¿PUEDE REVERTIRSE LA HEGEMONÍA CULTURAL DE LA HEREJÍA Y LA APOSTASÍA?
La historia espiritual de Occidente está marcada por una tensión constante entre la fidelidad a lo sagrado y la tentación de romper con él. En tiempos recientes, esta tensión ha alcanzado un punto crítico: la herejía —entendida como la alteración interna de los dogmas— y la apostasía —el abandono total de la fe— han dejado de ser fenómenos marginales para convertirse en hegemonía cultural. Ya no son excepciones, sino norma. Esta transformación no solo afecta a la religión, sino que erosiona el alma misma de la civilización occidental, que durante siglos se construyó sobre la fe en Dios, la dignidad humana y la trascendencia.
I. De la disidencia espiritual a la hegemonía secular
La modernidad occidental, con su exaltación de la razón autónoma, el progreso técnico y la secularización institucional, abrió las puertas a una cultura donde lo sagrado fue desplazado. La Ilustración proclamó la emancipación del pensamiento respecto a la religión, y aunque produjo avances innegables en ciencia y política, también sembró las semillas de una crisis espiritual. La laicización del Estado, la privatización de la fe, y el relativismo moral convirtieron la apostasía en una forma de vida silenciosa: vivir como si Dios no existiera.
Filósofos como Nietzsche, Schopenhauer, Heidegger y Nicolai Hartmann encarnan este giro. Nietzsche, con su célebre declaración de la “muerte de Dios”, no solo rompió con la fe cristiana, sino que propuso una ontología del vacío, donde el hombre debía inventarse a sí mismo sin referencia trascendente. Schopenhauer, influido por el budismo, vio la vida como sufrimiento sin redención. Heidegger, aunque formado en teología, abandonó toda referencia a Dios en su ontología del ser. Hartmann, por su parte, desarrolló una ética secular sin fundamento teológico. Todos ellos, desde la perspectiva cristiana tradicional, representan formas de apostasía filosófica.
Esta hegemonía secular no se limita a unos pocos pensadores emblemáticos, sino que se ha expandido a través de corrientes filosóficas enteras que, desde la perspectiva cristiana tradicional, expresan formas sistemáticas de herejía y apostasía. El relativismo filosófico, al negar la existencia de verdades absolutas, disuelve toda posibilidad de dogma revelado. El historicismo, al reducir la verdad a contextos temporales y culturales, convierte la fe en una construcción efímera. El positivismo, al limitar el conocimiento a lo empíricamente verificable, excluye lo trascendente y lo espiritual como irrelevante. Las corrientes existencialistas ateas, como las de Sartre o Camus, afirman que el hombre está solo en un universo sin Dios, y que debe crear su propio sentido en medio del absurdo. La hermenéutica secular, al interpretar los textos sagrados como meras narrativas culturales, vacía su contenido revelado. El posmodernismo, con su rechazo a los metarrelatos y su exaltación del pluralismo radical, convierte toda afirmación de fe en sospechosa de autoritarismo.
A estas corrientes se suman hoy nuevas ideologías que, aunque nacidas en contextos distintos, convergen en la negación de lo sagrado y de la antropología cristiana. El feminismo radical, al rechazar el orden simbólico judeocristiano y la complementariedad de los sexos, promueve una visión del ser humano desligada de toda referencia trascendente. La ideología de género, al disolver la identidad sexual en construcciones subjetivas, niega la corporeidad como don y sacramento, y rompe con la visión bíblica del hombre y la mujer como imagen de Dios. El transhumanismo y el posthumanismo, al buscar superar la condición humana mediante la tecnología, proponen una redención artificial sin gracia, donde la salvación ya no viene de Dios sino del algoritmo. El animalismo extremo, al equiparar ontológicamente al ser humano con los animales, diluye la noción de persona, niega la dignidad espiritual del hombre, y cuestiona la centralidad del ser humano en la creación. En conjunto, estas filosofías e ideologías no solo cuestionan la fe cristiana, sino que la reemplazan por una visión del mundo sin trascendencia, sin misterio, sin Dios, consolidando así una apostasía cultural estructural que permea la educación, el arte, la política y la vida cotidiana.
En el corazón de todas estas corrientes —relativismo, historicismo, positivismo, existencialismo ateo, hermenéutica secular, posmodernismo, feminismo radical, ideología de género, transhumanismo, posthumanismo y animalismo extremo— late el nihilismo, verdadero cáncer filosófico de la modernidad. El nihilismo no es simplemente la negación de valores, sino la convicción de que no existen fundamentos últimos, ni verdades absolutas, ni sentido trascendente. Es la enfermedad del alma que, al perder a Dios, pierde también al hombre, reduciéndolo a biología, a deseo, a función, a algoritmo. Nietzsche lo diagnosticó con lucidez, pero también lo encarnó: su “muerte de Dios” no fue una celebración, sino una advertencia de que sin lo divino, todo se desmorona. El nihilismo corroe la cultura desde dentro, vacía el arte, trivializa la moral, convierte la educación en adiestramiento técnico, y transforma la política en gestión sin horizonte. Es el sustrato invisible que unifica todas las formas de apostasía contemporánea, porque todas ellas, en el fondo, renuncian a la pregunta por el sentido último. Combatir el nihilismo no es solo una tarea intelectual, sino una urgencia espiritual: implica reconstruir el vínculo con lo sagrado, recuperar la interioridad, y volver a mirar el mundo como creación, no como accidente. Allí donde el nihilismo reina, la herejía se vuelve moda y la apostasía, sistema. Y solo una cultura con Dios puede sanar esa herida.
Uno de los síntomas más alarmantes de esta hegemonía nihilista es el papel que desempeñan las universidades occidentales, especialmente en el ámbito de las humanidades y la filosofía. Lejos de ofrecer resistencia al vacío espiritual que corroe la cultura, muchas universidades se han convertido en centros de adoctrinamiento ideológico, donde el nihilismo no solo se tolera, sino que se promueve activamente como paradigma intelectual dominante. La formación filosófica contemporánea, en lugar de abrir al misterio, a la trascendencia y al sentido último, se ha encerrado en corrientes relativistas, descontructivas y secularizantes, que enseñan a los estudiantes a desconfiar de toda verdad, a ridiculizar la fe, y a celebrar la fragmentación del ser humano. El gremio filosófico, antaño custodio de la sabiduría, ha sido colonizado por una defensa vergonzosa y acrítica del nihilismo, presentado como sofisticación académica. Se estudia a Nietzsche, Foucault, Derrida, Deleuze y Butler como profetas de la liberación, mientras se ignora o caricaturiza a Tomás de Aquino, Agustín, Pascal o Maritain como reliquias del pasado. La universidad, que debería ser templo del pensamiento libre y profundo, se ha transformado en laboratorio de la apostasía cultural, donde lo sagrado es expulsado, lo absoluto negado, y lo humano reducido. Vivimos, sin exageración, el triunfo de la universidad nihilista, y revertir esta situación exige no solo reformar los programas académicos, sino recuperar el alma de la educación, devolviéndole su vocación de búsqueda de la verdad, del bien y de Dios.
El nihilismo universitario no actúa solo: campea de la mano con el llamado “humanismo sin Dios”, una corriente que, aunque se presenta como defensa de la dignidad humana, en realidad la vacía de su fundamento trascendente. Ambos comparten una raíz común: el inmanentismo moderno, esa visión totalitaria que reduce toda realidad al plano horizontal, negando lo vertical, lo divino, lo eterno. En este marco, el hombre ya no es imagen de Dios, sino producto de la historia, de la biología o de la técnica. El humanismo sin Dios proclama la autonomía radical del sujeto, pero al hacerlo rompe el vínculo con la fuente del ser, convirtiendo al hombre en medida de todas las cosas, incluso de sí mismo. Esta visión, lejos de liberar, encierra al ser humano en su propia finitud, y lo deja sin horizonte. Por eso, el humanismo sin Dios no es antídoto contra el nihilismo, sino su cómplice filosófico, su máscara ética. En las universidades, esta alianza se traduce en programas que exaltan la “libertad” sin verdad, la “diversidad” sin sentido, y la “autonomía” sin responsabilidad ontológica. El resultado es una cultura académica que celebra la inmanencia como dogma, excluyendo toda apertura al misterio, al Absoluto, al Dios vivo. Revertir esta hegemonía exige recuperar un humanismo con Dios, donde la dignidad humana no sea una construcción ideológica, sino un reflejo del ser divino que habita en cada persona.
II. El estilo de vida como apostasía práctica
Pero la apostasía no se limita al pensamiento. Se ha convertido en forma de vida. El capitalismo moderno, con su culto al consumo, al confort y a la imagen, ha instaurado una idolatría del yo. La publicidad, el entretenimiento y la lógica del mercado promueven una existencia centrada en el placer inmediato, donde lo sagrado es irrelevante. La apostasía práctica consiste en vivir sin oración, sin contemplación, sin sentido último.
El comunismo, por otro lado, promovió una apostasía ideológica: la religión fue vista como superstición, y en muchos casos perseguida. Aunque algunos pensadores marxistas como José Carlos Mariátegui respetaron la dimensión espiritual del pueblo, el sistema comunista como tal negó la trascendencia.
Ambos modelos —capitalista y comunista— han producido formas de vida enajenadas, donde el ser humano se desconecta de su dimensión espiritual. La crisis del sentido, el nihilismo, la soledad, y la fragmentación moral son síntomas de esta apostasía cultural.
No es posible construir una civilización del amor sin el sustrato de lo sagrado. El amor verdadero —no el sentimentalismo superficial ni el deseo posesivo— exige una referencia trascendente, una fuente absoluta de sentido, de valor y de comunión. Solo cuando el ser humano se reconoce como criatura, como imagen de Dios, puede amar al otro como un misterio, no como un objeto. Las civilizaciones que han intentado fundar el amor sobre la sola razón, la utilidad o la emoción han fracasado en sostenerlo como principio estructurante. El amor sin Dios se vuelve frágil, volátil, condicionado por intereses, ideologías o pulsiones. Por eso, toda cultura que expulsa lo sagrado termina erosionando el amor, reduciéndolo a contrato, a intercambio, a simulacro. La civilización del amor, como la soñó San Juan Pablo II, no es una utopía sentimental, sino una realidad histórica posible cuando el corazón humano se abre a la gracia, al misterio, al otro como sacramento. Sin lo sagrado, el amor se disuelve en afecto; con lo sagrado, el amor se convierte en camino de redención, de justicia, de comunión universal. Revertir la hegemonía de la apostasía cultural no es solo cuestión de ideas: es cuestión de volver a amar desde Dios, y de reconstruir una cultura donde el amor tenga raíces eternas.
La civilización del amor no implica la extinción de las demás religiones ni la imposición del cristianismo como hegemonía cultural. Por el contrario, se funda en la radialidad de Cristo, cuya gracia toca el corazón de todos los hombres, más allá de su credo, cultura o tradición. Cristo no es un símbolo tribal ni una figura sectaria: es el Logos encarnado, el centro invisible desde el cual irradian semillas de verdad, bondad y belleza en todas las religiones y filosofías que buscan sinceramente el sentido. Como enseñó el Concilio Vaticano II, hay “rayos de verdad” en las grandes tradiciones espirituales de la humanidad, y la acción del Espíritu Santo no está limitada por fronteras doctrinales. Por eso, la civilización del amor no exige uniformidad religiosa, sino apertura al misterio, diálogo profundo, y reconocimiento de la dignidad espiritual de cada ser humano. En este horizonte, el cristianismo no se impone, sino que se ofrece como luz, como camino, como sacramento de comunión universal. La radialidad de Cristo permite que su presencia resuene en el corazón de un hindú, de un musulmán, de un judío, de un taoísta, de un agnóstico, allí donde hay amor, justicia, compasión y búsqueda sincera de lo eterno. La civilización del amor, entonces, no es exclusión, sino transfiguración del mundo desde lo sagrado, donde cada cultura puede florecer en diálogo con la gracia.
III. América Latina: ¿reserva espiritual o campo de batalla?
En medio de este panorama, América Latina ha sido vista como una reserva humana del catolicismo. Aún concentra la mayor cantidad de católicos en el mundo, y la fe está arraigada en las fiestas, el arte y la vida cotidiana. Intelectuales como Víctor Andrés Belaunde y Gustavo Gutiérrez han defendido la tradición cristiana desde perspectivas distintas: Belaunde desde el humanismo católico, Gutiérrez desde la teología de la liberación.
Sin embargo, esta reserva está amenazada. El secularismo, el consumismo y el relativismo han penetrado en las ciudades, en los jóvenes, en la educación. Filósofos como Francisco Miró Quesada Cantuarias, Mariano Iberico, Wagner de Reyna y Rubén Quiroz han desarrollado pensamientos laicos, existencialistas o hermenéuticos, alejados del marco cristiano. Algunos, como Flores Quelopana, representan excepciones: filósofo católico, tomista, defensor de la trascendencia frente al nihilismo moderno.
Tras el hundimiento del marxismo como fuerza cultural hegemónica, especialmente luego de la caída del bloque soviético y el descrédito de las utopías revolucionarias, ha sido el posmodernismo quien ha tomado la posta del control ideológico secular y descreído en América Latina. Esta corriente, nacida en los círculos intelectuales europeos y norteamericanos, se ha convertido en el brazo filosófico del neoliberalismo global, promoviendo una visión del mundo donde toda verdad es sospechosa, todo sentido es fragmentario, y toda identidad es fluida. A diferencia del marxismo, que al menos conservaba una noción de justicia histórica y de redención colectiva, el posmodernismo renuncia a todo horizonte trascendente, y convierte la cultura en un juego de interpretaciones sin fundamento. En las universidades, en los medios, en la política y en el arte, esta ideología ha penetrado con fuerza, desactivando la resistencia espiritual que aún subsistía en sectores populares y religiosos. El resultado es una colonización simbólica, donde el pensamiento latinoamericano ya no se articula desde sus raíces cristianas, andinas o comunitarias, sino desde categorías importadas que celebran el vacío, la ironía y la deconstrucción. El posmodernismo, al servicio del neoliberalismo, no busca liberar al hombre, sino desvincularlo de toda pertenencia profunda, para convertirlo en consumidor, en espectador, en individuo sin alma. Esta es la nueva batalla espiritual de América Latina: resistir no solo al secularismo clásico, sino a su versión más sofisticada y corrosiva, que disfraza la apostasía de libertad intelectual.
IV. ¿Puede revertirse esta hegemonía?
La reversión de la hegemonía de la herejía y la apostasía no es solo una necesidad cultural o filosófica, sino una urgencia espiritual y escatológica. Desde la perspectiva cristiana, la apostasía no es simplemente un error intelectual o una desviación doctrinal: es una ruptura ontológica con la fuente del ser, una negación del amor divino, y una renuncia voluntaria a la comunión eterna con Dios. Por eso, no revertir esta hegemonía implica condenar generaciones enteras al vacío existencial en esta vida y al sufrimiento eterno en la otra. El infierno, en la tradición cristiana, no es solo pena —dolor, separación, oscuridad— sino también daño de sentido: la conciencia de haber perdido el fin último para el cual se fue creado. Es el lugar donde el alma, hecha para el amor, se consume en la ausencia de Dios. La cultura que normaliza la apostasía prepara a sus hijos no para la libertad, sino para la desolación eterna. Por eso, revertir esta hegemonía no es intolerancia ni nostalgia: es caridad radical, es urgencia pastoral, es defensa del destino eterno del hombre. La herejía y la apostasía, cuando se vuelven norma, desfiguran la imagen de Dios en la cultura, y convierten la historia en un camino hacia el abismo. Revertirlas es reabrir el cielo, es reencender la esperanza, es salvar no solo ideas, sino almas.
Un caso emblemático que ilustra la gravedad de la herejía en el contexto latinoamericano es el de Francisco de la Cruz, ex rector de la Universidad de San Marcos en el siglo XVI, quien fue condenado por el Tribunal del Santo Oficio por herejía. De la Cruz promovía doctrinas contrarias a la fe católica, entre ellas la negación de la Trinidad, la reinterpretación de la divinidad de Cristo, y la creencia en revelaciones personales que contradecían la Escritura y el Magisterio. Su pensamiento, influido por corrientes místicas y racionalistas, despertó el temor de la Iglesia de que se estuviera gestando una forma incipiente de protestantismo en América, justo en momentos en que Europa se desangraba en guerras religiosas, como las que siguieron a la Reforma de Lutero y a la fractura de la cristiandad occidental. La condena de Francisco de la Cruz no fue solo una cuestión doctrinal, sino una decisión pastoral y política para preservar la unidad espiritual del Nuevo Mundo, evitar el contagio de la herejía protestante, y proteger a América de los conflictos sangrientos que habían devastado a Europa en los siglos XV y XVI. Este episodio recuerda que la herejía no es solo una desviación intelectual, sino una semilla de división, de violencia y de pérdida del sentido eterno, y que la defensa de la ortodoxia no es intolerancia, sino responsabilidad histórica y espiritual.
La respuesta es sí, pero no automáticamente. Revertir la hegemonía cultural de la herejía y la apostasía requiere una reconfiguración profunda del horizonte espiritual. No se trata de eliminar la disidencia —que siempre existirá— sino de recuperar el centro, de devolver a lo sagrado su lugar en la cultura.
Esto implica:
Reconstruir una cultura del sentido, donde la fe en Dios no sea una opción privada, sino una fuente pública de sabiduría.
Reencantar la tecnología, especialmente la inteligencia artificial, para que no deshumanice ni trivialice lo espiritual. Si la IA se desarrolla bajo paradigmas religiosos, puede mitigar su amenaza. El islam, el cristianismo ortodoxo, el taoísmo y el hinduismo ya están explorando esta vía.
Fortalecer las civilizaciones creyentes, que aún conservan respeto por lo sagrado. El ascenso de culturas como la hindú, musulmana, judía, china (taoísta) y ortodoxa puede ofrecer una alternativa al vacío occidental.
Educar en la interioridad, en la contemplación, en el límite. La fe no se impone, pero se cultiva. La apostasía se combate con testimonio, no con censura.
V. El papel de la filosofía y la teología
Filósofos como Santo Tomás de Aquino, San Agustín, Blaise Pascal, Chesterton, Jacques Maritain, Joseph Ratzinger y Charles Taylor han mostrado que la razón y la fe no son enemigas. La teología puede dialogar con la modernidad sin perder su alma. La filosofía puede iluminar el misterio sin disolverlo.
En Perú, pensadores como Zenón Depaz han explorado la cosmovisión andina como fuente espiritual alternativa. Aunque no cristiano, su obra no es apóstata ni herética, sino una búsqueda de sentido desde otro horizonte. Sin embargo, la filosofía andina puede convertirse en apostasía o herejía cuando, en su afán de reivindicar lo ancestral, niega explícitamente la revelación cristiana, desacraliza la figura de Cristo, o reemplaza el Dios personal por una ontología impersonal o panteísta, sin posibilidad de diálogo con la fe cristiana. Esto ocurre cuando el pensamiento andino no se presenta como complemento o alternativa espiritual, sino como sustitución excluyente, negando la validez de la tradición judeocristiana y promoviendo una ruptura total con la fe revelada. En ese caso, deja de ser una búsqueda legítima de sentido y se convierte en apostasía filosófica, al abandonar voluntariamente el marco teológico cristiano. Asimismo, si desde dentro del cristianismo se intenta reinterpretar dogmas esenciales —como la encarnación, la resurrección o la Trinidad— a través de mitos andinos sin fidelidad doctrinal, se incurre en herejía, al alterar el contenido revelado bajo una forma sincretista. Por eso, el diálogo entre la cosmovisión andina y el cristianismo debe ser cuidadoso, respetuoso y teológicamente riguroso, para evitar que la integración cultural se convierta en desviación doctrinal.
VI. Conclusión: hacia una cultura con Dios
La hegemonía cultural de la herejía y la apostasía no es un destino irreversible, pero su reversión exige una revolución espiritual que no se logra con discursos tibios ni gestos simbólicos. Se requiere coraje profético, lucidez intelectual, y sobre todo, testimonio existencial: hombres y mujeres que vivan la fe con coherencia, con alegría, con profundidad, como antídoto contra el vacío que asfixia al mundo moderno.
No basta con lamentar el eclipse de Dios en la cultura. Es necesario encarnar una alternativa luminosa, donde lo sagrado vuelva a ser el centro del arte, de la educación, de la política, de la vida cotidiana. La fe no debe imponerse por fuerza, pero tampoco debe ser silenciada por vergüenza. Debe irradiar como fuente de sentido, belleza y verdad, capaz de reencantar el mundo y de sanar las heridas del nihilismo.
La civilización del amor, como soñó San Juan Pablo II, no es una utopía ingenua, sino una realidad histórica posible si el corazón humano se abre a la gracia. Y esta civilización no exige la desaparición de otras religiones, porque Cristo —como Logos eterno— toca radialmente el alma de todos los hombres, más allá de credos y culturas, allí donde hay búsqueda sincera de lo eterno.
Revertir la hegemonía de la apostasía no es solo una tarea cultural o filosófica: es una urgencia escatológica. Porque el abandono de Dios no solo genera vacío en esta vida, sino pena y daño de sentido en la eternidad. El infierno no es solo castigo, sino la conciencia desgarradora de haber perdido el fin último. Por eso, resistir la apostasía es caridad radical, es defensa del alma humana frente a su autodestrucción.
La pregunta no es si habrá herejes o apóstatas —los ha habido siempre y los habrá—, sino si la cultura tendrá el valor de no convertirlos en norma, en modelo, en hegemonía. Y eso depende de nosotros: de nuestra fe vivida, de nuestra palabra dicha con verdad, de nuestra vida ofrecida como testimonio. Porque solo una cultura con Dios puede devolver al mundo su alma, su sentido, su destino.
Que cada acto de tu vida sea reflejo de tu creencia en Dios.
Este lema resume el corazón del mensaje: no basta con profesar la fe, hay que encarnarla en cada gesto, cada palabra, cada decisión. Es el llamado a vivir en coherencia, a resistir la apostasía no solo con ideas, sino con una vida que irradie lo sagrado.
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