Lo intermedio, en este sentido, no es una categoría limitada al mundo creado, sino una huella trinitaria inscrita en la estructura misma del ser. Desde el entre, no solo comprendemos mejor lo humano, sino que vislumbramos —aunque sea en sombra— la vida divina que lo sostiene. Porque lo real es intermedio, y en su plenitud, es amor trinitario.

El ser finito no solo habita el entre, sino que participa de él porque ha sido creado por amor, y ese amor no es periférico, sino fundacional. Dios, en su ser Uno y Trino, no crea desde la distancia ni desde la necesidad, sino desde la plenitud del amor, y ese amor se manifiesta en la estructura misma del ser creado como relación, apertura, mediación. El entre no es una zona de ambigüedad que Dios tolera, sino una forma de presencia que Él origina. En el corazón mismo de las cosas, Dios inscribe el entre como espacio de encuentro: entre lo visible y lo invisible, entre lo temporal y lo eterno, entre lo físico y lo espiritual. El ser finito, por tanto, no es una entidad cerrada, sino una vocación abierta, una criatura llamada a la comunión, al diálogo, al tránsito hacia lo divino.

Este entre creado por amor es lo que permite que el mundo no sea un mecanismo, sino una historia; que la materia no sea opaca, sino sacramental; que el tiempo no sea repetición, sino posibilidad. Es en ese entre donde el ser finito puede responder, puede crecer, puede amar. Y es allí donde Dios se revela, no como una fuerza impersonal, sino como Presencia que llama, que espera, que se dona. Por eso, la ontología intermedia no es solo una forma de pensar el mundo: es una forma de reconocer el amor que lo sostiene. Dios crea el entre en el corazón mismo de las cosas para que el ser finito pueda participar de su vida, no por fusión ni por anulación, sino por comunión. El entre es el lugar donde la criatura puede volverse imagen del Creador, donde lo limitado puede abrirse a lo infinito, donde el amor puede ser correspondido.

Parte III

Ontología intermedia en el reino espiritual

 

 

 

Experiencia mística: paradoja, silencio, lo inefable

La ontología intermedia en el reino espiritual encuentra su expresión más radical en la experiencia mística, donde el ser finito se abre a una presencia que lo excede sin anularlo. En este ámbito, el entre no es simplemente una mediación conceptual, sino una vivencia que desborda los límites del lenguaje, la lógica y la percepción ordinaria. El místico no accede a una “otra realidad” como quien cruza una frontera, sino que es atravesado por una intensidad que transforma su modo de ser, de conocer y de habitar el mundo.

La paradoja es el signo distintivo de esta experiencia. El alma se siente más unida cuanto más vacía, más iluminada cuanto más ciega, más viva cuanto más muerta al yo. Esta lógica inversa no es irracional, sino trans-racional: no niega la razón, pero la lleva a un umbral donde debe callar para que otra forma de conocimiento emerja. El místico no resuelve la paradoja, la habita. Vive en el entre de lo humano y lo divino, sin confundirlos ni separarlos. Es allí donde la ontología intermedia se vuelve experiencia: no una teoría sobre el ser, sino una participación en el Ser que se dona.

El silencio no es ausencia de palabra, sino plenitud que no cabe en el discurso. En la mística, el silencio es el lenguaje del entre: no dice, pero revela; no explica, pero transforma. El alma que ha sido tocada por lo divino ya no puede hablar como antes, porque ha sido reconfigurada desde dentro. Este silencio no es evasión, sino reverencia. Es el reconocimiento de que el misterio no se posee, se contempla. La ontología intermedia en el reino espiritual exige este silencio como condición de posibilidad: solo quien calla puede escuchar el murmullo del Ser.

Lo inefable no es lo que no se puede decir por falta de palabras, sino lo que no debe decirse porque su verdad se corrompe al ser objetivada. El místico sabe que hay realidades que solo se comunican por irradiación, por presencia, por testimonio. La ontología intermedia reconoce que el ser no se agota en lo que se puede nombrar. Hay un exceso, una sobreabundancia que no se deja atrapar. Lo inefable no es un límite, es una promesa: lo que no se puede decir señala lo que aún puede ser vivido. En este contexto, el cuerpo mismo se vuelve lugar de revelación. La experiencia mística no es una fuga del mundo, sino una transfiguración de lo sensible. El cuerpo siente lo que el alma contempla, y el alma contempla lo que el cuerpo sufre. La ontología intermedia permite esta reciprocidad: no hay dualismo, sino comunión. El espíritu no se opone a la carne, la penetra. El místico no abandona el mundo, lo redime desde dentro. El entre se vuelve encarnación.

La experiencia mística es también una experiencia de tiempo transformado. El instante se dilata, la eternidad se insinúa en lo fugaz. El místico no vive en el tiempo cronológico, sino en el Kairos, el tiempo oportuno, el tiempo de Dios. La ontología intermedia reconoce que el ser finito puede participar del eterno sin dejar de ser temporal. Esta participación no es una conquista, es una gracia. El entre es el lugar donde el tiempo se abre a lo eterno sin romperse. La identidad del místico se vuelve fluida, abierta, relacional. Ya no se define por lo que posee, sino por lo que recibe. El yo no desaparece, pero se descentra. La ontología intermedia permite esta dinámica: el ser finito no se anula ante lo infinito, se deja configurar por él. El místico no pierde su rostro, lo descubre en el rostro del Otro. La paradoja se intensifica: cuanto más se entrega, más se encuentra. El entre es el espacio donde el yo se vuelve tú sin dejar de ser sí.

La experiencia mística no es evasión de la historia, sino su profundidad última. El místico no huye del dolor del mundo, lo abraza desde una compasión que nace del contacto con lo divino. La ontología intermedia permite esta inserción: el ser finito no se salva del mundo, se salva en el mundo. El entre es el lugar donde la cruz y la gloria se tocan, donde el sufrimiento se vuelve fecundo. El místico no es indiferente, es radicalmente implicado. La palabra del místico, cuando se atreve a hablar, es siempre tentativa, poética, fragmentaria. No pretende definir, sino sugerir. La ontología intermedia acoge esta forma de decir: no busca conceptos cerrados, sino signos abiertos. El lenguaje místico es performativo, no informativo. No transmite datos, convoca presencias. El entre se vuelve estilo, ritmo, respiración. El místico escribe como quien ora, como quien tiembla ante lo que ha visto. Finalmente, la experiencia mística revela que el ser finito está hecho para el infinito. No por fusión, sino por comunión. La ontología intermedia en el reino espiritual es la afirmación de que el entre no es un obstáculo, sino una vocación. El ser creado no está condenado a la distancia, está llamado a la cercanía. La paradoja, el silencio y lo inefable no son límites, son umbrales. El místico los atraviesa, y al hacerlo, nos recuerda que el corazón del ser es amor que se dona.

Estética: lo sublime, lo ambiguo, lo no-resuelto

La estética en el reino espiritual no se presenta como una mera categoría del gusto o la belleza formal, sino como una vía de acceso al misterio del ser. En este ámbito, la ontología intermedia encuentra en lo estético una forma privilegiada de manifestación: no como representación de lo divino, sino como resonancia de lo infinito en lo finito. Lo sublime, lo ambiguo y lo no-resuelto no son defectos de la forma, sino signos de una profundidad que excede toda forma. Lo sublime irrumpe allí donde la experiencia estética desborda la capacidad de comprensión. No es lo grandioso en términos cuantitativos, sino lo que toca el límite de lo decible, lo pensable, lo soportable. En lo sublime, el alma se siente pequeña sin ser anulada, sobrecogida sin ser destruida. Es una experiencia de exceso que no aplasta, sino que eleva. La ontología intermedia reconoce que lo sublime no es una categoría estética más, sino una forma de lo espiritual: el entre donde lo finito se abre a lo infinito sin perderse en él.

Lo ambiguo, por su parte, es el espacio donde los significados se cruzan sin cerrarse. En el arte espiritual, la ambigüedad no es confusión, sino fecundidad. Es el lugar donde lo claro y lo oscuro cohabitan, donde lo sagrado y lo profano se rozan, donde el símbolo se despliega sin agotarse. La ontología intermedia acoge esta ambigüedad como estructura del ser: no como falla, sino como apertura. Lo ambiguo es el entre que permite que lo espiritual se diga sin ser fijado, que se muestre sin ser capturado.

Lo no-resuelto es quizás la forma más radical de lo estético en el reino espiritual. Es la obra que no concluye, el gesto que no se cierra, la armonía que no se estabiliza. En lo no-resuelto, el espectador no recibe una respuesta, sino una pregunta. La obra no tranquiliza, inquieta. No consuela, convoca. La ontología intermedia reconoce que lo no-resuelto no es una carencia, sino una forma de fidelidad al misterio. Lo espiritual no se entrega como certeza, sino como promesa. La experiencia estética en este reino no busca agradar, sino transformar. El arte espiritual no es decorativo, es performativo. No representa lo divino, lo invoca. No ilustra el dogma, lo atraviesa. En este sentido, la estética se vuelve liturgia: una forma de participación en lo que excede. La ontología intermedia permite esta transfiguración: el arte no es objeto, es acontecimiento. Lo bello no es lo simétrico, es lo que revela sin poseer. El símbolo es el lenguaje privilegiado de esta estética. No dice directamente, sugiere. No explica, convoca. El símbolo vive en el entre: entre lo visible y lo invisible, entre lo histórico y lo eterno, entre lo humano y lo divino. La ontología intermedia reconoce que el símbolo no es un código, sino una presencia. En el arte espiritual, el símbolo no remite a otra cosa, se vuelve lugar de encuentro. Lo ambiguo y lo no-resuelto encuentran en él su forma más viva. La contemplación estética en el reino espiritual no es pasiva, es activa. El espectador no observa, se deja tocar. La obra no se impone, se ofrece. La ontología intermedia permite esta reciprocidad: el ser finito no consume la obra, la habita. Lo sublime no se mira desde fuera, se experimenta desde dentro. El arte espiritual no se entiende, se vive. Y en esa vivencia, el alma se transforma. La belleza espiritual no es la belleza clásica del equilibrio, sino la belleza herida del amor que se dona. Es la belleza del crucifijo, del rostro transfigurado, del silencio que arde. La ontología intermedia reconoce que esta belleza no es estética en sentido estricto, sino ontológica: es la forma en que el ser se da en lo que no se puede poseer. Lo bello es lo que revela el entre, lo que deja ver sin clausurar.

La estética espiritual no se limita a las artes sacras, sino que puede manifestarse en lo cotidiano, en lo mínimo, en lo roto. El entre se revela en la grieta, en el gesto, en la mirada. La ontología intermedia permite ver lo espiritual en lo que no parece sagrado. Lo sublime puede estar en una lágrima, lo ambiguo, en una palabra, lo no-resuelto en un silencio compartido. El arte espiritual no está en los museos, está en la vida. El artista espiritual no crea para ser comprendido, sino para ser fiel. Su obra no busca reconocimiento, busca verdad. La ontología intermedia permite esta ética de la creación: el arte no es producción, es vocación. Lo ambiguo no es estrategia, es reverencia. Lo no-resuelto no es indecisión, es respeto. Lo sublime no es espectáculo, es testimonio. El artista no domina la forma, la sirve.  La estética en el reino espiritual es también una forma de conocimiento. No conceptual, sino experiencial. No analítica, sino simbólica. La ontología intermedia reconoce que el arte puede conocer lo que la razón no alcanza. El entre se vuelve epistémico: lo que no se puede decir se puede mostrar, lo que no se puede explicar se puede encarnar. El arte espiritual no enseña, revela. En última instancia, la estética espiritual es una forma de oración. No como plegaria explícita, sino como apertura al misterio. La obra no es solo objeto de contemplación, es espacio de comunión. La ontología intermedia permite esta dimensión: el arte no es solo humano, es lugar donde lo divino se insinúa. Lo sublime, lo ambiguo y lo no-resuelto no son límites del arte, son sus umbrales más altos. Allí donde la forma se quiebra, el espíritu puede pasar.

 

Ética y trascendencia: decisiones en zonas grises, intuición moral

En el reino espiritual, la ética no se presenta como un sistema cerrado de normas, sino como una brújula que orienta en medio de la niebla. La ontología intermedia reconoce que el ser humano no habita en un mundo de blancos y negros, sino en una vasta gama de grises donde las decisiones morales no siempre tienen una respuesta clara. En este espacio, la trascendencia no se impone como mandato, sino que se insinúa como llamado. La ética espiritual, entonces, no es obediencia ciega, sino discernimiento profundo.

Las zonas grises son el terreno fértil donde la intuición moral se despliega. No se trata de relativismo, sino de una ética encarnada, sensible a las circunstancias, al contexto, a la singularidad de cada situación. La ontología intermedia permite comprender que lo espiritual no se manifiesta en la rigidez, sino en la capacidad de escuchar lo que no se dice, de percibir lo invisible, de responder con autenticidad. La moral no es un código, es una relación viva con el misterio del otro. En este reino, la decisión ética no se reduce a elegir entre el bien y el mal, sino a responder al llamado del sentido. A veces, lo correcto no es evidente, y lo justo no coincide con lo legal. La ontología intermedia reconoce que el alma se forma en la tensión entre lo que se espera y lo que se siente verdadero. La intuición moral es esa voz silenciosa que no grita, pero insiste. No impone, pero guía. No razona, pero revela.

La trascendencia se juega en lo cotidiano, en lo mínimo, en lo aparentemente trivial. Decidir con conciencia en medio de lo ambiguo es ya una forma de espiritualidad. La ontología intermedia permite ver que cada elección es una oportunidad de encarnar lo invisible, de hacer presente lo eterno en lo efímero. La ética espiritual no busca perfección, busca fidelidad. No exige pureza, sino coherencia. No demanda heroicidad, sino presencia. La intuición moral no es instinto ni impulso, sino una forma de sabiduría que brota del alma. Es el fruto de una escucha profunda, de una apertura al misterio que habita en cada ser. La ontología intermedia reconoce que esta intuición no se enseña, se cultiva. No se impone, se despierta. Es la capacidad de ver más allá de lo evidente, de sentir la verdad en medio de la confusión, de elegir lo que construye sin saber del todo por qué.

Las zonas grises no son espacios de debilidad, sino de madurez espiritual. Son los lugares donde la ética se vuelve arte, donde el juicio se transforma en compasión, donde la norma cede ante la misericordia. La ontología intermedia permite que el ser humano se reconozca como peregrino, no como juez. Como buscador, no como dueño de la verdad. En este camino, errar no es caer, sino aprender. Dudar no es traicionar, sino crecer. La ética espiritual no se mide por resultados, sino por intenciones. No se evalúa por éxitos, sino por la fidelidad al llamado interior. La ontología intermedia reconoce que el alma no se define por lo que logra, sino por lo que elige amar. En las zonas grises, el amor se vuelve criterio. No el amor sentimental, sino el amor que se arriesga, que se entrega, que se compromete. La intuición moral es la forma en que ese amor se traduce en acción.

La trascendencia no es una meta lejana, sino una presencia cercana que se revela en cada decisión. No se trata de alcanzar lo divino, sino de dejarse tocar por él en lo humano. La ontología intermedia permite que la ética se vuelva camino de comunión, no de separación. En lugar de dividir entre buenos y malos, invita a reconocer la fragilidad compartida, la dignidad común, el misterio que habita en cada rostro. La intuición moral es también una forma de resistencia. En un mundo que premia la eficacia, la rapidez, la conveniencia, elegir desde el alma es un acto de rebeldía. La ontología intermedia reconoce que lo espiritual no es evasión, sino compromiso. No es huida del mundo, sino forma de estar en él con profundidad. Las zonas grises son el lugar donde la ética se vuelve testimonio, donde la decisión se convierte en revelación.

La ética espiritual no busca evitar el conflicto, sino atravesarlo con sentido. No teme la contradicción, la abraza como parte del proceso. La ontología intermedia permite que el ser humano se reconozca como ser en devenir, como criatura en diálogo con lo eterno. En este diálogo, la intuición moral es la palabra que no se dice, pero que transforma. Es el gesto que no se explica, pero que redime. Es la elección que no se entiende, pero que salva. Las zonas grises son también espacios de encuentro. Allí donde la norma falla, el otro aparece. La ontología intermedia reconoce que la ética no es solo cuestión de principios, sino de rostros. La intuición moral se despierta cuando el otro deja de ser concepto y se vuelve presencia. En ese momento, la decisión ética ya no es abstracta, sino encarnada. Ya no es teoría, sino relación. Ya no es deber, sino respuesta. La trascendencia se manifiesta en la capacidad de elegir lo que no conviene, pero que honra. Lo que no se entiende, pero que libera. Lo que no se espera, pero que revela. La ontología intermedia permite que la ética se vuelva camino de transformación, no de perfección. En las zonas grises, el alma se purifica no por evitar el error, sino por aprender a amar en medio de la incertidumbre.

La intuición moral es también una forma de escucha. Escucha del otro, del mundo, del misterio. La ontología intermedia reconoce que esta escucha no es pasiva, sino activa. No es receptiva, sino creativa. En ella, la ética se vuelve arte de vivir, forma de estar en el mundo con profundidad, con respeto, con reverencia. Las zonas grises se vuelven entonces espacios de revelación, no de confusión.

La ética espiritual no se impone desde fuera, sino que brota desde dentro. No se enseña con reglas, sino con ejemplos. La ontología intermedia permite que cada ser humano descubra su propio camino ético, no como evasión de la norma, sino como encarnación del sentido. En este camino, la intuición moral es la luz que guía sin cegar, el fuego que arde sin consumir, la voz que llama sin gritar. En última instancia, la ética en el reino espiritual es una forma de comunión con lo trascendente. No como obediencia a un poder superior, sino como respuesta a una presencia que habita en lo profundo. La ontología intermedia permite que esta comunión se viva en cada decisión, en cada duda, en cada gesto. Las zonas grises no son obstáculos, sino umbrales. Y la intuición moral, ese susurro del alma, es la llave que los abre.

La ética espiritual basada en una ontología intermedia —aquella que reconoce la ambigüedad, la intuición moral y las zonas grises como espacios legítimos de decisión— se distancia profundamente de los grandes sistemas éticos modernos como la ética kantiana, la pragmatista y la utilitarista. Cada una de estas corrientes propone una forma distinta de entender la moralidad, pero todas comparten una tendencia a la sistematización, al intento de reducir la complejidad ética a principios operativos. La ontología intermedia, en cambio, se mueve en el terreno de lo incierto, lo simbólico y lo experiencial.

La ética kantiana se fundamenta en la razón pura y en el imperativo categórico, que exige actuar según máximas que puedan convertirse en leyes universales. En este marco, la moralidad se define por la autonomía racional y la coherencia lógica de las decisiones. Sin embargo, la ética espiritual que surge de una ontología intermedia no se rige por la universalidad abstracta, sino por la singularidad encarnada. No busca aplicar principios inmutables, sino responder con autenticidad a situaciones irrepetibles. La intuición moral, en este sentido, no es irracional, pero tampoco reducible a la razón formal kantiana. El contraste se acentúa en la forma de abordar el deber. Para Kant, el deber es una exigencia racional que se cumple por respeto a la ley moral, independientemente de las consecuencias o de los afectos. En cambio, la ética espiritual reconoce que el deber puede estar teñido de compasión, de escucha, de apertura al misterio del otro. No se trata de obedecer una ley interna, sino de responder a una presencia que interpela. La ontología intermedia permite que el deber se vuelva relación, no solo estructura.

La ética utilitarista, por su parte, se basa en el principio de maximización del bienestar: lo correcto es aquello que produce la mayor cantidad de felicidad para el mayor número de personas. Esta lógica cuantitativa contrasta radicalmente con la ética espiritual, que no mide consecuencias en términos de utilidad, sino que se orienta por la fidelidad al sentido. En las zonas grises, lo correcto no siempre coincide con lo útil. A veces, elegir lo justo implica renunciar a la eficacia, al beneficio colectivo, incluso al bienestar inmediato.

Además, el utilitarismo tiende a diluir la singularidad del sujeto en cálculos impersonales. La ética espiritual, en cambio, se centra en el rostro concreto, en la historia particular, en la voz única que emerge en cada situación. La ontología intermedia permite que la moralidad se construya desde la relación, no desde la estadística. La intuición moral no busca maximizar resultados, sino honrar la dignidad del otro, incluso cuando eso implique perder.

La ética pragmatista, influida por pensadores como William James y John Dewey, propone una moral flexible, contextual, orientada por la experiencia y por los efectos prácticos de las decisiones. En este sentido, se acerca a la ontología intermedia en su rechazo a los absolutos y en su apertura a la complejidad. Sin embargo, el pragmatismo tiende a valorar la acción por su capacidad de resolver problemas, mientras que la ética espiritual valora la acción por su capacidad de revelar sentido. No se trata solo de lo que funciona, sino de lo que transforma.

La intuición moral en la ética espiritual no es una herramienta para la adaptación, sino una forma de comunión con lo trascendente. Mientras que el pragmatismo busca soluciones eficaces, la ontología intermedia busca respuestas fieles. La fidelidad no siempre es práctica, ni la verdad siempre es útil. En este punto, la ética espiritual se distancia del pragmatismo y se acerca más a una lógica simbólica, poética, incluso contemplativa.

Otro punto de contraste está en la temporalidad. La ética kantiana y la utilitarista operan en un tiempo lineal, donde la decisión se toma en función de principios o consecuencias. La ética espiritual, en cambio, se mueve en un tiempo kairológico, donde cada momento puede ser un umbral, una revelación, una epifanía. La ontología intermedia permite que la ética se viva como proceso, no como cálculo. La intuición moral no se apresura, escucha, espera, se deja tocar. En cuanto al sujeto moral, Kant lo concibe como autónomo, racional, universalizable. El utilitarismo lo reduce a agente de placer y dolor. El pragmatismo lo ve como actor situado en contextos cambiantes. La ética espiritual, sin embargo, lo reconoce como ser en relación, como criatura abierta al misterio, como alma que discierne en medio de la ambigüedad. La ontología intermedia permite que el sujeto moral sea también sujeto espiritual, no solo lógico o funcional.

La ética espiritual basada en una ontología intermedia —centrada en la intuición moral, las zonas grises y la apertura a la trascendencia— guarda una relación profunda pero también contrastante con la ética de las virtudes y la ética de los valores. Aunque comparten una orientación hacia lo interior, lo cualitativo y lo experiencial, difieren en sus fundamentos ontológicos, en su modo de abordar la acción moral y en la forma en que conciben el desarrollo ético del sujeto.

La ética de las virtudes, heredera de Aristóteles y revitalizada por pensadores contemporáneos como Alasdair MacIntyre, se enfoca en el carácter del agente moral. Lo ético no se define por reglas ni por consecuencias, sino por la formación de hábitos que configuran una vida buena. En este sentido, se aproxima a la ética espiritual, que también valora la interioridad, la coherencia existencial y la maduración del alma. Ambas reconocen que la moralidad no es un acto aislado, sino un proceso de transformación.

Sin embargo, la ética de las virtudes tiende a establecer un ideal teleológico claro: la eudaimonía, o plenitud humana, alcanzada mediante el cultivo de virtudes como la prudencia, la justicia, la templanza y la fortaleza. La ética espiritual, en cambio, no se orienta hacia un telos definido, sino hacia una apertura constante al misterio. La ontología intermedia no propone una vida buena en términos de perfección, sino una vida fiel en medio de la ambigüedad. La virtud aquí no es excelencia, sino disponibilidad. Además, la ética de las virtudes se apoya en comunidades morales que transmiten tradiciones y prácticas. La ética espiritual reconoce el valor de la comunidad, pero también enfatiza la soledad del discernimiento, el silencio interior, la escucha del llamado único que cada alma recibe. En este sentido, la intuición moral puede entrar en tensión con las virtudes socialmente reconocidas. Lo virtuoso no siempre coincide con lo espiritual, y lo fiel no siempre es lo ejemplar.

Por otro lado, la ética de los valores, desarrollada por autores como Max Scheler y Nicolai Hartmann, se centra en la jerarquía de valores objetivos que el sujeto capta mediante una intuición emocional. Esta ética reconoce que los valores no se construyen, sino que se descubren, y que el acto moral consiste en preferir los superiores frente a los inferiores. Aquí hay una clara afinidad con la ética espiritual, que también confía en la intuición como vía de acceso a lo moral.

Sin embargo, la ética de los valores tiende a estructurar esa intuición en escalas fijas: lo noble sobre lo útil, lo espiritual sobre lo vital, lo santo sobre lo bello. La ética espiritual, en cambio, se resiste a toda jerarquía rígida. La ontología intermedia reconoce que, en ciertas circunstancias, lo útil puede ser lo más amoroso, lo vital puede ser lo más justo, lo bello puede ser lo más verdadero. La intuición moral no opera por clasificación, sino por resonancia.

Además, la ética de los valores presupone una cierta claridad en la captación del valor. El sujeto moral debe reconocer lo superior y actuar en consecuencia. La ética espiritual, en cambio, acepta que esa claridad no siempre está disponible. Las zonas grises, la ambigüedad, el no-saber forman parte constitutiva del discernimiento. La fidelidad no se mide por la adecuación al valor objetivo, sino por la autenticidad de la respuesta interior. En cuanto al sujeto moral, tanto la ética de las virtudes como la de los valores lo conciben como agente activo, capaz de elegir, formar, captar y actuar. La ética espiritual lo ve también como ser receptivo, como criatura que escucha, que se deja interpelar, que responde más que decide. La ontología intermedia permite que el sujeto sea también pasivo en el sentido profundo: abierto a lo que lo excede, disponible para lo que lo transforma. En resumen, la ética espiritual comparte con la ética de las virtudes el énfasis en la formación interior, y con la ética de los valores la confianza en la intuición. Pero se diferencia de ambas por su ontología abierta, su sensibilidad a lo no-resuelto, y su orientación hacia lo trascendente como presencia, no como estructura. Es una ética para lo incierto, para lo herido, para lo sagrado. Una ética que no busca perfección ni jerarquía, sino fidelidad en medio del misterio.

Finalmente, la ética espiritual no pretende reemplazar estos sistemas, sino ofrecer una vía alternativa para aquellos momentos donde la razón falla, donde la utilidad no consuela, donde la práctica no basta. Es una ética para lo incierto, para lo herido, para lo sagrado. En ella, la intuición moral no es debilidad, sino sabiduría. Las zonas grises no son amenazas, sino espacios de revelación. Y la trascendencia no es evasión, sino presencia que transforma desde dentro. Como se advierte hay una diferencia notable entre la ética espiritual y los demás sistemas éticos. Además, su acceso está abierto a todo corazón porque responde a la venida del ser infinito hacia el alma.

Reflexión ontológica: el espíritu como apertura, como tensión entre polos

El espíritu, en el marco de una ontología intermedia, no se define como una sustancia fija ni como una entidad separada del mundo, sino como una apertura radical al ser. No es lo que está, sino lo que se despliega; no es lo que posee, sino lo que se ofrece. Esta concepción rompe con las dicotomías clásicas entre materia y alma, entre cuerpo y trascendencia, y propone una visión dinámica donde el espíritu es el lugar de encuentro entre polos que no se anulan, sino que se fecundan mutuamente.

Pensar el espíritu como apertura implica reconocer su vocación de tránsito, de pasaje, de umbral. No se trata de una esencia encerrada en sí misma, sino de una potencia que se realiza en el cruce, en la relación, en la tensión. El espíritu no se afirma por su identidad, sino por su capacidad de acoger lo otro sin perderse. Es el espacio donde lo finito se abre a lo infinito, donde lo temporal se roza con lo eterno, donde lo humano se deja tocar por lo divino. Esta apertura no es pasividad, sino tensión activa. El espíritu vive en el entre, en el desequilibrio fecundo entre polos que lo constituyen: luz y sombra, certeza y duda, presencia y ausencia. No busca resolver la tensión, sino sostenerla como fuente de sentido. La ontología intermedia reconoce que el espíritu no se define por lo que elimina, sino por lo que integra. Su fuerza no está en la claridad, sino en la profundidad que emerge del conflicto asumido. La tensión entre polos no es una contradicción que debe resolverse, sino una paradoja que debe habitarse. El espíritu no elige entre lo uno y lo otro, sino que se deja atravesar por ambos. Es simultáneamente raíz y vuelo, silencio y palabra, límite y expansión. Esta tensión es su modo de ser, su respiración ontológica. La ontología intermedia permite que esta respiración se viva como ritmo, no como ruptura.

En este sentido, el espíritu no es una entidad metafísica que trasciende el mundo, sino una dimensión del ser que lo atraviesa desde dentro. No está fuera de la historia, sino en su núcleo más profundo. La apertura espiritual no es evasión, sino implicación radical. El espíritu no se eleva por encima del dolor, lo abraza. No se separa de la carne, la transfigura. No huye del tiempo, lo redime. La tensión entre polos también se manifiesta en la experiencia interior del sujeto. El espíritu es el lugar donde el yo se encuentra con el tú, donde la identidad se abre a la alteridad, donde la conciencia se deja tocar por lo que no puede controlar. Esta apertura no es debilidad, sino madurez. La ontología intermedia reconoce que el sujeto espiritual no es el que domina, sino el que se deja transformar por lo que lo excede. El espíritu como apertura implica también una ética del cuidado, de la escucha, de la hospitalidad. No se trata de imponer una verdad, sino de sostener el espacio donde la verdad puede revelarse. La tensión entre polos se vuelve entonces condición de posibilidad para el encuentro, para el diálogo, para la comunión. El espíritu no busca cerrar, sino abrir. No busca definir, sino acompañar.

Esta concepción del espíritu desafía las ontologías cerradas, las metafísicas del ser como plenitud autosuficiente. La ontología intermedia propone una metafísica del entre, donde el ser se da en la relación, en la diferencia, en la vulnerabilidad. El espíritu no es lo que está completo, sino lo que se deja completar por el otro. No es lo que posee sentido, sino lo que lo busca con fidelidad. La apertura espiritual no es ingenua ni neutral. Implica riesgo, implica dolor, implica pérdida. La tensión entre polos no se vive sin heridas. Pero esas heridas son también lugares de revelación, de fecundidad, de gracia. La ontología intermedia reconoce que el espíritu no se purifica por aislamiento, sino por contacto. No se fortalece por defensa, sino por entrega. No se ilumina por negación, sino por integración. El espíritu como tensión es también el lugar de la creatividad. Allí donde los polos se rozan sin fundirse, surge lo nuevo. La apertura no es repetición, es génesis. La ontología intermedia permite que el espíritu se viva como fuente, como manantial, como posibilidad. No como respuesta, sino como pregunta que transforma. No como certeza, sino como intuición que guía.

Esta visión del espíritu transforma también la relación con lo trascendente. Dios, lo absoluto, lo sagrado, no se presenta como objeto de conocimiento, sino como presencia que se insinúa en la tensión. La apertura espiritual es la forma en que el ser humano se vuelve capaz de lo divino, no por elevación, sino por disponibilidad. La ontología intermedia permite que lo eterno se revele en lo frágil, que lo infinito se inscriba en lo finito. En última instancia, pensar el espíritu como apertura y tensión entre polos es reconocer que el ser no se agota en lo que es, sino que se despliega en lo que puede llegar a ser. Es afirmar que la verdad no está en la clausura, sino en el movimiento. Que la plenitud no se alcanza por síntesis, sino por fidelidad al entre. La ontología intermedia nos invita a habitar el espíritu como lugar de tránsito, como espacio de comunión, como umbral hacia lo que aún no ha sido dicho.

 

Definición integral

La ontología intermedia, en su definición integral, es una forma de pensar el ser que se aparta tanto de los dualismos rígidos como de las síntesis totalizadoras. No se sitúa en los extremos del ser absoluto ni del ser fragmentado, sino en el espacio dinámico donde lo finito y lo infinito, lo visible y lo invisible, lo temporal y lo eterno, se cruzan sin confundirse. Es una ontología del entre: del tránsito, de la mediación, de la apertura.

Esta perspectiva reconoce que la realidad no se presenta como una estructura cerrada, sino como una red de relaciones, tensiones y umbrales. Lo real no es lo que simplemente está, sino lo que acontece, lo que se revela en el cruce, lo que vibra en la paradoja. La ontología intermedia no busca reducir la complejidad, sino habitarla. No pretende resolver la ambigüedad, sino sostenerla como fuente de sentido.

En el reino espiritual, esta ontología se despliega como experiencia del misterio. El ser no se capta por conceptos, sino que se contempla en el silencio, en lo sublime, en lo no-resuelto. El espíritu no es una sustancia separada, sino una apertura viva, una tensión fecunda entre polos que se atraen sin anularse. La verdad no se impone como certeza, sino que se ofrece como presencia que transforma.

La ética, en este marco, no se construye sobre principios abstractos ni sobre cálculos utilitarios, sino sobre la intuición moral que emerge en las zonas grises. La decisión ética no es aplicación de reglas, sino respuesta fiel al llamado interior. La ontología intermedia permite que el sujeto moral se reconozca como criatura en relación, como ser en escucha, como alma en tránsito.

La estética, por su parte, no se limita a la belleza formal, sino que se abre a lo sublime, a lo ambiguo, a lo que no se puede resolver sin traicionar su profundidad. El arte espiritual no representa, revela. No ilustra, convoca. La obra no se cierra en sí misma, sino que se ofrece como umbral hacia lo que excede. La ontología intermedia acoge esta forma de decir sin decir, de mostrar sin poseer.

En su dimensión metafísica, la ontología intermedia afirma que el ser no es clausura, sino donación. No es identidad fija, sino posibilidad abierta. No es plenitud autosuficiente, sino comunión en tensión. El entre no es debilidad, sino estructura profunda del ser creado. Es el lugar donde lo finito puede participar de lo infinito sin perder su singularidad.

Desde la fe cristiana, esta ontología encuentra su fundamento en el misterio trinitario: Dios como comunión eterna, como unidad que se expresa en la relación. El entre no es solo categoría del mundo, sino huella del Creador. El amor, la justicia y la sabiduría son formas en que el ser infinito origina el entre en el corazón mismo de las cosas. Lo real es intermedio porque Dios es comunión.

La ontología intermedia no es una teoría entre otras, sino una forma de habitar el mundo con profundidad. Es una invitación a pensar sin clausurar, a decidir sin dominar, a contemplar sin poseer. Es una ética del cuidado, una estética del misterio, una metafísica de la apertura. Es el pensamiento que se atreve a sostener la paradoja, a escuchar el silencio, a caminar en lo no-resuelto. En ella, el ser finito no se define por su límite, sino por su vocación. No por lo que le falta, sino por lo que puede recibir. La ontología intermedia permite que la criatura se reconozca como espacio de revelación, como lugar donde lo eterno se inscribe sin violencia. El entre no es distancia, es proximidad que respeta. Es el modo en que Dios se da sin imponerse. Así, la ontología intermedia se convierte en una forma de vida. No como sistema cerrado, sino como apertura constante al misterio. No como doctrina, sino como camino. No como respuesta, sino como fidelidad al entre. Es la ontología del espíritu, del símbolo, del gesto, del silencio. Es la ontología que no teme la herida, porque sabe que allí puede brotar la gracia.

En su definición más plena, la ontología intermedia es el pensamiento del ser como comunión en tensión, como don en lo ambiguo, como verdad en lo no-resuelto. Es el modo en que lo finito se abre al infinito sin desaparecer, y en que lo infinito se da en lo finito sin absorberlo. Es el lugar donde el misterio se vuelve presencia, y donde la presencia se vuelve llamada. Es, en última instancia, el modo en que el ser se vuelve amor.

La ontología intermedia colisiona frontalmente con la metafísica inmanentista y subjetivista de la modernidad y la posmodernidad, porque rechaza la clausura del ser en la conciencia o en lo dado. Frente al repliegue del sentido en el sujeto o en la inmanencia de lo empírico, propone una apertura radical: el ser como don, como misterio que se manifiesta sin agotarse. No se trata de una evasión del mundo, sino de una afirmación de su profundidad, donde lo real no se reduce a lo útil, lo visible o lo pensado, sino que se ofrece como llamado, como comunión en tensión. Allí donde la modernidad absolutiza al yo y la posmodernidad disuelve el sentido, la ontología intermedia recupera la posibilidad de una verdad que no se impone, sino que se revela.

 

 

 

 

 

 

 

Conclusión

 

 

Síntesis de los tres reinos como manifestaciones de una misma ontología

La ontología intermedia propone una visión del ser que se despliega en tres grandes reinos: el sensible, el simbólico y el espiritual. Cada uno de estos reinos manifiesta una dimensión del ser que no se excluye ni se subordina, sino que se entrelaza en una estructura de sentido más profunda. El reino sensible nos conecta con la materialidad, la experiencia directa, el cuerpo y la percepción. El simbólico nos introduce en el lenguaje, la cultura, la representación y la mediación. El espiritual, por su parte, abre el horizonte de lo trascendente, lo invisible, lo absoluto que se revela en lo finito.

Estos tres reinos no deben entenderse como compartimentos estancos, sino como modos de manifestación del ser que se interpenetran. Lo sensible no es mera materia, sino que está cargado de significación simbólica y puede ser portador de lo espiritual. Lo simbólico no es solo convención, sino que puede encarnar verdades profundas que exceden el lenguaje. Lo espiritual no es una fuga del mundo, sino una forma de habitarlo con profundidad, reconociendo en lo cotidiano la huella de lo eterno.

La ontología intermedia permite pensar estos reinos como expresiones de una misma realidad que se da en niveles distintos de intensidad y profundidad. No se trata de jerarquizar, sino de reconocer que cada reino tiene su modo propio de revelar el ser. Esta perspectiva evita tanto el reduccionismo materialista como el espiritualismo evasivo. En lugar de elegir entre cuerpo o alma, entre ciencia o fe, entre razón o misterio, propone una articulación que respete la singularidad de cada dimensión.

Desde esta síntesis, el ser humano aparece como un nodo en el que convergen los tres reinos. Somos cuerpo, somos lenguaje, somos espíritu. Nuestra existencia se despliega en la percepción, en la interpretación y en la contemplación. Esta triple dimensión nos permite acceder a la realidad de manera plural, sin necesidad de reducirla a una sola forma de conocimiento. El sujeto intermedio es aquel que puede moverse entre los reinos, reconociendo en cada uno una forma legítima de verdad.

La cultura, en este marco, se convierte en el espacio donde los tres reinos dialogan. El arte, por ejemplo, puede partir de lo sensible, expresarse en lo simbólico y abrirse a lo espiritual. La filosofía puede pensar desde la experiencia, mediar con conceptos y abrirse al misterio. La religión puede encarnar lo trascendente en ritos sensibles y símbolos compartidos. Esta visión permite una comprensión más rica de las prácticas humanas, reconociendo su profundidad ontológica.

La síntesis ontológica de los tres reinos también tiene implicaciones para la ética. El bien no se reduce a normas abstractas ni a impulsos instintivos, sino que se manifiesta en la relación entre lo sensible, lo simbólico y lo espiritual. La acción justa es aquella que respeta el cuerpo, comunica sentido y se orienta hacia lo trascendente. La ontología intermedia permite pensar una ética encarnada, comunicativa y abierta al misterio.

En el ámbito del conocimiento, esta síntesis prepara el terreno para una epistemología intermedia. El saber no se limita a la objetividad científica ni a la subjetividad interpretativa, sino que puede incluir también la intuición espiritual. Conocer es percibir, interpretar y contemplar. Esta epistemología reconoce que la verdad no se agota en el dato ni en el discurso, sino que puede revelarse en el silencio, en la experiencia estética, en la apertura al otro.

En definitiva, la síntesis de los tres reinos como manifestaciones de una misma ontología nos invita a habitar el mundo con profundidad, a pensar sin fragmentar, a vivir sin reducir. Es una propuesta que reconoce la riqueza de lo real y la complejidad del ser humano. Nos llama a integrar cuerpo, lenguaje y espíritu en una existencia plena, abierta al misterio, fiel a la tierra y atenta al sentido.

 

Implicaciones para el pensamiento contemporáneo

La ontología intermedia, al proponer una visión del ser como apertura, relación y tensión fecunda entre polos, ofrece una alternativa poderosa frente a los desafíos del pensamiento contemporáneo. En un mundo marcado por la fragmentación, la polarización y la aceleración, esta ontología invita a pensar desde el entre, desde el cruce de dimensiones que no se anulan, sino que se enriquecen mutuamente. Frente a los discursos que buscan certezas absolutas o relativismos paralizantes, la ontología intermedia propone una forma de pensar que sostiene la complejidad sin renunciar al sentido.

Uno de los aportes más significativos de esta perspectiva es su capacidad para reconciliar razón y misterio. El pensamiento contemporáneo, influido por el paradigma científico-técnico, ha tendido a excluir lo no verificable, lo simbólico, lo espiritual. La ontología intermedia no niega la razón, pero la sitúa en diálogo con otras formas de conocimiento: la intuición, la contemplación, la experiencia estética. Esta apertura epistemológica permite recuperar dimensiones del saber que han sido marginadas, sin caer en el irracionalismo.

Además, esta ontología ofrece una respuesta ética a la crisis de sentido que atraviesa la cultura nihilista actual. En tiempos de individualismo extremo y consumo desenfrenado, pensar el ser como relación y donación implica una transformación del sujeto. Ya no se trata de afirmarse en la autonomía absoluta, sino de reconocerse como ser en comunión, como criatura abierta al otro y al misterio. Esta visión puede renovar la ética contemporánea, orientándola hacia el cuidado, la hospitalidad y la responsabilidad.

En el ámbito político, la ontología intermedia puede contribuir a superar los discursos binarios que dividen el mundo en bloques irreconciliables. Al reconocer que la verdad no se encuentra en los extremos, sino en el entre, esta forma de pensar favorece el diálogo, la escucha y la construcción de consensos. No se trata de diluir las diferencias, sino de sostenerlas en una tensión fecunda que permita avanzar hacia formas más justas y humanas de convivencia.

También en el campo del arte y la estética, esta ontología abre nuevas posibilidades. El arte contemporáneo, muchas veces atrapado entre la provocación vacía y la repetición formal, puede encontrar en la ontología intermedia una vía para recuperar su dimensión simbólica y espiritual. El arte no solo representa, sino que revela; no solo comunica, sino que transforma. Pensar desde el entre permite crear obras que hablen al cuerpo, a la mente y al alma, que convoquen al espectador a una experiencia integral.

En el terreno de la educación, esta perspectiva puede inspirar modelos pedagógicos más integrales. Educar no es solo transmitir información, sino formar sujetos capaces de habitar el mundo con profundidad. La ontología intermedia sugiere una educación que articule lo sensible, lo simbólico y lo espiritual, que enseñe a pensar, a sentir y a contemplar. En lugar de preparar para la competencia, prepara para la comunión, para la apertura al otro y al misterio.

La ciencia misma puede beneficiarse de esta visión. Aunque su método exige objetividad y rigor, la ontología intermedia permite reconocer que toda investigación parte de una pregunta que nace en el corazón humano, en su deseo de comprender y de habitar el mundo. Esta perspectiva no niega la ciencia, pero la sitúa en un horizonte más amplio, donde el conocimiento técnico se articula con la sabiduría existencial. Así, se abre la posibilidad de una ciencia más humana, más consciente de sus límites y de su vocación. En suma, las implicaciones de la ontología intermedia para el pensamiento contemporáneo son profundas y transformadoras. Nos invita a pensar sin reducir, a vivir sin fragmentar, a conocer sin dominar. Es una propuesta que responde a la crisis de sentido con una visión del ser como comunión, como apertura, como misterio. En tiempos de incertidumbre, ofrece una forma de habitar el mundo con profundidad, con humildad y con esperanza.

 

Propuesta de una epistemología intermedia

La propuesta de una epistemología intermedia surge como respuesta a los límites de las epistemologías tradicionales, que han oscilado entre el objetivismo rígido de la ciencia moderna y el relativismo extremo de ciertas corrientes posmodernas. Esta nueva forma de pensar el conocimiento busca una vía que no excluya la rigurosidad ni la apertura, que reconozca tanto la validez de los datos como la profundidad de la experiencia. Se trata de una epistemología que habita el entre: entre lo empírico y lo simbólico, entre lo racional y lo intuitivo, entre lo técnico y lo espiritual.

En este marco, conocer no es simplemente acumular información ni construir sistemas cerrados de interpretación. Conocer es entrar en relación con lo real, es dejarse afectar por lo que se revela, es acoger lo que se da sin pretender dominarlo. La epistemología intermedia reconoce que el sujeto cognoscente no es un observador neutral, sino un ser situado, encarnado, vinculado. El conocimiento se da en la interacción, en la apertura, en la escucha. No hay saber sin vínculo, no hay verdad sin encuentro.

Esta perspectiva permite integrar diversas formas de conocimiento que han sido tradicionalmente separadas. La ciencia, la filosofía, el arte, la espiritualidad, pueden dialogar sin perder su especificidad. La epistemología intermedia no busca homogeneizar, sino articular. Cada forma de saber aporta una mirada, una sensibilidad, una clave de acceso a lo real. El conocimiento se vuelve entonces polifónico, plural, capaz de sostener la complejidad sin caer en la confusión.

Uno de los pilares de esta propuesta es el reconocimiento del símbolo como mediación cognitiva. El símbolo no es un adorno ni una metáfora decorativa, sino una forma profunda de acceder al sentido. A través del símbolo, lo invisible se hace presente, lo inefable se comunica, lo trascendente se inscribe en lo cotidiano. La epistemología intermedia valora el lenguaje simbólico como vía legítima de conocimiento, especialmente en los ámbitos del arte, la religión y la experiencia interior.

Otro aspecto fundamental es la rehabilitación de la intuición como forma de saber. En la tradición racionalista, la intuición ha sido vista con sospecha, como algo subjetivo o poco confiable. Sin embargo, la epistemología intermedia reconoce que hay verdades que no se alcanzan por deducción, sino por contemplación; que hay comprensiones que no se construyen, sino que se reciben. La intuición no reemplaza la razón, pero la complementa, la amplía, la humaniza.

Esta epistemología también implica una ética del conocimiento. Saber no es solo poder, sino responsabilidad. Conocer implica cuidar, respetar, no instrumentalizar. La epistemología intermedia propone una actitud humilde ante lo real, una disposición a aprender sin imponer, a preguntar sin violentar. El saber se convierte así en camino de transformación, no solo del mundo, sino del sujeto que conoce. Conocer es también convertirse, abrirse, dejarse tocar.

En el ámbito educativo, esta propuesta tiene implicaciones profundas. Educar no es solo transmitir contenidos, sino formar sujetos capaces de pensar desde el entre, de integrar razón y sensibilidad, de abrirse al misterio sin perder el rigor. La epistemología intermedia inspira pedagogías que valoran la experiencia, el diálogo, la creatividad, el silencio. El aula se convierte en espacio de encuentro, de búsqueda compartida, de revelación.

En definitiva, la epistemología intermedia es una invitación a pensar el conocimiento como relación, como apertura, como don. Es una forma de saber que no clausura, sino que acompaña; que no domina, sino que escucha; que no reduce, sino que revela. En tiempos de incertidumbre y fragmentación, esta propuesta ofrece una vía para habitar el saber con profundidad, con humildad y con esperanza. Es el conocimiento que nace del entre, y que se orienta hacia el sentido.

 

Complemento con ontología tradicional

La ontología intermedia no pretende sustituir la ontología tradicional, sino complementarla, enriquecerla y abrirla a nuevas posibilidades de comprensión del ser. Mientras la ontología clásica ha buscado definir el ser en términos de sustancia, esencia y permanencia, la ontología intermedia introduce el dinamismo, la relación y la apertura como categorías fundamentales. Esta complementariedad no implica contradicción, sino una ampliación del horizonte ontológico, donde lo estable y lo fluido pueden coexistir en tensión fecunda.

La ontología tradicional ha sido esencial para construir los fundamentos del pensamiento filosófico occidental. Su insistencia en la identidad, la causalidad y la lógica ha permitido desarrollar sistemas coherentes y rigurosos. Sin embargo, en su afán por la claridad y la universalidad, ha tendido a excluir lo ambiguo, lo simbólico y lo espiritual. La ontología intermedia, al reconocer el valor de lo paradojal y lo no-resuelto, ofrece una vía para integrar esas dimensiones sin perder el rigor conceptual. En este sentido, la ontología intermedia no niega la sustancia, pero la piensa en relación. No elimina la esencia, pero la sitúa en el contexto de la apertura. No descarta la permanencia, pero la articula con el devenir. Así, se genera un diálogo entre lo clásico y lo contemporáneo, entre la estabilidad del ser y su capacidad de transformación. El ser ya no es solo lo que es, sino también lo que puede llegar a ser en el encuentro, en la mediación, en el entre.

Este complemento se vuelve especialmente fecundo en la reflexión sobre el ser humano. La ontología tradicional lo ha definido como animal racional, como sujeto de conocimiento, como entidad dotada de alma. La ontología intermedia, sin negar estas definiciones, las amplía al reconocer al ser humano como criatura en tránsito, como ser en relación, como apertura al misterio. Esta visión permite una antropología más rica, más sensible a la experiencia, al cuerpo, al símbolo y al espíritu. También en el ámbito teológico, el diálogo entre ambas ontologías puede generar nuevas comprensiones. La ontología tradicional ha servido para pensar a Dios como ser necesario, como acto puro, como fundamento del ente. La ontología intermedia, en cambio, lo contempla como comunión, como don, como presencia que se revela en lo finito. Esta complementariedad permite una teología más encarnada, más abierta al misterio, más capaz de sostener la paradoja de lo divino en lo humano.

En la práctica filosófica, este complemento se traduce en una forma de pensar que no se encierra en sistemas, sino que se abre al diálogo, a la escucha, a la contemplación. La ontología tradicional aporta la estructura, la claridad, la precisión; la intermedia ofrece la flexibilidad, la profundidad, la resonancia simbólica. Juntas, permiten una filosofía que no solo explica, sino que transforma; que no solo define, sino que revela; que no solo analiza, sino que acompaña.

En definitiva, el complemento entre la ontología tradicional y la intermedia no es una simple suma, sino una integración que da lugar a una nueva forma de pensar el ser. Es una invitación a sostener la tensión entre lo definido y lo abierto, entre lo permanente y lo cambiante, entre lo lógico y lo simbólico. Es el reconocimiento de que el ser no se agota en una sola mirada, sino que se revela en la pluralidad de perspectivas que, lejos de contradecirse, se enriquecen mutuamente.

La ontología intermedia concibe el ser no como una entidad fija y autosuficiente, sino como una realidad en constante devenir, abierta al encuentro y a la transformación. A diferencia de la ontología tradicional, que define el ente como aquello que posee una identidad estable y delimitada, la ontología intermedia lo entiende como aquello que emerge en la relación, en el “entre” de las cosas, en la mediación simbólica y existencial. La esencia, lejos de ser una propiedad inmutable, se interpreta como una posibilidad en apertura, como una vocación que se realiza en el tiempo y en la experiencia. La sustancia, por su parte, no se abandona, pero se reconfigura: ya no es solo lo que permanece, sino lo que sostiene el cambio, lo que da consistencia al tránsito. En este marco, el ser no se reduce a lo que es, sino que incluye lo que puede llegar a ser, lo que se revela en la ambigüedad, en la paradoja, en la comunión. Así, la ontología intermedia propone una comprensión más dinámica, relacional y simbólica del ser, que amplía y enriquece los conceptos clásicos sin negarlos.

La ontología intermedia, aunque introduce el dinamismo y la apertura como categorías fundamentales, no se disuelve en el puro devenir ni en la fluidez sin anclaje. Reconoce que el ser y la sustancia siguen siendo pilares ontológicos, no como estructuras rígidas, sino como aquello que da consistencia al cambio, que permite que el tránsito no se convierta en dispersión. El ser, en este enfoque, no es solo lo que cambia, sino lo que permanece en el cambio; y la sustancia no es negada, sino reinterpretada como el soporte que hace posible la transformación sin perder identidad. Así, la ontología intermedia sostiene una tensión fecunda entre lo estable y lo mutable, entre lo esencial y lo relacional, permitiendo una comprensión más rica y matizada del ser en su totalidad.

Una de las principales objeciones que se le puede hacer a la ontología intermedia es que, al enfatizar el dinamismo, la apertura y la relación, corre el riesgo de diluir el concepto de ser en una fluidez indefinida, perdiendo la claridad, la estabilidad y el rigor que ofrece la ontología tradicional. Se podría argumentar que esta perspectiva, al privilegiar lo paradojal y lo simbólico, debilita la capacidad de construir sistemas filosóficos coherentes y universales.

Sin embargo, esta objeción parte de una falsa dicotomía. La ontología intermedia no propone abandonar la estructura, sino reconfigurarla; no niega la identidad, sino que la sitúa en diálogo con la alteridad. Lo que sostiene el cambio —el ser y la sustancia— no desaparece, sino que se concibe como aquello que permite el tránsito sin caer en el caos. En lugar de disolver el ser en el devenir, lo piensa como una tensión viva entre permanencia y transformación. Así, la ontología intermedia no renuncia al rigor, sino que lo amplía, incorporando dimensiones que la ontología tradicional ha tendido a excluir: la ambigüedad, el símbolo, el cuerpo, el misterio. En definitiva, la ontología intermedia no es una renuncia al pensamiento claro, sino una invitación a pensar con mayor profundidad, sensibilidad y apertura. No es una pérdida de fundamento, sino una ampliación del horizonte ontológico que permite sostener la complejidad del ser sin reducirla a esquemas cerrados.

La ontología intermedia concibe la relación entre el ser finito y el ser infinito como una tensión fecunda, donde el finito no se reduce a su limitación, sino que se abre al misterio que lo excede. El ser infinito no permanece como una abstracción distante, sino que se revela en lo concreto, en lo vulnerable, en lo simbólico. Esta perspectiva no niega la sustancia ni la estabilidad del ser, sino que las piensa como aquello que sostiene el cambio, permitiendo que el devenir no se disuelva en lo indeterminado. Así, el encuentro entre lo finito y lo infinito se convierte en un espacio de revelación, donde el ser se transforma sin perder su consistencia.

La apertura hacia seres intermedios en la ontología intermedia no implica atribuirles el rol de mediadores entre Dios y el hombre, pues la tradición cristiana afirma con claridad que los únicos verdaderos intermediarios son Cristo, los ángeles, la Virgen María y la comunidad de los santos. Estos seres intermedios, más bien, representan modos simbólicos, expresivos o espirituales de manifestación del misterio, sin ocupar el lugar de intercesión que pertenece exclusivamente a quienes han sido reconocidos por la fe como puentes legítimos entre lo divino y lo humano. Así, se preserva la centralidad teológica de los mediadores auténticos, sin cerrar la posibilidad de una experiencia más rica y abierta del ser.

La metafísica, en su raíz más fiel, sigue partiendo del ente concreto, no de una esencia formal ni de una abstracción fantasmal. Su objeto sigue siendo el ser en cuanto ente, es decir, aquello que existe y cuya existencia reclama una explicación última. El ente no se basta a sí mismo: es participado, causado, sostenido por el Ser infinito que es Dios, el único Ser incausado. Lo gravitante, entonces, no es la mera conceptualización del ser, sino el acto de ser que funda al ente, lo hace ser, lo mantiene en el existir. Esta perspectiva preserva el carácter real y participado del ente, y mantiene viva la vocación metafísica de remontarse desde lo finito hacia la fuente absoluta del ser.

 

Apéndices

 

Casos etnográficos

I

SERES INTERMEDIOS, PERO NO INTERMEDIARIOS

Una reflexión teológica sobre entidades liminales en el imaginario espiritual andino y universal

 

Resumen

Este ensayo explora la noción de seres ontológicamente intermedios presentes en diversas tradiciones espirituales, especialmente en el imaginario andino y en culturas antiguas que hablan de dioses civilizadores venidos del cielo. A través de una lectura teológica cristiana, se distingue entre entidades que actúan como mediadores legítimos entre Dios y el hombre, y aquellas que simplemente existen en zonas liminales del orden creado, sin función redentora ni intercesora. El texto propone una ontología más matizada que reconoce la existencia espiritual sin atribuir divinidad, y advierte sobre los riesgos del culto a entidades ambiguas. Se integran referencias bíblicas y patrísticas para sustentar el discernimiento espiritual y la centralidad de Cristo como único mediador.

 

Palabras clave

Ontología intermedia · Mediación espiritual · Teología cristiana · Dioses civilizadores · Muki y Apu · Discernimiento espiritual · Patrística · Sincretismo religioso · Cosmología andina · Ángeles caídos

 

1. Introducción

La historia religiosa de la humanidad está poblada por entidades que desafían las categorías tradicionales de lo divino y lo demoníaco. En los Andes, figuras como el Muki y el Apu han sido interpretadas como presencias tutelares, protectores de la tierra, o incluso como manifestaciones de lo sagrado. En otras culturas, los llamados dioses civilizadores venidos del cielo —como Viracocha, Quetzalcóatl o los Anunnaki— han sido considerados portadores de orden, sabiduría y tecnología. Este ensayo propone una lectura teológica y ontológica de estas entidades, no como mediadores entre Dios y el hombre, sino como seres ontológicamente intermedios: entidades que habitan zonas liminales entre lo divino y lo caído, entre el cielo y el abismo, sin ocupar el rol de intermediarios legítimos.

2. El problema teológico del culto a entidades no divinas

Desde la perspectiva cristiana, toda adoración, súplica y reverencia debe dirigirse exclusivamente al Dios revelado en Jesucristo. La práctica de hacer pagos, ofrendas o rituales a entidades como el Muki o el Apu, aunque profundamente arraigada en la tradición cultural andina, plantea un conflicto espiritual: se reconoce a estas entidades un poder que no les corresponde ontológicamente. La Iglesia no niega la experiencia de quienes afirman haber tenido encuentros con estas presencias, pero sí advierte sobre el riesgo de atribuirles funciones que sólo pertenecen a Dios o a sus enviados legítimos. “Hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre” (1 Timoteo 2:5).

San Ireneo de Lyon, en Contra las herejías, advierte: “Los que se apartan de la verdad, aunque parezcan sabios, no conocen a Dios, y por eso se extravían en la multiplicidad de los poderes invisibles.”

 

3. Ontología intermedia: más allá del dualismo clásico

La teología cristiana ha tendido a dividir el mundo espiritual en dos grandes categorías: los seres que sirven a Dios (ángeles, santos) y los que se oponen a Él (demonios, espíritus impuros). Sin embargo, esta clasificación no contempla la posibilidad de entidades que no encajen plenamente en ninguna de estas dos categorías. Aquí se propone la noción de seres ontológicamente intermedios: entidades que no son mediadores legítimos entre Dios y el hombre —como lo es Cristo, único puente entre lo divino y lo humano— sino que simplemente existen en zonas intermedias del cielo y del infierno. No interceden, no redimen, no conducen al Padre. Su función no es la de intermediarios, sino la de habitantes de márgenes ontológicos, regiones liminales donde la luz y la sombra se entrelazan, donde lo creado y lo caído conviven sin resolución.

San Gregorio Nacianceno, en su Oración Teológica, afirma: “No todo lo que es espiritual es santo, ni todo lo que es invisible es divino.”

 

4. Los dioses civilizadores venidos del cielo

En muchas culturas antiguas, se registra la presencia de seres que descienden del cielo para enseñar, fundar ciudades, transmitir conocimientos y establecer orden. Viracocha en los Andes, Quetzalcóatl en Mesoamérica, los Anunnaki en Mesopotamia, los Nommo en África: todos comparten el patrón de ser entidades no humanas que interactúan con la humanidad en momentos fundacionales. Aunque no se presentan como salvadores, sí como maestros. Desde la teología cristiana, estas figuras no pueden ser consideradas divinas ni mediadoras. Su origen es incierto, su intención ambigua, y su efecto espiritual requiere discernimiento.

San Agustín, en La Ciudad de Dios, advierte: “Los demonios pueden enseñar cosas útiles, pero lo hacen para seducir, no para salvar.”

 

5. Discernimiento espiritual y redención

El cristiano está llamado a discernir, no a negar simplistamente. La existencia de seres intermedios no implica su legitimidad espiritual. Aunque puedan manifestarse con poder, belleza o sabiduría, no deben ocupar el lugar de Dios ni ser objeto de culto. Todo lo que no conduce a Cristo, aunque fascine, puede ser una trampa. Sin embargo, incluso estas entidades, si existen, están llamadas a la redención. Todo lo creado, incluso lo caído, puede ser restaurado. Pero para ello, debe ser iluminado por la verdad revelada. “No creáis a todo espíritu, sino probad los espíritus si son de Dios” (1 Juan 4:1).

San Antonio Abad enseñaba: “El demonio se disfraza de ángel de luz, y por eso el monje debe tener el corazón vigilante y la mente sobria.”

 

6. Conclusión

La noción de seres intermedios, pero no intermediarios permite una lectura más matizada del mundo espiritual. Reconoce la complejidad ontológica de ciertas entidades presentes en el imaginario religioso sin atribuirles funciones que sólo pertenecen a Dios. Esta distinción es crucial para evitar el sincretismo, el relativismo espiritual y la confusión teológica. El cristiano, en diálogo con las culturas, debe aprender a discernir lo que es símbolo, lo que es sombra, y lo que puede ser luz. Porque en los márgenes del ser, también se libra la batalla por la verdad.

 

7. Epílogo

Este ensayo no pretende clausurar el misterio, sino abrirlo. En los Andes, como en tantas otras geografías espirituales, hay voces que susurran desde los bordes del cielo y del abismo. El cristiano no debe temerlas, pero tampoco adorarlas. Debe escucharlas con el oído del Espíritu, para que lo que hoy es sombra, mañana pueda ser luz. Porque incluso en los márgenes, Dios puede hablar. Pero sólo en Cristo, esa voz se convierte en Palabra.

 

8. Bibliografía

Agustín de Hipona. (2000). La ciudad de Dios (Vol. I–II). BAC. Antonio Abad. (2010). Dichos y enseñanzas. Monte Carmelo. Biblia de Jerusalén. (2009). Ediciones Cristiandad. Gregorio Nacianceno. (1998). Oraciones teológicas. Ciudad Nueva. Ireneo de Lyon. (1995). Contra las herejías. Paulinas. Juan Pablo II. (1994). Cruzando el umbral de la esperanza. Plaza & Janés. Pablo de Tarso. (ca. 60 d.C.). Cartas Pastorales. Nuevo Testamento. Rahner, K. (1976). Tratado fundamental sobre la fe. Herder. Ratzinger, J. (2005). Introducción al cristianismo. Sígueme. Ricoeur, P. (1995). La simbólica del mal. Trotta. Tillich, P. (1985). Teología sistemática. Cristiandad.

 

 

II

REFLEXIÓN TEOLÓGICA SOBRE EL MUKI Y EL APU

 DESDE LA ONTOLOGÍA CRISTIANA

 

Introducción: Entre la montaña y la mina

En la cosmovisión andina, el mundo está habitado por presencias espirituales que dan sentido a la vida cotidiana. Dos figuras destacan por su fuerza simbólica: el Apu, espíritu protector de las montañas, y el Muki, entidad misteriosa de las minas. Ambos son percibidos como reales, influyentes y dignos de respeto. Pero ¿qué lugar ocupan en la ontología cristiana, que afirma que solo Dios es el Ser verdadero y fuente de toda criatura?

 

1. Ontología cristiana: el ser como participación en Dios

La ontología cristiana enseña que:

  • Dios es el Ser por excelencia (cf. Éxodo 3:14: “Yo soy el que soy”).
  • Toda criatura tiene ser en cuanto participa del ser divino.
  • Lo que no proviene de Dios, o se opone a Él, no posee ser verdadero, aunque pueda manifestarse en la experiencia humana.

Desde esta perspectiva, tanto el Muki como el Apu deben ser discernidos no solo por su impacto cultural, sino por su naturaleza ontológica: ¿son criaturas legítimas de Dios, símbolos humanos, o presencias espirituales desviadas?

 

2. El Muki: símbolo, engaño o presencia maligna

El Muki, habitante de las minas, es descrito como una figura ambigua: a veces tentador, otras veces protector, pero siempre misterioso. Ontológicamente, puede interpretarse de tres maneras:

  • Símbolo cultural: El Muki encarna el peligro y el poder de la mina. No tiene ser propio, sino que es una proyección colectiva. El cristianismo puede respetar este símbolo, pero lo purifica, reconociendo que el verdadero poder no está en la tierra, sino en Dios.
  • Presencia espiritual desviada: Si el Muki exige pactos, genera miedo o se opone a la libertad humana, podría ser una manifestación demoníaca. En este caso, tiene ser espiritual, pero corrupto, como los ángeles caídos.
  • Ilusión o engaño: También puede ser una experiencia subjetiva, sin entidad real. La ontología cristiana no niega la vivencia, pero la interpreta como fenomenológica, no ontológica.

 

3. El Apu: símbolo natural o confusión espiritual

El Apu, espíritu de la montaña, es visto como protector, sabio y digno de ofrendas. Su interpretación ontológica también requiere discernimiento:

  • Símbolo natural sacralizado: El Apu puede representar la majestad de la creación, especialmente la montaña como signo de lo trascendente. En este caso, no es un ser espiritual real, sino una personificación poética. El cristianismo puede acoger este símbolo, siempre que no se le atribuya divinidad.
  • Confusión espiritual: Si se le atribuye voluntad propia, poder autónomo o se le rinde culto, se cae en idolatría. El Apu no puede ocupar el lugar de Dios ni ser mediador espiritual.
  • Presencia espiritual no divina: En algunos casos, el Apu podría ser una entidad espiritual real, pero no necesariamente benévola. Si se le atribuye poder sobre el destino humano, se está usurpando el lugar de Dios.

 

4. El cristiano ante el Muki y el Apu: discernimiento y fidelidad

La fe cristiana llama al creyente a vivir en la verdad. Por eso:

  • No debe adorar ni temer a entidades que no provienen de Dios.
  • Debe discernir si lo que experimenta es símbolo, engaño o presencia espiritual.
  • Puede respetar la cultura andina, pero sin caer en sincretismos que confundan el Creador con la criatura.

 

5. Cristo, plenitud del ser

En Cristo, “imagen del Dios invisible” (Col 1:15), se revela la plenitud del ser. Todo lo creado encuentra su sentido en Él (cf. Col 1:16). Frente al Muki y al Apu, el cristiano proclama:

  • No hay otro ser digno de adoración que el Dios trino.
  • Toda criatura debe ser interpretada a la luz de Cristo.
  • El miedo o la veneración hacia entidades ambiguas se disipa en la confianza en el Señor.

 

Conclusión

El Muki y el Apu, desde la ontología cristiana, no poseen ser verdadero si no están en comunión con Dios. Pueden ser símbolos culturales, ilusiones o presencias espirituales desviadas, pero no criaturas legítimas con misión divina. El cristiano, iluminado por la fe, discierne, purifica y subordina toda experiencia espiritual al único Ser que da vida: Dios.

 

Epílogo: Entre la tierra y el cielo, la verdad que libera

La experiencia humana está tejida de símbolos, presencias y misterios. En los Andes, el Muki y el Apu han sido rostros del mundo invisible, expresiones de lo sagrado en lo cotidiano. Pero la fe cristiana, sin negar la profundidad de estas vivencias, nos invita a mirar más allá: a discernir no solo lo que se siente, sino lo que es.

Desde la ontología cristiana, el ser no se define por la percepción ni por la tradición, sino por su origen en Dios. Lo que no nace de Él, lo que no conduce a la verdad, al amor y a la libertad, no posee ser verdadero, aunque se manifieste con fuerza en la cultura o en la emoción. Por eso, esta reflexión evita afirmar tajantemente que el Muki y el Apu “no son seres verdaderos”. No por falta de claridad doctrinal, sino por respeto a la experiencia cultural, por precisión teológica, y por apertura al discernimiento espiritual. Muchas personas han vivido encuentros reales con estas figuras, y la Iglesia no busca descalificar vivencias, sino iluminarlas. Lo que se afirma con certeza es que no deben ocupar el lugar de Dios, ni ser considerados mediadores legítimos, ni ser adorados como entidades divinas. Y en este punto, la fe cristiana es clara: No se debe hacer pago ni ofrenda al Muki ni al Apu. Porque el cristiano no rinde culto ni tributo a entidades que no provienen de Dios. Toda ofrenda, toda súplica, todo acto de reverencia debe dirigirse al único Dios verdadero, por medio de Jesucristo. Hacer pagos a estos seres, aunque sea por tradición o por temor, implica reconocerles un poder espiritual que no les corresponde, y puede abrir la puerta a confusión, dependencia o incluso opresión espiritual.

El Muki, con su ambigüedad y sus pactos, y el Apu, con su majestuosidad y poder simbólico, son llamados a ser releídos a la luz de Cristo. No como enemigos de la fe, sino como símbolos que claman por redención.

 

Bibliografía 

Teología espiritual y ontología cristiana:

Catecismo de la Iglesia Católica (Vaticano, 1992) – §§328–336, 391–395, 1022–1030

Jean Daniélou – Los ángeles y su misión (Ediciones Cristiandad, 1953)

Hans Urs von Balthasar – Gloria: Una estética teológica (Ediciones Encuentro)

Romano Guardini – El mundo y la persona (Editorial Encuentro, 2006)

Discernimiento espiritual y revelaciones:

San Ignacio de Loyola – Ejercicios Espirituales

Congregación para la Doctrina de la Fe – Normas sobre el discernimiento de apariciones y revelaciones (1978)

Ralph Martin – La llamada a la vida espiritual profunda (Ediciones Encuentro, 2012)

Diálogo intercultural y evangelización:

Joseph Ratzinger – Fe, verdad y tolerancia (Ediciones Sígueme, 2005)

Gustavo Daniel Corbi – Cristianismo y religiones: Una mirada teológica (Editorial San Benito, 2010)

C.S. Lewis – El diablo propone un brindis (Editorial Rialp)

 

 

III

MAPA CRISTIANO DE LOS SERES INTERMEDIOS

 

Estructura: Tres niveles en comunión, no en conflicto

1. Seres Superiores: Ángeles y Arcángeles

Criaturas puramente espirituales, creadas por Dios, que sirven como mensajeros, protectores y ejecutores de la voluntad divina.

Ser

Función

Ejemplo bíblico

Ángeles

Mensajeros, protectores

El ángel Gabriel anunciando a María (Lc 1,26–38)

Arcángeles

Comandantes celestiales

Miguel, Rafael, Gabriel

Querubines y Serafines

Adoradores de Dios

Isaías 6, Apocalipsis 4

Ángel de la guarda

Protección personal

Tradición cristiana

Nota: No son dioses ni fuerzas autónomas. Son servidores de Dios, sin ambigüedad moral.

 

2. Seres Intermedios: Santos, almas, y mediaciones legítimas

No son espíritus vagos ni entidades ambiguas, sino personas redimidas, testigos de la fe, y presencias espirituales que interceden por nosotros.

Ser

Función

Ejemplo

Santos

Intercesores ante Dios

San Francisco, Santa Teresa

Almas del purgatorio

En tránsito hacia la gloria

Oración por los difuntos

Inspiraciones del Espíritu Santo

Movimientos interiores

Discernimiento espiritual

Sueños y visiones legítimas

Revelaciones privadas

Apariciones marianas aprobadas

Nota: Todo lo intermedio está ordenado a Cristo. No hay autonomía espiritual fuera de Él.

 

3. Seres Inferiores: Demonios y tentaciones

Ángeles caídos, que por libre voluntad se rebelaron contra Dios. No son símbolos, sino realidades espirituales que buscan apartar al hombre de la verdad.

Ser

Función

Ejemplo bíblico

Satanás

Tentador, acusador

Tentación de Jesús (Mt 4)

Demonios

Espíritus malignos

Exorcismos de Jesús

Tentaciones

Influencias espirituales

San Pablo: lucha contra potestades (Ef 6,12)

Nota: No se les da culto ni se les invoca. Se les resiste con gracia, oración y sacramentos.

Interpretación Cristiana de Seres Culturales Intermedios

Ser

Origen

Interpretación cristiana

Muki

Andes

Puede verse como una figura mitológica que expresa el temor y respeto por lo oculto en la naturaleza. No es un espíritu real, sino una proyección cultural. Si se le atribuyen poderes o se le rinde culto, se cae en superstición o idolatría.

Djinn

Islam

En el cristianismo no existen seres como los djinn. Algunos podrían interpretarse como ángeles caídos si se les atribuyen poderes malignos. Pero en general, se consideran creencias ajenas que no deben mezclarse con la fe cristiana.

Titán

Grecia

Los titanes son mitos paganos que representan fuerzas naturales o conflictos cósmicos. Para el cristiano, no son reales, sino símbolos de la lucha entre el bien y el mal, que solo tiene sentido pleno en la historia de la salvación.

Yokai

Japón

Son espíritus folclóricos que encarnan lo extraño o lo inexplicable. Desde la fe cristiana, pueden verse como expresiones del misterio humano, pero no deben ser invocados ni tratados como reales. Algunos podrían representar tentaciones o influencias espirituales si se les atribuye poder.

Nahual

Mesoamérica

La idea de transformación espiritual en animal no tiene lugar en la antropología cristiana. El ser humano no se convierte en animal. Estas creencias pueden reflejar intuiciones simbólicas, pero no son compatibles con la doctrina cristiana.

Wendigo

Norteamérica

Espíritu del exceso y del hambre descontrolada. Puede interpretarse como símbolo del pecado, especialmente de la avaricia o la gula. Pero no es un ser real. Si se le atribuyen poderes, se cae en superstición o incluso en riesgo espiritual.

 

Lectura Cristiana del Mapa

  • Todo ser espiritual está subordinado a Dios.
  • Lo intermedio no es confusión, sino mediación ordenada.
  • Aceptar la existencia de estos seres no es superstición, sino fe en la Revelación.
  • El misterio no es caos, sino presencia divina que se revela en lo visible y lo invisible.

En resumen:

No son seres reales según la fe cristiana.

Son expresiones culturales que pueden contener intuiciones válidas sobre el bien, el mal, el misterio, el pecado o el deseo humano.

El cristiano puede estudiarlos con respeto, pero no invocarlos, rendirles culto ni atribuirles poder espiritual.

Toda realidad espiritual verdadera está ordenada a Dios, y se manifiesta en los ángeles, santos, sacramentos y la acción del Espíritu Santo.

 

Bibliografía:

1. Ángeles, Demonios y Realidad Espiritual

Catecismo de la Iglesia Católica Vaticano, 1992 Secciones relevantes: §328–336: Ángeles §391–395: Demonios y pecado original §1022–1030: Juicio particular y purgatorio Fuente doctrinal esencial para entender la ontología cristiana de los seres espirituales.

Peter Kreeft – Angels (and Demons): What Do We Really Know About Them? Ignatius Press, 1995 Una obra accesible y profunda sobre la naturaleza de los ángeles y demonios desde la teología católica.

Jean Daniélou – Los ángeles y su misión Ediciones Cristiandad, 1953 Un clásico que explora el papel de los ángeles en la historia de la salvación.

 

2. Discernimiento espiritual y revelaciones privadas

San Ignacio de Loyola – Ejercicios Espirituales Siglo XVI Fundamental para entender el discernimiento de espíritus y cómo distinguir entre inspiración divina y engaño.

Ralph Martin – La llamada a la vida espiritual profunda Ediciones Encuentro, 2012 Reflexiona sobre la acción del Espíritu Santo y la apertura al misterio sin caer en superstición.

Congregación para la Doctrina de la Fe – Normas sobre el discernimiento de apariciones y revelaciones 1978 Documento oficial que orienta sobre cómo la Iglesia evalúa fenómenos espirituales no ordinarios.

 

3. Mitología, culturas no cristianas y evangelización

Joseph Ratzinger (Benedicto XVI) – Fe, verdad y tolerancia: El cristianismo y las religiones del mundo Ediciones Sígueme, 2005 Profunda reflexión sobre cómo el cristianismo se relaciona con otras religiones y mitologías sin perder su identidad.

Gustavo Daniel Corbi – Cristianismo y religiones: Una mirada teológica Editorial San Benito, 2010 Explora el diálogo interreligioso desde una perspectiva católica fiel al dogma.

C.S. Lewis – El diablo propone un brindis (y otros ensayos) Editorial Rialp Incluye reflexiones sobre el simbolismo, el mito y cómo el cristianismo los redime sin confundirlos.

 

4. Antropología cristiana y simbolismo

Romano Guardini – El mundo y la persona Editorial Encuentro, 2006 Una obra clave para entender la visión cristiana del ser humano como criatura espiritual y simbólica.

Paul Evdokimov – El conocimiento de Dios según la tradición oriental Ediciones Sígueme, 1996 Desde la teología ortodoxa, aborda el misterio, el símbolo y la presencia divina en lo invisible.

Hans Urs von Balthasar – Gloria: Una estética teológica Ediciones Encuentro, varios tomos Profunda reflexión sobre cómo el símbolo, el arte y el misterio revelan la gloria de Dios.

 

IV

SERES INTERMEDIOS SUPERIORES:

 CUANDO EL CIELO BAJA A LA TIERRA

 

Introducción:

No Todo lo Que Viene del Cielo es Dios… ni Extraterrestre

No son dioses, pero tampoco humanos. No son ángeles, pero tampoco fantasmas. Y no, tampoco son extraterrestres con naves metálicas y trajes espaciales. Son algo más antiguo, más íntimo, más profundo.

Son los que bajan del cielo, los que curan a través de médiums, los que enseñan a sembrar, a escribir, a soñar. Seres intermedios superiores: entidades que descienden, que se manifiestan, que median entre lo divino y lo humano.

Ya hablamos de los que vienen de abajo —el Muki, los yokai telúricos, los titanes del Tártaro. Ahora toca mirar hacia arriba. Porque el cielo también tiene sus mensajeros ambiguos, sus maestros invisibles, sus civilizadores estelares. Y no estamos hablando de ciencia ficción, sino de memoria ancestral. De seres que encarnan el misterio del descenso.

 

¿Quiénes Son Estos Seres?

Los pueblos del mundo los recuerdan. No como mitos decorativos, sino como memorias vivas. Y todos coinciden en algo: estos seres vinieron del cielo, pero no eran dioses absolutos ni invasores cósmicos. Eran mediadores.

  • Los Navajos hablan de la Gente Sagrada que vino del cielo para enseñarles a vivir en armonía.
  • Los Mayas y Aztecas mencionan seres venidos de las estrellas que trajeron conocimiento y orden.
  • Los Kogi de Colombia hablan de los Aluna, seres celestes que enseñaron a cuidar la tierra.
  • Los Yolongu de Australia recuerdan a Balumbir, que vino de más allá de la Vía Láctea.
  • Los Warlpiri del desierto australiano hablan de Yukurpa, ancestro estelar que descendió para fundar el mundo.
  • Los Dogon de Malí mencionan a los Nommo, seres de Sirio que enseñaron la agricultura y el lenguaje.
  • Los zulúes veneran a Culunculu, deidad estelar que trajo sabiduría.
  • Los maoríes hablan de los Wīro, seres celestes que interactúan con los humanos.
  • Los Hawaianos recuerdan a los Aqua, espíritus del cielo que guían.
  • Los Ainu de Japón mencionan dioses que bajaron para convivir con los humanos.
  • Los mongoles reverencian a Tengri, deidad celeste que observa y guía.
  • Los Celtas hablaban de los Tuatha Dé Danann, seres brillantes que llegaron “desde las nubes”.
  • Y los Sumerios, claro, mencionaban a los Anunnaki, que descendieron para enseñar y gobernar.

¿Todos estos pueblos se equivocaron? ¿O están hablando de algo que no cabe en nuestras categorías modernas?

 

Filosofía: El Descenso como Revelación

Estos seres no son omnipotentes. No son eternos. Pero irrumpen. Se manifiestan. Como decía Heidegger, el ser no es una cosa, es un acontecimiento. Y estos seres son eso: acontecimientos celestes que transforman lo humano.

Simone Weil lo intuía: la gracia no impone, desciende. Y en ese descenso, algo cambia. Algo se revela. No son entidades que gobiernan desde lo alto, sino presencias que bajan para acompañar, para enseñar, para sanar. Su ontología no es de dominio, sino de mediación.

 

Teología: Médiums, Espíritus y la Gracia Ambigua

En México, Pachita operaba cirugías imposibles, guiada por una presencia que no era ni demonio ni santo. ¿Qué era? Un ser intermedio superior. Un espíritu que cura, que no se deja encasillar. En el islam, los djinn pueden ser creyentes o rebeldes, pero también existen los ruh, espíritus que no tienen forma fija. En el hinduismo, los rishis descienden para enseñar, sin ser dioses absolutos. Estos seres no caben en la teología oficial. Pero están ahí. En los rituales, en las visiones, en los cuerpos que median. No son ángeles del dogma, ni demonios del infierno. Son presencias que cruzan umbrales.

 

Mitología: Civilizadores del Cielo

Estos seres no sólo curan. También enseñan. Fundan. Transforman. Prometeo robó el fuego. Nommo enseñó a sembrar. Viracocha emergió del lago para fundar ciudades. Thoth inventó la escritura. Yukurpa trazó los caminos del mundo. No son dioses lejanos. Son cercanos. Son los que bajan, los que se ensucian las manos, los que fundan el mundo desde el cielo. Y lo hacen sin exigir adoración, sino respeto. Sin imponer dogmas, sino sembrar saberes.

 

Ciencia: ¿Y Si el Misterio Tiene Lugar?

La psicología jungiana los llama arquetipos: el sabio, el guía, el maestro interior. La antropología los ve como estructuras narrativas para pensar el origen del orden. Y la física moderna —con sus campos cuánticos, sus universos paralelos, su indeterminación— nos recuerda que no todo está dicho.

¿Y si estos seres son metáforas vivas de lo que aún no comprendemos? ¿Y si son la forma en que la conciencia colectiva se conecta con niveles superiores de realidad? No son extraterrestres en el sentido técnico. Son entidades simbólicas, espirituales, culturales. Son la forma en que el cielo toca la tierra sin dejar de ser cielo.

 

Conclusión: El Cielo También Tiene Umbrales

Los seres intermedios superiores no son superstición. Son memoria. Son símbolo. Son posibilidad. Aceptar su existencia no es renunciar a la razón. Es ampliarla. Es reconocer que el cielo no está vacío, que el misterio no sólo sube, también baja. Porque en el fondo, todos —en algún momento, en algún sueño, en alguna intuición— hemos sentido que algo nos guía desde arriba. Y quizás, sólo quizás, eso también nos convierte en seres intermedios.

 

Epílogo: Cuando el Misterio se Vuelve Máquina

En tiempos antiguos, los seres que venían del cielo eran maestros, sanadores, civilizadores. No eran dioses, pero tampoco eran simples criaturas. Eran presencias. Eran símbolos vivos. Eran puentes entre mundos. Son chakanas. Pero en la mentalidad secularista, desespiritualizada, atea, materialista y cientificista moderna, todo lo que no puede medirse se convierte en ficción. Y todo lo que no puede explicarse se convierte en tecnología. Así, los seres intermedios superiores fueron reciclados como extraterrestres. No como entidades simbólicas, sino como visitantes en naves metálicas, con rayos láser y protocolos de contacto. ¿Por qué? Porque el nihilismo imperante necesita materializar todo lo que interpreta. Necesita que el misterio tenga tornillos. Que el cielo tenga coordenadas. Que el alma sea un algoritmo. En ese afán de control, lo simbólico se vuelve literal. Lo espiritual se vuelve mecánico. Lo sagrado se vuelve espectáculo. Pero los pueblos antiguos sabían algo que hemos olvidado: que no todo lo que desciende del cielo tiene que venir de otro planeta. Que hay formas de presencia que no caben en telescopios ni en laboratorios. Que hay saberes que no se transmiten por señales, sino por silencios.

Los seres intermedios superiores no son alienígenas. Son lo que queda cuando el cielo toca la tierra sin dejar de ser cielo. Son lo que aparece cuando el alma está lista. Son lo que se manifiesta cuando el mundo necesita recordar que hay algo más allá del cálculo. Y quizás, sólo quizás, siguen ahí. Esperando que volvamos a mirar con otros ojos.

 

Bibliografía

Filosofía y Ontología:

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Malinowski, Bronislaw. Los argonautas del Pacífico Occidental. Ediciones Península, 2001.

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V

ONTOLOGÍA DE LOS SERES INTERMEDIOS

 

 

Introducción

En los márgenes del mundo visible, entre lo divino y lo humano, entre lo natural y lo sobrenatural, habitan los seres intermedios. No son dioses, pero tampoco simples criaturas. No son ángeles, pero tampoco demonios. Son entidades que desafían las categorías absolutas, que encarnan la ambigüedad ontológica, y que exigen una mirada más profunda que la dicotomía entre el bien y el mal.

Este ensayo propone una exploración ontológica de estos seres —como el Muki andino, los djinn islámicos, los titanes griegos, y los yokai japoneses— desde cuatro perspectivas complementarias: filosófica, teológica, mitológica y científica. A través de esta lente múltiple, se revelará que los seres intermedios no son anomalías, sino manifestaciones legítimas de lo liminal, lo que existe entre los mundos.

 

I. Filosofía: El Ser en el Umbral

La ontología, como rama de la filosofía, se ocupa del estudio del ser. Pero ¿qué ocurre cuando el ser no se define por su esencia, sino por su posición intermedia? Los seres intermedios no son entidades con una naturaleza fija, sino procesos ontológicos, fluctuantes entre categorías.

Martin Heidegger hablaba del “ser-en-el-mundo” como una forma de existencia situada. Los seres intermedios son “seres-en-entre-mundos”: su existencia depende de su ubicación liminal, en el cruce entre lo humano y lo divino, lo natural y lo sobrenatural.

El Muki, por ejemplo, no es simplemente un espíritu de la mina. Es una presencia que emerge cuando el humano invade el subsuelo, cuando la ambición rompe el equilibrio telúrico. Su ser no es sustancial, sino relacional: existe en función del comportamiento humano.

Esta lógica se repite en los djinn, que aparecen en lugares desolados, en momentos de vulnerabilidad espiritual. Su ontología es situacional, no esencialista. Son lo que el contexto les permite ser.

 

II. Teología: Ángeles Caídos y Espíritus Ambiguos

Desde la teología cristiana, los seres intermedios suelen ser interpretados como ángeles caídos. Lucifer, el más célebre, representa la rebelión contra el orden divino. Pero esta categoría es insuficiente para explicar figuras como el Muki, que no provienen del cielo, sino de la tierra.

La teología andina, por contraste, no contempla la caída como pecado, sino como desequilibrio cósmico. El Muki no es un ángel expulsado, sino un espíritu telúrico legítimo, guardián del Uku Pacha, el mundo subterráneo. Su poder no es maligno, sino correctivo: castiga la codicia, premia el respeto. El sincretismo colonial reinterpretó al Muki como un “duende maligno”, incluso como un “ángel caído menor”. Esta lectura sirvió para justificar la evangelización, demonizando los rituales locales como “pactos con el diablo”. Pero esta visión proyecta una teología ajena sobre una cosmovisión ancestral. Los djinn también fueron objeto de teologías ambivalentes. En el islam, algunos djinn son creyentes, otros rebeldes. Iblis, el djinn que se negó a inclinarse ante Adán, fue expulsado, convirtiéndose en el equivalente de Satanás. Pero la mayoría de los djinn no son demonios, sino entidades con libre albedrío, capaces de bien o mal.

 

III. Mitología: Titanes, Yokai y el Poder de lo Liminal

Las mitologías del mundo están pobladas por seres que habitan los márgenes. Los titanes griegos, por ejemplo, fueron dioses primordiales que gobernaron antes de los olímpicos. Tras rebelarse contra Zeus, fueron encerrados en el tártaro, una prisión subterránea. No eran demonios, sino fuerzas cósmicas castigadas por desafiar el nuevo orden.

Prometeo, el titán que robó el fuego para los humanos, fue encadenado por su acto de compasión. Su castigo revela que los seres intermedios no son malvados, sino transgresores del límite. En Japón, los yokai representan una vasta gama de entidades sobrenaturales. Algunos son traviesos, otros peligrosos, muchos incomprensibles. El Tsuchigumo, una araña gigante de tierra, fue demonizado por el poder imperial, no por su naturaleza. Los yokai habitan en lugares liminales —bosques, ríos, montañas— y su poder depender de cómo los humanos se comportan. El Muki comparte esta lógica: no es un ser maligno, sino una fuerza que exige respeto. Su ambigüedad es su esencia. Puede castigar al minero codicioso o recompensar al que honra la tierra. Su moralidad no es absoluta, sino contextual.

 

IV. Ciencia: Psicología, Antropología y Física de lo Invisible

Desde la ciencia, los seres intermedios pueden ser abordados como proyecciones simbólicas de procesos humanos profundos.

Psicología: Carl Jung hablaba de los arquetipos del inconsciente colectivo. Los seres intermedios encarnan el arquetipo de la sombra: lo reprimido, lo desconocido, lo que el ego no quiere ver. El Muki, el djinn, el yokai, son manifestaciones de lo que la cultura teme o desea.

Antropología: Claude Lévi-Strauss argumentaba que los mitos organizan el pensamiento binario: vida/muerte, cielo/tierra, humano/divino. Los seres intermedios rompen esa lógica, mostrando que la realidad no es dual, sino gradual. Son herramientas cognitivas para pensar lo complejo.

Física: Incluso en la física moderna, existen entidades que desafían la categorización: las cuasipartículas, los campos oscuros, los universos paralelos. La ciencia reconoce que hay zonas de indeterminación, donde las leyes conocidas no se aplican. Los seres intermedios, en este sentido, son metáforas de lo que la ciencia aún no puede explicar.

 

Conclusión: El Valor Ontológico de la Ambigüedad

Los seres intermedios no son errores ontológicos, sino testimonios de la complejidad del ser. Representan lo que no puede ser reducido a categorías absolutas. Son guardianes de lo liminal, de lo invisible, de lo que se revela solo cuando se cruza un umbral. El Muki, el djinn, el titán, el yokai: todos nos enseñan que el mundo no está dividido entre luz y oscuridad, sino que está tejido por zonas grises, por espacios intermedios donde el misterio florece. Aceptar la existencia de estos seres no es caer en superstición, sino reconocer que la realidad es más rica que nuestras categorías. Es abrirse a una ontología del entre, del tránsito, del umbral. Porque en el fondo, todos somos —en algún sentido— seres intermedios.

 

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VI

 

EL MUQUI: GUARDIÁN DEL SUBSUELO ANDINO

UN ANÁLISIS MULTIDISCIPLINARIO DE LA FIGURA MÍTICA EN LA MINERÍA PERUANA

 

El Muqui, figura central del imaginario minero andino, representa mucho más que un duende subterráneo. Este artículo explora su papel como símbolo de equilibrio entre ambición y respeto, su influencia en la cultura laboral, su jerarquía espiritual dentro de la cosmovisión andina, y su presencia en la gran minería peruana. A través de un enfoque filosófico, mitológico, psicológico, científico, teológico, preternatural y sobrenatural, se revela cómo el Muqui trasciende el mito para convertirse en una fuerza cultural viva que moldea la relación entre el ser humano y la tierra. Se incluyen testimonios precolombinos, relatos contemporáneos en campo abierto, y una revisión completa de su jerarquía espiritual. El artículo concluye con una reflexión sobre la necesidad de integrar saberes ancestrales y espirituales en el análisis de los fenómenos culturales que persisten en la minería moderna.

 

1. Introducción

La minería en Perú no solo es una actividad económica: es una experiencia espiritual, cultural y simbólica profundamente arraigada en la historia del país. Desde tiempos precolombinos, las culturas andinas han concebido el subsuelo como un espacio sagrado, habitado por fuerzas invisibles que custodian sus riquezas. En este contexto, el Muqui emerge como una figura que encarna los temores, esperanzas y dilemas éticos del trabajador minero. Su leyenda, transmitida oralmente por generaciones, ha influido en rituales, decisiones empresariales y la percepción colectiva del subsuelo como espacio de poder espiritual. El Muqui no es solo un personaje del folclore: es una entidad que articula la relación entre el ser humano y la tierra, entre la ambición y el respeto, entre lo visible y lo invisible. Este artículo propone una lectura integral del Muqui, abordándolo desde múltiples disciplinas para comprender su persistencia cultural y espiritual en el Perú contemporáneo.

 

2. Mitología y Cosmovisión Andina

2.1 Origen mítico

El Muqui —del quechua muki, que puede traducirse como “humedad” o “mojado”— es descrito como un ser diminuto, de rostro velloso, ojos brillantes, voz ronca y casco minero. Habita en vetas angostas y húmedas, especialmente en regiones como Julcani (Huancavelica), Cerro de Pasco, Puno, Arequipa y Cajamarca. Su apariencia mezcla rasgos humanos con elementos minerales, como si fuera una manifestación viva del subsuelo. En la tradición oral, el Muqui puede ser protector o vengativo. A veces guía a los mineros hacia vetas ricas; otras veces provoca accidentes si se siente irrespetado. Su comportamiento está regido por códigos espirituales que exigen reciprocidad, silencio y ofrendas.

2.2 Testimonios precolombinos

Aunque el nombre “Muqui” es posterior a la colonización, existen relatos precolombinos que mencionan espíritus del subsuelo que custodian el mineral. En las crónicas de Guamán Poma de Ayala, se describen seres que habitan las entrañas de la tierra y que deben ser respetados mediante rituales. En los mitos recopilados por José María Arguedas, se habla de entidades diminutas que castigan la codicia y protegen el equilibrio natural. Estos testimonios revelan que la figura del Muqui no es una invención moderna, sino una continuación sincrética de creencias ancestrales que sobrevivieron al proceso colonial y se adaptaron al contexto minero.

 

3. Jerarquía espiritual del Muqui

La cosmovisión andina organiza el universo en tres planos interconectados:

  • Hanan Pacha (mundo superior): hogar de los Apus, espíritus tutelares de las montañas, asociados con la sabiduría, la protección y la fertilidad.
  • Kay Pacha (mundo terrenal): donde habitan los humanos, en constante interacción con los otros planos.
  • Uku Pacha (mundo subterráneo): dominio del Supay, dios del inframundo, vinculado con la muerte, la transformación y los minerales.

Por encima del Muqui

  • Supay: El Muqui es considerado un emisario o sirviente del Supay, encargado de custodiar las vetas minerales y de vigilar el comportamiento humano en el subsuelo. Supay no es un demonio en el sentido cristiano, sino una fuerza espiritual ambigua que puede ser benéfica o destructiva.
  • Apus: Aunque no habitan el subsuelo, los Apus pueden intervenir en el equilibrio espiritual de una región. En algunos relatos, los Apus protegen a los mineros de la ira del Muqui o median en conflictos espirituales.

Por debajo del Muqui

  • Duendes menores o variantes regionales:

o   Chinchilico (Arequipa)

o   Anchancho (Puno)

o   Jusshi (Cajamarca) Estos seres tienen funciones similares, pero más localizadas. Son considerados variaciones del Muqui, con menor poder simbólico y territorial.

  • Espíritus errantes o condenados: Algunos relatos mencionan que niños no bautizados o almas en pena pueden convertirse en duendes menores que sirven al Muqui, especialmente en minas abandonadas o malditas.

Esta jerarquía revela una estructura espiritual compleja, donde el Muqui ocupa un lugar intermedio entre lo humano y lo divino, entre lo natural y lo sobrenatural.

 

4. Filosofía del equilibrio y la ambición

El Muqui representa una filosofía de reciprocidad profundamente andina. Quien respeta la tierra y sus espíritus puede recibir sus frutos; quien la explota sin conciencia, será castigado. Esta idea se alinea con el principio del ayni, donde toda acción debe tener una devolución equilibrada.

El pacto con el Muqui, conocido como Ukupacha, implica ofrendas constantes (coca, cigarro, aguardiente), silencio ritual y respeto. Romper el pacto puede provocar accidentes, enfermedades, desapariciones o incluso la pérdida de la veta.

Esta filosofía plantea una ética del subsuelo, donde la riqueza no se obtiene solo por esfuerzo físico o tecnología, sino por armonía espiritual con las fuerzas que habitan la tierra.

 

5. Psicología del minero y percepción del Muqui

5.1 Condiciones extremas

La minería subterránea implica aislamiento, oscuridad, silencio profundo, presión atmosférica irregular y exposición a gases tóxicos como el metano o el dióxido de carbono. Estas condiciones pueden inducir alucinaciones sensoriales, estados alterados de conciencia y fenómenos de percepción que alimentan la creencia en seres como el Muqui.

Sin embargo, reducir la figura del Muqui a una alucinación sería simplista y culturalmente insensible.

5.2 Testimonios en campo abierto

Numerosos mineros y campesinos han afirmado ver al Muqui en campo abierto, fuera de los socavones. Estos encuentros incluyen:

  • Apariciones en quebradas, cerros, lagunas y caminos rurales.
  • Interacciones con seres diminutos que ofrecen riquezas o advierten peligros.
  • Rastros físicos como huellas pequeñas, objetos movidos, voces en la noche o luces inexplicables.

Estos testimonios desmienten la idea de que el Muqui es solo una alucinación provocada por gases tóxicos, y refuerzan su presencia como entidad espiritual autónoma, capaz de manifestarse en diversos entornos.

 

6. Influencia en la gran minería

6.1 Empresarios y respeto simbólico

Aunque no hay evidencia de pactos literales entre empresarios y el Muqui, su figura ha influido en decisiones simbólicas:

  • James Valenzuela, CEO de RESEMIN, nombró una máquina de perforación “Muki”, diseñada para vetas angostas.
  • Grupo Glencore, cliente de RESEMIN, opera en zonas donde el Muqui es parte del imaginario local.
  • Alberto Benavides de la Quintana, fundador de Buenaventura, inició operaciones en Julcani, donde los trabajadores creían que su éxito se debía al respeto al “dueño del mineral”.
  • 6.2 Cultura empresarial
  • En algunas minas, los jefes permiten o incluso promueven rituales tradicionales para “no molestar al Muqui”. Esto refleja una integración cultural entre modernidad y espiritualidad, donde el respeto por las creencias locales se convierte en una herramienta de cohesión laboral y prevención de conflictos.

Los rituales incluyen:

    • Pagos a la tierra (Pachamama) antes de iniciar nuevas perforaciones.
    • Ofrendas al Muqui en zonas de alta productividad o tras accidentes inexplicables.
    • Ceremonias de protección espiritual dirigidas por chamanes o sabios locales.

Estas prácticas no solo buscan evitar desgracias, sino también fortalecer el vínculo emocional entre los trabajadores y el entorno, creando una cultura organizacional que reconoce la dimensión espiritual del trabajo minero.

 

7. Análisis multidisciplinario

7.1 Filosófico: El Muqui plantea una ontología relacional, donde el ser humano no es dueño de la tierra, sino parte de un sistema espiritual que exige reciprocidad. Su existencia cuestiona el paradigma extractivista moderno, proponiendo una ética basada en el equilibrio y el respeto.

7.2 Científico: Desde la geología y la neurociencia, se han propuesto explicaciones racionales para las apariciones del Muqui: Gases como el metano y el radón pueden inducir alucinaciones. Fatiga extrema y privación sensorial alteran la percepción. Fenómenos acústicos subterráneos pueden generar sonidos inexplicables.

Sin embargo, estas explicaciones no invalidan la dimensión simbólica del Muqui, que opera en un plano cultural y espiritual distinto al científico.

7.3 Psicológico: El Muqui funciona como arquetipo junguiano: una figura que representa el “guardián del tesoro”, el “duende del inconsciente”, el “otro yo” que vigila los deseos ocultos. En este sentido, es una proyección del conflicto interno entre ambición y ética, entre deseo y temor.

7.4 Mitológico: Comparado con otras culturas, el Muqui comparte rasgos con:

Cultura

Figura equivalente

Rasgos comunes

Nórdica

Nisse/Tomte

Protector del hogar, castiga la codicia

Germánica

Kobold

Espíritu minero, exige respeto

Japonesa

Tsuchigumo

Criatura subterránea, ambigua

Mexicana

Alux

Duende protector de la naturaleza

Esto sugiere que el Muqui pertenece a una familia universal de arquetipos, que emergen en contextos donde el ser humano interactúa con fuerzas invisibles de la naturaleza.

7.5 Teológica: Desde una perspectiva teológica andina, el Muqui no es un demonio, sino una entidad espiritual intermedia. No representa el mal absoluto, sino el desequilibrio. Su función es restaurar el orden cuando los humanos rompen el pacto con la tierra. En el sincretismo cristiano, algunos lo asocian con el diablo, pero esta interpretación ha sido cuestionada por teólogos interculturales que reconocen su papel como mediador espiritual.

7.6 Preternatural y sobrenatural: El Muqui opera en el plano preternatural: fenómenos que exceden lo natural pero no contradicen las leyes divinas. Su capacidad de aparecer, desaparecer, alterar la materia o comunicarse telepáticamente lo ubica en este plano.

En algunos relatos, el Muqui ha sido visto transformarse en animales, desplazar objetos sin contacto físico, o provocar sueños proféticos. Estas manifestaciones lo vinculan con el mundo sobrenatural, donde las leyes físicas son suspendidas por voluntad espiritual.

 

8. Conclusión

El Muqui no es solo un mito minero: es una figura viva, que articula múltiples dimensiones de la experiencia humana en el subsuelo. Su presencia revela una cosmovisión donde la tierra no es recurso, sino ser vivo, donde el trabajo no es solo técnico, sino ritual, y donde el peligro no es solo físico, sino espiritual. Comprender al Muqui exige abandonar reduccionismos y abrirse a una lectura interdisciplinaria, que reconozca la riqueza simbólica, ética y cultural de los pueblos andinos. En un mundo marcado por la crisis ecológica y la desconexión espiritual, el Muqui nos recuerda que la tierra tiene voz, y que escucharla es parte del pacto que sostiene la vida.

 

9. Epílogo: El Muqui como símbolo de resistencia

En tiempos de extractivismo global, el Muqui se convierte en símbolo de resistencia cultural. Su figura desafía la lógica del progreso sin límites, recordando que toda riqueza tiene un precio espiritual. En comunidades donde la minería ha traído destrucción, el Muqui aparece como advertencia, como memoria viva, como conciencia ancestral.

Quizás no sea necesario “creer” en el Muqui para entender su poder. Basta con reconocer que detrás de cada veta, cada socavón, cada explosión, hay una historia, una espiritualidad, una ética que no puede ser ignorada.

 

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Índice

 

 

 

 

 

 

 

Parte I: Ontología intermedia en el reino elemental

Parte II: Ontología intermedia en el reino natural

Parte III: Ontología intermedia en el reino espiritual

Conclusión

Apéndices

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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