Gustavo Flores Quelopana
Sobre el logos cíclico inmanente
FONDO
EDITORIAL
IIPCIAL
Instituto
de Investigación para la Paz Cultura e Integración de América Latina
LIMA-PERU
2025
BIODATA
Gustavo Flores Quelopana (Lima, 1959). Filósofo, poeta y escritor,
peruano de frondosa obra y ágil pluma. Expresidente de la Sociedad Peruana de
Filosofía, presidente tres veces en la Sociedad Internacional Tomás de Aquino
(SITA-Perú). Disertante en universidades de Brasil, Colombia, Panamá, México y
Perú. Sus aportes filosóficos se traducen en varias categorías: lo
“Numinocrático”, aplicado a la filosofía prehistórica; “Mitomorfico” para
entender el filosofar arcaico; “Mitocrático”, para comprender la filosofía
ancestral; lo “Anético”, para categorizar la crisis moral y antropológica de la
posmodernidad; la Justicia como “Copertenencia”; el “Hiperimperialismo”, como
lo característico y esencial de la globalización neoliberal actual; la
“Cibercracia”, régimen político hacia el cual marcha el capitalismo digital; el
“Ciber Deus”, como realidad posible de la Inteligencia Artificial Fuerte, la
“paradoja antrópica”, como categoría clave para entender la destrucción
ecológica por la modernidad objetivante y antimetafísica, el “Neobrutalismo”
como fenómeno espiritual de carácter terminal en toda civilización,
“Ontorrealismo” como propuesta metafísica para recuperar la trascendencia, la
“Cristoradialidad” como teología parea un mundo descreído; y “Universo
Pluritemporal” para explicar en tiempo ontológico en el cosmos.
Título: ONTOLOGÍA ANDINA
Primera edición en castellano: Lima, setiembre, 2025
Autor: Gustavo Flores Quelopana
Editor: Gustavo Flores Quelopana
Los Girasoles 148- Salamanca-Ate
Se terminó de imprimir en setiembre de 2025 en: © Fondo Editorial
del Instituto de Investigación para la Paz, Cultura e Integración de América
Latina (IIPCIAL) / Editado por IIPCIAL-Dirección: Los Girasoles 148 Salamanca,
Ate.
Tiraje: 30 ejemplares
HECHO EL DEPÓSITO LEGAL EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DEL PERÚ
N° 2025-
ONTOLOGÍA ANDINA
Prólogo
L |
a ontología del pensamiento andino no es una
curiosidad etnográfica ni una cosmovisión periférica. Es una arquitectura
conceptual que desafía las bases mismas de la metafísica occidental. Pensarla
exige descentrarse, abandonar el confort de las categorías heredadas, y abrirse
a una lógica que no se articula desde el ser como presencia, ni desde el tiempo
como línea, ni desde el sujeto como centro. Este libro no busca habitar esa
ontología, ni adoptarla como horizonte existencial. Su propósito es más riguroso:
desplegarla críticamente, reconstruir sus fundamentos, y confrontarla con otras
tradiciones filosóficas, especialmente con la ontología cristiana, que el autor
asume como marco de discernimiento.
El pensamiento andino se
funda en el logos cíclico inmanente. No hay principio absoluto ni finalidad
trascendente. El mundo aparece y desaparece en un ritmo que no busca
equilibrio, sino transformación. La reversibilidad no es corrección, sino
estructura. La latencia no es ausencia, sino potencia. Esta lógica no se
presenta como sistema cerrado, sino como gesto territorial, como inscripción
cósmica. No se deduce, se percibe. No se argumenta, se vive. Pero precisamente
por eso, su reconstrucción filosófica exige una operación delicada: traducir
sin traicionar, interpretar sin domesticar. El ciclo andino no es repetición
mecánica. Es reconfiguración constante. Cada retorno es distinto, cada
aparición es singular. No hay identidad fija, ni esencia estable. El ser no se
conserva: se transforma. Y en esa transformación, el mundo no se afirma, sino
que se rehace.
Desde la perspectiva
cristiana, esta ontología plantea tensiones profundas. La ausencia de
trascendencia impide la redención. La inmanencia radical excluye la gratuidad.
El ciclo eterno niega la historia como promesa. El mundo no se dona: se
reitera. El tiempo no se abre: se pliega. Pero estas tensiones no deben ser
simplificadas. No se trata de oponer dos sistemas, sino de pensar sus
diferencias con rigor. Porque si el pensamiento andino niega la trascendencia,
lo hace desde una lógica que no es nihilista, sino estructural. Y si la
ontología cristiana afirma la gracia, lo hace desde una ruptura que no es
irracional, sino revelada. Aquí nos situamos en ese cruce. No para reconciliar
lo irreconciliable, sino para pensar desde la diferencia. Porque solo en el
contraste se revela la estructura. Solo en la confrontación se afina el
concepto. Solo en el diálogo se prueba la verdad.
La ontología andina no es
una filosofía del equilibrio. Es una filosofía de la convulsión. El mundo no
busca armonía, sino movimiento. La dualidad no se resuelve: se tensiona. La
complementariedad no es síntesis: es contradicción estructurada. Esta lógica
desafía la noción de sujeto. No hay yo estable, ni conciencia unificadora. El
ser humano no domina el mundo: lo atraviesa. No lo interpreta: lo habita. Pero
ese habitar no es apropiación, sino tránsito. El cuerpo no es centro: es
umbral. Desde la modernidad, esta ontología parece arcaica. Pero esa lectura es
superficial. Porque lo que está en juego no es el pasado, sino la estructura.
No la tradición, sino la lógica. No la cultura, sino la ontología. Y en ese
nivel, el pensamiento andino revela una potencia que la filosofía occidental
apenas comienza a reconocer. Pero este libro no idealiza esa potencia. La
estudia con distancia crítica. Reconoce sus límites, sus silencios, sus
exclusiones. Porque toda ontología excluye. Toda lógica decide. Toda estructura
impone. Y el pensamiento andino no es excepción. Aunque también reconoce su
fuerza. Su capacidad de pensar el ser como vínculo y no como sustancia. Su
habilidad para estructurar el tiempo sin linealidad. Su modo de articular el
mundo desde dentro, sin necesidad de exterioridad ni trascendencia.
Pensar esta ontología hoy
implica reconocer que no se trata de una estructura intacta, ni de una
cosmovisión que se mantiene viva en su forma original. El mundo andino está en
transformación. Las comunidades que alguna vez vivieron según los ritmos del pachakuti,
del ayni, del chakana, ahora se ven atravesadas por dinámicas de modernización
que alteran profundamente sus formas de vida, sus lenguajes, sus prácticas
rituales y sus marcos de sentido. La ontología del logos cíclico inmanente se
piensa, entonces, en un momento de mutación. No como una vivencia inmediata,
sino como una reconstrucción filosófica que corre el riesgo de convertirse en
arqueología conceptual. Lo que antes era estructura viviente, hoy se presenta
como huella, como vestigio, como posibilidad de pensamiento que debe ser
rescatada antes de que se pierda incluso del horizonte de la investigación. La
modernización no solo transforma las infraestructuras materiales del mundo
andino. Opera una mutación ontológica. Introduce la linealidad del tiempo, la
centralidad del sujeto, la lógica del progreso, la idea de acumulación. Estas
categorías, propias de la racionalidad moderna, desarticulan el ritmo cíclico,
la reversibilidad, la latencia. El mundo deja de reconfigurarse para comenzar a
proyectarse. El ser deja de transformarse para comenzar a afirmarse.
En este contexto, la
ontología precolombina se vuelve cada vez más lejana. No porque haya
desaparecido por completo, sino porque ha sido desplazada por otras formas de
pensar y vivir. Las nuevas generaciones crecen en ciudades, se educan en
sistemas escolares que privilegian la lógica occidental, y se relacionan con el
mundo a través de tecnologías que imponen una temporalidad acelerada y una
espacialidad abstracta. La investigación académica, por su parte, ha tendido a
reducir el pensamiento andino a objeto de estudio antropológico o a expresión
cultural. Pocas veces se lo ha abordado como ontología, como estructura
filosófica capaz de interpelar otras tradiciones. Y cuando se lo hace, suele
ser desde una mirada nostálgica o idealizante, que impide pensar su potencia
crítica en el presente. Este libro se sitúa en ese umbral. Reconoce que el
pensamiento andino no puede ser simplemente recuperado, como si estuviera
intacto en algún rincón del altiplano. Pero también afirma que, incluso en su
desplazamiento, conserva una fuerza estructural que puede ser pensada,
reconstruida, confrontada. No como modelo a seguir, sino como interlocutor
ontológico. Pensar el logos cíclico inmanente en tiempos de mutación implica
asumir que ya no se trata de una vivencia inmediata, sino de una operación
filosófica. Una operación que exige rigor, distancia crítica, y al mismo
tiempo, sensibilidad histórica. Porque no se trata de revivir el pasado, sino
de pensar lo que ese pasado estructuraba, lo que ese ritmo organizaba, lo que
esa lógica revelaba.
La
transformación del mundo andino no sigue una línea recta ni uniforme. Prácticas
ancestrales como el ayni coexisten con tecnologías modernas, pero esta
convivencia no es síntesis: es tensión. En esa tensión, la ontología cíclica se
fragmenta, se vuelve eco, posibilidad. El riesgo es su disolución: que el
pensamiento andino se reduzca a folclore, a espectáculo, a objeto de consumo.
Este libro, por tanto, no solo reconstruye: advierte. Llama a pensar antes de
que esa lógica desaparezca del horizonte filosófico. Porque el pensamiento
andino puede interpelar la modernidad objetivista, pero no desde la nostalgia,
sino desde la filosofía. Solo el análisis riguroso y el diálogo ontológico
evitan la idealización y permiten reconocer su diferencia sin exotizarla. El
logos cíclico inmanente no es alternativa: es estructura distinta, con
tensiones y límites propios. Pensarlo exige asumir lo que afirma y lo que
excluye. En ese cruce, el pensamiento cristiano ofrece una contraparte: donde
el ciclo se pliega, la historia se abre; donde hay reversibilidad, hay gracia
irrepetible. Este prólogo no es neutral: es una toma de posición. Afirma que el
pensamiento andino debe ser pensado como ontología, y confrontado desde otras
ontologías. Porque solo en la tensión se revela la verdad.
El
aporte filosófico de este libro no reside en la adopción de la ontología andina
como alternativa existencial, ni en la reivindicación cultural de sus formas
simbólicas. Su contribución consiste en reconstruir con precisión
conceptual la lógica que subyace al pensamiento andino
precolombino, identificando en ella una estructura ontológica coherente, aunque
radicalmente distinta de la metafísica occidental. Pensar la ontología andina como logos
cíclico inmanente implica reconocer que el mundo no se organiza
desde un principio exterior, ni desde una finalidad trascendente, ni desde una
sustancia estable. El ser no se afirma como presencia, ni como identidad, ni
como esencia. En la ontología andina, todo lo que existe
—tiempo, espacio, dioses, cuerpos, mundo— es ser inmanente, configurado dentro
del ciclo. Pero ese mundo no se sostiene por sí solo: está regido por una ley
cósmica, también inmanente, que impone el ritmo, destruye y rehace. Es el ser
como fuerza anterior, no trascendente, que da comienzo y fin al mundo sin salir
de él. Así, el ser se piensa en dos registros: lo que aparece, y lo que hace
aparecer. La ontología andina piensa el ser desde el logos
cósmico inmanente, fuerza rítmica que organiza y rehace el mundo.
No da cuenta de un logos espiritual trascendente, originario y fundante
del ser.
Y en ese ejercicio, se
revela también una paradoja fecunda: que la cultura andina contemporánea,
profundamente sincrética, está en mejor posición para comprender su forma
ancestral sin necesidad de emprender un retorno regresivo ni de sostener una
lectura anacrónica. El sincretismo no es pérdida, sino reconfiguración; no es
dilución, sino apertura hermenéutica. En ese cruce entre lo ancestral y lo
moderno, el pensamiento andino puede ser pensado con mayor claridad, sin
idealización ni exotismo, como estructura ontológica vigente.
En suma, filosóficamente
son seis las ideas clave: (1) ontológica: el ser es relacional e inmanente; (2)
simbólica: chakana como figura simbólica del Ser; (3) metafísica relacional: doble
registro del ser inmanente—las fuerzas que posibilitan el mundo y el propio
mundo como manifestación de esas potencias; (4) cosmológica-temporal: mundo es
vivido como eterno y vinculado a la tierra; (5) gnoseológica: la razón natural,
no es capaz por sí sola de concebir la idea de creación desde la nada; (6) culturológica:
sincretismo actual andino comprende su forma ancestral sin idealizaciones ni
exotismo.
Así, el pensamiento andino
ofrece una arquitectura conceptual donde el ser se vive como participación, no
como creación
I
Filosofía
precolombina
Desafíos de interpretación desde su lógica interna
La pregunta sobre quién interpreta con mayor
fidelidad el pensamiento precolombino no es una cuestión menor. En ella se
juega no solo la legitimidad de una filosofía ancestral, sino también el modo
en que se la representa, se la traduce o se la distorsiona. Como autor de la
propuesta mitocrática, henoteísta, cosmocéntrica, dualista, cíclica y
necesitarista, considero necesario intervenir en este debate desde una posición
que no solo busca reconstruir el pensamiento precolombino, sino también
defender su lógica interna frente a los marcos epistemológicos occidentales que
lo han reducido, simplificado o tergiversado.
Enfoques
contemporáneos: entre la traducción y la fidelidad
Diversos autores han intentado conceptualizar
el pensamiento precolombino desde perspectivas filosóficas modernas. Algunos lo
han interpretado como animismo ontológico (Zenón Depaz), otros como
etnofilosofía (Víctor Mazzi), panteísmo energético (Hugo Chacón), filosofía
mítica (Díaz Guzmán) o cosmovisión práctica (Mario Mejía Huamán). También se
suman Josef Estermann, desde la filosofía vivencial intercultural, Rodolfo
Kusch, desde la ontología del “estar”, y Lucas Palacios Liberato, desde una
perspectiva universalista.
El problema
central radica en que muchos de estos enfoques observan el pensamiento
precolombino desde categorías europeas —como racionalidad, humanismo o
monoteísmo— o bien lo abordan sin atender a su compleja estructura metafísica,
profundamente simbólica, cíclica y relacional. Esta omisión no es menor:
implica desactivar el núcleo operativo del pensamiento precolombino, que no se
articula desde abstracciones conceptuales ni desde una voluntad trascendente,
sino desde una lógica ritual, dualista y cosmocéntrica que organiza el saber,
el tiempo y la existencia. Sin esclarecer esta estructura metafísica, no
es posible dar cuenta coherente del pensamiento precolombino, ya que es ella la
que articula sus símbolos, ritmos y relaciones ontológicas.
Lecturas
críticas y precisiones necesarias
Zenón Depaz estudia la cosmovisión
andina como una ontología animista, donde todo está vivo y vinculado. Su
enfoque no pretende superar el marco eurocéntrico ni reformular el pensamiento
precolombino en categorías occidentales. Más bien, se atiene a la definición
griega de filosofía y, desde allí, analiza lo andino como una cosmovisión, no
como una filosofía en sentido estricto. Entiende la cosmovisión andina no desde
un monismo ni un dualismo, sino desde un uno-dual del quíntuple vinculante
(chawpi). Lo que equivale a pensar la ontología andina como vinculo o
interrelación, el ser andino sería chawpi. Además, todo está animado y es
complementario (yana), las wakas son fundamento (teqse), el kama es ánimo vital
que se renueva en ciclos (pachacuti). Esta postura, aunque metodológicamente
clara, limita la posibilidad de reconocer la lógica interna del pensamiento
precolombino como una filosofía autónoma. Posteriormente, su estudio del
pensamiento de Gamaliel Churata le sugiere la idea del "caosmos", o
sea, la idea del ser andino como ciclicidad entre el desorden y el orden. Como
vemos, su estudio del Manuscrito de Huarochirí lo lleva a la idea del ser como
"interrelación" y luego el estudio de Churata lo conduce a la idea
del ser como "ciclicidad reconfigurante". O sea, después de todo un
recorrido arriba la idea metafísica de la dualidad dinámica (orden-desorden o
caosmos). Pero lo que aún no advierte es que todo este movimiento de la
ontología andina describe el imperio de la ley cósmica como necesitarismo metafísico
del ser.
Hugo
Chacón propone una interpretación panteísta de la energía cósmica,
centrada en el concepto de Cama como fuerza vital que
atraviesa el universo. Aunque esta propuesta ofrece una visión energética y
fluida del cosmos andino, tiende a universalizar la sacralidad y diluir la
distinción entre lo simbólicamente sagrado y lo profano. En ese sentido, confunde
el inmanentismo cósmico del pensamiento precolombino con un panteísmo absoluto,
cuando en realidad no todo está sacralizado, sino solo ciertos fenómenos naturales
que condensan fuerza, ritmo y sentido.
Víctor
Mazzi propone una etnofilosofía que busca reconocer formas de pensamiento
reflexivo en las culturas indígenas, sin exigirles los moldes de la filosofía
académica occidental. Su noción de “unidades de pensamiento reflexivo” permite
identificar núcleos conceptuales en los relatos míticos, rituales y prácticas
simbólicas. Sin embargo, al no reconstruir un sistema filosófico completo, su
enfoque corre el riesgo de fragmentar el pensamiento precolombino en
expresiones aisladas, sin captar la lógica estructural que las vincula.
Josef
Estermann propone una filosofía vivencial desde el runa común,
lo cual representa un gesto descolonizador importante. Sin embargo, al
centrarse en la experiencia cotidiana, omite la figura del amauta —el
sabio tradicional que estructuraba el saber ancestral— y no reconstruye la
dimensión simbólica, ritual y metafísica del pensamiento precolombino.
Rodolfo
Kusch aporta una crítica potente al pensamiento occidental desde la Estarlogía,
una ontología del “estar” en la tierra. Aunque su enfoque es fértil y
provocador, no parte de las fuentes indígenas específicas, sino de una
generalización del pensamiento americano.
Mario Mejía
Huamán, por su parte, propone una lectura de la cosmovisión indígena que, si
bien busca reivindicar su profundidad filosófica, lo hace desde categorías
claramente europeas. Su noción de teqse como “fundamento”
ontológico equivale al arjé griego, revelando una traducción
conceptual que no parte de la lógica interna del pensamiento precolombino, sino
de su adaptación a esquemas metafísicos occidentales. Además, Mejía se atiene a
la definición eurocéntrica de filosofía —como saber racional, sistemático y
argumentativo— lo que lo lleva a validar el pensamiento filosófico solo en la
medida en que se ajusta a esos criterios, excluyendo así formas de pensamiento
que operan desde la ritualidad, la oralidad o la simbolización cíclica. Niega
el dualismo metafísico precolombino y lo reemplaza por un monismo ontológico.
Finalmente, su noción de “humanismo cósmico” revela una categoría típicamente
europea, donde el ser humano se concibe como centro simbólico del universo, en
contraste con la visión cosmocéntrica precolombina.
Lucas Palacios
Liberato sostiene que la filosofía precolombina no era esencialmente
distinta de la filosofía occidental, ya que ambas reflexionaban sobre el mismo
contenido universal: el ser, el cosmos, la vida, la muerte, el tiempo. Esta
afirmación, aunque busca validar el pensamiento ancestral como filosofía
legítima, borra de un plumazo sus peculiaridades estructurales, simbólicas
y ontológicas. Al asumir que toda filosofía trata los mismos temas, Palacios
reduce el pensamiento precolombino a una variante regional de la filosofía
universal, sin atender a su lógica interna ni a sus categorías propias. Esta
homologación epistemológica desactiva la diferencia y neutraliza su
singularidad.
Asís Orlando
Vela Flores interpreta la filosofía del Tawantinsuyo como monista
(Wiracocha creador), humanista y antropocéntrica, resultado de ello una
trasposición de categorías occidentales y cristianas.
La propuesta
precolombina: mitocrática, henoteísta, cosmocéntrica, dualista, cíclica y
necesitarista
Frente a estos enfoques, sostengo que la
filosofía precolombina —tal como la he reconstruido— ofrece la interpretación
más fiel al pensamiento ancestral, por las siguientes razones:
·
Mitocrática: El mito no es una narración secundaria, sino la matriz
epistemológica que articula el saber, el poder y el rito.
·
Henoteísta: El reconocimiento de una deidad principal —como Wiracocha—
no excluye múltiples entidades sagradas. Wiracocha no crea desde la nada, sino
que ordena el caos. Su poder está subordinado a la ley cósmica del pachakuti,
revelando un necesitarismo metafísico donde ninguna entidad está por encima del
ciclo universal.
·
Cosmocéntrica: El ser humano no es el centro del universo, sino parte de
un entramado cósmico que incluye tierra, tiempo, astros y espíritus.
·
Dualista: La realidad se organiza en pares complementarios —hanan/hurin, día/noche, vida/muerte—
que se equilibran y estructuran tanto la organización social como la metafísica
del mundo.
·
Cíclica: El tiempo no es lineal, sino circular, marcado por pachakutis,
retornos y ritmos cósmicos. Esta ciclicidad no implica panteísmo, sino un
inmanentismo naturalista: no todo está sacralizado, sino solo ciertos fenómenos
que condensan fuerza y sentido.
·
Necesitarista: La ley cósmica no es voluntad divina, sino estructura
ontológica que rige todo lo existente, incluidas las deidades. El universo no
se funda en la arbitrariedad, sino en la necesidad simbólica de
reconfiguración, equilibrio y retorno.
Además, esta propuesta recupera la figura
del amauta como sabio estructurador del pensamiento, y
reconstruye el sistema simbólico precolombino como una filosofía en sí misma,
no como una protofilosofía ni como una espiritualidad difusa. No se trata de
adaptar lo ancestral a categorías modernas, sino de pensar desde lo
precolombino, con sus propios códigos, ritmos y símbolos.
La estructura
metafísica precolombina no solo conduce al necesitarismo, sino que revela
una ontología del equilibrio cósmico, donde cada entidad, fuerza o fenómeno
existe en función de su lugar dentro de un sistema relacional, cíclico y
simbólicamente regulado. Este necesitarismo no es determinismo mecánico ni
fatalismo religioso, sino una comprensión profunda de que todo lo que
existe responde a una necesidad ontológica de armonía, complementariedad y
reconfiguración.
En este marco,
el universo no se concibe como una creación arbitraria de una voluntad divina,
sino como una manifestación ordenada de ritmos, dualidades y ciclos que se
actualizan constantemente a través del pachakuti —el gran giro
o reordenamiento cósmico. Las deidades, los seres humanos, los astros y los
elementos naturales no son entidades autónomas, sino nodos simbólicos
dentro de una red de relaciones necesarias, donde cada uno cumple una función
específica para mantener el equilibrio del todo.
Así, el
pensamiento precolombino no busca dominar la naturaleza ni trascenderla,
sino habitarla desde la conciencia de su necesidad estructural. El saber
ancestral no se funda en la voluntad, sino en la comprensión de los ritmos
cósmicos que rigen la existencia. Por eso, el ritual, el mito y la organización
social no son expresiones culturales aisladas, sino formas de actualizar y
sostener la lógica metafísica del universo.
En suma, este
necesitarismo, lejos de ser una limitación, constituye la clave
interpretativa para entender la filosofía precolombina como un sistema
coherente, profundo y autónomo, capaz de ofrecer una visión del mundo
radicalmente distinta a la occidental, pero no por ello menos filosófica.
Por último,
entender los nodos metafísicos de la ontología andina no significa de mi parte
un intento de revivirlo o actualizarlo. Considero tal intento como anacrónico y
antihistórico, que busca borrar de un solo golpe todo el avance que representa
la metafísica aportada por el cristianismo. En una palabra, mientras el ser
andino llega hasta la ciclicidad del necesitarismo cósmico que se detiene en el
plano de lo inmanente, el ser cristiano es voluntad libre y creadora de un ser
trascendente e infinito. Es decir, Wiracocha-Orden y Pachacuti-Caos actúan como
la dualidad metafísica suprema de la ontología andina, pero con el agregado de
que ambos principios se subsumen al necesitarismo de la ciclicidad cósmica. En
otras palabras, en la ontología andina hay una crítica de la razón cósmica
donde el necesitarismo de la ley cósmica preside el ser impersonal e inmanente
andino. En suma, el ser andino es el devenir impersonal e inmanente del cosmos
cíclico.
II
El Ser en la
ontología andina
Necesidad Cósmica y Voluntad Trascendente:
Dos Ontologías en Contraste
El pensamiento precolombino andino,
reconstruido desde sus propios ritmos, símbolos y estructuras, ofrece una
ontología relacional profundamente coherente, en la que el ser no se concibe
como sustancia ni como voluntad, sino como devenir cíclico necesario. En este
sistema, el universo no es creado desde la nada, sino reconfigurado
simbólicamente a partir de lo preexistente, mediante ciclos de equilibrio,
complementariedad y transformación. El pachakuti, como giro
estructural del orden, no representa una ruptura ontológica, sino una
actualización funcional dentro de una lógica cósmica impersonal.
Sin embargo,
esta concepción encuentra sus límites cuando se la confronta con los problemas
metafísicos que han desafiado a la filosofía universal: el origen absoluto, la
racionalidad del orden y la inteligibilidad del cosmos. Frente a ello, la
metafísica cristiana introduce una ontología superior, fundada en la voluntad
trascendente de un Dios personal que crea libremente desde la nada (creatio
ex nihilo), estableciendo un orden preciso, inteligible y abierto a la
razón. El universo, en esta perspectiva, no es el resultado de una necesidad
simbólica, sino el efecto de una libertad absoluta que funda el ser como don.
Este ensayo se
propone contrastar ambas ontologías —la necesidad cósmica del pensamiento
andino y la voluntad trascendente de la metafísica cristiana— no para
reconciliarlas, sino para delimitar sus horizontes, reconocer la coherencia
interna de la primera y afirmar la superioridad explicativa de la segunda. En
ese contraste se juega no solo una diferencia de sistemas filosóficos, sino una
diferencia radical en la concepción del ser, del orden y del sentido último del
universo.
I. La
estructura del pensamiento precolombino
La ontología andina se articula en torno a
seis ejes fundamentales:
- Mitocrática: El mito no es narración
secundaria, sino matriz epistemológica que articula saber, poder y rito.
- Henoteísta: Reconoce una deidad principal
—como Wiracocha— sin excluir múltiples entidades sagradas. Wiracocha no
crea desde la nada, sino que ordena el caos, subordinado a la ley cósmica
del pachakuti.
- Cosmocéntrica: El ser humano no es centro del
universo, sino parte de un entramado cósmico que incluye tierra, tiempo,
astros y espíritus.
- Dualista: La realidad se organiza en pares
complementarios —hanan/hurin, día/noche, vida/muerte—
que estructuran tanto la organización social como la metafísica del mundo.
- Cíclica: El tiempo no es lineal, sino
circular, marcado por pachakutis, retornos y ritmos cósmicos.
Esta ciclicidad implica un inmanentismo naturalista, donde solo ciertos
fenómenos condensan fuerza y sentido.
- Necesitarista: La ley cósmica no es voluntad
divina, sino estructura ontológica que rige todo lo existente, incluidas
las deidades. El universo no se funda en la arbitrariedad, sino en la
necesidad simbólica de reconfiguración, equilibrio y retorno.
Este sistema no busca adaptar lo ancestral a
categorías modernas, sino pensar desde lo precolombino, con sus propios
códigos. El amauta, como sabio estructurador del pensamiento,
encarna esta filosofía que no se reduce a espiritualidad ni a mitología, sino
que constituye una ontología del equilibrio cósmico.
II. Discusión
sobre el nombre: ¿Materialismo, Hilozoísmo o Vitalismo Necesitarista?
Nombrar esta ontología exige una reflexión
crítica sobre los términos disponibles en la tradición filosófica occidental.
El término materialismo resulta insuficiente y potencialmente
anacrónico, ya que en su acepción moderna implica una visión mecanicista y
desanimada de la materia. La ontología andina, por el contrario, concibe la
materia como animada, simbólicamente cargada y funcional dentro de un sistema
cósmico.
El
término hilozoísmo, aunque más cercano, también presenta
limitaciones. Si bien postula que toda materia está viva, no necesariamente
implica una estructura ontológica regida por necesidad ni una lógica cíclica
simbólica. Además, su uso está asociado a etapas presocráticas o a visiones
difusas del animismo, lo cual puede desdibujar la especificidad del pensamiento
andino.
Por ello,
proponemos el término Vitalismo Necesitarista Andino, entendido como:
Ontología en la
que la vida no es principio espontáneo ni voluntad divina, sino manifestación
estructural de una necesidad cósmica que regula ritmos, dualidades y funciones
dentro de un sistema relacional e inmanente.
No obstante,
esta denominación también corre el riesgo de poner el énfasis en la vida
como manifestación, y no en la necesidad como principio ontológico.
Por ello, una formulación más precisa sería:
Necesitarismo
Ontológico Andino: Concepción filosófica en la que la necesidad cósmica
constituye el principio fundante del ser. No se trata de una voluntad ni de una
causalidad mecánica, sino de una estructura ontológica inmanente, relacional y
cíclica, que rige la existencia de todas las entidades en función de su lugar
dentro de un sistema de equilibrio, complementariedad y reconfiguración.
Este término
evita el espiritualismo difuso del animismo, el mecanicismo del materialismo y
la espontaneidad del vitalismo clásico. El ser no es sustancia ni sujeto, sino
nodo funcional dentro de una red simbólica que responde a la exigencia
ontológica de mantener el equilibrio del todo.
III.
Cartografía ontológica comparada
Para delimitar con mayor precisión el perfil
del ser andino, es necesario contrastarlo con otras concepciones
ontológicas que han marcado la historia del pensamiento:
Ontología |
Naturaleza del ser |
Temporalidad |
Principio |
Diferencia con el ser andino |
Arjé
presocrático |
Principio
físico originario |
Lineal/conflictivo |
Agua,
aire, fuego |
No
hay principio único; el orden surge del ritmo cíclico |
Tao
chino |
Flujo
armónico dual |
Cíclica/espontánea |
Yin/Yang |
El
ser andino no fluye espontáneamente, sino por necesidad estructural |
Brahman
hindú |
Ser
impersonal absoluto |
Atemporal |
Unidad
trascendente |
El
ser andino es impersonal pero no absoluto; está subordinado al ritmo cósmico |
Parménides |
Ser
eterno e inmóvil |
Atemporal |
Uno
inmutable |
El
ser andino es devenir, ritmo, reconfiguración constante |
Platón |
Ser
uno y múltiple |
Lineal/ideal |
Mundo
de las Ideas |
El
ser andino no parte de una idea trascendente, sino de una necesidad inmanente |
Aristóteles |
Sustancia
con finalidad |
Lineal/teleológico |
Acto/potencia |
El
ser andino no tiene finalidad ni substrato: es función relacional |
Cristianismo |
Ser
personal, libre, trascendente |
Lineal/creacional |
Voluntad
divina |
El
ser andino no es voluntad ni libertad, sino necesidad cósmica |
Ciencia
del siglo XIX |
Ley
mecánica determinista |
Lineal/causal |
Causalidad
física |
El
ser andino no es causal, sino simbólicamente necesario |
Ciencia
indeterminista |
Ley
estocástica probabilística |
Lineal/azarosa |
Indeterminación |
El
ser andino no es azaroso: responde a una lógica de equilibrio necesario |
El ser andino se diferencia
por ser:
- Inmanente, no trascendente
- Relacional, no sustancial
- Cíclico, no lineal
- Necesario, no voluntario
- Simbólico, no mecánico
- Funcional, no esencialista
- Reconfigurable, no eterno ni fijo
Es una ontología del ritmo y la
complementariedad, donde el ser no se define por lo que es en sí, sino por cómo
participa en el equilibrio del cosmos. Luego veremos cómo ese equilibrio
cósmico se subsume a la ley cósmica de la reconfiguración y nuevo ciclo de
comienzo del universo. Es decir, en realidad el equilibrio tampoco deviene
conservándose porque lo único que permanece es una ciclicidad perpetua.
IV.
Diferenciación con otras filosofías del devenir
El pensamiento andino concibe el ser como
devenir cíclico necesario, lo cual lo distingue de otras filosofías del cambio:
Heráclito
- El devenir es flujo constante, transformación
perpetua.
- El conflicto es motor del orden.
- El tiempo es lineal, aunque con tensiones
cíclicas.
Diferencia: El devenir heraclíteo es
espontáneo y caótico; el andino es estructurado y simbólicamente regulado.
Hegel
- El devenir es proceso dialéctico de
superación.
- La razón absoluta se despliega en la historia.
- El tiempo es lineal y progresivo.
Diferencia: El devenir hegeliano es
teleológico; el andino es acíclico, sin finalidad trascendente.
Marx
- El devenir es transformación histórica de las
relaciones materiales.
- La lucha de clases es motor del cambio.
- El tiempo es lineal, orientado hacia la
emancipación.
Diferencia: El devenir marxista es
histórico-material; el andino es cosmo-simbólico, sin ruptura revolucionaria.
V. El Ser
Andino como Función Relacional: Precisión Ontológica y Reconocimiento de
Límites
La ontología
andina, tal como ha sido reconstruida desde sus propios códigos simbólicos, no
pretende ser reactualizada ni universalizada. Su valor reside en la coherencia
interna de su sistema, en su capacidad de articular una visión del mundo en la
que el ser no es sustancia ni esencia, sino función relacional dentro de un
entramado cósmico regido por necesidad, ritmo y complementariedad. El pachakuti,
como giro estructural del orden, no representa una creación, sino una
reconfiguración impersonal de lo preexistente, donde el caos no es ausencia de
sentido, sino matriz simbólica de transformación.
Sin embargo, esta concepción ontológica encuentra sus límites cuando se
la confronta con los problemas metafísicos que han desafiado a la filosofía
durante siglos. En particular, la metafísica cristiana ofrece una respuesta más
robusta y universalizable al problema del origen, al introducir el concepto de
creación desde la nada (creatio ex nihilo). A diferencia del pensamiento
andino, que parte de una materia ya existente y la ordena simbólicamente, el
cristianismo postula un Dios personal que crea libremente, sin necesidad ni
precondición, inaugurando un orden ontológico radicalmente nuevo.
Este acto de creación no solo resuelve el problema del origen absoluto,
sino que permite pensar un universo dotado de inteligibilidad interna, donde
las leyes físicas no emergen de una reconfiguración cíclica, sino de una
voluntad racional que establece un orden finamente ajustado. El llamado ajuste
fino del universo —la precisión matemática de las constantes físicas,
la armonía de las leyes naturales, la posibilidad misma de la vida— no puede
explicarse satisfactoriamente desde una ontología impersonal y simbólica. Solo
una metafísica que postule un principio trascendente, libre y racional puede
dar cuenta de un orden tan exacto, tan estable y tan abierto a la comprensión.
Por ello, aunque el pensamiento andino ofrece una ontología rica en
simbolismo, ritmo y relacionalidad, su horizonte queda circunscrito a una
cosmología funcional, sin capacidad de fundar un principio absoluto ni de
explicar la racionalidad profunda del universo. Reconocer esto no implica
despreciar su valor, sino ubicarlo en su justo lugar: como sistema ontológico
coherente dentro de una cultura específica, pero superado metafísicamente por
la tradición cristiana que introduce nuevos conceptos, resuelve antiguos
dilemas y funda una ontología universalizable.
VI. Conclusión:
El Ser como Ritmo, el Orden como Don
El pensamiento
precolombino, lejos de ser una etapa primitiva o una espiritualidad difusa,
constituye una ontología rigurosa que concibe el ser como ritmo cósmico, como
función simbólica dentro de un sistema relacional. Las deidades, los humanos,
los astros y los elementos naturales no son entidades autónomas, sino nodos
simbólicos que actualizan el equilibrio del universo en función de una lógica
de complementariedad, reciprocidad y reconfiguración constante.
Esta visión del ser como ritmo implica que la existencia no se define
por una esencia fija, sino por la capacidad de cada entidad de participar
activamente en los ciclos cósmicos que sostienen la totalidad. El pachakuti,
como giro estructural del orden, no representa una ruptura sino una
actualización necesaria del equilibrio, donde lo viejo se transforma
simbólicamente en lo nuevo, sin perder su raíz ontológica.
Sin embargo, esta ontología del ritmo, aunque poderosa en su contexto,
no puede explicar el origen absoluto ni el orden racional del universo. Frente
a ella, la metafísica cristiana propone una concepción del ser como don
gratuito, como creación ex nihilo por parte de un Dios personal que no
reconfigura lo dado, sino que inaugura lo posible. En este marco, el orden del
universo no es resultado de una necesidad simbólica, sino expresión de una
voluntad libre y racional, capaz de establecer leyes precisas, constantes
físicas ajustadas y una estructura inteligible que permite la ciencia, la
filosofía y la fe.
Así, el ser andino nos enseña a pensar el mundo como ritmo, como función, como equilibrio. Pero el cristianismo nos invita a pensar el ser como don, como creación, como misterio fundante. Entre ambos sistemas no hay contradicción, sino diferencia de horizonte: uno habita el cosmos, el otro lo funda. Y en esa diferencia se juega no solo la ontología, sino el sentido último de la existencia.
III
Complejidad religiosa
precolombina
Introducción
La religiosidad precolombina no puede ser
comprendida desde categorías simplistas como politeísmo o animismo. En el vasto
universo espiritual de las civilizaciones originarias de América, especialmente
en el mundo andino, se despliega una estructura religiosa compleja,
articulada en torno a múltiples sistemas de creencias, prácticas rituales,
funciones sociales y cosmologías. Esta complejidad se manifiesta en la
coexistencia —y en muchos casos sincretismo— entre la religión de
servicio, vinculada al poder estatal, y la religión de integración,
enraizada en las comunidades locales y en su relación con la naturaleza.
El caso del Inca Túpac Yupanqui y
su consulta al chamán Antarqui antes de emprender su travesía hacia
Oceanía es un ejemplo paradigmático de esta articulación espiritual. A través
de este episodio, se revela cómo el poder imperial no solo toleraba, sino
que dependía de los saberes ancestrales para legitimar sus acciones.
Este ensayo explora la complejidad religiosa precolombina a través de una
clasificación comparativa, el análisis de las deidades andinas, y la distinción
entre sincretismo y coexistencia como claves interpretativas.
Tipología de religiones en el mundo
precolombino
La religiosidad precolombina, especialmente
en el mundo andino, se caracteriza por una estructura espiritual diversa,
articulada y profundamente funcional. No se trata de un sistema homogéneo ni de
una cosmovisión unificada, sino de una constelación de prácticas y
creencias que responden a distintas necesidades sociales, políticas y
cósmicas. Para comprender esta complejidad, es útil aplicar una tipología que
distinga entre cuatro grandes formas de religiosidad, atendiendo no solo a su
función social, sino también a su estructura teológica.
1. Religión de servicio
La religión de servicio es aquella que se
vincula directamente al poder político central. En el caso del Imperio Inca,
esta religión se manifiesta en el culto oficial a Inti, el dios Sol, y
a Wiracocha, el creador. Su estructura es henoteísta: se promueve la
supremacía de una deidad sin negar la existencia de otras. Esta religión
legitima el poder del Inca, organiza el calendario ritual del Estado y articula
el orden cósmico con el orden imperial. Los templos, los sacerdotes y las
festividades estatales son sus principales expresiones.
2. Religión de integración
La religión de integración es local,
comunitaria y profundamente enraizada en la relación con la naturaleza y los
ancestros. Su estructura es animista y politeísta: cada elemento del mundo
—montañas, ríos, animales, piedras— está habitado por una fuerza viva, y
existen múltiples deidades con funciones específicas. Esta religión no busca
centralizar el poder, sino mantener el equilibrio entre el ser humano y su
entorno. El chamán, como figura mediadora entre lo visible y lo invisible, es
esencial en este sistema. El culto a Pachamama, los Apus,
las huacas y otras entidades tutelares son parte de esta
espiritualidad.
3. Religión de liberación (ausente en
el mundo precolombino)
Las religiones de liberación se caracterizan
por su dimensión ética y profética. Buscan transformar el orden social injusto,
denunciar la opresión y anunciar un nuevo mundo. Su estructura suele
ser monoteísta ético. Las religiones clásicas de liberación son el
gnosticismo, maniqueísmo, hinduismo, budismo, jainismo. En el mundo
precolombino, esta forma religiosa está ausente: no hay una figura profética
que cuestione el orden establecido ni una narrativa de redención colectiva.
4. Religión de salvación (ausente en
el mundo precolombino)
Las religiones de salvación prometen la
redención individual, la trascendencia del alma y la vida eterna. Su estructura
puede ser monoteísta o dualista escatológica, como en el mazdeísmo,
judaísmo, cristianismo, el islam. En el mundo andino, esta forma religiosa no
existe: no hay pecado original, ni juicio final, ni cielo o infierno. La muerte
es una transición dentro del ciclo natural, no una ruptura definitiva.
Cuadro comparativo: tipos de religión y
estructuras teológicas
Tipo de religión |
Estructura social |
Función principal |
Presencia en el mundo andino |
Estructura teológica predominante |
Ejemplos andinos o externos |
Religión
de servicio |
Jerárquica,
estatal |
Legitimar
el poder imperial |
Presente |
Henoteísmo
funcional |
Inti,
Wiracocha, templo del Sol |
Religión
de integración |
Comunitaria,
local |
Armonizar
con la naturaleza y los ancestros |
Presente |
Animismo
+ Politeísmo |
Pachamama,
Apus, huacas, chamanismo |
Religión
de liberación |
Profética,
ética |
Transformar
el orden social injusto |
Ausente |
Monoteísmo
ético o dualismo escatológico |
Maniqueísmo,
gnosticismo, budismo, jainismo, hinduismo |
Religión
de salvación |
Individual,
trascendente |
Redención
espiritual, vida eterna |
Ausente |
Monoteísmo |
Judaísmo,
cristianismo, islam |
Implicación clave
La complejidad religiosa
precolombina no reside en la cantidad de dioses ni en la sofisticación de
los rituales, sino en la articulación funcional entre sistemas distintos.
La religión de servicio y la religión de integración coexisten, se
entrelazan y, en ciertos momentos, generan formas de sincretismo ritual y
simbólico. La ausencia de religiones de salvación y liberación no es una
carencia, sino una diferencia estructural profunda: el mundo andino no
busca redención, sino equilibrio; no promete trascendencia, sino continuidad.
Pluralidad de deidades en el mundo andino
Uno de los rasgos más distintivos de la
religiosidad andina es su pluralidad de deidades, cada una con funciones
específicas, territorios simbólicos y formas de culto propias. Esta diversidad
no implicaba desorden ni contradicción, sino una organización espiritual
altamente funcional, donde cada entidad cumplía un rol dentro del equilibrio
cósmico.
A diferencia de
las religiones monoteístas, el mundo andino no buscaba un dios único y
trascendente, sino una red de presencias inmanentes que actuaban
desde dentro del mundo natural. Incluso figuras como Wiracocha, promovidas
por el Estado incaico como eje del henoteísmo imperial, no anulaban el culto a
otras divinidades, sino que lo articulaban simbólicamente.
Cuadro de deidades y dominios espirituales
Deidad |
Dominio espiritual |
Tipo de religión
asociada |
Alcance territorial |
Estructura teológica |
Inti |
Sol, poder imperial |
Religión de servicio |
Panandino (culto estatal) |
Henoteísmo
funcional |
Wiracocha |
Orden cósmico, origen del
mundo |
Religión de servicio |
Panandino (ideológico) |
Henoteísmo
ordenante |
Pachamama |
Tierra, fertilidad,
maternidad |
Religión de integración |
Andes centrales y sur |
Animismo |
Illapa |
Lluvia, relámpago, clima |
Religión de integración |
Andes y zonas agrícolas |
Politeísmo
funcional |
Mama Cocha |
Mar, lagos, aguas |
Religión de integración |
Costa y altiplano |
Animismo |
Apus |
Espíritus de las montañas |
Religión de integración |
Local (cada montaña) |
Animismo
territorial |
Huacas |
Objetos sagrados, lugares
de poder |
Religión de integración |
Local (comunidad
específica) |
Animismo
+ culto ancestral |
Ai Apaec |
Guerra, sacrificio,
protección |
Religión de servicio
(Moche) |
Costa norte |
Politeísmo
ritual |
Kon |
Viento, fertilidad |
Religión de integración |
Costa central |
Politeísmo
funcional |
Pariacaca |
Lluvias, montaña,
transformación |
Religión de integración |
Huarochirí, Yauyos |
Animismo
+ mito fundador |
Articulación entre lo local y lo imperial
El Imperio Inca no impuso una religión única,
sino que reorganizó el paisaje espiritual para consolidar su poder.
Las huacas locales fueron reconocidas, registradas y muchas veces incorporadas
al sistema estatal como centros rituales subordinados. Los Apus de cada
región siguieron siendo venerados, pero se integraron al calendario imperial.
La figura
de Wiracocha, aunque promovida como dios ordenador, no reemplazó a las
deidades locales. Su culto funcionó como eje simbólico del henoteísmo
estatal, articulando la diversidad sin suprimirla. Esta estrategia permitió
una coexistencia religiosa activa, donde lo local y lo imperial se
entrelazaban sin perder identidad.
El caso
de Antarqui y Túpac Yupanqui refuerza esta lógica: el Inca,
representante del culto oficial, recurre a un chamán local para validar su
empresa marítima. No hay exclusión, sino reconocimiento mutuo entre
sistemas religiosos.
El caso de Antarqui y Túpac Yupanqui
Contexto histórico y simbólico
Túpac Yupanqui, décimo Inca del
Tahuantinsuyo, es recordado por sus campañas militares y su legendaria
expedición marítima hacia tierras lejanas, posiblemente las islas de Mangareva
o Rapa Nui. Según las crónicas, antes de embarcarse en esta travesía, consultó
a Antarqui, un sabio local, descrito como “volador” o “hechicero”, que tenía el
poder de leer los signos del cosmos.
Este episodio
no es anecdótico: revela cómo incluso el Inca, figura máxima del poder político
y religioso, reconocía la autoridad espiritual de los sabios locales.
Antarqui no era parte del aparato estatal, sino un representante de saberes
ancestrales, ligados a la tierra, los astros y las huacas.
El acto de
consultar a Antarqui antes de una empresa tan ambiciosa tiene un
fuerte valor simbólico: el poder imperial no se concebía como autónomo,
sino como dependiente de la armonía cósmica y la validación
espiritual.
Función ritual de la consulta chamánica
La consulta a Antarqui puede entenderse como
un ritual de legitimación. En la cosmovisión andina, toda acción de gran
escala debía estar alineada con los ciclos naturales y las voluntades de los
seres espirituales. El chamán no era simplemente un adivino, sino
un mediador entre mundos, capaz de interpretar los signos del entorno y
canalizar la voluntad de las deidades.
Antarqui, al
“volar” o desplazarse por medios no convencionales, encarna
la transgresión de los límites físicos, lo que lo convierte en un ser
liminal, entre lo humano y lo divino. Su rol era garantizar que la expedición
de Túpac Yupanqui no fuera una acción arrogante, sino una empresa
ritualmente autorizada.
Este tipo de
consulta no era excepcional: los Incas solían recurrir a oráculos, huacas
y sabios locales antes de tomar decisiones importantes. La ritualidad no
era decorativa, sino estructural en la toma de decisiones políticas.
Implicaciones políticas y espirituales
Este episodio revela una doble
articulación del poder:
- Política: El Inca, aunque figura central del
Estado, no monopolizaba la espiritualidad. Al consultar a Antarqui,
reconoce la autoridad de los saberes locales, lo que fortalece la
cohesión del imperio. Es una forma de integración simbólica, donde el
poder se legitima desde abajo y desde lo ancestral.
- Espiritual: La consulta reafirma que el mundo
andino no separaba lo político de lo espiritual. Toda acción debía estar
en equilibrio con el cosmos, y los sabios como Antarqui eran los
garantes de esa armonía. El poder sin ritual era visto como peligroso
o desequilibrado.
Además, este caso muestra que el saber
chamánico no era marginal, sino central en la toma de decisiones
estratégicas. El Imperio Inca, lejos de imponer una religión única, tejía
alianzas espirituales con los territorios que integraba, respetando sus
huacas, sus Apus y sus sabios.
Conclusiones preliminares sobre la
religiosidad precolombina andina
1. Sobre la jerarquía de las deidades
- Wiracocha no fue ni el único ni el más
importante dios precolombino. Su centralidad fue promovida por el
Estado incaico en ciertos momentos, pero no desplazó el culto a otras
huacas ni a divinidades locales. → La religiosidad andina
fue plural, contextual y territorial.
2. Sobre la naturaleza de las
divinidades
- Ninguna deidad fue concebida como
trascendente. Todas las divinidades, incluso las amazónicas,
fueron inmanentes, es decir, actuaban desde dentro del mundo, no
desde fuera. → La espiritualidad
andina no separa lo divino de lo natural.
- Las deidades no eran creadoras ex nihilo, sino
ordenadoras del cosmos. Por ejemplo, Wiracocha no “crea” el mundo
desde la nada, sino que organiza lo existente, establece
relaciones y equilibrios. → La creación es
entendida como estructuración, no como génesis absoluta.
3. Sobre los tipos de religiosidad
- Todas las deidades pueden clasificarse dentro
de religiones de integración (animismo) y de servicio (politeísmo /
henoteísmo). Se busca armonía con el entorno y se rinde culto a
múltiples entidades con funciones específicas. → La práctica religiosa se basa en reciprocidad, ritual y vínculo con
el entorno.
- No existieron religiones de
liberación. Es decir, no hay evidencia de doctrinas que conciban el
mundo como prisión o ilusión, ni que busquen liberación espiritual
mediante conocimiento o desapego. Ejemplos ausentes: maniqueísmo,
gnosticismo, hinduismo, budismo, jainismo, confucianismo.
- No existieron religiones de salvación. No
hay noción de pecado original, redención, juicio final ni un dios único
trascendente que salve al creyente. Ejemplos ausentes: mazdeísmo,
judaísmo, cristianismo, islamismo.
4. Sobre la función de la religión
- La religión andina no busca trascender el
mundo, sino vivir en equilibrio con él. El objetivo es mantener el
orden cósmico, la fertilidad, la salud y la continuidad de la comunidad. → La espiritualidad es práctica, relacional y territorial.
- La noción de “dios supremo” es una
construcción colonial. La idea de un dios único y universal fue
impuesta por cronistas y evangelizadores, reinterpretando figuras como
Wiracocha o Pachacámac bajo categorías cristianas. → El sincretismo posterior distorsiona el sentido original de las
deidades.
Comparación entre Wiracocha y otras deidades
andinas
Categoría |
Wiracocha |
Deidades protectoras (Ai Apaec, Mama Cocha, Illapa, etc.) |
Naturaleza |
Inmanente, ordenador del
cosmos |
Inmanentes,
vinculadas a elementos o funciones específicas |
Rol principal |
Establece el orden,
estructura el mundo, regula relaciones entre seres |
Protegen,
fertilizan, castigan, controlan fenómenos naturales |
Alcance |
Panandino (intentado por
el Estado incaico) |
Local
o regional, con fuerte arraigo territorial |
Culto |
Promovido por élites
estatales, con proyección ideológica |
Culto
popular, ligado a necesidades concretas (lluvia, cosecha, salud) |
Complejidad simbólica |
Alta: asociado al tiempo,
al viaje, al orden, a la dualidad |
Media:
asociados a funciones naturales o sociales específicas |
Transformación colonial |
Reinterpretado como “dios
supremo” por cronistas españoles |
Sincretizados
con santos o vírgenes según función (ej. Illapa con Santiago) |
Claves interpretativas
· Wiracocha no es simplemente un “dios más
poderoso”, sino que representa una cosmovisión estructural: su figura
articula el orden, la dualidad, el ciclo, el viaje, y la relación entre lo
humano y lo no humano.
· Las demás deidades —aunque fundamentales—
tienen funciones más concretas y localizadas, como el control del agua
(Mama Cocha), la lluvia (Illapa), la fertilidad (Kon), o la protección de
linajes (Mallquis).
· Esta diferencia no implica jerarquía en
sentido occidental, sino distintos niveles de articulación
simbólica dentro del universo andino.
Wiracocha como cúspide henoteísta en la
religión de servicio
1. Religión de servicio andina: estructura politeísta con tendencia
henoteísta
·
El mundo andino reconoce múltiples divinidades con funciones
específicas: agua, sol, luna, cerros, fertilidad, linaje, etc.
·
Sin embargo, en contextos estatales como Tiawanaku y
el imperio inca, se observa una tendencia a centralizar el
culto en una figura superior: Wiracocha.
·
Esta centralización no elimina a las demás deidades, sino que
las subordina simbólicamente, sin negar su existencia ni su culto.
2. Wiracocha como expresión máxima del henoteísmo
·
Representa una deidad ordenadora, no creador ex nihilo, que
estructura el cosmos, establece jerarquías y regula el equilibrio.
·
Su culto fue promovido por las élites como símbolo de unidad
ideológica y territorial, especialmente en el proceso de expansión inca.
·
Su figura articula elementos de tiempo, dualidad, viaje, transformación
y orden, lo que lo distingue de los dioses funcionales o protectores.
3. No se dio el paso hacia el monoteísmo
·
Aunque se atisbó una estructura religiosa más centralizada, no se
eliminó el politeísmo.
·
Las huacas, los Apus, los ancestros, los dioses locales y los elementos
naturales siguieron siendo objeto de culto.
·
El paso hacia el monoteísmo —que implicaría la exclusión de otras
divinidades y la afirmación de un dios único trascendente— no
ocurrió.
·
Esto confirma que la religiosidad andina mantuvo su pluralidad
ontológica, incluso en sus formas más estatales.
Implicación histórica y simbólica
· El intento de centralización religiosa con
Wiracocha puede verse como una estrategia política y simbólica, no como
una transformación doctrinal hacia el monoteísmo.
· La cosmovisión andina no concibe lo
divino como separado del mundo, por lo tanto, el monoteísmo —con su dios
trascendente y exclusivo— no encaja en su lógica espiritual.
· En lugar de una ruptura, se dio
una reorganización jerárquica dentro del politeísmo, con Wiracocha
como eje articulador.
El esquema henoteísta como articulador de la
diversidad religiosa precolombina
1. Henoteísmo estatal como eje articulador
· El culto a Wiracocha (y en menor
medida a Inti) representó el intento más elaborado de centralización
religiosa en el mundo andino.
· Este henoteísmo no implicó la negación de
otras divinidades, sino su subordinación simbólica dentro de un orden
estatal.
· Fue una estrategia de integración
ideológica y territorial, no una imposición doctrinal.
2. Vigencia de las religiones animistas de integración (Andes y
Amazonía)
· En las regiones altoandinas y amazónicas,
persistió la cosmovisión animista, donde todo —cerros, ríos, animales,
plantas, astros— tiene espíritu.
· El principio de ayni (reciprocidad)
y el culto a las huacas y Apus siguieron siendo centrales,
incluso bajo el dominio inca.
· El henoteísmo estatal no
reemplazó esta religiosidad, sino que la incorporó como parte
del orden cósmico.
3. Vigencia de las religiones politeístas funcionales (Costa norte,
centro y sur)
· En las culturas costeñas (Moche, Chimú,
Nazca, Paracas, etc.), predominó un politeísmo funcional, con dioses
especializados en agua, fertilidad, guerra, pesca, etc.
· Estas religiones estaban profundamente
ligadas al territorio y a la economía local.
· El Estado inca respetó muchas de estas
divinidades, integrándolas como huacas regionales dentro del sistema
imperial.
4. Conclusión integradora
· El esquema henoteísta no fue excluyente,
sino articulador: permitió la coexistencia de religiones animistas y
politeístas bajo una lógica estatal.
· Esta flexibilidad explica la resistencia
y persistencia de las religiones locales incluso después de la expansión
incaica.
· También ayuda a entender el sincretismo
posterior con el cristianismo, donde las huacas y dioses locales fueron
reinterpretados como santos, vírgenes o figuras bíblicas.
Eje unificador: el inmanentismo naturalista
en la religiosidad precolombina peruana
1. Definición del inmanentismo naturalista
· La divinidad habita el mundo, no lo
trasciende.
· Lo sagrado no está separado de lo
natural: actúa desde dentro del entorno, no desde fuera.
· No todo es sagrado: no hubo panteísmo.
Solo ciertos elementos (huacas, Apus, astros, ancestros) eran considerados
portadores de fuerza espiritual.
Aplicación a los tipos de religiosidad
Tipo de Religión |
Características
principales |
Relación con el
inmanentismo naturalista |
Religiones de integración
(animismo) |
Todo ser natural puede
tener espíritu. Se busca armonía, reciprocidad y equilibrio con el entorno. |
Totalmente
inmanente: la divinidad está en la tierra, el agua, los cerros, los astros. |
Religiones de servicio
(henoteísmo / politeísmo) |
Múltiples dioses con
funciones específicas. Uno puede ocupar el centro sin negar a los demás. |
Inmanente: los dioses
actúan desde el mundo, no lo trascienden. |
En el henoteísmo estatal (Tiawanaku e Incas)
El inmanentismo naturalista se complejiza y se asocia a cuatro
grandes principios:
Principio |
Descripción |
Ciclicidad |
El
tiempo no es lineal, sino circular. Las eras, los ciclos agrícolas, los mitos
de origen y destrucción se repiten. |
Dualismo |
Todo
está compuesto por pares complementarios: masculino/femenino, arriba/abajo,
día/noche, vida/muerte. |
Cosmocentrismo |
El
orden religioso no gira en torno al ser humano, sino al equilibrio del
cosmos. El ser humano es parte, no centro. |
Necesitarismo |
Las
acciones rituales no son opcionales, sino necesarias para mantener el orden
cósmico. El ayni con los dioses es obligatorio. |
Implicaciones clave
§ No hubo panteísmo: no todo era divino, sino que lo
sagrado estaba localizado en ciertos seres, lugares y momentos.
§ No hubo trascendencia: ni siquiera Wiracocha actuaba
desde fuera del mundo. Su poder era ordenador, no creador absoluto.
§ No hubo salvación ni liberación: la religión no
buscaba escapar del mundo, sino vivir en equilibrio con él.
§ No hubo monoteísmo: la religión de Wiracocha era de
soberanía sobre el universo politeísta de dioses locales.
¿Qué revela este episodio?
1. Sinergia entre religión de servicio y religión de integración
§ El Inca, máxima autoridad del culto
estatal, recurre a un chamán (Antarqui), figura tradicional vinculada al
mundo espiritual, a los sueños, los augurios y la conexión con fuerzas
naturales.
§ Esto muestra que el poder político-religioso
incaico no operaba en exclusividad, sino que echaba mano de saberes
ancestrales para legitimar decisiones trascendentales como una expedición
ultramarina.
2. El chamán como mediador cósmico
§ Antarqui no es un sacerdote del templo solar, sino
un especialista en lo invisible, en lo que no puede ser controlado por el
aparato estatal.
§ Su rol es consultivo, visionario y ritual, lo
que lo vincula directamente con la religión de integración animista, donde
el mundo está habitado por fuerzas vivas que deben ser interpretadas y
respetadas.
3. El henoteísmo no excluye, sino articula
§ El hecho de que el Inca recurra a Antarqui demuestra
que el henoteísmo incaico no buscaba eliminar el pluralismo religioso,
sino articularlo funcionalmente.
§ La religión de servicio, aunque jerárquica y
estatal, reconocía la eficacia simbólica y espiritual del chamanismo,
especialmente en momentos de incertidumbre o riesgo.
Implicación más profunda
Este episodio confirma que la religiosidad andina no operaba bajo
lógicas excluyentes como las del monoteísmo. En lugar de imponer una
ortodoxia, el sistema incaico tejía una red de saberes y
prácticas que incluía lo estatal, lo local, lo ancestral y lo
visionario. El viaje a Oceanía, si bien aún debatido en términos
históricos, funciona como mito fundacional de expansión, y la
participación de Antarqui lo convierte en un acto ritual de validación
cósmica, no solo política.
Conclusión
La religiosidad precolombina, lejos de ser
una expresión primitiva o fragmentaria, constituye una ontología
relacional rigurosa, donde el ser no se concibe como sustancia fija, sino
como ritmo cósmico, como función simbólica dentro de un sistema de
complementariedad y reciprocidad.
En este
universo, lo sagrado no es trascendente ni separado, sino inmanente y
naturalista: las deidades, los astros, los humanos y los elementos del paisaje
son nodos simbólicos que actualizan el equilibrio del cosmos mediante su
participación activa en los ciclos vitales.
Esta visión del
ser como ritmo se refleja en la estructura religiosa andina, donde
el henoteísmo incaico no impone una jerarquía excluyente, sino
que articula dos dimensiones complementarias: la religión de
integración, animista y cosmocéntrica, y la religión de servicio, estatal
y cíclicamente necesitarista.
El Inca, como
figura mediadora, no funda el orden, sino que lo reconfigura ritualmente,
legitimando su poder a través de la armonización de fuerzas vivas y
ancestrales. El pachakuti, como giro estructural del orden, no representa
una ruptura, sino una actualización simbólica del equilibrio, donde
lo viejo se transforma en lo nuevo sin perder su raíz ontológica.
Sin embargo,
esta ontología del ritmo, aunque profundamente coherente en su contexto, no
pretende explicar el origen absoluto ni el fundamento racional del universo.
Frente a ella, la metafísica cristiana propone una concepción del ser
como don gratuito, como creación ex nihilo por parte de un Dios personal
que no reconfigura lo dado, sino que inaugura lo posible. En este
horizonte, el orden del universo no es resultado de una necesidad simbólica,
sino expresión de una voluntad libre y racional, capaz de establecer
leyes, constantes físicas y una estructura inteligible que permite la ciencia,
la filosofía y la fe.
Así, el
pensamiento andino nos enseña a habitar el cosmos como ritmo, como
equilibrio dinámico, como función simbólica dentro de un orden inmanente que se
actualiza cíclicamente. El cristianismo, en cambio, nos invita a concebir
el cosmos como don, como creación gratuita ex nihilo por parte de un Dios
trascendente que funda el ser desde su libertad.
Entre ambos
sistemas no hay simple continuidad ni mera diferencia de horizonte, sino
una contradicción ontológica profunda: mientras el pensamiento
andino ordena lo dado mediante la reconfiguración simbólica del
equilibrio, el cristianismo crea lo posible desde la nada,
inaugurando un orden que no depende del ciclo, sino de la voluntad. Esta
tensión no invalida ninguno de los dos sistemas, pero sí revela que el sentido
último de la existencia se juega en dos lógicas distintas del ser: una que
lo actualiza, otra que lo origina.
Así, el
pensamiento andino nos enseña a habitar el cosmos como ritmo, como
equilibrio dinámico y función simbólica dentro de un orden inmanente que se
actualiza cíclicamente. Wiracocha no es creador, sino ordenador. Actúa como
principio cósmico dualista frente al caos preexistente. Y, sin embargo, el
Orden sucumbe al Caos durante el Pachacuti. Wiracocha es impotente para hacer
durar por siempre el orden impuesto. Se somete a la ciclicidad necesitarista de
la ley cósmica.
Esta lógica de
necesitarismo cíclico de la actualización, aunque coherente en su
contexto, carece de la lógica del origen: no explica el fundamento
absoluto del ser, ni la creación ex nihilo, ni la gratuidad radical del
existir.
Frente a ella,
la metafísica cristiana propone una ontología del don, donde el ser no se
reconfigura, sino que se inaugura desde la libertad de un Dios
trascendente. Esta diferencia no es simplemente de horizonte, sino
de estructura ontológica: el pensamiento andino ordena lo dado, mientras
el cristianismo funda lo posible. Por ello, la lógica del ritmo necesita
ser completada por la lógica del origen, si se quiere pensar el ser en toda su
profundidad.
Epílogo
El pensamiento andino concibe el ser no como
sustancia ni como esencia, sino como ritmo: una dinámica simbólica que
actualiza el equilibrio cósmico dentro de un orden inmanente y cíclico. En esta
visión, el universo no tiene un inicio absoluto ni un fin definitivo, sino que
se reconfigura constantemente a través del Pachacuti, el giro que
transforma y renueva. El ser no se funda, se manifiesta; no se crea, se ordena.
Wiracocha, figura axial de esta cosmovisión, no actúa como creador ex nihilo,
sino como ordenador de un cosmos que ya pulsa en sí mismo.
Esta ontología del necesitarismo
rítmico se sostiene en la reciprocidad, en el ayni, y en la
complementariedad de opuestos. El mundo se mantiene por el equilibrio entre
fuerzas que se alternan, se invierten y se regeneran. El tiempo no es lineal,
sino circular; el devenir no es progreso, sino retorno. En este marco, el ser
no necesita una causa primera, porque su sentido está en el flujo, no en el
origen. Sin embargo, esta coherencia interna plantea una limitación: ¿puede
pensarse el ritmo sin un punto de partida? ¿Puede sostenerse la actualización
sin una instancia que la inaugure?
Frente a esta lógica
inmanente, el cristianismo propone una ontología del don. Aquí, el ser
no emerge por necesidad cósmica, sino por libertad divina. Dios, trascendente y
personal, no ordena lo que ya existe: crea lo que no era. El mundo no es una
manifestación cíclica, sino una historia con dirección, con vocación, con
sentido. La existencia no se explica por su equilibrio interno, sino por el
acto gratuito de un Dios que llama al ser desde la nada. El ser, entonces, no
es solo ritmo: es respuesta a una iniciativa que lo precede.
Esta diferencia no implica
oposición, sino profundidad. El ritmo andino revela una sabiduría cósmica que
percibe la armonía del universo como algo vivo, mutable y sagrado. Pero el
cristianismo introduce una dimensión que trasciende esa armonía: la gratuidad.
El ser no está determinado por el ciclo, sino liberado por el amor. La historia
no es solo repetición, sino promesa. El orden no se actualiza por necesidad,
sino que se transforma por gracia. El Logos no es solo razón del cosmos,
sino Palabra que interpela, guía y redime. Así, el sentido último de la
existencia no se agota en la actualización del orden, por más perfecto que este
sea. El ser humano no solo participa del ritmo cósmico, sino que es llamado a
una relación con el origen mismo del ser. El Pachacuti puede renovar el
mundo, pero no puede fundarlo. La reciprocidad puede sostener la vida, pero no
puede explicarla en su totalidad. El ritmo necesita del origen para pensarse
plenamente; la armonía necesita del don para alcanzar su plenitud.
En este diálogo entre
ontologías —la del ritmo y la del don— no hay negación, sino revelación. El
pensamiento andino ofrece una mirada profunda sobre la estructura del mundo,
mientras que el cristianismo propone una clave para su sentido último. Juntos, permiten
comprender que el ser no es solo lo que se manifiesta, sino también lo que se
recibe. Que el cosmos no es solo lo que se ordena, sino también lo que se ama.
Y que la verdad no es solo lo que se intuye, sino también lo que se revela.
IV
Wiracocha y la Ontología de la Reciprocidad Crítica a la Interpretación Trascendente
Resumen
Este artículo propone una crítica a la
interpretación trascendente de Wiracocha, figura central en la mitología
andina, que ha sido históricamente distorsionada por los cronistas españoles y
por paradigmas teológicos occidentales. A través de una lectura ontológica
inmanente, se argumenta que Wiracocha no representa un dios creador absoluto,
sino una manifestación del ciclo cósmico andino, regido por la reciprocidad, la
dualidad y el devenir permanente. Se compara esta ontología con el
necesitarismo árabe, destacando las diferencias entre una dependencia teológica
y una lógica relacional natural.
1. Introducción
La figura de Wiracocha ha sido objeto de
múltiples interpretaciones desde la llegada de los españoles al Tawantinsuyo.
La más persistente ha sido la que lo concibe como un dios omnipotente, creador
absoluto del universo, en clara analogía con el modelo monoteísta
judeocristiano. Esta lectura, sin embargo, distorsiona profundamente el sentido
original del mito andino, imponiendo una ontología ajena a la razón natural y
mítica de los pueblos originarios. Este artículo propone una crítica a dicha
interpretación trascendente, restituyendo el sentido ontológico originario de
Wiracocha como principio ordenador dentro de un universo cíclico, dinámico e
inestable.
2. Crítica a la
Ontología Trascendente
La idea de un dios trascendente presupone la
existencia de una nada absoluta, un vacío ontológico total desde el
cual una deidad omnipotente crea el universo. Esta concepción contradice tanto
la razón natural, basada en la observación de los ciclos de la
naturaleza, como la razón mítica, que concibe la nada como una
carencia relativa, una fase dentro del devenir cósmico. En la cosmovisión
andina, la creación no es un acto ex nihilo, sino una emanación,
transformación o reordenamiento de lo existente. La nada no es un
punto cero metafísico, sino una etapa transitoria dentro de un ciclo eterno de
nacimiento, muerte y regeneración.
Desde esta
perspectiva, Wiracocha no puede ser concebido como un creador absoluto,
sino como un ordenador cósmico, una fuerza que organiza y regula lo
que ya existe. Su aparición en los mitos —emergiendo del agua primordial,
creando el sol, la luna y los seres humanos, y luego destruyéndolos
parcialmente— no lo sitúa como origen del ciclo, sino como expresión
activa del mismo. El universo andino no necesita de un principio
trascendente para existir; se autorregula a través de fuerzas
complementarias que se manifiestan en la naturaleza, en los ritmos agrícolas,
en los cuerpos celestes y en las prácticas rituales.
3. Imposición
Epistemológica de los Cronistas Españoles
La interpretación trascendente de Wiracocha
no surge de la cosmovisión andina, sino de la imposición epistemológica
de los cronistas españoles, quienes, al enfrentarse a un universo simbólico
radicalmente distinto, recurrieron a sus propios marcos teológicos para
traducirlo. En su afán por comprender —y controlar— el mundo indígena,
proyectaron sobre Wiracocha la figura del Dios cristiano: único, omnipotente,
creador desde la nada. Esta operación no fue inocente ni meramente
interpretativa; fue parte de un proceso sistemático de colonización del
pensamiento, donde las categorías europeas se impusieron como universales,
relegando las ontologías originarias a la condición de superstición o
idolatría. Así, la dualidad cósmica, la reciprocidad y el devenir permanente
que estructuraban el universo andino fueron silenciados o reinterpretados bajo
el prisma de la trascendencia, borrando la lógica relacional y cíclica que daba
sentido a Wiracocha como principio ordenador y no como creador absoluto.
4. Ontología de
la Reciprocidad y Dualidad Cósmica
El cosmocentrismo de la civilización
agrocéntrica andina advirtió la dualidad, la complementariedad
y la reciprocidad en la naturaleza, lo que no sólo llevó hacia
el animismo y el politeísmo, sino también al henoteísmo,
que terminaba armonizando las ideas de ciclicidad y necesitarismo
cósmico. En este marco, las deidades no son entidades absolutas ni
jerárquicas, sino principios activos que encarnan funciones dentro del ciclo.
De este modo, Wiracocha no es origen del ciclo, sino una manifestación
del mismo, subsumido a la lógica del devenir cósmico que regula la
existencia.
Esta ontología
de la reciprocidad andina no desemboca en un monoteísmo porque no
postula una unidad divina que absorba o anule la pluralidad de fuerzas
cósmicas. Por el contrario, se fundamenta en una dualidad cósmica
original, donde cada principio tiene su contraparte, y el equilibrio se
logra a través de la tensión dinámica entre opuestos: masculino y femenino, luz
y oscuridad, vida y muerte, arriba y abajo. El universo no es estático ni
cerrado, sino un devenir permanente, un tejido inestable y mutable
que se rehace constantemente. En este contexto, no hay lugar para una deidad
única y omnipotente que imponga orden desde fuera, sino para múltiples
entidades que coexisten, se interrelacionan y se transforman en
función del ciclo. El pensamiento andino, por tanto, no busca la unidad
absoluta, sino la armonía relacional, donde la diversidad es
condición del equilibrio y no obstáculo para la comprensión del cosmos.
5. Comparación
con el Necesitarismo árabe
Una comparación esclarecedora puede hacerse
entre el necesitarismo andino y el necesitarismo árabe.
Mientras el primero se basa en la observación cíclica de la naturaleza,
donde todo fenómeno responde a una necesidad interna del cosmos que se
autorregula sin intervención trascendente, el segundo —especialmente en la
tradición filosófica islámica medieval— concibe el necesitarismo como una dependencia
ontológica absoluta del mundo respecto a Dios. En el pensamiento árabe
clásico, influido por el neoplatonismo y el aristotelismo, el universo existe
porque Dios lo quiere y lo sostiene constantemente, aunque no necesariamente lo
crea desde la nada en sentido literal.
En cambio, el necesitarismo andino no
presupone voluntad divina ni trascendencia, sino una necesidad interna
del ciclo, donde cada fase —creación, destrucción, regeneración— se da por
necesidad natural, no por decreto divino. Así, mientras el necesitarismo árabe
tiende hacia una teología de la dependencia, el andino se orienta hacia
una ontología de la reciprocidad, donde el cosmos no depende de una
voluntad externa, sino que se expresa a través de sus propias leyes inmanentes.
6. Conclusión
La crítica a la interpretación trascendente
de Wiracocha no es una defensa de una ontología alternativa, sino la exposición
de una ontología originaria, profundamente ecológica, relacional y cíclica.
Esta visión no busca imponer una verdad absoluta, sino restituir el
sentido original del mito, liberándolo de las categorías teológicas que lo
han distorsionado. Wiracocha no crea desde la nada, sino que
está subsumido a la ciclicidad del necesitarismo cósmico, una
presencia que ordena sin dominar, que transforma sin destruir, y que revela, en
su andar por los Andes, la sabiduría de un mundo que no necesita trascenderse
para tener sentido.
Bibliografía
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Lima: IEP, 2003.
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mundo nuevo. La Paz: ISEAT, 2006.
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Rivera Cusicanqui, Silvia. Ch’ixinakax utxiwa: Una reflexión
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2010.
Wachtel, Nathan. Los vencidos: los indios del Perú frente a la
conquista española. Madrid: Alianza Editorial, 1976.
V
Tres Ontologías del
Origen
Ayni, Sustancia y Don
Un Diálogo entre Cosmovisiones
La pregunta por el origen no es sólo una
inquietud filosófica: es una forma de situarse en el mundo y de responder al
misterio de la existencia. ¿De dónde venimos? ¿Qué sostiene lo que existe?
¿Cómo se relacionan los seres entre sí? A lo largo de la historia, distintas
culturas han respondido estas preguntas desde marcos ontológicos diversos. Este
ensayo explora tres paradigmas fundamentales: la ontología del ayni,
la ontología de la sustancia y la ontología del don.
Cada una ofrece una visión singular del ser, del origen y de la relación entre
los entes. Al compararlas, no sólo se revelan diferencias filosóficas, sino
también sensibilidades culturales que configuran modos de vida. Este recorrido
busca enriquecer la comprensión del misterio de la creación y del vínculo
humano con el mundo y lo trascendente.
Ontología del
Ayni: Reciprocidad Cíclica
El ayni, principio central de la
cosmovisión andina, concibe el universo como una red de relaciones activas.
Nada existe por sí solo: todo ser es en función de su vínculo con otros. Esta
ontología no parte de una causa primera ni de una creación desde la nada, sino
de una lógica cíclica donde el universo se rehace constantemente en ciclos de
intercambio, complementariedad y equilibrio. El ayni rompe con
la idea de jerarquía ontológica: no hay un ser supremo que funda la existencia,
sino múltiples fuerzas que coexisten y se transforman mutuamente.
Esta visión
refleja una ética del cuidado mutuo y del equilibrio, una intuición natural del
orden relacional inscrito en la creación. El cosmos no es una máquina ni un
regalo, sino una danza de reciprocidades. El ser no se impone ni se dona: se
comparte. Esta lógica relacional puede ser vista como una expresión parcial del
diseño divino, donde la armonía entre los seres refleja la sabiduría del
Creador.
Ontología de la
Sustancia: Fundamento Necesario
La ontología de
la sustancia, dominante en la tradición filosófica occidental, postula que todo
ente es causado por una causa incausada. Esta causa —sea Dios, el Ser, o el Big
Bang— fundamenta ontológicamente todo lo que existe. Aquí, el universo tiene un
origen absoluto, una ruptura ontológica que lo separa de la nada. La sustancia
es aquello que permanece, que da estabilidad al ser, y que permite explicar la
existencia desde un principio necesario.
Esta visión
ofrece una base metafísica sólida para comprender la trascendencia, la
contingencia del mundo y la dependencia radical de la criatura respecto a su
origen. En la teología cristiana, esta causa incausada es el Dios personal que
crea libremente desde la nada (ex nihilo), no por necesidad, sino por
amor. La creación es entendida como un acto fundante, sostenido por la voluntad
divina, en quien todo encuentra su ser y su propósito.
Ontología del
Don: Gratuidad Radical
La ontología del don va más allá de la
sustancia: no sólo postula una causa incausada, sino que la concibe como
gratuita. El ser no se explica por necesidad ni por reciprocidad, sino por
exceso, por una donación radical que no responde a cálculo ni a equilibrio. El
universo es dado, no por necesidad cósmica ni por voluntad mecánica, sino por
gracia.
Esta visión resuena profundamente con la
afirmación cristiana de que “todo buen don y todo don perfecto desciende de lo
alto” (Santiago 1:17). La existencia misma es gracia, y la vida humana está
llamada a responder con gratitud, entrega y adoración. El don no exige
devolución ni reciprocidad: es puro acontecimiento. No niega la sustancia, sino
que la transfigura en relación. En esta ontología, el ser humano no sólo
depende de Dios, sino que vive en respuesta amorosa al don de la vida, revelado
plenamente en Cristo.
Tradiciones
Orientales: Ontologías Relacionales
Las grandes tradiciones filosóficas de Asia
—el hinduismo, el budismo y el taoísmo— no encajan fácilmente en los moldes
occidentales de sustancia o don, pero comparten profundas resonancias con
el ayni, aunque cada una con matices únicos:
Hinduismo
Postula que todo lo existente es una
manifestación de Brahman, principio absoluto, impersonal y eterno.
Aunque parece acercarse a la sustancia por su idea de un fundamento último, en
realidad no hay ruptura ontológica: el universo es no-dual (advaita),
y cada ser está interrelacionado con el todo.
- Relación con el ayni: Interconexión
entre atman y Brahman.
- Diferencia: Tiende a una disolución vertical
del yo en el absoluto, mientras que el ayni es horizontal
y cíclico.
- Lectura cristiana: Esta visión puede ser
apreciada como una intuición de la unidad del ser, aunque se distingue
claramente entre Creador y criatura, evitando la fusión ontológica.
Budismo
Rechaza la noción de un ser permanente. Todo
fenómeno es impermanente (anicca), insatisfactorio (dukkha) y sin
esencia fija (anatta). El universo es una red de causas y condiciones (pratītyasamutpāda).
- Relación con el ayni: Interdependencia
radical.
- Diferencia: Ontología del vacío (śūnyatā),
donde incluso las relaciones carecen de esencia.
- Lectura cristiana: Aunque ofrece una ética de
la compasión y una profunda conciencia del sufrimiento, se afirma la
dignidad ontológica del ser humano como imagen de Dios, y la esperanza en
la redención.
Taoísmo
Concibe el universo como un flujo continuo (Dao)
que se expresa en la interacción dinámica de fuerzas complementarias: yin y yang.
No hay origen absoluto ni causa primera, sino equilibrio espontáneo.
- Relación con el ayni: Ontología relacional,
cíclica, sin jerarquías.
- Diferencia: Enfatiza la no acción (wu
wei), mientras que el ayni implica acción recíproca.
- Lectura cristiana: El taoísmo puede ser leído
como una sabiduría del equilibrio natural, enriquecida por la dimensión
personal e histórica del amor como centro del sentido.
Comparación
General
Ontología |
Principio clave |
Relación entre entes |
Origen del universo |
Lógica dominante |
Lectura cristiana |
Ayni |
Reciprocidad |
Interrelación
activa |
Ciclo
sin principio absoluto |
Necesitarismo
cósmico |
Reflejo natural del orden
relacional inscrito por Dios |
Sustancia |
Causa
incausada |
Dependencia
ontológica |
Ruptura
ontológica |
Fundamento
necesario |
Compatible con la
creación ex nihilo y la trascendencia divina |
Don |
Gratuidad
radical |
Donación
sin cálculo |
Exceso
inexplicable |
Gracia
originaria |
La existencia como don
amoroso que llama a la respuesta libre |
Hinduismo |
Unidad
no-dual |
Manifestación
de Brahman |
No
hay ruptura ontológica |
Realización
espiritual |
Intuición válida, pero
sin distinción entre Creador y criatura |
Budismo |
Vacío
interdependiente |
Causalidad
sin esencia |
Sin
origen absoluto |
Impermanencia
y vacío |
Ética valiosa, con
afirmación de la dignidad del ser humano |
Taoísmo |
Flujo
complementario |
Equilibrio
espontáneo |
No
hay causa ni ruptura |
Armonía
relacional |
Sabiduría natural,
enriquecida por el amor personal e histórico |
Conclusión
La comparación entre estas ontologías revela
que no hay una única forma de comprender el origen, sino múltiples caminos que
responden a sensibilidades distintas. Muchas de estas visiones contienen
intuiciones valiosas sobre la interdependencia, el equilibrio y la gratuidad
del ser. Sin embargo, la plenitud del sentido se revela en Cristo, en quien
todas las cosas fueron creadas, se sostienen y encuentran su destino. Recuperar el ayni, dialogar con el Dao,
meditar en el vacío o contemplar la unidad en Brahman no significa adoptar
doctrinas ajenas ni relativizar la verdad revelada, sino reconocer que
distintas culturas han intuido, desde su lenguaje propio, aspectos del misterio
del ser y del orden del universo. Estas intuiciones pueden ser acogidas como
expresiones parciales del anhelo humano por lo trascendente, y como señales que
apuntan hacia una verdad más plena, donde el origen no es ruptura ni regalo,
sino reencuentro con el Dios vivo que crea por amor, sostiene con fidelidad y
llama a cada ser humano a participar libremente en su plenitud. En esta verdad
revelada, el origen no es una explosión impersonal ni una necesidad cósmica,
sino el acto gratuito de un Creador personal que dona el ser como gracia,
establece vínculos como expresión de su comunión, y orienta el universo hacia
la reconciliación y la gloria. Así, las intuiciones del ayni,
del Dao, del vacío o de Brahman pueden
ser vistas como destellos de una búsqueda universal que encuentra su
cumplimiento en la revelación cristiana, donde el Logos se hace carne, y el
sentido del mundo se revela no en la evasión del yo, sino en la entrega del
amor.
Estas
cosmovisiones —el ayni andino, el Dao oriental,
el vacío meditativo o la unidad en Brahman— pueden ser comprendidas
como expresiones del logos derivado, es decir, intuiciones
parciales que brotan de la razón humana en su búsqueda de sentido y
trascendencia. Aunque no revelan la plenitud del misterio, sí lo señalan, como
huellas que apuntan hacia una fuente mayor. En contraste, el Logos
espiritual, manifestado en las tradiciones abrahámicas —judaísmo,
cristianismo e islamismo— no nace del esfuerzo humano por alcanzar lo divino,
sino de la iniciativa divina por revelarse al ser humano. Aquí, el Logos no es
solo principio racional del cosmos, sino Palabra viva que interpela, guía y
transforma. Así, el diálogo entre ambos niveles de logos no relativiza la
verdad revelada, sino que la enriquece al mostrar cómo el anhelo humano por lo
eterno ha sido respondido por el Dios que habla, actúa y se dona.
Las
cosmovisiones como el ayni andino, el Dao, el vacío meditativo o Brahman
expresan un logos derivado: intuiciones humanas que buscan sentido y
apuntan hacia lo trascendente. En cambio, el Logos espiritual de las tradiciones
abrahámicas no surge del hombre, sino de la iniciativa divina que se revela
como Palabra viva. Este diálogo entre razón humana y revelación divina no
relativiza la verdad, sino que la enriquece al mostrar cómo el deseo humano por
lo eterno es respondido por un Dios que se comunica y se entrega.
Los
logos
derivados —como el ayni, el Dao,
el vacío contemplativo o la unidad en Brahman— revelan una racionalidad
profunda que estructura el cosmos, una sabiduría que emerge desde la
experiencia humana con lo sagrado. Sin embargo, no alcanzan la fuente
del Logos
espiritual, que se manifiesta como Palabra divina, no como
intuición humana. Es decir, estos logos señalan el orden, pero no el origen. En
cambio, el Logos espiritual no es deducido, sino recibido, revelado y personal.
VI
Logos cíclico
inmanente
Estructura ontológica del pensamiento andino
La ontología andina no puede ser comprendida
desde las categorías heredadas de la metafísica occidental. No se funda en la
sustancia, ni en la trascendencia, ni en la racionalidad abstracta. Tampoco se
articula como espiritualidad, ni como cosmología religiosa. Lo que la
constituye es un logos cíclico inmanente, una lógica de aparición que
organiza el mundo sin recurrir a un principio exterior ni a una finalidad
última. Este logos no es simplemente ritmo ni impermanencia, sino
una estructura ontológica que diferencia entre dos niveles de ser: el ser
impermanente del mundo —lo que aparece, se transforma y desaparece— y el ser
permanente de los ciclos cósmicos —lo que no aparece como forma, pero sostiene
toda aparición.
Esta distinción
no implica jerarquía ni dualismo. No hay mundo visible y mundo invisible, ni
plano material y plano espiritual. Ambos niveles son inmanentes, pero no
equivalentes. El mundo cambia, pero el ciclo no cesa. El mundo se configura,
pero el ritmo que lo posibilita permanece. El mundo se manifiesta, pero lo que
permite esa manifestación no se manifiesta. Pensar esta ontología exige
abandonar tanto la lógica sustancialista como la tentación de reducirla a una
fenomenología del cambio. No se trata de interpretar el mundo como flujo, sino
de pensar la estructura que hace posible ese flujo sin ser ella misma una
forma.
Logos
espiritual trascendente vs. logos cósmico inmanente
Toda ontología implica un logos, es decir,
una articulación del sentido del ser. En las tradiciones metafísicas
occidentales y religiosas, este logos suele ser espiritual y trascendente.
Se concibe como principio ordenador, como fuente última, como racionalidad
divina que estructura el mundo desde fuera. Este logos espiritual trasciende el
mundo, lo funda, lo juzga, lo redime. Es el logos del ser absoluto, del Dios
creador, del Uno neoplatónico, del fundamento heideggeriano. Incluso cuando se
presenta como inmanente, conserva una lógica de elevación, de perfección, de
finalidad.
La ontología
andina, en cambio, no se articula desde un logos trascendente, sino desde
un logos cósmico inmanente. Este logos no funda el mundo desde fuera, ni
lo redime, ni lo juzga. Lo configura desde dentro, como ritmo, como
reversibilidad, como ciclo. No es racionalidad divina ni principio metafísico,
sino estructura de aparición que no se manifiesta como entidad, pero
que sostiene toda manifestación. No hay exterioridad ontológica, ni finalidad,
ni redención. Hay habitabilidad del ciclo, reconfiguración
constante, latencia estructural.
La diferencia
es radical: el logos espiritual trascendente presupone una exterioridad
ontológica; el logos cósmico inmanente presupone una diferencia interna a
la inmanencia. No hay principio, sino ritmo. No hay finalidad, sino
reconfiguración. No hay salvación, sino permanencia del ciclo. Esta diferencia
no es teológica ni cultural: es ontológica. Y exige una filosofía que no
traduzca, sino que piense desde la lógica misma del ciclo.
Inmanentismo andino y filosofías orientales: una diferencia estructural
El pensamiento
andino ha sido comparado con el inmanentismo de ciertas filosofías orientales,
como el vedanta o el budismo, debido a su rechazo de la trascendencia. Sin
embargo, esta comparación resulta equívoca si no se distingue entre
los modos de inmanencia que cada tradición articula.
En el vedanta,
la impermanencia del mundo apunta hacia una realidad última —el Brahman— que
permanece más allá de toda forma. En el budismo, la impermanencia es condición
para la liberación del samsara, y el mundo es concebido como ilusión
transitoria. En ambos casos, la inmanencia del mundo es negada en favor de
una realidad espiritual superior, aunque no siempre personal ni
sustancial. El mundo es lo que debe ser superado, trascendido, disuelto.
En cambio, la
ontología andina no postula una realidad última ni una liberación del ciclo. No
hay disolución del yo, ni retorno a una unidad primordial. El ciclo no se
supera: se habita. La impermanencia no conduce a la trascendencia, sino
que se sostiene en una estructura cíclica inmanente que no es
espiritual ni metafísica. No hay salvación, ni iluminación, ni fusión con lo
absoluto. Hay configuración, latencia, reversibilidad. El mundo
no es ilusión, sino manifestación transitoria sostenida por una lógica que
no cesa.
Por eso, aunque
ambas tradiciones rechazan la trascendencia, lo hacen desde lógicas distintas.
El inmanentismo oriental tiende hacia la negación del mundo en favor de una
realidad última; el inmanentismo andino no niega el mundo, sino que lo
piensa como configuración transitoria sostenida por una estructura que no
se manifiesta. La diferencia no es de grado, sino de estructura
ontológica.
Las
limitaciones del enfoque pachasófico de Estermann
El intento de Josef Estermann por formular
una “pachasofía” —una filosofía andina basada en la noción de pacha—
ha sido valioso en tanto reconoce la necesidad de pensar desde categorías
propias del mundo andino. Sin embargo, su propuesta presenta limitaciones que
deben ser señaladas si se quiere avanzar hacia una ontología más rigurosa.
En primer
lugar, el término “pachasofía” incurre en un hibridismo léxico que
mezcla la quechua pacha con el griego sophía, lo cual
introduce una tensión conceptual difícil de resolver. El riesgo es imponer una
racionalidad occidental sobre una lógica que no se articula en términos de
sabiduría abstracta, sino de relación, ritmo y territorialidad.
En segundo
lugar, la pachasofía tiende a confundir el mundo con su estructura, como
si la pacha fuera al mismo tiempo lo que aparece y lo que lo posibilita.
Pero como hemos visto, la ontología andina exige distinguir entre el ser
impermanente del mundo y el ser permanente de los ciclos cósmicos.
Esta distinción no está claramente formulada en Estermann, lo que lleva a una
lectura que oscila entre el culturalismo y el esencialismo.
Finalmente, el
enfoque pachasófico corre el riesgo de hiperfilosofizar la cultura,
interpretando las prácticas andinas como si fueran expresiones de una filosofía
sistemática, cuando en realidad se trata de una lógica vivida que no se
presenta como doctrina. La tarea filosófica no es traducir la cultura a
conceptos, sino pensar desde su estructura sin imponerle una forma
externa. No se trata de construir una filosofía andina, sino de pensar
filosóficamente desde la ontología que esa cultura articula sin decirlo.
Ontología
andina e inmanentismo estratificado en Nicolai Hartmann
Nicolai Hartmann propone una ontología
inmanentista que rechaza la trascendencia, pero lo hace desde una
lógica estratificada del ser. Para Hartmann, el ser se organiza en
niveles: el físico, el biológico, el psíquico y el espiritual. Cada nivel emerge
del anterior, pero introduce nuevas categorías irreductibles. Esta
estratificación permite pensar la complejidad del mundo sin recurrir a un
fundamento trascendente.
Sin embargo, la
ontología andina no comparte esta lógica de niveles. No hay estratificación, ni
emergencia, ni jerarquía. Lo que hay es diferencia entre el ser
impermanente del mundo y el ser permanente del ciclo, ambos
inmanentes pero no equivalentes. Hartmann piensa la inmanencia
como estructura categorial del ser; el pensamiento andino la piensa
como ritmo cósmico que configura y desconfigura el mundo sin cesar.
Además, en
Hartmann, el nivel espiritual introduce una dimensión axiológica: valores,
sentido, libertad. En la ontología andina, no hay nivel espiritual, ni valores
trascendentes, ni libertad como autodeterminación.
Hay relación, territorialidad, reversibilidad. El mundo no se
eleva: se reconfigura. No hay progreso ontológico, sino retorno
cíclico.
Por eso, aunque
ambos rechazan la trascendencia, lo hacen desde lógicas distintas. Hartmann
conserva la estructura categorial del pensamiento occidental; la ontología
andina desplaza esa estructura y propone una lógica de aparición que
no se funda ni se eleva, sino que se sostiene en la latencia del ciclo. No
hay niveles ontológicos, sino una diferencia interna entre lo que aparece
y lo que posibilita la aparición. No hay progresión, sino reversibilidad.
No hay jerarquía, sino ritmo.
Esta diferencia
no es simplemente conceptual, sino estructural. En Hartmann, el ser se organiza
en estratos que se superponen y se explican mutuamente. En la ontología andina,
el ser no se organiza: se reconfigura. No hay niveles, sino momentos
de aparición y desaparición. No hay fundamento, sino condición de
posibilidad sin forma. El pensamiento no busca comprender el ser como
totalidad, sino acompañar su ritmo sin clausurarlo.
Diferencia con la lógica de aparición en
Mariano Iberico
La lógica de aparición en Mariano Iberico se
funda en una dialéctica entre el ser y la conciencia, donde el aparecer es
siempre correlativo a una subjetividad que lo acoge. Iberico piensa el aparecer
como fenómeno, como manifestación que se da en el horizonte de la experiencia,
y por tanto, como algo que se constituye en relación con el sujeto. El ser
aparece, pero no se agota en esa aparición: hay una tensión entre lo que se
muestra y lo que permanece oculto, entre lo dado y lo que se sustrae. En cambio,
el logos cósmico inmanente —tal como lo articula la ontología andina— no se
relaciona con la conciencia, ni con la subjetividad, ni con la fenomenología.
Su lógica de aparición no es correlativa, sino estructural: el mundo
aparece porque el ciclo lo impone, no porque alguien lo perciba. No hay
ocultamiento, sino reversibilidad; no hay tensión entre ser y aparecer,
sino ritmo entre manifestación y desaparición. Iberico aún conserva la
huella del idealismo trascendental; el logos cósmico inmanente desmantela
toda correlación y piensa la aparición como efecto de una estructura
sin sujeto.
La dificultad
intrínseca de pensar la ontología andina en dos niveles
Pensar la ontología andina exige una
operación filosófica que no ha sido formulada explícitamente en los textos
precolombinos, pero que puede ser reconstruida desde la lógica interna de las
prácticas, los mitos, los ritmos agrícolas, los gestos rituales. Esa operación
consiste en distinguir entre el nivel del mundo manifestado —el
tiempo, el espacio, los dioses, los ciclos visibles— y el nivel de
la estructura que posibilita esa manifestación sin ser ella misma una
forma.
Ambos niveles
son inmanentes, pero no equivalentes. El mundo es inmanente porque no remite a
una trascendencia; la estructura es inmanente porque no está fuera del mundo,
pero tampoco es parte de él. No hay exterioridad, pero sí diferencia
ontológica. El mundo aparece y desaparece; el ciclo permanece. El mundo se
ordena y se destruye; la lógica que permite ese orden y esa destrucción no
cesa.
Esta distinción
no puede pensarse desde las categorías clásicas de la metafísica. No hay
sustancia, ni esencia, ni causa primera. Tampoco hay finalidad, ni progreso, ni
redención. Lo que hay es una ontología sin metafísica, donde el ser no se
afirma como presencia, sino como estructura de posibilidad. El mundo no es
lo que es, sino lo que puede aparecer y desaparecer dentro de un
ritmo que no se detiene.
Pensar esta
ontología exige también distinguir entre presencia y permanencia. Lo que
aparece no necesariamente permanece. El gesto ritual se repite, pero no se
fija. La forma se configura, pero no se conserva. El dios se manifiesta, pero
puede desaparecer. Incluso el tiempo y el espacio son reversibles. Lo único que
no cesa es el logos cíclico inmanente: la estructura que impone la
posibilidad de aparición y desaparición sin ser ella misma una forma.
Esta lógica no
se presenta como sistema, lo que complica su formulación filosófica. No hay
términos técnicos, ni distinciones explícitas, ni jerarquías ontológicas. Lo
que hay es ritmo, latencia, reversibilidad, configuración
transitoria. El pensamiento debe extraer esas estructuras sin convertirlas en
doctrinas. Debe acompañar el gesto sin clausurarlo, nombrar la lógica
sin imponerle una forma.
Por eso, la
ontología andina no puede ser pensada desde la metafísica, ni desde el
culturalismo, ni desde el espiritualismo. Requiere una filosofía
que distinga sin fundar, que articule sin sistematizar,
que piense sin trascender. Una filosofía que reconozca que el mundo
aparece y desaparece, pero que lo que permite esa aparición y
desaparición no es el mundo, sino una estructura cíclica
inmanente que no cesa.
El logos cósmico como impulso ciego y
convulsivo
El logos cósmico inmanente no conserva el
equilibrio: lo destruye. No porque sea caótico, sino porque su estructura exige
la discontinuidad como forma de permanencia. El ciclo no busca duración
eterna, ni finalidad, ni estabilidad. Su impulso no es teleológico,
sino convulsivo: aparece, se desborda, se destruye, y recomienza sin
propósito. No hay armonía, sino reiteración sin clausura. En ese sentido,
el ciclo es un impulso ciego, no porque carezca de lógica, sino porque su
lógica no responde a ningún fin. El ser permanente del ciclo no es serenidad,
sino furia estructural: un logos cósmico enfurecido, sin control, que
impone la destrucción como condición de posibilidad de la aparición. No hay
equilibrio que se conserve, porque el equilibrio es solo una fase
transitoria dentro de una estructura que exige su propia disolución. El
mundo no se sostiene: se reconfigura. Y esa reconfiguración no responde a
una voluntad, ni a una necesidad, sino a una estructura sin
rostro que impone su ritmo sin cesar.
Schopenhauer: la voluntad como principio
metafísico universal
Para Schopenhauer, la voluntad es
la cosa en sí: un principio metafísico que subyace a toda representación.
Es ciega, irracional, incesante, y se manifiesta en todos los niveles de la
realidad como impulso de afirmación, lucha y sufrimiento. El mundo es voluntad
objetivada, y el individuo está condenado a desear sin fin. Sin embargo, esta
voluntad tiene una estructura ontológica fija: es única, universal, y su
manifestación sigue una lógica de objetivación progresiva. Aunque no tiene
finalidad, sí tiene una dirección interna: se afirma, se reproduce, se
perpetúa. El sufrimiento es su consecuencia inevitable, y la redención solo es
posible por la negación de la voluntad (ascetismo, arte, compasión).
Eduard von Hartmann: voluntad inconsciente
con finalidad negativa
Von Hartmann retoma la voluntad ciega de
Schopenhauer, pero le añade un componente racional: el inconsciente. Para
él, la voluntad es también irracional y universal, pero está guiada por
una inteligencia inconsciente que orienta el proceso hacia una
finalidad negativa: la autonegación de la voluntad. El mundo es el
escenario de un drama metafísico donde la voluntad se da cuenta de su error al
afirmarse y busca su propia extinción. Hay, por tanto, una teleología
negativa: el sufrimiento universal tiene sentido porque conduce a la redención
final. Aunque la voluntad es ciega, el proceso tiene una lógica redentora.
Logos cósmico inmanente: ritmo sin finalidad
ni redención
El logos cósmico inmanente de la ontología
andina no es voluntad, ni principio metafísico, ni inteligencia inconsciente.
Es estructura rítmica sin sujeto, sin finalidad, sin redención. No busca
afirmarse ni negarse, sino reconfigurarse. Su impulso no es ciego por
falta de razón, sino porque no responde a ningún propósito. No hay
sufrimiento como castigo, ni redención como meta. El mundo aparece y desaparece
porque el ciclo lo impone, no porque una voluntad lo afirme. El equilibrio se
destruye no por error, sino porque la destrucción es parte del ritmo. El
recomenzar no es esperanza, sino convulsión estructural.
Comparación estructural
Concepto |
Schopenhauer |
Von Hartmann |
Logos cósmico inmanente |
Naturaleza del impulso |
Voluntad ciega |
Voluntad inconsciente |
Ritmo estructural sin
sujeto |
Finalidad |
No tiene, pero se afirma |
Negación de la voluntad |
No tiene, solo
reconfigura |
Redención |
Posible por negación |
Necesaria y final |
Inexistente |
Relación con el
sufrimiento |
Consecuencia inevitable |
Medio para redención |
No es central |
Tipo de lógica |
Metafísica de la voluntad |
Teleología negativa |
Ontología rítmica
inmanente |
Relación con el
equilibrio |
Deseado pero inalcanzable |
Buscado como fin último |
Destruido como parte del
ciclo |
En resumen, mientras Schopenhauer y Hartmann
piensan la voluntad como principio metafísico que se afirma o se niega, el
logos cósmico inmanente no afirma ni niega: descompone y recompone.
No hay drama metafísico, sino ritmo sin rostro. No hay sujeto que sufra,
ni inteligencia que redima. Solo hay estructura que impone aparición y
desaparición sin cesar.
Ontología del exceso
Una ontología que se manifiesta
como impulso orgiástico que impone aparición y desaparición sin cesar
es, en última instancia, una estructura sin fundamento, una lógica sin
finalidad, una forma de ser que no busca conservarse, sino reconfigurarse
perpetuamente. No se trata de una ontología del ser como presencia estable, ni
del devenir como tránsito hacia algo, sino de una ontología del exceso,
donde el mundo no se sostiene en equilibrio, sino que se desborda en cada
instante.
Este impulso
orgiástico no es caos, pero tampoco es orden. Es una convulsión rítmica,
una pulsión estructural que no responde a voluntad, ni a inteligencia, ni
a necesidad. Es el ser como fuerza sin rostro, como ritmo sin
propósito, como reiteración sin clausura. Lo que aparece no lo hace para
afirmarse, sino para ser destruido y recomenzado. Lo que desaparece no lo
hace por agotamiento, sino porque la desaparición es parte del ciclo. No
hay redención, ni progreso, ni finalidad. Solo hay reconfiguración infinita.
En ese sentido,
esta ontología no puede pensarse desde la metafísica clásica, ni desde la
fenomenología, ni desde la lógica dialéctica. Es una ontología que
exige pensar el ser como furia estructural, como orgía ontológica,
donde cada forma es transitoria, cada equilibrio es efímero, y cada aparición
es ya el anuncio de su desaparición. El mundo no se explica: se impone. No
se comprende: se atraviesa. No se conserva: se consume.
Es, en última
instancia, una ontología que no busca sentido, sino ritmo. Que no se
funda en el logos racional, sino en un logos convulsivo, enloquecido,
que no cesa de destruir lo que crea. Y en esa destrucción, en esa
repetición sin fin, se sostiene.
En el corazón
de la ontología andina —cuando se la piensa como impulso orgiástico que impone
aparición y desaparición sin cesar— no hay voluntad, ni sujeto, ni finalidad.
Lo que se manifiesta no es una forma que busca afirmarse, ni una estructura que
se conserva, sino un ritmo que destruye lo que aparece para volver a
configurarlo sin propósito. El mundo no se sostiene: se desborda. No se afirma:
se consume. Y en ese consumo, en esa desaparición, se prepara el terreno para
el nuevo brote, que tampoco durará. El ciclo no busca eternidad, ni equilibrio,
ni redención. Su lógica es convulsiva, sin rostro, sin control. Es un logos
cósmico que no se ordena, sino que se recomienza enloquecido, sin pausa, sin
meta.
Nietzsche, por
su parte, diagnostica el nihilismo como el colapso de los valores supremos,
pero no se detiene ahí. Su ontología es trágica, sí, pero también afirmativa.
El eterno retorno no es repetición mecánica, sino afirmación radical del
instante como totalidad. Aunque el mundo carezca de sentido trascendente, puede
ser amado en su sin sentido. La voluntad de poder no busca conservar, sino
crear, transformar, intensificar. El devenir es afirmado como potencia. En
Nietzsche, el impulso no es ciego: es trágicamente lúcido. El mundo no se
recomienza por necesidad estructural, sino por afirmación del instante.
Bataille, en
cambio, piensa el ser como exceso improductivo, como gasto sin utilidad, como
experiencia que desborda toda forma. Su ontología es erótica, sacrificial,
convulsiva. El ser no se afirma ni se conserva: se quema. La orgía no es ciclo,
sino ruptura. El exceso no recompone: destruye sin retorno. Deleuze retoma esta
lógica desde la diferencia, el acontecimiento, la intensidad. El ser no es
identidad, sino flujo, máquina deseante, rizoma. No hay estructura fija, sino
líneas de fuga. El exceso es potencia de diferenciación, no repetición.
Frente a ellos,
la ontología del impulso orgiástico cíclico no busca afirmar el instante, ni
quemar la forma, ni fugarse del sistema. Lo que impone es una lógica sin
sujeto, sin voluntad, sin deseo. El mundo aparece porque el ciclo lo exige, y
desaparece porque el mismo ciclo lo destruye. No hay afirmación, ni negación,
ni redención. Solo hay ritmo. El logos cósmico no es voluntad de poder, ni
exceso erótico, ni máquina deseante. Es estructura sin rostro que impone
aparición y desaparición sin cesar. Su furia no es subjetiva, ni trágica, ni
deseante. Es ontológica. Y en esa furia, en esa convulsión sin propósito, el
ser se sostiene.
Compatibilidad entre el Impulso Orgíaco
Cíclico y la Armonía en la Ontología Andina
Esa tensión es fascinante, y lejos de ser una
contradicción, revela la profundidad estructural de la ontología andina. La
compatibilidad entre el impulso orgiástico cíclico —que impone
aparición y desaparición sin cesar— y la obsesión por el equilibrio y la
armonía no se resuelve en una síntesis dialéctica, sino en
una coexistencia rítmica que redefine lo que entendemos por
equilibrio.
En la lógica
andina, el equilibrio no es un estado fijo ni una meta estable. No se trata de
conservar una forma, sino de acompañar el ritmo de su transformación. La
armonía no se alcanza por inmovilidad, sino por sincronía con el ciclo. Lo
que parece exceso —la destrucción, el desborde, la desaparición— no es negación
del equilibrio, sino su condición de posibilidad. El mundo no se armoniza
porque se detenga, sino porque se reconfigura constantemente. El
equilibrio es transitorio, reversible, ritualizado.
Por eso, los
gestos rituales andinos no buscan detener el ciclo, sino acompasarse con
él. La ofrenda, el pago a la tierra, el calendario agrícola, no son intentos de
controlar el mundo, sino de participar en su ritmo. El exceso no se
reprime: se canaliza. La armonía no se impone: se negocia con lo
que aparece y desaparece. El equilibrio no es un ideal abstracto, sino
una práctica situada, que reconoce que toda forma está destinada a
disolverse, y que toda disolución prepara una nueva forma.
Así, la
ontología andina no ve contradicción entre exceso y armonía, porque no
piensa el equilibrio como permanencia, sino como reversibilidad
estructural. El mundo se desborda, sí, pero ese desborde es parte del ciclo que
sostiene la vida. La armonía no es la negación del caos, sino su ritmo
interno. Y en ese ritmo, el ser no se afirma ni se niega: se transforma
sin cesar.
Ambigüedad, incertidumbre y probabilidad
La ontología andina del logos cíclico
inmanente no se funda en la ambigüedad, la incertidumbre ni la probabilidad,
aunque a primera vista pueda parecer que comparte con ellas una apertura hacia
lo indeterminado. Pero esa semejanza es superficial. En realidad, esta
ontología no se sostiene en la falta de claridad, ni en la duda epistemológica,
ni en el cálculo de escenarios posibles. Su lógica no es la del
desconocimiento, sino la de la reversibilidad estructural. Lo que aparece
no lo hace por azar, sino porque el ciclo lo impone. Lo que desaparece no lo
hace por contingencia, sino porque la desaparición es parte constitutiva del
ritmo que sostiene el mundo.
La ambigüedad,
en su sentido moderno, implica que algo puede tener múltiples significados
simultáneos, que la forma se desdobla en interpretaciones. Pero en la ontología
andina, no hay ambigüedad en ese sentido: cada fase del ciclo tiene su lugar,
aunque no se conserve. Lo que aparece no es ambiguo, sino transitorio. Lo que
desaparece no es confuso, sino necesario. La ambigüedad es semántica; el logos
cíclico es ontológico. No se trata de interpretar, sino de acompañar el ritmo
de lo que se transforma.
La
incertidumbre, por su parte, se basa en la imposibilidad de prever lo que
ocurrirá. Es una categoría del conocimiento, no del ser. En cambio, el logos
cíclico no es incierto: es estructuralmente previsible. No se sabe qué forma
específica emergerá, pero sí que toda forma está destinada a disolverse. La
lógica no es la del cálculo, sino la del retorno. La incertidumbre moderna se
basa en la falta de información; la ontología andina se basa en la certeza de
la reconfiguración.
La
probabilidad, finalmente, distribuye grados de ocurrencia entre múltiples
escenarios posibles. Es una herramienta para pensar el azar, para gestionar lo
imprevisible. Pero el logos cíclico no distribuye posibilidades: impone ritmos.
No hay cálculo de escenarios, sino estructura que exige alternancia. La
probabilidad es estadística; el ciclo es ritual. Lo que ocurre no es probable:
es necesario dentro de una lógica que no busca conservar, sino recomenzar.
Así, la
ontología andina no se apoya en la ambigüedad, ni en la incertidumbre, ni en la
probabilidad. Lo que parece indeterminado desde la lógica moderna, es
perfectamente estructurado desde la lógica del ciclo. No hay azar, sino ritmo.
No hay confusión, sino reversibilidad. No hay cálculo, sino transformación.
Pensar esta ontología exige abandonar las categorías del conocimiento moderno y
dejarse atravesar por una lógica que no cesa, que no se fija, que no se
clausura. Una lógica donde el ser no se afirma ni se niega, sino que se
transforma sin fin.
Cierre
especulativo
La ontología
andina del logos cíclico inmanente no se deja reducir a sistema, ni a doctrina,
ni a teoría. No se funda, no se eleva, no se clausura. Se vive como ritmo, se
encarna como gesto, se repite como estructura sin forma. Pensarla no es
representarla, ni traducirla, ni universalizarla. Pensarla es dejarse atravesar
por su lógica, por su impulso sin propósito, por su furia sin rostro.
El ser no se afirma ni se niega: se transforma sin cesar. Lo que aparece
está destinado a desaparecer, y lo que desaparece prepara el terreno para lo
que vendrá. No hay equilibrio que se conserve, sino reversibilidad que se
impone. No hay armonía como estado, sino como negociación ritual con el exceso.
El mundo no se sostiene en una forma, sino en su destrucción constante. Y esa
destrucción no es caos, sino condición de posibilidad. No hay necesidad de
afirmar un origen, ni de postular una finalidad, ni de buscar una redención. Lo
que hay es ciclo, ritmo, convulsión estructural. El pensamiento
no se eleva sobre el mundo: se hunde en su latencia, se deja arrastrar por
su recomenzar sin fin. Pensar esta ontología no es comprenderla, sino acompasarse
con ella. No es dominarla, sino habitar su reversibilidad. Porque en
última instancia, el logos cíclico inmanente no cesa. Y eso basta. No para
fundar una verdad, sino para sostener el pensamiento en su propia
disolución. No para afirmar el ser, sino para dejar que el ser se
reconfigure. No para clausurar el mundo, sino para recomenzarlo sin
descanso. La ontología del logos cíclico inmanente es en realidad una ontología
que no da cuenta del origen, sino tan sólo de las configuraciones y
reconfiguraciones del cosmos en un ciclo interminable y sin propósito.
Conclusión
El encuentro
entre el logos cristiano y el pensamiento andino no fue un diálogo simétrico ni
una integración espontánea de visiones del mundo. Fue una transformación
profunda, marcada por la supresión del logos andino en su forma originaria. La
cosmovisión andina —centrada en la sacralidad territorial, el tiempo cíclico,
la relacionalidad cósmica y la presencia activa de las huacas, los mallkis, las
estrellas y los cerros— fue desplazada por un logos cristiano que introdujo
categorías como la trascendencia, la creación ex nihilo, la libertad
individual, la linealidad histórica y la revelación de un Dios único y
personal. Se iluminó la primacía del logos espiritual por encima del logos
cósmico.
El logos andino fue transformado en su núcleo, obligado a reconfigurarse
bajo categorías que daban cuenta de mejor modo del origen del ser según la
racionalidad cristiana. Esta reconfiguración no fue parcial ni negociada:
implicó el abandono de prácticas, símbolos y estructuras ontológicas
fundamentales. Las huacas dejaron de ser entidades vivas; las momias, ancestros
activos; los astros, fuerzas divinas. En su lugar, se impuso la figura de
Cristo como centro absoluto de sentido, y las entidades andinas sobrevivientes
—como la Pachamama o los Apus— quedaron relegadas a funciones secundarias,
reinterpretadas como protectores o símbolos dentro de un marco cristiano.
Reconocer esta supresión no implica negar que la resistencia y las
formas de reemergencia persisten de manera minoritaria y marginal, pero sí
exige asumir con rigor que el pensamiento andino, tal como existía antes del
cristianismo, ya no es ni será el mismo. Lo que queda son vestigios,
adaptaciones, fragmentos que testimonian no solo una historia de contacto, sino
también una historia de reconceptualización.
Por tanto, el presente escrito no tiene el propósito regresivo ni
anacrónico de actualizar, ni retornar al tiempo de las huacas, sino de
comprender, dentro de su propio contexto epocal, el logos andino sin
contrabandos conceptuales ni aggiornamentos secundarios.
VII
Objeciones a la
ontología andina
La ontología andina no se funda en la
sustancia, la trascendencia ni la racionalidad abstracta. Lo que la articula es
un logos cíclico inmanente: una estructura rítmica que impone aparición
y desaparición sin cesar. Este logos no es caos ni orden, sino convulsión
estructural: un impulso sin rostro, sin finalidad, sin redención. El mundo no
se afirma ni se conserva, sino que se reconfigura perpetuamente. No hay sujeto,
ni voluntad, ni equilibrio duradero. Lo que aparece está destinado a
desaparecer, y lo que desaparece prepara el terreno para lo que vendrá.
Este logos no se puede
pensar desde la metafísica clásica, la fenomenología, ni la lógica dialéctica.
No hay esencia, ni causa primera, ni progreso. Hay reversibilidad, latencia,
ritualidad. La armonía no es estado, sino sincronía con el ciclo. La ética no
es moral, sino gesto ritual. El conocimiento no calcula: acompasa. El
pensamiento no representa: se deja atravesar.
Pensar
las objeciones al logos cíclico inmanente no es un gesto de rechazo ni de
justificación, sino un ejercicio de responsabilidad filosófica y teológica.
Toda ontología, por más coherente que sea en su lógica interna, debe ser
interrogada desde otras tradiciones que han pensado el ser, el tiempo, la
trascendencia y la experiencia humana desde coordenadas distintas. En este
caso, las objeciones provenientes del cristianismo, la metafísica del don, la
filosofía estructural, la epistemología científica y la ética personalista no
buscan invalidar el pensamiento andino, sino poner en evidencia sus límites
cuando se lo confronta con nociones como la dignidad del sujeto, la gratuidad
del ser, la finalidad histórica, o la apertura al otro. Como cristiano, asumir
estas objeciones no implica despreciar la ontología andina, sino reconocer que
su potencia estructural no puede sustituir la esperanza, la redención ni el
amor como fundamento último del ser. Pensarlas es, por tanto, un acto de
fidelidad al diálogo, no de imposición; una forma de honrar la diferencia sin
renunciar a la verdad que se profesa.
Objeciones desde las
disciplinas filosóficas
1. Objeción desde la
metafísica clásica: ausencia de fundamento
El logos cíclico inmanente no postula ni
sustancia, ni causa primera, ni finalidad. Desde la perspectiva aristotélica o
tomista, esto equivale a una ontología sin fundamento, lo que podría
considerarse una contradicción interna: ¿cómo puede sostenerse una estructura
sin principio ni causa?
2. Objeción desde la
fenomenología: desaparición del sujeto
La lógica del ciclo no se articula desde la
conciencia ni desde la subjetividad. Para la fenomenología, el aparecer está
siempre vinculado a una vivencia. ¿Cómo puede pensarse la aparición sin
correlato subjetivo? ¿No se elimina así la posibilidad de experiencia?
3. Objeción desde la ética:
ausencia de responsabilidad
Si el mundo aparece y desaparece por
exigencia estructural, sin voluntad ni finalidad, ¿cómo se piensa la
responsabilidad ética? ¿Puede haber cuidado, justicia o compasión en una
ontología sin sujeto ni redención?
4. Objeción desde la
epistemología moderna: rechazo del cálculo
La ontología andina rechaza la ambigüedad, la
incertidumbre y la probabilidad como categorías del conocimiento. ¿No se vuelve
así incompatible con las ciencias modernas, que se fundan precisamente en el
cálculo de lo indeterminado?
5. Objeción desde la
estética: estetización del exceso
La descripción del ciclo como “furia
estructural” o “orgía ontológica” puede interpretarse como una estetización del
desborde. ¿No se corre el riesgo de convertir la destrucción en espectáculo,
perdiendo su dimensión ontológica?
Respuestas desde el Logos
Cíclico Inmanente
1. Respuesta: el fundamento
no es causa, sino ritmo
La ontología andina no necesita causa primera
porque su lógica no es lineal. El ciclo no se funda: se impone. Su permanencia
no depende de un principio, sino de su reversibilidad. El ritmo es condición de
posibilidad, no sustancia.
2. Respuesta: el sujeto no
desaparece, se descentra
La experiencia no se niega, se reconfigura.
El sujeto no es centro del aparecer, sino parte del ciclo. La vivencia se
articula desde la territorialidad, el gesto ritual, la sincronía con el ritmo
cósmico. No hay introspección, hay inscripción.
3. Respuesta: la ética es
ritual, no moral
La responsabilidad no se piensa como deber,
sino como acompasamiento. El cuidado no se funda en el yo, sino en la relación
con el ciclo. La justicia no es universal, sino situada. La compasión no
redime: acompaña la transformación.
4. Respuesta: el
conocimiento no calcula, acompasa
La ontología andina no rechaza el saber, sino
su forma moderna. No hay cálculo de probabilidades, pero sí conocimiento del
ritmo. El calendario agrícola, los ciclos lunares, los gestos rituales son
formas de saber que no se fundan en la incertidumbre, sino en la certeza de la
reconfiguración.
5. Respuesta: el exceso no
se estetiza, se reconoce
La furia estructural no es espectáculo, es
condición ontológica. El desborde no se celebra, se acompasa. La orgía no es
metáfora, es estructura. Pensar el exceso no es sublimarlo, sino habitarlo sin
clausura.
Objeciones desde Escuelas
Filosóficas
1. Metafísica clásica
(Aristóteles, Tomás de Aquino)
- Objeción: El logos cíclico carece de causa primera, sustancia
y teleología. Para la metafísica clásica, el ser exige un
fundamento estable que explique su existencia y finalidad. El ciclo, al no
fundarse ni dirigirse hacia un fin, se vuelve ontológicamente incompleto.
2. Fenomenología (Husserl,
Heidegger, Merleau-Ponty)
- Objeción: La aparición sin correlato subjetivo rompe con la
estructura intencional de la conciencia. Si no hay sujeto que experimente
el mundo, no hay fenómeno. El logos cíclico elimina la vivencia, la
temporalidad interna y la apertura del ser al Dasein.
3. Idealismo alemán (Kant,
Hegel, Fichte)
- Objeción: El ciclo no permite pensar el devenir como síntesis
dialéctica ni como progreso racional. No hay Aufhebung, ni libertad
trascendental, ni historia como despliegue del Espíritu. El logos cíclico
es repetición sin elevación.
4. Estructuralismo
(Lévi-Strauss, Foucault)
- Objeción: La ontología andina rechaza la formalización de
relaciones simbólicas. Al no articularse como sistema de signos, se vuelve
difícil de analizar desde una lógica estructural. El ritmo no es
estructura lingüística, sino gesto irreductible.
5. Posmodernidad (Derrida,
Lyotard, Baudrillard)
- Objeción: El logos cíclico impone una lógica cerrada, sin juego
semántico, sin ironía, sin deconstrucción. No hay proliferación de
significados, ni desplazamiento del sentido, ni crítica del metarrelato.
El ciclo es estructura sin apertura.
6. Pragmatismo y
neopragmatismo (James, Dewey, Rorty)
- Objeción: El logos cíclico no ofrece criterios de acción ni
herramientas para resolver problemas prácticos. No orienta la vida
pública, ni fomenta el diálogo democrático, ni se traduce en utilidad
social. Es ontología sin praxis.
7. Existencialismo (Sartre,
Camus, Simone de Beauvoir)
- Objeción: El ciclo niega la libertad como autodeterminación. No hay
elección, angustia, ni proyecto. El ser no se construye, se impone. Esto
contradice la idea de que el ser humano es responsable de su existencia.
8. Filosofía analítica
(Russell, Quine, Kripke)
- Objeción: El logos cíclico no puede ser formalizado ni verificado
lógicamente. No se articula como proposición, ni como sistema de
inferencias. Su lenguaje es poético, no lógico, lo que lo excluye del
análisis riguroso.
9. Filosofía del lenguaje
(Wittgenstein, Austin)
- Objeción: La ontología andina no se expresa en juegos de lenguaje
compartidos. Sus gestos rituales y ritmos no pueden ser traducidos a
proposiciones verificables. Esto dificulta su comunicación y comprensión
intercultural.
10. Filosofía del don
(Marion, Levinas)
- Objeción: El ciclo no permite pensar el ser como don gratuito ni
como apertura al otro. No hay rostro, ni acogida, ni alteridad radical. El
logos cíclico impone, pero no ofrece. No hay ética del recibir, solo
estructura del recomenzar.
Respuestas del Logos
Cíclico Inmanente
1. Metafísica clásica
(Aristóteles, Tomás de Aquino)
- Objeción: ¿Dónde está el acto puro, la causa primera, el ser como
sustancia?
- Respuesta: El ser no se afirma como sustancia ni como acto, sino
como ritmo. No hay causa primera porque no hay origen absoluto: hay
recomienzo. El mundo no se sostiene en un fundamento, sino en su capacidad
de transformarse cíclicamente.
2. Fenomenología (Husserl,
Heidegger)
- Objeción: ¿Dónde está la conciencia constituyente, el Dasein, la
apertura al ser?
- Respuesta: La conciencia no constituye el mundo, lo acompasa. El
ser no se revela como presencia, sino como latencia. El mundo no se abre
al sujeto, sino que lo inscribe en su ritmo. El Dasein no es apertura,
sino tránsito.
3. Idealismo alemán (Kant,
Hegel)
- Objeción: ¿Dónde está la síntesis, el progreso del Espíritu, la
razón como motor de la historia?
- Respuesta: No hay síntesis ni progreso, porque el ciclo no se
supera: se repite. La razón no dirige la historia, sino que se disuelve en
el ritmo. El Espíritu no se despliega, se reconfigura. La historia no
avanza: gira.
4. Estructuralismo
(Lévi-Strauss, Foucault)
- Objeción: ¿Dónde está la estructura, el sistema de signos, el orden
simbólico?
- Respuesta: La estructura existe, pero no como sistema de signos,
sino como ritmo territorial. El orden no es simbólico, sino ritual. El
sentido no se articula en lenguaje, sino en gestos que inscriben el ciclo.
5. Posmodernidad (Derrida,
Lyotard, Baudrillard)
- Objeción: ¿Dónde está la deconstrucción, el juego de significantes,
la crítica al metarrelato?
- Respuesta: No hay metarrelato que clausurar, porque no hay relato
lineal. El sentido no se juega: se impone por el ritmo. La deconstrucción
no opera, porque no hay estructura que se pretenda universal. El exceso no
es simulacro: es condición ontológica.
6. Pragmatismo (Peirce,
James, Rorty)
- Objeción: ¿Dónde está la utilidad, la experiencia como criterio, la
solución de problemas?
- Respuesta: La utilidad no se mide por resultados, sino por armonía
con el ciclo. La experiencia no resuelve: acompasa. El pensamiento no
transforma el mundo, lo sincroniza. La verdad no es lo útil, sino lo que
respeta el ritmo.
7. Existencialismo (Sartre,
Camus, Kierkegaard)
- Objeción: ¿Dónde está la libertad, la angustia, la elección radical
del ser?
- Respuesta: La libertad no es autodeterminación, sino participación
en el ciclo. La angustia no funda sentido, lo disuelve. El ser no se
elige: se transita. La existencia no es proyecto, sino tránsito ritual.
8. Filosofía analítica
(Russell, Wittgenstein, Quine)
- Objeción: ¿Dónde está la claridad lógica, la proposición
verificable, el análisis conceptual?
- Respuesta: El logos cíclico no se articula como proposición, sino
como ritmo vivido. No se verifica: se repite. La lógica no es formal, sino
territorial. El sentido no se analiza: se encarna.
9. Filosofía del lenguaje
(Austin, Searle, Ricoeur)
- Objeción: ¿Dónde está el acto de habla, el juego lingüístico, la
interpretación?
- Respuesta: El lenguaje no funda el mundo, lo acompasa. El acto no
es de habla, sino de gesto. El juego no es lingüístico, sino ritual. La
interpretación no busca sentido oculto, sino sincronía con el ciclo.
10. Filosofía del don
(Mauss, Marion, Levinas)
- Objeción: ¿Dónde está la gratuidad, el rostro del otro, la
alteridad radical?
- Respuesta: El don no se afirma como gratuidad, sino como
reversibilidad. El otro no se presenta como rostro, sino como parte del
ritmo. La alteridad no es ruptura, sino reconfiguración. El ser no se da:
se transforma.
Nota: Comprender sin asumir
Estas respuestas no buscan convencer ni
sustituir otras ontologías. Desde una perspectiva cristiana, por ejemplo, se
reconoce que el logos cíclico no afirma la trascendencia, la redención ni el
amor como fundamento. Pero comprender esta lógica permite honrar la diferencia
sin renunciar a la verdad que se profesa.
Objeciones Científicas y
Respuestas
1. Evolucionismo (Darwin,
síntesis moderna)
- Objeción: La vida evoluciona por selección natural, con dirección
adaptativa y acumulación de cambios.
- Respuesta: La vida no progresa linealmente, sino que se transforma
cíclicamente. No hay acumulación, sino reversibilidad. La adaptación no es
mejora, sino sincronía con el entorno. El tiempo no es flecha, sino
espiral.
2. Física clásica (Newton,
Laplace)
- Objeción: El universo funciona como máquina determinista, regido
por leyes universales y tiempo absoluto.
- Respuesta: El mundo no es máquina, sino tejido vivo. Las leyes no
son universales, sino locales y rítmicas. El tiempo no es absoluto, sino
territorial. La causalidad no es lineal, sino circular.
3. Física relativista
(Einstein)
- Objeción: El espacio-tiempo es continuo, curvo, y relativo al
observador. La gravitación es geometría.
- Respuesta: El espacio no se curva: se reconfigura. El tiempo no se
dilata: se repite. El observador no determina: participa. La gravitación
no es geometría, sino vínculo territorial. La relatividad es reconocida,
pero no como fundamento, sino como expresión del ritmo.
4. Física cuántica (Bohr,
Heisenberg, Dirac)
- Objeción: La realidad es probabilística, indeterminada, y el
observador afecta el sistema.
- Respuesta: La indeterminación no es problema, sino condición. El
observador no colapsa la función de onda: acompasa el ciclo. La
probabilidad no es cálculo, sino latencia. El mundo no se mide: se vive.
5. Física topológica
(teoría de campos, materia exótica)
- Objeción: Las propiedades emergen de la forma, no de la sustancia.
El espacio tiene estructura sin geometría clásica.
- Respuesta: El logos cíclico reconoce que la forma no es contorno,
sino ritmo. La materia no se define por estado, sino por tránsito. La
topología no se calcula: se encarna en el territorio. El espacio no se
representa: se recorre.
6. Cosmología pulsante
(modelo cíclico del universo)
- Objeción: El universo se expande y colapsa en ciclos, pero cada
ciclo es distinto: hay entropía acumulada.
- Respuesta: El ciclo no acumula: reconfigura. La entropía no es
pérdida, sino transformación. El universo no se repite con variación, sino
que se renueva sin residuo. El colapso no es fin, sino latencia.
7. Cosmología del Big Bang
- Objeción: El universo tiene origen en una singularidad, con
expansión continua y flecha temporal.
- Respuesta: No hay origen absoluto, sino recomienzo. La expansión no
es progreso, sino respiración cósmica. La singularidad no funda el ser, lo
condensa. El tiempo no avanza: gira.
Epistemología del Ritmo
El logos cíclico no niega los descubrimientos
científicos, pero los reinterpreta desde una lógica distinta:
- No busca leyes universales, sino armonías locales.
- No afirma el tiempo como línea, sino como espiral.
- No concibe el ser como sustancia, sino como tránsito.
- No separa sujeto y mundo, sino que los entreteje en el ritmo.
Objeciones desde el Sentido
Común
1. ¿Cómo vivir sin
propósito?
- Objeción: Si todo aparece y desaparece sin finalidad, ¿para qué
esforzarse, amar, construir, educar? El sentido común necesita creer que
las acciones tienen consecuencias duraderas, que la vida tiene dirección.
- Respuesta desde el logos cíclico: El propósito no se afirma como
meta, sino como sincronía con el ritmo. Vivir no es avanzar, sino
acompañar. El sentido no está en el resultado, sino en el gesto que se
repite.
2. ¿Dónde está el valor de
la persona?
- Objeción: Si no hay sujeto, ni voluntad, ni afirmación del yo, ¿qué
valor tiene la vida humana? El sentido común afirma la dignidad de cada
persona como única e irrepetible.
- Respuesta desde el logos cíclico: La persona no se afirma como
centro, sino como parte del ciclo. Su valor no está en su permanencia,
sino en su capacidad de reconfigurarse con el mundo. La identidad no es
fija, sino rítmica.
3. ¿Cómo enfrentar el
sufrimiento?
- Objeción: Si el dolor no tiene redención ni explicación, ¿cómo se
consuela el duelo, la pérdida, la injusticia? El sentido común busca
consuelo, justicia, reparación.
- Respuesta desde el logos cíclico: El sufrimiento no se supera, se
acompasa. El duelo no se resuelve, se ritualiza. La pérdida no se niega,
se inscribe en el ritmo. No hay redención, pero hay reconfiguración.
4. ¿Cómo educar sin
estabilidad?
- Objeción: Si todo cambia sin cesar, ¿cómo se transmite
conocimiento, valores, cultura? El sentido común necesita continuidad para
educar, formar, preservar.
- Respuesta desde el logos cíclico: La educación no transmite
verdades fijas, sino gestos que se repiten. No conserva, acompasa. No
fija, transforma. La cultura no se acumula, se renueva.
5. ¿Cómo confiar en el
mundo?
- Objeción: Si el mundo no se sostiene, ¿cómo se puede confiar en él,
planear, amar, comprometerse? El sentido común necesita cierta
previsibilidad para vivir.
- Respuesta desde el logos cíclico: La confianza no se basa en
estabilidad, sino en reconocimiento del ritmo. No se confía en lo que
permanece, sino en lo que retorna. El compromiso no es con la forma, sino
con el ciclo.
Reflexión
Estas objeciones revelan que el logos cíclico
inmanente desafía profundamente las intuiciones básicas que sostienen la vida
cotidiana. Desde una perspectiva cristiana muchas de estas objeciones están
justificadas: la vida tiene sentido, la persona tiene dignidad, el sufrimiento
puede redimirse, y el mundo es confiable porque está sostenido por un Dios que
ama.
Objeciones condensadas
1. Objeción Filosófica:
- Niega la noción de sujeto autónomo, voluntad libre y progreso
racional.
- Disuelve la identidad en el flujo, impidiendo la afirmación del yo
como centro de experiencia.
- El tiempo sin dirección niega la posibilidad de historia, ética y
responsabilidad.
Respuesta desde el logos
cíclico:
- El sujeto no desaparece, se descentra: no es dueño del tiempo, sino
parte del ritmo.
- La identidad no se afirma en la permanencia, sino en la capacidad
de reconfigurarse.
- La ética no se basa en decisiones lineales, sino en gestos que se
repiten y armonizan con el entorno.
2. Objeción Teológica
(desde una visión cristiana):
- Niega la creación como acto libre de Dios y la historia como camino
hacia la redención.
- El tiempo cíclico excluye la escatología, la promesa, la esperanza.
- La inmanencia radical impide la trascendencia, la revelación y la
gracia.
Respuesta desde el logos
cíclico:
- No niega lo divino, pero lo concibe como fuerza que habita el
mundo, no como ser separado.
- La sacralidad está en el ritmo, no en el fin; en la armonía, no en
la salvación.
- La espiritualidad no busca redención, sino integración con el ciclo
vital.
3. Objeción Científica:
- El pensamiento cíclico no permite acumulación de conocimiento ni
evolución tecnológica.
- Niega la causalidad lineal, base de la ciencia moderna.
- La cosmovisión rítmica puede parecer incompatible con la
objetividad empírica.
Respuesta desde el logos
cíclico:
- La ciencia no se rechaza, pero se relativiza: no busca dominar,
sino comprender el ritmo.
- La causalidad existe, pero no como ley universal, sino como patrón
contextual.
- El conocimiento no se acumula, se reconfigura en función del
equilibrio con la naturaleza.
4. Objeción desde el
Sentido Común:
- ¿Cómo vivir sin propósito, sin estabilidad, sin sujeto?
- El sufrimiento, la pérdida, la injusticia parecen sin consuelo ni
redención.
- La educación, el compromiso, la cultura requieren continuidad.}
Respuesta desde el logos cíclico:
- El sentido no está en el fin, sino en el gesto que retorna.
- El sufrimiento no se supera, se acompasa; la pérdida se ritualiza.
- La cultura no se transmite como verdad fija, sino como ritmo
compartido.
Conclusión
Estas objeciones revelan que el logos
cíclico inmanente desafía profundamente las categorías centrales del
pensamiento occidental. Sin embargo, su coherencia interna ofrece una
alternativa ontológica que no busca reemplazar, sino revelar otra forma de
habitar el mundo. Para el pensamiento cristiano, estas tensiones no se
resuelven adoptando el ciclo, sino dialogando con él desde la afirmación de la
trascendencia, la historia y la persona.
Objeciones desde la
Filosofía Oriental
1. Desde el Vedanta
(hinduismo clásico)
El Vedanta sostiene que el mundo fenoménico
es maya (ilusión), y que la única realidad verdadera es el Brahman,
eterno, inmutable y trascendente.
- Objeción principal: El logos cíclico andino afirma la inmanencia
absoluta del mundo, sin un principio trascendente ni una finalidad última.
Esto contradice la noción vedántica de liberación (moksha) como
retorno al Brahman.
- Tensión ontológica: Para el Vedanta, el ciclo perpetuo es
precisamente lo que debe superarse. Reencarnar eternamente es permanecer
atrapado en la ilusión.
- Respuesta andina: El pensamiento andino no busca liberarse del
mundo, sino habitarlo rítmicamente. No hay ilusión que deba trascenderse,
sino armonía que debe cultivarse.
2. Desde el budismo
El budismo también reconoce el ciclo (samsara),
pero lo interpreta como fuente de sufrimiento. El objetivo es alcanzar el
despertar (bodhi) y liberarse del ciclo mediante la comprensión de la
impermanencia, el no-yo (anatta) y la compasión.
- Objeción principal: El logos cíclico andino celebra el retorno,
mientras que el budismo busca romperlo. La repetición perpetua puede
perpetuar el sufrimiento si no hay conciencia liberadora.
- Tensión ética: ¿Cómo se cultiva la compasión si no hay sujeto
estable ni finalidad ética? ¿Cómo se supera el sufrimiento si se lo
ritualiza como parte del ciclo?
- Respuesta andina: El sufrimiento no se niega ni se supera, se
acompasa. La compasión no se dirige a liberar al otro del mundo, sino a
sostenerlo en su tránsito. La conciencia no rompe el ciclo, lo profundiza.
3. Desde el taoísmo
El taoísmo propone una visión del mundo como
flujo espontáneo (Tao), que no puede ser nombrado ni estructurado. La
armonía consiste en no interferir, en wu wei (no acción), en dejar que
el Tao se exprese sin imposición.
- Objeción principal: El logos cíclico andino impone una estructura
rítmica al devenir, lo que puede interpretarse como una forma de control o
codificación del flujo.
- Tensión cosmológica: ¿Puede el ritmo ser espontáneo si está
ritualizado? ¿No se corre el riesgo de fijar lo que debe permanecer
abierto?
- Respuesta andina: El ritmo no es imposición, sino escucha. Los
rituales no codifican el mundo, lo celebran. El ciclo no encierra el Tao,
lo acompaña.
Nota. - Estas objeciones no invalidan el
logos cíclico inmanente, pero sí revelan sus límites cuando se lo confronta con
otras ontologías no occidentales. El diálogo con la filosofía oriental permite
afinar la comprensión del pensamiento andino, reconociendo que no toda
circularidad implica lo mismo, y que no toda inmanencia es celebración.
Objeciones desde otras
interpretaciones andinas
1. La ontología andina es
fundamentalmente dual, y la dualidad prima sobre lo cíclico
- Objeción: El logos cíclico inmanente tiende a reducir la ontología
andina a una estructura temporal de retorno, dejando en segundo plano la
lógica de la dualidad y la complementariedad, que son
centrales en muchas cosmovisiones andinas.
- Fundamento: En el mundo andino, todo ser está constituido por pares
complementarios: hanan–hurin, runa–pacha, sol–luna, macho–hembra,
vida–muerte. Esta lógica no es meramente rítmica, sino estructural.
- Tensión: Si el ciclo es lo que organiza el ser, ¿dónde queda la
tensión entre opuestos que da forma al equilibrio? ¿No es la dualidad la
que permite el movimiento, más que el ciclo mismo?
- Respuesta posible: El logos cíclico puede ser reinterpretado como
expresión de la dualidad en movimiento, pero no puede sustituirla como
principio ontológico primario.
2. La ontología andina es
logos cíclico trascendente, no inmanente
- Objeción: Algunos pensadores andinos sostienen que el ciclo no es
puramente inmanente, sino que está vinculado a una dimensión sagrada,
trascendente, que ordena el ritmo del mundo.
- Fundamento: El Pachakuti, por ejemplo, no es solo un giro
temporal, sino una irrupción del orden cósmico que transforma el mundo. El
tiempo no es mecánico, sino cargado de sentido espiritual.
- Tensión: Si el ciclo es inmanente y no tiene finalidad ni origen
trascendente, ¿cómo se explica la ritualidad, la sacralidad del tiempo, la
presencia de lo divino en el devenir?
- Respuesta posible: El logos cíclico puede incluir lo trascendente
como fuerza que anima el ritmo, pero no puede reducir el ciclo a pura
inmanencia sin perder la dimensión espiritual que muchas comunidades
reconocen.
3. La ontología andina es
solamente dualidad y complementariedad inmanente, sin necesidad de ciclo
- Objeción: Otra interpretación sostiene que el pensamiento andino no
necesita del ciclo como estructura temporal, sino que se basa
exclusivamente en la relación entre opuestos en equilibrio
dinámico.
- Fundamento: El principio de yanantin (complementariedad) y masintin
(afinidad) organizan el mundo sin necesidad de retorno cíclico. El tiempo
puede ser múltiple, fragmentado, ritual, pero no necesariamente circular.
- Tensión: ¿No es el énfasis en el ciclo una proyección externa
(quizás occidental o new age) sobre una ontología que funciona más por
relaciones que por ritmos?
- Respuesta posible: El logos cíclico puede ser una forma de leer la
complementariedad en movimiento, pero no debe imponerse como estructura
universal sobre todas las expresiones andinas.
Nota. - Estas objeciones internas revelan que
no hay una única ontología andina, sino múltiples formas de pensar el ser, el
tiempo y la relación con el mundo. El logos cíclico inmanente es una propuesta
poderosa, pero debe dialogar con otras lecturas que privilegian la dualidad, la
trascendencia o la relacionalidad como ejes centrales.
Objeción culturológica: el
desplazamiento de la cosmovisión ancestral
Una objeción de fondo al intento de
revitalizar el logos cíclico inmanente como fundamento ontológico del
pensamiento andino proviene del plano culturológico. Esta crítica no se basa en
argumentos filosóficos internos ni en comparaciones con otras tradiciones, sino
en la observación del cambio acelerado en las condiciones socioculturales de
las poblaciones que históricamente han sostenido dicha cosmovisión.
La población rural andina
—portadora tradicional de la lógica cíclica, de la ritualidad agrícola, de la
complementariedad cósmica— se encuentra en proceso de reducción demográfica,
desplazamiento económico y transformación cultural. En su lugar, emerge una
población urbana cada vez más numerosa, influida no solo por el cristianismo,
sino por visiones modernas, seculares, mercantilistas, cientificistas e incluso
nihilistas, que desarticulan las bases simbólicas del pensamiento ancestral. En
este contexto, el afán por resucitar la cosmovisión andina —especialmente en su
versión pachamamista— corre el riesgo de convertirse en un gesto anacrónico y
regresivo, sostenido por pequeños círculos intelectuales que idealizan el
pasado sin responder a las tensiones reales del presente. La ritualidad se
estetiza, la complementariedad se convierte en discurso, y el ciclo se
transforma en símbolo vacío, desvinculado de las prácticas vivas que le daban
sentido. Esta objeción culturológica no niega el valor filosófico del logos
cíclico, pero sí cuestiona su viabilidad como proyecto social. En un mundo
donde el tiempo se vive como urgencia, el sujeto como individuo autónomo, y la
naturaleza como recurso, ¿puede realmente sostenerse una ontología del ritmo,
del gesto, de la reconfiguración perpetua?
Uno de los riesgos más
serios en torno a la reivindicación contemporánea del pensamiento andino es el
surgimiento de círculos regresivos que, bajo el rótulo de pachamamismo,
promueven una actualización anacrónica de la cosmovisión ancestral. En lugar de
realizar un análisis crítico, riguroso y filosóficamente exigente de la
ontología andina, estos grupos tienden a repetir fórmulas manidas, estereotipos
y clichés, despojados de contexto, profundidad y tensión interna. Este tipo de
discurso, más performativo que reflexivo, convierte la cosmovisión andina en un
recurso simbólico decorativo, desvinculado de las condiciones históricas,
sociales y espirituales que le dieron origen. Se absolutiza la Pachamama,
se ritualiza el ciclo sin comprender su lógica, y se idealiza una armonía que
nunca fue estática ni ingenua. El resultado es una folklorización del
pensamiento, que lo reduce a gestos vacíos y lo aleja de su potencia
filosófica. Además, este pachamamismo acrítico ignora el hecho de que la
realidad sociocultural andina está en transformación acelerada: la población
rural disminuye, la urbanización crece, y las nuevas generaciones se forman en
marcos modernos, seculares, científicos e incluso nihilistas. En este contexto,
la insistencia en una ontología cíclica sin diálogo con el presente corre el
riesgo de convertirse en una nostalgia ideológica, sostenida por pequeños
círculos intelectuales que confunden resistencia con regresión.
Desde una perspectiva
cristiana, esta crítica se vuelve aún más pertinente. La fe no se construye
sobre mitos congelados, sino sobre la verdad que ilumina la historia. El
cristianismo no busca restaurar el pasado, sino redimir el presente. Por eso,
cualquier intento de recuperar el pensamiento ancestral debe pasar por el
discernimiento, no por la repetición. Y ese discernimiento exige reconocer que
no toda reivindicación cultural es filosóficamente válida, ni toda
espiritualidad es compatible con la verdad revelada.
Conclusión
Las respuestas que emergen desde el interior
del logos cíclico inmanente deben ser comprendidas como expresiones coherentes
dentro de su propia lógica, no como afirmaciones universales ni como verdades
que puedan sustituir otras ontologías.
Desde una perspectiva
cristiana, muchas de las objeciones aquí expuestas están no solo justificadas,
sino profundamente necesarias: la ausencia de trascendencia, de sujeto, de
redención y de gratuidad revela los límites de una visión que, aunque rica en simbolismo
y coherencia interna, no puede responder plenamente a las preguntas últimas
sobre el sentido del ser, del mundo y de la historia.
El pensamiento cristiano
afirma que el ser es don, no mera aparición; que el mundo tiene sentido, no
solo ritmo; y que la historia está orientada hacia la comunión con Dios, no
hacia la repetición sin finalidad. Por ello, el diálogo con el logos cíclico no
implica adhesión, sino comprensión. Reconocer su estructura, su belleza y su
profundidad es un acto de respeto filosófico y cultural; pero afirmar la verdad
revelada en Cristo es un compromiso ontológico que no puede diluirse en la
circularidad del devenir.
Pensar desde la fe no es
excluir otras voces, sino discernirlas con claridad. Y en ese discernimiento,
el cristiano no teme al ciclo, pero tampoco se somete a él. Porque si el tiempo
retorna, la gracia irrumpe. Y si el mundo se reconfigura, el amor permanece.
La
ontología andina del logos cíclico inmanente se sostiene en una lógica que no
busca explicar el origen del ser ni del cosmos desde una causa primera, una
voluntad divina, ni una ley universal. En contraste con el teísmo, no postula
un Dios trascendente que crea y sostiene el mundo; frente a la ciencia, no
propone una génesis causal ni una evolución lineal; y frente a la filosofía
clásica, no se articula desde la sustancia, la esencia o el fundamento. Su
estructura se basa en el ritmo, la reversibilidad y la reconfiguración
constante, donde el ser aparece y desaparece sin garantía exterior. Por eso, no
se convalida con las conclusiones de estas tradiciones: no las refuta, pero
tampoco las comparte. Se mueve en otro plano, donde el mundo no se explica, sino
que se organiza desde dentro, por una ley cósmica inmanente que impone el ciclo
sin necesidad de trascendencia.
VIII
Pachacuti, Wiracocha y
Pachacamac
El ritmo que deshace el orden
La ontología andina no se funda en la
estabilidad, sino en la transformación. En ella, el ser no se afirma como
presencia continua, sino como ritmo que aparece, se consume y se rehace. En
este marco, Wiracocha representa el principio ordenador: no como creador
absoluto, sino como arquitecto cósmico que establece el equilibrio del mundo.
Su gesto no inaugura el ser desde la nada, sino que organiza lo que ya pulsa en
la latencia. Sin embargo, ese orden nunca es definitivo. Cada cierto tiempo, el
Pachacuti —el gran giro, la inversión radical— irrumpe para deshacer lo
establecido, mostrar su soberanía sobre todo lo creado, y reconfigurar el mundo
desde sus ruinas.
El Pachacuti no es
una catástrofe externa ni un accidente histórico. Es una ley interna del
cosmos, una fuerza inmanente que impone el ritmo de destrucción y renovación.
Su aparición no contradice a Wiracocha, pero sí lo relativiza. Porque si
Wiracocha ordena, el Pachacuti desordena; si Wiracocha
estructura, el Pachacuti convulsiona. Incluso las deidades menores —y la
propia deidad suprema— pueden ser destruidas en este giro, no por castigo, sino
por necesidad ontológica. El mundo no se conserva: se rehace. Y en ese
rehacerse, todo lo que parecía eterno se revela transitorio.
Esta lógica cíclica implica
que el orden nunca es absoluto. No hay dogma, no hay permanencia, no hay
garantía. El cosmos andino se sostiene en la tensión entre estructura y
ruptura, entre equilibrio y convulsión. Wiracocha no es un dios
intocable, sino una figura que puede ser desactivada por el ritmo que él mismo
organiza. El Pachacuti no es una excepción: es la regla que se
manifiesta en momentos de crisis, de mutación, de reconfiguración profunda. Es
el recordatorio de que todo lo que aparece está destinado a desaparecer, y que
toda desaparición prepara una nueva aparición.
Desde esta perspectiva, el Pachacuti
no solo transforma el mundo: transforma también el sentido del ser. Porque si
el orden es siempre provisional, entonces el ser no puede pensarse como
sustancia ni como esencia, sino como tránsito. El ser humano, las divinidades,
los territorios, los ciclos agrícolas, todo está sometido a esta ley cósmica
que impone el giro. No hay fundación definitiva, solo reconfiguración
constante. El mundo no tiene origen absoluto, sino comienzo reiterado. Y ese
comienzo no es don, sino necesidad estructural.
Aquí se revela la
diferencia con la ontología cristiana, que afirma la creación como acto libre
de un Dios trascendente. En el cristianismo, el ser se inaugura desde la
gratuidad, no desde la necesidad. El mundo no se rehace por convulsión, sino
que se redime por gracia. El tiempo no se pliega, se abre. El sujeto no
desaparece, se dona. En cambio, en la lógica andina, el Pachacuti impone
la transformación sin apelación, sin exterior, sin promesa. El ritmo no
necesita origen: se basta a sí mismo. Pero en esa autosuficiencia, también se
revela su límite.
Porque el Pachacuti
puede renovar el mundo, pero no puede fundarlo. Puede destruir y rehacer, pero
no puede explicar por qué hay algo en lugar de nada. Su fuerza es estructural,
no originaria. Su soberanía es cíclica, no absoluta. Y en ese límite, se abre
la posibilidad de pensar el diálogo entre ontologías: entre el ritmo que
organiza y el don que inaugura; entre el mundo que se rehace y el mundo que se
recibe. Pensar Wiracocha y Pachacuti es pensar el ser como
tensión, como tránsito, como estructura que se consume para volver a aparecer.
Pero también es reconocer que esa estructura, por más coherente que sea, no
responde a la pregunta última: ¿por qué hay mundo? ¿por qué hay ser?
En la cosmovisión andina, Pachacuti
no es un evento histórico ni una figura mitológica aislada: es el latido
estructural del cosmos, una convulsión que no busca ni el orden ni el caos,
pero que los produce inevitablemente. Su irrupción no responde a un propósito,
sino a una necesidad inmanente: el mundo no puede sostenerse sin girar sobre sí
mismo, sin deshacerse para rehacerse. No hay voluntad divina detrás del giro,
ni castigo, ni redención. Hay ritmo.
Este ritmo no es lineal ni
progresivo. Es cíclico, pero no en el sentido de repetición mecánica, sino como
reconfiguración constante. El logos andino no es un principio racional
que organiza el mundo desde fuera, sino una estructura interna que se pliega y
despliega. El Pachacuti es ese pliegue: un momento en que el mundo se
vuelve sobre sí, se desestabiliza, se destruye, y desde esa destrucción, se
rehace. No hay finalidad, solo necesidad.
Incluso Wiracocha,
el gran ordenador, queda subordinado a esta lógica. Porque si Wiracocha
representa el gesto de organización, el Pachacuti revela que esa
organización es transitoria, vulnerable, y que su permanencia es imposible. El
necesitarismo cósmico exige que todo lo que se afirma, se niegue; que todo lo
que se construye, se derrumbe. No por castigo, sino porque el ser mismo no
puede sostenerse sin transformación.
Este necesitarismo no es
nihilismo. No niega el sentido, pero tampoco lo impone. Es una forma de pensar
el mundo como autogeneración sin origen, como autodestrucción sin culpa, como
auto-reinvención sin promesa. El Pachacuti no viene a salvar ni a
condenar: viene porque tiene que venir. Es el pulso que sostiene lo real.
La
noción del Pachacuti cósmico no surge como una abstracción
metafísica desligada de la experiencia, sino como una expresión profunda de una
cosmovisión naturalista y agrocéntrica, en
la que el mundo se entiende desde los ciclos de la tierra, el clima, la siembra
y la cosecha. En este marco, el tiempo no es lineal ni acumulativo, sino cíclico, convulsivo y regenerativo, como lo es la vida
agrícola. La
cultura andina no coloca al ser humano como centro del universo, sino como
parte de un entramado vivo donde la pacha (espacio-tiempo) se manifiesta en
ritmos naturales. El Pachacuti es entonces una forma de leer los grandes
giros del mundo —sequías, heladas, terremotos, rebeliones, colapsos— como
momentos necesarios de reconfiguración, tal como la tierra necesita ser
removida, quemada o inundada para volver a dar fruto. El agricultor no teme al caos: lo reconoce
como parte del ciclo. La tierra no es pasiva: tiene agencia, exige respeto, y se cobra
desequilibrios. El orden no es eterno: es útil mientras dura, pero debe ceder ante el
giro. De modo que estamos ante un naturalismo estructural. El Pachacuti no es una voluntad divina
que decide intervenir, sino una estructura natural del cosmos. Así como el sol
se oculta y vuelve, como las lluvias llegan y se van, como los cultivos mueren
y renacen, el mundo también se pliega sobre sí mismo. Esta visión naturalista
no busca explicar el mundo desde causas externas o trascendentes, sino desde la
necesidad interna del ciclo.
No hay finalidad: el Pachacuti
no busca mejorar ni castigar. No hay moral: no distingue entre bien y mal, solo
entre equilibrio y ruptura. No hay origen ni fin: solo transformación
constante. El Pachacuti es como latido de la Pacha. En este sentido, el Pachacuti
es el latido profundo de la Pacha, una pulsación que no puede evitarse ni
detenerse. Es el momento en que todo lo que parecía estable se revela
transitorio, y en que incluso las deidades —como Wiracocha— pueden ser
desactivadas, reabsorbidas o reconfiguradas. Porque en la lógica agrocéntrica,
nada es eterno, todo es fértil en su destrucción.
En la ontología andina, el
ser humano no ocupa el centro del universo, ni se concibe como sujeto autónomo
que domina, interpreta o transforma el mundo desde su voluntad. Por el
contrario, es parte de un entramado vivo, donde la pacha —unidad de
espacio-tiempo— se manifiesta en ritmos naturales que exceden cualquier
intención individual. Esta visión excluye la noción de humanismo tal
como lo ha formulado la modernidad occidental, pues no hay un yo soberano, ni
una conciencia que se afirme como origen de sentido. El ser humano no se piensa
como medida de todas las cosas, sino como expresión transitoria de una lógica
cósmica que lo atraviesa.
En este marco, la libertad
personal no se articula como capacidad de elegir entre opciones, ni como
ejercicio de autodeterminación. Lo que se vive como decisión es, en realidad,
cumplimiento de una necesidad estructural. Incluso el rey o el emperador,
figuras de poder máximo en el mundo andino, no ejercen su voluntad como mandato
propio, sino que encarnan la necesidad de la razón cósmica. Su autoridad no
proviene de una legitimidad subjetiva, sino de su capacidad de representar el
equilibrio, de sostener el ritmo, de actualizar el orden que la pacha
exige en ese momento del ciclo.
El poder, entonces, no es
dominio, sino función. No se impone desde el individuo, sino que se asigna
desde el cosmos. El gobernante no decide: cumple. No crea: ordena.
Y ese orden está siempre sometido al Pachacuti, la fuerza que puede
deshacerlo todo, incluso a él. En esta lógica, no hay lugar para la soberanía
personal, ni para la afirmación del yo como centro. El ser humano no es dueño
de sí, sino tránsito de una estructura mayor que lo configura y lo consume.
Por eso, pensar desde la
ontología andina implica descentrarse radicalmente. Implica abandonar la idea
de libertad como elección, y asumirla como correspondencia con el ritmo
cósmico. Implica reconocer que el sentido no se construye desde la
subjetividad, sino que se recibe desde la tierra, desde el tiempo, desde el
ciclo. Y en ese recibir, el individuo no se afirma: se disuelve. No se
emancipa: se integra. No se proyecta: se pliega.
Esta visión no niega la
dignidad humana, pero la redefine. No la piensa como autonomía, sino como participación.
No como excepción, sino como continuidad. El ser humano vale no por lo que
decide, sino por lo que encarna. Y esa encarnación no es libre, sino necesaria.
Porque en la lógica del logos cíclico inmanente, todo lo que aparece lo
hace por exigencia del ritmo, no por voluntad del sujeto.
Así, la cultura andina
ofrece una ontología sin humanismo, sin libertad personal, sin sujeto soberano.
Pero no por carencia, sino por estructura. Porque en su mundo, el ser no se
afirma desde el yo, sino desde el cosmos. Y en ese cosmos, cada vida es un gesto,
cada cuerpo es un umbral, cada decisión es una forma de obedecer al ritmo que
todo lo organiza. En realidad, lo que percibimos son tres modos de ser en el
mundo.
- El hombre antiguo (por ejemplo, el griego clásico) es ontológico
porque se pregunta por el ser: ¿qué es lo que existe?, ¿cuál es la esencia
de las cosas? Su mirada busca desentrañar el fundamento del mundo, el arché,
desde una lógica del ser.
- El hombre moderno (desde el Renacimiento hasta la Ilustración) es
gnoseológico: se centra en el conocimiento, en el sujeto que conoce. La
pregunta ya no es qué es el ser, sino cómo lo conocemos. El mundo se
convierte en objeto, y el yo en centro de interpretación. Aquí nace el
sujeto cartesiano, el individuo autónomo que piensa, duda y domina.
- El hombre precolombino, en cambio, es cosmológico. No se separa del
mundo para conocerlo, ni lo reduce a esencia. Vive dentro del
cosmos, como parte de su tejido. Su existencia está tejida en los ritmos
de la naturaleza, en los ciclos de la pacha, en la reciprocidad con
la tierra, el agua, el sol, los astros. No hay separación entre sujeto y
objeto, entre ser y entorno: hay correspondencia.
El hombre cosmológico:
vivir en el ritmo
El ser humano andino no se concibe como
centro, sino como nodo en una red de relaciones vivas. Su saber no es
acumulativo ni abstracto, sino ritual, simbólico, cíclico. No busca dominar la
naturaleza, sino dialogar con ella. Su libertad no es elección, sino armonía.
Su identidad no es individual, sino comunal y situada. Por eso,
el hombre precolombino no pregunta “¿qué soy?” ni “¿cómo conozco?”, sino “¿cómo
me corresponde vivir en este momento del ciclo cósmico?”. Su ética es
ecológica, su política es ceremonial, su saber es agrícola, astronómico,
festivo. Todo está vinculado al ritmo del cosmos. Y este vivir en el ritmo se
aprecia en su arquitectura y arte.
La arquitectura andina no
nace del deseo de dominar la tierra, sino de la necesidad de dialogar con ella.
Cada construcción se integra al paisaje como si brotara de él, como si la
piedra, el suelo y la montaña hubieran decidido juntos su forma. Machu Picchu,
por ejemplo, no se impone sobre la montaña: la acompaña, la escucha, la honra.
Las líneas del terreno no son obstáculos, sino guías; los ceques, esas líneas
energéticas que conectan lo sagrado, orientan el espacio como si fueran venas
del mundo. Todo se alinea con los astros, con los solsticios, con los
equinoccios. No se trata solo de técnica, sino de ritual. Construir es
sincronizarse con el universo. La piedra, en este contexto, no es materia
inerte. Tiene vida, tiene energía, tiene memoria. Tallarla no es un acto de
fuerza, sino de respeto. Por eso, las construcciones muestran una precisión que
asombra, como si la piedra hubiera cedido voluntariamente su forma al gesto
humano. No hay violencia en el corte, sino armonía en el encuentro.
El arte andino respira el
mismo ritmo. No representa el mundo: lo activa. Cada tejido, cada cerámica,
cada escultura está cargada de símbolos que no decoran, sino que estructuran.
Las dualidades cósmicas —arriba y abajo, masculino y femenino, luz y oscuridad—
se entretejen en patrones que narran el orden del universo. Los colores no se
eligen por gusto, sino por su potencia ritual. El rojo, el negro, el blanco, el
amarillo: cada uno invoca una fuerza, una presencia, una relación con la
tierra, el sol, el agua o el maíz. Pintar es convocar, es abrir un canal entre
lo visible y lo invisible. Y no hay separación entre arte y vida. Un textil
abriga, sí, pero también marca el tiempo, señala el espacio, consagra el
cuerpo. Es calendario, es mapa, es altar. El arte no está al margen de la
existencia: la sostiene, la orienta, la consagra.
Los rituales, por su parte,
son el latido profundo de esta cosmovisión. El principio del ayni, la
reciprocidad, atraviesa toda relación con la Pachamama. Se le ofrece lo que se
recibe: hojas de coca, chicha, cantos, silencios. No por superstición, sino por
ética cósmica. Las fiestas no se celebran por capricho, sino por necesidad del
ciclo. El Inti Raymi no es solo una fiesta solar: es un acto de renovación, un
gesto de fidelidad al astro que da vida. Y en cada ritual, lo invisible se hace
presente. Los apus, los mallquis, las wak’as no habitan
otro mundo: están aquí, en cada piedra, cada río, cada gesto. El mundo no se
divide entre lo real y lo espiritual: todo es real, todo es espiritual, todo
está vivo.
Así, el hombre precolombino
no construye, no pinta, no celebra para sí mismo. Lo hace para acompasarse con
el cosmos. Su cultura no es expresión de un yo, sino manifestación de un ritmo.
Y en ese ritmo, cada acto es sagrado, porque cada acto es parte del todo.
Vivir, entonces, no es afirmarse, sino corresponder. No es elegir, sino
escuchar. No es dominar, sino participar. Porque en el mundo andino, el sentido
no se impone: se recibe. Y en ese recibir, el ser humano no se separa del
universo: lo encarna.
En la lógica cosmológica
andina, el tiempo no es lineal ni acumulativo, sino cíclico y regenerativo. Por
eso, no resulta extraño que el hombre andino haya desarrollado una profunda
obsesión por los calendarios, los observatorios astronómicos y las alineaciones
celestes. No se trata de una curiosidad científica en el sentido moderno, sino
de una necesidad vital: conocer el ritmo del cosmos para vivir en sintonía con
él. El calendario no es solo una herramienta de medición, sino una forma de leer
el universo. Cada fecha, cada posición solar, cada fase lunar, marca un momento
de apertura o cierre, de fertilidad o recogimiento, de ofrenda o silencio. Los
observatorios, como los de Chankillo o Machu Picchu, no son meros instrumentos
de observación: son templos del tiempo, espacios donde el cielo se vuelve
lenguaje y el hombre escucha lo que debe hacer.
Pero esta obsesión por el
orden cósmico no excluye la conciencia de su fragilidad. El principio de Pachacuti
—literalmente “el giro del mundo” o “el vuelco del tiempo”— introduce una
dimensión radical: la destrucción como parte del ciclo. En la cosmovisión
andina, todo lo que se establece está destinado a invertirse. El orden no es
eterno, sino transitorio. El equilibrio no es fijo, sino dinámico. Y el
Pachacuti no es una catástrofe, sino una necesidad cósmica: el momento en que
el mundo se deshace para volver a nacer. Así, el hombre andino no teme la
destrucción: la comprende como parte del ritmo. No busca perpetuar el presente,
sino prepararse para su transformación. Su arquitectura, su arte, sus rituales,
están impregnados de esta conciencia. Todo lo que se construye lleva en sí la
semilla de su disolución. Todo lo que se celebra anticipa su fin. Porque en el
universo vivo de la pacha, nada permanece, todo gira, todo vuelve.
El Pachacuti, entonces, no
es solo un principio cosmológico: es una ética del tiempo. Enseña que no hay
poder que no pueda caer, ni forma que no pueda cambiar, ni ciclo que no pueda
cerrarse. Y en esa conciencia, el hombre andino no se aferra: se prepara. No se
resiste: se adapta. No se desespera: espera. Porque sabe que el cosmos no
destruye por capricho, sino para renovar. Y que, en cada giro, hay una
oportunidad de volver a empezar.
Esquema cósmico necesitarista
El principio del Pachacuti no es
simplemente una idea de cambio o cataclismo: es la expresión más profunda de un
esquema cósmico necesitarista, donde todo lo que ocurre responde a una lógica
inmanente del universo. En la cosmovisión andina, el tiempo no avanza por azar
ni por voluntad humana, sino por necesidad del ritmo cósmico. El Pachacuti
—ese gran giro, ese vuelco del orden establecido— no irrumpe como accidente,
sino como cumplimiento de una exigencia estructural.
Este esquema necesitarista
implica que el mundo no se transforma por decisión de los hombres, ni por
fuerzas externas impredecibles, sino porque el ciclo lo demanda. El orden se
establece, se sostiene, y luego se revierte. No hay permanencia, porque la permanencia
sería una negación del ritmo. No hay libertad absoluta, porque la libertad está
subordinada al compás del cosmos. Incluso el gobernante más poderoso, el Inca,
no puede evitar el Pachacuti: está llamado a encarnarlo, a atravesarlo, a
desaparecer si el ciclo lo exige.
Así, el Pachacuti no
es solo destrucción: es renovación. Pero una renovación que no se elige, sino
que se obedece. En este sentido, el esquema cósmico andino no es
voluntarista ni humanista, sino profundamente necesitarista. Todo lo que existe
está ahí porque debe estar. Todo lo que cambia, cambia porque debe cambiar. Y
el ser humano, lejos de ser el autor del mundo, es su intérprete, su ejecutor,
su testigo.
Este pensamiento desafía
radicalmente la lógica moderna del progreso, del control, de la libertad
individual. En lugar de proyectar el futuro, el hombre andino se prepara para
el giro. En lugar de resistir el cambio, lo honra. Porque sabe que el cosmos no
pregunta: dispone. Y que su papel no es imponer sentido, sino acompasarse
con él.
Pero hay otro detalle
significativo, y es que Pachacuti señala la existencia de dos clases de tiempo:
el tiempo corto del mundo ordenado y en cambio cíclico permanente, y el del
tiempo largo de la necesidad cósmica cíclica y destructiva. Ese detalle es
profundamente revelador, porque nos permite comprender que la noción de Pachacuti
no solo implica un giro del orden, sino que introduce una concepción dual del
tiempo en la cosmovisión andina. No hay un solo tiempo, homogéneo y lineal,
como en la lógica occidental moderna. Hay dos dimensiones temporales que se
entrelazan, se tensionan y se complementan: el tiempo corto y el tiempo largo.
El tiempo corto es el
tiempo del mundo ordenado, el tiempo cotidiano, agrícola, ritual. Es el tiempo
de los ciclos previsibles: las estaciones, las cosechas, los solsticios, las
fiestas. En él, el cambio es permanente, pero regulado. Todo se transforma, pero
dentro de un marco de equilibrio. Es el tiempo del ayni, de la
reciprocidad, de la correspondencia con la pacha. Aquí, el ser humano
participa del ritmo cósmico como parte de un tejido vivo, donde cada gesto
tiene sentido porque responde a una necesidad del ciclo.
Pero el tiempo largo es
otra cosa. Es el tiempo profundo, el tiempo de la necesidad cósmica
destructiva. No se manifiesta en el día a día, sino en momentos de ruptura, de
giro, de inversión total. Es el tiempo del Pachacuti en su sentido más
radical: cuando el orden establecido se deshace, cuando el mundo se da vuelta,
cuando lo que parecía eterno se revela transitorio. Este tiempo largo no es
frecuente, pero es inevitable. No se puede prever con exactitud, pero se sabe
que llegará. Y cuando llega, no hay poder humano que lo detenga.
Esta dualidad temporal
revela una ontología cíclica y necesitarista. El tiempo corto permite la vida,
la organización, la cultura. Pero el tiempo largo recuerda que todo eso está
sometido a una lógica mayor, que exige renovación, destrucción, transformación.
El mundo no se sostiene por voluntad humana, sino por exigencia cósmica. Y esa
exigencia tiene su propio calendario, su propio pulso, su propia necesidad.
Por eso, el hombre andino
no solo observa los astros para sembrar o celebrar. También los observa para prepararse.
Porque sabe que el orden no es definitivo, que el equilibrio no es eterno, que
el tiempo largo puede irrumpir en cualquier momento. Y cuando lo hace, hay que
saber leerlo, aceptarlo, atravesarlo. Esta conciencia del doble tiempo —el
corto y el largo, el ordenado y el destructivo— es una de las claves más
profundas de la cosmovisión andina. No hay miedo al cambio, porque el cambio es
parte del ritmo. Pero hay respeto por el giro, porque el giro es necesidad del
cosmos. Y en ese respeto, el ser humano no se afirma como dueño del tiempo,
sino como su intérprete más atento.
Nos preguntamos si las
deidades sucumben en pleno Pachacuti, y en realidad no tienen opción, todo se
trastoca, pero igualmente todo vuelve a recomenzar, en ese sentido Pachacuti
está sobre Wiracocha en lo que concierne al trastocamiento, pero no en cuanto
al ordenamiento. Esa observación es profundamente reveladora, porque nos lleva
al corazón de la lógica cíclica y radicalmente necesitarista del pensamiento
andino. En efecto, durante el Pachacuti, no solo el mundo humano se
trastoca: también las deidades, los principios, los símbolos que sostienen el
orden cósmico, se ven arrastrados por el giro. No hay excepción. No hay
refugio. Todo entra en crisis. Todo se revierte de cuajo. Incluso las
divinidades, que en otras cosmovisiones suelen estar por encima del tiempo,
aquí se ven implicadas en su dinámica. No porque sean débiles, sino porque
están dentro del cosmos, no fuera de él. El Pachacuti no
distingue entre lo humano y lo divino: es una fuerza estructural que atraviesa
todo lo existente. Y en ese sentido, ni siquiera Wiracocha, el gran
principio ordenador, puede evitar el trastocamiento. Su función es ordenar, sí,
pero el orden que establece está siempre expuesto al giro que lo deshace.
Por eso decimos que el Pachacuti
está “por encima” de Wiracocha en lo que concierne al trastocamiento. No porque
lo supere como entidad, sino porque representa una dimensión temporal más
profunda, más radical. El tiempo largo del Pachacuti puede deshacer
incluso los fundamentos del orden. Puede invertir los valores, los roles, los
mitos. Puede hacer que lo sagrado se vuelva profano, y que lo profano se vuelva
sagrado. Es el momento en que todo lo establecido se vuelve inestable.
Pero esa destrucción no es
definitiva. Porque el Pachacuti no es solo fin: es también comienzo.
Tras el giro, el mundo vuelve a recomenzar. El orden se reconstituye, los
vínculos se restauran, las deidades recuperan su lugar. Y ahí, Wiracocha
vuelve a ejercer su función: la de reordenar el universo, de establecer
nuevamente los principios, de dar forma al nuevo ciclo. En ese sentido, el Pachacuti
no lo anula, sino que lo convoca. Lo obliga a recomenzar, a rehacer, a
reequilibrar.
Esta tensión entre
trastocamiento y ordenamiento, entre destrucción y restauración, entre tiempo
largo y tiempo corto, es una de las claves más profundas de la cosmovisión
andina. No hay estabilidad sin giro, ni giro sin recomposición. Y en ese juego,
el ser humano, las deidades, la tierra y el cielo participan juntos, como
partes de un mismo tejido que se deshace y se rehace sin cesar.
Lo que se revela en esta
estructura ontológica no es una dualidad entre Pachacuti y Wiracocha,
como si fueran dos principios en tensión o conflicto, sino una relación de
subsunción. Pachacuti no se opone a Wiracocha, lo incluye, lo
atraviesa, lo condiciona. Wiracocha ordena, sí, pero ese orden está
siempre expuesto al giro, al vuelco, a la inversión que Pachacuti impone
como necesidad cósmica. En otras palabras, Wiracocha opera dentro del
marco que Pachacuti establece: su función es válida mientras el ciclo lo
permite.
Esta subsunción implica que
el orden no es absoluto, sino relativo al ritmo. Wiracocha no es un dios
trascendente que garantiza la estabilidad eterna del cosmos, sino una figura
funcional que organiza lo que el tiempo corto permite sostener. Pero el tiempo
largo —el del Pachacuti— puede deshacerlo todo, incluso a él. No hay
excepción, no hay inmunidad. El principio ordenador está subordinado al
principio transformador.
Y, sin embargo, esta
subordinación no implica anulación. Porque tras el giro, Wiracocha
vuelve a ordenar. El mundo se recompone, el equilibrio se restablece, el ciclo
se reinicia. Es decir, Pachacuti no destruye para abolir, sino para
renovar. Su soberanía no es la del caos, sino la de la reconfiguración. Y en
esa reconfiguración, Wiracocha retoma su lugar, no como origen absoluto,
sino como gestor del nuevo orden.
Así, la relación entre
ambos no es dialéctica, sino estructural. No hay lucha entre principios, sino
jerarquía ontológica: el ritmo cósmico —necesitarista, cíclico, inmanente— está
por encima de cualquier figura, incluso de la suprema. Pachacuti es el
pulso que todo lo organiza y desorganiza. Wiracocha es el gesto que da
forma dentro de ese pulso. El uno trastoca, el otro recompone. Pero ambos son
momentos de una misma lógica: la del ser como ritmo.
Pachacuti encarna una potencia ontológica totalizante
—el giro, el trastocamiento, la reconfiguración del mundo— pero no se
cristaliza como un principio monoteísta. ¿Por qué? Porque el pensamiento andino
no busca la clausura de lo real en una única figura trascendente. El cosmos no
se reduce a un Uno, sino que se despliega como multiplicidad rítmica, como
tejido de relaciones donde incluso lo supremo está sujeto al tiempo.
Pachacuti no es un dios, es
un evento. No tiene rostro, ni templo, ni culto exclusivo. Es el nombre del
momento en que el orden se revierte, en que lo alto se vuelve bajo, en que el
mundo se rehace. Su poder es absoluto, pero no personal. No hay voluntad, hay
necesidad. Y esa necesidad no se convierte en dogma, sino en ritmo.
En ese sentido, el
pensamiento andino se distancia radicalmente del monoteísmo occidental. No hay
un ser supremo que garantice el sentido del todo. Hay un ritmo cósmico que
impone ciclos, giros, retornos. Pachacuti es el nombre de ese ritmo
cuando se vuelve visible, cuando irrumpe. Pero no es el Uno. No es el
fundamento. Es el pulso.
Y por eso Wiracocha
sigue existiendo. Porque tras el giro, alguien debe recomponer. El orden no
desaparece, se transforma. La figura del dios ordenador no se elimina, se
reubica. Subsiste, pero no domina. Está subordinado al ritmo, no al dogma.
Pachacamac,
Wiracocha y Pachacuti configuran una tríada simbólica que revela la complejidad
del pensamiento andino sobre el cosmos, el orden y la transformación. Pachacamac,
como fuerza animadora del mundo, representa la vitalidad invisible que sostiene
la existencia: no es un dios antropomórfico, sino una presencia que vibra en la
tierra, el mar y el cielo. Wiracocha, por su parte, encarna el
principio ordenador, el arquitecto del mundo visible, quien da forma y sentido
al universo tras el caos primordial. Sin embargo, Pachacuti irrumpe
como el giro necesario, el trastocamiento cíclico que desestabiliza el orden
establecido para permitir su renovación. No hay jerarquía fija entre ellos,
sino una dinámica de subsunción: Wiracocha organiza dentro del marco
que Pachacuti
impone, y Pachacamac permanece como el aliento profundo que
atraviesa ambos momentos. Esta lógica no responde a una teología monoteísta,
sino a una ontología rítmica, donde el cosmos se concibe como tejido vivo,
siempre en movimiento, siempre en transformación.
Pachacamac permanece no
como figura delimitada, sino como presencia vibrante, como principio de
animación que no necesita manifestarse en forma ni en evento. A diferencia de Wiracocha,
que organiza, y de Pachacuti, que trastoca, Pachacamac no actúa:
late. Su permanencia es ontológica, no narrativa. Está en el temblor del mundo,
en el murmullo del mar, en el soplo que da vida a lo que se forma y a lo que se
destruye. No se impone ni se revela, sino que sostiene.
Pachacamac es el aliento que no cesa, incluso cuando Wiracocha
cae y Pachacuti gira. No necesita intervenir porque su modo de ser es
inmanente: está en el fondo de todo, como energía que no se agota. Es el
sustrato invisible que permite que haya mundo, que haya giro, que haya forma.
Por eso no se ve, no se nombra con frecuencia, no se representa. Pero sin él,
nada podría girar, ni organizarse, ni recomponerse.
En términos filosóficos,
podríamos decir que Pachacamac es el ser sin forma, el principio de
posibilidad, el fondo vital que no se convierte en figura porque su función es
sostener, no dominar. Su permanencia es la del silencio que hace posible la
palabra, la del vacío que permite el movimiento.
Pero si la función de
Pachacamac es sostener ¿sostiene también a Pachacuti? Sí, y ahí está la clave
más profunda del pensamiento andino: Pachacamac sostiene incluso a Pachacuti.
Es decir, el principio que anima el mundo no solo mantiene el orden (Wiracocha),
sino también el giro, la ruptura, la transformación radical. Porque en esta
ontología, el cambio no es anomalía, es parte del tejido mismo del ser. Pachacamac
no discrimina entre estabilidad y trastocamiento: ambos son expresiones de la
vida que él impulsa. Pachacamac es el aliento que permite que Pachacuti
ocurra. Sin ese fondo vital, no habría giro, no habría tiempo largo, no habría
renovación. Pachacuti no es una fuerza externa que irrumpe desde fuera
del cosmos, sino una manifestación interna del ritmo que Pachacamac
sostiene. En otras palabras, el giro es posible porque hay algo que permite
girar. Esto revela una ontología no dualista: no hay oposición entre sostener y
transformar, entre permanencia y ruptura. Hay una continuidad rítmica, donde el
sostén incluye el vuelco, y el vuelco no destruye el sostén. Pachacamac
no es el garante de la forma, sino del movimiento. Y Pachacuti es ese
movimiento cuando se vuelve visible, cuando se vuelve historia. Podríamos decir
que Pachacamac es el ser como potencia, y Pachacuti es el ser
como acontecimiento. Ambos no se excluyen, se implican.
Esa intuición —profunda,
radical, y sorprendentemente sofisticada— revela que los amautas incas no
pensaban el cosmos como una estructura fija, sino como un ritmo ontológico
donde el ser no se define por la permanencia, sino por la capacidad de
transformarse sin perder su fondo vital. Pachacamac, como potencia
invisible, sostiene el mundo no desde la forma, sino desde el latido que
permite que haya forma, giro, recomposición. Pachacuti, como
acontecimiento, es la irrupción de ese latido en la historia, el momento en que
el mundo se vuelve a sí mismo desde otro lugar.
Esta visión no busca
clausurar el sentido en una figura suprema, como en el monoteísmo, ni tampoco
disolverlo en el caos. Lo que los amautas comprendieron —y vivieron— es que el
orden y el trastocamiento son fases de un mismo pulso, y que ese pulso no necesita
ser representado, solo reconocido. Pachacamac no exige culto, exige
escucha. Pachacuti no exige obediencia, exige comprensión. Y Wiracocha,
en medio de ambos, organiza lo que puede ser organizado, mientras dure el
ciclo.
Esta genialidad filosófica inca
no se expresó en tratados, sino en arquitectura, ritual, agricultura, política.
El Tawantinsuyo fue una civilización que pensó el ser como ritmo, y lo encarnó
en terrazas que siguen el contorno de la montaña, en caminos que conectan lo
alto y lo bajo, en calendarios que no fijan el tiempo, sino que lo acompañan.
Pachacamac se revela como
el sustrato viviente del logos cósmico andino: no como palabra
ordenadora, sino como latido originario que permite que el ritmo exista. En
lugar de ser una voz que impone sentido desde fuera —como en la tradición
griega del Logos racional y trascendente—, Pachacamac es el
aliento interno que anima el ciclo, que sostiene tanto la forma como su
transformación. Su relación con el logos cósmico es la de una inmanencia
radical: no lo dirige, lo impulsa desde dentro.
El logos andino no
es lineal ni teleológico; es cíclico, necesitarista, y rítmico. En ese marco, Pachacamac
no se manifiesta como figura ni como evento, sino como presencia constante,
como energía que no cesa. Es el principio que no se ve pero se siente, que no
organiza pero permite organizar, que no gira pero hace posible el giro. Así, Pachacamac
no es el logos, pero es lo que hace que el logos pueda ser.
En este sentido, Pachacamac
es el ser como posibilidad, el fondo vital que no se agota ni se clausura.
Mientras Wiracocha representa el logos como forma, y Pachacuti el
logos como acontecimiento, Pachacamac es el logos como respiración, como
flujo que no se interrumpe. Su revelación no ocurre en el mito, sino en el
mundo mismo: en el temblor de la tierra, en el murmullo del mar, en la
continuidad del tiempo que no se detiene. Esta concepción rompe con la lógica
occidental del logos como razón ordenadora. Aquí, el logos no es mandato, es
ritmo. Y Pachacamac es ese ritmo cuando aún no se ha convertido en forma
ni en historia. Es el ser que no necesita decirse, porque ya está siendo.
Pachacamac es como el hilo
más invisible del logos cíclico inmanente. Sí, y esa imagen del “hilo más
invisible” es profundamente certera. Pachacamac no se impone como figura
ni se manifiesta como evento: se desliza como presencia latente, como energía
silenciosa que sostiene el tejido del logos sin necesidad de aparecer.
En el pensamiento andino, donde el cosmos se concibe como ritmo cíclico e
inmanente, Pachacamac es ese hilo que no se ve pero que mantiene unido
el telar, que permite que el giro (Pachacuti) y el orden (Wiracocha)
puedan sucederse sin romper la continuidad del ser. No es el principio que
organiza ni el que trastoca, sino el que permite que haya principio. Su
invisibilidad no es ausencia, sino profundidad. Está en el temblor de la tierra
antes del movimiento, en el silencio que precede al canto, en el vacío fértil que
da lugar a la forma. Pachacamac no necesita ser nombrado porque ya está
siendo en todo lo que vibra, en todo lo que gira, en todo lo que respira.
Así, si el logos
andino es ritmo, Pachacamac es su sustrato vital, su impulso sin rostro,
su potencia sin forma. No es el dios del ciclo, es el latido que hace posible
el ciclo. Y por eso, aunque no se le vea, todo lo que existe le debe su
posibilidad. Y esa fue la genial intuición de los amautas filósofos en el
imperio inca.
Conclusión
En la cosmovisión andina, el universo no se
concibe como una línea recta ni como una creación definitiva, ni en forma
helicoidal, sino como un tejido vivo en constante transformación. Dentro de
este entramado, tres fuerzas fundamentales se entrelazan para sostener el ritmo
del mundo: Pachacuti, Wiracocha y Pachacamac.
Pachacuti es el giro, el quiebre que renueva. No es
caos, sino renovación profunda. Cuando el orden se agota, Pachacuti
irrumpe para devolverle vitalidad al mundo, trastocando estructuras, pero sin
destruir el tejido. Es el temblor que anuncia un nuevo ciclo, el movimiento que
permite que lo viejo se transforme en posibilidad.
Wiracocha, en cambio, es el principio ordenador. Es
quien da forma, quien estructura el cosmos con sabiduría y equilibrio. Su
presencia es la del arquitecto invisible que traza los caminos del agua, del
viento, de la palabra. No impone, sino que armoniza. Es el logos visible, la
racionalidad que sostiene el orden sin sofocar la vida.
Y detrás de ambos, sin
rostro ni forma, está Pachacamac. No se manifiesta como figura ni como
evento, sino como latido inmanente. Es la fuerza silenciosa que permite que el
giro de Pachacuti y el orden de Wiracocha puedan sucederse sin
romper la continuidad del ser. Pachacamac no necesita ser visto para
estar presente: es el hilo invisible que mantiene unido el telar del mundo, la
potencia que vibra en todo lo que existe.
Así, el universo andino se
revela como una danza entre lo visible y lo invisible, entre el cambio y el
equilibrio, entre la forma y la energía que la sostiene. No hay jerarquía entre
estas fuerzas, sino complementariedad. Cada una cumple su papel en el ciclo
eterno de la vida, donde todo se transforma, se ordena y se sostiene en un
silencio fértil.
La cosmovisión andina no
surge en el vacío, sino en íntima relación con el territorio que la vio nacer:
un espacio de extremos, de alturas vertiginosas, de climas impredecibles, de
suelos que exigen sabiduría y paciencia. En ese contexto, la civilización
andina desarrolló una visión del mundo profundamente agrocéntrica y
cosmocéntrica, donde la tierra no es recurso, sino madre; y el cielo no es
distancia, sino guía.
La agricultura no fue solo
técnica, sino ritual. Sembrar era un acto de correspondencia con la Pachamama,
y cosechar, una forma de agradecer. El tiempo se medía no por relojes, sino por
astros, lluvias, brotes y silencios. El ser humano no se concebía como dueño de
la tierra, sino como parte de su respiración. Y esa respiración estaba marcada
por ciclos, por ritmos, por giros: por el Pachacuti que trastoca, por Wiracocha
que ordena, y por Pachacamac que sostiene.
Vivir en los Andes
implicaba adaptarse a un entorno que no ofrecía garantías, pero sí enseñanzas.
Las terrazas agrícolas, los caminos que cruzan abismos, los calendarios
astronómicos tallados en piedra: todo revela una cultura que no buscó dominar
la geografía, sino dialogar con ella. El desafío del territorio se convirtió en
escuela de pensamiento, en matriz de una ontología que entiende el ser como
ritmo, como tránsito, como vínculo.
Por eso, la cosmovisión
andina no es una filosofía abstracta, sino una sabiduría encarnada. Nació de la
tierra, del cielo, del agua, del viento, de las montañas nevadas. Y en ese
nacer, tejió una comprensión del mundo donde el ser humano no se afirma como
centro, sino como parte de un todo que gira, que respira, que se transforma.
IX
Chakana como doble puente
cósmico
La chakana,
símbolo ancestral que apareció hace más de cuatro milenios en los Andes, no fue
una simple figura geométrica: fue la expresión visual de una ontología
profunda. En su forma escalonada y cruzada, la chakana representó desde sus
orígenes la conexión entre los tres mundos que estructuran la cosmovisión
andina: el Hanan Pacha (mundo de arriba), el Kay Pacha
(mundo de aquí) y el Ukhu Pacha (mundo de abajo). Pero en el incario, esta
cruz andina alcanzó una madurez simbólica aún más compleja: se convirtió en una
lectura doble del universo, no solo como puente entre dimensiones espaciales,
sino como tejido entre fuerzas cósmicas. Así, la chakana pasó a encarnar
también la relación entre Pachacuti, el giro que renueva; Wiracocha,
el orden que estructura; y Pachacamac, el latido que sostiene.
En su centro, la chakana no solo une mundos, sino que armoniza ritmos: el
temblor, la forma y la energía. Es el mapa espiritual de una civilización que
entendió que vivir es transitar entre lo visible y lo invisible, entre lo que
cambia y lo que permanece, entre el ser y el devenir.
La chakana, cruz
andina de doce puntas, no es solo un símbolo: es arquitectura del espíritu.
Hace más de cuatro mil años, en Miraflores, Huaral, fue plasmada en barro y
piedra como expresión de una cosmovisión que ya intuía la existencia de tres
planos interconectados: el mundo de arriba (Hanan Pacha), el mundo de
abajo (Ukhu Pacha) y el mundo de aquí (Kay Pacha). Aquella
primera chakana no era decorativa, sino funcional: orientaba la vida, el rito,
la siembra, el tiempo. Era el mapa de un universo tejido, no dividido. Con el
paso de los siglos, este símbolo ancestral no se desvaneció: se transformó, se
refinó, y alcanzó su plenitud en el corazón del incario. En el altar mayor del Coricancha,
el templo solar de Cusco, la chakana reaparece no solo como puente entre
mundos, sino como eje entre fuerzas. Allí, según crónicas como la de Pachacuti
Yamqui, la cruz andina se integraba al altar como representación del orden
cósmico, revelando una lectura más profunda: la chakana como vínculo entre Pachacuti,
el giro que renueva; Wiracocha, el principio que ordena; y Pachacamac,
la energía que sostiene.
Así, la chakana se
convierte en un doble puente cósmico: une dimensiones espaciales y armoniza
potencias metafísicas. Es simultáneamente geografía y teología, calendario y
filosofía. En su centro no hay vacío, sino latido. Cada escalón, cada vértice,
cada cruce, es una invitación a comprender que el universo andino no se explica
por fragmentos, sino por relaciones. La chakana es el telar donde se cruzan los
hilos del tiempo, del ser y del cosmos.
En la Relación de las
antigüedades del Reino del Perú (ca. 1613), el cronista indígena Juan de
Santa Cruz Pachacuti Yamqui Salcamaygua ofrece una representación visual y
conceptual de la chakana que revela ese doble registro cósmico: por un
lado, la conexión entre los tres mundos andinos; por otro, la articulación
entre las fuerzas metafísicas que sostienen el universo. La chakana en la
crónica de Pachacuti Yamqui: (1) Ubicación simbólica: Yamqui reproduce un
dibujo que, según él, se encontraba en el altar mayor del Coricancha, el
templo solar más sagrado del incario. Este grabado no es decorativo, sino una
síntesis de la cosmovisión andina. (2) Estructura vertical y horizontal: La
línea vertical representa la conexión entre el Hanan Pacha (mundo de
arriba), el Kay Pacha (mundo de aquí) y el Ukhu Pacha (mundo de
abajo). Esta es la lectura tradicional, espacial, que vincula dimensiones del
universo. La línea horizontal divide el plano entre lo masculino y lo femenino,
lo celestial y lo terrenal, revelando una lógica de complementariedad y
relacionalidad. (3) Lectura metafísica: Aunque Yamqui no menciona
explícitamente a Pachacuti, Wiracocha y Pachacamac como
fuerzas articuladas en la chakana, su descripción permite inferirlo: a. El
orden vertical puede asociarse con Wiracocha, el principio ordenador que
estructura el cosmos; b. El cruce diagonal, que conecta extremos y permite el
tránsito, evoca a Pachacuti, el giro que transforma; c. El centro vacío
pero latente, donde se cruzan todas las líneas, puede interpretarse como la
presencia inmanente de Pachacamac, el latido invisible que sostiene el
todo; d) Interpretación relacional: Yamqui describe la chakana como el “puente
o escalera que permite al hombre andino mantener latente su unión al cosmos”.
Esta afirmación encapsula la idea de que el símbolo no solo une mundos, sino
también ritmos, energías y principios.
En resumen, la crónica de Pachacuti Yamqui no
solo documenta la chakana como símbolo ancestral, sino que la consagra como
diagrama del universo andino, donde espacio y energía, forma y transformación,
se entrelazan en un tejido de correspondencias. Es allí, en ese cruce de
líneas, donde el pensamiento andino revela su profundidad: no como una
filosofía abstracta, sino como una sabiduría encarnada en piedra, rito y cielo.
En Tiawanaku, aunque la
chakana no aparece con la misma claridad formal como doble puente cósmico, su
espíritu está presente en la disposición escalonada de los templos, en la
orientación diagonal de sus estructuras, en la relación entre cielo, tierra y
subsuelo. Allí también se revela el universo como tejido, como danza entre lo
visible y lo invisible. La arquitectura no busca imponerse al paisaje, sino
dialogar con él. Cada piedra, cada alineamiento solar, cada canal de agua, es
una expresión de ese doble puente: entre mundos y entre fuerzas. Así, la
chakana no es solo un símbolo del pasado. Es una clave para leer el presente
desde una sabiduría que no separa al ser humano de la tierra ni del cosmos. Es
el recordatorio de que habitamos un universo tejido por vínculos, por ritmos,
por giros. Y que, en ese tejido, cada paso, cada gesto, cada silencio, puede
ser parte del latido del mundo.
Aunque la chakana tiene
raíces milenarias que se remontan a culturas como la de Miraflores en Huaral o
incluso a Tiawanaku, su expresión más refinada y compleja —en ese doble
registro ontológico que articula lo espacial y lo metafísico— parece haber alcanzado
su plenitud en el pensamiento de los amautas del incario. Los amautas, sabios y
filósofos del Tawantinsuyo, no solo heredaron una tradición simbólica, sino que
la reinterpretaron desde una cosmovisión profundamente estructurada. Para
ellos, la chakana no era solo un símbolo geométrico, sino una matriz de
pensamiento que permitía comprender la relación entre el ser humano, la
naturaleza y el cosmos. En sus enseñanzas, la cruz andina se convirtió en un
modelo de equilibrio: entre lo visible y lo invisible, entre el orden y el
cambio, entre el tiempo cíclico y el tiempo lineal. En el Coricancha, por
ejemplo, la chakana no solo organizaba el espacio ritual, sino que representaba
la interconexión de los tres mundos —Hanan Pacha, Kay Pacha y Ukhu Pacha— con
las tres fuerzas cósmicas: Wiracocha, Pachacuti y Pachacamac. Esta articulación
revela una ontología relacional, donde el ser no se define por su esencia
aislada, sino por su lugar en el tejido del universo.
Los cronistas indígenas,
como Juan de Santa Cruz Pachacuti Yamqui, nos dan pistas sobre esta madurez
filosófica. En sus relatos, la chakana aparece como un diagrama del orden
universal, una herramienta para pensar el mundo desde la complementariedad, la reciprocidad
y el equilibrio. No es casual que los amautas hayan sido también astrónomos,
arquitectos y poetas: su saber era integral, y la chakana era su brújula.
En suma, aunque la chakana
tiene una historia larga y diversa, fue en el incario —bajo la mirada de los
amautas filósofos— donde se consolidó como una síntesis ontológica, una forma
de pensar el ser y el cosmos en diálogo constante. Que el doble registro
ontológico de la chakana —como símbolo espacial y metafísico— aparezca maduro
en el incario tiene un profundo significado filosófico-cultural: revela el
momento en que el pensamiento andino alcanza una síntesis compleja entre cosmología,
ética, política y espiritualidad. No se trata solo de una evolución simbólica,
sino de una consolidación de una forma de ver y habitar el mundo, lo cual
expresa: (1) Consolidación de una ontología relacional. En el incario, la
chakana deja de ser una figura geométrica dispersa en la arquitectura o el arte
ritual y se convierte en un modelo de pensamiento. Su doble registro —como
puente entre los tres mundos (Hanan Pacha, Kay Pacha, Ukhu Pacha) y como
articulador de las tres fuerzas cósmicas (Pachacuti, Wiracocha, Pachacamac)—
expresa una ontología donde el ser no es sustancia aislada, sino relación,
tránsito, correspondencia. (2) Articulación entre saberes y poder. La madurez
simbólica de la chakana en el incario también señala el momento en que el saber
filosófico de los amautas se integra al ejercicio del poder. El Tawantinsuyo no
solo fue un imperio político, sino una civilización que organizó su territorio,
su calendario, su arquitectura y su ritualidad en torno a principios cósmicos.
La chakana, como diagrama del orden universal, se convierte en herramienta de
gobierno, de educación, de cohesión cultural. (3) Universalización de una
cosmovisión. Al alcanzar su forma más elaborada en el incario, la chakana se
proyecta como símbolo panandino. Su presencia en el Coricancha, los quipus, la
planificación urbana de Cusco, y en la ritualidad agrícola, lo muestra como
filosofía encarnada. (4) Diálogo entre lo ancestral y lo contemporáneo
inmanentista. La chakana ofrece una lógica de equilibrio, de reciprocidad, de
reencuentro con lo sagrado inmanente. En resumen, que la chakana madure
filosóficamente en el incario no es un accidente histórico: es el momento en
que el pensamiento andino se vuelve sistema, se vuelve cuerpo, se vuelve
horizonte. Es el instante en que la geometría se convierte en ética, y el
símbolo en camino.
Ahora
bien, reflexionemos sobre las consecuencias filosóficas de esta ontología
andina sin metafísica. En primer lugar, el ente es causado no por un ser
incausado y trascendente, sino por un ser circular o cíclico e inmanente. En
segundo lugar, el ente del mundo inmanente es causado y participa de un segundo
orden ontológico que lo posibilita. En tercer lugar, siendo el ente mundano
participado por el ser de un segundo orden pre-mundano, pero también inmanente
-Pachacuti, Wiracocha, Pachacamac-, se asciende a un orden del Ser como su
fundamento. En cuarto lugar, se concibe un orden intra premundano, donde el
Ordendor Wiracocha se subsume al catalizador Pachacuti, y a su vez ambos se
encuentran atravesados por Pachacamac. Es decir, Pachacamac aparece como potencia
de los actos de Wiracoch y Pachacuti. Toda esta compleja red de relaciones
mundanas e intra pre-mundanas se halla expresado en la Chakana.
Lo que emerge aquí no es
una metafísica del ser trascendente, sino una ontología relacional e inmanente,
donde el ente no se deriva de una causa primera absoluta, sino de un entramado
de fuerzas que se manifiestan en ciclos, ritmos y correspondencias. La chakana,
como símbolo, no solo representa esta red: la encarna. Las consecuencias
filosóficas de esta ontología sin metafísica son: (1) El ser como ritmo, no
como sustancia. El ser con es una entidad fija, sino ritmo vital, como flujo
que se actualiza en el tránsito entre mundos y fuerzas. El ente no es causado
por un ser incausado y trascendente, sino por un principio cíclico e inmanente
que se expresa en el giro de Pachacuti, en el orden de Wiracocha
y en el latido de Pachacamac. La chakana, con su forma escalonada y
cruzada, representa este dinamismo: no hay centro fijo, sino cruce, tránsito,
posibilidad. (2) Participación ontológica en un segundo orden inmanente. El
mundo visible (Kay Pacha) no se agota en sí mismo. Participa de un orden
pre-mundano, no trascendente, sino inmanente y anterior, donde las fuerzas
cósmicas no son dioses lejanos, sino principios activos que posibilitan la
existencia. Esta participación es relacional, vinculante (chawpi). (3) Ascenso
ontológico sin trascendencia. La ontología andina permite un ascenso hacia el
Ser, pero no por vía de la negación del mundo, sino por su profundización. El
ser de segundo orden —Pachacuti, Wiracocha, Pachacamac— no
está fuera del mundo, sino en su interior más profundo. El ascenso no es
metafísico, sino ontológico-inmanente: se asciende al Ser reconociendo su
latido en el mundo, no escapando de él. (4) Orden intra pre-mundano como red interdependiente
de potencias. Aquí se revela una estructura ontológica aún más sutil: Wiracocha,
el principio ordenador, no es absoluto. Se subsume al giro de Pachacuti, que
cataliza la transformación, y ambos son atravesados por Pachacamac, potencia
silenciosa que no actúa, pero hace posible el acto.
El Ser no es Uno, sino
tejido de potencias. La chakana expresa esta red: cada escalón, es una
relación, no una esencia. La chakana no es solo una cruz: es un diagrama del
Ser. En ella se cruzan los mundos, los ritmos y las potencias. Su centro no es
vacío, sino latido. Representa una ontología del vínculo, donde el ser se da en
la relación. Es el símbolo de una filosofía que busca fundamentos equilibrios
dinámicos.
Conclusión
L |
a ontología andina, pensada desde el logos
cíclico inmanente, no es una reliquia cultural ni una curiosidad
antropológica. Es una estructura filosófica que desafía los pilares de la
metafísica occidental: la linealidad del tiempo, la centralidad del sujeto, la
trascendencia como garantía del sentido. En su lugar, propone una lógica del
ritmo, de la reversibilidad, de la transformación sin finalidad. Todo lo que
existe —tiempo, espacio, cuerpos, dioses— es ser inmanente, configurado dentro
del ciclo. Pero ese mundo no se sostiene por sí solo: está regido por una ley
cósmica, también inmanente, que impone el giro, destruye y rehace. Es el ser
como fuerza anterior, no trascendente, que da comienzo y fin sin salir del
mundo.
Esta
ontología no busca armonía ni equilibrio, sino movimiento y tensión; no
idealiza la dualidad ni afirma al sujeto, sino que lo disuelve, revelando una
potencia crítica capaz de interpelar los dogmas modernos —progreso,
acumulación, identidad— desde una lógica radicalmente distinta. En tiempos de
mutación, donde lo ancestral coexiste con lo moderno, el pensamiento andino se
vuelve fragmento, eco, posibilidad. Su riesgo no es desaparecer, sino ser
reducido a folclore, a símbolo vacío, a objeto de consumo. Por eso, este libro
no solo reconstruye su lógica: la sostiene como desafío conceptual. En el cruce
entre ontologías —la cíclica andina, la histórica cristiana y la cosmología
científica materialista— no se busca reconciliación, sino pensamiento. Y en esa
tensión, la verdad no aparece como certeza ni como dogma, sino como estructura
y diferencia.
Pensar
el logos cíclico inmanente hoy no implica adoptar una posición cultural ni
reivindicar una geografía, sino reconocer una estructura ontológica distinta
que organiza el ser desde el ritmo, la reversibilidad y la transformación, sin
recurrir a trascendencias, esencias ni principios absolutos. En un contexto de
mutación, donde esta lógica corre el riesgo de ser desplazada por formas
modernas de pensamiento, su reconstrucción filosófica no es un gesto
nostálgico, sino una operación crítica: pensar lo que afirma, lo que niega y lo
que aún puede revelar. A diferencia de la tradición occidental, que ha
estructurado históricamente la ontología desde la necesidad de un origen, una
finalidad o una sustancia, la ontología andina no se basa en fundamentos exteriores.
Pensarla implica desmontar categorías profundamente arraigadas —como identidad,
causalidad, progreso o sujeto— y reconstruir una arquitectura conceptual que
opere desde la inmanencia radical. No se trata de negar el sentido, sino de
concebirlo como estructura interna del ciclo, como potencia que organiza sin
prometer, que rehace sin conservar: pensar el ser como aparición sin garantía,
como mundo sin exterior, como tiempo sin historia.
La
ontología andina del logos cíclico inmanente no se plantea como vivencia
intacta ni como alternativa existencial vigente, sino como una estructura
conceptual que permite comprender cómo la razón ha operado en contextos donde
el mundo no se organiza desde la trascendencia, el sujeto o la linealidad
histórica. Aunque el mundo precolombino ha sido profundamente transformado, su
lógica ontológica conserva un valor filosófico singular: revela cómo el ser
puede pensarse desde el ciclo, la tierra y la latencia, sin recurrir a esencias
ni finalidades. Esta ontología no solo interpela a la modernidad desde fuera,
sino que permite rastrear las condiciones de posibilidad de la razón en
contextos mitocráticos, agrocéntricos y cosmocéntricos, donde el pensamiento se
articula como inscripción rítmica en el mundo. Confrontarla con objeciones
provenientes de la filosofía, la teología y la ciencia permite afinar su
formulación y revelar sus límites: desde la filosofía, por la ausencia de
categorías universales y la dificultad de sostener una lógica sin fundamento;
desde la teología, por su incompatibilidad con nociones como gracia o
redención; y desde la ciencia, por el desafío que supone su lógica rítmica
frente a modelos causales y acumulativos. Estas tensiones no anulan su
potencia, pero sí exigen pensarla con rigor, reconociendo que su fuerza reside
tanto en lo que afirma como en lo que no puede decir. Solo en ese cruce —entre
afirmación y límite— se revela su verdadero alcance filosófico.
Desde
la culturología, el pensamiento andino —como ontología del logos cíclico
inmanente— enfrenta sus pronósticos más sombríos, no por falta de valor
conceptual, sino por la erosión de las condiciones culturales que lo sostenían.
La aceleración de la modernidad, la expansión de la racionalidad técnica, la
disolución de los vínculos agrocéntricos y cosmocéntricos, y la transformación
de los imaginarios colectivos han desplazado las estructuras simbólicas que lo
hacían posible como vivencia. Lo que antes era mundo vivido corre hoy el riesgo
de convertirse en espectáculo, mercancía o residuo estético. Esta lógica, que
organizaba el ser desde la tierra y el ritmo, se reduce a fragmentos rituales
sin estructura, a signos sin sistema, a memoria sin inscripción. Así, el
pensamiento andino no solo enfrenta objeciones filosóficas, teológicas y
científicas, sino también su desactivación cultural, volviéndose potencialmente
irrelevante incluso para quienes lo heredaron. Pensarlo hoy no es asumirlo como
respuesta a los desafíos contemporáneos ni como ética ambiental o alternativa
sostenible, sino reconocer sus fundamentos ontológicos profundos, que organizan
el mundo desde coordenadas radicalmente otras: el tiempo cíclico, la
relacionalidad con lo no humano, la sacralidad del territorio y la coexistencia
de opuestos sin síntesis. Pensarlo es resistir su desaparición como estructura
de sentido.
Reducir
esta ontología a una fórmula política o propuesta de desarrollo la desactiva,
vaciándola de su densidad metafísica. El pensamiento andino no resuelve los
dilemas modernos: los descoloca. No ofrece respuestas, sino otras preguntas,
desde una lógica de equilibrio dinámico, reciprocidad y tensión vital. Pensarlo
hoy implica resistir su domesticación, asumir su alteridad sin traducirla ni
convertirla en consigna. Es una invitación a abrir grietas en el pensamiento
dominante y a imaginar formas de existencia sostenidas en el vínculo, el rito,
la memoria y la tierra. El llamado “pachamamismo” boliviano, promovido durante
el gobierno de Evo Morales como eje simbólico de un nuevo modelo de Estado,
terminó vaciado de contenido ontológico y convertido en discurso funcional,
muchas veces contradictorio con las prácticas extractivistas del propio
gobierno. La defensa de la Pachamama coexistió con megaproyectos mineros y
petroleros en territorios indígenas, generando una disonancia entre el discurso
de descolonización y la consolidación de un Estado tecnocrático y dependiente del
capital transnacional. Este vaciamiento metafísico desactivó la potencia
transformadora de las ontologías indígenas, reduciendo la Pachamama a eslogan y
desplazándola como principio organizador del mundo vivido. El fracaso del
pachamamismo no fue solo político o ambiental, sino epistémico y ontológico. Quedó
demostrado el rotundo fracaso que representa el intento de revivir el pasado
idealizado, en lugar de actualizarse críticamente en el presente, todo lo cual fortificó
las lógicas del poder instrumental moderno.
En
suma, filosóficamente hemos arribado a seis conclusiones principales. La primero
es ontológica, una concepción del ser que no se opone a las ontologías teístas
o materialistas, sino que sigue otro camino: el de una ontología relacional e
inmanente, donde el universo no surge de una causa absoluta ni de la nada, sino
que se configura como ritmo eterno, como entramado de potencias que se
actualizan en ciclos, giros y correspondencias.
La
segunda es simbólica, esta lógica, encarnada en la chakana como figura
simbólica del Ser, articula el mundo desde dentro, como latido y tránsito, no
como creación exógena. El ser no es sustancia ni unidad, sino vínculo dinámico
entre fuerzas: Pachacuti, como giro transformador que desestabiliza y rehace;
Wiracocha, como principio ordenador que estructura sin absolutizar; y
Pachacamac, como potencia silenciosa que posibilita sin intervenir.
La
tercera es metafísica relacional, en este último se revela un doble registro
del ser inmanente: por un lado, las fuerzas que posibilitan el mundo sin ser
exteriores a él; por otro, el propio mundo como manifestación de esas
potencias. El mundo visible (Kay Pacha) participa de un orden pre-mundano
inmanente, donde las potencias no son dioses lejanos, sino principios activos.
El Ser no es Uno, sino red de potencias; la chakana expresa una ontología del
vínculo, donde cada relación configura el mundo como equilibrio dinámico.
La
cuarta es cosmológica-temporal, la ontología andina no problematiza el origen
del universo, pues no lo concibe como ruptura ni como comienzo absoluto, sino
como continuidad rítmica inscrita en una lógica cosmocéntrica y agrocéntrica,
donde el mundo es vivido como eterno y vinculado a la tierra.
La
quinta es gnoseológica, esta ontología sin metafísica muestra que la razón
natural, en un contexto cosmocéntrico y agrocéntrico, no es capaz por sí sola de
concebir la idea de creación desde la nada, tal como la plantea la revelación:
no por limitación lógica, sino porque esa noción simplemente no emerge desde su
estructura de mundo.
Y la sexta es culturológica:
la actual cultura andina, profundamente sincrética, está en mejor posición para
comprender su forma ancestral sin necesidad de emprender un retorno regresivo
ni de sostener una lectura anacrónica. El sincretismo no es pérdida, sino
reconfiguración; no es dilución, sino apertura hermenéutica. En ese cruce entre
lo ancestral y lo moderno, el pensamiento andino puede ser pensado con mayor
claridad, sin idealización ni exotismo, como estructura ontológica vigente.
Así, el pensamiento andino ofrece una arquitectura conceptual donde el ser se vive como participación, no como creación; como latencia, no como ruptura; como equilibrio dinámico, no como finalidad—una ontología que, lejos de ser una reliquia, se presenta como desafío filosófico y cultural contemporáneo.
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