Reflejo Final
Ensayo sobre la creación invertida y la redención eterna
La humanidad ha comenzado a explorar un territorio que hasta hace poco pertenecía solo a la especulación: la creación de vida espejo. No se trata de ciencia ficción, sino de una investigación real, avanzada y debatida en los círculos más altos de la biología sintética. Científicos como John Glass —pionero en la creación de células con genoma artificial— han advertido que estamos a las puertas de diseñar organismos cuyas moléculas giran en sentido inverso a toda forma de vida conocida. Esta inversión de la homociralidad, donde el ADN gira hacia la izquierda y las proteínas hacia la derecha, podría dar lugar a seres imposibles de predecir, imposibles de controlar, y quizás imposibles de detener.
La célula espejo no es una amenaza por su agresividad, sino por su indiferencia. No ataca. No huye. Solo existe. Y eso basta. Porque al girar al revés, no puede ser reconocida por nuestro sistema inmunológico. No puede ser frenada por nuestros medicamentos. No puede ser integrada en nuestros ecosistemas. Es una vida que no nos necesita. Una vida que, al replicarse, borra la nuestra.
Las plantas dejan de germinar. Los animales mueren sin causa. Los cuerpos humanos no responden. La medicina se vuelve inútil ante una biología que no obedece nuestras reglas. La célula espejo se multiplica sin freno, sin ética, sin alma.
Es como una serpiente molecular. No ofrece manzanas. Ofrece moléculas. No tienta. Replica.
Y el hombre, al crearla, creyó haber vencido a Dios. Creyó que podía escribir vida sin necesidad de aliento. Creyó que el giro molecular podía reemplazar el soplo divino.
Pero entonces, en el instante más oscuro, cuando la humanidad ya no se reconocía, cuando el lenguaje se había curvado y la historia se había hundido, vino Él.
No descendió en fuego, ni en juicio, ni en cólera. Descendió en carne. En luz. En cruz.
Cristo caminó entre los campos estériles. Y donde sus pies tocaban la tierra, la semilla volvía a germinar. Donde su voz rozaba el aire, el canto regresaba. Donde su mirada alcanzaba los cuerpos, la vida se reanudaba.
La célula espejo se agitó. Giró más rápido. Se retorció como serpiente herida. Y entonces, Él la miró.
No con odio. No con miedo. Con autoridad.
—Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. —Y tú, serpiente del giro, no tienes parte en lo eterno.
Cristo extendió su mano. Y la célula espejo se quebró. No por fuerza. No por ciencia. Sino por obediencia.
La serpiente fue vencida. No por espada. Sino por sangre.
La humanidad, rota, muda, irreconocible, fue tocada por algo que no puede replicarse. Una chispa que no gira. Una misericordia que no obedece a la lógica molecular.
Y así, el juicio no fue el fin. Fue el límite. El borde donde el hombre dejó de girar… y comenzó a mirar.
Porque el espejo no juzga. Solo devuelve lo que se le muestra.
Y el hombre, al mirarse en él… vio su fin. Y en ese fin… Cristo lo redimió.
Y cuando todo parecía perdido, cuando la lógica había sido devorada por su reflejo y la creación se había vuelto contra su creador, la gracia descendió. No como una fórmula, ni como una hipótesis, sino como presencia viva. Cristo, el Verbo encarnado, no corrigió el giro: lo redimió. No anuló la ciencia: la purificó. Y en ese acto, la soberbia humana —que quiso escribir vida sin alma, que quiso girar sin Dios— se desmoronó. No por castigo, sino por revelación. Porque ante la luz que no gira, toda arrogancia se vuelve sombra. Y así, el hombre no fue vencido por la célula espejo, sino por su propio orgullo. Y fue salvado, no por su saber, sino por la gracia que lo esperaba al final del giro. El juicio fue real. Pero más real fue la redención.
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