miércoles, 22 de octubre de 2025

Comentario sobre Jesús, la historia de un viviente de Edward Schillebeeckx

 

Comentario sobre Jesús, la historia de un viviente de Edward Schillebeeckx

La obra Jesús, la historia de un viviente, publicada en 1973 por el teólogo dominico Edward Schillebeeckx, representa uno de los hitos más audaces y transformadores de la teología católica contemporánea. En un contexto marcado por la efervescencia postconciliar, la crítica histórica a los textos bíblicos, y la necesidad de reconciliar la fe cristiana con la modernidad, Schillebeeckx emprende una tarea monumental: recuperar la figura de Jesús desde su historicidad, sin renunciar a su dimensión salvífica, pero liberándola de los corsés dogmáticos que la han alejado de la experiencia humana concreta.

Desde el inicio, el autor plantea que el cristianismo no puede sostenerse sobre una imagen mítica o descontextualizada de Jesús. La fe, para ser auténtica, debe partir de la historia, de la vida real de un hombre que vivió en Galilea, que se relacionó con los marginados, que anunció el Reino de Dios, y que fue ejecutado por el poder político y religioso de su tiempo. Schillebeeckx no niega la divinidad de Jesús, pero insiste en que esta debe ser comprendida desde su humanidad radical, desde su entrega, desde su fidelidad a una causa que lo trasciende.

Uno de los puntos más controvertidos —y también más profundos— de la obra es su interpretación de la resurrección. Schillebeeckx sostiene que la resurrección no debe entenderse como un evento físico verificable en el tiempo y el espacio, sino como una experiencia de fe vivida por los discípulos. Lo que se resucita no es un cadáver, sino una presencia transformadora que sigue viva en la comunidad que cree, ama y actúa según el mensaje de Jesús. Esta visión, profundamente pastoral y existencial, fue considerada problemática por la Congregación para la Doctrina de la Fe, que abrió una investigación sobre sus escritos. Se le acusó de poner en duda la historicidad de la resurrección corporal, aunque Schillebeeckx insistía en que no negaba la resurrección, sino que proponía una forma de comprenderla más fiel a la experiencia pascual de los primeros cristianos.

Lejos de debilitar la fe, esta interpretación la fortalece al vincularla con la vida concreta, con la praxis, con la historia. La resurrección, en este marco, no es una prueba ni un milagro espectacular, sino la afirmación de que Jesús sigue vivo en la comunidad que encarna su mensaje. Es una experiencia de sentido, de esperanza, de transformación. Esta visión fue posteriormente rehabilitada en el clima renovador del Concilio Vaticano II, donde se entendió que su teología no negaba la fe, sino que la profundizaba, al vincular lo trascendente con lo inmanente, lo divino con lo humano.

La obra también se inscribe en una crítica implícita a ciertos desvaríos de la teología protestante, que en su afán por afirmar la sola fe o la sola Escritura, puede caer en dualismos teológicos o en una visión desencarnada de la salvación. Schillebeeckx, en cambio, propone una teología de la encarnación, donde Dios se manifiesta en la historia, en la carne, en la comunidad. Su cristología es narrativa, ascendente, pastoral. No parte de la divinidad para explicar la humanidad, sino de la humanidad para comprender el misterio de Dios.

En este sentido, Jesús, la historia de un viviente contribuye decisivamente a la actualización de la teología católica. No se trata de una confrontación directa con el protestantismo, sino de una reinvención del cristianismo desde la experiencia humana. La salvación no es una transacción metafísica, sino una experiencia de liberación, de justicia, de comunión. Jesús no salva por su muerte en sí, sino por su vida entregada, por su fidelidad al Reino hasta las últimas consecuencias.

La obra también tiene implicaciones eclesiológicas y pastorales profundas. Invita a una Iglesia menos dogmática, más abierta al diálogo, más comprometida con los pobres y con la historia. Una Iglesia que no se refugia en verdades abstractas, sino que se encarna en la vida de las personas, en sus luchas, en sus esperanzas. En este marco, la figura de Jesús se convierte en criterio de discernimiento: todo lo que no se parece a él, todo lo que no encarna su mensaje, debe ser cuestionado.

En resumen, Jesús, la historia de un viviente es una obra que interpela, que incomoda, que transforma. No ofrece respuestas fáciles, pero sí abre caminos para una fe más humana, más histórica, más comprometida. Schillebeeckx nos recuerda que el cristianismo no es una doctrina, sino una experiencia; no es una ideología, sino una vida; no es una institución, sino un seguimiento. Jesús vive, no porque haya vuelto físicamente de la muerte, sino porque su historia sigue generando vida, sentido y esperanza.

Comentario sobre Las estructuras sociales de Francisco Miró Quesada Cantuarias

 

Comentario sobre Las estructuras sociales de Francisco Miró Quesada Cantuarias

Publicada en 1961, Las estructuras sociales de Francisco Miró Quesada Cantuarias —“Paco” para sus allegados— es una obra que se inscribe en el esfuerzo por pensar la sociedad peruana desde una perspectiva filosófica, ética y racionalista, en un momento de agitación ideológica marcado por la Guerra Fría y el incipiente reformismo del primer gobierno de Fernando Belaúnde Terry. En este contexto, Miró Quesada se propone reflexionar sobre la organización social sin caer en los extremos del totalitarismo comunista ni en el inmovilismo del liberalismo imperialista. Su apuesta es por una tercera vía: una reforma civil de las estructuras sociales, basada en la libertad del individuo y en la educación como motor de transformación.

La obra parte de una premisa fundamental: las estructuras sociales —familia, Estado, economía, cultura— no son entidades naturales ni inmutables, sino construcciones históricas que pueden y deben ser modificadas cuando atentan contra la dignidad humana. Para Miró Quesada, el individuo no está condenado por las estructuras; al contrario, posee la capacidad ética de resistir su presión y transformarlas. Esta reivindicación de la libertad personal es uno de los aportes más valiosos del libro, pues rompe con el determinismo y abre la puerta a una filosofía del cambio basada en la conciencia y la responsabilidad.

Sin embargo, esta visión está atravesada por un enfoque evolucionista que concibe el cambio social como un proceso gradual, racional y pacífico. La educación aparece como el medio privilegiado para modificar las estructuras, entendida no solo como instrucción formal, sino como cultivo de la razón, la autonomía y la ética. En este punto, la obra incurre en una limitación importante: al restringir la transformación al plano educativo, Miró Quesada subestima las dinámicas de poder, conflicto y violencia que muchas veces son necesarias para desmontar estructuras profundamente injustas. Su confianza en la pedagogía como herramienta de emancipación lo lleva a ignorar que, en contextos de opresión sistemática, el cambio no siempre es posible sin confrontación directa.

Esta postura ha sido objeto de críticas desde distintos frentes. David Sobrevilla, desde un centrismo crítico, señaló que el enfoque evolucionista de Miró Quesada desemboca en un “socialismo edulcorado”, incapaz de enfrentar las contradicciones estructurales del capitalismo y la lucha de clases. Arturo Salazar Larraín, desde la derecha intelectual, cuestionó la obra por su intencionalidad ideológica, su coqueteo con el marxismo y su falta de rigor científico. Posteriormente, el propio Paco reformularía su concepción de la revolución, alejándose del marxismo clásico y adoptando una visión populista, entendida como un cambio de vigencias y mentalidades más que como una transformación estructural.

Estas tensiones revelan que Las estructuras sociales es una obra incómoda, que no encaja fácilmente en los marcos ideológicos establecidos. Su intento de pensar la sociedad desde la ética lo aleja tanto del dogmatismo revolucionario como del conservadurismo liberal, pero también lo deja expuesto a críticas por no enfrentar de lleno las raíces materiales del conflicto social. El libro no aborda con suficiente profundidad el papel de las clases sociales, ni la alienación que transmite al pueblo la oligarquía peruana, ni el influjo del imperialismo en la enajenación cultural y económica. Al no tematizar el rol de los medios de comunicación como reproductores de la lógica consumista y alienante del capitalismo occidental, la obra pierde la oportunidad de mostrar cómo el poder se ejerce también desde el control simbólico.

No está de más recordar que esta obra causó un profundo malestar en el seno de la plutocrática familia Miró Quesada, que lo tildó de “contaminado de marxismo”. Este rechazo revela el grado de incomodidad que generó su intento de pensar la sociedad desde una ética transformadora, aunque no revolucionaria. La obra no fue solo una intervención filosófica; fue también una ruptura simbólica con el pensamiento dominante de su entorno familiar y social.

En resumen, Las estructuras sociales es una obra valiosa por su intento de articular una filosofía del cambio basada en la libertad, la ética y la educación. Su mensaje profundo es que el ser humano puede —y debe— resistir las estructuras que lo alienan, y que el cambio comienza en la conciencia. Pero su marco racionalista, extraclasista y pacifista lo aleja de las realidades históricas de América Latina, donde la transformación muchas veces ha exigido rupturas radicales. La obra invita a pensar, pero no necesariamente a luchar. Y en ese gesto, revela tanto su fuerza como su límite.

Comentario sobre Los Pacharakos de Joan Guimaray

 

Comentario sobre Los Pacharakos de Joan Guimaray

La novela Los Pacharakos de Joan Guimaray se presenta como una obra de alto voltaje ético y político, una alegoría feroz sobre la decadencia moral del Perú contemporáneo. A través de la figura de Rodrigo Müller Vélez-Briceño, periodista misántropo y luego presidente de la república, Guimaray construye un relato que no solo denuncia la corrupción institucional, sino que también interroga los límites del poder, la verdad y la conciencia individual en un país sumido en el cinismo.

Desde sus primeras páginas, la novela se instala en un tono sombrío, casi apocalíptico, donde el lenguaje se vuelve herramienta de combate y la ironía, un escudo contra la desesperanza. Müller, con su verbo afilado y su desprecio por la hipocresía, encarna al intelectual que se atreve a decir lo que nadie quiere escuchar. Su ascenso al poder no es una victoria, sino una trampa: el sistema lo absorbe, lo desgasta, lo traiciona. Su caída, lejos de ser una derrota personal, se convierte en símbolo del fracaso de toda una nación que ha perdido el rumbo ético.

Guimaray no ofrece consuelo. Su visión es pesimista, pero no gratuita. La novela conmociona porque obliga al lector a mirar de frente una realidad que muchos prefieren ignorar. La corrupción no es solo política: es cultural, espiritual, cotidiana. Está en los gestos, en los silencios, en las complicidades que sostienen el statu quo. El autor no se limita a señalar culpables; muestra cómo el mal se ha institucionalizado, cómo la mentira se ha vuelto norma, y cómo la verdad, cuando aparece, es castigada con saña.

Sin embargo, esta fuerza crítica tiene sus límites. El enfoque individualista de la novela, centrado casi exclusivamente en Müller, deja fuera dimensiones estructurales que enriquecerían el análisis. La obra no aborda con suficiente profundidad el papel de las clases sociales, ni la inmoralidad de la alta plutocracia peruana, que actúa como modelo de éxito perverso y disemina su lógica por todo el cuerpo social. Tampoco se problematiza el influjo del imperialismo, que impone modelos económicos y culturales ajenos, y contribuye a la descomposición moral desde fuera, con la complicidad de las élites locales.

En ese sentido, Los Pacharakos parece ignorar la estrecha relación entre los medios corporativos de comunicación de masas y la reproducción de la lógica consumista e inmoral del capitalismo occidental. Los medios, que deberían ser objeto de crítica feroz, aparecen apenas como telón de fondo, sin que se explore su rol como agentes de alienación, desinformación y banalización del pensamiento. Esta omisión debilita el alcance de la denuncia, pues deja intacto uno de los pilares del sistema que la novela pretende cuestionar.

A pesar de estas limitaciones, Los Pacharakos logra articular un mensaje profundo: la necesidad de una transformación espiritual para salir del marasmo moral. La caída de Müller no es solo política, sino metafísica. Es el viaje del alma que debe atravesar la oscuridad para reencontrarse con la luz. Guimaray parece decirnos que no hay redención colectiva sin redención individual, que el cambio verdadero comienza en la conciencia, en la voluntad de resistir al mal y recuperar la dignidad perdida.

La novela, entonces, no es solo una acusación: es una advertencia. No basta con indignarse; hay que despertar. No basta con señalar el mal; hay que enfrentarlo. Los Pacharakos nos recuerda que el poder sin ética es ruina, que la verdad sin coraje es inútil, y que el silencio cómplice es la forma más sutil de la traición.