NIETZSCHE, LA MORAL Y LA VIDA: UN RECHAZO SIN HORIZONTE
Ensayo filosófico sobre la lectura de José Antonio Russo Delgado
I. Introducción: el vértigo intacto
José Antonio Russo Delgado, en su ensayo Nietzsche, la moral y la vida, ofrece una lectura extensa, rigurosa y erudita del pensamiento nietzscheano. El texto, originalmente presentado como tesis doctoral en 1947 y reeditado décadas después, ha sido considerado un clásico del pensamiento filosófico peruano. Sin embargo, su enfoque, aunque descriptivo y sistemático, no alcanza a desmantelar el núcleo filosófico que sostiene la arquitectura nietzscheana. El resultado es un rechazo explícito de ciertos conceptos —como la voluntad de poder— pero sin una crítica estructural que los desactive. El vértigo ontológico que Nietzsche propone queda intacto, y ese es el mayor peligro del enfoque de Russo: señala el abismo, pero no ofrece salida.
II. El Nietzsche de Russo: exposición sin confrontación
El ensayo de Russo Delgado recorre con minuciosidad los aspectos centrales de la filosofía de Nietzsche: su crítica a la moral tradicional, su visión del sacerdote como figura de decadencia, su oposición entre Nietzsche y Buda, y su interpretación de religiones como el judaísmo, el islam y el budismo. También se detiene en la influencia de Feuerbach y en la genealogía de la moral, mostrando una comprensión profunda del contexto histórico y conceptual.
Sin embargo, esta exposición, aunque valiosa, carece de confrontación crítica. Russo no interroga las implicancias últimas del pensamiento nietzscheano. No cuestiona cómo el eterno retorno, el amor fati y la voluntad de poder configuran una ontología cerrada, sin trascendencia, sin redención. No muestra cómo el vitalismo de Nietzsche, lejos de superar el nihilismo, lo sublima en una estética del abismo. Y al no hacerlo, deja al lector en el umbral del vértigo, sin herramientas para discernir sus consecuencias espirituales.
III. Vitalismo sublimado: el nihilismo estructural de Nietzsche
Aunque Nietzsche es frecuentemente etiquetado como nihilista, esa clasificación es incompleta. En realidad, Nietzsche aparece más como un vitalista radical, un pensador que no se conforma con diagnosticar la muerte de los valores tradicionales, sino que propone una afirmación intensa de la vida como respuesta al vacío. Pero esa afirmación, al no tener fundamento trascendente, se convierte en un nihilismo sublimado.
El eterno retorno de lo mismo no es una celebración liberadora, sino una estructura ontológica que elimina toda teleología. No hay progreso, no hay escatología, no hay promesa. Solo repetición. Y esa repetición, lejos de ser liberadora, encierra al hombre en un círculo perfecto de inmanencia, donde todo vuelve, pero nada se cumple. El tiempo no es redentor: es circular y cerrado.
El amor fati, por su parte, es la actitud que Nietzsche propone frente a esta repetición. No basta con soportar el dolor: hay que amarlo. No basta con aceptar el absurdo: hay que celebrarlo. Pero esta celebración no conduce a una transformación espiritual. Es una afirmación inmanente, sin cielo, sin juicio, sin sentido último. Es una resignación heroica ante un mundo sin Dios, sin propósito, sin salvación.
La voluntad de poder, finalmente, es el motor ontológico de este cosmos cerrado. No es voluntad moral, ni divina, ni racional. Es impulso puro, afirmación sin justificación, creación sin finalidad. El hombre nietzscheano no busca verdad: crea valores. No espera salvación: se convierte en artista de sí mismo. Pero ese arte no tiene horizonte. Es autoafirmación en el vacío, sublimación del sinsentido.
IV. El rechazo sin desmontaje
Russo Delgado rechaza expresamente la voluntad de poder, reconociendo que esta idea representa una ruptura radical con toda ética trascendente. Pero ese rechazo no se traduce en una crítica estructural. No desmonta la ontología que la voluntad de poder implica. No muestra cómo esta noción corroe toda posibilidad de comunión, de verdad, de redención. Se limita a marcar distancia, sin entrar en la arquitectura profunda que esa noción sostiene.
Al no desmantelar la voluntad de poder, Russo deja intacto el nihilismo que esta implica. Porque si todo es poder, no hay verdad, no hay bien, no hay sentido. Solo hay afirmación ciega. Y esa afirmación, aunque vitalista, es nihilista en su estructura. El rechazo de Russo no alcanza a mostrar cómo esta idea deshumaniza la ética, reemplazando el bien por la fuerza, la verdad por la creación arbitraria de valores, y la trascendencia por la autoafirmación.
V. El silencio ante Cristo: omisión que define
Uno de los aspectos más reveladores del ensayo de José Antonio Russo Delgado es su silencio ante Cristo. No lo confronta abiertamente, pero tampoco lo abraza. Cristo aparece como figura implícitamente superada, como símbolo de una moral que Nietzsche habría desmantelado. Russo no lo defiende, ni lo redime. Lo deja a un lado, como si el Evangelio no tuviera nada que decir frente al vértigo ontológico del filósofo alemán.
Este silencio no es neutral. Es una omisión que define. Porque allí donde Nietzsche propone una afirmación sin trascendencia, Cristo ofrece una redención con sentido. Allí donde el eterno retorno encierra, la cruz libera. Allí donde el amor fati resigna, el amor ágape transforma. Y al no abrir ese contraste, Russo Delgado deja al lector en el umbral del abismo, sin mostrarle la puerta de salida.
El cristianismo no es simplemente una moral alternativa: es una ontología distinta. No propone técnicas de equilibrio, sino una comunión con lo eterno. No llama a resistir el dolor, sino a redimirlo. Y al no presentar esta diferencia, Russo deja intacto el vértigo nietzscheano, sin ofrecer una alternativa espiritual que lo desactive.
VI. El giro hacia los presocráticos, Heidegger y Krishnamurti
Tal vez consciente de ese vértigo, Russo Delgado intenta sustraerse de él en sus estudios posteriores. Se vuelve hacia los presocráticos, buscando en Heráclito y Parménides una ontología más originaria, menos contaminada por la decadencia moral que Nietzsche denuncia. Se aproxima a Heidegger, en busca de una comprensión más radical del ser, más allá de la voluntad de poder. Y finalmente, se interesa por Krishnamurti, quizás como intento de reconectar con una espiritualidad no dogmática, más intuitiva, más silenciosa.
Pero ese giro, aunque significativo, no resuelve el vacío que dejó en su lectura de Nietzsche. No hay una crítica retrospectiva, ni una revisión filosófica que desmonte el sistema que antes expuso. El lector que se quedó en Nietzsche, la moral y la vida no recibe las claves para salir del laberinto. Y en ese sentido, el giro posterior de Russo no corrige la omisión inicial: la ausencia de Cristo como horizonte redentor.
VII. El riesgo de la admiración acrítica
Cuando se rechaza una idea tan central como la voluntad de poder, pero no se desmonta el sistema que la sostiene, se corre el riesgo de legitimar lo que se pretende cuestionar. El lector puede interpretar ese rechazo como una opinión personal, no como una refutación filosófica. Y así, el vértigo ontológico de Nietzsche —su inmanentismo cíclico, su nihilismo sublimado, su estética del abismo— queda intacto.
Russo, con su erudición y su sensibilidad filosófica, tenía las herramientas para ir más allá. Pero su ensayo, al no avanzar en ese desmontaje, deja abierta la puerta a una admiración acrítica de Nietzsche. Y ese es el mayor riesgo: que el lector se fascine con el estilo, sin advertir el vacío que lo sostiene.
VIII. El vitalismo como nihilismo sublimado
El vitalismo de Nietzsche, aunque se presenta como una afirmación radical de la vida, está estructurado sobre una ontología sin sentido, sin finalidad, sin redención. Es un vitalismo que no redime, sino que resiste. No transforma el dolor: lo celebra. No supera el nihilismo: lo sublima. Y en esa sublimación, el abismo se convierte en estilo, el sinsentido en estética, la desesperanza en afirmación.
El eterno retorno de lo mismo no es una teoría cosmológica, sino una prueba ética: ¿puedes amar tu vida al punto de querer repetirla infinitamente, con todo su dolor y gloria? Pero esta pregunta, lejos de ofrecer esperanza, elimina toda teleología. No hay historia que avance, ni destino que se cumpla. Solo hay repetición. Y en esa repetición, el hombre no se salva: se afirma o se hunde.
El amor fati, por su parte, es la actitud que Nietzsche propone frente a esta repetición. No basta con soportar el dolor: hay que amarlo. No basta con aceptar el absurdo: hay que celebrarlo. Pero esta celebración no conduce a una redención, ni a una transformación espiritual. Es una afirmación inmanente, sin cielo, sin juicio, sin sentido último. Es una resignación heroica ante un mundo sin Dios, sin propósito, sin salvación.
La voluntad de poder, finalmente, es el motor ontológico de este cosmos cerrado. No es voluntad moral, ni divina, ni racional. Es impulso puro, afirmación sin justificación, creación sin finalidad. El hombre nietzscheano no busca verdad: crea valores. No espera salvación: se convierte en artista de sí mismo. Pero ese arte no tiene horizonte. Es autoafirmación en el vacío, sublimación del sinsentido.
IX. El logos cósmico del poder: inmanentismo sin redención
La estructura metafísica que Nietzsche propone es la de un logos cósmico de la voluntad de poder, una fuerza impersonal, irracional, que no busca sentido, sino expansión. El mundo no tiene dirección: tiene intensidad. El ser no se orienta hacia el bien: se afirma en la fuerza. Y en ese marco, el vitalismo nietzscheano no redime el nihilismo: lo celebra.
Este logos no es el de Heráclito, ni el de los estoicos, ni el del Evangelio. Es un logos sin comunión, sin trascendencia, sin finalidad. Es el principio de un mundo cerrado, donde todo vuelve, pero nada se cumple. Y en ese mundo, el hombre no se salva: se afirma. No se entrega: se impone. No ama: domina.
Por eso, el vitalismo de Nietzsche es un nihilismo sublimado en inmanentismo cíclico. Es la afirmación estética de un mundo sin sentido, la celebración heroica de un abismo sin fondo. Y aunque su lenguaje es de grandeza, su horizonte es de vacío. Nietzsche no escapa al nihilismo: lo convierte en estilo.
X. El rechazo sin horizonte: Russo ante el vértigo
José Antonio Russo Delgado rechaza expresamente la voluntad de poder, reconociendo que esta idea representa una ruptura radical con toda ética trascendente. Pero ese rechazo no se traduce en una crítica estructural. No desmonta la ontología que la voluntad de poder implica. No muestra cómo esta noción corroe toda posibilidad de comunión, de verdad, de redención. Se limita a marcar distancia, sin entrar en la arquitectura profunda que esa noción sostiene.
Al no desmantelar la voluntad de poder, Russo deja intacto el nihilismo que esta implica. Porque si todo es poder, no hay verdad, no hay bien, no hay sentido. Solo hay afirmación ciega. Y esa afirmación, aunque vitalista, es nihilista en su estructura. El rechazo de Russo no alcanza a mostrar cómo esta idea deshumaniza la ética, reemplazando el bien por la fuerza, la verdad por la creación arbitraria de valores, y la trascendencia por la autoafirmación.
XI. Estilo expositivo sin crítica filosófica
El estilo de José Antonio Russo Delgado en Nietzsche, la moral y la vida es eminentemente expositivo. Su prosa es clara, ordenada, y muestra una comprensión profunda del pensamiento nietzscheano. Pero esa claridad descriptiva no se acompaña de una crítica filosófica que permita al lector discernir los límites, contradicciones o peligros del sistema que se presenta. El ensayo informa, pero no interroga. Explica, pero no confronta. Y en ese gesto, deja al lector vulnerable frente al vértigo nietzscheano.
La exposición detallada de conceptos como el eterno retorno, el amor fati y la voluntad de poder se realiza con rigor, pero sin desmontaje. No se advierte cómo estos pilares configuran una ontología cerrada, sin sentido finalista, sin redención. No se muestra cómo el vitalismo nietzscheano, aunque seductor, está estructurado sobre una negación radical de la trascendencia. Y al no hacerlo, el lector corre el riesgo de admirar la arquitectura sin advertir que está construida sobre el abismo.
XII. El giro posterior: intentos de evasión sin resolución
En sus estudios posteriores, Russo Delgado intenta sustraerse del vértigo nietzscheano. Se vuelve hacia los presocráticos, buscando en Heráclito y Parménides una ontología más originaria, menos contaminada por la decadencia moral que Nietzsche denuncia. Se aproxima a Heidegger, en busca de una comprensión más radical del ser, más allá de la voluntad de poder. Y finalmente, se interesa por Krishnamurti, quizás como intento de reconectar con una espiritualidad no dogmática, más intuitiva, más silenciosa.
Pero ese giro, aunque significativo, no corrige la omisión inicial. No hay una crítica retrospectiva, ni una revisión filosófica que desmonte el sistema que antes expuso. El lector que se quedó en Nietzsche, la moral y la vida no recibe las claves para salir del laberinto. Y en ese sentido, el giro posterior de Russo no resuelve el vacío que dejó en su lectura de Nietzsche.
XIII. La postura ante Cristo: distancia que impide redención
Lo más revelador en todo este recorrido es la postura de Russo ante Cristo. No lo confronta, pero tampoco lo reivindica. Cristo aparece como figura implícitamente superada, como símbolo de una moral que Nietzsche habría desmantelado. No hay defensa del Evangelio, ni contraste entre el amor ágape y la voluntad de poder. No se muestra cómo la cruz desactiva el eterno retorno, cómo la redención cristiana supera el amor fati, cómo la gracia trasciende el impulso de dominio.
Ese silencio no es casual: es estructural. Porque al no presentar a Cristo como alternativa, Russo deja al lector sin horizonte metafísico. El vértigo nietzscheano queda como posibilidad abierta, como estilo de pensamiento, como estética del abismo. Y en ese gesto, el ensayo se vuelve más diagnóstico que medicina. Más mapa que camino. Más exposición que esperanza.
XIV. El desenlace filosófico: exposición sin redención
El desenlace filosófico del enfoque de José Antonio Russo Delgado en Nietzsche, la moral y la vida es el de una exposición brillante que no redime ni desactiva. El lector recibe una cartografía precisa del pensamiento nietzscheano, pero no una brújula para orientarse frente a él. Se le muestra el vértigo, pero no se le ofrece el contrapeso. Se le presenta la arquitectura conceptual, pero no se le revela el fundamento espiritual que podría sostenerla o desmontarla.
El rechazo explícito de la voluntad de poder, aunque significativo, no alcanza a desmantelar el sistema que esa noción sostiene. El eterno retorno, el amor fati y la voluntad de poder configuran una ontología cerrada, sin sentido finalista, sin redención. Y al no confrontar esa estructura, Russo deja al lector sin horizonte metafísico, sin alternativa espiritual, sin posibilidad de trascendencia.
XV. La necesidad de una crítica que revele la salida
Frente al vértigo ontológico que Nietzsche propone, no basta con describir: hay que discernir. No basta con rechazar: hay que desmontar. No basta con señalar el abismo: hay que revelar la salida. Y esa salida no puede ser meramente filosófica: debe ser espiritual. Porque el nihilismo que Nietzsche diagnostica —y que luego sublima— no se resuelve con más pensamiento, sino con redención.
Esa redención no está en Heráclito, ni en Heidegger, ni en Krishnamurti. Está en Cristo. No como figura moral, sino como presencia ontológica. No como alternativa ética, sino como fundamento del ser redimido. Cristo no propone eterno retorno, sino resurrección. No llama al amor fati, sino al amor ágape. No exalta la voluntad de poder, sino la entrega que salva. Y al no presentar este contraste, Russo pierde la oportunidad de redimir el pensamiento que tan cuidadosamente expone.
XVI. Conclusión: un rechazo sin horizonte
Nietzsche, la moral y la vida es un ensayo valioso por su claridad, profundidad y erudición. Pero su mayor debilidad es que ofrece un rechazo sin horizonte. Señala el peligro, pero no lo desactiva. Expone el vértigo, pero no lo redime. Y al hacerlo, deja al lector en una posición vulnerable: fascinado por el estilo nietzscheano, pero sin defensa frente a su vacío.
La filosofía, cuando no se orienta hacia la verdad, puede convertirse en estética del abismo. Y el pensamiento, cuando no se abre a la trascendencia, puede terminar celebrando el sinsentido. Por eso, más allá de la exposición, se necesita una crítica que revele el camino, que confronte el vértigo, que proponga redención. Y ese camino, aunque filosófico, es espiritual. Porque solo cuando el pensamiento se rinde al amor que salva, el abismo deja de ser destino.