sábado, 6 de septiembre de 2025

ONTOLOGÍA ANDINA Sobre el logos cíclico inmanente

 

Gustavo Flores Quelopana

 

 

 

ONTOLOGÍA ANDINA

Sobre el logos cíclico inmanente

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

FONDO EDITORIAL

IIPCIAL

Instituto de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina

LIMA-PERU

2025

BIODATA

 

Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor, peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino (SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo “Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la “Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el “Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la “paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, el “Neobrutalismo” como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización, “Ontorrealismo” como propuesta metafísica para recuperar la trascendencia, la “Cristoradialidad” como teología parea un mundo descreído; y “Universo Pluritemporal” para explicar en tiempo ontológico en el cosmos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título:  ONTOLOGÍA ANDINA

 

Primera edición en castellano: Lima, setiembre, 2025

 

Autor: Gustavo Flores Quelopana

 

Editor: Gustavo Flores Quelopana

Los Girasoles 148- Salamanca-Ate

 

Se terminó de imprimir en setiembre de 2025 en: © Fondo Editorial del Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América Latina (IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca, Ate.

 

Tiraje: 30 ejemplares

 

HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ

N° 2025-

ONTOLOGÍA ANDINA

 

 

 

Prólogo

 

 

L

a ontología del pensamiento andino no es una curiosidad etnográfica ni una cosmovisión periférica. Es una arquitectura conceptual que desafía las bases mismas de la metafísica occidental. Pensarla exige descentrarse, abandonar el confort de las categorías heredadas, y abrirse a una lógica que no se articula desde el ser como presencia, ni desde el tiempo como línea, ni desde el sujeto como centro. Este libro no busca habitar esa ontología, ni adoptarla como horizonte existencial. Su propósito es más riguroso: desplegarla críticamente, reconstruir sus fundamentos, y confrontarla con otras tradiciones filosóficas, especialmente con la ontología cristiana, que el autor asume como marco de discernimiento.

El pensamiento andino se funda en el logos cíclico inmanente. No hay principio absoluto ni finalidad trascendente. El mundo aparece y desaparece en un ritmo que no busca equilibrio, sino transformación. La reversibilidad no es corrección, sino estructura. La latencia no es ausencia, sino potencia. Esta lógica no se presenta como sistema cerrado, sino como gesto territorial, como inscripción cósmica. No se deduce, se percibe. No se argumenta, se vive. Pero precisamente por eso, su reconstrucción filosófica exige una operación delicada: traducir sin traicionar, interpretar sin domesticar. El ciclo andino no es repetición mecánica. Es reconfiguración constante. Cada retorno es distinto, cada aparición es singular. No hay identidad fija, ni esencia estable. El ser no se conserva: se transforma. Y en esa transformación, el mundo no se afirma, sino que se rehace.

Desde la perspectiva cristiana, esta ontología plantea tensiones profundas. La ausencia de trascendencia impide la redención. La inmanencia radical excluye la gratuidad. El ciclo eterno niega la historia como promesa. El mundo no se dona: se reitera. El tiempo no se abre: se pliega. Pero estas tensiones no deben ser simplificadas. No se trata de oponer dos sistemas, sino de pensar sus diferencias con rigor. Porque si el pensamiento andino niega la trascendencia, lo hace desde una lógica que no es nihilista, sino estructural. Y si la ontología cristiana afirma la gracia, lo hace desde una ruptura que no es irracional, sino revelada. Aquí nos situamos en ese cruce. No para reconciliar lo irreconciliable, sino para pensar desde la diferencia. Porque solo en el contraste se revela la estructura. Solo en la confrontación se afina el concepto. Solo en el diálogo se prueba la verdad.

La ontología andina no es una filosofía del equilibrio. Es una filosofía de la convulsión. El mundo no busca armonía, sino movimiento. La dualidad no se resuelve: se tensiona. La complementariedad no es síntesis: es contradicción estructurada. Esta lógica desafía la noción de sujeto. No hay yo estable, ni conciencia unificadora. El ser humano no domina el mundo: lo atraviesa. No lo interpreta: lo habita. Pero ese habitar no es apropiación, sino tránsito. El cuerpo no es centro: es umbral. Desde la modernidad, esta ontología parece arcaica. Pero esa lectura es superficial. Porque lo que está en juego no es el pasado, sino la estructura. No la tradición, sino la lógica. No la cultura, sino la ontología. Y en ese nivel, el pensamiento andino revela una potencia que la filosofía occidental apenas comienza a reconocer. Pero este libro no idealiza esa potencia. La estudia con distancia crítica. Reconoce sus límites, sus silencios, sus exclusiones. Porque toda ontología excluye. Toda lógica decide. Toda estructura impone. Y el pensamiento andino no es excepción. Aunque también reconoce su fuerza. Su capacidad de pensar el ser como vínculo y no como sustancia. Su habilidad para estructurar el tiempo sin linealidad. Su modo de articular el mundo desde dentro, sin necesidad de exterioridad ni trascendencia.

Pensar esta ontología hoy implica reconocer que no se trata de una estructura intacta, ni de una cosmovisión que se mantiene viva en su forma original. El mundo andino está en transformación. Las comunidades que alguna vez vivieron según los ritmos del pachakuti, del ayni, del chakana, ahora se ven atravesadas por dinámicas de modernización que alteran profundamente sus formas de vida, sus lenguajes, sus prácticas rituales y sus marcos de sentido. La ontología del logos cíclico inmanente se piensa, entonces, en un momento de mutación. No como una vivencia inmediata, sino como una reconstrucción filosófica que corre el riesgo de convertirse en arqueología conceptual. Lo que antes era estructura viviente, hoy se presenta como huella, como vestigio, como posibilidad de pensamiento que debe ser rescatada antes de que se pierda incluso del horizonte de la investigación. La modernización no solo transforma las infraestructuras materiales del mundo andino. Opera una mutación ontológica. Introduce la linealidad del tiempo, la centralidad del sujeto, la lógica del progreso, la idea de acumulación. Estas categorías, propias de la racionalidad moderna, desarticulan el ritmo cíclico, la reversibilidad, la latencia. El mundo deja de reconfigurarse para comenzar a proyectarse. El ser deja de transformarse para comenzar a afirmarse.

En este contexto, la ontología precolombina se vuelve cada vez más lejana. No porque haya desaparecido por completo, sino porque ha sido desplazada por otras formas de pensar y vivir. Las nuevas generaciones crecen en ciudades, se educan en sistemas escolares que privilegian la lógica occidental, y se relacionan con el mundo a través de tecnologías que imponen una temporalidad acelerada y una espacialidad abstracta. La investigación académica, por su parte, ha tendido a reducir el pensamiento andino a objeto de estudio antropológico o a expresión cultural. Pocas veces se lo ha abordado como ontología, como estructura filosófica capaz de interpelar otras tradiciones. Y cuando se lo hace, suele ser desde una mirada nostálgica o idealizante, que impide pensar su potencia crítica en el presente. Este libro se sitúa en ese umbral. Reconoce que el pensamiento andino no puede ser simplemente recuperado, como si estuviera intacto en algún rincón del altiplano. Pero también afirma que, incluso en su desplazamiento, conserva una fuerza estructural que puede ser pensada, reconstruida, confrontada. No como modelo a seguir, sino como interlocutor ontológico. Pensar el logos cíclico inmanente en tiempos de mutación implica asumir que ya no se trata de una vivencia inmediata, sino de una operación filosófica. Una operación que exige rigor, distancia crítica, y al mismo tiempo, sensibilidad histórica. Porque no se trata de revivir el pasado, sino de pensar lo que ese pasado estructuraba, lo que ese ritmo organizaba, lo que esa lógica revelaba.

La transformación del mundo andino no sigue una línea recta ni uniforme. Prácticas ancestrales como el ayni coexisten con tecnologías modernas, pero esta convivencia no es síntesis: es tensión. En esa tensión, la ontología cíclica se fragmenta, se vuelve eco, posibilidad. El riesgo es su disolución: que el pensamiento andino se reduzca a folclore, a espectáculo, a objeto de consumo. Este libro, por tanto, no solo reconstruye: advierte. Llama a pensar antes de que esa lógica desaparezca del horizonte filosófico. Porque el pensamiento andino puede interpelar la modernidad objetivista, pero no desde la nostalgia, sino desde la filosofía. Solo el análisis riguroso y el diálogo ontológico evitan la idealización y permiten reconocer su diferencia sin exotizarla. El logos cíclico inmanente no es alternativa: es estructura distinta, con tensiones y límites propios. Pensarlo exige asumir lo que afirma y lo que excluye. En ese cruce, el pensamiento cristiano ofrece una contraparte: donde el ciclo se pliega, la historia se abre; donde hay reversibilidad, hay gracia irrepetible. Este prólogo no es neutral: es una toma de posición. Afirma que el pensamiento andino debe ser pensado como ontología, y confrontado desde otras ontologías. Porque solo en la tensión se revela la verdad.

El aporte filosófico de este libro no reside en la adopción de la ontología andina como alternativa existencial, ni en la reivindicación cultural de sus formas simbólicas. Su contribución consiste en reconstruir con precisión conceptual la lógica que subyace al pensamiento andino precolombino, identificando en ella una estructura ontológica coherente, aunque radicalmente distinta de la metafísica occidental. Pensar la ontología andina como logos cíclico inmanente implica reconocer que el mundo no se organiza desde un principio exterior, ni desde una finalidad trascendente, ni desde una sustancia estable. El ser no se afirma como presencia, ni como identidad, ni como esencia. En la ontología andina, todo lo que existe —tiempo, espacio, dioses, cuerpos, mundo— es ser inmanente, configurado dentro del ciclo. Pero ese mundo no se sostiene por sí solo: está regido por una ley cósmica, también inmanente, que impone el ritmo, destruye y rehace. Es el ser como fuerza anterior, no trascendente, que da comienzo y fin al mundo sin salir de él. Así, el ser se piensa en dos registros: lo que aparece, y lo que hace aparecer. La ontología andina piensa el ser desde el logos cósmico inmanente, fuerza rítmica que organiza y rehace el mundo. No da cuenta de un logos espiritual trascendente, originario y fundante del ser.

Y en ese ejercicio, se revela también una paradoja fecunda: que la cultura andina contemporánea, profundamente sincrética, está en mejor posición para comprender su forma ancestral sin necesidad de emprender un retorno regresivo ni de sostener una lectura anacrónica. El sincretismo no es pérdida, sino reconfiguración; no es dilución, sino apertura hermenéutica. En ese cruce entre lo ancestral y lo moderno, el pensamiento andino puede ser pensado con mayor claridad, sin idealización ni exotismo, como estructura ontológica vigente.

En suma, filosóficamente son seis las ideas clave: (1) ontológica: el ser es relacional e inmanente; (2) simbólica: chakana como figura simbólica del Ser; (3) metafísica relacional: doble registro del ser inmanente—las fuerzas que posibilitan el mundo y el propio mundo como manifestación de esas potencias; (4) cosmológica-temporal: mundo es vivido como eterno y vinculado a la tierra; (5) gnoseológica: la razón natural, no es capaz por sí sola de concebir la idea de creación desde la nada; (6) culturológica: sincretismo actual andino comprende su forma ancestral sin idealizaciones ni exotismo.

Así, el pensamiento andino ofrece una arquitectura conceptual donde el ser se vive como participación, no como creación


I

Filosofía precolombina

Desafíos de interpretación desde su lógica interna

 

 

 

 

La pregunta sobre quién interpreta con mayor fidelidad el pensamiento precolombino no es una cuestión menor. En ella se juega no solo la legitimidad de una filosofía ancestral, sino también el modo en que se la representa, se la traduce o se la distorsiona. Como autor de la propuesta mitocrática, henoteísta, cosmocéntrica, dualista, cíclica y necesitarista, considero necesario intervenir en este debate desde una posición que no solo busca reconstruir el pensamiento precolombino, sino también defender su lógica interna frente a los marcos epistemológicos occidentales que lo han reducido, simplificado o tergiversado.

 

Enfoques contemporáneos: entre la traducción y la fidelidad

 

Diversos autores han intentado conceptualizar el pensamiento precolombino desde perspectivas filosóficas modernas. Algunos lo han interpretado como animismo ontológico (Zenón Depaz), otros como etnofilosofía (Víctor Mazzi), panteísmo energético (Hugo Chacón), filosofía mítica (Díaz Guzmán) o cosmovisión práctica (Mario Mejía Huamán). También se suman Josef Estermann, desde la filosofía vivencial intercultural, Rodolfo Kusch, desde la ontología del “estar”, y Lucas Palacios Liberato, desde una perspectiva universalista.

El problema central radica en que muchos de estos enfoques observan el pensamiento precolombino desde categorías europeas —como racionalidad, humanismo o monoteísmo— o bien lo abordan sin atender a su compleja estructura metafísica, profundamente simbólica, cíclica y relacional. Esta omisión no es menor: implica desactivar el núcleo operativo del pensamiento precolombino, que no se articula desde abstracciones conceptuales ni desde una voluntad trascendente, sino desde una lógica ritual, dualista y cosmocéntrica que organiza el saber, el tiempo y la existencia. Sin esclarecer esta estructura metafísica, no es posible dar cuenta coherente del pensamiento precolombino, ya que es ella la que articula sus símbolos, ritmos y relaciones ontológicas.

Lecturas críticas y precisiones necesarias

 

Zenón Depaz estudia la cosmovisión andina como una ontología animista, donde todo está vivo y vinculado. Su enfoque no pretende superar el marco eurocéntrico ni reformular el pensamiento precolombino en categorías occidentales. Más bien, se atiene a la definición griega de filosofía y, desde allí, analiza lo andino como una cosmovisión, no como una filosofía en sentido estricto. Entiende la cosmovisión andina no desde un monismo ni un dualismo, sino desde un uno-dual del quíntuple vinculante (chawpi). Lo que equivale a pensar la ontología andina como vinculo o interrelación, el ser andino sería chawpi. Además, todo está animado y es complementario (yana), las wakas son fundamento (teqse), el kama es ánimo vital que se renueva en ciclos (pachacuti). Esta postura, aunque metodológicamente clara, limita la posibilidad de reconocer la lógica interna del pensamiento precolombino como una filosofía autónoma. Posteriormente, su estudio del pensamiento de Gamaliel Churata le sugiere la idea del "caosmos", o sea, la idea del ser andino como ciclicidad entre el desorden y el orden. Como vemos, su estudio del Manuscrito de Huarochirí lo lleva a la idea del ser como "interrelación" y luego el estudio de Churata lo conduce a la idea del ser como "ciclicidad reconfigurante". O sea, después de todo un recorrido arriba la idea metafísica de la dualidad dinámica (orden-desorden o caosmos). Pero lo que aún no advierte es que todo este movimiento de la ontología andina describe el imperio de la ley cósmica como necesitarismo metafísico del ser.

Hugo Chacón propone una interpretación panteísta de la energía cósmica, centrada en el concepto de Cama como fuerza vital que atraviesa el universo. Aunque esta propuesta ofrece una visión energética y fluida del cosmos andino, tiende a universalizar la sacralidad y diluir la distinción entre lo simbólicamente sagrado y lo profano. En ese sentido, confunde el inmanentismo cósmico del pensamiento precolombino con un panteísmo absoluto, cuando en realidad no todo está sacralizado, sino solo ciertos fenómenos naturales que condensan fuerza, ritmo y sentido.

Víctor Mazzi propone una etnofilosofía que busca reconocer formas de pensamiento reflexivo en las culturas indígenas, sin exigirles los moldes de la filosofía académica occidental. Su noción de “unidades de pensamiento reflexivo” permite identificar núcleos conceptuales en los relatos míticos, rituales y prácticas simbólicas. Sin embargo, al no reconstruir un sistema filosófico completo, su enfoque corre el riesgo de fragmentar el pensamiento precolombino en expresiones aisladas, sin captar la lógica estructural que las vincula.

Josef Estermann propone una filosofía vivencial desde el runa común, lo cual representa un gesto descolonizador importante. Sin embargo, al centrarse en la experiencia cotidiana, omite la figura del amauta —el sabio tradicional que estructuraba el saber ancestral— y no reconstruye la dimensión simbólica, ritual y metafísica del pensamiento precolombino.

Rodolfo Kusch aporta una crítica potente al pensamiento occidental desde la Estarlogía, una ontología del “estar” en la tierra. Aunque su enfoque es fértil y provocador, no parte de las fuentes indígenas específicas, sino de una generalización del pensamiento americano.

Mario Mejía Huamán, por su parte, propone una lectura de la cosmovisión indígena que, si bien busca reivindicar su profundidad filosófica, lo hace desde categorías claramente europeas. Su noción de teqse como “fundamento” ontológico equivale al arjé griego, revelando una traducción conceptual que no parte de la lógica interna del pensamiento precolombino, sino de su adaptación a esquemas metafísicos occidentales. Además, Mejía se atiene a la definición eurocéntrica de filosofía —como saber racional, sistemático y argumentativo— lo que lo lleva a validar el pensamiento filosófico solo en la medida en que se ajusta a esos criterios, excluyendo así formas de pensamiento que operan desde la ritualidad, la oralidad o la simbolización cíclica. Niega el dualismo metafísico precolombino y lo reemplaza por un monismo ontológico. Finalmente, su noción de “humanismo cósmico” revela una categoría típicamente europea, donde el ser humano se concibe como centro simbólico del universo, en contraste con la visión cosmocéntrica precolombina.

Lucas Palacios Liberato sostiene que la filosofía precolombina no era esencialmente distinta de la filosofía occidental, ya que ambas reflexionaban sobre el mismo contenido universal: el ser, el cosmos, la vida, la muerte, el tiempo. Esta afirmación, aunque busca validar el pensamiento ancestral como filosofía legítima, borra de un plumazo sus peculiaridades estructurales, simbólicas y ontológicas. Al asumir que toda filosofía trata los mismos temas, Palacios reduce el pensamiento precolombino a una variante regional de la filosofía universal, sin atender a su lógica interna ni a sus categorías propias. Esta homologación epistemológica desactiva la diferencia y neutraliza su singularidad.

Asís Orlando Vela Flores interpreta la filosofía del Tawantinsuyo como monista (Wiracocha creador), humanista y antropocéntrica, resultado de ello una trasposición de categorías occidentales y cristianas.

 

La propuesta precolombina: mitocrática, henoteísta, cosmocéntrica, dualista, cíclica y necesitarista

 

Frente a estos enfoques, sostengo que la filosofía precolombina —tal como la he reconstruido— ofrece la interpretación más fiel al pensamiento ancestral, por las siguientes razones:

·                 Mitocrática: El mito no es una narración secundaria, sino la matriz epistemológica que articula el saber, el poder y el rito.

·                 Henoteísta: El reconocimiento de una deidad principal —como Wiracocha— no excluye múltiples entidades sagradas. Wiracocha no crea desde la nada, sino que ordena el caos. Su poder está subordinado a la ley cósmica del pachakuti, revelando un necesitarismo metafísico donde ninguna entidad está por encima del ciclo universal.

·                 Cosmocéntrica: El ser humano no es el centro del universo, sino parte de un entramado cósmico que incluye tierra, tiempo, astros y espíritus.

·                 Dualista: La realidad se organiza en pares complementarios —hanan/hurindía/nochevida/muerte— que se equilibran y estructuran tanto la organización social como la metafísica del mundo.

·                 Cíclica: El tiempo no es lineal, sino circular, marcado por pachakutis, retornos y ritmos cósmicos. Esta ciclicidad no implica panteísmo, sino un inmanentismo naturalista: no todo está sacralizado, sino solo ciertos fenómenos que condensan fuerza y sentido.

·                 Necesitarista: La ley cósmica no es voluntad divina, sino estructura ontológica que rige todo lo existente, incluidas las deidades. El universo no se funda en la arbitrariedad, sino en la necesidad simbólica de reconfiguración, equilibrio y retorno.

Además, esta propuesta recupera la figura del amauta como sabio estructurador del pensamiento, y reconstruye el sistema simbólico precolombino como una filosofía en sí misma, no como una protofilosofía ni como una espiritualidad difusa. No se trata de adaptar lo ancestral a categorías modernas, sino de pensar desde lo precolombino, con sus propios códigos, ritmos y símbolos.

La estructura metafísica precolombina no solo conduce al necesitarismo, sino que revela una ontología del equilibrio cósmico, donde cada entidad, fuerza o fenómeno existe en función de su lugar dentro de un sistema relacional, cíclico y simbólicamente regulado. Este necesitarismo no es determinismo mecánico ni fatalismo religioso, sino una comprensión profunda de que todo lo que existe responde a una necesidad ontológica de armonía, complementariedad y reconfiguración.

En este marco, el universo no se concibe como una creación arbitraria de una voluntad divina, sino como una manifestación ordenada de ritmos, dualidades y ciclos que se actualizan constantemente a través del pachakuti —el gran giro o reordenamiento cósmico. Las deidades, los seres humanos, los astros y los elementos naturales no son entidades autónomas, sino nodos simbólicos dentro de una red de relaciones necesarias, donde cada uno cumple una función específica para mantener el equilibrio del todo.

Así, el pensamiento precolombino no busca dominar la naturaleza ni trascenderla, sino habitarla desde la conciencia de su necesidad estructural. El saber ancestral no se funda en la voluntad, sino en la comprensión de los ritmos cósmicos que rigen la existencia. Por eso, el ritual, el mito y la organización social no son expresiones culturales aisladas, sino formas de actualizar y sostener la lógica metafísica del universo. 

En suma, este necesitarismo, lejos de ser una limitación, constituye la clave interpretativa para entender la filosofía precolombina como un sistema coherente, profundo y autónomo, capaz de ofrecer una visión del mundo radicalmente distinta a la occidental, pero no por ello menos filosófica.

Por último, entender los nodos metafísicos de la ontología andina no significa de mi parte un intento de revivirlo o actualizarlo. Considero tal intento como anacrónico y antihistórico, que busca borrar de un solo golpe todo el avance que representa la metafísica aportada por el cristianismo. En una palabra, mientras el ser andino llega hasta la ciclicidad del necesitarismo cósmico que se detiene en el plano de lo inmanente, el ser cristiano es voluntad libre y creadora de un ser trascendente e infinito. Es decir, Wiracocha-Orden y Pachacuti-Caos actúan como la dualidad metafísica suprema de la ontología andina, pero con el agregado de que ambos principios se subsumen al necesitarismo de la ciclicidad cósmica. En otras palabras, en la ontología andina hay una crítica de la razón cósmica donde el necesitarismo de la ley cósmica preside el ser impersonal e inmanente andino. En suma, el ser andino es el devenir impersonal e inmanente del cosmos cíclico. 

II

El Ser en la ontología andina

Necesidad Cósmica y Voluntad Trascendente:

Dos Ontologías en Contraste

 

 

 

 

El pensamiento precolombino andino, reconstruido desde sus propios ritmos, símbolos y estructuras, ofrece una ontología relacional profundamente coherente, en la que el ser no se concibe como sustancia ni como voluntad, sino como devenir cíclico necesario. En este sistema, el universo no es creado desde la nada, sino reconfigurado simbólicamente a partir de lo preexistente, mediante ciclos de equilibrio, complementariedad y transformación. El pachakuti, como giro estructural del orden, no representa una ruptura ontológica, sino una actualización funcional dentro de una lógica cósmica impersonal.

Sin embargo, esta concepción encuentra sus límites cuando se la confronta con los problemas metafísicos que han desafiado a la filosofía universal: el origen absoluto, la racionalidad del orden y la inteligibilidad del cosmos. Frente a ello, la metafísica cristiana introduce una ontología superior, fundada en la voluntad trascendente de un Dios personal que crea libremente desde la nada (creatio ex nihilo), estableciendo un orden preciso, inteligible y abierto a la razón. El universo, en esta perspectiva, no es el resultado de una necesidad simbólica, sino el efecto de una libertad absoluta que funda el ser como don.

Este ensayo se propone contrastar ambas ontologías —la necesidad cósmica del pensamiento andino y la voluntad trascendente de la metafísica cristiana— no para reconciliarlas, sino para delimitar sus horizontes, reconocer la coherencia interna de la primera y afirmar la superioridad explicativa de la segunda. En ese contraste se juega no solo una diferencia de sistemas filosóficos, sino una diferencia radical en la concepción del ser, del orden y del sentido último del universo.

 

I. La estructura del pensamiento precolombino

 

La ontología andina se articula en torno a seis ejes fundamentales:

  • Mitocrática: El mito no es narración secundaria, sino matriz epistemológica que articula saber, poder y rito.
  • Henoteísta: Reconoce una deidad principal —como Wiracocha— sin excluir múltiples entidades sagradas. Wiracocha no crea desde la nada, sino que ordena el caos, subordinado a la ley cósmica del pachakuti.
  • Cosmocéntrica: El ser humano no es centro del universo, sino parte de un entramado cósmico que incluye tierra, tiempo, astros y espíritus.
  • Dualista: La realidad se organiza en pares complementarios —hanan/hurindía/nochevida/muerte— que estructuran tanto la organización social como la metafísica del mundo.
  • Cíclica: El tiempo no es lineal, sino circular, marcado por pachakutis, retornos y ritmos cósmicos. Esta ciclicidad implica un inmanentismo naturalista, donde solo ciertos fenómenos condensan fuerza y sentido.
  • Necesitarista: La ley cósmica no es voluntad divina, sino estructura ontológica que rige todo lo existente, incluidas las deidades. El universo no se funda en la arbitrariedad, sino en la necesidad simbólica de reconfiguración, equilibrio y retorno.

Este sistema no busca adaptar lo ancestral a categorías modernas, sino pensar desde lo precolombino, con sus propios códigos. El amauta, como sabio estructurador del pensamiento, encarna esta filosofía que no se reduce a espiritualidad ni a mitología, sino que constituye una ontología del equilibrio cósmico.

 

II. Discusión sobre el nombre: ¿Materialismo, Hilozoísmo o Vitalismo Necesitarista?

 

Nombrar esta ontología exige una reflexión crítica sobre los términos disponibles en la tradición filosófica occidental. El término materialismo resulta insuficiente y potencialmente anacrónico, ya que en su acepción moderna implica una visión mecanicista y desanimada de la materia. La ontología andina, por el contrario, concibe la materia como animada, simbólicamente cargada y funcional dentro de un sistema cósmico.

El término hilozoísmo, aunque más cercano, también presenta limitaciones. Si bien postula que toda materia está viva, no necesariamente implica una estructura ontológica regida por necesidad ni una lógica cíclica simbólica. Además, su uso está asociado a etapas presocráticas o a visiones difusas del animismo, lo cual puede desdibujar la especificidad del pensamiento andino.

Por ello, proponemos el término Vitalismo Necesitarista Andino, entendido como:

Ontología en la que la vida no es principio espontáneo ni voluntad divina, sino manifestación estructural de una necesidad cósmica que regula ritmos, dualidades y funciones dentro de un sistema relacional e inmanente.

No obstante, esta denominación también corre el riesgo de poner el énfasis en la vida como manifestación, y no en la necesidad como principio ontológico. Por ello, una formulación más precisa sería:

Necesitarismo Ontológico Andino: Concepción filosófica en la que la necesidad cósmica constituye el principio fundante del ser. No se trata de una voluntad ni de una causalidad mecánica, sino de una estructura ontológica inmanente, relacional y cíclica, que rige la existencia de todas las entidades en función de su lugar dentro de un sistema de equilibrio, complementariedad y reconfiguración.

Este término evita el espiritualismo difuso del animismo, el mecanicismo del materialismo y la espontaneidad del vitalismo clásico. El ser no es sustancia ni sujeto, sino nodo funcional dentro de una red simbólica que responde a la exigencia ontológica de mantener el equilibrio del todo.

 

III. Cartografía ontológica comparada

 

Para delimitar con mayor precisión el perfil del ser andino, es necesario contrastarlo con otras concepciones ontológicas que han marcado la historia del pensamiento:

 

Ontología

Naturaleza del ser

Temporalidad

Principio

Diferencia con el ser andino

Arjé presocrático

Principio físico originario

Lineal/conflictivo

Agua, aire, fuego

No hay principio único; el orden surge del ritmo cíclico

Tao chino

Flujo armónico dual

Cíclica/espontánea

Yin/Yang

El ser andino no fluye espontáneamente, sino por necesidad estructural

Brahman hindú

Ser impersonal absoluto

Atemporal

Unidad trascendente

El ser andino es impersonal pero no absoluto; está subordinado al ritmo cósmico

Parménides

Ser eterno e inmóvil

Atemporal

Uno inmutable

El ser andino es devenir, ritmo, reconfiguración constante

Platón

Ser uno y múltiple

Lineal/ideal

Mundo de las Ideas

El ser andino no parte de una idea trascendente, sino de una necesidad inmanente

Aristóteles

Sustancia con finalidad

Lineal/teleológico

Acto/potencia

El ser andino no tiene finalidad ni substrato: es función relacional

Cristianismo

Ser personal, libre, trascendente

Lineal/creacional

Voluntad divina

El ser andino no es voluntad ni libertad, sino necesidad cósmica

Ciencia del siglo XIX

Ley mecánica determinista

Lineal/causal

Causalidad física

El ser andino no es causal, sino simbólicamente necesario

Ciencia indeterminista

Ley estocástica probabilística

Lineal/azarosa

Indeterminación

El ser andino no es azaroso: responde a una lógica de equilibrio necesario

 

El ser andino se diferencia por ser:

  • Inmanente, no trascendente
  • Relacional, no sustancial
  • Cíclico, no lineal
  • Necesario, no voluntario
  • Simbólico, no mecánico
  • Funcional, no esencialista
  • Reconfigurable, no eterno ni fijo

Es una ontología del ritmo y la complementariedad, donde el ser no se define por lo que es en sí, sino por cómo participa en el equilibrio del cosmos. Luego veremos cómo ese equilibrio cósmico se subsume a la ley cósmica de la reconfiguración y nuevo ciclo de comienzo del universo. Es decir, en realidad el equilibrio tampoco deviene conservándose porque lo único que permanece es una ciclicidad perpetua.

IV. Diferenciación con otras filosofías del devenir

 

El pensamiento andino concibe el ser como devenir cíclico necesario, lo cual lo distingue de otras filosofías del cambio:

Heráclito

  • El devenir es flujo constante, transformación perpetua.
  • El conflicto es motor del orden.
  • El tiempo es lineal, aunque con tensiones cíclicas.

Diferencia: El devenir heraclíteo es espontáneo y caótico; el andino es estructurado y simbólicamente regulado.

Hegel

  • El devenir es proceso dialéctico de superación.
  • La razón absoluta se despliega en la historia.
  • El tiempo es lineal y progresivo.

Diferencia: El devenir hegeliano es teleológico; el andino es acíclico, sin finalidad trascendente.

Marx

  • El devenir es transformación histórica de las relaciones materiales.
  • La lucha de clases es motor del cambio.
  • El tiempo es lineal, orientado hacia la emancipación.

Diferencia: El devenir marxista es histórico-material; el andino es cosmo-simbólico, sin ruptura revolucionaria.

 

V. El Ser Andino como Función Relacional: Precisión Ontológica y Reconocimiento de Límites

 

La ontología andina, tal como ha sido reconstruida desde sus propios códigos simbólicos, no pretende ser reactualizada ni universalizada. Su valor reside en la coherencia interna de su sistema, en su capacidad de articular una visión del mundo en la que el ser no es sustancia ni esencia, sino función relacional dentro de un entramado cósmico regido por necesidad, ritmo y complementariedad. El pachakuti, como giro estructural del orden, no representa una creación, sino una reconfiguración impersonal de lo preexistente, donde el caos no es ausencia de sentido, sino matriz simbólica de transformación.

Sin embargo, esta concepción ontológica encuentra sus límites cuando se la confronta con los problemas metafísicos que han desafiado a la filosofía durante siglos. En particular, la metafísica cristiana ofrece una respuesta más robusta y universalizable al problema del origen, al introducir el concepto de creación desde la nada (creatio ex nihilo). A diferencia del pensamiento andino, que parte de una materia ya existente y la ordena simbólicamente, el cristianismo postula un Dios personal que crea libremente, sin necesidad ni precondición, inaugurando un orden ontológico radicalmente nuevo.

Este acto de creación no solo resuelve el problema del origen absoluto, sino que permite pensar un universo dotado de inteligibilidad interna, donde las leyes físicas no emergen de una reconfiguración cíclica, sino de una voluntad racional que establece un orden finamente ajustado. El llamado ajuste fino del universo —la precisión matemática de las constantes físicas, la armonía de las leyes naturales, la posibilidad misma de la vida— no puede explicarse satisfactoriamente desde una ontología impersonal y simbólica. Solo una metafísica que postule un principio trascendente, libre y racional puede dar cuenta de un orden tan exacto, tan estable y tan abierto a la comprensión.

Por ello, aunque el pensamiento andino ofrece una ontología rica en simbolismo, ritmo y relacionalidad, su horizonte queda circunscrito a una cosmología funcional, sin capacidad de fundar un principio absoluto ni de explicar la racionalidad profunda del universo. Reconocer esto no implica despreciar su valor, sino ubicarlo en su justo lugar: como sistema ontológico coherente dentro de una cultura específica, pero superado metafísicamente por la tradición cristiana que introduce nuevos conceptos, resuelve antiguos dilemas y funda una ontología universalizable.

 

VI. Conclusión: El Ser como Ritmo, el Orden como Don

 

El pensamiento precolombino, lejos de ser una etapa primitiva o una espiritualidad difusa, constituye una ontología rigurosa que concibe el ser como ritmo cósmico, como función simbólica dentro de un sistema relacional. Las deidades, los humanos, los astros y los elementos naturales no son entidades autónomas, sino nodos simbólicos que actualizan el equilibrio del universo en función de una lógica de complementariedad, reciprocidad y reconfiguración constante.

Esta visión del ser como ritmo implica que la existencia no se define por una esencia fija, sino por la capacidad de cada entidad de participar activamente en los ciclos cósmicos que sostienen la totalidad. El pachakuti, como giro estructural del orden, no representa una ruptura sino una actualización necesaria del equilibrio, donde lo viejo se transforma simbólicamente en lo nuevo, sin perder su raíz ontológica.

Sin embargo, esta ontología del ritmo, aunque poderosa en su contexto, no puede explicar el origen absoluto ni el orden racional del universo. Frente a ella, la metafísica cristiana propone una concepción del ser como don gratuito, como creación ex nihilo por parte de un Dios personal que no reconfigura lo dado, sino que inaugura lo posible. En este marco, el orden del universo no es resultado de una necesidad simbólica, sino expresión de una voluntad libre y racional, capaz de establecer leyes precisas, constantes físicas ajustadas y una estructura inteligible que permite la ciencia, la filosofía y la fe.

Así, el ser andino nos enseña a pensar el mundo como ritmo, como función, como equilibrio. Pero el cristianismo nos invita a pensar el ser como don, como creación, como misterio fundante. Entre ambos sistemas no hay contradicción, sino diferencia de horizonte: uno habita el cosmos, el otro lo funda. Y en esa diferencia se juega no solo la ontología, sino el sentido último de la existencia.

La ontología andina, al concebir el ser como ritmo cósmico, configura una ontología sin metafísica: el universo no es creado por un Dios trascendente como en la visión cristiana, ni emerge de la nada como en la cosmología materialista científica, sino que es eterno en su ciclicidad inmanente. Esta visión rehúye el principio absoluto —ya sea teísta o materialista— y con él la ruptura ontológica que implica un comienzo radical del ser. Ya Santo Tomás de Aquino advertía que la razón no puede demostrar si el mundo tuvo comienzo o no, pues hay argumentos válidos en ambos sentidos; solo por revelación sabemos que el universo comenzó en el tiempo. Así, la diferencia entre estas tres ontologías no radica en su coherencia interna, sino en su punto de partida ontológico y metafísico: la andina desde una ontología sin metafísica asume un universo eterno que se vive desde la inmanencia cíclica, mientras que la cristiana desde una ontología con metafísica parte de un acto creador que da origen al cosmos desde la trascendencia, y la materialista lo explica desde la nada. Por ello, en cuestiones donde la razón no alcanza certeza sin contradecirse —como el origen absoluto y la eternidad del universo— se vuelve necesaria la revelación, no como negación del pensamiento racional, sino como su complemento legítimo allí donde la lógica permite múltiples posibilidades sin violar el principio de contradicción. En este sentido la ontología sin metafísica andina como la cosmología materialista de la ciencia son consecuentes con la razón, más no pueden, por sí solas, resolver el enigma del origen absoluto ni de la eternidad del universo, pues ambos exceden los límites de la razón sin contradecirla. Por eso, aunque coherentes en su marco lógico, requieren de la revelación para responder aquello que la razón admite como posible pero no como demostrable.


 

 

 

III

Complejidad religiosa precolombina

 

 

 

Introducción

 

La religiosidad precolombina no puede ser comprendida desde categorías simplistas como politeísmo o animismo. En el vasto universo espiritual de las civilizaciones originarias de América, especialmente en el mundo andino, se despliega una estructura religiosa compleja, articulada en torno a múltiples sistemas de creencias, prácticas rituales, funciones sociales y cosmologías. Esta complejidad se manifiesta en la coexistencia —y en muchos casos sincretismo— entre la religión de servicio, vinculada al poder estatal, y la religión de integración, enraizada en las comunidades locales y en su relación con la naturaleza.

El caso del Inca Túpac Yupanqui y su consulta al chamán Antarqui antes de emprender su travesía hacia Oceanía es un ejemplo paradigmático de esta articulación espiritual. A través de este episodio, se revela cómo el poder imperial no solo toleraba, sino que dependía de los saberes ancestrales para legitimar sus acciones. Este ensayo explora la complejidad religiosa precolombina a través de una clasificación comparativa, el análisis de las deidades andinas, y la distinción entre sincretismo y coexistencia como claves interpretativas.

 

Tipología de religiones en el mundo precolombino

 

La religiosidad precolombina, especialmente en el mundo andino, se caracteriza por una estructura espiritual diversa, articulada y profundamente funcional. No se trata de un sistema homogéneo ni de una cosmovisión unificada, sino de una constelación de prácticas y creencias que responden a distintas necesidades sociales, políticas y cósmicas. Para comprender esta complejidad, es útil aplicar una tipología que distinga entre cuatro grandes formas de religiosidad, atendiendo no solo a su función social, sino también a su estructura teológica.

 

1. Religión de servicio

La religión de servicio es aquella que se vincula directamente al poder político central. En el caso del Imperio Inca, esta religión se manifiesta en el culto oficial a Inti, el dios Sol, y a Wiracocha, el creador. Su estructura es henoteísta: se promueve la supremacía de una deidad sin negar la existencia de otras. Esta religión legitima el poder del Inca, organiza el calendario ritual del Estado y articula el orden cósmico con el orden imperial. Los templos, los sacerdotes y las festividades estatales son sus principales expresiones.

 

2. Religión de integración

 

La religión de integración es local, comunitaria y profundamente enraizada en la relación con la naturaleza y los ancestros. Su estructura es animista y politeísta: cada elemento del mundo —montañas, ríos, animales, piedras— está habitado por una fuerza viva, y existen múltiples deidades con funciones específicas. Esta religión no busca centralizar el poder, sino mantener el equilibrio entre el ser humano y su entorno. El chamán, como figura mediadora entre lo visible y lo invisible, es esencial en este sistema. El culto a Pachamama, los Apus, las huacas y otras entidades tutelares son parte de esta espiritualidad.

 

3. Religión de liberación (ausente en el mundo precolombino)

 

Las religiones de liberación se caracterizan por su dimensión ética y profética. Buscan transformar el orden social injusto, denunciar la opresión y anunciar un nuevo mundo. Su estructura suele ser monoteísta ético. Las religiones clásicas de liberación son el gnosticismo, maniqueísmo, hinduismo, budismo, jainismo. En el mundo precolombino, esta forma religiosa está ausente: no hay una figura profética que cuestione el orden establecido ni una narrativa de redención colectiva.

 

4. Religión de salvación (ausente en el mundo precolombino)

 

Las religiones de salvación prometen la redención individual, la trascendencia del alma y la vida eterna. Su estructura puede ser monoteísta o dualista escatológica, como en el mazdeísmo, judaísmo, cristianismo, el islam. En el mundo andino, esta forma religiosa no existe: no hay pecado original, ni juicio final, ni cielo o infierno. La muerte es una transición dentro del ciclo natural, no una ruptura definitiva.

Cuadro comparativo: tipos de religión y estructuras teológicas

Tipo de religión

Estructura social

Función principal

Presencia en el mundo andino

Estructura teológica predominante

Ejemplos andinos o externos

Religión de servicio

Jerárquica, estatal

Legitimar el poder imperial

Presente

Henoteísmo funcional

Inti, Wiracocha, templo del Sol

Religión de integración

Comunitaria, local

Armonizar con la naturaleza y los ancestros

Presente

Animismo + Politeísmo

Pachamama, Apus, huacas, chamanismo

Religión de liberación

Profética, ética

Transformar el orden social injusto

Ausente

Monoteísmo ético o dualismo escatológico

Maniqueísmo, gnosticismo, budismo, jainismo, hinduismo

Religión de salvación

Individual, trascendente

Redención espiritual, vida eterna

Ausente

Monoteísmo 

Judaísmo, cristianismo, islam

 

Implicación clave

La complejidad religiosa precolombina no reside en la cantidad de dioses ni en la sofisticación de los rituales, sino en la articulación funcional entre sistemas distintos. La religión de servicio y la religión de integración coexisten, se entrelazan y, en ciertos momentos, generan formas de sincretismo ritual y simbólico. La ausencia de religiones de salvación y liberación no es una carencia, sino una diferencia estructural profunda: el mundo andino no busca redención, sino equilibrio; no promete trascendencia, sino continuidad.

 

Pluralidad de deidades en el mundo andino

Uno de los rasgos más distintivos de la religiosidad andina es su pluralidad de deidades, cada una con funciones específicas, territorios simbólicos y formas de culto propias. Esta diversidad no implicaba desorden ni contradicción, sino una organización espiritual altamente funcional, donde cada entidad cumplía un rol dentro del equilibrio cósmico.

A diferencia de las religiones monoteístas, el mundo andino no buscaba un dios único y trascendente, sino una red de presencias inmanentes que actuaban desde dentro del mundo natural. Incluso figuras como Wiracocha, promovidas por el Estado incaico como eje del henoteísmo imperial, no anulaban el culto a otras divinidades, sino que lo articulaban simbólicamente.

 

Cuadro de deidades y dominios espirituales

Deidad

Dominio espiritual

Tipo de religión asociada

Alcance territorial

Estructura teológica

Inti

Sol, poder imperial

Religión de servicio

Panandino (culto estatal)

Henoteísmo funcional

Wiracocha

Orden cósmico, origen del mundo

Religión de servicio

Panandino (ideológico)

Henoteísmo ordenante

Pachamama

Tierra, fertilidad, maternidad

Religión de integración

Andes centrales y sur

Animismo

Illapa

Lluvia, relámpago, clima

Religión de integración

Andes y zonas agrícolas

Politeísmo funcional

Mama Cocha

Mar, lagos, aguas

Religión de integración

Costa y altiplano

Animismo

Apus

Espíritus de las montañas

Religión de integración

Local (cada montaña)

Animismo territorial

Huacas

Objetos sagrados, lugares de poder

Religión de integración

Local (comunidad específica)

Animismo + culto ancestral

Ai Apaec

Guerra, sacrificio, protección

Religión de servicio (Moche)

Costa norte

Politeísmo ritual

Kon

Viento, fertilidad

Religión de integración

Costa central

Politeísmo funcional

Pariacaca

Lluvias, montaña, transformación

Religión de integración

Huarochirí, Yauyos

Animismo + mito fundador

 

Articulación entre lo local y lo imperial

El Imperio Inca no impuso una religión única, sino que reorganizó el paisaje espiritual para consolidar su poder. Las huacas locales fueron reconocidas, registradas y muchas veces incorporadas al sistema estatal como centros rituales subordinados. Los Apus de cada región siguieron siendo venerados, pero se integraron al calendario imperial.

La figura de Wiracocha, aunque promovida como dios ordenador, no reemplazó a las deidades locales. Su culto funcionó como eje simbólico del henoteísmo estatal, articulando la diversidad sin suprimirla. Esta estrategia permitió una coexistencia religiosa activa, donde lo local y lo imperial se entrelazaban sin perder identidad.

El caso de Antarqui y Túpac Yupanqui refuerza esta lógica: el Inca, representante del culto oficial, recurre a un chamán local para validar su empresa marítima. No hay exclusión, sino reconocimiento mutuo entre sistemas religiosos.

 

El caso de Antarqui y Túpac Yupanqui

 

Contexto histórico y simbólico

Túpac Yupanqui, décimo Inca del Tahuantinsuyo, es recordado por sus campañas militares y su legendaria expedición marítima hacia tierras lejanas, posiblemente las islas de Mangareva o Rapa Nui. Según las crónicas, antes de embarcarse en esta travesía, consultó a Antarqui, un sabio local, descrito como “volador” o “hechicero”, que tenía el poder de leer los signos del cosmos.

Este episodio no es anecdótico: revela cómo incluso el Inca, figura máxima del poder político y religioso, reconocía la autoridad espiritual de los sabios locales. Antarqui no era parte del aparato estatal, sino un representante de saberes ancestrales, ligados a la tierra, los astros y las huacas.

El acto de consultar a Antarqui antes de una empresa tan ambiciosa tiene un fuerte valor simbólico: el poder imperial no se concebía como autónomo, sino como dependiente de la armonía cósmica y la validación espiritual.

 

Función ritual de la consulta chamánica

La consulta a Antarqui puede entenderse como un ritual de legitimación. En la cosmovisión andina, toda acción de gran escala debía estar alineada con los ciclos naturales y las voluntades de los seres espirituales. El chamán no era simplemente un adivino, sino un mediador entre mundos, capaz de interpretar los signos del entorno y canalizar la voluntad de las deidades.

Antarqui, al “volar” o desplazarse por medios no convencionales, encarna la transgresión de los límites físicos, lo que lo convierte en un ser liminal, entre lo humano y lo divino. Su rol era garantizar que la expedición de Túpac Yupanqui no fuera una acción arrogante, sino una empresa ritualmente autorizada.

Este tipo de consulta no era excepcional: los Incas solían recurrir a oráculos, huacas y sabios locales antes de tomar decisiones importantes. La ritualidad no era decorativa, sino estructural en la toma de decisiones políticas.

 

Implicaciones políticas y espirituales

Este episodio revela una doble articulación del poder:

  • Política: El Inca, aunque figura central del Estado, no monopolizaba la espiritualidad. Al consultar a Antarqui, reconoce la autoridad de los saberes locales, lo que fortalece la cohesión del imperio. Es una forma de integración simbólica, donde el poder se legitima desde abajo y desde lo ancestral.
  • Espiritual: La consulta reafirma que el mundo andino no separaba lo político de lo espiritual. Toda acción debía estar en equilibrio con el cosmos, y los sabios como Antarqui eran los garantes de esa armonía. El poder sin ritual era visto como peligroso o desequilibrado.

Además, este caso muestra que el saber chamánico no era marginal, sino central en la toma de decisiones estratégicas. El Imperio Inca, lejos de imponer una religión única, tejía alianzas espirituales con los territorios que integraba, respetando sus huacas, sus Apus y sus sabios.

 

Conclusiones preliminares sobre la religiosidad precolombina andina

1. Sobre la jerarquía de las deidades

  • Wiracocha no fue ni el único ni el más importante dios precolombino. Su centralidad fue promovida por el Estado incaico en ciertos momentos, pero no desplazó el culto a otras huacas ni a divinidades locales.  La religiosidad andina fue plural, contextual y territorial.

2. Sobre la naturaleza de las divinidades

  • Ninguna deidad fue concebida como trascendente. Todas las divinidades, incluso las amazónicas, fueron inmanentes, es decir, actuaban desde dentro del mundo, no desde fuera.  La espiritualidad andina no separa lo divino de lo natural.
  • Las deidades no eran creadoras ex nihilo, sino ordenadoras del cosmos. Por ejemplo, Wiracocha no “crea” el mundo desde la nada, sino que organiza lo existente, establece relaciones y equilibrios.  La creación es entendida como estructuración, no como génesis absoluta.

 

3. Sobre los tipos de religiosidad

 

  • Todas las deidades pueden clasificarse dentro de religiones de integración (animismo) y de servicio (politeísmo / henoteísmo). Se busca armonía con el entorno y se rinde culto a múltiples entidades con funciones específicas.  La práctica religiosa se basa en reciprocidad, ritual y vínculo con el entorno.
  • No existieron religiones de liberación. Es decir, no hay evidencia de doctrinas que conciban el mundo como prisión o ilusión, ni que busquen liberación espiritual mediante conocimiento o desapego. Ejemplos ausentes: maniqueísmo, gnosticismo, hinduismo, budismo, jainismo, confucianismo.
  • No existieron religiones de salvación. No hay noción de pecado original, redención, juicio final ni un dios único trascendente que salve al creyente. Ejemplos ausentes: mazdeísmo, judaísmo, cristianismo, islamismo. 

 

4. Sobre la función de la religión

  • La religión andina no busca trascender el mundo, sino vivir en equilibrio con él. El objetivo es mantener el orden cósmico, la fertilidad, la salud y la continuidad de la comunidad.  La espiritualidad es práctica, relacional y territorial.
  • La noción de “dios supremo” es una construcción colonial. La idea de un dios único y universal fue impuesta por cronistas y evangelizadores, reinterpretando figuras como Wiracocha o Pachacámac bajo categorías cristianas.  El sincretismo posterior distorsiona el sentido original de las deidades.

 

 

 

 

Comparación entre Wiracocha y otras deidades andinas

Categoría

Wiracocha

Deidades protectoras (Ai Apaec, Mama Cocha, Illapa, etc.)

Naturaleza

Inmanente, ordenador del cosmos

Inmanentes, vinculadas a elementos o funciones específicas

Rol principal

Establece el orden, estructura el mundo, regula relaciones entre seres

Protegen, fertilizan, castigan, controlan fenómenos naturales

Alcance

Panandino (intentado por el Estado incaico)

Local o regional, con fuerte arraigo territorial

Culto

Promovido por élites estatales, con proyección ideológica

Culto popular, ligado a necesidades concretas (lluvia, cosecha, salud)

Complejidad simbólica

Alta: asociado al tiempo, al viaje, al orden, a la dualidad

Media: asociados a funciones naturales o sociales específicas

Transformación colonial

Reinterpretado como “dios supremo” por cronistas españoles

Sincretizados con santos o vírgenes según función (ej. Illapa con Santiago)

 

Claves interpretativas

·       Wiracocha no es simplemente un “dios más poderoso”, sino que representa una cosmovisión estructural: su figura articula el orden, la dualidad, el ciclo, el viaje, y la relación entre lo humano y lo no humano.

·       Las demás deidades —aunque fundamentales— tienen funciones más concretas y localizadas, como el control del agua (Mama Cocha), la lluvia (Illapa), la fertilidad (Kon), o la protección de linajes (Mallquis).

·       Esta diferencia no implica jerarquía en sentido occidental, sino distintos niveles de articulación simbólica dentro del universo andino.

Wiracocha como cúspide henoteísta en la religión de servicio

1. Religión de servicio andina: estructura politeísta con tendencia henoteísta

·           El mundo andino reconoce múltiples divinidades con funciones específicas: agua, sol, luna, cerros, fertilidad, linaje, etc.

·           Sin embargo, en contextos estatales como Tiawanaku y el imperio inca, se observa una tendencia a centralizar el culto en una figura superior: Wiracocha.

·           Esta centralización no elimina a las demás deidades, sino que las subordina simbólicamente, sin negar su existencia ni su culto.

 

2. Wiracocha como expresión máxima del henoteísmo

·           Representa una deidad ordenadora, no creador ex nihilo, que estructura el cosmos, establece jerarquías y regula el equilibrio.

·           Su culto fue promovido por las élites como símbolo de unidad ideológica y territorial, especialmente en el proceso de expansión inca.

·           Su figura articula elementos de tiempo, dualidad, viaje, transformación y orden, lo que lo distingue de los dioses funcionales o protectores.

 

3. No se dio el paso hacia el monoteísmo

·           Aunque se atisbó una estructura religiosa más centralizada, no se eliminó el politeísmo.

·           Las huacas, los Apus, los ancestros, los dioses locales y los elementos naturales siguieron siendo objeto de culto.

·           El paso hacia el monoteísmo —que implicaría la exclusión de otras divinidades y la afirmación de un dios único trascendente— no ocurrió.

·           Esto confirma que la religiosidad andina mantuvo su pluralidad ontológica, incluso en sus formas más estatales.

 

Implicación histórica y simbólica

·       El intento de centralización religiosa con Wiracocha puede verse como una estrategia política y simbólica, no como una transformación doctrinal hacia el monoteísmo.

·       La cosmovisión andina no concibe lo divino como separado del mundo, por lo tanto, el monoteísmo —con su dios trascendente y exclusivo— no encaja en su lógica espiritual.

·       En lugar de una ruptura, se dio una reorganización jerárquica dentro del politeísmo, con Wiracocha como eje articulador.

 

El esquema henoteísta como articulador de la diversidad religiosa precolombina

1. Henoteísmo estatal como eje articulador

·       El culto a Wiracocha (y en menor medida a Inti) representó el intento más elaborado de centralización religiosa en el mundo andino.

·       Este henoteísmo no implicó la negación de otras divinidades, sino su subordinación simbólica dentro de un orden estatal.

·       Fue una estrategia de integración ideológica y territorial, no una imposición doctrinal.

 

2. Vigencia de las religiones animistas de integración (Andes y Amazonía)

·       En las regiones altoandinas y amazónicas, persistió la cosmovisión animista, donde todo —cerros, ríos, animales, plantas, astros— tiene espíritu.

·       El principio de ayni (reciprocidad) y el culto a las huacas y Apus siguieron siendo centrales, incluso bajo el dominio inca.

·       El henoteísmo estatal no reemplazó esta religiosidad, sino que la incorporó como parte del orden cósmico.

 

3. Vigencia de las religiones politeístas funcionales (Costa norte, centro y sur)

·       En las culturas costeñas (Moche, Chimú, Nazca, Paracas, etc.), predominó un politeísmo funcional, con dioses especializados en agua, fertilidad, guerra, pesca, etc.

·       Estas religiones estaban profundamente ligadas al territorio y a la economía local.

·       El Estado inca respetó muchas de estas divinidades, integrándolas como huacas regionales dentro del sistema imperial.

 

4. Conclusión integradora

·       El esquema henoteísta no fue excluyente, sino articulador: permitió la coexistencia de religiones animistas y politeístas bajo una lógica estatal.

·       Esta flexibilidad explica la resistencia y persistencia de las religiones locales incluso después de la expansión incaica.

·       También ayuda a entender el sincretismo posterior con el cristianismo, donde las huacas y dioses locales fueron reinterpretados como santos, vírgenes o figuras bíblicas.

 

Eje unificador: el inmanentismo naturalista en la religiosidad precolombina peruana

1. Definición del inmanentismo naturalista

·       La divinidad habita el mundo, no lo trasciende.

·       Lo sagrado no está separado de lo natural: actúa desde dentro del entorno, no desde fuera.

·       No todo es sagrado: no hubo panteísmo. Solo ciertos elementos (huacas, Apus, astros, ancestros) eran considerados portadores de fuerza espiritual.

 

Aplicación a los tipos de religiosidad

Tipo de Religión

Características principales

Relación con el inmanentismo naturalista

Religiones de integración (animismo)

Todo ser natural puede tener espíritu. Se busca armonía, reciprocidad y equilibrio con el entorno.

 Totalmente inmanente: la divinidad está en la tierra, el agua, los cerros, los astros.

Religiones de servicio (henoteísmo / politeísmo)

Múltiples dioses con funciones específicas. Uno puede ocupar el centro sin negar a los demás.

Inmanente: los dioses actúan desde el mundo, no lo trascienden.

 

En el henoteísmo estatal (Tiawanaku e Incas)

El inmanentismo naturalista se complejiza y se asocia a cuatro grandes principios:

Principio

Descripción

Ciclicidad

El tiempo no es lineal, sino circular. Las eras, los ciclos agrícolas, los mitos de origen y destrucción se repiten.

Dualismo

Todo está compuesto por pares complementarios: masculino/femenino, arriba/abajo, día/noche, vida/muerte.

Cosmocentrismo

El orden religioso no gira en torno al ser humano, sino al equilibrio del cosmos. El ser humano es parte, no centro.

Necesitarismo

Las acciones rituales no son opcionales, sino necesarias para mantener el orden cósmico. El ayni con los dioses es obligatorio.

 

Implicaciones clave

§   No hubo panteísmo: no todo era divino, sino que lo sagrado estaba localizado en ciertos seres, lugares y momentos.

§   No hubo trascendencia: ni siquiera Wiracocha actuaba desde fuera del mundo. Su poder era ordenador, no creador absoluto.

§   No hubo salvación ni liberación: la religión no buscaba escapar del mundo, sino vivir en equilibrio con él.

§   No hubo monoteísmo: la religión de Wiracocha era de soberanía sobre el universo politeísta de dioses locales.

 

¿Qué revela este episodio?

1. Sinergia entre religión de servicio y religión de integración

§   El Inca, máxima autoridad del culto estatal, recurre a un chamán (Antarqui), figura tradicional vinculada al mundo espiritual, a los sueños, los augurios y la conexión con fuerzas naturales.

§   Esto muestra que el poder político-religioso incaico no operaba en exclusividad, sino que echaba mano de saberes ancestrales para legitimar decisiones trascendentales como una expedición ultramarina.

2. El chamán como mediador cósmico

§   Antarqui no es un sacerdote del templo solar, sino un especialista en lo invisible, en lo que no puede ser controlado por el aparato estatal.

§   Su rol es consultivo, visionario y ritual, lo que lo vincula directamente con la religión de integración animista, donde el mundo está habitado por fuerzas vivas que deben ser interpretadas y respetadas.

3. El henoteísmo no excluye, sino articula

§   El hecho de que el Inca recurra a Antarqui demuestra que el henoteísmo incaico no buscaba eliminar el pluralismo religioso, sino articularlo funcionalmente.

§   La religión de servicio, aunque jerárquica y estatal, reconocía la eficacia simbólica y espiritual del chamanismo, especialmente en momentos de incertidumbre o riesgo.

Implicación más profunda

Este episodio confirma que la religiosidad andina no operaba bajo lógicas excluyentes como las del monoteísmo. En lugar de imponer una ortodoxia, el sistema incaico tejía una red de saberes y prácticas que incluía lo estatal, lo local, lo ancestral y lo visionario. El viaje a Oceanía, si bien aún debatido en términos históricos, funciona como mito fundacional de expansión, y la participación de Antarqui lo convierte en un acto ritual de validación cósmica, no solo política.

 

Conclusión

 

La religiosidad precolombina, lejos de ser una expresión primitiva o fragmentaria, constituye una ontología relacional rigurosa, donde el ser no se concibe como sustancia fija, sino como ritmo cósmico, como función simbólica dentro de un sistema de complementariedad y reciprocidad. 

En este universo, lo sagrado no es trascendente ni separado, sino inmanente y naturalista: las deidades, los astros, los humanos y los elementos del paisaje son nodos simbólicos que actualizan el equilibrio del cosmos mediante su participación activa en los ciclos vitales.

Esta visión del ser como ritmo se refleja en la estructura religiosa andina, donde el henoteísmo incaico no impone una jerarquía excluyente, sino que articula dos dimensiones complementarias: la religión de integración, animista y cosmocéntrica, y la religión de servicio, estatal y cíclicamente necesitarista. 

El Inca, como figura mediadora, no funda el orden, sino que lo reconfigura ritualmente, legitimando su poder a través de la armonización de fuerzas vivas y ancestrales. El pachakuti, como giro estructural del orden, no representa una ruptura, sino una actualización simbólica del equilibrio, donde lo viejo se transforma en lo nuevo sin perder su raíz ontológica.

Sin embargo, esta ontología del ritmo, aunque profundamente coherente en su contexto, no pretende explicar el origen absoluto ni el fundamento racional del universo. Frente a ella, la metafísica cristiana propone una concepción del ser como don gratuito, como creación ex nihilo por parte de un Dios personal que no reconfigura lo dado, sino que inaugura lo posible. En este horizonte, el orden del universo no es resultado de una necesidad simbólica, sino expresión de una voluntad libre y racional, capaz de establecer leyes, constantes físicas y una estructura inteligible que permite la ciencia, la filosofía y la fe.

Así, el pensamiento andino nos enseña a habitar el cosmos como ritmo, como equilibrio dinámico, como función simbólica dentro de un orden inmanente que se actualiza cíclicamente. El cristianismo, en cambio, nos invita a concebir el cosmos como don, como creación gratuita ex nihilo por parte de un Dios trascendente que funda el ser desde su libertad. 

Entre ambos sistemas no hay simple continuidad ni mera diferencia de horizonte, sino una contradicción ontológica profunda: mientras el pensamiento andino ordena lo dado mediante la reconfiguración simbólica del equilibrio, el cristianismo crea lo posible desde la nada, inaugurando un orden que no depende del ciclo, sino de la voluntad. Esta tensión no invalida ninguno de los dos sistemas, pero sí revela que el sentido último de la existencia se juega en dos lógicas distintas del ser: una que lo actualiza, otra que lo origina.

Así, el pensamiento andino nos enseña a habitar el cosmos como ritmo, como equilibrio dinámico y función simbólica dentro de un orden inmanente que se actualiza cíclicamente. Wiracocha no es creador, sino ordenador. Actúa como principio cósmico dualista frente al caos preexistente. Y, sin embargo, el Orden sucumbe al Caos durante el Pachacuti. Wiracocha es impotente para hacer durar por siempre el orden impuesto. Se somete a la ciclicidad necesitarista de la ley cósmica.

Esta lógica de necesitarismo cíclico de la actualización, aunque coherente en su contexto, carece de la lógica del origen: no explica el fundamento absoluto del ser, ni la creación ex nihilo, ni la gratuidad radical del existir. 

Frente a ella, la metafísica cristiana propone una ontología del don, donde el ser no se reconfigura, sino que se inaugura desde la libertad de un Dios trascendente. Esta diferencia no es simplemente de horizonte, sino de estructura ontológica: el pensamiento andino ordena lo dado, mientras el cristianismo funda lo posible. Por ello, la lógica del ritmo necesita ser completada por la lógica del origen, si se quiere pensar el ser en toda su profundidad.

 

Epílogo

El pensamiento andino concibe el ser no como sustancia ni como esencia, sino como ritmo: una dinámica simbólica que actualiza el equilibrio cósmico dentro de un orden inmanente y cíclico. En esta visión, el universo no tiene un inicio absoluto ni un fin definitivo, sino que se reconfigura constantemente a través del Pachacuti, el giro que transforma y renueva. El ser no se funda, se manifiesta; no se crea, se ordena. Wiracocha, figura axial de esta cosmovisión, no actúa como creador ex nihilo, sino como ordenador de un cosmos que ya pulsa en sí mismo.

Esta ontología del necesitarismo rítmico se sostiene en la reciprocidad, en el ayni, y en la complementariedad de opuestos. El mundo se mantiene por el equilibrio entre fuerzas que se alternan, se invierten y se regeneran. El tiempo no es lineal, sino circular; el devenir no es progreso, sino retorno. En este marco, el ser no necesita una causa primera, porque su sentido está en el flujo, no en el origen. Sin embargo, esta coherencia interna plantea una limitación: ¿puede pensarse el ritmo sin un punto de partida? ¿Puede sostenerse la actualización sin una instancia que la inaugure?

Frente a esta lógica inmanente, el cristianismo propone una ontología del don. Aquí, el ser no emerge por necesidad cósmica, sino por libertad divina. Dios, trascendente y personal, no ordena lo que ya existe: crea lo que no era. El mundo no es una manifestación cíclica, sino una historia con dirección, con vocación, con sentido. La existencia no se explica por su equilibrio interno, sino por el acto gratuito de un Dios que llama al ser desde la nada. El ser, entonces, no es solo ritmo: es respuesta a una iniciativa que lo precede.

Esta diferencia no implica oposición, sino profundidad. El ritmo andino revela una sabiduría cósmica que percibe la armonía del universo como algo vivo, mutable y sagrado. Pero el cristianismo introduce una dimensión que trasciende esa armonía: la gratuidad. El ser no está determinado por el ciclo, sino liberado por el amor. La historia no es solo repetición, sino promesa. El orden no se actualiza por necesidad, sino que se transforma por gracia. El Logos no es solo razón del cosmos, sino Palabra que interpela, guía y redime. Así, el sentido último de la existencia no se agota en la actualización del orden, por más perfecto que este sea. El ser humano no solo participa del ritmo cósmico, sino que es llamado a una relación con el origen mismo del ser. El Pachacuti puede renovar el mundo, pero no puede fundarlo. La reciprocidad puede sostener la vida, pero no puede explicarla en su totalidad. El ritmo necesita del origen para pensarse plenamente; la armonía necesita del don para alcanzar su plenitud.

En este diálogo entre ontologías —la del ritmo y la del don— no hay negación, sino revelación. El pensamiento andino ofrece una mirada profunda sobre la estructura del mundo, mientras que el cristianismo propone una clave para su sentido último. Juntos, permiten comprender que el ser no es solo lo que se manifiesta, sino también lo que se recibe. Que el cosmos no es solo lo que se ordena, sino también lo que se ama. Y que la verdad no es solo lo que se intuye, sino también lo que se revela.

 

IV

Wiracocha y la Ontología de la Reciprocidad Crítica a la Interpretación Trascendente

 

 

 

Resumen

Este artículo propone una crítica a la interpretación trascendente de Wiracocha, figura central en la mitología andina, que ha sido históricamente distorsionada por los cronistas españoles y por paradigmas teológicos occidentales. A través de una lectura ontológica inmanente, se argumenta que Wiracocha no representa un dios creador absoluto, sino una manifestación del ciclo cósmico andino, regido por la reciprocidad, la dualidad y el devenir permanente. Se compara esta ontología con el necesitarismo árabe, destacando las diferencias entre una dependencia teológica y una lógica relacional natural.

 

1. Introducción

La figura de Wiracocha ha sido objeto de múltiples interpretaciones desde la llegada de los españoles al Tawantinsuyo. La más persistente ha sido la que lo concibe como un dios omnipotente, creador absoluto del universo, en clara analogía con el modelo monoteísta judeocristiano. Esta lectura, sin embargo, distorsiona profundamente el sentido original del mito andino, imponiendo una ontología ajena a la razón natural y mítica de los pueblos originarios. Este artículo propone una crítica a dicha interpretación trascendente, restituyendo el sentido ontológico originario de Wiracocha como principio ordenador dentro de un universo cíclico, dinámico e inestable.

 

2. Crítica a la Ontología Trascendente

La idea de un dios trascendente presupone la existencia de una nada absoluta, un vacío ontológico total desde el cual una deidad omnipotente crea el universo. Esta concepción contradice tanto la razón natural, basada en la observación de los ciclos de la naturaleza, como la razón mítica, que concibe la nada como una carencia relativa, una fase dentro del devenir cósmico. En la cosmovisión andina, la creación no es un acto ex nihilo, sino una emanación, transformación o reordenamiento de lo existente. La nada no es un punto cero metafísico, sino una etapa transitoria dentro de un ciclo eterno de nacimiento, muerte y regeneración.

Desde esta perspectiva, Wiracocha no puede ser concebido como un creador absoluto, sino como un ordenador cósmico, una fuerza que organiza y regula lo que ya existe. Su aparición en los mitos —emergiendo del agua primordial, creando el sol, la luna y los seres humanos, y luego destruyéndolos parcialmente— no lo sitúa como origen del ciclo, sino como expresión activa del mismo. El universo andino no necesita de un principio trascendente para existir; se autorregula a través de fuerzas complementarias que se manifiestan en la naturaleza, en los ritmos agrícolas, en los cuerpos celestes y en las prácticas rituales.

 

3. Imposición Epistemológica de los Cronistas Españoles

La interpretación trascendente de Wiracocha no surge de la cosmovisión andina, sino de la imposición epistemológica de los cronistas españoles, quienes, al enfrentarse a un universo simbólico radicalmente distinto, recurrieron a sus propios marcos teológicos para traducirlo. En su afán por comprender —y controlar— el mundo indígena, proyectaron sobre Wiracocha la figura del Dios cristiano: único, omnipotente, creador desde la nada. Esta operación no fue inocente ni meramente interpretativa; fue parte de un proceso sistemático de colonización del pensamiento, donde las categorías europeas se impusieron como universales, relegando las ontologías originarias a la condición de superstición o idolatría. Así, la dualidad cósmica, la reciprocidad y el devenir permanente que estructuraban el universo andino fueron silenciados o reinterpretados bajo el prisma de la trascendencia, borrando la lógica relacional y cíclica que daba sentido a Wiracocha como principio ordenador y no como creador absoluto.

 

4. Ontología de la Reciprocidad y Dualidad Cósmica

El cosmocentrismo de la civilización agrocéntrica andina advirtió la dualidad, la complementariedad y la reciprocidad en la naturaleza, lo que no sólo llevó hacia el animismo y el politeísmo, sino también al henoteísmo, que terminaba armonizando las ideas de ciclicidad y necesitarismo cósmico. En este marco, las deidades no son entidades absolutas ni jerárquicas, sino principios activos que encarnan funciones dentro del ciclo. De este modo, Wiracocha no es origen del ciclo, sino una manifestación del mismo, subsumido a la lógica del devenir cósmico que regula la existencia.

Esta ontología de la reciprocidad andina no desemboca en un monoteísmo porque no postula una unidad divina que absorba o anule la pluralidad de fuerzas cósmicas. Por el contrario, se fundamenta en una dualidad cósmica original, donde cada principio tiene su contraparte, y el equilibrio se logra a través de la tensión dinámica entre opuestos: masculino y femenino, luz y oscuridad, vida y muerte, arriba y abajo. El universo no es estático ni cerrado, sino un devenir permanente, un tejido inestable y mutable que se rehace constantemente. En este contexto, no hay lugar para una deidad única y omnipotente que imponga orden desde fuera, sino para múltiples entidades que coexisten, se interrelacionan y se transforman en función del ciclo. El pensamiento andino, por tanto, no busca la unidad absoluta, sino la armonía relacional, donde la diversidad es condición del equilibrio y no obstáculo para la comprensión del cosmos.

 

5. Comparación con el Necesitarismo árabe

Una comparación esclarecedora puede hacerse entre el necesitarismo andino y el necesitarismo árabe. Mientras el primero se basa en la observación cíclica de la naturaleza, donde todo fenómeno responde a una necesidad interna del cosmos que se autorregula sin intervención trascendente, el segundo —especialmente en la tradición filosófica islámica medieval— concibe el necesitarismo como una dependencia ontológica absoluta del mundo respecto a Dios. En el pensamiento árabe clásico, influido por el neoplatonismo y el aristotelismo, el universo existe porque Dios lo quiere y lo sostiene constantemente, aunque no necesariamente lo crea desde la nada en sentido literal.

En cambio, el necesitarismo andino no presupone voluntad divina ni trascendencia, sino una necesidad interna del ciclo, donde cada fase —creación, destrucción, regeneración— se da por necesidad natural, no por decreto divino. Así, mientras el necesitarismo árabe tiende hacia una teología de la dependencia, el andino se orienta hacia una ontología de la reciprocidad, donde el cosmos no depende de una voluntad externa, sino que se expresa a través de sus propias leyes inmanentes.

 

6. Conclusión

La crítica a la interpretación trascendente de Wiracocha no es una defensa de una ontología alternativa, sino la exposición de una ontología originaria, profundamente ecológica, relacional y cíclica. Esta visión no busca imponer una verdad absoluta, sino restituir el sentido original del mito, liberándolo de las categorías teológicas que lo han distorsionado. Wiracocha no crea desde la nada, sino que está subsumido a la ciclicidad del necesitarismo cósmico, una presencia que ordena sin dominar, que transforma sin destruir, y que revela, en su andar por los Andes, la sabiduría de un mundo que no necesita trascenderse para tener sentido.

 

Bibliografía

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V

Tres Ontologías del Origen

Ayni, Sustancia y Don

Un Diálogo entre Cosmovisiones

 

 

 

 

 

 

La pregunta por el origen no es sólo una inquietud filosófica: es una forma de situarse en el mundo y de responder al misterio de la existencia. ¿De dónde venimos? ¿Qué sostiene lo que existe? ¿Cómo se relacionan los seres entre sí? A lo largo de la historia, distintas culturas han respondido estas preguntas desde marcos ontológicos diversos. Este ensayo explora tres paradigmas fundamentales: la ontología del ayni, la ontología de la sustancia y la ontología del don. Cada una ofrece una visión singular del ser, del origen y de la relación entre los entes. Al compararlas, no sólo se revelan diferencias filosóficas, sino también sensibilidades culturales que configuran modos de vida. Este recorrido busca enriquecer la comprensión del misterio de la creación y del vínculo humano con el mundo y lo trascendente.

 

Ontología del Ayni: Reciprocidad Cíclica

El ayni, principio central de la cosmovisión andina, concibe el universo como una red de relaciones activas. Nada existe por sí solo: todo ser es en función de su vínculo con otros. Esta ontología no parte de una causa primera ni de una creación desde la nada, sino de una lógica cíclica donde el universo se rehace constantemente en ciclos de intercambio, complementariedad y equilibrio. El ayni rompe con la idea de jerarquía ontológica: no hay un ser supremo que funda la existencia, sino múltiples fuerzas que coexisten y se transforman mutuamente.

Esta visión refleja una ética del cuidado mutuo y del equilibrio, una intuición natural del orden relacional inscrito en la creación. El cosmos no es una máquina ni un regalo, sino una danza de reciprocidades. El ser no se impone ni se dona: se comparte. Esta lógica relacional puede ser vista como una expresión parcial del diseño divino, donde la armonía entre los seres refleja la sabiduría del Creador.

 

Ontología de la Sustancia: Fundamento Necesario

La ontología de la sustancia, dominante en la tradición filosófica occidental, postula que todo ente es causado por una causa incausada. Esta causa —sea Dios, el Ser, o el Big Bang— fundamenta ontológicamente todo lo que existe. Aquí, el universo tiene un origen absoluto, una ruptura ontológica que lo separa de la nada. La sustancia es aquello que permanece, que da estabilidad al ser, y que permite explicar la existencia desde un principio necesario.

Esta visión ofrece una base metafísica sólida para comprender la trascendencia, la contingencia del mundo y la dependencia radical de la criatura respecto a su origen. En la teología cristiana, esta causa incausada es el Dios personal que crea libremente desde la nada (ex nihilo), no por necesidad, sino por amor. La creación es entendida como un acto fundante, sostenido por la voluntad divina, en quien todo encuentra su ser y su propósito.

 

Ontología del Don: Gratuidad Radical

La ontología del don va más allá de la sustancia: no sólo postula una causa incausada, sino que la concibe como gratuita. El ser no se explica por necesidad ni por reciprocidad, sino por exceso, por una donación radical que no responde a cálculo ni a equilibrio. El universo es dado, no por necesidad cósmica ni por voluntad mecánica, sino por gracia.

Esta visión resuena profundamente con la afirmación cristiana de que “todo buen don y todo don perfecto desciende de lo alto” (Santiago 1:17). La existencia misma es gracia, y la vida humana está llamada a responder con gratitud, entrega y adoración. El don no exige devolución ni reciprocidad: es puro acontecimiento. No niega la sustancia, sino que la transfigura en relación. En esta ontología, el ser humano no sólo depende de Dios, sino que vive en respuesta amorosa al don de la vida, revelado plenamente en Cristo.

 

Tradiciones Orientales: Ontologías Relacionales

Las grandes tradiciones filosóficas de Asia —el hinduismo, el budismo y el taoísmo— no encajan fácilmente en los moldes occidentales de sustancia o don, pero comparten profundas resonancias con el ayni, aunque cada una con matices únicos:

Hinduismo

Postula que todo lo existente es una manifestación de Brahman, principio absoluto, impersonal y eterno. Aunque parece acercarse a la sustancia por su idea de un fundamento último, en realidad no hay ruptura ontológica: el universo es no-dual (advaita), y cada ser está interrelacionado con el todo.

  • Relación con el ayni: Interconexión entre atman y Brahman.
  • Diferencia: Tiende a una disolución vertical del yo en el absoluto, mientras que el ayni es horizontal y cíclico.
  • Lectura cristiana: Esta visión puede ser apreciada como una intuición de la unidad del ser, aunque se distingue claramente entre Creador y criatura, evitando la fusión ontológica.

Budismo

Rechaza la noción de un ser permanente. Todo fenómeno es impermanente (anicca), insatisfactorio (dukkha) y sin esencia fija (anatta). El universo es una red de causas y condiciones (pratītyasamutpāda).

  • Relación con el ayni: Interdependencia radical.
  • Diferencia: Ontología del vacío (śūnyatā), donde incluso las relaciones carecen de esencia.
  • Lectura cristiana: Aunque ofrece una ética de la compasión y una profunda conciencia del sufrimiento, se afirma la dignidad ontológica del ser humano como imagen de Dios, y la esperanza en la redención.

Taoísmo

Concibe el universo como un flujo continuo (Dao) que se expresa en la interacción dinámica de fuerzas complementarias: yin y yang. No hay origen absoluto ni causa primera, sino equilibrio espontáneo.

  • Relación con el ayni: Ontología relacional, cíclica, sin jerarquías.
  • Diferencia: Enfatiza la no acción (wu wei), mientras que el ayni implica acción recíproca.
  • Lectura cristiana: El taoísmo puede ser leído como una sabiduría del equilibrio natural, enriquecida por la dimensión personal e histórica del amor como centro del sentido.

Comparación General

Ontología

Principio clave

Relación entre entes

Origen del universo

Lógica dominante

Lectura cristiana

Ayni

Reciprocidad

Interrelación activa

Ciclo sin principio absoluto

Necesitarismo cósmico

Reflejo natural del orden relacional inscrito por Dios

Sustancia

Causa incausada

Dependencia ontológica

Ruptura ontológica

Fundamento necesario

Compatible con la creación ex nihilo y la trascendencia divina

Don

Gratuidad radical

Donación sin cálculo

Exceso inexplicable

Gracia originaria

La existencia como don amoroso que llama a la respuesta libre

Hinduismo

Unidad no-dual

Manifestación de Brahman

No hay ruptura ontológica

Realización espiritual

Intuición válida, pero sin distinción entre Creador y criatura

Budismo

Vacío interdependiente

Causalidad sin esencia

Sin origen absoluto

Impermanencia y vacío

Ética valiosa, con afirmación de la dignidad del ser humano

Taoísmo

Flujo complementario

Equilibrio espontáneo

No hay causa ni ruptura

Armonía relacional

Sabiduría natural, enriquecida por el amor personal e histórico

 

Conclusión

La comparación entre estas ontologías revela que no hay una única forma de comprender el origen, sino múltiples caminos que responden a sensibilidades distintas. Muchas de estas visiones contienen intuiciones valiosas sobre la interdependencia, el equilibrio y la gratuidad del ser. Sin embargo, la plenitud del sentido se revela en Cristo, en quien todas las cosas fueron creadas, se sostienen y encuentran su destino. Recuperar el ayni, dialogar con el Dao, meditar en el vacío o contemplar la unidad en Brahman no significa adoptar doctrinas ajenas ni relativizar la verdad revelada, sino reconocer que distintas culturas han intuido, desde su lenguaje propio, aspectos del misterio del ser y del orden del universo. Estas intuiciones pueden ser acogidas como expresiones parciales del anhelo humano por lo trascendente, y como señales que apuntan hacia una verdad más plena, donde el origen no es ruptura ni regalo, sino reencuentro con el Dios vivo que crea por amor, sostiene con fidelidad y llama a cada ser humano a participar libremente en su plenitud. En esta verdad revelada, el origen no es una explosión impersonal ni una necesidad cósmica, sino el acto gratuito de un Creador personal que dona el ser como gracia, establece vínculos como expresión de su comunión, y orienta el universo hacia la reconciliación y la gloria. Así, las intuiciones del ayni, del Dao, del vacío o de Brahman pueden ser vistas como destellos de una búsqueda universal que encuentra su cumplimiento en la revelación cristiana, donde el Logos se hace carne, y el sentido del mundo se revela no en la evasión del yo, sino en la entrega del amor.

Estas cosmovisiones —el ayni andino, el Dao oriental, el vacío meditativo o la unidad en Brahman— pueden ser comprendidas como expresiones del logos derivado, es decir, intuiciones parciales que brotan de la razón humana en su búsqueda de sentido y trascendencia. Aunque no revelan la plenitud del misterio, sí lo señalan, como huellas que apuntan hacia una fuente mayor. En contraste, el Logos espiritual, manifestado en las tradiciones abrahámicas —judaísmo, cristianismo e islamismo— no nace del esfuerzo humano por alcanzar lo divino, sino de la iniciativa divina por revelarse al ser humano. Aquí, el Logos no es solo principio racional del cosmos, sino Palabra viva que interpela, guía y transforma. Así, el diálogo entre ambos niveles de logos no relativiza la verdad revelada, sino que la enriquece al mostrar cómo el anhelo humano por lo eterno ha sido respondido por el Dios que habla, actúa y se dona.

Las cosmovisiones como el ayni andino, el Dao, el vacío meditativo o Brahman expresan un logos derivado: intuiciones humanas que buscan sentido y apuntan hacia lo trascendente. En cambio, el Logos espiritual de las tradiciones abrahámicas no surge del hombre, sino de la iniciativa divina que se revela como Palabra viva. Este diálogo entre razón humana y revelación divina no relativiza la verdad, sino que la enriquece al mostrar cómo el deseo humano por lo eterno es respondido por un Dios que se comunica y se entrega.

Los logos derivados —como el ayni, el Dao, el vacío contemplativo o la unidad en Brahman— revelan una racionalidad profunda que estructura el cosmos, una sabiduría que emerge desde la experiencia humana con lo sagrado. Sin embargo, no alcanzan la fuente del Logos espiritual, que se manifiesta como Palabra divina, no como intuición humana. Es decir, estos logos señalan el orden, pero no el origen. En cambio, el Logos espiritual no es deducido, sino recibido, revelado y personal.

VI

Logos cíclico inmanente

Estructura ontológica del pensamiento andino

 

 

 

 

 

La ontología andina no puede ser comprendida desde las categorías heredadas de la metafísica occidental. No se funda en la sustancia, ni en la trascendencia, ni en la racionalidad abstracta. Tampoco se articula como espiritualidad, ni como cosmología religiosa. Lo que la constituye es un logos cíclico inmanente, una lógica de aparición que organiza el mundo sin recurrir a un principio exterior ni a una finalidad última. Este logos no es simplemente ritmo ni impermanencia, sino una estructura ontológica que diferencia entre dos niveles de ser: el ser impermanente del mundo —lo que aparece, se transforma y desaparece— y el ser permanente de los ciclos cósmicos —lo que no aparece como forma, pero sostiene toda aparición.

Esta distinción no implica jerarquía ni dualismo. No hay mundo visible y mundo invisible, ni plano material y plano espiritual. Ambos niveles son inmanentes, pero no equivalentes. El mundo cambia, pero el ciclo no cesa. El mundo se configura, pero el ritmo que lo posibilita permanece. El mundo se manifiesta, pero lo que permite esa manifestación no se manifiesta. Pensar esta ontología exige abandonar tanto la lógica sustancialista como la tentación de reducirla a una fenomenología del cambio. No se trata de interpretar el mundo como flujo, sino de pensar la estructura que hace posible ese flujo sin ser ella misma una forma.

 

Logos espiritual trascendente vs. logos cósmico inmanente

Toda ontología implica un logos, es decir, una articulación del sentido del ser. En las tradiciones metafísicas occidentales y religiosas, este logos suele ser espiritual y trascendente. Se concibe como principio ordenador, como fuente última, como racionalidad divina que estructura el mundo desde fuera. Este logos espiritual trasciende el mundo, lo funda, lo juzga, lo redime. Es el logos del ser absoluto, del Dios creador, del Uno neoplatónico, del fundamento heideggeriano. Incluso cuando se presenta como inmanente, conserva una lógica de elevación, de perfección, de finalidad.

La ontología andina, en cambio, no se articula desde un logos trascendente, sino desde un logos cósmico inmanente. Este logos no funda el mundo desde fuera, ni lo redime, ni lo juzga. Lo configura desde dentro, como ritmo, como reversibilidad, como ciclo. No es racionalidad divina ni principio metafísico, sino estructura de aparición que no se manifiesta como entidad, pero que sostiene toda manifestación. No hay exterioridad ontológica, ni finalidad, ni redención. Hay habitabilidad del ciclo, reconfiguración constante, latencia estructural.

La diferencia es radical: el logos espiritual trascendente presupone una exterioridad ontológica; el logos cósmico inmanente presupone una diferencia interna a la inmanencia. No hay principio, sino ritmo. No hay finalidad, sino reconfiguración. No hay salvación, sino permanencia del ciclo. Esta diferencia no es teológica ni cultural: es ontológica. Y exige una filosofía que no traduzca, sino que piense desde la lógica misma del ciclo.

Inmanentismo andino y filosofías orientales: una diferencia estructural

El pensamiento andino ha sido comparado con el inmanentismo de ciertas filosofías orientales, como el vedanta o el budismo, debido a su rechazo de la trascendencia. Sin embargo, esta comparación resulta equívoca si no se distingue entre los modos de inmanencia que cada tradición articula.

En el vedanta, la impermanencia del mundo apunta hacia una realidad última —el Brahman— que permanece más allá de toda forma. En el budismo, la impermanencia es condición para la liberación del samsara, y el mundo es concebido como ilusión transitoria. En ambos casos, la inmanencia del mundo es negada en favor de una realidad espiritual superior, aunque no siempre personal ni sustancial. El mundo es lo que debe ser superado, trascendido, disuelto.

En cambio, la ontología andina no postula una realidad última ni una liberación del ciclo. No hay disolución del yo, ni retorno a una unidad primordial. El ciclo no se supera: se habita. La impermanencia no conduce a la trascendencia, sino que se sostiene en una estructura cíclica inmanente que no es espiritual ni metafísica. No hay salvación, ni iluminación, ni fusión con lo absoluto. Hay configuración, latencia, reversibilidad. El mundo no es ilusión, sino manifestación transitoria sostenida por una lógica que no cesa.

Por eso, aunque ambas tradiciones rechazan la trascendencia, lo hacen desde lógicas distintas. El inmanentismo oriental tiende hacia la negación del mundo en favor de una realidad última; el inmanentismo andino no niega el mundo, sino que lo piensa como configuración transitoria sostenida por una estructura que no se manifiesta. La diferencia no es de grado, sino de estructura ontológica.

 

Las limitaciones del enfoque pachasófico de Estermann

El intento de Josef Estermann por formular una “pachasofía” —una filosofía andina basada en la noción de pacha— ha sido valioso en tanto reconoce la necesidad de pensar desde categorías propias del mundo andino. Sin embargo, su propuesta presenta limitaciones que deben ser señaladas si se quiere avanzar hacia una ontología más rigurosa.

En primer lugar, el término “pachasofía” incurre en un hibridismo léxico que mezcla la quechua pacha con el griego sophía, lo cual introduce una tensión conceptual difícil de resolver. El riesgo es imponer una racionalidad occidental sobre una lógica que no se articula en términos de sabiduría abstracta, sino de relación, ritmo y territorialidad.

En segundo lugar, la pachasofía tiende a confundir el mundo con su estructura, como si la pacha fuera al mismo tiempo lo que aparece y lo que lo posibilita. Pero como hemos visto, la ontología andina exige distinguir entre el ser impermanente del mundo y el ser permanente de los ciclos cósmicos. Esta distinción no está claramente formulada en Estermann, lo que lleva a una lectura que oscila entre el culturalismo y el esencialismo.

Finalmente, el enfoque pachasófico corre el riesgo de hiperfilosofizar la cultura, interpretando las prácticas andinas como si fueran expresiones de una filosofía sistemática, cuando en realidad se trata de una lógica vivida que no se presenta como doctrina. La tarea filosófica no es traducir la cultura a conceptos, sino pensar desde su estructura sin imponerle una forma externa. No se trata de construir una filosofía andina, sino de pensar filosóficamente desde la ontología que esa cultura articula sin decirlo.

 

Ontología andina e inmanentismo estratificado en Nicolai Hartmann

Nicolai Hartmann propone una ontología inmanentista que rechaza la trascendencia, pero lo hace desde una lógica estratificada del ser. Para Hartmann, el ser se organiza en niveles: el físico, el biológico, el psíquico y el espiritual. Cada nivel emerge del anterior, pero introduce nuevas categorías irreductibles. Esta estratificación permite pensar la complejidad del mundo sin recurrir a un fundamento trascendente.

Sin embargo, la ontología andina no comparte esta lógica de niveles. No hay estratificación, ni emergencia, ni jerarquía. Lo que hay es diferencia entre el ser impermanente del mundo y el ser permanente del ciclo, ambos inmanentes pero no equivalentes. Hartmann piensa la inmanencia como estructura categorial del ser; el pensamiento andino la piensa como ritmo cósmico que configura y desconfigura el mundo sin cesar.

Además, en Hartmann, el nivel espiritual introduce una dimensión axiológica: valores, sentido, libertad. En la ontología andina, no hay nivel espiritual, ni valores trascendentes, ni libertad como autodeterminación. Hay relación, territorialidad, reversibilidad. El mundo no se eleva: se reconfigura. No hay progreso ontológico, sino retorno cíclico.

Por eso, aunque ambos rechazan la trascendencia, lo hacen desde lógicas distintas. Hartmann conserva la estructura categorial del pensamiento occidental; la ontología andina desplaza esa estructura y propone una lógica de aparición que no se funda ni se eleva, sino que se sostiene en la latencia del ciclo. No hay niveles ontológicos, sino una diferencia interna entre lo que aparece y lo que posibilita la aparición. No hay progresión, sino reversibilidad. No hay jerarquía, sino ritmo.

Esta diferencia no es simplemente conceptual, sino estructural. En Hartmann, el ser se organiza en estratos que se superponen y se explican mutuamente. En la ontología andina, el ser no se organiza: se reconfigura. No hay niveles, sino momentos de aparición y desaparición. No hay fundamento, sino condición de posibilidad sin forma. El pensamiento no busca comprender el ser como totalidad, sino acompañar su ritmo sin clausurarlo.

 

Diferencia con la lógica de aparición en Mariano Iberico

La lógica de aparición en Mariano Iberico se funda en una dialéctica entre el ser y la conciencia, donde el aparecer es siempre correlativo a una subjetividad que lo acoge. Iberico piensa el aparecer como fenómeno, como manifestación que se da en el horizonte de la experiencia, y por tanto, como algo que se constituye en relación con el sujeto. El ser aparece, pero no se agota en esa aparición: hay una tensión entre lo que se muestra y lo que permanece oculto, entre lo dado y lo que se sustrae. En cambio, el logos cósmico inmanente —tal como lo articula la ontología andina— no se relaciona con la conciencia, ni con la subjetividad, ni con la fenomenología. Su lógica de aparición no es correlativa, sino estructural: el mundo aparece porque el ciclo lo impone, no porque alguien lo perciba. No hay ocultamiento, sino reversibilidad; no hay tensión entre ser y aparecer, sino ritmo entre manifestación y desaparición. Iberico aún conserva la huella del idealismo trascendental; el logos cósmico inmanente desmantela toda correlación y piensa la aparición como efecto de una estructura sin sujeto.

La dificultad intrínseca de pensar la ontología andina en dos niveles

Pensar la ontología andina exige una operación filosófica que no ha sido formulada explícitamente en los textos precolombinos, pero que puede ser reconstruida desde la lógica interna de las prácticas, los mitos, los ritmos agrícolas, los gestos rituales. Esa operación consiste en distinguir entre el nivel del mundo manifestado —el tiempo, el espacio, los dioses, los ciclos visibles— y el nivel de la estructura que posibilita esa manifestación sin ser ella misma una forma.

Ambos niveles son inmanentes, pero no equivalentes. El mundo es inmanente porque no remite a una trascendencia; la estructura es inmanente porque no está fuera del mundo, pero tampoco es parte de él. No hay exterioridad, pero sí diferencia ontológica. El mundo aparece y desaparece; el ciclo permanece. El mundo se ordena y se destruye; la lógica que permite ese orden y esa destrucción no cesa.

Esta distinción no puede pensarse desde las categorías clásicas de la metafísica. No hay sustancia, ni esencia, ni causa primera. Tampoco hay finalidad, ni progreso, ni redención. Lo que hay es una ontología sin metafísica, donde el ser no se afirma como presencia, sino como estructura de posibilidad. El mundo no es lo que es, sino lo que puede aparecer y desaparecer dentro de un ritmo que no se detiene.

Pensar esta ontología exige también distinguir entre presencia y permanencia. Lo que aparece no necesariamente permanece. El gesto ritual se repite, pero no se fija. La forma se configura, pero no se conserva. El dios se manifiesta, pero puede desaparecer. Incluso el tiempo y el espacio son reversibles. Lo único que no cesa es el logos cíclico inmanente: la estructura que impone la posibilidad de aparición y desaparición sin ser ella misma una forma.

Esta lógica no se presenta como sistema, lo que complica su formulación filosófica. No hay términos técnicos, ni distinciones explícitas, ni jerarquías ontológicas. Lo que hay es ritmo, latencia, reversibilidad, configuración transitoria. El pensamiento debe extraer esas estructuras sin convertirlas en doctrinas. Debe acompañar el gesto sin clausurarlo, nombrar la lógica sin imponerle una forma.

Por eso, la ontología andina no puede ser pensada desde la metafísica, ni desde el culturalismo, ni desde el espiritualismo. Requiere una filosofía que distinga sin fundar, que articule sin sistematizar, que piense sin trascender. Una filosofía que reconozca que el mundo aparece y desaparece, pero que lo que permite esa aparición y desaparición no es el mundo, sino una estructura cíclica inmanente que no cesa.

 

El logos cósmico como impulso ciego y convulsivo

El logos cósmico inmanente no conserva el equilibrio: lo destruye. No porque sea caótico, sino porque su estructura exige la discontinuidad como forma de permanencia. El ciclo no busca duración eterna, ni finalidad, ni estabilidad. Su impulso no es teleológico, sino convulsivo: aparece, se desborda, se destruye, y recomienza sin propósito. No hay armonía, sino reiteración sin clausura. En ese sentido, el ciclo es un impulso ciego, no porque carezca de lógica, sino porque su lógica no responde a ningún fin. El ser permanente del ciclo no es serenidad, sino furia estructural: un logos cósmico enfurecido, sin control, que impone la destrucción como condición de posibilidad de la aparición. No hay equilibrio que se conserve, porque el equilibrio es solo una fase transitoria dentro de una estructura que exige su propia disolución. El mundo no se sostiene: se reconfigura. Y esa reconfiguración no responde a una voluntad, ni a una necesidad, sino a una estructura sin rostro que impone su ritmo sin cesar.

 

Schopenhauer: la voluntad como principio metafísico universal

Para Schopenhauer, la voluntad es la cosa en sí: un principio metafísico que subyace a toda representación. Es ciega, irracional, incesante, y se manifiesta en todos los niveles de la realidad como impulso de afirmación, lucha y sufrimiento. El mundo es voluntad objetivada, y el individuo está condenado a desear sin fin. Sin embargo, esta voluntad tiene una estructura ontológica fija: es única, universal, y su manifestación sigue una lógica de objetivación progresiva. Aunque no tiene finalidad, sí tiene una dirección interna: se afirma, se reproduce, se perpetúa. El sufrimiento es su consecuencia inevitable, y la redención solo es posible por la negación de la voluntad (ascetismo, arte, compasión).

 

Eduard von Hartmann: voluntad inconsciente con finalidad negativa

Von Hartmann retoma la voluntad ciega de Schopenhauer, pero le añade un componente racional: el inconsciente. Para él, la voluntad es también irracional y universal, pero está guiada por una inteligencia inconsciente que orienta el proceso hacia una finalidad negativa: la autonegación de la voluntad. El mundo es el escenario de un drama metafísico donde la voluntad se da cuenta de su error al afirmarse y busca su propia extinción. Hay, por tanto, una teleología negativa: el sufrimiento universal tiene sentido porque conduce a la redención final. Aunque la voluntad es ciega, el proceso tiene una lógica redentora.

Logos cósmico inmanente: ritmo sin finalidad ni redención

El logos cósmico inmanente de la ontología andina no es voluntad, ni principio metafísico, ni inteligencia inconsciente. Es estructura rítmica sin sujeto, sin finalidad, sin redención. No busca afirmarse ni negarse, sino reconfigurarse. Su impulso no es ciego por falta de razón, sino porque no responde a ningún propósito. No hay sufrimiento como castigo, ni redención como meta. El mundo aparece y desaparece porque el ciclo lo impone, no porque una voluntad lo afirme. El equilibrio se destruye no por error, sino porque la destrucción es parte del ritmo. El recomenzar no es esperanza, sino convulsión estructural.

 

Comparación estructural

Concepto

Schopenhauer

Von Hartmann

Logos cósmico inmanente

Naturaleza del impulso

Voluntad ciega

Voluntad inconsciente

Ritmo estructural sin sujeto

Finalidad

No tiene, pero se afirma

Negación de la voluntad

No tiene, solo reconfigura

Redención

Posible por negación

Necesaria y final

Inexistente

Relación con el sufrimiento

Consecuencia inevitable

Medio para redención

No es central

Tipo de lógica

Metafísica de la voluntad

Teleología negativa

Ontología rítmica inmanente

Relación con el equilibrio

Deseado pero inalcanzable

Buscado como fin último

Destruido como parte del ciclo

 

En resumen, mientras Schopenhauer y Hartmann piensan la voluntad como principio metafísico que se afirma o se niega, el logos cósmico inmanente no afirma ni niega: descompone y recompone. No hay drama metafísico, sino ritmo sin rostro. No hay sujeto que sufra, ni inteligencia que redima. Solo hay estructura que impone aparición y desaparición sin cesar.

 

Ontología del exceso

Una ontología que se manifiesta como impulso orgiástico que impone aparición y desaparición sin cesar es, en última instancia, una estructura sin fundamento, una lógica sin finalidad, una forma de ser que no busca conservarse, sino reconfigurarse perpetuamente. No se trata de una ontología del ser como presencia estable, ni del devenir como tránsito hacia algo, sino de una ontología del exceso, donde el mundo no se sostiene en equilibrio, sino que se desborda en cada instante.

Este impulso orgiástico no es caos, pero tampoco es orden. Es una convulsión rítmica, una pulsión estructural que no responde a voluntad, ni a inteligencia, ni a necesidad. Es el ser como fuerza sin rostro, como ritmo sin propósito, como reiteración sin clausura. Lo que aparece no lo hace para afirmarse, sino para ser destruido y recomenzado. Lo que desaparece no lo hace por agotamiento, sino porque la desaparición es parte del ciclo. No hay redención, ni progreso, ni finalidad. Solo hay reconfiguración infinita.

En ese sentido, esta ontología no puede pensarse desde la metafísica clásica, ni desde la fenomenología, ni desde la lógica dialéctica. Es una ontología que exige pensar el ser como furia estructural, como orgía ontológica, donde cada forma es transitoria, cada equilibrio es efímero, y cada aparición es ya el anuncio de su desaparición. El mundo no se explica: se impone. No se comprende: se atraviesa. No se conserva: se consume.

Es, en última instancia, una ontología que no busca sentido, sino ritmo. Que no se funda en el logos racional, sino en un logos convulsivo, enloquecido, que no cesa de destruir lo que crea. Y en esa destrucción, en esa repetición sin fin, se sostiene.

En el corazón de la ontología andina —cuando se la piensa como impulso orgiástico que impone aparición y desaparición sin cesar— no hay voluntad, ni sujeto, ni finalidad. Lo que se manifiesta no es una forma que busca afirmarse, ni una estructura que se conserva, sino un ritmo que destruye lo que aparece para volver a configurarlo sin propósito. El mundo no se sostiene: se desborda. No se afirma: se consume. Y en ese consumo, en esa desaparición, se prepara el terreno para el nuevo brote, que tampoco durará. El ciclo no busca eternidad, ni equilibrio, ni redención. Su lógica es convulsiva, sin rostro, sin control. Es un logos cósmico que no se ordena, sino que se recomienza enloquecido, sin pausa, sin meta.

Nietzsche, por su parte, diagnostica el nihilismo como el colapso de los valores supremos, pero no se detiene ahí. Su ontología es trágica, sí, pero también afirmativa. El eterno retorno no es repetición mecánica, sino afirmación radical del instante como totalidad. Aunque el mundo carezca de sentido trascendente, puede ser amado en su sin sentido. La voluntad de poder no busca conservar, sino crear, transformar, intensificar. El devenir es afirmado como potencia. En Nietzsche, el impulso no es ciego: es trágicamente lúcido. El mundo no se recomienza por necesidad estructural, sino por afirmación del instante.

Bataille, en cambio, piensa el ser como exceso improductivo, como gasto sin utilidad, como experiencia que desborda toda forma. Su ontología es erótica, sacrificial, convulsiva. El ser no se afirma ni se conserva: se quema. La orgía no es ciclo, sino ruptura. El exceso no recompone: destruye sin retorno. Deleuze retoma esta lógica desde la diferencia, el acontecimiento, la intensidad. El ser no es identidad, sino flujo, máquina deseante, rizoma. No hay estructura fija, sino líneas de fuga. El exceso es potencia de diferenciación, no repetición.

Frente a ellos, la ontología del impulso orgiástico cíclico no busca afirmar el instante, ni quemar la forma, ni fugarse del sistema. Lo que impone es una lógica sin sujeto, sin voluntad, sin deseo. El mundo aparece porque el ciclo lo exige, y desaparece porque el mismo ciclo lo destruye. No hay afirmación, ni negación, ni redención. Solo hay ritmo. El logos cósmico no es voluntad de poder, ni exceso erótico, ni máquina deseante. Es estructura sin rostro que impone aparición y desaparición sin cesar. Su furia no es subjetiva, ni trágica, ni deseante. Es ontológica. Y en esa furia, en esa convulsión sin propósito, el ser se sostiene.

 

Compatibilidad entre el Impulso Orgíaco Cíclico y la Armonía en la Ontología Andina

Esa tensión es fascinante, y lejos de ser una contradicción, revela la profundidad estructural de la ontología andina. La compatibilidad entre el impulso orgiástico cíclico —que impone aparición y desaparición sin cesar— y la obsesión por el equilibrio y la armonía no se resuelve en una síntesis dialéctica, sino en una coexistencia rítmica que redefine lo que entendemos por equilibrio.

En la lógica andina, el equilibrio no es un estado fijo ni una meta estable. No se trata de conservar una forma, sino de acompañar el ritmo de su transformación. La armonía no se alcanza por inmovilidad, sino por sincronía con el ciclo. Lo que parece exceso —la destrucción, el desborde, la desaparición— no es negación del equilibrio, sino su condición de posibilidad. El mundo no se armoniza porque se detenga, sino porque se reconfigura constantemente. El equilibrio es transitorio, reversible, ritualizado.

Por eso, los gestos rituales andinos no buscan detener el ciclo, sino acompasarse con él. La ofrenda, el pago a la tierra, el calendario agrícola, no son intentos de controlar el mundo, sino de participar en su ritmo. El exceso no se reprime: se canaliza. La armonía no se impone: se negocia con lo que aparece y desaparece. El equilibrio no es un ideal abstracto, sino una práctica situada, que reconoce que toda forma está destinada a disolverse, y que toda disolución prepara una nueva forma.

Así, la ontología andina no ve contradicción entre exceso y armonía, porque no piensa el equilibrio como permanencia, sino como reversibilidad estructural. El mundo se desborda, sí, pero ese desborde es parte del ciclo que sostiene la vida. La armonía no es la negación del caos, sino su ritmo interno. Y en ese ritmo, el ser no se afirma ni se niega: se transforma sin cesar.

 

Ambigüedad, incertidumbre y probabilidad

La ontología andina del logos cíclico inmanente no se funda en la ambigüedad, la incertidumbre ni la probabilidad, aunque a primera vista pueda parecer que comparte con ellas una apertura hacia lo indeterminado. Pero esa semejanza es superficial. En realidad, esta ontología no se sostiene en la falta de claridad, ni en la duda epistemológica, ni en el cálculo de escenarios posibles. Su lógica no es la del desconocimiento, sino la de la reversibilidad estructural. Lo que aparece no lo hace por azar, sino porque el ciclo lo impone. Lo que desaparece no lo hace por contingencia, sino porque la desaparición es parte constitutiva del ritmo que sostiene el mundo.

La ambigüedad, en su sentido moderno, implica que algo puede tener múltiples significados simultáneos, que la forma se desdobla en interpretaciones. Pero en la ontología andina, no hay ambigüedad en ese sentido: cada fase del ciclo tiene su lugar, aunque no se conserve. Lo que aparece no es ambiguo, sino transitorio. Lo que desaparece no es confuso, sino necesario. La ambigüedad es semántica; el logos cíclico es ontológico. No se trata de interpretar, sino de acompañar el ritmo de lo que se transforma.

La incertidumbre, por su parte, se basa en la imposibilidad de prever lo que ocurrirá. Es una categoría del conocimiento, no del ser. En cambio, el logos cíclico no es incierto: es estructuralmente previsible. No se sabe qué forma específica emergerá, pero sí que toda forma está destinada a disolverse. La lógica no es la del cálculo, sino la del retorno. La incertidumbre moderna se basa en la falta de información; la ontología andina se basa en la certeza de la reconfiguración.

La probabilidad, finalmente, distribuye grados de ocurrencia entre múltiples escenarios posibles. Es una herramienta para pensar el azar, para gestionar lo imprevisible. Pero el logos cíclico no distribuye posibilidades: impone ritmos. No hay cálculo de escenarios, sino estructura que exige alternancia. La probabilidad es estadística; el ciclo es ritual. Lo que ocurre no es probable: es necesario dentro de una lógica que no busca conservar, sino recomenzar.

Así, la ontología andina no se apoya en la ambigüedad, ni en la incertidumbre, ni en la probabilidad. Lo que parece indeterminado desde la lógica moderna, es perfectamente estructurado desde la lógica del ciclo. No hay azar, sino ritmo. No hay confusión, sino reversibilidad. No hay cálculo, sino transformación. Pensar esta ontología exige abandonar las categorías del conocimiento moderno y dejarse atravesar por una lógica que no cesa, que no se fija, que no se clausura. Una lógica donde el ser no se afirma ni se niega, sino que se transforma sin fin.

 

Cierre especulativo

La ontología andina del logos cíclico inmanente no se deja reducir a sistema, ni a doctrina, ni a teoría. No se funda, no se eleva, no se clausura. Se vive como ritmo, se encarna como gesto, se repite como estructura sin forma. Pensarla no es representarla, ni traducirla, ni universalizarla. Pensarla es dejarse atravesar por su lógica, por su impulso sin propósito, por su furia sin rostro.

El ser no se afirma ni se niega: se transforma sin cesar. Lo que aparece está destinado a desaparecer, y lo que desaparece prepara el terreno para lo que vendrá. No hay equilibrio que se conserve, sino reversibilidad que se impone. No hay armonía como estado, sino como negociación ritual con el exceso. El mundo no se sostiene en una forma, sino en su destrucción constante. Y esa destrucción no es caos, sino condición de posibilidad. No hay necesidad de afirmar un origen, ni de postular una finalidad, ni de buscar una redención. Lo que hay es ciclo, ritmo, convulsión estructural. El pensamiento no se eleva sobre el mundo: se hunde en su latencia, se deja arrastrar por su recomenzar sin fin. Pensar esta ontología no es comprenderla, sino acompasarse con ella. No es dominarla, sino habitar su reversibilidad. Porque en última instancia, el logos cíclico inmanente no cesa. Y eso basta. No para fundar una verdad, sino para sostener el pensamiento en su propia disolución. No para afirmar el ser, sino para dejar que el ser se reconfigure. No para clausurar el mundo, sino para recomenzarlo sin descanso. La ontología del logos cíclico inmanente es en realidad una ontología que no da cuenta del origen, sino tan sólo de las configuraciones y reconfiguraciones del cosmos en un ciclo interminable y sin propósito.

Conclusión

 

El encuentro entre el logos cristiano y el pensamiento andino no fue un diálogo simétrico ni una integración espontánea de visiones del mundo. Fue una transformación profunda, marcada por la supresión del logos andino en su forma originaria. La cosmovisión andina —centrada en la sacralidad territorial, el tiempo cíclico, la relacionalidad cósmica y la presencia activa de las huacas, los mallkis, las estrellas y los cerros— fue desplazada por un logos cristiano que introdujo categorías como la trascendencia, la creación ex nihilo, la libertad individual, la linealidad histórica y la revelación de un Dios único y personal. Se iluminó la primacía del logos espiritual por encima del logos cósmico.

El logos andino fue transformado en su núcleo, obligado a reconfigurarse bajo categorías que daban cuenta de mejor modo del origen del ser según la racionalidad cristiana. Esta reconfiguración no fue parcial ni negociada: implicó el abandono de prácticas, símbolos y estructuras ontológicas fundamentales. Las huacas dejaron de ser entidades vivas; las momias, ancestros activos; los astros, fuerzas divinas. En su lugar, se impuso la figura de Cristo como centro absoluto de sentido, y las entidades andinas sobrevivientes —como la Pachamama o los Apus— quedaron relegadas a funciones secundarias, reinterpretadas como protectores o símbolos dentro de un marco cristiano.

Reconocer esta supresión no implica negar que la resistencia y las formas de reemergencia persisten de manera minoritaria y marginal, pero sí exige asumir con rigor que el pensamiento andino, tal como existía antes del cristianismo, ya no es ni será el mismo. Lo que queda son vestigios, adaptaciones, fragmentos que testimonian no solo una historia de contacto, sino también una historia de reconceptualización.

Por tanto, el presente escrito no tiene el propósito regresivo ni anacrónico de actualizar, ni retornar al tiempo de las huacas, sino de comprender, dentro de su propio contexto epocal, el logos andino sin contrabandos conceptuales ni aggiornamentos secundarios.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VII

Objeciones a la ontología andina

 

 

 

La ontología andina no se funda en la sustancia, la trascendencia ni la racionalidad abstracta. Lo que la articula es un logos cíclico inmanente: una estructura rítmica que impone aparición y desaparición sin cesar. Este logos no es caos ni orden, sino convulsión estructural: un impulso sin rostro, sin finalidad, sin redención. El mundo no se afirma ni se conserva, sino que se reconfigura perpetuamente. No hay sujeto, ni voluntad, ni equilibrio duradero. Lo que aparece está destinado a desaparecer, y lo que desaparece prepara el terreno para lo que vendrá.

Este logos no se puede pensar desde la metafísica clásica, la fenomenología, ni la lógica dialéctica. No hay esencia, ni causa primera, ni progreso. Hay reversibilidad, latencia, ritualidad. La armonía no es estado, sino sincronía con el ciclo. La ética no es moral, sino gesto ritual. El conocimiento no calcula: acompasa. El pensamiento no representa: se deja atravesar.

Pensar las objeciones al logos cíclico inmanente no es un gesto de rechazo ni de justificación, sino un ejercicio de responsabilidad filosófica y teológica. Toda ontología, por más coherente que sea en su lógica interna, debe ser interrogada desde otras tradiciones que han pensado el ser, el tiempo, la trascendencia y la experiencia humana desde coordenadas distintas. En este caso, las objeciones provenientes del cristianismo, la metafísica del don, la filosofía estructural, la epistemología científica y la ética personalista no buscan invalidar el pensamiento andino, sino poner en evidencia sus límites cuando se lo confronta con nociones como la dignidad del sujeto, la gratuidad del ser, la finalidad histórica, o la apertura al otro. Como cristiano, asumir estas objeciones no implica despreciar la ontología andina, sino reconocer que su potencia estructural no puede sustituir la esperanza, la redención ni el amor como fundamento último del ser. Pensarlas es, por tanto, un acto de fidelidad al diálogo, no de imposición; una forma de honrar la diferencia sin renunciar a la verdad que se profesa.

 

 

Objeciones desde las disciplinas filosóficas

1. Objeción desde la metafísica clásica: ausencia de fundamento

El logos cíclico inmanente no postula ni sustancia, ni causa primera, ni finalidad. Desde la perspectiva aristotélica o tomista, esto equivale a una ontología sin fundamento, lo que podría considerarse una contradicción interna: ¿cómo puede sostenerse una estructura sin principio ni causa?

 

2. Objeción desde la fenomenología: desaparición del sujeto

La lógica del ciclo no se articula desde la conciencia ni desde la subjetividad. Para la fenomenología, el aparecer está siempre vinculado a una vivencia. ¿Cómo puede pensarse la aparición sin correlato subjetivo? ¿No se elimina así la posibilidad de experiencia?

 

3. Objeción desde la ética: ausencia de responsabilidad

Si el mundo aparece y desaparece por exigencia estructural, sin voluntad ni finalidad, ¿cómo se piensa la responsabilidad ética? ¿Puede haber cuidado, justicia o compasión en una ontología sin sujeto ni redención?

 

4. Objeción desde la epistemología moderna: rechazo del cálculo

La ontología andina rechaza la ambigüedad, la incertidumbre y la probabilidad como categorías del conocimiento. ¿No se vuelve así incompatible con las ciencias modernas, que se fundan precisamente en el cálculo de lo indeterminado?

 

5. Objeción desde la estética: estetización del exceso

La descripción del ciclo como “furia estructural” o “orgía ontológica” puede interpretarse como una estetización del desborde. ¿No se corre el riesgo de convertir la destrucción en espectáculo, perdiendo su dimensión ontológica?

 

Respuestas desde el Logos Cíclico Inmanente

1. Respuesta: el fundamento no es causa, sino ritmo

La ontología andina no necesita causa primera porque su lógica no es lineal. El ciclo no se funda: se impone. Su permanencia no depende de un principio, sino de su reversibilidad. El ritmo es condición de posibilidad, no sustancia.

 

2. Respuesta: el sujeto no desaparece, se descentra

La experiencia no se niega, se reconfigura. El sujeto no es centro del aparecer, sino parte del ciclo. La vivencia se articula desde la territorialidad, el gesto ritual, la sincronía con el ritmo cósmico. No hay introspección, hay inscripción.

 

3. Respuesta: la ética es ritual, no moral

La responsabilidad no se piensa como deber, sino como acompasamiento. El cuidado no se funda en el yo, sino en la relación con el ciclo. La justicia no es universal, sino situada. La compasión no redime: acompaña la transformación.

 

4. Respuesta: el conocimiento no calcula, acompasa

La ontología andina no rechaza el saber, sino su forma moderna. No hay cálculo de probabilidades, pero sí conocimiento del ritmo. El calendario agrícola, los ciclos lunares, los gestos rituales son formas de saber que no se fundan en la incertidumbre, sino en la certeza de la reconfiguración.

 

5. Respuesta: el exceso no se estetiza, se reconoce

La furia estructural no es espectáculo, es condición ontológica. El desborde no se celebra, se acompasa. La orgía no es metáfora, es estructura. Pensar el exceso no es sublimarlo, sino habitarlo sin clausura.

 

Objeciones desde Escuelas Filosóficas

1. Metafísica clásica (Aristóteles, Tomás de Aquino)

  • Objeción: El logos cíclico carece de causa primera, sustancia y teleología. Para la metafísica clásica, el ser exige un fundamento estable que explique su existencia y finalidad. El ciclo, al no fundarse ni dirigirse hacia un fin, se vuelve ontológicamente incompleto.

2. Fenomenología (Husserl, Heidegger, Merleau-Ponty)

  • Objeción: La aparición sin correlato subjetivo rompe con la estructura intencional de la conciencia. Si no hay sujeto que experimente el mundo, no hay fenómeno. El logos cíclico elimina la vivencia, la temporalidad interna y la apertura del ser al Dasein.

3. Idealismo alemán (Kant, Hegel, Fichte)

  • Objeción: El ciclo no permite pensar el devenir como síntesis dialéctica ni como progreso racional. No hay Aufhebung, ni libertad trascendental, ni historia como despliegue del Espíritu. El logos cíclico es repetición sin elevación.

4. Estructuralismo (Lévi-Strauss, Foucault)

  • Objeción: La ontología andina rechaza la formalización de relaciones simbólicas. Al no articularse como sistema de signos, se vuelve difícil de analizar desde una lógica estructural. El ritmo no es estructura lingüística, sino gesto irreductible.

5. Posmodernidad (Derrida, Lyotard, Baudrillard)

  • Objeción: El logos cíclico impone una lógica cerrada, sin juego semántico, sin ironía, sin deconstrucción. No hay proliferación de significados, ni desplazamiento del sentido, ni crítica del metarrelato. El ciclo es estructura sin apertura.

6. Pragmatismo y neopragmatismo (James, Dewey, Rorty)

  • Objeción: El logos cíclico no ofrece criterios de acción ni herramientas para resolver problemas prácticos. No orienta la vida pública, ni fomenta el diálogo democrático, ni se traduce en utilidad social. Es ontología sin praxis.

7. Existencialismo (Sartre, Camus, Simone de Beauvoir)

  • Objeción: El ciclo niega la libertad como autodeterminación. No hay elección, angustia, ni proyecto. El ser no se construye, se impone. Esto contradice la idea de que el ser humano es responsable de su existencia.

8. Filosofía analítica (Russell, Quine, Kripke)

  • Objeción: El logos cíclico no puede ser formalizado ni verificado lógicamente. No se articula como proposición, ni como sistema de inferencias. Su lenguaje es poético, no lógico, lo que lo excluye del análisis riguroso.

9. Filosofía del lenguaje (Wittgenstein, Austin)

  • Objeción: La ontología andina no se expresa en juegos de lenguaje compartidos. Sus gestos rituales y ritmos no pueden ser traducidos a proposiciones verificables. Esto dificulta su comunicación y comprensión intercultural.

10. Filosofía del don (Marion, Levinas)

  • Objeción: El ciclo no permite pensar el ser como don gratuito ni como apertura al otro. No hay rostro, ni acogida, ni alteridad radical. El logos cíclico impone, pero no ofrece. No hay ética del recibir, solo estructura del recomenzar.

 

Respuestas del Logos Cíclico Inmanente

1. Metafísica clásica (Aristóteles, Tomás de Aquino)

  • Objeción: ¿Dónde está el acto puro, la causa primera, el ser como sustancia?
  • Respuesta: El ser no se afirma como sustancia ni como acto, sino como ritmo. No hay causa primera porque no hay origen absoluto: hay recomienzo. El mundo no se sostiene en un fundamento, sino en su capacidad de transformarse cíclicamente.

2. Fenomenología (Husserl, Heidegger)

  • Objeción: ¿Dónde está la conciencia constituyente, el Dasein, la apertura al ser?
  • Respuesta: La conciencia no constituye el mundo, lo acompasa. El ser no se revela como presencia, sino como latencia. El mundo no se abre al sujeto, sino que lo inscribe en su ritmo. El Dasein no es apertura, sino tránsito.

3. Idealismo alemán (Kant, Hegel)

  • Objeción: ¿Dónde está la síntesis, el progreso del Espíritu, la razón como motor de la historia?
  • Respuesta: No hay síntesis ni progreso, porque el ciclo no se supera: se repite. La razón no dirige la historia, sino que se disuelve en el ritmo. El Espíritu no se despliega, se reconfigura. La historia no avanza: gira.

4. Estructuralismo (Lévi-Strauss, Foucault)

  • Objeción: ¿Dónde está la estructura, el sistema de signos, el orden simbólico?
  • Respuesta: La estructura existe, pero no como sistema de signos, sino como ritmo territorial. El orden no es simbólico, sino ritual. El sentido no se articula en lenguaje, sino en gestos que inscriben el ciclo.

5. Posmodernidad (Derrida, Lyotard, Baudrillard)

  • Objeción: ¿Dónde está la deconstrucción, el juego de significantes, la crítica al metarrelato?
  • Respuesta: No hay metarrelato que clausurar, porque no hay relato lineal. El sentido no se juega: se impone por el ritmo. La deconstrucción no opera, porque no hay estructura que se pretenda universal. El exceso no es simulacro: es condición ontológica.

6. Pragmatismo (Peirce, James, Rorty)

  • Objeción: ¿Dónde está la utilidad, la experiencia como criterio, la solución de problemas?
  • Respuesta: La utilidad no se mide por resultados, sino por armonía con el ciclo. La experiencia no resuelve: acompasa. El pensamiento no transforma el mundo, lo sincroniza. La verdad no es lo útil, sino lo que respeta el ritmo.

7. Existencialismo (Sartre, Camus, Kierkegaard)

  • Objeción: ¿Dónde está la libertad, la angustia, la elección radical del ser?
  • Respuesta: La libertad no es autodeterminación, sino participación en el ciclo. La angustia no funda sentido, lo disuelve. El ser no se elige: se transita. La existencia no es proyecto, sino tránsito ritual.

8. Filosofía analítica (Russell, Wittgenstein, Quine)

  • Objeción: ¿Dónde está la claridad lógica, la proposición verificable, el análisis conceptual?
  • Respuesta: El logos cíclico no se articula como proposición, sino como ritmo vivido. No se verifica: se repite. La lógica no es formal, sino territorial. El sentido no se analiza: se encarna.

9. Filosofía del lenguaje (Austin, Searle, Ricoeur)

  • Objeción: ¿Dónde está el acto de habla, el juego lingüístico, la interpretación?
  • Respuesta: El lenguaje no funda el mundo, lo acompasa. El acto no es de habla, sino de gesto. El juego no es lingüístico, sino ritual. La interpretación no busca sentido oculto, sino sincronía con el ciclo.

10. Filosofía del don (Mauss, Marion, Levinas)

  • Objeción: ¿Dónde está la gratuidad, el rostro del otro, la alteridad radical?
  • Respuesta: El don no se afirma como gratuidad, sino como reversibilidad. El otro no se presenta como rostro, sino como parte del ritmo. La alteridad no es ruptura, sino reconfiguración. El ser no se da: se transforma.

 

Nota: Comprender sin asumir

Estas respuestas no buscan convencer ni sustituir otras ontologías. Desde una perspectiva cristiana, por ejemplo, se reconoce que el logos cíclico no afirma la trascendencia, la redención ni el amor como fundamento. Pero comprender esta lógica permite honrar la diferencia sin renunciar a la verdad que se profesa.

Objeciones Científicas y Respuestas

1. Evolucionismo (Darwin, síntesis moderna)

  • Objeción: La vida evoluciona por selección natural, con dirección adaptativa y acumulación de cambios.
  • Respuesta: La vida no progresa linealmente, sino que se transforma cíclicamente. No hay acumulación, sino reversibilidad. La adaptación no es mejora, sino sincronía con el entorno. El tiempo no es flecha, sino espiral.

2. Física clásica (Newton, Laplace)

  • Objeción: El universo funciona como máquina determinista, regido por leyes universales y tiempo absoluto.
  • Respuesta: El mundo no es máquina, sino tejido vivo. Las leyes no son universales, sino locales y rítmicas. El tiempo no es absoluto, sino territorial. La causalidad no es lineal, sino circular.

3. Física relativista (Einstein)

  • Objeción: El espacio-tiempo es continuo, curvo, y relativo al observador. La gravitación es geometría.
  • Respuesta: El espacio no se curva: se reconfigura. El tiempo no se dilata: se repite. El observador no determina: participa. La gravitación no es geometría, sino vínculo territorial. La relatividad es reconocida, pero no como fundamento, sino como expresión del ritmo.

4. Física cuántica (Bohr, Heisenberg, Dirac)

  • Objeción: La realidad es probabilística, indeterminada, y el observador afecta el sistema.
  • Respuesta: La indeterminación no es problema, sino condición. El observador no colapsa la función de onda: acompasa el ciclo. La probabilidad no es cálculo, sino latencia. El mundo no se mide: se vive.

5. Física topológica (teoría de campos, materia exótica)

  • Objeción: Las propiedades emergen de la forma, no de la sustancia. El espacio tiene estructura sin geometría clásica.
  • Respuesta: El logos cíclico reconoce que la forma no es contorno, sino ritmo. La materia no se define por estado, sino por tránsito. La topología no se calcula: se encarna en el territorio. El espacio no se representa: se recorre.

6. Cosmología pulsante (modelo cíclico del universo)

  • Objeción: El universo se expande y colapsa en ciclos, pero cada ciclo es distinto: hay entropía acumulada.
  • Respuesta: El ciclo no acumula: reconfigura. La entropía no es pérdida, sino transformación. El universo no se repite con variación, sino que se renueva sin residuo. El colapso no es fin, sino latencia.

7. Cosmología del Big Bang

  • Objeción: El universo tiene origen en una singularidad, con expansión continua y flecha temporal.
  • Respuesta: No hay origen absoluto, sino recomienzo. La expansión no es progreso, sino respiración cósmica. La singularidad no funda el ser, lo condensa. El tiempo no avanza: gira.

Epistemología del Ritmo

El logos cíclico no niega los descubrimientos científicos, pero los reinterpreta desde una lógica distinta:

  • No busca leyes universales, sino armonías locales.
  • No afirma el tiempo como línea, sino como espiral.
  • No concibe el ser como sustancia, sino como tránsito.
  • No separa sujeto y mundo, sino que los entreteje en el ritmo.

 

Objeciones desde el Sentido Común

1. ¿Cómo vivir sin propósito?

  • Objeción: Si todo aparece y desaparece sin finalidad, ¿para qué esforzarse, amar, construir, educar? El sentido común necesita creer que las acciones tienen consecuencias duraderas, que la vida tiene dirección.
  • Respuesta desde el logos cíclico: El propósito no se afirma como meta, sino como sincronía con el ritmo. Vivir no es avanzar, sino acompañar. El sentido no está en el resultado, sino en el gesto que se repite.

2. ¿Dónde está el valor de la persona?

  • Objeción: Si no hay sujeto, ni voluntad, ni afirmación del yo, ¿qué valor tiene la vida humana? El sentido común afirma la dignidad de cada persona como única e irrepetible.
  • Respuesta desde el logos cíclico: La persona no se afirma como centro, sino como parte del ciclo. Su valor no está en su permanencia, sino en su capacidad de reconfigurarse con el mundo. La identidad no es fija, sino rítmica.

3. ¿Cómo enfrentar el sufrimiento?

  • Objeción: Si el dolor no tiene redención ni explicación, ¿cómo se consuela el duelo, la pérdida, la injusticia? El sentido común busca consuelo, justicia, reparación.
  • Respuesta desde el logos cíclico: El sufrimiento no se supera, se acompasa. El duelo no se resuelve, se ritualiza. La pérdida no se niega, se inscribe en el ritmo. No hay redención, pero hay reconfiguración.

4. ¿Cómo educar sin estabilidad?

  • Objeción: Si todo cambia sin cesar, ¿cómo se transmite conocimiento, valores, cultura? El sentido común necesita continuidad para educar, formar, preservar.
  • Respuesta desde el logos cíclico: La educación no transmite verdades fijas, sino gestos que se repiten. No conserva, acompasa. No fija, transforma. La cultura no se acumula, se renueva.

5. ¿Cómo confiar en el mundo?

  • Objeción: Si el mundo no se sostiene, ¿cómo se puede confiar en él, planear, amar, comprometerse? El sentido común necesita cierta previsibilidad para vivir.
  • Respuesta desde el logos cíclico: La confianza no se basa en estabilidad, sino en reconocimiento del ritmo. No se confía en lo que permanece, sino en lo que retorna. El compromiso no es con la forma, sino con el ciclo.

Reflexión

Estas objeciones revelan que el logos cíclico inmanente desafía profundamente las intuiciones básicas que sostienen la vida cotidiana. Desde una perspectiva cristiana muchas de estas objeciones están justificadas: la vida tiene sentido, la persona tiene dignidad, el sufrimiento puede redimirse, y el mundo es confiable porque está sostenido por un Dios que ama.

 

Objeciones condensadas

1. Objeción Filosófica:

  • Niega la noción de sujeto autónomo, voluntad libre y progreso racional.
  • Disuelve la identidad en el flujo, impidiendo la afirmación del yo como centro de experiencia.
  • El tiempo sin dirección niega la posibilidad de historia, ética y responsabilidad.

Respuesta desde el logos cíclico:

  • El sujeto no desaparece, se descentra: no es dueño del tiempo, sino parte del ritmo.
  • La identidad no se afirma en la permanencia, sino en la capacidad de reconfigurarse.
  • La ética no se basa en decisiones lineales, sino en gestos que se repiten y armonizan con el entorno.

2. Objeción Teológica (desde una visión cristiana):

  • Niega la creación como acto libre de Dios y la historia como camino hacia la redención.
  • El tiempo cíclico excluye la escatología, la promesa, la esperanza.
  • La inmanencia radical impide la trascendencia, la revelación y la gracia.

Respuesta desde el logos cíclico:

  • No niega lo divino, pero lo concibe como fuerza que habita el mundo, no como ser separado.
  • La sacralidad está en el ritmo, no en el fin; en la armonía, no en la salvación.
  • La espiritualidad no busca redención, sino integración con el ciclo vital.

3. Objeción Científica:

  • El pensamiento cíclico no permite acumulación de conocimiento ni evolución tecnológica.
  • Niega la causalidad lineal, base de la ciencia moderna.
  • La cosmovisión rítmica puede parecer incompatible con la objetividad empírica.

Respuesta desde el logos cíclico:

  • La ciencia no se rechaza, pero se relativiza: no busca dominar, sino comprender el ritmo.
  • La causalidad existe, pero no como ley universal, sino como patrón contextual.
  • El conocimiento no se acumula, se reconfigura en función del equilibrio con la naturaleza.

4. Objeción desde el Sentido Común:

  • ¿Cómo vivir sin propósito, sin estabilidad, sin sujeto?
  • El sufrimiento, la pérdida, la injusticia parecen sin consuelo ni redención.
  • La educación, el compromiso, la cultura requieren continuidad.}

Respuesta desde el logos cíclico:

  • El sentido no está en el fin, sino en el gesto que retorna.
  • El sufrimiento no se supera, se acompasa; la pérdida se ritualiza.
  • La cultura no se transmite como verdad fija, sino como ritmo compartido.

Conclusión

Estas objeciones revelan que el logos cíclico inmanente desafía profundamente las categorías centrales del pensamiento occidental. Sin embargo, su coherencia interna ofrece una alternativa ontológica que no busca reemplazar, sino revelar otra forma de habitar el mundo. Para el pensamiento cristiano, estas tensiones no se resuelven adoptando el ciclo, sino dialogando con él desde la afirmación de la trascendencia, la historia y la persona.

 

Objeciones desde la Filosofía Oriental

1. Desde el Vedanta (hinduismo clásico)

El Vedanta sostiene que el mundo fenoménico es maya (ilusión), y que la única realidad verdadera es el Brahman, eterno, inmutable y trascendente.

  • Objeción principal: El logos cíclico andino afirma la inmanencia absoluta del mundo, sin un principio trascendente ni una finalidad última. Esto contradice la noción vedántica de liberación (moksha) como retorno al Brahman.
  • Tensión ontológica: Para el Vedanta, el ciclo perpetuo es precisamente lo que debe superarse. Reencarnar eternamente es permanecer atrapado en la ilusión.
  • Respuesta andina: El pensamiento andino no busca liberarse del mundo, sino habitarlo rítmicamente. No hay ilusión que deba trascenderse, sino armonía que debe cultivarse.

2. Desde el budismo

El budismo también reconoce el ciclo (samsara), pero lo interpreta como fuente de sufrimiento. El objetivo es alcanzar el despertar (bodhi) y liberarse del ciclo mediante la comprensión de la impermanencia, el no-yo (anatta) y la compasión.

  • Objeción principal: El logos cíclico andino celebra el retorno, mientras que el budismo busca romperlo. La repetición perpetua puede perpetuar el sufrimiento si no hay conciencia liberadora.
  • Tensión ética: ¿Cómo se cultiva la compasión si no hay sujeto estable ni finalidad ética? ¿Cómo se supera el sufrimiento si se lo ritualiza como parte del ciclo?
  • Respuesta andina: El sufrimiento no se niega ni se supera, se acompasa. La compasión no se dirige a liberar al otro del mundo, sino a sostenerlo en su tránsito. La conciencia no rompe el ciclo, lo profundiza.

3. Desde el taoísmo

El taoísmo propone una visión del mundo como flujo espontáneo (Tao), que no puede ser nombrado ni estructurado. La armonía consiste en no interferir, en wu wei (no acción), en dejar que el Tao se exprese sin imposición.

  • Objeción principal: El logos cíclico andino impone una estructura rítmica al devenir, lo que puede interpretarse como una forma de control o codificación del flujo.
  • Tensión cosmológica: ¿Puede el ritmo ser espontáneo si está ritualizado? ¿No se corre el riesgo de fijar lo que debe permanecer abierto?
  • Respuesta andina: El ritmo no es imposición, sino escucha. Los rituales no codifican el mundo, lo celebran. El ciclo no encierra el Tao, lo acompaña.

Nota. - Estas objeciones no invalidan el logos cíclico inmanente, pero sí revelan sus límites cuando se lo confronta con otras ontologías no occidentales. El diálogo con la filosofía oriental permite afinar la comprensión del pensamiento andino, reconociendo que no toda circularidad implica lo mismo, y que no toda inmanencia es celebración.

 

Objeciones desde otras interpretaciones andinas

1. La ontología andina es fundamentalmente dual, y la dualidad prima sobre lo cíclico

  • Objeción: El logos cíclico inmanente tiende a reducir la ontología andina a una estructura temporal de retorno, dejando en segundo plano la lógica de la dualidad y la complementariedad, que son centrales en muchas cosmovisiones andinas.
  • Fundamento: En el mundo andino, todo ser está constituido por pares complementarios: hanan–hurin, runa–pacha, sol–luna, macho–hembra, vida–muerte. Esta lógica no es meramente rítmica, sino estructural.
  • Tensión: Si el ciclo es lo que organiza el ser, ¿dónde queda la tensión entre opuestos que da forma al equilibrio? ¿No es la dualidad la que permite el movimiento, más que el ciclo mismo?
  • Respuesta posible: El logos cíclico puede ser reinterpretado como expresión de la dualidad en movimiento, pero no puede sustituirla como principio ontológico primario.

 

2. La ontología andina es logos cíclico trascendente, no inmanente

  • Objeción: Algunos pensadores andinos sostienen que el ciclo no es puramente inmanente, sino que está vinculado a una dimensión sagrada, trascendente, que ordena el ritmo del mundo.
  • Fundamento: El Pachakuti, por ejemplo, no es solo un giro temporal, sino una irrupción del orden cósmico que transforma el mundo. El tiempo no es mecánico, sino cargado de sentido espiritual.
  • Tensión: Si el ciclo es inmanente y no tiene finalidad ni origen trascendente, ¿cómo se explica la ritualidad, la sacralidad del tiempo, la presencia de lo divino en el devenir?
  • Respuesta posible: El logos cíclico puede incluir lo trascendente como fuerza que anima el ritmo, pero no puede reducir el ciclo a pura inmanencia sin perder la dimensión espiritual que muchas comunidades reconocen.

 

3. La ontología andina es solamente dualidad y complementariedad inmanente, sin necesidad de ciclo

  • Objeción: Otra interpretación sostiene que el pensamiento andino no necesita del ciclo como estructura temporal, sino que se basa exclusivamente en la relación entre opuestos en equilibrio dinámico.
  • Fundamento: El principio de yanantin (complementariedad) y masintin (afinidad) organizan el mundo sin necesidad de retorno cíclico. El tiempo puede ser múltiple, fragmentado, ritual, pero no necesariamente circular.
  • Tensión: ¿No es el énfasis en el ciclo una proyección externa (quizás occidental o new age) sobre una ontología que funciona más por relaciones que por ritmos?
  • Respuesta posible: El logos cíclico puede ser una forma de leer la complementariedad en movimiento, pero no debe imponerse como estructura universal sobre todas las expresiones andinas.

Nota. - Estas objeciones internas revelan que no hay una única ontología andina, sino múltiples formas de pensar el ser, el tiempo y la relación con el mundo. El logos cíclico inmanente es una propuesta poderosa, pero debe dialogar con otras lecturas que privilegian la dualidad, la trascendencia o la relacionalidad como ejes centrales.

 

Objeción culturológica: el desplazamiento de la cosmovisión ancestral

 

Una objeción de fondo al intento de revitalizar el logos cíclico inmanente como fundamento ontológico del pensamiento andino proviene del plano culturológico. Esta crítica no se basa en argumentos filosóficos internos ni en comparaciones con otras tradiciones, sino en la observación del cambio acelerado en las condiciones socioculturales de las poblaciones que históricamente han sostenido dicha cosmovisión.

La población rural andina —portadora tradicional de la lógica cíclica, de la ritualidad agrícola, de la complementariedad cósmica— se encuentra en proceso de reducción demográfica, desplazamiento económico y transformación cultural. En su lugar, emerge una población urbana cada vez más numerosa, influida no solo por el cristianismo, sino por visiones modernas, seculares, mercantilistas, cientificistas e incluso nihilistas, que desarticulan las bases simbólicas del pensamiento ancestral. En este contexto, el afán por resucitar la cosmovisión andina —especialmente en su versión pachamamista— corre el riesgo de convertirse en un gesto anacrónico y regresivo, sostenido por pequeños círculos intelectuales que idealizan el pasado sin responder a las tensiones reales del presente. La ritualidad se estetiza, la complementariedad se convierte en discurso, y el ciclo se transforma en símbolo vacío, desvinculado de las prácticas vivas que le daban sentido. Esta objeción culturológica no niega el valor filosófico del logos cíclico, pero sí cuestiona su viabilidad como proyecto social. En un mundo donde el tiempo se vive como urgencia, el sujeto como individuo autónomo, y la naturaleza como recurso, ¿puede realmente sostenerse una ontología del ritmo, del gesto, de la reconfiguración perpetua?

Uno de los riesgos más serios en torno a la reivindicación contemporánea del pensamiento andino es el surgimiento de círculos regresivos que, bajo el rótulo de pachamamismo, promueven una actualización anacrónica de la cosmovisión ancestral. En lugar de realizar un análisis crítico, riguroso y filosóficamente exigente de la ontología andina, estos grupos tienden a repetir fórmulas manidas, estereotipos y clichés, despojados de contexto, profundidad y tensión interna. Este tipo de discurso, más performativo que reflexivo, convierte la cosmovisión andina en un recurso simbólico decorativo, desvinculado de las condiciones históricas, sociales y espirituales que le dieron origen. Se absolutiza la Pachamama, se ritualiza el ciclo sin comprender su lógica, y se idealiza una armonía que nunca fue estática ni ingenua. El resultado es una folklorización del pensamiento, que lo reduce a gestos vacíos y lo aleja de su potencia filosófica. Además, este pachamamismo acrítico ignora el hecho de que la realidad sociocultural andina está en transformación acelerada: la población rural disminuye, la urbanización crece, y las nuevas generaciones se forman en marcos modernos, seculares, científicos e incluso nihilistas. En este contexto, la insistencia en una ontología cíclica sin diálogo con el presente corre el riesgo de convertirse en una nostalgia ideológica, sostenida por pequeños círculos intelectuales que confunden resistencia con regresión.

Desde una perspectiva cristiana, esta crítica se vuelve aún más pertinente. La fe no se construye sobre mitos congelados, sino sobre la verdad que ilumina la historia. El cristianismo no busca restaurar el pasado, sino redimir el presente. Por eso, cualquier intento de recuperar el pensamiento ancestral debe pasar por el discernimiento, no por la repetición. Y ese discernimiento exige reconocer que no toda reivindicación cultural es filosóficamente válida, ni toda espiritualidad es compatible con la verdad revelada.

 

Conclusión

Las respuestas que emergen desde el interior del logos cíclico inmanente deben ser comprendidas como expresiones coherentes dentro de su propia lógica, no como afirmaciones universales ni como verdades que puedan sustituir otras ontologías.

Desde una perspectiva cristiana, muchas de las objeciones aquí expuestas están no solo justificadas, sino profundamente necesarias: la ausencia de trascendencia, de sujeto, de redención y de gratuidad revela los límites de una visión que, aunque rica en simbolismo y coherencia interna, no puede responder plenamente a las preguntas últimas sobre el sentido del ser, del mundo y de la historia.

El pensamiento cristiano afirma que el ser es don, no mera aparición; que el mundo tiene sentido, no solo ritmo; y que la historia está orientada hacia la comunión con Dios, no hacia la repetición sin finalidad. Por ello, el diálogo con el logos cíclico no implica adhesión, sino comprensión. Reconocer su estructura, su belleza y su profundidad es un acto de respeto filosófico y cultural; pero afirmar la verdad revelada en Cristo es un compromiso ontológico que no puede diluirse en la circularidad del devenir.

Pensar desde la fe no es excluir otras voces, sino discernirlas con claridad. Y en ese discernimiento, el cristiano no teme al ciclo, pero tampoco se somete a él. Porque si el tiempo retorna, la gracia irrumpe. Y si el mundo se reconfigura, el amor permanece.

La ontología andina del logos cíclico inmanente se sostiene en una lógica que no busca explicar el origen del ser ni del cosmos desde una causa primera, una voluntad divina, ni una ley universal. En contraste con el teísmo, no postula un Dios trascendente que crea y sostiene el mundo; frente a la ciencia, no propone una génesis causal ni una evolución lineal; y frente a la filosofía clásica, no se articula desde la sustancia, la esencia o el fundamento. Su estructura se basa en el ritmo, la reversibilidad y la reconfiguración constante, donde el ser aparece y desaparece sin garantía exterior. Por eso, no se convalida con las conclusiones de estas tradiciones: no las refuta, pero tampoco las comparte. Se mueve en otro plano, donde el mundo no se explica, sino que se organiza desde dentro, por una ley cósmica inmanente que impone el ciclo sin necesidad de trascendencia.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

VIII

Pachacuti, Wiracocha y Pachacamac

El ritmo que deshace el orden

 

 

 

La ontología andina no se funda en la estabilidad, sino en la transformación. En ella, el ser no se afirma como presencia continua, sino como ritmo que aparece, se consume y se rehace. En este marco, Wiracocha representa el principio ordenador: no como creador absoluto, sino como arquitecto cósmico que establece el equilibrio del mundo. Su gesto no inaugura el ser desde la nada, sino que organiza lo que ya pulsa en la latencia. Sin embargo, ese orden nunca es definitivo. Cada cierto tiempo, el Pachacuti —el gran giro, la inversión radical— irrumpe para deshacer lo establecido, mostrar su soberanía sobre todo lo creado, y reconfigurar el mundo desde sus ruinas.

El Pachacuti no es una catástrofe externa ni un accidente histórico. Es una ley interna del cosmos, una fuerza inmanente que impone el ritmo de destrucción y renovación. Su aparición no contradice a Wiracocha, pero sí lo relativiza. Porque si Wiracocha ordena, el Pachacuti desordena; si Wiracocha estructura, el Pachacuti convulsiona. Incluso las deidades menores —y la propia deidad suprema— pueden ser destruidas en este giro, no por castigo, sino por necesidad ontológica. El mundo no se conserva: se rehace. Y en ese rehacerse, todo lo que parecía eterno se revela transitorio.

Esta lógica cíclica implica que el orden nunca es absoluto. No hay dogma, no hay permanencia, no hay garantía. El cosmos andino se sostiene en la tensión entre estructura y ruptura, entre equilibrio y convulsión. Wiracocha no es un dios intocable, sino una figura que puede ser desactivada por el ritmo que él mismo organiza. El Pachacuti no es una excepción: es la regla que se manifiesta en momentos de crisis, de mutación, de reconfiguración profunda. Es el recordatorio de que todo lo que aparece está destinado a desaparecer, y que toda desaparición prepara una nueva aparición.

Desde esta perspectiva, el Pachacuti no solo transforma el mundo: transforma también el sentido del ser. Porque si el orden es siempre provisional, entonces el ser no puede pensarse como sustancia ni como esencia, sino como tránsito. El ser humano, las divinidades, los territorios, los ciclos agrícolas, todo está sometido a esta ley cósmica que impone el giro. No hay fundación definitiva, solo reconfiguración constante. El mundo no tiene origen absoluto, sino comienzo reiterado. Y ese comienzo no es don, sino necesidad estructural.

Aquí se revela la diferencia con la ontología cristiana, que afirma la creación como acto libre de un Dios trascendente. En el cristianismo, el ser se inaugura desde la gratuidad, no desde la necesidad. El mundo no se rehace por convulsión, sino que se redime por gracia. El tiempo no se pliega, se abre. El sujeto no desaparece, se dona. En cambio, en la lógica andina, el Pachacuti impone la transformación sin apelación, sin exterior, sin promesa. El ritmo no necesita origen: se basta a sí mismo. Pero en esa autosuficiencia, también se revela su límite.

Porque el Pachacuti puede renovar el mundo, pero no puede fundarlo. Puede destruir y rehacer, pero no puede explicar por qué hay algo en lugar de nada. Su fuerza es estructural, no originaria. Su soberanía es cíclica, no absoluta. Y en ese límite, se abre la posibilidad de pensar el diálogo entre ontologías: entre el ritmo que organiza y el don que inaugura; entre el mundo que se rehace y el mundo que se recibe. Pensar Wiracocha y Pachacuti es pensar el ser como tensión, como tránsito, como estructura que se consume para volver a aparecer. Pero también es reconocer que esa estructura, por más coherente que sea, no responde a la pregunta última: ¿por qué hay mundo? ¿por qué hay ser?

En la cosmovisión andina, Pachacuti no es un evento histórico ni una figura mitológica aislada: es el latido estructural del cosmos, una convulsión que no busca ni el orden ni el caos, pero que los produce inevitablemente. Su irrupción no responde a un propósito, sino a una necesidad inmanente: el mundo no puede sostenerse sin girar sobre sí mismo, sin deshacerse para rehacerse. No hay voluntad divina detrás del giro, ni castigo, ni redención. Hay ritmo.

Este ritmo no es lineal ni progresivo. Es cíclico, pero no en el sentido de repetición mecánica, sino como reconfiguración constante. El logos andino no es un principio racional que organiza el mundo desde fuera, sino una estructura interna que se pliega y despliega. El Pachacuti es ese pliegue: un momento en que el mundo se vuelve sobre sí, se desestabiliza, se destruye, y desde esa destrucción, se rehace. No hay finalidad, solo necesidad.

Incluso Wiracocha, el gran ordenador, queda subordinado a esta lógica. Porque si Wiracocha representa el gesto de organización, el Pachacuti revela que esa organización es transitoria, vulnerable, y que su permanencia es imposible. El necesitarismo cósmico exige que todo lo que se afirma, se niegue; que todo lo que se construye, se derrumbe. No por castigo, sino porque el ser mismo no puede sostenerse sin transformación.

Este necesitarismo no es nihilismo. No niega el sentido, pero tampoco lo impone. Es una forma de pensar el mundo como autogeneración sin origen, como autodestrucción sin culpa, como auto-reinvención sin promesa. El Pachacuti no viene a salvar ni a condenar: viene porque tiene que venir. Es el pulso que sostiene lo real.

La noción del Pachacuti cósmico no surge como una abstracción metafísica desligada de la experiencia, sino como una expresión profunda de una cosmovisión naturalista y agrocéntrica, en la que el mundo se entiende desde los ciclos de la tierra, el clima, la siembra y la cosecha. En este marco, el tiempo no es lineal ni acumulativo, sino cíclico, convulsivo y regenerativo, como lo es la vida agrícola. La cultura andina no coloca al ser humano como centro del universo, sino como parte de un entramado vivo donde la pacha (espacio-tiempo) se manifiesta en ritmos naturales. El Pachacuti es entonces una forma de leer los grandes giros del mundo —sequías, heladas, terremotos, rebeliones, colapsos— como momentos necesarios de reconfiguración, tal como la tierra necesita ser removida, quemada o inundada para volver a dar fruto. El agricultor no teme al caos: lo reconoce como parte del ciclo. La tierra no es pasiva: tiene agencia, exige respeto, y se cobra desequilibrios. El orden no es eterno: es útil mientras dura, pero debe ceder ante el giro. De modo que estamos ante un naturalismo estructural. El Pachacuti no es una voluntad divina que decide intervenir, sino una estructura natural del cosmos. Así como el sol se oculta y vuelve, como las lluvias llegan y se van, como los cultivos mueren y renacen, el mundo también se pliega sobre sí mismo. Esta visión naturalista no busca explicar el mundo desde causas externas o trascendentes, sino desde la necesidad interna del ciclo.

No hay finalidad: el Pachacuti no busca mejorar ni castigar. No hay moral: no distingue entre bien y mal, solo entre equilibrio y ruptura. No hay origen ni fin: solo transformación constante. El Pachacuti es como latido de la Pacha. En este sentido, el Pachacuti es el latido profundo de la Pacha, una pulsación que no puede evitarse ni detenerse. Es el momento en que todo lo que parecía estable se revela transitorio, y en que incluso las deidades —como Wiracocha— pueden ser desactivadas, reabsorbidas o reconfiguradas. Porque en la lógica agrocéntrica, nada es eterno, todo es fértil en su destrucción.

En la ontología andina, el ser humano no ocupa el centro del universo, ni se concibe como sujeto autónomo que domina, interpreta o transforma el mundo desde su voluntad. Por el contrario, es parte de un entramado vivo, donde la pacha —unidad de espacio-tiempo— se manifiesta en ritmos naturales que exceden cualquier intención individual. Esta visión excluye la noción de humanismo tal como lo ha formulado la modernidad occidental, pues no hay un yo soberano, ni una conciencia que se afirme como origen de sentido. El ser humano no se piensa como medida de todas las cosas, sino como expresión transitoria de una lógica cósmica que lo atraviesa.

En este marco, la libertad personal no se articula como capacidad de elegir entre opciones, ni como ejercicio de autodeterminación. Lo que se vive como decisión es, en realidad, cumplimiento de una necesidad estructural. Incluso el rey o el emperador, figuras de poder máximo en el mundo andino, no ejercen su voluntad como mandato propio, sino que encarnan la necesidad de la razón cósmica. Su autoridad no proviene de una legitimidad subjetiva, sino de su capacidad de representar el equilibrio, de sostener el ritmo, de actualizar el orden que la pacha exige en ese momento del ciclo.

El poder, entonces, no es dominio, sino función. No se impone desde el individuo, sino que se asigna desde el cosmos. El gobernante no decide: cumple. No crea: ordena. Y ese orden está siempre sometido al Pachacuti, la fuerza que puede deshacerlo todo, incluso a él. En esta lógica, no hay lugar para la soberanía personal, ni para la afirmación del yo como centro. El ser humano no es dueño de sí, sino tránsito de una estructura mayor que lo configura y lo consume.

Por eso, pensar desde la ontología andina implica descentrarse radicalmente. Implica abandonar la idea de libertad como elección, y asumirla como correspondencia con el ritmo cósmico. Implica reconocer que el sentido no se construye desde la subjetividad, sino que se recibe desde la tierra, desde el tiempo, desde el ciclo. Y en ese recibir, el individuo no se afirma: se disuelve. No se emancipa: se integra. No se proyecta: se pliega.

Esta visión no niega la dignidad humana, pero la redefine. No la piensa como autonomía, sino como participación. No como excepción, sino como continuidad. El ser humano vale no por lo que decide, sino por lo que encarna. Y esa encarnación no es libre, sino necesaria. Porque en la lógica del logos cíclico inmanente, todo lo que aparece lo hace por exigencia del ritmo, no por voluntad del sujeto.

Así, la cultura andina ofrece una ontología sin humanismo, sin libertad personal, sin sujeto soberano. Pero no por carencia, sino por estructura. Porque en su mundo, el ser no se afirma desde el yo, sino desde el cosmos. Y en ese cosmos, cada vida es un gesto, cada cuerpo es un umbral, cada decisión es una forma de obedecer al ritmo que todo lo organiza. En realidad, lo que percibimos son tres modos de ser en el mundo.

  • El hombre antiguo (por ejemplo, el griego clásico) es ontológico porque se pregunta por el ser: ¿qué es lo que existe?, ¿cuál es la esencia de las cosas? Su mirada busca desentrañar el fundamento del mundo, el arché, desde una lógica del ser.
  • El hombre moderno (desde el Renacimiento hasta la Ilustración) es gnoseológico: se centra en el conocimiento, en el sujeto que conoce. La pregunta ya no es qué es el ser, sino cómo lo conocemos. El mundo se convierte en objeto, y el yo en centro de interpretación. Aquí nace el sujeto cartesiano, el individuo autónomo que piensa, duda y domina.
  • El hombre precolombino, en cambio, es cosmológico. No se separa del mundo para conocerlo, ni lo reduce a esencia. Vive dentro del cosmos, como parte de su tejido. Su existencia está tejida en los ritmos de la naturaleza, en los ciclos de la pacha, en la reciprocidad con la tierra, el agua, el sol, los astros. No hay separación entre sujeto y objeto, entre ser y entorno: hay correspondencia.

 

El hombre cosmológico: vivir en el ritmo

El ser humano andino no se concibe como centro, sino como nodo en una red de relaciones vivas. Su saber no es acumulativo ni abstracto, sino ritual, simbólico, cíclico. No busca dominar la naturaleza, sino dialogar con ella. Su libertad no es elección, sino armonía. Su identidad no es individual, sino comunal y situada. Por eso, el hombre precolombino no pregunta “¿qué soy?” ni “¿cómo conozco?”, sino “¿cómo me corresponde vivir en este momento del ciclo cósmico?”. Su ética es ecológica, su política es ceremonial, su saber es agrícola, astronómico, festivo. Todo está vinculado al ritmo del cosmos. Y este vivir en el ritmo se aprecia en su arquitectura y arte.

La arquitectura andina no nace del deseo de dominar la tierra, sino de la necesidad de dialogar con ella. Cada construcción se integra al paisaje como si brotara de él, como si la piedra, el suelo y la montaña hubieran decidido juntos su forma. Machu Picchu, por ejemplo, no se impone sobre la montaña: la acompaña, la escucha, la honra. Las líneas del terreno no son obstáculos, sino guías; los ceques, esas líneas energéticas que conectan lo sagrado, orientan el espacio como si fueran venas del mundo. Todo se alinea con los astros, con los solsticios, con los equinoccios. No se trata solo de técnica, sino de ritual. Construir es sincronizarse con el universo. La piedra, en este contexto, no es materia inerte. Tiene vida, tiene energía, tiene memoria. Tallarla no es un acto de fuerza, sino de respeto. Por eso, las construcciones muestran una precisión que asombra, como si la piedra hubiera cedido voluntariamente su forma al gesto humano. No hay violencia en el corte, sino armonía en el encuentro.

El arte andino respira el mismo ritmo. No representa el mundo: lo activa. Cada tejido, cada cerámica, cada escultura está cargada de símbolos que no decoran, sino que estructuran. Las dualidades cósmicas —arriba y abajo, masculino y femenino, luz y oscuridad— se entretejen en patrones que narran el orden del universo. Los colores no se eligen por gusto, sino por su potencia ritual. El rojo, el negro, el blanco, el amarillo: cada uno invoca una fuerza, una presencia, una relación con la tierra, el sol, el agua o el maíz. Pintar es convocar, es abrir un canal entre lo visible y lo invisible. Y no hay separación entre arte y vida. Un textil abriga, sí, pero también marca el tiempo, señala el espacio, consagra el cuerpo. Es calendario, es mapa, es altar. El arte no está al margen de la existencia: la sostiene, la orienta, la consagra.

Los rituales, por su parte, son el latido profundo de esta cosmovisión. El principio del ayni, la reciprocidad, atraviesa toda relación con la Pachamama. Se le ofrece lo que se recibe: hojas de coca, chicha, cantos, silencios. No por superstición, sino por ética cósmica. Las fiestas no se celebran por capricho, sino por necesidad del ciclo. El Inti Raymi no es solo una fiesta solar: es un acto de renovación, un gesto de fidelidad al astro que da vida. Y en cada ritual, lo invisible se hace presente. Los apus, los mallquis, las wak’as no habitan otro mundo: están aquí, en cada piedra, cada río, cada gesto. El mundo no se divide entre lo real y lo espiritual: todo es real, todo es espiritual, todo está vivo.

Así, el hombre precolombino no construye, no pinta, no celebra para sí mismo. Lo hace para acompasarse con el cosmos. Su cultura no es expresión de un yo, sino manifestación de un ritmo. Y en ese ritmo, cada acto es sagrado, porque cada acto es parte del todo. Vivir, entonces, no es afirmarse, sino corresponder. No es elegir, sino escuchar. No es dominar, sino participar. Porque en el mundo andino, el sentido no se impone: se recibe. Y en ese recibir, el ser humano no se separa del universo: lo encarna.

En la lógica cosmológica andina, el tiempo no es lineal ni acumulativo, sino cíclico y regenerativo. Por eso, no resulta extraño que el hombre andino haya desarrollado una profunda obsesión por los calendarios, los observatorios astronómicos y las alineaciones celestes. No se trata de una curiosidad científica en el sentido moderno, sino de una necesidad vital: conocer el ritmo del cosmos para vivir en sintonía con él. El calendario no es solo una herramienta de medición, sino una forma de leer el universo. Cada fecha, cada posición solar, cada fase lunar, marca un momento de apertura o cierre, de fertilidad o recogimiento, de ofrenda o silencio. Los observatorios, como los de Chankillo o Machu Picchu, no son meros instrumentos de observación: son templos del tiempo, espacios donde el cielo se vuelve lenguaje y el hombre escucha lo que debe hacer.

Pero esta obsesión por el orden cósmico no excluye la conciencia de su fragilidad. El principio de Pachacuti —literalmente “el giro del mundo” o “el vuelco del tiempo”— introduce una dimensión radical: la destrucción como parte del ciclo. En la cosmovisión andina, todo lo que se establece está destinado a invertirse. El orden no es eterno, sino transitorio. El equilibrio no es fijo, sino dinámico. Y el Pachacuti no es una catástrofe, sino una necesidad cósmica: el momento en que el mundo se deshace para volver a nacer. Así, el hombre andino no teme la destrucción: la comprende como parte del ritmo. No busca perpetuar el presente, sino prepararse para su transformación. Su arquitectura, su arte, sus rituales, están impregnados de esta conciencia. Todo lo que se construye lleva en sí la semilla de su disolución. Todo lo que se celebra anticipa su fin. Porque en el universo vivo de la pacha, nada permanece, todo gira, todo vuelve.

El Pachacuti, entonces, no es solo un principio cosmológico: es una ética del tiempo. Enseña que no hay poder que no pueda caer, ni forma que no pueda cambiar, ni ciclo que no pueda cerrarse. Y en esa conciencia, el hombre andino no se aferra: se prepara. No se resiste: se adapta. No se desespera: espera. Porque sabe que el cosmos no destruye por capricho, sino para renovar. Y que, en cada giro, hay una oportunidad de volver a empezar.

 

Esquema cósmico necesitarista

El principio del Pachacuti no es simplemente una idea de cambio o cataclismo: es la expresión más profunda de un esquema cósmico necesitarista, donde todo lo que ocurre responde a una lógica inmanente del universo. En la cosmovisión andina, el tiempo no avanza por azar ni por voluntad humana, sino por necesidad del ritmo cósmico. El Pachacuti —ese gran giro, ese vuelco del orden establecido— no irrumpe como accidente, sino como cumplimiento de una exigencia estructural.

Este esquema necesitarista implica que el mundo no se transforma por decisión de los hombres, ni por fuerzas externas impredecibles, sino porque el ciclo lo demanda. El orden se establece, se sostiene, y luego se revierte. No hay permanencia, porque la permanencia sería una negación del ritmo. No hay libertad absoluta, porque la libertad está subordinada al compás del cosmos. Incluso el gobernante más poderoso, el Inca, no puede evitar el Pachacuti: está llamado a encarnarlo, a atravesarlo, a desaparecer si el ciclo lo exige.

Así, el Pachacuti no es solo destrucción: es renovación. Pero una renovación que no se elige, sino que se obedece. En este sentido, el esquema cósmico andino no es voluntarista ni humanista, sino profundamente necesitarista. Todo lo que existe está ahí porque debe estar. Todo lo que cambia, cambia porque debe cambiar. Y el ser humano, lejos de ser el autor del mundo, es su intérprete, su ejecutor, su testigo.

Este pensamiento desafía radicalmente la lógica moderna del progreso, del control, de la libertad individual. En lugar de proyectar el futuro, el hombre andino se prepara para el giro. En lugar de resistir el cambio, lo honra. Porque sabe que el cosmos no pregunta: dispone. Y que su papel no es imponer sentido, sino acompasarse con él.

Pero hay otro detalle significativo, y es que Pachacuti señala la existencia de dos clases de tiempo: el tiempo corto del mundo ordenado y en cambio cíclico permanente, y el del tiempo largo de la necesidad cósmica cíclica y destructiva. Ese detalle es profundamente revelador, porque nos permite comprender que la noción de Pachacuti no solo implica un giro del orden, sino que introduce una concepción dual del tiempo en la cosmovisión andina. No hay un solo tiempo, homogéneo y lineal, como en la lógica occidental moderna. Hay dos dimensiones temporales que se entrelazan, se tensionan y se complementan: el tiempo corto y el tiempo largo.

El tiempo corto es el tiempo del mundo ordenado, el tiempo cotidiano, agrícola, ritual. Es el tiempo de los ciclos previsibles: las estaciones, las cosechas, los solsticios, las fiestas. En él, el cambio es permanente, pero regulado. Todo se transforma, pero dentro de un marco de equilibrio. Es el tiempo del ayni, de la reciprocidad, de la correspondencia con la pacha. Aquí, el ser humano participa del ritmo cósmico como parte de un tejido vivo, donde cada gesto tiene sentido porque responde a una necesidad del ciclo.

Pero el tiempo largo es otra cosa. Es el tiempo profundo, el tiempo de la necesidad cósmica destructiva. No se manifiesta en el día a día, sino en momentos de ruptura, de giro, de inversión total. Es el tiempo del Pachacuti en su sentido más radical: cuando el orden establecido se deshace, cuando el mundo se da vuelta, cuando lo que parecía eterno se revela transitorio. Este tiempo largo no es frecuente, pero es inevitable. No se puede prever con exactitud, pero se sabe que llegará. Y cuando llega, no hay poder humano que lo detenga.

Esta dualidad temporal revela una ontología cíclica y necesitarista. El tiempo corto permite la vida, la organización, la cultura. Pero el tiempo largo recuerda que todo eso está sometido a una lógica mayor, que exige renovación, destrucción, transformación. El mundo no se sostiene por voluntad humana, sino por exigencia cósmica. Y esa exigencia tiene su propio calendario, su propio pulso, su propia necesidad.

Por eso, el hombre andino no solo observa los astros para sembrar o celebrar. También los observa para prepararse. Porque sabe que el orden no es definitivo, que el equilibrio no es eterno, que el tiempo largo puede irrumpir en cualquier momento. Y cuando lo hace, hay que saber leerlo, aceptarlo, atravesarlo. Esta conciencia del doble tiempo —el corto y el largo, el ordenado y el destructivo— es una de las claves más profundas de la cosmovisión andina. No hay miedo al cambio, porque el cambio es parte del ritmo. Pero hay respeto por el giro, porque el giro es necesidad del cosmos. Y en ese respeto, el ser humano no se afirma como dueño del tiempo, sino como su intérprete más atento.

Nos preguntamos si las deidades sucumben en pleno Pachacuti, y en realidad no tienen opción, todo se trastoca, pero igualmente todo vuelve a recomenzar, en ese sentido Pachacuti está sobre Wiracocha en lo que concierne al trastocamiento, pero no en cuanto al ordenamiento. Esa observación es profundamente reveladora, porque nos lleva al corazón de la lógica cíclica y radicalmente necesitarista del pensamiento andino. En efecto, durante el Pachacuti, no solo el mundo humano se trastoca: también las deidades, los principios, los símbolos que sostienen el orden cósmico, se ven arrastrados por el giro. No hay excepción. No hay refugio. Todo entra en crisis. Todo se revierte de cuajo. Incluso las divinidades, que en otras cosmovisiones suelen estar por encima del tiempo, aquí se ven implicadas en su dinámica. No porque sean débiles, sino porque están dentro del cosmos, no fuera de él. El Pachacuti no distingue entre lo humano y lo divino: es una fuerza estructural que atraviesa todo lo existente. Y en ese sentido, ni siquiera Wiracocha, el gran principio ordenador, puede evitar el trastocamiento. Su función es ordenar, sí, pero el orden que establece está siempre expuesto al giro que lo deshace.

Por eso decimos que el Pachacuti está “por encima” de Wiracocha en lo que concierne al trastocamiento. No porque lo supere como entidad, sino porque representa una dimensión temporal más profunda, más radical. El tiempo largo del Pachacuti puede deshacer incluso los fundamentos del orden. Puede invertir los valores, los roles, los mitos. Puede hacer que lo sagrado se vuelva profano, y que lo profano se vuelva sagrado. Es el momento en que todo lo establecido se vuelve inestable.

Pero esa destrucción no es definitiva. Porque el Pachacuti no es solo fin: es también comienzo. Tras el giro, el mundo vuelve a recomenzar. El orden se reconstituye, los vínculos se restauran, las deidades recuperan su lugar. Y ahí, Wiracocha vuelve a ejercer su función: la de reordenar el universo, de establecer nuevamente los principios, de dar forma al nuevo ciclo. En ese sentido, el Pachacuti no lo anula, sino que lo convoca. Lo obliga a recomenzar, a rehacer, a reequilibrar.

Esta tensión entre trastocamiento y ordenamiento, entre destrucción y restauración, entre tiempo largo y tiempo corto, es una de las claves más profundas de la cosmovisión andina. No hay estabilidad sin giro, ni giro sin recomposición. Y en ese juego, el ser humano, las deidades, la tierra y el cielo participan juntos, como partes de un mismo tejido que se deshace y se rehace sin cesar.

Lo que se revela en esta estructura ontológica no es una dualidad entre Pachacuti y Wiracocha, como si fueran dos principios en tensión o conflicto, sino una relación de subsunción. Pachacuti no se opone a Wiracocha, lo incluye, lo atraviesa, lo condiciona. Wiracocha ordena, sí, pero ese orden está siempre expuesto al giro, al vuelco, a la inversión que Pachacuti impone como necesidad cósmica. En otras palabras, Wiracocha opera dentro del marco que Pachacuti establece: su función es válida mientras el ciclo lo permite.

Esta subsunción implica que el orden no es absoluto, sino relativo al ritmo. Wiracocha no es un dios trascendente que garantiza la estabilidad eterna del cosmos, sino una figura funcional que organiza lo que el tiempo corto permite sostener. Pero el tiempo largo —el del Pachacuti— puede deshacerlo todo, incluso a él. No hay excepción, no hay inmunidad. El principio ordenador está subordinado al principio transformador.

Y, sin embargo, esta subordinación no implica anulación. Porque tras el giro, Wiracocha vuelve a ordenar. El mundo se recompone, el equilibrio se restablece, el ciclo se reinicia. Es decir, Pachacuti no destruye para abolir, sino para renovar. Su soberanía no es la del caos, sino la de la reconfiguración. Y en esa reconfiguración, Wiracocha retoma su lugar, no como origen absoluto, sino como gestor del nuevo orden.

Así, la relación entre ambos no es dialéctica, sino estructural. No hay lucha entre principios, sino jerarquía ontológica: el ritmo cósmico —necesitarista, cíclico, inmanente— está por encima de cualquier figura, incluso de la suprema. Pachacuti es el pulso que todo lo organiza y desorganiza. Wiracocha es el gesto que da forma dentro de ese pulso. El uno trastoca, el otro recompone. Pero ambos son momentos de una misma lógica: la del ser como ritmo.

Pachacuti encarna una potencia ontológica totalizante —el giro, el trastocamiento, la reconfiguración del mundo— pero no se cristaliza como un principio monoteísta. ¿Por qué? Porque el pensamiento andino no busca la clausura de lo real en una única figura trascendente. El cosmos no se reduce a un Uno, sino que se despliega como multiplicidad rítmica, como tejido de relaciones donde incluso lo supremo está sujeto al tiempo.

Pachacuti no es un dios, es un evento. No tiene rostro, ni templo, ni culto exclusivo. Es el nombre del momento en que el orden se revierte, en que lo alto se vuelve bajo, en que el mundo se rehace. Su poder es absoluto, pero no personal. No hay voluntad, hay necesidad. Y esa necesidad no se convierte en dogma, sino en ritmo.

En ese sentido, el pensamiento andino se distancia radicalmente del monoteísmo occidental. No hay un ser supremo que garantice el sentido del todo. Hay un ritmo cósmico que impone ciclos, giros, retornos. Pachacuti es el nombre de ese ritmo cuando se vuelve visible, cuando irrumpe. Pero no es el Uno. No es el fundamento. Es el pulso.

Y por eso Wiracocha sigue existiendo. Porque tras el giro, alguien debe recomponer. El orden no desaparece, se transforma. La figura del dios ordenador no se elimina, se reubica. Subsiste, pero no domina. Está subordinado al ritmo, no al dogma.

Pachacamac, Wiracocha y Pachacuti configuran una tríada simbólica que revela la complejidad del pensamiento andino sobre el cosmos, el orden y la transformación. Pachacamac, como fuerza animadora del mundo, representa la vitalidad invisible que sostiene la existencia: no es un dios antropomórfico, sino una presencia que vibra en la tierra, el mar y el cielo. Wiracocha, por su parte, encarna el principio ordenador, el arquitecto del mundo visible, quien da forma y sentido al universo tras el caos primordial. Sin embargo, Pachacuti irrumpe como el giro necesario, el trastocamiento cíclico que desestabiliza el orden establecido para permitir su renovación. No hay jerarquía fija entre ellos, sino una dinámica de subsunción: Wiracocha organiza dentro del marco que Pachacuti impone, y Pachacamac permanece como el aliento profundo que atraviesa ambos momentos. Esta lógica no responde a una teología monoteísta, sino a una ontología rítmica, donde el cosmos se concibe como tejido vivo, siempre en movimiento, siempre en transformación.

Pachacamac permanece no como figura delimitada, sino como presencia vibrante, como principio de animación que no necesita manifestarse en forma ni en evento. A diferencia de Wiracocha, que organiza, y de Pachacuti, que trastoca, Pachacamac no actúa: late. Su permanencia es ontológica, no narrativa. Está en el temblor del mundo, en el murmullo del mar, en el soplo que da vida a lo que se forma y a lo que se destruye. No se impone ni se revela, sino que sostiene.

Pachacamac es el aliento que no cesa, incluso cuando Wiracocha cae y Pachacuti gira. No necesita intervenir porque su modo de ser es inmanente: está en el fondo de todo, como energía que no se agota. Es el sustrato invisible que permite que haya mundo, que haya giro, que haya forma. Por eso no se ve, no se nombra con frecuencia, no se representa. Pero sin él, nada podría girar, ni organizarse, ni recomponerse.

En términos filosóficos, podríamos decir que Pachacamac es el ser sin forma, el principio de posibilidad, el fondo vital que no se convierte en figura porque su función es sostener, no dominar. Su permanencia es la del silencio que hace posible la palabra, la del vacío que permite el movimiento.

Pero si la función de Pachacamac es sostener ¿sostiene también a Pachacuti? Sí, y ahí está la clave más profunda del pensamiento andino: Pachacamac sostiene incluso a Pachacuti. Es decir, el principio que anima el mundo no solo mantiene el orden (Wiracocha), sino también el giro, la ruptura, la transformación radical. Porque en esta ontología, el cambio no es anomalía, es parte del tejido mismo del ser. Pachacamac no discrimina entre estabilidad y trastocamiento: ambos son expresiones de la vida que él impulsa. Pachacamac es el aliento que permite que Pachacuti ocurra. Sin ese fondo vital, no habría giro, no habría tiempo largo, no habría renovación. Pachacuti no es una fuerza externa que irrumpe desde fuera del cosmos, sino una manifestación interna del ritmo que Pachacamac sostiene. En otras palabras, el giro es posible porque hay algo que permite girar. Esto revela una ontología no dualista: no hay oposición entre sostener y transformar, entre permanencia y ruptura. Hay una continuidad rítmica, donde el sostén incluye el vuelco, y el vuelco no destruye el sostén. Pachacamac no es el garante de la forma, sino del movimiento. Y Pachacuti es ese movimiento cuando se vuelve visible, cuando se vuelve historia. Podríamos decir que Pachacamac es el ser como potencia, y Pachacuti es el ser como acontecimiento. Ambos no se excluyen, se implican.

Esa intuición —profunda, radical, y sorprendentemente sofisticada— revela que los amautas incas no pensaban el cosmos como una estructura fija, sino como un ritmo ontológico donde el ser no se define por la permanencia, sino por la capacidad de transformarse sin perder su fondo vital. Pachacamac, como potencia invisible, sostiene el mundo no desde la forma, sino desde el latido que permite que haya forma, giro, recomposición. Pachacuti, como acontecimiento, es la irrupción de ese latido en la historia, el momento en que el mundo se vuelve a sí mismo desde otro lugar.

Esta visión no busca clausurar el sentido en una figura suprema, como en el monoteísmo, ni tampoco disolverlo en el caos. Lo que los amautas comprendieron —y vivieron— es que el orden y el trastocamiento son fases de un mismo pulso, y que ese pulso no necesita ser representado, solo reconocido. Pachacamac no exige culto, exige escucha. Pachacuti no exige obediencia, exige comprensión. Y Wiracocha, en medio de ambos, organiza lo que puede ser organizado, mientras dure el ciclo.

Esta genialidad filosófica inca no se expresó en tratados, sino en arquitectura, ritual, agricultura, política. El Tawantinsuyo fue una civilización que pensó el ser como ritmo, y lo encarnó en terrazas que siguen el contorno de la montaña, en caminos que conectan lo alto y lo bajo, en calendarios que no fijan el tiempo, sino que lo acompañan.

Pachacamac se revela como el sustrato viviente del logos cósmico andino: no como palabra ordenadora, sino como latido originario que permite que el ritmo exista. En lugar de ser una voz que impone sentido desde fuera —como en la tradición griega del Logos racional y trascendente—, Pachacamac es el aliento interno que anima el ciclo, que sostiene tanto la forma como su transformación. Su relación con el logos cósmico es la de una inmanencia radical: no lo dirige, lo impulsa desde dentro.

El logos andino no es lineal ni teleológico; es cíclico, necesitarista, y rítmico. En ese marco, Pachacamac no se manifiesta como figura ni como evento, sino como presencia constante, como energía que no cesa. Es el principio que no se ve pero se siente, que no organiza pero permite organizar, que no gira pero hace posible el giro. Así, Pachacamac no es el logos, pero es lo que hace que el logos pueda ser.

En este sentido, Pachacamac es el ser como posibilidad, el fondo vital que no se agota ni se clausura. Mientras Wiracocha representa el logos como forma, y Pachacuti el logos como acontecimiento, Pachacamac es el logos como respiración, como flujo que no se interrumpe. Su revelación no ocurre en el mito, sino en el mundo mismo: en el temblor de la tierra, en el murmullo del mar, en la continuidad del tiempo que no se detiene. Esta concepción rompe con la lógica occidental del logos como razón ordenadora. Aquí, el logos no es mandato, es ritmo. Y Pachacamac es ese ritmo cuando aún no se ha convertido en forma ni en historia. Es el ser que no necesita decirse, porque ya está siendo.

Pachacamac es como el hilo más invisible del logos cíclico inmanente. Sí, y esa imagen del “hilo más invisible” es profundamente certera. Pachacamac no se impone como figura ni se manifiesta como evento: se desliza como presencia latente, como energía silenciosa que sostiene el tejido del logos sin necesidad de aparecer. En el pensamiento andino, donde el cosmos se concibe como ritmo cíclico e inmanente, Pachacamac es ese hilo que no se ve pero que mantiene unido el telar, que permite que el giro (Pachacuti) y el orden (Wiracocha) puedan sucederse sin romper la continuidad del ser. No es el principio que organiza ni el que trastoca, sino el que permite que haya principio. Su invisibilidad no es ausencia, sino profundidad. Está en el temblor de la tierra antes del movimiento, en el silencio que precede al canto, en el vacío fértil que da lugar a la forma. Pachacamac no necesita ser nombrado porque ya está siendo en todo lo que vibra, en todo lo que gira, en todo lo que respira.

Así, si el logos andino es ritmo, Pachacamac es su sustrato vital, su impulso sin rostro, su potencia sin forma. No es el dios del ciclo, es el latido que hace posible el ciclo. Y por eso, aunque no se le vea, todo lo que existe le debe su posibilidad. Y esa fue la genial intuición de los amautas filósofos en el imperio inca.

 

Conclusión

En la cosmovisión andina, el universo no se concibe como una línea recta ni como una creación definitiva, ni en forma helicoidal, sino como un tejido vivo en constante transformación. Dentro de este entramado, tres fuerzas fundamentales se entrelazan para sostener el ritmo del mundo: Pachacuti, Wiracocha y Pachacamac.

Pachacuti es el giro, el quiebre que renueva. No es caos, sino renovación profunda. Cuando el orden se agota, Pachacuti irrumpe para devolverle vitalidad al mundo, trastocando estructuras, pero sin destruir el tejido. Es el temblor que anuncia un nuevo ciclo, el movimiento que permite que lo viejo se transforme en posibilidad.

Wiracocha, en cambio, es el principio ordenador. Es quien da forma, quien estructura el cosmos con sabiduría y equilibrio. Su presencia es la del arquitecto invisible que traza los caminos del agua, del viento, de la palabra. No impone, sino que armoniza. Es el logos visible, la racionalidad que sostiene el orden sin sofocar la vida.

Y detrás de ambos, sin rostro ni forma, está Pachacamac. No se manifiesta como figura ni como evento, sino como latido inmanente. Es la fuerza silenciosa que permite que el giro de Pachacuti y el orden de Wiracocha puedan sucederse sin romper la continuidad del ser. Pachacamac no necesita ser visto para estar presente: es el hilo invisible que mantiene unido el telar del mundo, la potencia que vibra en todo lo que existe.

Así, el universo andino se revela como una danza entre lo visible y lo invisible, entre el cambio y el equilibrio, entre la forma y la energía que la sostiene. No hay jerarquía entre estas fuerzas, sino complementariedad. Cada una cumple su papel en el ciclo eterno de la vida, donde todo se transforma, se ordena y se sostiene en un silencio fértil.

La cosmovisión andina no surge en el vacío, sino en íntima relación con el territorio que la vio nacer: un espacio de extremos, de alturas vertiginosas, de climas impredecibles, de suelos que exigen sabiduría y paciencia. En ese contexto, la civilización andina desarrolló una visión del mundo profundamente agrocéntrica y cosmocéntrica, donde la tierra no es recurso, sino madre; y el cielo no es distancia, sino guía.

La agricultura no fue solo técnica, sino ritual. Sembrar era un acto de correspondencia con la Pachamama, y cosechar, una forma de agradecer. El tiempo se medía no por relojes, sino por astros, lluvias, brotes y silencios. El ser humano no se concebía como dueño de la tierra, sino como parte de su respiración. Y esa respiración estaba marcada por ciclos, por ritmos, por giros: por el Pachacuti que trastoca, por Wiracocha que ordena, y por Pachacamac que sostiene.

Vivir en los Andes implicaba adaptarse a un entorno que no ofrecía garantías, pero sí enseñanzas. Las terrazas agrícolas, los caminos que cruzan abismos, los calendarios astronómicos tallados en piedra: todo revela una cultura que no buscó dominar la geografía, sino dialogar con ella. El desafío del territorio se convirtió en escuela de pensamiento, en matriz de una ontología que entiende el ser como ritmo, como tránsito, como vínculo.

Por eso, la cosmovisión andina no es una filosofía abstracta, sino una sabiduría encarnada. Nació de la tierra, del cielo, del agua, del viento, de las montañas nevadas. Y en ese nacer, tejió una comprensión del mundo donde el ser humano no se afirma como centro, sino como parte de un todo que gira, que respira, que se transforma.

 

 

 

IX

Chakana como doble puente cósmico

 

 

 

La chakana, símbolo ancestral que apareció hace más de cuatro milenios en los Andes, no fue una simple figura geométrica: fue la expresión visual de una ontología profunda. En su forma escalonada y cruzada, la chakana representó desde sus orígenes la conexión entre los tres mundos que estructuran la cosmovisión andina: el Hanan Pacha (mundo de arriba), el Kay Pacha (mundo de aquí) y el Ukhu Pacha (mundo de abajo). Pero en el incario, esta cruz andina alcanzó una madurez simbólica aún más compleja: se convirtió en una lectura doble del universo, no solo como puente entre dimensiones espaciales, sino como tejido entre fuerzas cósmicas. Así, la chakana pasó a encarnar también la relación entre Pachacuti, el giro que renueva; Wiracocha, el orden que estructura; y Pachacamac, el latido que sostiene. En su centro, la chakana no solo une mundos, sino que armoniza ritmos: el temblor, la forma y la energía. Es el mapa espiritual de una civilización que entendió que vivir es transitar entre lo visible y lo invisible, entre lo que cambia y lo que permanece, entre el ser y el devenir.

La chakana, cruz andina de doce puntas, no es solo un símbolo: es arquitectura del espíritu. Hace más de cuatro mil años, en Miraflores, Huaral, fue plasmada en barro y piedra como expresión de una cosmovisión que ya intuía la existencia de tres planos interconectados: el mundo de arriba (Hanan Pacha), el mundo de abajo (Ukhu Pacha) y el mundo de aquí (Kay Pacha). Aquella primera chakana no era decorativa, sino funcional: orientaba la vida, el rito, la siembra, el tiempo. Era el mapa de un universo tejido, no dividido. Con el paso de los siglos, este símbolo ancestral no se desvaneció: se transformó, se refinó, y alcanzó su plenitud en el corazón del incario. En el altar mayor del Coricancha, el templo solar de Cusco, la chakana reaparece no solo como puente entre mundos, sino como eje entre fuerzas. Allí, según crónicas como la de Pachacuti Yamqui, la cruz andina se integraba al altar como representación del orden cósmico, revelando una lectura más profunda: la chakana como vínculo entre Pachacuti, el giro que renueva; Wiracocha, el principio que ordena; y Pachacamac, la energía que sostiene.

Así, la chakana se convierte en un doble puente cósmico: une dimensiones espaciales y armoniza potencias metafísicas. Es simultáneamente geografía y teología, calendario y filosofía. En su centro no hay vacío, sino latido. Cada escalón, cada vértice, cada cruce, es una invitación a comprender que el universo andino no se explica por fragmentos, sino por relaciones. La chakana es el telar donde se cruzan los hilos del tiempo, del ser y del cosmos.

En la Relación de las antigüedades del Reino del Perú (ca. 1613), el cronista indígena Juan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamaygua ofrece una representación visual y conceptual de la chakana que revela ese doble registro cósmico: por un lado, la conexión entre los tres mundos andinos; por otro, la articulación entre las fuerzas metafísicas que sostienen el universo. La chakana en la crónica de Pachacuti Yamqui: (1) Ubicación simbólica: Yamqui reproduce un dibujo que, según él, se encontraba en el altar mayor del Coricancha, el templo solar más sagrado del incario. Este grabado no es decorativo, sino una síntesis de la cosmovisión andina. (2) Estructura vertical y horizontal: La línea vertical representa la conexión entre el Hanan Pacha (mundo de arriba), el Kay Pacha (mundo de aquí) y el Ukhu Pacha (mundo de abajo). Esta es la lectura tradicional, espacial, que vincula dimensiones del universo. La línea horizontal divide el plano entre lo masculino y lo femenino, lo celestial y lo terrenal, revelando una lógica de complementariedad y relacionalidad. (3) Lectura metafísica: Aunque Yamqui no menciona explícitamente a Pachacuti, Wiracocha y Pachacamac como fuerzas articuladas en la chakana, su descripción permite inferirlo: a. El orden vertical puede asociarse con Wiracocha, el principio ordenador que estructura el cosmos; b. El cruce diagonal, que conecta extremos y permite el tránsito, evoca a Pachacuti, el giro que transforma; c. El centro vacío pero latente, donde se cruzan todas las líneas, puede interpretarse como la presencia inmanente de Pachacamac, el latido invisible que sostiene el todo; d) Interpretación relacional: Yamqui describe la chakana como el “puente o escalera que permite al hombre andino mantener latente su unión al cosmos”. Esta afirmación encapsula la idea de que el símbolo no solo une mundos, sino también ritmos, energías y principios.

En resumen, la crónica de Pachacuti Yamqui no solo documenta la chakana como símbolo ancestral, sino que la consagra como diagrama del universo andino, donde espacio y energía, forma y transformación, se entrelazan en un tejido de correspondencias. Es allí, en ese cruce de líneas, donde el pensamiento andino revela su profundidad: no como una filosofía abstracta, sino como una sabiduría encarnada en piedra, rito y cielo.

En Tiawanaku, aunque la chakana no aparece con la misma claridad formal como doble puente cósmico, su espíritu está presente en la disposición escalonada de los templos, en la orientación diagonal de sus estructuras, en la relación entre cielo, tierra y subsuelo. Allí también se revela el universo como tejido, como danza entre lo visible y lo invisible. La arquitectura no busca imponerse al paisaje, sino dialogar con él. Cada piedra, cada alineamiento solar, cada canal de agua, es una expresión de ese doble puente: entre mundos y entre fuerzas. Así, la chakana no es solo un símbolo del pasado. Es una clave para leer el presente desde una sabiduría que no separa al ser humano de la tierra ni del cosmos. Es el recordatorio de que habitamos un universo tejido por vínculos, por ritmos, por giros. Y que, en ese tejido, cada paso, cada gesto, cada silencio, puede ser parte del latido del mundo.

Aunque la chakana tiene raíces milenarias que se remontan a culturas como la de Miraflores en Huaral o incluso a Tiawanaku, su expresión más refinada y compleja —en ese doble registro ontológico que articula lo espacial y lo metafísico— parece haber alcanzado su plenitud en el pensamiento de los amautas del incario. Los amautas, sabios y filósofos del Tawantinsuyo, no solo heredaron una tradición simbólica, sino que la reinterpretaron desde una cosmovisión profundamente estructurada. Para ellos, la chakana no era solo un símbolo geométrico, sino una matriz de pensamiento que permitía comprender la relación entre el ser humano, la naturaleza y el cosmos. En sus enseñanzas, la cruz andina se convirtió en un modelo de equilibrio: entre lo visible y lo invisible, entre el orden y el cambio, entre el tiempo cíclico y el tiempo lineal. En el Coricancha, por ejemplo, la chakana no solo organizaba el espacio ritual, sino que representaba la interconexión de los tres mundos —Hanan Pacha, Kay Pacha y Ukhu Pacha— con las tres fuerzas cósmicas: Wiracocha, Pachacuti y Pachacamac. Esta articulación revela una ontología relacional, donde el ser no se define por su esencia aislada, sino por su lugar en el tejido del universo.

Los cronistas indígenas, como Juan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui, nos dan pistas sobre esta madurez filosófica. En sus relatos, la chakana aparece como un diagrama del orden universal, una herramienta para pensar el mundo desde la complementariedad, la reciprocidad y el equilibrio. No es casual que los amautas hayan sido también astrónomos, arquitectos y poetas: su saber era integral, y la chakana era su brújula.

En suma, aunque la chakana tiene una historia larga y diversa, fue en el incario —bajo la mirada de los amautas filósofos— donde se consolidó como una síntesis ontológica, una forma de pensar el ser y el cosmos en diálogo constante. Que el doble registro ontológico de la chakana —como símbolo espacial y metafísico— aparezca maduro en el incario tiene un profundo significado filosófico-cultural: revela el momento en que el pensamiento andino alcanza una síntesis compleja entre cosmología, ética, política y espiritualidad. No se trata solo de una evolución simbólica, sino de una consolidación de una forma de ver y habitar el mundo, lo cual expresa: (1) Consolidación de una ontología relacional. En el incario, la chakana deja de ser una figura geométrica dispersa en la arquitectura o el arte ritual y se convierte en un modelo de pensamiento. Su doble registro —como puente entre los tres mundos (Hanan Pacha, Kay Pacha, Ukhu Pacha) y como articulador de las tres fuerzas cósmicas (Pachacuti, Wiracocha, Pachacamac)— expresa una ontología donde el ser no es sustancia aislada, sino relación, tránsito, correspondencia. (2) Articulación entre saberes y poder. La madurez simbólica de la chakana en el incario también señala el momento en que el saber filosófico de los amautas se integra al ejercicio del poder. El Tawantinsuyo no solo fue un imperio político, sino una civilización que organizó su territorio, su calendario, su arquitectura y su ritualidad en torno a principios cósmicos. La chakana, como diagrama del orden universal, se convierte en herramienta de gobierno, de educación, de cohesión cultural. (3) Universalización de una cosmovisión. Al alcanzar su forma más elaborada en el incario, la chakana se proyecta como símbolo panandino. Su presencia en el Coricancha, los quipus, la planificación urbana de Cusco, y en la ritualidad agrícola, lo muestra como filosofía encarnada. (4) Diálogo entre lo ancestral y lo contemporáneo inmanentista. La chakana ofrece una lógica de equilibrio, de reciprocidad, de reencuentro con lo sagrado inmanente. En resumen, que la chakana madure filosóficamente en el incario no es un accidente histórico: es el momento en que el pensamiento andino se vuelve sistema, se vuelve cuerpo, se vuelve horizonte. Es el instante en que la geometría se convierte en ética, y el símbolo en camino.

Ahora bien, reflexionemos sobre las consecuencias filosóficas de esta ontología andina sin metafísica. En primer lugar, el ente es causado no por un ser incausado y trascendente, sino por un ser circular o cíclico e inmanente. En segundo lugar, el ente del mundo inmanente es causado y participa de un segundo orden ontológico que lo posibilita. En tercer lugar, siendo el ente mundano participado por el ser de un segundo orden pre-mundano, pero también inmanente -Pachacuti, Wiracocha, Pachacamac-, se asciende a un orden del Ser como su fundamento. En cuarto lugar, se concibe un orden intra premundano, donde el Ordendor Wiracocha se subsume al catalizador Pachacuti, y a su vez ambos se encuentran atravesados por Pachacamac. Es decir, Pachacamac aparece como potencia de los actos de Wiracoch y Pachacuti. Toda esta compleja red de relaciones mundanas e intra pre-mundanas se halla expresado en la Chakana.

Lo que emerge aquí no es una metafísica del ser trascendente, sino una ontología relacional e inmanente, donde el ente no se deriva de una causa primera absoluta, sino de un entramado de fuerzas que se manifiestan en ciclos, ritmos y correspondencias. La chakana, como símbolo, no solo representa esta red: la encarna. Las consecuencias filosóficas de esta ontología sin metafísica son: (1) El ser como ritmo, no como sustancia. El ser con es una entidad fija, sino ritmo vital, como flujo que se actualiza en el tránsito entre mundos y fuerzas. El ente no es causado por un ser incausado y trascendente, sino por un principio cíclico e inmanente que se expresa en el giro de Pachacuti, en el orden de Wiracocha y en el latido de Pachacamac. La chakana, con su forma escalonada y cruzada, representa este dinamismo: no hay centro fijo, sino cruce, tránsito, posibilidad. (2) Participación ontológica en un segundo orden inmanente. El mundo visible (Kay Pacha) no se agota en sí mismo. Participa de un orden pre-mundano, no trascendente, sino inmanente y anterior, donde las fuerzas cósmicas no son dioses lejanos, sino principios activos que posibilitan la existencia. Esta participación es relacional, vinculante (chawpi). (3) Ascenso ontológico sin trascendencia. La ontología andina permite un ascenso hacia el Ser, pero no por vía de la negación del mundo, sino por su profundización. El ser de segundo orden —Pachacuti, Wiracocha, Pachacamac— no está fuera del mundo, sino en su interior más profundo. El ascenso no es metafísico, sino ontológico-inmanente: se asciende al Ser reconociendo su latido en el mundo, no escapando de él. (4) Orden intra pre-mundano como red interdependiente de potencias. Aquí se revela una estructura ontológica aún más sutil: Wiracocha, el principio ordenador, no es absoluto. Se subsume al giro de Pachacuti, que cataliza la transformación, y ambos son atravesados por Pachacamac, potencia silenciosa que no actúa, pero hace posible el acto.

El Ser no es Uno, sino tejido de potencias. La chakana expresa esta red: cada escalón, es una relación, no una esencia. La chakana no es solo una cruz: es un diagrama del Ser. En ella se cruzan los mundos, los ritmos y las potencias. Su centro no es vacío, sino latido. Representa una ontología del vínculo, donde el ser se da en la relación. Es el símbolo de una filosofía que busca fundamentos equilibrios dinámicos.

 

 

Conclusión

 

 

 

 

 

L

a ontología andina, pensada desde el logos cíclico inmanente, no es una reliquia cultural ni una curiosidad antropológica. Es una estructura filosófica que desafía los pilares de la metafísica occidental: la linealidad del tiempo, la centralidad del sujeto, la trascendencia como garantía del sentido. En su lugar, propone una lógica del ritmo, de la reversibilidad, de la transformación sin finalidad. Todo lo que existe —tiempo, espacio, cuerpos, dioses— es ser inmanente, configurado dentro del ciclo. Pero ese mundo no se sostiene por sí solo: está regido por una ley cósmica, también inmanente, que impone el giro, destruye y rehace. Es el ser como fuerza anterior, no trascendente, que da comienzo y fin sin salir del mundo.

Esta ontología no busca armonía ni equilibrio, sino movimiento y tensión; no idealiza la dualidad ni afirma al sujeto, sino que lo disuelve, revelando una potencia crítica capaz de interpelar los dogmas modernos —progreso, acumulación, identidad— desde una lógica radicalmente distinta. En tiempos de mutación, donde lo ancestral coexiste con lo moderno, el pensamiento andino se vuelve fragmento, eco, posibilidad. Su riesgo no es desaparecer, sino ser reducido a folclore, a símbolo vacío, a objeto de consumo. Por eso, este libro no solo reconstruye su lógica: la sostiene como desafío conceptual. En el cruce entre ontologías —la cíclica andina, la histórica cristiana y la cosmología científica materialista— no se busca reconciliación, sino pensamiento. Y en esa tensión, la verdad no aparece como certeza ni como dogma, sino como estructura y diferencia.

Pensar el logos cíclico inmanente hoy no implica adoptar una posición cultural ni reivindicar una geografía, sino reconocer una estructura ontológica distinta que organiza el ser desde el ritmo, la reversibilidad y la transformación, sin recurrir a trascendencias, esencias ni principios absolutos. En un contexto de mutación, donde esta lógica corre el riesgo de ser desplazada por formas modernas de pensamiento, su reconstrucción filosófica no es un gesto nostálgico, sino una operación crítica: pensar lo que afirma, lo que niega y lo que aún puede revelar. A diferencia de la tradición occidental, que ha estructurado históricamente la ontología desde la necesidad de un origen, una finalidad o una sustancia, la ontología andina no se basa en fundamentos exteriores. Pensarla implica desmontar categorías profundamente arraigadas —como identidad, causalidad, progreso o sujeto— y reconstruir una arquitectura conceptual que opere desde la inmanencia radical. No se trata de negar el sentido, sino de concebirlo como estructura interna del ciclo, como potencia que organiza sin prometer, que rehace sin conservar: pensar el ser como aparición sin garantía, como mundo sin exterior, como tiempo sin historia.

La ontología andina del logos cíclico inmanente no se plantea como vivencia intacta ni como alternativa existencial vigente, sino como una estructura conceptual que permite comprender cómo la razón ha operado en contextos donde el mundo no se organiza desde la trascendencia, el sujeto o la linealidad histórica. Aunque el mundo precolombino ha sido profundamente transformado, su lógica ontológica conserva un valor filosófico singular: revela cómo el ser puede pensarse desde el ciclo, la tierra y la latencia, sin recurrir a esencias ni finalidades. Esta ontología no solo interpela a la modernidad desde fuera, sino que permite rastrear las condiciones de posibilidad de la razón en contextos mitocráticos, agrocéntricos y cosmocéntricos, donde el pensamiento se articula como inscripción rítmica en el mundo. Confrontarla con objeciones provenientes de la filosofía, la teología y la ciencia permite afinar su formulación y revelar sus límites: desde la filosofía, por la ausencia de categorías universales y la dificultad de sostener una lógica sin fundamento; desde la teología, por su incompatibilidad con nociones como gracia o redención; y desde la ciencia, por el desafío que supone su lógica rítmica frente a modelos causales y acumulativos. Estas tensiones no anulan su potencia, pero sí exigen pensarla con rigor, reconociendo que su fuerza reside tanto en lo que afirma como en lo que no puede decir. Solo en ese cruce —entre afirmación y límite— se revela su verdadero alcance filosófico.

Desde la culturología, el pensamiento andino —como ontología del logos cíclico inmanente— enfrenta sus pronósticos más sombríos, no por falta de valor conceptual, sino por la erosión de las condiciones culturales que lo sostenían. La aceleración de la modernidad, la expansión de la racionalidad técnica, la disolución de los vínculos agrocéntricos y cosmocéntricos, y la transformación de los imaginarios colectivos han desplazado las estructuras simbólicas que lo hacían posible como vivencia. Lo que antes era mundo vivido corre hoy el riesgo de convertirse en espectáculo, mercancía o residuo estético. Esta lógica, que organizaba el ser desde la tierra y el ritmo, se reduce a fragmentos rituales sin estructura, a signos sin sistema, a memoria sin inscripción. Así, el pensamiento andino no solo enfrenta objeciones filosóficas, teológicas y científicas, sino también su desactivación cultural, volviéndose potencialmente irrelevante incluso para quienes lo heredaron. Pensarlo hoy no es asumirlo como respuesta a los desafíos contemporáneos ni como ética ambiental o alternativa sostenible, sino reconocer sus fundamentos ontológicos profundos, que organizan el mundo desde coordenadas radicalmente otras: el tiempo cíclico, la relacionalidad con lo no humano, la sacralidad del territorio y la coexistencia de opuestos sin síntesis. Pensarlo es resistir su desaparición como estructura de sentido.

Reducir esta ontología a una fórmula política o propuesta de desarrollo la desactiva, vaciándola de su densidad metafísica. El pensamiento andino no resuelve los dilemas modernos: los descoloca. No ofrece respuestas, sino otras preguntas, desde una lógica de equilibrio dinámico, reciprocidad y tensión vital. Pensarlo hoy implica resistir su domesticación, asumir su alteridad sin traducirla ni convertirla en consigna. Es una invitación a abrir grietas en el pensamiento dominante y a imaginar formas de existencia sostenidas en el vínculo, el rito, la memoria y la tierra. El llamado “pachamamismo” boliviano, promovido durante el gobierno de Evo Morales como eje simbólico de un nuevo modelo de Estado, terminó vaciado de contenido ontológico y convertido en discurso funcional, muchas veces contradictorio con las prácticas extractivistas del propio gobierno. La defensa de la Pachamama coexistió con megaproyectos mineros y petroleros en territorios indígenas, generando una disonancia entre el discurso de descolonización y la consolidación de un Estado tecnocrático y dependiente del capital transnacional. Este vaciamiento metafísico desactivó la potencia transformadora de las ontologías indígenas, reduciendo la Pachamama a eslogan y desplazándola como principio organizador del mundo vivido. El fracaso del pachamamismo no fue solo político o ambiental, sino epistémico y ontológico. Quedó demostrado el rotundo fracaso que representa el intento de revivir el pasado idealizado, en lugar de actualizarse críticamente en el presente, todo lo cual fortificó las lógicas del poder instrumental moderno.

En suma, filosóficamente hemos arribado a seis conclusiones principales. La primero es ontológica, una concepción del ser que no se opone a las ontologías teístas o materialistas, sino que sigue otro camino: el de una ontología relacional e inmanente, donde el universo no surge de una causa absoluta ni de la nada, sino que se configura como ritmo eterno, como entramado de potencias que se actualizan en ciclos, giros y correspondencias.

La segunda es simbólica, esta lógica, encarnada en la chakana como figura simbólica del Ser, articula el mundo desde dentro, como latido y tránsito, no como creación exógena. El ser no es sustancia ni unidad, sino vínculo dinámico entre fuerzas: Pachacuti, como giro transformador que desestabiliza y rehace; Wiracocha, como principio ordenador que estructura sin absolutizar; y Pachacamac, como potencia silenciosa que posibilita sin intervenir.

La tercera es metafísica relacional, en este último se revela un doble registro del ser inmanente: por un lado, las fuerzas que posibilitan el mundo sin ser exteriores a él; por otro, el propio mundo como manifestación de esas potencias. El mundo visible (Kay Pacha) participa de un orden pre-mundano inmanente, donde las potencias no son dioses lejanos, sino principios activos. El Ser no es Uno, sino red de potencias; la chakana expresa una ontología del vínculo, donde cada relación configura el mundo como equilibrio dinámico.

La cuarta es cosmológica-temporal, la ontología andina no problematiza el origen del universo, pues no lo concibe como ruptura ni como comienzo absoluto, sino como continuidad rítmica inscrita en una lógica cosmocéntrica y agrocéntrica, donde el mundo es vivido como eterno y vinculado a la tierra.

La quinta es gnoseológica, esta ontología sin metafísica muestra que la razón natural, en un contexto cosmocéntrico y agrocéntrico, no es capaz por sí sola de concebir la idea de creación desde la nada, tal como la plantea la revelación: no por limitación lógica, sino porque esa noción simplemente no emerge desde su estructura de mundo.

Y la sexta es culturológica: la actual cultura andina, profundamente sincrética, está en mejor posición para comprender su forma ancestral sin necesidad de emprender un retorno regresivo ni de sostener una lectura anacrónica. El sincretismo no es pérdida, sino reconfiguración; no es dilución, sino apertura hermenéutica. En ese cruce entre lo ancestral y lo moderno, el pensamiento andino puede ser pensado con mayor claridad, sin idealización ni exotismo, como estructura ontológica vigente.

Así, el pensamiento andino ofrece una arquitectura conceptual donde el ser se vive como participación, no como creación; como latencia, no como ruptura; como equilibrio dinámico, no como finalidad—una ontología que, lejos de ser una reliquia, se presenta como desafío filosófico y cultural contemporáneo.

 

 

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