domingo, 26 de octubre de 2025

PARADOJA DE LA OMNIPOTENCIA Y ECLIPSE DEL SENTIDO

 


PARADOJA DE LA OMNIPOTENCIA Y ECLIPSE DEL SENTIDO

La ruptura del equilibrio metafísico

La historia del pensamiento occidental puede leerse como una larga meditación sobre el ser, la verdad y Dios. En su momento más alto, la metafísica clásica —especialmente en su expresión tomista— alcanzó una armonía profunda entre voluntad, sabiduría y amor divinos, donde Dios era concebido como actus purus, el ser mismo subsistente, fuente y plenitud de todo lo que existe. En este marco, la omnipotencia divina no era concebida como arbitrariedad, sino como expresión perfecta de una voluntad que no se contradice, porque está en unidad con el saber y el bien. Dios no podía hacer que “dos más uno fueran infinito”, no por limitación, sino porque su querer está en perfecta correspondencia con lo que es, con lo que sabe, y con lo que debe ser.

Sin embargo, esta armonía ontológica comienza a resquebrajarse con el surgimiento del nominalismo. Guillermo de Ockham, al negar la existencia real de los universales, desliga el orden del cosmos de la sabiduría divina. Ya no hay esencias objetivas que fundamenten el ser; sólo individuos concretos y nombres mentales. La voluntad divina se convierte entonces en principio absoluto: Dios no quiere el bien porque es bueno, sino que es bueno porque Dios lo quiere. Esta inversión marca el inicio de un voluntarismo teológico que transforma radicalmente la concepción de Dios. La omnipotencia ya no está regulada por la esencia divina, sino que se convierte en poder sin forma, capaz —en principio— de querer incluso lo contradictorio.

Duns Escoto, anterior a Ockham, había abierto la ventana a esta transformación. Al afirmar la univocidad del ser y la primacía de la voluntad divina, debilitó la analogía ontológica que permitía pensar la trascendencia sin ruptura. Su noción de haecceitas —la “estoidad” irreductible del individuo— acentuó la singularidad frente a lo universal, preparando el terreno para una ontología fragmentaria. Pero fue Ockham quien abrió la puerta: con él, el ser deja de ser participación en el acto divino, y se convierte en resultado de una voluntad soberana, desligada de toda racionalidad previa.

Este desplazamiento tiene consecuencias profundas. La metafísica de las esencias unidas a los trascendentales —unidad, verdad, bondad, belleza— se transforma en una metafísica del concepto y de la conciencia. El ser ya no se descubre como estructura inteligible, sino que se piensa, se construye, se interpreta. La verdad deja de ser adecuación al ser, y se convierte en coherencia interna del pensamiento. La voluntad humana, al no estar orientada por esencias reales, se vuelve autónoma, subjetiva, incluso caprichosa. Así nace el subjetivismo voluntarista que caracteriza la modernidad.

Descartes hereda este giro y lo radicaliza. En su concepción, las verdades eternas —como las leyes matemáticas o los principios lógicos— no son necesarias por sí mismas, sino porque Dios las ha querido así. La voluntad divina se convierte en fuente absoluta de toda verdad, incluso de la lógica. La paradoja de la omnipotencia se absorbe como expresión del poder divino ilimitado: Dios podría haber hecho que “2 + 2 no fueran 4”, si así lo hubiera querido. Con ello, se rompe el equilibrio metafísico entre voluntad, sabiduría y amor, y se impone una imagen de Dios como voluntad soberana sin necesidad interna.

Este voluntarismo se prolonga en la filosofía moderna, y con él, la crisis del sentido. El cosmos ya no refleja una sabiduría divina inscrita en la estructura del ser, sino que es producto de una voluntad sin forma. La razón pierde su anclaje ontológico, y la verdad se convierte en construcción. La filosofía del lenguaje reduce la paradoja de la omnipotencia a un problema lógico, una confusión semántica. El neopragmatismo de Rorty la convierte en narrativa edificante, útil para la cohesión social, pero sin pretensión de verdad. La posmodernidad, con Vattimo, la estetiza como lógica del deseo de lo trascendente, como eco nostálgico de una presencia que ya no se impone.

Incluso Heidegger, con toda su parafernalia de “retorno al ser”, no logra liberarse del trasfondo voluntarista y nominalista. Al colocar al Dasein como intérprete privilegiado del ser, convierte al ser en acontecimiento dependiente de la apertura hermenéutica. El ser ya no es lo que es por esencia, sino lo que se revela según la disposición del Dasein. Dios, en este marco, ya no es el ser mismo, sino una figura implicada en el ser, una posibilidad que acontece en el lenguaje. El hombre se convierte en “pastor del ser”, en custodio de un misterio que se retrae, que se oculta, que necesita ser interpretado.

Con ello, la paradoja de la omnipotencia divina se transforma en paradoja de la omnipotencia del ser. El ser se vuelve potencia sin sujeto, fuerza que acontece, se muestra o se niega. No tiene voluntad, pero tiene poder ontológico absoluto. La pregunta ya no es “¿puede Dios hacer todo?”, sino “¿puede el ser manifestarlo todo, incluso lo que lo excede?” El ser se convierte en absoluto pero impersonal, potente pero indeterminado, originario pero no creador.

Esta transformación culmina en una filosofía profundamente nihilista, relativista y escéptica. La verdad se disuelve en lenguaje, el ser en interpretación, Dios en deseo. La civilización occidental, al olvidar a Dios y al ser, pierde su orientación metafísica, su fundamento espiritual, su vocación trascendente. Lo que antes era búsqueda de sabiduría, hoy se convierte en juego de lenguaje, crítica sin redención, estética del vacío.

Voluntad, lenguaje y disolución del ser

La transformación ontológica que hemos trazado —desde la metafísica del ser como acto puro hasta su disolución en lenguaje, voluntad y deseo— no solo afecta la estructura del pensamiento filosófico, sino que reconfigura la experiencia humana del mundo, de sí mismo y de lo divino. La paradoja de la omnipotencia, que en la teología clásica era el límite racional ante el misterio de Dios, se convierte en un síntoma de una civilización que ha perdido su orientación metafísica.

En este contexto, la filosofía occidental contemporánea se revela como profundamente nihilista, relativista y escéptica. El nihilismo no es simplemente una negación de valores, sino una incapacidad de reconocer un fundamento ontológico que los sostenga. El inmanentismo moderno entronizó el temporalismo y se substanció antieternalista. El relativismo no es tolerancia, sino renuncia a la verdad como horizonte común. El escepticismo no es prudencia, sino desconfianza estructural frente a toda afirmación de sentido.

Este triple fenómeno refleja una decadencia civilizatoria que no es meramente cultural o política, sino espiritual y ontológica. La civilización occidental, al olvidar a Dios y al ser, ha perdido su centro de gravedad. Lo que antes era cosmos, orden, belleza, inteligibilidad, se convierte en mundo, fragmento, contingencia, interpretación. La persona humana, que antes era imagen de Dios, se convierte en sujeto de deseo, consumidor de signos, intérprete de narrativas.

Incluso los intentos de recuperar el sentido —como el de Heidegger con su “retorno al ser”— terminan atrapados en la misma lógica que pretenden superar. Al colocar al Dasein como intérprete privilegiado, Heidegger subordina el ser a la apertura hermenéutica, y con ello, convierte el ser en potencia sin sujeto, en acontecimiento que necesita del hombre para manifestarse. Dios, en este marco, ya no es el ser mismo, sino una figura implicada en el juego del ser, una posibilidad que acontece en el lenguaje. La hermenéutica es hija legítima del voluntarismo metafísico inmanentista de la modernidad.

Esta inversión tiene consecuencias teológicas profundas. Al afirmar que Dios no es el ser, sino que está implicado en él, se rompe con la tradición metafísica que lo concebía como fundamento absoluto. Se abre paso a una forma de gnosticismo ontológico, donde el ser se convierte en misterio superior a Dios, y el hombre en su intérprete privilegiado. La salvación ya no viene por participación en el ser divino, sino por conocimiento, por apertura, por acogida del acontecimiento. La paradoja de la omnipotencia, en este marco, se transforma en paradoja de la omnipotencia del ser. El ser, despersonalizado, se convierte en potencia que se retrae, que se muestra, que se niega. No tiene voluntad, pero tiene poder. No tiene rostro, pero tiene fuerza. El hombre, como Dasein, se convierte en pastor del ser, en custodio de un misterio que lo excede pero que necesita de su interpretación para manifestarse.

La filosofía del lenguaje, al reducir la paradoja a un problema lógico, trivializa el misterio. El neopragmatismo, al convertir la filosofía en narrativa edificante, renuncia a la verdad como horizonte. La posmodernidad, al estetizar el deseo de lo trascendente, convierte la metafísica en retórica. En todos estos casos, el ser deja de ser fundamento, y Dios deja de ser presencia. Lo que queda es una lógica del vacío, una estética del fragmento, una ética del deseo.

Este eclipse del sentido no es accidental. Es el resultado de una larga deriva que comienza con la negación de las esencias reales, continúa con la absolutización de la voluntad, y culmina en la disolución del ser en lenguaje. La metafísica clásica, al concebir el ser como acto, permitía pensar la trascendencia sin ruptura. La modernidad, al convertir el ser en concepto, lo somete al sujeto. La posmodernidad, al convertirlo en acontecimiento, lo disuelve en interpretación.

Ética, política y antropología del eclipse

La disolución del ser como fundamento ontológico no solo afecta la metafísica, sino que reconfigura la ética, la política y la antropología. Cuando el ser deja de ser lo que es por esencia, y se convierte en lo que se interpreta, lo que se desea o lo que se construye, la acción humana pierde su orientación trascendente. La voluntad, desligada del bien objetivo, se convierte en poder de autodeterminación. La libertad, sin verdad, se convierte en elección sin contenido. La persona, sin participación en el ser, se convierte en sujeto de deseo, en consumidor de signos, en intérprete de narrativas.

La ética clásica, fundada en la ley natural como participación en la razón divina, se desvanece. Ya no hay bienes objetivos que orienten la acción, sino preferencias subjetivas, contextuales, contingentes. El bien deja de ser lo que perfecciona la naturaleza, y se convierte en lo que satisface el deseo. La moral se convierte en ética del consenso, del contrato, de la utilidad, y con ello, la dignidad humana se vuelve negociable, funcional, relativa.

En el plano político, esta transformación se traduce en la crisis del orden natural. La autoridad ya no se funda en la verdad, sino en el poder. La voluntad de poder preside el constructivismo moderno y posmoderno. La ley natural es opacada por la voluntad humana. La ley ya no expresa la justicia, sino la voluntad del legislador. El derecho natural, como expresión racional del ser humano, es reemplazado por el positivismo jurídico, donde lo legal no necesariamente es lo justo. La política se convierte en gestión de deseos, administración de conflictos, ingeniería social, y pierde su vocación de bien común. De ese fondo fétido surge la contranatura ideología de género.

La antropología, por su parte, se ve profundamente afectada. El ser humano, que en la metafísica clásica era imagen de Dios, capaz de conocer la verdad, amar el bien y participar del ser, se convierte en sujeto sin esencia, en proyecto abierto, en construcción cultural. Ni el sexo natural escapa al voluntarismo arbitrario y desquiciado. La identidad ya no se descubre, sino que se elige. La naturaleza humana se convierte en campo de disputa, en espacio de interpretación, en plataforma de deseo. El cuerpo, el sexo, la inteligencia, la voluntad —todo se vuelve fluido, negociable, reconfigurable.

Este eclipse del sentido tiene consecuencias espirituales devastadoras. La experiencia de lo sagrado, que antes era encuentro con el ser trascendente, se convierte en nostalgia estética, en búsqueda emocional, en espiritualidad sin Dios. La religión, sin metafísica, se convierte en ética social, en terapia emocional, en rito vacío. Dios, sin ser, se convierte en símbolo, en metáfora, en posibilidad. La oración se convierte en introspección, el culto en espectáculo, la fe en experiencia.

Incluso los intentos de recuperar el sentido —como los de la teología postmetafísica o la fenomenología de lo divino— muchas veces preservan el marco hermenéutico que causó la crisis. Al renunciar a la metafísica del ser, y al convertir lo divino en acontecimiento, en don, en exceso, se corre el riesgo de estetizar lo trascendente, de convertir el misterio en experiencia, y de reducir lo absoluto a lo narrativo.

La paradoja de la omnipotencia, en este contexto, se convierte en síntoma de una civilización que ha perdido su orientación ontológica. Ya no se pregunta por el ser, sino por el lenguaje. Ya no se busca la verdad, sino la interpretación. Ya no se vive en el cosmos, sino en el mundo. El ser, que antes era plenitud, se convierte en potencia sin rostro. Dios, que antes era fundamento, se convierte en posibilidad sin forma. El hombre, que antes era imagen, se convierte en intérprete.

Vías de recuperación ontológica

Frente al panorama de disolución ontológica, relativismo ético y nihilismo espiritual que hemos trazado, surge la pregunta inevitable: ¿es posible recuperar el sentido perdido? ¿Puede la filosofía volver a ser camino hacia la verdad, y no solo juego de lenguaje o crítica cultural? ¿Puede el pensamiento reabrirse al ser como fundamento, y a Dios como plenitud?

La respuesta no puede ser ingenua ni nostálgica. No se trata de restaurar mecánicamente la metafísica clásica, ni de repetir fórmulas escolásticas sin contexto. Se trata de reconstruir una ontología participativa, capaz de integrar la conciencia histórica del pensamiento moderno, pero sin renunciar al ser como horizonte. Una ontología que no niegue la hermenéutica, pero que no la absolutice. Que reconozca la historicidad del saber, pero que no disuelva la verdad en interpretación.

Algunos pensadores contemporáneos han intentado esta recuperación. Cornelio Fabro, por ejemplo, reinterpreta el tomismo desde la noción de participación en el ser, y denuncia el eclipse del acto como núcleo de la metafísica. Rémi Brague propone una “sabiduría del mundo” que reconoce el orden cósmico como don, como herencia, como estructura inteligible. Augusto Del Noce analiza la crisis de la modernidad como resultado de la secularización del pensamiento, y propone una recuperación del espíritu como principio de cultura. Y por mi parte hablo de la erosión nihilista de la sociedad postmetafísica y de la necesidad de una metafísica encarnada que no divorcie ni confunda lo trascendente y lo inmanente.

En el plano teológico, también hay intentos de restaurar el vínculo entre ser y Dios. La teología radical, aunque crítica de la metafísica tradicional, busca pensar lo divino como exceso, como don, como acontecimiento que no se reduce a lógica ni a lenguaje. Sin embargo, si no se cuida el fundamento ontológico, corre el riesgo de estetizar lo trascendente, de convertir el misterio en experiencia subjetiva, y de perder la objetividad del ser.

La clave está en reconocer que el ser no es producto del pensamiento, ni resultado de la voluntad, ni efecto del lenguaje, sino realidad que se impone, que se ofrece, que se participa. El ser no es lo que se construye, sino lo que se recibe. La verdad no es lo que se interpreta, sino lo que se descubre. Dios no es posibilidad, sino plenitud. La filosofía, en este marco, vuelve a ser sabiduría, no técnica; búsqueda, no sistema; contemplación, no producción.

Recuperar el sentido implica también reconfigurar la antropología. El ser humano no es solo intérprete, sino imagen de Dios, capaz de conocer, amar y participar del ser. La libertad no es elección sin contenido, sino apertura al bien. La ética no es consenso, sino respuesta al llamado del ser. La política no es ingeniería social, sino orden hacia el bien común. La cultura no es espectáculo, sino expresión del espíritu.

La paradoja de la omnipotencia, en este marco restaurado, vuelve a su lugar original: no como problema lógico, ni como símbolo estético, sino como límite racional ante el misterio divino. Dios no puede hacer lo contradictorio, no por limitación, sino porque su querer está en perfecta unidad con su saber y su amor. El ser, como participación en Dios, no es potencia sin rostro, sino plenitud que se ofrece, que se acoge, que se vive.

Conclusión

La filosofía, en su origen, no fue técnica ni sistema, sino asombro ante el ser, búsqueda de sabiduría, contemplación del misterio. Fue el intento del hombre por comprender su lugar en el cosmos, por responder al llamado del ser, por vivir en armonía con la verdad. Esta vocación se ha visto oscurecida por siglos de desplazamientos ontológicos, por rupturas epistemológicas, por giros lingüísticos y estéticos que han convertido el pensamiento en crítica sin redención, en juego sin fundamento, en discurso sin destino.

La paradoja de la omnipotencia, que en la teología clásica era límite racional ante el misterio divino, se ha convertido en símbolo de una civilización que ha perdido el sentido del ser y de Dios. El ser, despersonalizado, se convierte en potencia sin rostro. Dios, desfundamentado, se convierte en posibilidad sin forma. El hombre, desorientado, se convierte en intérprete sin verdad. Esta triple disolución —del ser, de Dios y del hombre— configura el núcleo de la crisis espiritual de Occidente.

Pero esta crisis no es definitiva. Es también ocasión de despertar, de retorno, de reconstrucción. La filosofía puede volver a ser camino hacia la verdad, si se libera del encierro en la conciencia, del absolutismo de la voluntad, del reduccionismo del lenguaje. Puede volver a abrirse al ser como don, como plenitud, como fundamento. Puede volver a reconocer a Dios no como posibilidad, sino como acto puro, como origen y destino, como verdad que se ofrece.

Este retorno no es restauración mecánica, ni nostalgia metafísica. Es reconfiguración profunda, que exige pensar el ser desde su participación, no desde su construcción. Que exige pensar la libertad como apertura al bien, no como elección sin contenido. Que exige pensar la verdad como adecuación al ser, no como coherencia interna. Que exige pensar a Dios como plenitud del ser, no como símbolo del deseo.

La paradoja de la omnipotencia, en este marco restaurado, vuelve a ser lo que siempre fue: testimonio del misterio, límite de la razón, expresión de una sabiduría que reconoce que el poder divino no es arbitrariedad, sino unidad perfecta entre querer, saber y amar. El ser, como participación en Dios, vuelve a ser horizonte, camino, morada. El hombre, como imagen de Dios, vuelve a ser buscador de sentido, custodio del misterio, peregrino de la verdad. El hombre no es pastor del ser, sino custodio del misterio divino.

La filosofía, entonces, puede volver a ser sabiduría, no técnica; contemplación, no producción; diálogo con el ser, no juego de signos. Puede volver a encarnar la vocación originaria del pensamiento: reconciliar al hombre con el ser, y al ser con Dios. En ese horizonte, la paradoja deja de ser problema, y se convierte en puerta hacia el misterio. El eclipse del sentido deja de ser condena, y se convierte en llamado a la luz.

2 comentarios:

  1. RAMON PALTI
    Efectivamente, aunque Heidegger es una raíz del existencialismo, sus ideas terminan separándose del existencialismo occidental posterior de Sartre de Camus. Sobre todo en el ateísmo explícito en el que el hombre está solo en un mundo sin propósito como el fariseo que el mismo se aplaude y el mismo se premia. Si yo mismo me justifico y yo mismo me premio y digo que yo merezco la salvación entonces acaso no reconozco a Dios como un juez justo que tiene un especial cuidado para atender a los pobres y los humildes.

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  2. RAMON PALTI
    Efectivamente, aunque Heidegger es una raíz del existencialismo, sus ideas terminan separándose del existencialismo occidental posterior de Sartre de Camus. Sobre todo en el ateísmo explícito en el que el hombre está solo en un mundo sin propósito como el fariseo que el mismo se aplaude y el mismo se premia. Si yo mismo me justifico y yo mismo me premio y digo que yo merezco la salvación entonces acaso no reconozco a Dios como un juez justo que tiene un especial cuidado para atender a los pobres y los humildes.

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