jueves, 17 de diciembre de 2015

EL PROBABILISMO Y EL NEOTOMISMO UTÓPICO BARROCO

PROBABILISMO
Neotomismo utópico
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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El probabilismo nació en el seno del espíritu neotomista, justamente en la testa de un dominico como un problema moral, se desarrolló convirtiéndose en ola cultural con los jesuitas, como un tema político, y expiró, por una parte, con los jansenistas y Pascal, quienes lo criticaron como exageradas ansias de poder terrenal por parte de los jesuitas, y, por otra parte, con el método científico que priorizó las verdades comprobables sobre las probables. Pero lo más trascendental del probabilismo fue que el problema moral fue fusionado con el problema político-económico, emprendiendo la tarea de construir una utopía cristiana en la tierra. Y el núcleo de este intento utópico encuentra un impulso poderoso en el ejemplo moral andino del imperio de los incas.

Ya hemos destacado que el impacto de América sobre España no sólo fue en lo económico y cultural, sino también en lo teológico y filosófico. España operó como un espejo de refracción y difundió culturalmente en América y en Europa dos cosas: el cristianismo y el “humanismo teológico” en América e hizo que América difundiera el “humanismo utópico” en Europa a través de España. El ideal utópico que Europa renacentista recibe de América luego retorna hacia América barroca repotenciado con los ideales del cristianismo.

Efectivamente, el probabilismo moral de los jesuitas es el reflujo en América de las utopías del Renacimiento de Tomás Moro (1477-1537), Tommaso Campanella (1568-1639) y Francis Bacon (1561-1626), las cuales fueron influidas por las formas de comunismo primitivo que se practicaban en el recién descubierto Nuevo Continente. En otras palabras, después de Platón y San Agustín la  utopía social se reaviva por el impacto de la realidad indígena americana primero en Europa del siglo quince y luego retorna a América con los jesuitas en el siglo diecisiete, quedando en el imaginario social como la sociedad ideal y modelo de la libertad concreta. Sin desempleo ni hambruna al hombre andino, además del trabajo, sólo le quedaba un tiempo libre para dedicarlo al descanso inerte o a las fiestas comunales con gran afición a la chicha fermentada. Todo esto impactó sobre el imaginario europeo del Renacimiento y el Barroco retornando a América potenciado en el alambique del cristianismo. Este reflujo hacia América española tiene una forma concreta, a saber, el experimento comunista-cristiano de las comunidades jesuitas.

En este experimento social el debate fundacional de la filosofía colonial del dieciséis ya se encuentra superado, las mentes cultas no dudan del reconocimiento de la racionalidad y humanidad del indio, ahora se trata de poner al humanismo sustancial -según el cual todos los hombres son iguales, son personas, por lo tanto libres y con derechos inviolables que fundamentan la dignidad humana- bajo la prueba de la experiencia histórica concreta. Los jesuitas tenían muy claro que son accidentales las diferencias culturales e individuales, en el fondo todos los hombres comparten la misma sustancia humana y divina. “La más extraordinaria epopeya de la historia humana”, la Conquista de América, que hasta el momento era en realidad uno de los más grandes latrocinios y crímenes de la historia moderna, tenía que ser convertida en la más grande experiencia social cristiana. La España Católica se veía obligada a demostrar que con la riqueza proveniente de América, podía ser no sólo una potencia en la política europea, sino un ejemplo de evangelización y vida cristiana.

El movimiento teológico humanista creado por el dominico Francisco de Vitoria (†1546), cabeza de la neoescolástica española y que rechaza aquellas causas erigidas por Sepúlveda como justificantes de la guerra contra los indios, dará frutos concretos en las comunidades jesuitas del barroco. Aquí se pone en práctica la ciencia cristiana y humana para formular los derechos humanos de los indios y limitar los abusos. Los jesuitas emprendían en la práctica la idea de otro destacado dominico, el padre Bartolomé de Carranza (1503-1576), hombre de gran caridad -presente junto a Vitoria en la Junta de Valladolid, quien en su Tratado sobre la virtud de la justicia (1540) se opondrá también al imperialismo de Sepúlveda- emprendiendo en sus comunidades casi un protectorado político temporal para dejar aquellos pueblos adoctrinados en su primera libertad. Los jesuitas al igual que Carranza pagarían caro por el atrevimiento de sus ideas.

Los jesuitas con su probabilismo práctico quieren ir más allá de la denuncia de las monstruosas crueldades y atrocidades de los colonos españoles. Cuánta razón tenía el hispanista norteamericano Lewis Hanke al subrayar que en vez de la franca “lucha española por la justicia en la conquista de América” lo que había era: la lucha de los religiosos españoles por la justicia en la conquista de América. Para los jesuitas ya no se trataba de insistir, como Las Casas, en la censura de las tibias, tardías e insatisfactorias leyes de protección de los indígenas,  ahora se trata de praxis cristiana, de poner en práctica sus teorías. Esto refleja una profunda desconfianza hacia el poder político. Las encomiendas no se suprimieron, la mita prosiguió, el trabajo esclavo persistía, los obrajes eran cántaro de abusos, pero esta vez en vez del ayni y la minka el probabilismo utópico-moral de los jesuitas emprenderán en sus comunidades la primera reforma agraria de la América española. Lo más importante era emprender con la masa indígena el buen gobierno y la justicia social con espíritu verdaderamente cristiano. En dicho proyecto del probabilismo jesuita la cultura hispana no absorbía a la cultura indígena, la seguía dominando pero con espíritu de justicia y sin explotación. Así aparece algo totalmente nuevo, un indígena que pierde el recelo ante el español, es consciente de su dignidad y se siente capaz de dirigir su destino por sí mismo. Todo lo cual resultaba por completo incompatible con la economía y los intereses materiales de la corono peninsular. Nuevamente aquí brota el mensaje más profundo implícito en la filosofía peruana colonial: Sin amor no hay verdadera elevación hacia la intersubjetividad, sin ella la otredad es objetividad. Los jesuitas del barroco ponen nuevamente sobre el tapete la ineludible necesidad de afrontar –esta vez en la práctica- la otredad del indio.

El experimento socialista del jesuitismo probabilista fue expresión del profundo divorcio entre lo dictado por la fe cristiana y lo conveniente a la Corona española, escisión que no sólo proseguía sino que se ahondaba a lo largo del Virreynato y sería fuente de continuas y serias controversias e incluso confrontaciones entre el poder civil y el poder religioso. De ahí surgirían los experimentos pre-socialistas de los jesuitas en el siglo XVII y XVIII, que no serían tolerados por la Corona española y que culminarían en su expulsión de 1767.

Así, es erróneo y falso que la filosofía peruana durante la Colonia era la imitación simiesca de la neoescolástica española y menos de la escolástica de la Edad Media. Aquí, en tierras americanas, la filosofía cristiana tuvo el más grande desafío de demostrarse a sí mismo que la añoranza india por un pasado justo podía ser recreada con espíritu evangélico. Es crucial advertir que la primera etapa de la filosofía novohispana coincida con la Contrarreforma (1560-1648) impulsada por el Papa Pio IV y apoyada vigorosamente por el Imperio de España  El reformismo católico basado en el Derecho Canónico, las encíclicas papales, la Inquisición y el índice de libros prohibidos, impulsó en el Nuevo Mundo el humanismo teológico y el reinado de la antropología teológica del indio y la doctrina humanista de los derechos del aborigen. Esto fue el marco sobre el que un siglo después discurriría el experimento social del probabilismo jesuítico. La revolución cultural que provocó la Contrarreforma en el Viejo Mundo, si bien provocó la confrontación con el heliocentrismo, sin embargo en el Nuevo Mundo tuvo un efecto benéfico sobre el problema candente de la España Imperial, al robustecer la dominica tendencia humanista de defensa del indio y desembocar en el experimento socialista de las comunidades del jesuitismo probabilista.

Por tanto, el probabilismo ni nació en tierras americanas ni se restringió al problema de la filosofía moral, al contrario, tuvo su más importante expresión en el terreno político y fue expresión del neotomismo utópico, que volvía a traer a tierras americanas el utopismo repotenciado por la realidad aborigen antes de la Conquista. Por ello tuvo aquí la más importante expresión de experimentación social con las reducciones jesuíticas, las cuales eran la plasmación de la utopía social de la iglesia tras el fracaso de la Reforma. El dilema surge aquí cuando nos preguntamos sobre los puntos de encuentro entre una utopía milenarista con visión cíclica de la historia –como la andina- con la utopía de la revolución de los pobres y el continuo progreso histórico –como el de Occidente-, porque mientras la primera supone un retorno a la quietud protectora materna del eterno presente, la segunda implica la asunción activa paterna del incesante futuro. El impacto del descubrimiento del Nuevo Mundo y del estado totalitario de los Incas despertaba la añoranza por la sociedad tradicional, que libera del peso del libre albedrío. Pero el espíritu del capitalismo  occidental –nacido en el siglo trece- no surge de la Reforma sino de la adaptación de la Tierra Prometida a los bienes de este mundo, el propósito era construir la Ciudad de Dios en este mundo. Además el desencanto por la reforma protestante fue rápido y otros pensadores se preocuparon por la felicidad en este mundo. El siglo dieciséis siente el fracaso de los teólogos protestantes y alejan de la Reforma a la mayoría de los humanistas. Erasmo de Rotterdam prepara a Tomás Moro y a Rabelais y el impacto del Nuevo Mundo potencia el sueño por la sociedad justa. Así, la Utopía de Moro representa el ideal renacentista por dominar los bienes de este mundo, la Ciudad del Sol de Campanella y la Nueva Atlántida de F. Bacon expresan el papel preeminente que tiene el nuevo milenarismo de la ciencia. No es casual que el género utópico que se desarrolla en el siglo diecisiete adopta la forma de exploraciones imaginarias (Cirano de Bergerac, Hobbes, Harrington, Samuel Gott, Fenelón, Variasse y Gilbert), que son cada vez menos religiosas y más políticas-racionales y anteceden a las exploraciones científicas del siglo dieciocho de Charles de La Condamine (1735), Jorge Juan y Antonio Ulloa (1735), Alejandro Malaspina (1789), Tadeo Haenke (1789) y Alexander von Humboldt (1799). En una palabra, el punto de encuentro entre la utopía milenarista indígena y la utopía cristiana en el Nuevo Mundo era la conquista de la Ciudad Radiante. El socialismo de las comunidades jesuitas se encuentra en este punto intermedio entre la utopía milenarista del eterno retorno y la utopía enciclopedista del triunfo de la ciudad terrestre por la industria a y la técnica. Representó la encarnación del sueño tenaz de la igualdad entre los hombres a través de la ciudad de Dios puesta bajo el signo de la misericordia divina y el amor al prójimo.

En la testa de los hombres más preclaros de la iglesia colonial latía poderosamente la teología liberacionista que pudiera superar el abuso de la Colonia y el trauma de la Conquista. Para la población aborigen de América el siglo dieciséis y primera mitad del diecisiete representó los tiempos del Apocalipsis, la Conquista y el Virreinato transformó radicalmente sus condiciones de vida y creó un inmenso ejército de aborígenes subyugados, explotados y perseguidos. Surge así el humanismo teológico del dieciséis y el utopismo moral de la teología liberacionista del diecisiete y primera mitad del dieciocho. El propósito era establecer el Reino prometido de los evangelios en medio de las injusticias imperantes. Jamás el jesuitismo utópico fue un experimento revolucionario, emancipador ni independentista –aunque sus consecuencias pudieran serlo-, sino, antes bien, reformista con el estatus quo monárquico español. Sin embargo, la interrupción ilustrada del utopismo religioso jesuita no será el fin del “mito de la promesa” que encierra, sino su continuación aunque en versión secularizada, tecnificada y cientista. Nos explicamos. La utopía milenarista de la sociedad tradicional encierra el “mito de la Fundación” de la Edad de Oro en un  tiempo del eterno presente, mientras que la utopía occidental de la sociedad del Reinado del Mesías contiene el “mito de la promesa” en un tiempo asintótico y progresivo. En el primero no se toma en cuenta la dignidad del individuo sino de la comunidad, en el segundo se prioriza al individuo sobre la comunidad. El Cuzco precolombino como Atenas representa la sociedad de la retribución justa donde el hombre debe prepararse para asumir su humanidad según su rango, es una ciudad antigua que procura unir el principio con el fin y detener el tiempo para recibir la Fundación milenarista de la Edad de Oro, en cambio el Cuzco virreinal como Roma católica representa la interrupción del tiempo circular, la ruptura con el Uroboros (símbolo en forma de animal serpentiforme que engulle su propia cola representando el ciclo eterno de las cosas) donde el hombre se prepara para asumir su responsabilidad individual ante Dios y recibir la promesa de la vida eterna. En virtud de la revelación cristiana en América la utopía se convierte de retorno a la estructura inmutable de la ciudad represiva de los justos en esperanza de la vida eterna en el Paraíso celestial y luego en propuesta revolucionaria ilustrada.

En este sentido, como en ningún otro lugar del orbe en el Nuevo Mundo la utopía atraviesa por las tres de sus etapas conocidas: la milenarista ancestral, la escatológica cristiana y la secular ilustrada. Esto da al alma americana una profundidad y complejidad metafísica única y singular, porque posee a la vez la profundidad de la cultura oriental y el dinamismo de la cultura occidental. Además, el sentido cósmico del hombre precolombino está transido de movilidad universal y sentido fluyente de la vida. Todo lo cual permite vislumbrar la esperanza que este continente tan rico de síntesis viviente se encamine hacia un nuevo humanismo pletórico de palingenesia cultural y gérmenes intrahistóricos con una nueva morfología arquetípica planetaria.

En otras palabras, la trayectoria del derrotero utópico en América es el principal baluarte para sostener que en el hombre de América hay un optimismo metafísico y cósmico difícil de ser abatido por las embestidas de la secularización de la ilustrada racionalidad instrumental que pone al mundo en su alboreo del siglo veintiuno en situación apocalíptica similar a la del mundo andino del siglo dieciséis. La evolución de la utopía en América la pone lejos de renacer el sueño embrionario de la milenarista Ciudad Radiante donde no existe libertad individual, pero también la ubica distante del sueño cientista de la enajenación humana por la técnica, acercándola más bien a una sana rectificación y asunción de la esperanza escatológica de luchar por el Paraíso Terrenal sin claudicar del inmarcesible Paraíso Celestial. En la conciencia americana late poderosamente la síntesis humanista entre el utopismo ucrónico y el milenarismo temporal, la cual sólo puede desembocar en un frágil y provisional equilibrio entre religión y ciencia.

La doctrina teológico-filosófica del  probabilismo nace inocentemente en la neoescolástica barroca española de la Escuela de Salamanca como una opinión que justificaba el libre albedrío aún en contra del consenso social. Desafío que sería tomado con muy buen socaire por los jesuitas y sus reducciones bajo la instrucción de la autoridad papal. La Santa Sede intervino desde el principio contra los abusos del poder imperial español sobre los aborígenes del Nuevo Mundo y las reducciones jesuíticas constituyen un capítulo muy importante de dicho papel[1].En este sentido, para el probabilismo no hay un solo camino para hacer el bien, y debe de elegirse el que más probablemente lleve al bien. En ella latía poderosamente la opción por la libertad y la defensa de los derechos humanos del indio. El creador de este mensaje libertario fue el dominico español Bartolomé de Medina (1527-1581), alumno de Francisco de Vitoria, y en sus comentarios a la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino apuntó la frase: “Me parece que, si una opinión es probable, es lícito seguirla, aunque la opinión opuesta sea más probable”, la misma que la deducía de la reflexión siguiente del aquinate: Nadie está obligado por precepto alguno, sino por el conocimiento de dicho precepto, o  "la ley dudosa no obliga".

El probabilismo oriundo de la sesera de un dominico fue defendido principalmente por teólogos jesuitas, que lo propagaron por toda Europa y el Nuevo Mundo. Su decadencia definitiva acontece en el siglo XVIII, al ser reciamente criticado por jansenistas y Blas Pascal en sus Cartas Provinciales. De manera que el probabilismo no surge a fines de la Colonia, sino que viene de la Metrópoli a través de los jesuitas y con los cuales adquiriría un matiz político marcado en las misiones, por las cuales serían acusados de aspirar a un imperio independiente. En realidad Medina no desarrolló la idea probabilista, simplemente la dejó planteada. Después los dominicos se opondrían al probabilismo. Pero eminentes jesuitas como Luis de Molina, Gabriel Vázquez y Francisco Suárez, desarrollaron una suerte de incertidumbre moral.

Según estos jesuitas, existiendo duda acerca de un precepto y sus alcances es posible inclinarse por la libertad, aunque las tesis a favor de la opinión contraria sean respetables. Pues estando el hombre sujeto a infinitas posibilidades de decisión moral, la acción está a merced de los caprichos imprevisibles de situaciones donde un único efecto no sigue necesariamente a determinada causa. Los probabilistas creían así superar el ejercicio literal de la casuística moral en boga. Pero el rigorismo criticó el probabilismo, argumentado que conducía a una extrema laxitud moral. El probabilismo dio origen a diversas corrientes contrarias en el catolicismo: (1) el probabiliorismo, que sostiene que en caso de duda se debe preferir sólo lo más probable; (2) el tuciorismo, que las decisiones sólo deben ser tomadas contando con antecedentes seguros; y (3) el rigorismo, que busca la aplicación rigurosa de las normas morales. La jerarquía católica terminó por reaccionar y publicó en 1679 la bula Sanctissimnus Dominus, que, sin referirse directamente al probabilismo, sancionaba 75 argumentos que beneficiaban el laxismo en teología moral. Y un año después publicaba un decreto que bendecía una respuesta ideada por otro jesuita, Tirso González, en contra de la nueva doctrina: el probabiliorismo. Presionado por España, Francia (ambos dominados por familias borbónicas) y Portugal en 1761 el papa Clemente XIII (1758-1769) condenó diversas conclusiones del probabilismo y aprobó su expulsión de Portugal en 1759, de Francia en 1764 y de España y sus colonias en 1767, pero como mantuvo firme su apoyo a la Compañía no vaciló en sacrificar una parte de sus posesiones pontificias cuando Luis XV invadió los lares galos de Aviñón y el condado Venesino, y el francófilo e ilustrado Carlos III hacía lo mismo con los señoríos italianos de Benveneto y Pontecorvo.

El papado no dejó de creer en la misión utópica del probabilismo jesuita, porque en realidad constituía la respuesta cristiana más viva y cabal después de la teología de la Gracia de San Agustín, la teología como ciencia universal universitaria de Santo Tomás de Aquino y la arremetida protestante evangélica a partir de Martín Lutero. Mientras que los resultados de la Reforma fueron muy problemáticos, porque la vida parroquial languideció, no conservó la unidad protestante, Lutero tuvo frases antisemitas imperdonables y una inconsecuencia social incalificable, los príncipes reformistas se convertían en nuevos papas y la nobleza usurpaba la reforma; en cambio en la América colonial el catolicismo sin desatender lo político y lo social hizo que floreciesen, dentro del utopismo socialista cristiano y consecuente con su humanismo teológico, las reducciones jesuíticas como la manifestación más palmario de la Ciudad espiritual cristiana en la tierra. De este modo, mientras sucumbía el protestantismo en Europa alumbraba en América una teología liberadora que sintetizaba la teología de la Gracia agustiniana con la teología curial tomista. Otra cosa es que dicha nueva teología sucumbiera bajo la presión política de los imperios de España, Francia y Portugal.

A finales del siglo XVIII la irrupción del método científico, con su búsqueda de verdades comprobables, dejó al probabilismo fuera de la discusión intelectual y se consideró una disputa retórica sobre opiniones probables. Es significativo que Pascal, uno de los máximos enemigos del probabilismo, haya desarrollado una de las primeras aproximaciones al cálculo de probabilidades y creado la famosa Apuesta de Pascal: creer en Dios es la opción moral más segura. Dicha fórmula lógica sería acusada después de implicar una renuncia a la razón. Ironía del destino que el campeón filosófico contra el probabilismo eche mano del cálculo de las probabilidades. Pero, en buena cuenta, el probabilismo que nació dentro de la filosofía moral pronto se transformó en un acápite peliagudo dentro de la filosofía política y terminó siendo relativamente sepultado por el método científico. Otro tema, no menos importante, que desborda la presente temática concierne a la actualidad que ha cobrado la relación entre probabilismo y la física de la incertidumbre. Corsi y ricorsi donde la ciencia física contemporánea ha tenido un impacto sobre la filosofía de la probabilidad y con ello vemos que si otrora la ciencia del siglo dieciocho arremetió contra el probabilismo en cambio la ciencia desde la física de la incertidumbre la acoge en todos sus fueros problemáticos.

Pero en grandes rasgos, los representantes peruanos de la filosofía virreinal durante el segundo período llamado utópico-moral son parte de la búsqueda y gestación de la nueva teología liberadora que se erigía, por una parte, como legítima heredera del magisterio y la lucha del humanismo teológico del siglo dieciséis, y, por otra parte, constituía la respuesta político-social católica ante la inconsecuencia social incalificable del reformismo evangélico-protestante. En el fondo del escenario se encontraba la realidad oprimida del indio llano, de cuya etnia solamente la élite indígena mantenía privilegios siempre y cuando apoyasen el orden político español. El experimento social de las reducciones jesuíticas constituía el ejemplo más palmario y atrevido de relacionar la Escritura con la existencia humana y la historia concreta. Allí se efectuó con gran audacia la primera reforma agraria de América, entre otras medidas de avanzada justicia social, que a la larga provocaría las falsas acusaciones de tiranicidio y regicidio. Si la teología protestante preconizó un cambio de paradigma retornando al Evangelio, en cambio el catolicismo postridentino fue más atrevido y audaz con las reducciones jesuíticas, al demostrar que la fe sin las obras por el bien temporal no ayudan a servir verdaderamente a Dios ni a la sociedad. En el fondo se enfrentaban dos paradigmas teológicos. El católico, remozado por el magisterio neotomista de Suárez y Vitoria y la inspiración social de Agustín, y el segundo, fragmentado e inconsecuente.


[1] El jesuita Manuel Marzal en su obra  Los Jesuitas y la modernidad en Iberoamérica 1549–1773, PUCP-Fondo Editorial, Lima 2007; sostiene que desde su llegada al Nuevo Mundo la orden de los jesuitas ayudó al proceso de expansión ideológica, teológica y cultural que contribuyó a la afirmación del proyecto político de la Corona en América. Al respecto hay que decir que si bien es cierto que Felipe III de España expidió decretos en 1607 para cautelar a las misiones, reconocer su autonomía para proteger a indios, más no a negros ni mestizos, contra los encomenderos y cazadores de esclavos, esto no significa la afirmación del proyecto político de la Corona precisamente, sino de la afirmación de la utopía social evangelizadora cristiana en América. Y Marzal mismo lo reconoce en su libro La utopía posible, indios y jesuitas en América colonial, 2 t., PUCP, Lima 1994.

JOSÉ DE AGUILAR Y LA NEOESCOLÁSTICA LIBERADORA

JOSÉ DE AGUILAR
Neotomismo cosmológico
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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El padre Aguilar, como Olea, no es defensor de la vieja escuela porque es parte de la neoescolástica renacentista inaugurada por el dominico salmanticense Vitoria y por el jesuita conimbricense Suárez, que conoce la ciencia nueva. Esto llevó a la crítica protestante, ilustrada y positivista a verlo como un elemento de tránsito hacia las nuevas ideas. Sin embargo, su principal preocupación fue moral y religiosa, dando de ello testimonio los nueve volúmenes de sus Sermones morales junto a los tres tomos del Tratado de Teología frente a los tres volúmenes del Curso de filosofía.

Su originalidad metafísica radica en que introduce la noción del Ser como posibilidad, opta por el principio de individuación de Escoto, en cosmología es heliocéntrico como Copérnico y en física afirma la existencia de leyes necesarias como Galileo.

Su espíritu dual es propio del espíritu del renacimiento y lo convierte en elemento de tránsito hacia las nuevas ideas, pero eso no significa que represente un alma desgarrada entre la ciencia tradicional y la ciencia antigua, sino, todo lo contrario, la asunción moderada de las nuevas ideas se dan en el marco de una ciencia natural que en los siglos dieciséis y diecisiete no es antimetafísica ni enemiga de la teología. Los jesuitas Aguilar y Olea son parte de la renovación renacentista neotomista en la Ibero América colonial y continuación, en este sentido, de los esfuerzos de la segunda escolástica en la defensa de la libertad humana, sólo que en esta etapa de estabilización colonial el énfasis recae en el aspecto metafísico, cosmológico y moral.

José de Aguilar, (Lima, 7 de agosto de 1652 -Panamá, 20 de febrero de 1708) fue un sacerdote jesuita. Su familia era noble, su padre era cercano pariente del gobernador de Charcas Diego Messia. Estudió en el Colegio Real de San Martín y, habiendo decidido hacerse sacerdote jesuita, ingresó al Colegio Máximo de San Pablo de Lima en 1666. Se ordenó de sacerdote en 1685. Como profesor de Artes y Teología ganó prestigio por lo que el Arzobispo Melchor de Liñán y Cisneros lo tomó como consultor y lo nombró examinador sinodal. El Santo Oficio lo nombró Calificador. Nombrado rector y catedrático de prima de Teología en la Universidad San Juan Bautista de Chuquisaca. Vuelve a Lima para asumir el rectorado del Colegio Real de San Martín en 1699. Nombrado Procurador de la Compañía de Jesús en Roma en 1707, murió en el trayecto a Roma cuando pasaba por Panamá atacado por fiebres malignas. Los manuscritos que llevaba consigo fueron entregados al padre Pérez Ugarte, pero con mala fortuna el navío que los llevaba fue capturado por corsarios ingleses, perdiéndose todos estos en manos de piratas. Sin embargo a su regreso a Lima, Pérez Ugarte encontró los borradores de muchas de las obras perdidas y pudo publicar parte de los manuscritos confiados a su persona.

Sus principales escritos son: Curso de Filosofía (1701), Tratado de Teología (1731) y Sermones morales (1701-1704). No se han vuelto a reeditar sus obras, aunque el profesor de la Universidad de Austin Texas, Walter Redmond Otoole, realiza la traducción del texto de Aguilar y las monjas carmelitas de Ayacucho han recopilado el libro de Aguilar dentro de un proyecto de la Pontificia Universidad Católica del Perú.

Aguilar es un filósofo que ha sido mal entendido, presentándosele como un católico fanático desgarrado por una mente analítica y amor por la verdad humana. Pero en él no existe tal desgarramiento. Se suele oponer a sus nueve tomos de Sermones Morales, donde con gran fervor religioso explica misterios de la fe, hechos sobrenaturales, la vida de Cristo y de los santos, con sus tres volúmenes del Curso de Filosofía, que sirvió de texto de enseñanza a sus alumnos de San Carlos, pero la verdad es diferente.

Y el hecho de que no se de tal desgarramiento en los maestros peruanos de 1650 a 1750 es debido a que la propia Revolución Científica de los siglos dieciséis y diecisiete fue una disolución de la visión del mundo medieval en lo metodológico y metafísico pero una continuidad en lo lingüístico, conceptual y teórico. Esto mitigó en sus almas las fuerzas que negaban la religión, pues recién los fanáticos en la nueva “edad de las luces” y en la destrucción de la ciencia medieval emprenderían en las colonias americanas el asalto a la razón a partir de la segunda mitad del siglo diecisiete. Pero entre nosotros la destrucción del fundamento trascendente nunca fue radical como en el Viejo Mundo y ello obedecía a la ausencia de una revolución científica e industrial propia. Por ello hemos afirmado que la Ilustración americana fue radical en política pero moderada en religión, y jamás perdió el sesgo trascendente de la que se distanciaba el asalto a la razón del pensamiento moderno europeo.

De manera que Aguilar, al igual que Olea, no emprende una revisión crítica del pensamiento tradicional ni trata de poner de acuerdo a Gassendi y Descartes con la verdad revelada, sino que en su metafísica al intentar una renovación de la metafísica aristotélica con la noción del Ser como posibilidad, en cosmología al mostrarse favorable a la doctrina heliocéntrica, al resolver contra el tomismo el problema de la individuación al estilo escotista a través de la voluntad, al admitir los arquetipos de las ideas eternas del platonismo, al compartir la física aristotélica del lugar natural y la teoría de los cuatro elementos, al seguir la teoría del alma de Aristóteles, al idear la categoría de sustancia fundamental o substractum para la materia primera, al admitir la influencia de los astros sobre la tierra y de la Luna sobre las mareas, y al concebir a Dios como libre autor de las leyes del Universo, se muestra perteneciente a la dinastía de los escolásticos y a la vez a la nueva conciencia científica emergente. Y esto es posible porque la nueva ciencia del dieciséis y diecisiete no es antimetafísica y positivista como a partir del siglo dieciocho.

Resolver contra el tomismo el problema de la individuación al estilo escotista a través de la voluntad, no significaba una ruptura con el tomismo mismo, sino que es propio del afán de libertad que caracteriza el espíritu de la filosofía del renacimiento. La combinación de la fe exaltada con la tendencia al sincretismo es particular del periodo.

Aguilar en su tercer tomo del Curso de filosofía, correspondiente a la metafísica, redefine a la misma en un sentido nominalista, a saber, ésta no tiene que ver con el ser en general –como pensaba Aristóteles- sino con los entes en particular. En otras palabras, no hay entes generales sino particulares. Por tanto, el ente universalísimo tiene un sentido intencional y es definido desde su posibilidad. Ente es lo que puede o podría existir y es autoconsistente. Esto lleva a Aguilar a revisar y rechazar nueve posturas sobre el ser posible. Su postura fundamental interpreta el ser posible como real pero no eterno ni independiente de Dios. La criatura posible no es desde la eternidad con una esencia real independiente de Dios. Lo posible en su ser no es complemente independiente de Dios. Aguilar evita así otorgar demasiado ser a lo posible y con ello da un sesgo relativista al nominalismo escotista. Esta interpretación del ser posible está íntimamente vinculada al probabilismo jesuita colonial, donde una ontología de lo posible fundamentaba una epistémica de lo probable.

Esto tiene una repercusión muy importante en el proceso de extirpación de idolatrías, por cuanto si el ente universalísimo es intencional, posible y relativo, en consecuencia la evangelización en las comunidades del Nuevo Mundo debe emprenderse con un espíritu humanista, dialogante y constructivo. Aquí vemos con nitidez cómo la renovación de la ontología aristotélica de Aguilar se encuentra vinculada con la censura al proceso de la evangelización o lucha contra la idolatría emprendida desde Francisco de Ávila (1573-1647). A Aguilar le tocó vivir la gestión del prelado Pedro de Villagómez (1641-1671) y su postura es en el fondo una crítica a los métodos de la quema de huacas, momias, ídolos, y destrucción de la sociedad y cultura conquistada.

Efectivamente, en el siglo diecisiete se iniciaron en el virreinato del Perú las campañas de extirpación de idolatrías con el objetivo de lograr la evangelización profunda de la población aborigen. La implantación violenta del sistema eclesiástico colonial implicó que la cruzada arrasara con gran cantidad de personas condenadas, torturadas, así como la labor de una regular tropa de doctrineros que salieron a la caza de todos los ídolos y dioses andinos para su total erradicación en los Andes y en la Costa del Perú. Gran cantidad momias e ídolos fueron destruidos durante la campaña. El sacerdote cuzqueño Francisco de Ávila precisó que en sus primeros años destruyó sin contemplaciones más de 18 mil ídolos móviles y 2 mil ídolos fijos por considerarlos dioses satánicos. Obras valiosas como la del cronista Miguel Cabello de Valboa (1535-1608), que recogía el mito de Naylamp, sirvieron para justificar años después la cruzada de extirpación de idolatrías. Por ejemplo, un tratamiento más comprensivo con la tradición religiosa panandina hubiese significado un enriquecimiento de la comprensión espiritual más amplia y hasta una más efectiva evangelización. Por lo visto y ante las disquisiciones del jesuita José de Aguilar estas consideraciones no pecan de anacrónicas porque  su posición instaba a un tratamiento más inteligente, dialogante, humanista y comprensivo con la religión andina. En realidad, con José de Aguilar acontece lo mismo que con José de Acosta, al convertirse en un adelantado de la etnología moderna y atisbar más allá del monismo naturalista diacrónico para preconizar un pluralismo culturalista sincrónico.

Así no se hubiera perdido de vista y se habría advertido la ausencia de categorías claves en el pensamiento religioso andino y muy útil para la labor de la evangelización. Nos referimos a la idea de Creatum ex nihilo y Dios creador. De este modo en la interpretación iconográfica del mito de Naylamp como Tumi, que encarna la visión del mar como gran portal del inframundo es muy sugerente y plausible, pero a su vez permite advertir una idea de la “nada relativa” como ausencia o privación y, en consecuencia, su ligazón con la idea de un dios ordenador. En el Tumi destaca primero es el uso de la alegoría, como modo de pensar de la razón sobre ámbitos espirituales. O sea se trata de un filosofar mitocrático frente a la tradición logocrática venida de Occidente. El segundo concierne a la ubicación de la religión politeísta moche en el panorama de la evolución de la religiosidad panandina. Todo indica que el politeísmo con sus dioses tectónicos del inframundo ocupan un lugar subordinado en los Incas, cuya figura central es Pachacamac, es más abstracta y henoteísta. Es decir, de los tiempos inmemoriales del animismo andino se pasó al politeísmo y luego al henoteísmo, éste último como antesala del monoteísmo. Si algo de común hubo en la religiosidad andina fue el esquema metafísico dualista con un dios ordenador y jamás creador como en la tradición cristiana. Es decir, no conocieron el concepto de la nada absoluta -propio del esquema metafísico cristiano- sino la nada relativa -propia de la tradición ancestral y griega-. Compartieron el principio metafísico del nihil ex nihilo -nada viene de la nada- y no concibieron el principio creatum ex nihilo -creación de la nada-. Por ello, el fundamento común de la religiosidad andina, al igual que las otras religiones ancestrales, es el tiempo cíclico, el eterno retorno, la deidad ordenadora y no la deidad creadora.


Estas consideraciones filosóficas habrían sido más nítidas con la actitud humanista y dialogante preconizada por el jesuita José de Aguilar, el cual atisba como José de Acosta una superación antropológica y etnológica de las llamadas “culturas primitivas”. La postura de Aguilar sobre el ser posible como real pero no eterno ni independiente de Dios, evita otorgar demasiado ser a lo posible y con ello da un sesgo relativista al nominalismo escotista. Lo cual está más acorde con la teología liberadora del diecisiete. Esta interpretación del ser posible está íntimamente vinculada al probabilismo jesuita colonial, donde una ontología de lo posible fundamentaba una epistémica de lo probable, una consideración etnológica culturalista sincrónica y una utopía social socialista cristiana. El espíritu humanista de la filosofía virreinal peruana no sólo se mantiene vivo en esta segunda etapa utópico-moral, sino que avanza hacia un contenido liberador.

DIEGO DE AVENDAÑO: NEOESCOLÁSTICA LIBERADORA

DIEGO DE AVENDAÑO
Neotomismo humanista
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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Diego de Avendaño fue filósofo y jurista defensor de la dignidad humana de indios y negros, pero su visión de la monarquía y el poder virreinal estaba presidido por una postura teocrática moderada y ecléctica que lo llevó hacia la crítica de las instituciones virreinales, pero no para su supresión sino para su reforma humanista. En este sentido Avendaño encarna la recepción del legado humanista teológico de la generación precedente y el nuevo paradigma teológico liberador de la neoescolástica peruana. En realidad, la ácida crítica filosófico-jurídica y el moderado planteamiento sociopolítico de Avendaño lo describen como el utopista social ético-humanista por excelencia, pues su pensamiento percibe con nitidez meridiana el núcleo del conflicto social del cual depende la ampliación o el fin del imperio español en América. De ahí se comprende el título mismo de su obra cumbre: Thesaurus Indicus, precisamente para destacar que en el buen manejo de este recurso humano y natural dependía el destino universal de España.

Diego de Avendaño S.J. fue teólogo, jurista y filósofo hispano-peruano, nació en Segovia en 1594. Muy pronto emigró a Sudamérica, donde fue educado con los jesuitas, con quienes permaneció por el resto de su vida. Las pesquisas sobre su vida han permanecido obscuras, aunque varios de sus biógrafos lo consideraron un hombre muy piadoso. Ha sido visto como hombre de personalidad ambigua, sobre todo en algunas grandes contradicciones a lo largo de su magnum opus, el Thesaurus Indicus, obra colosal que refleja las ideas jurídicas, filosóficas y religiosas vigentes en la sociedad colonial hispanoamericana del diecisiete, y en donde se aprecia que se esfuerza en defender a los indígenas y considera ilícita la trata de esclavos pero llega a justificar la esclavitud y ciertas tendencias despóticas en contra de los indígenas. Pensamiento muy de la época y, aunque muestra su incomodidad con muchas instituciones coloniales, sigue siendo un hombre de su siglo.

Pero en realidad no se trata de ambigüedades ni contradicciones, sino de una postura reformista de las instituciones coloniales. La teología es un  proyecto vital y esto resplandece en las críticas emprendidas contra el despotismo sobre los indígenas y la ilicitud del esclavismo sobre los negros. En su postura teológica relumbra la teología de la cruz de Pablo de Tarso, cuyo eje gira en torno a la ley máxima del amor al prójimo y el mensaje bíblico; pero también reluce la teología de la Gracia de Agustín, para quien la Ciudad espiritual debe reinar en la tierra; más desde luego la teología racional académica de Tomás de Aquino, quien descubre la fuerza de la razón y la importancia de lo empírico; para arribar al nuevo paradigma de una teología liberadora, donde el escándalo de la cruz y la esperanza de la resurrección va unida a la importancia de la historia universal y no desatender lo político-social. En otras palabras, preconizaba un cambio gradual de las instituciones coloniales bajo consideraciones filosóficas y jurídicas de índole humanista-cristiano. Es por ello que este teócrata moderado y ecléctico no preconizaba tanto la supresión de los repartimientos y demás instituciones españolas, sino su humanización. Por eso, su indesarraigable españolismo lo lleva hacia el mantenimiento de instituciones oprobiosas y su catolicismo lo conduce hacia su crítica y verecundia reformista.

Avendaño fue un autor prolífico, su vasta obra abarca teología, jurisprudencia, sistemas políticos, historia europea y las Indias. Su españolismo se refleja en una visión privilegiada de la Península y es que estaba convencido del rol providencialista de la monarquía española en relación con el Nuevo Mundo descubierto y su tierra adoptiva. En este sentido su obra atiende la forma en que debían llevarse los asuntos políticos del Perú. Pero como buen tomista entendía que los asuntos públicos se sometían a la ley moral y las leyes injustas iban contra la ley divina, y por ello como profesor de Teología y Rector del Colegio Máximo de San Pablo de Lima, inspiró los Seminarios de problemas de Moral Práctica, que continuaron durante doscientos años en el Colegio de jesuitas de Lima.
De todas sus obras sobreviven dos: Thesaurus Indicus  publicado en Amberes en 1668 y Problemata Theologica, editado también en Amberes en 1678. Ambos escritos en latín. Su traducción del primero en la década de los noventa lo puso al alcance de un mayor público y estudioso.

Su obra Thesaurus Indicus es un extenso tratado que discute los derechos y obligaciones de los reyes Católicos con los indios, las obligaciones de éstos con la religión y el monarca, sus derechos al patrimonio, la administración de justicia, delitos de los mismos, contratos que los industriales pueden celebrar lícitamente con los indios, y el problema de la libertad de indios y negros. Avendaño se opuso a tendencias cesaristas y teocráticas desde una perspectiva probabilista, donde concede el beneficio de la probabilidad a las posiciones contrarias.  

Su voz se encrespa notablemente cuando dedica páginas enteras a los derechos de los indios y reprueba la esclavitud de los negros. Sigue el ejemplo del humanismo teológico de Las Casas y Acosta cuando recomienda a los monarcas redimir a los indios de la esclavitud y critica la bula de Calixto III y Nicolás V que dieron al rey Alfonso y a sus sucesores la autorización para reducir a esclavitud a reinos enemigos de Cristo. Pero a diferencia de Las Casas no discute la legitimidad de los Reyes Católicos para dominar las Indias. Es cierto que condena esas prácticas con pueblos que no son enemigos de la Iglesia, como los indios que no oponen resistencia a la fe, son muy inteligentes, creyentes católicos y amigos de sacerdotes. Condena como Scandalum Evangelii la doctrina de la esclavitud como estado natural y de este modo concilia la libertad de indios y negros con la doctrina católica y las constituciones apostólicas. Considera que la esclavitud no es un estado natural de los no cristianos ni la condición moral de los condenados a eterna servidumbre. El hombre es libre porque ha sido creado libre por Dios. La esclavitud es un accidente de la vida y de la historia y no se corresponde con la ley divina ni la ley natural. Considera Avendaño que la guerra contra los indígenas carece de motivos religiosos porque sus habitantes no se oponen a la propagación del evangelio. Por lo cual concedía a los indios el derecho de resistencia. Además, reivindicaba salario para el trabajo de los indios impugnando el sistema de las mitas. De este modo Avendaño asienta la teología liberadora ratificando los derechos humanos, el derecho a la vida, a la libertad y a la resistencia de indios y negros, la consideración de que la guerra lícita no es por religión, que la justicia civil y eclesiástica viene de Dios, la teología como saber integral, y como Vitoria, Carranza y Las Casas su oposición a la tesis imperialista de Sepúlveda de la guerra justa contra los indios. Avendaño es legítimo heredero de la enseñanza humanista de la escuela neoescolástica barroca de Salamanca y Coimbra. Esta ampliación del concepto de libertad personal serviría para fortalecer la idea moderna de la voluntad soberana del pueblo, la autonomía del espíritu, la emancipación del Estado frente a la Iglesia y la independencia de la patria.

Pero si condena la mita y la esclavitud de indios y negros a continuación declara ser lícita la compulsión al trabajo, defiende el tributo indígena –excepto para los que trabajan en las minas- y no discute la soberanía absoluta del monarca. El pío y españolista Avendaño no tenía el temperamento apasionado ni la consecuencia ideológica de Las Casas, su voz quejumbrosa quedó opacada y sin ser escuchada, no provocó un congreso como el de Valladolid, ni la Corte ni sus consejeros repararon en sus ideas. Mientras Las Casas tenía un espíritu revolucionario, el de Avendaño era reformista. Él representa la morigeración teórica del espíritu de contradicción al statu quo colonial, justo en momentos en que los jesuitas emprendían en la práctica el experimento comunista de las reducciones indígenas. Si las reducciones jesuitas representan una revolución al interior de las instituciones coloniales, las propuestas de Avendaño representan una reforma tibia de las mismas. Por eso no se trata de ambigüedades ni contradicciones, sino que resulta irónico que quien vio la necesidad de una urgente reforma de las instituciones coloniales, sucumbió ante recomendaciones moderadas. Así su ácida crítica filosófico-jurídica se aviene con el moderado planteamiento sociopolítico y lo describen como el utopista ético-humanista que percibe el núcleo del conflicto social del cual depende el destino del imperio español en América.

El otro libro que sobrevive de él son los Problemas Teológicos, en dos tomos. El primero se ocupa de Dios Uno, su existencia, constitución y atributos. Y el segundo está dedicado a la Trinidad Divina. Demuestra la existencia de Dios con el argumento peripatético del Primer Motor. Pero concibe a este Primer Motor como algo indiferente, porque Dios procede no por necesidad sino por indiferencia. Piensa que una concepción determinista del mundo llevaría a asumir que los seres existen por necesidad, lo cual rechaza tajantemente. Sólo Dios es el único ser que existe necesariamente y el mundo existe por contingencia. Nuestro jesuita quiso decir por “indiferencia” lo que es incausado, pero el término elegido es infortunado y lleva a equívocos éticos, como poner en duda los atributos divinos de la sabiduría, justicia, veracidad, bondad y santidad. Pero añade que Dios es acto puro, o sea que la perfección es su esencia. Dios no es perfectible sino perfecto. Entre sus atributos enumera: la singularidad y la perfección. Dios es un ser singular porque su ser Uno posee la esencia necesaria para todas las existencias. Para Avendaño Dios no es infinito porque Dios no es perfecto de modo eminente sino formalmente, de lo contrario Dios sería comparable pero la perfección infinita está fuera de lo comparable. Esto no significa que la esencia de Dios carece de relaciones al estilo hinduista, sino que parte de su esconderse es estar dentro del corazón y de nuestro ser.

En el importante capítulo sobre la libertad de la voluntad, que decide el asunto sobre si el hombre posee libertad moral genuina, el jesuita Avendaño acepta la doctrina dominica o tomista de la premoción física pero dentro de un molinismo estilizado, según la cual Dios quiere y prevé todas nuestras acciones pero quiere al mismo tiempo que sea libre. En la solución dominica Dios premotiva al hombre a escoger un determinado curso de acción, por tanto el decreto premotivador es anterior en orden de pensamiento al conocimiento divino de las futuras acciones del hombre; en cambio en la solución jesuítica o molinismo estilizado, prefiriendo la solución de Suárez, afirma que la acción divina y la voluntad humana tienen carácter concurrente, Dios conoce no sólo lo posible y el futuro real sino también los eventos condicionales futuros. Es decir, Dios libremente coopera o no en la acción del hombre. No hay premoción inflexible sino premoción de concurrencia dependiente en el previo conocimiento de Dios de lo que un ser libre escogería.

Es decir, la omnisciencia divina no destruye el libre albedrío y Dios quiere que el hombre libremente se salve o no. Cosa que se vuelve comprensible cuando lo primero es visto en el orden la eternidad y lo segundo en el orden de la temporalidad. Aquí lo que le interesa a Avendaño es evitar caer en la herejía del predestinacionismo de Orígenes con su negación del libre albedrío, en el naturalismo y su metafísica de la libertad, en el luteranismo protestante y su siervo arbitrio, y se atiene como el molinismo matizado suarista a la idea tomista de la premoción física. Si Dios prevé todas nuestras acciones entonces se da un concurso simultáneo entre Dios y el hombre para elegir el bien y el mal. Ya Molina había introducido la tercera vía de la ciencia media, donde Dios conoce los futuribles antes de todo decreto absoluto pero no antes de lo lógicamente posible.

Por lo demás, en esta polémica el Concilio de Trento había hecho caer su condena sobre el protestantismo del calvinismo y luteranismo (que niega la libertad y hace desaparecer el mérito de las buenas acciones y la culpa de las malas) y el pelagianismo (que sólo se queda con la libertad humana y niega la universalidad de la voluntad salvífica de Dios). Para el protestantismo el hombre no puede resistirse a la gracia y por tanto no es libre; para el catolicismo sí puede resistirse, el libre albedrío no es una cosa inanimada y pasiva porque aun debilitada por la caída de Adán no es destruido. Todo lo cual significa que Dios es la causa de perseverar en la salvación pero no de la caída, esto es, Dios prevé y pre-ordena desde la eternidad todos los acontecimientos futuros pero esto no significa necesidad fatalista para la libertad humana, la cual permanece intacta ya sea acepte la gracia o haga el mal. Por consiguiente, Avendaño tenía claro que nadie se salva contra su voluntad, que Dios ofrece sus gracias de conversión incluso a los réprobos y pecadores y que el fuego del infierno está preparado desde toda la eternidad para el pecado y el demérito, o sea para la negación de la caridad cristiana, la cual se infringe en el tiempo.

La consecuencia moral y práctica de estas convicciones de nuestro jesuita son de largo alcance, pues difícilmente la doctrina que afirma que Dios creó al hombre libre, ordenándole obedecer la ley moral y prometido premio o castigo por la observancia o violación de esta ley, puede pasar indiferente al sufrimiento e injusticias sufridas por los indios y negros a manos de los conquistadores españoles. La responsabilidad de los Reyes Católicos y de la España imperial para Avendaño aumenta sobremanera desde el momento en que son responsables de conducir con justicia y caridad a los dóciles indios hacia el camino evangélico. De ahí el nombre de Thesaurus Indicus  de su obra principal para encomiar el valor de las Indias y la responsabilidad de un reino cristiano ante ellas. Pues, lo que acontecía en las Indias en pleno siglo diecisiete representaba un verdadero escándalo para la conciencia cristiana y para la libertad humana, subvertía la protesta de las inteligencias más lúcidas y suscitaba la preocupación por modificar tal estado impío de cosas. Peor que afirmar la servidumbre humana en la teoría -como en los protestantes-, resultaba negarla en la práctica en el Nuevo Mundo por el cristiano imperio español, y de esto era muy consciente Avendaño y el jesuitismo en general.

El segundo libro de Problemas Teológicos está dedicado a la Trinidad. La vigorosa controversia en relación a la doctrina trinitaria, que se expresa en su forma más llana en el Credo de Atanasio, había sido reiniciada por los escritores socinianos del siglo diecisiete (por ejemplo, Sand “Nucleus historiae ecclesiastic”, Ámsterdam 1668), que afirmaban su desacuerdo con San Atanasio y su conformidad con Arrio. Ya el jesuita francés Petavio (1583-1652) –a quien se debe la historia del dogma como disciplina- había admitido que estos grandes Padres habían caído en graves errores dogmáticos.

En verdad, en las Escrituras sí hay evidencia de las Tres Personas Divinas pero no hay un término que designe juntas a las Tres Personas Divinas, y la palabra trinitas fue apareciendo sucesivamente en Teófilo de Antioquía (c. 180 d.C.), Tertuliano, Orígenes y San Gregorio Taumaturgo. Es más, se necesitó tres concilios –Nicea (325), Constantinopla (381) y Calcedonia (451)- para que la fórmula tomase forma definitiva. Era evidente que un dogma tan misterioso requería de una revelación Divina. Ahora se entiende la relevancia que tiene para Avendaño la doctrina trinitaria, que, por lo demás, él se atiene al tomismo. No obstante, se la figura como un círculo cerrado eternamente. Padre, Hijo y Espíritu Santo existen por Generación, mientras que el mundo existe por Creación y no por procesión. Avendaño se ratifica en la tradición occidental que expresa en primer lugar la comunión consubstancial entre el Padre y el Hijo, diciendo que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (Filioque) o sea es el Espíritu del Padre y del Hijo a la vez, a diferencia de la tradición oriental que afirma en primer lugar el carácter de origen primero del Padre por relación al Espíritu Santo, el cual procede del Padre por el Hijo. Se trata de no afectar ni desorbitar la identidad de fe en la realidad del misterio trinitario confesado.


La importancia de la doctrina trinitaria para el reino de las Indias era doble, es decir no sólo evangélica sino también históricamente. Pues toda acción de Dios en relación al mundo creado procede indiferentemente de las tres Personas Divinas. Entonces, qué sentido tendría que Dios envió a su Hijo al mundo y que él enviara al Paráclito, haciendo que la Santísima Trinidad esté presente en el alma median te el don de la gracia, si no se lucha por cambiar al mundo en la perspectiva del Reino de Dios. Indios y negros son defendidos en sus derechos humanos por Avendaño dentro de una teología liberacionista donde la ley máxima es practicar la justicia y el amor efectivo por el prójimo. Lo contrario es ofender la divina Encarnación del Hijo en la historia terrestre y nuestro jesuita es consciente de la situación límite del pueblo en la cruz de Cristo.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

FILOSOFÍA DEL CALUMNIAR

FILOSOFÍA DEL CALUMNIAR
Gustavo Flores Quelopana
Sociedad Peruana de Filosofía
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Calumniad con audacia,
algo siempre quedará
F. Bacon

I. EL PROBLEMA FILOSÓFICO DE LA CALUMNIA
El problema filosófico de la Calumnia va más allá del problema moral de ser una mentira que nace de la envidia para dañar la reputación ajena, o del problema sociológico de ser la orientación social deformada de individuos o grupos que niega la superioridad individual o grupal determinada, o del problema psicológico de una personalidad llena de frustración pulsional que logra una satisfacción sádica dañando mediante la mentira la reputación del Otro. Todo esto es consecuencia de algo más fundamental.

El problema filosófico de la Calumnia estriba en que no se basa en el resentimiento moral ante la eterna jerarquía de los valores, sino que consiste en la falsa atribución ontológica de la existencia objetiva de un vicio en vez de un valor. En el fondo es un problema metafísico. La Calumnia no niega ni falsifica el sentido del juicio de valor, sino que sobre la base de la aceptación de su existencia objetiva falsifica la verdad para dañar la nombradía del prójimo. El calumniador no pone lo malo en lugar de lo bueno, es más mostrenco y se limita a enlodar lo bueno con lo malo.

II. LA CALUMNIA Y SUS COMPONENTES

Es frecuente decir que las más crueles mentiras suelen decirse en silencio, atendiendo a que las mentiras del corazón comienzan en la cara. Pero hay un género de mentira especialmente cruel que suele decirse no en silencio, sino a las espaldas o a sotta voce (baja voz). Y éstas componen la Calumnia. La Calumnia tiene varios componentes (ignorancia, sospecha, odio rencor, envidia, perfidia, impostura, inocencia, injusticia y verdad), pero de entre todos resalta la Mentira.

El renacentista Sandro Botticelli –basado en uno de los Diálogos de Luciano- pinta en 1495 “La Calumnia de Apeles”. Es un tema alegórico que incluye diversas figuras: el “rey Midas”, con orejas de burro sentado en su trono escucha los consejos de “Ignorancia” y “Sospecha”; el “Juez malo”, ante él se encuentran ”Odio, “Rencor” o “Envidia” que conducen a una joven: ”Calumnia “ con apariencia dulce pero que toma a “Víctima” de los cabellos y la destroza; en su mano izquierda porta una antorcha que simboliza cómo la calumnia se extiende del mismo modo que el fuego. Completan el cuadro dos compañeras inseparables de Calumnia, “Impostura” y “Perfidia”, que arrastra a “Inocencia” (o Víctima) seguida por “Penitencia” o “Arrepentimiento”, que dirige su mirada a la “Verdad”. Al final resplandece la “Verdad” desnuda, que se cubre el sexo con su cabellera y la mano izquierda, y con el brazo derecho elevado pareciera invocar a los dioses para que reparen la injusticia.

Con razón dice el DRAE (1992) “Calumniar es una acción por la cual a un sujeto se imputa falsamente y con malicia algo -sean palabras, actos, intenciones- para causarle daño”. De modo, que -como en la pintura de Botticelli- el calumniar implica: el calumniador; la calumnia; el calumniado o la Inocencia; la mentira; su contraparte la verdad; la necesidad del castigo; la sospecha; la ignorancia; la envidia; y la mentira.

III. LA INTERPRETACIÓN SOCIOLÓGICA Y PSICOLÓGICA

Puede una gota de lodo sobre un diamante caer;
puede también de este modo su fulgor obscurecer;
pero aunque el diamante todo se encuentre de fango lleno,
el valor que lo hace bueno no perderá ni un instante,
y ha de ser siempre diamante por más que lo manche el cieno.
Rubén Darío (1881-1885)

El vocablo “calumnia” (derivado de latín: calumnia-ae) significa “acusación o imputación grave y falsa hecha contra alguien”; o “imponer o levantar falso testimonio”, “falacia”. Asimismo, queda relacionado semánticamente con “falta de respeto o consideración cometida con una persona o cosa particularmente respetable –al modo de una como una desconsideración”-, “censura”, “chisme”.

Sociológicamente la ley judeo-cristiana y la ley penal castigan la calumnia. La primera prohíbe tanto el falso testimonio contra el prójimo (8º mandamiento Ex, 20,16) como el codiciar algo de otro (10º mandamiento, Ex.20, 17). El código penal cuando analiza los Delitos contra el honor y dice acerca de la calumnia en el artículo suele decir: “Injuria es la acción o expresión que lesiona la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación”. Así se alienta a vivir en la verdad, desechando la mentira, la malicia, el engaño, la hipocresía y toda clase de maledicencias.

La calumnia ataca a la verdad (mentira), a la justicia (hiere el buen nombre ajeno), al amor y respeto debido al prójimo; mata o hiere a un sujeto frente a la sociedad porque enloda su reputación. Mediante la calumnia el calumniador se defiende contra su propia sensación de ineptitud e inseguridad. La calumnia rechaza la unidad con el “otro”, nos aparta y nos deja en soledad, o bien nos une al grupo de los que se identifican con esa posición. Al calumniador le cuesta reconocer las cualidades del otro, tiene mucho de mediocridad dentro de sí, y ve en las cualidades del Otro una mella a su propia autoestima.

La calumnia puede darse también en la forma de chisme. El chisme es una noticia verdadera o falsa que pretende indisponer a una persona contra otra: de allí su relación etimológica con “cisma” o separación, desunión. Desde las categorías psicoanalíticas el chisme puede considerarse como una elaboración maníaca ante una situación traumática que el yo del sujeto no puede tramitar. Destaca su carácter psicopático y envidioso.

IV. INTERPRETACIÓN PSICOANALÍTICA
La historia que ilustra bastante bien la calumnia es la de Juana de Arco, la adolescente francesa de origen campesino que fue víctima de una de las peores calumnias de la historia sin que el rey a quien había hecho coronar se ocupara de salvarla. Durante la Guerra de los Cien Años, los ingleses no invadieron Francia debido a la inspiración de Juana, quien lideró exitosamente el ejército francés y los venció. Pero la Inquisición la procesó como bruja, hereje y por el delito de usar vestimentas masculinas, cargando su nombre de injurias y quemándola viva en Ruán un 30 de mayo de 1431. Los ingleses llegaron a afirmar que Juana de Arco se vestía como hombre y era buen soldado porque tenía partes pudendas de hombre y mujer a la vez (hermafrodita).

No hay duda que la envidia como uno de los motores de la calumnia. Es decir, que aquel objeto idealizado es deseado y temido, de allí que el sujeto vivencia la imposibilidad de introducirlo en sí y queda expedita una vía: destruirlo. Un camino para ello es la calumnia que cual hiel se retiene y en un momento se expande envenenando, produciendo amargura, frustración. Así expresa el calumniador su envidia. Pero, la envidia acompañada de celos, por su etimología, relacionados con el fuego y la frustración pulsional constituyen otro ángulo para comprender la calumnia.

Freud en el Porvenir de una Ilusión observa cómo tendemos con más facilidad a obedecer las prohibiciones culturales por la fuerza de la compulsión externa, y con más facilidad nos satisfacemos dañando mediante la mentira, el fraude, la calumnia toda vez que esto no conlleve un castigo. Ultrajando y calumniando. Así exhibe su poder, se siente más seguro y la víctima más desvalida. Pero cuando el amor al objeto, llega a una identificación narcisista, recae el odio sobre este otro objeto y lo calumnia, lo humilla, lo hace sufrir y logra así una satisfacción sádica. Así consigue, de modo indirecto con el autocastigo, la venganza ante los objetos primarios y logra por la enfermedad atormentar a los que ama.

La calumnia es un instrumento de carácter sádico que utiliza el masoquista, aquel que está seguro de la destrucción y desesperanza del propio yo y por tanto también de la vacuidad del mundo. Se trata de formas melancólicas en el sentido de la vivencia de vacío o destrucción del yo que resuelven la sobrevivencia mediante el dominio sádico de los otros. El calumniador es un melancólico con tendencias sádicas que transmite la verdad melancólica de que la vida no tiene sentido, y sólo vive alimentándose del dolor que ocasiona con su sadismo destructivo. Su historia infantil podría mostrar que ha sido víctima de crueldades que tramita a su vez haciéndolas a otros.


V. SÍNTESIS FILOSÓFICA

1. Las intrigas que entreteje la acción de calumniar representa no una negación de una jerarquía valorativa sino su falso empleo con el propósito de dañar el ser del prójimo. Por eso la calumnia es un problema ontológico-metafísico.

2. La calumnia es una acusación grave contra alguien para deshonrarlo, herir su honor, su buen nombre. Es decir, para dañar una dimensión de su ser: su imagen pública. Nietzsche que equivocadamente creyó que la moral se basa en el resentimiento en vez del reconocimiento de la eterna jerarquía del valor, alabó la calumnia junto con la lascivia y la crueldad. Pero la Calumnia suprema de la Modernidad –al entronizar lo útil sobre el Espíritu- no es solamente contra el Valor objetivo del Bien, sino contra el Ser mismo. El acto de existir y de ser es bueno, si fuera malo no podría ser, por ello el mal no tiene ser sino que es defectivo respecto al ser.

3. Psicológicamente la calumnia surge cuando un sujeto frustrado idealiza a un prójimo al cual desea y teme; pero no puede aceptarlo y emprende la vía de la destrucción total mediante el falso testimonio. Por ello la envidia está acompañada de celos por el ser del Otro.

4. El carácter sádico y masoquista del calumniador ratifica la naturaleza ontológica de su propósito destructivo, pero en el fondo ello nace por la desesperanza en su propio yo y de la vacuidad del mundo de su sentido vital. Es imposible vivir exclusivamente alimentándose del dolor ajeno. El sadismo destructivo está condenado al fracaso. Al ser víctima de crueldades infantiles busca destruir al prójimo que le representa temor, admiración y poder.

5. La destructividad que se propone el calumniador en el ser del Otro termina casi siempre destruyendo su propio ser. La mentira no puede sostenerse siempre.

6. El ser del calumniador al final de cuentas queda atrapado y no puede defenderse del enloquecimiento moral y metafísico en que sucumbe su sadismo destructivo. En cambio el ser del calumniado a la postre logra librarse de las manchas gratuitas para relumbrar nuevamente en su ser.


Lima, Salamanca 16 de diciembre 2015

viernes, 11 de diciembre de 2015

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GLOBALIZACIÓN DEL HIPERIMPERIALISMO

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LUIS FLORES CABALLERO (1932-2013). Filósofo, poeta y novelista.

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ESPÍRITU DE FILOSOFÍA VIRREYNAL NOVOHISPANA

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LOS PERUANOS. Cómo somos y por qué somos lo que somos

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ANETICO

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Natalia Ustinovich - Adagio Albinoni

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